ISABEL NOVELA SUD-AMERICANA POR JUSTO A. SECAS EDICIÓN CON LÁMINAS AREQUIPA TIP. CÁCERES-BOLIVAR 1888. ADVERTENCIA NECESARIA. 1a. Por ser mas adecuado á la pronunciacion hispano-americana, solo en caso de absoluta necesidad hemos hecho uso de las letras SC en medio de las vocales e—e, prefiriendo s ó c unicamente, entre i—e ó e—i: como en decendiente, reminisencia, precindir. Y por lo que hace á la ae, en algunas palabras la hemos suprimido, y en otras sustituído con e ó s: como en eceptuar, espendio, etc. 2a. Siempre que la sílaba in, al principio de palabra, indica negacion absolutamente determinada, en vez de m se ha puesto n delante de p, escribiendo desde luego: inposible, inparcial, inpio, etc. 3a. Sin atender á mas que á la precision fonética de la lengua, se ha preferido la letra j para la formacion de las sílabas je y ji, en cualquiera palabra, y nunca la g; por lo que hemos escrito: imajinacion, jenio, ánjel, etc. 4a. Desde que los sustantivos acabados en on jamás son graves en castellano, hemos juzgado innecesario el usar el acento en la o de la sílaba final. 5a. Como en la escritura de todos los demás idiomas nó existen signos interrogativos ó admirativos, á principio de oracion, igualmente haremos notar que hemos tenido á bien el suprimirlos, en esta novela esclusivamente sud-americana. EL AUTOR TITULOS DE PROPIEDAD. Cacallinca, Octubre 5 de 1888. Señor Don Benjamin de la Fuente. Tingo. Buenos dias querido amigo: Con el derecho de la sincera amistad que nos une, ya hace algun tiempo que tuve la ocurrencia de pedirle fuera Ud. padrino de mi primer hijo, abrigando la lícita y lejítima esperanza que todo esposo puede y debe tener; mas habiendo resultado la señora estitica, segun dijo alguna vez cierto jeneral de gran fama y mejor militar que retórico, Ud. me dispensará la libertad de ofrecerle la presente obrita, en remplazo de la otra. La culpa de la sostitucion nó es mía, como lo echará de ver hasta un ciego de nacimiento; y Ud. con mayor razon notará en ello, mi deseo de cumplir de alguna manera lo que ofrecí en otra época. A la suplente, que nó ha recibido otra agua bautismal que un poco de tinta, le ha cabido en suerte el nombre de «ISABEL», con cuyo requisito de ser ya algo, creo que le ha economizado la quisquillosa molestia de hacerla cristianizar, aunque nó la menos importuna de dispensarle su proteccion. Así, si se ha de colmar mi deseo, espero sea de su agrado contribuir á darle esa clase de felicidad, que tanto ella necesita; y á fin de que tal suceda, se me hace un deber el rogarle, disimule en lo posible las majaderías inherentes, de la que aún nó tiene piernas para este mundo resbaloso. Confío, pues, en que Ud. le servirá de apoyo á Isabel, para que pueda dar sus primeros y vacilantes pasos en la carrera de la vida; aunque nó le exijo ese cuidado, porque toda exijencia á la amistad es un abuso. Sólo en el caso de que Ud. halle por conveniente, que se publique la presente novela, se publicará, siendo Ud. desde luego, muy dueño de hacer de ella lo que mejor le parezca: eso queda á su entera y absoluta voluntad. Sin embargo, si algun día ha de merecer salir al público en demanda de su favor, nó podré precindir de desearle á la pobre chica que ¡ojalá! logre caer en gracia, ya que nó nació graciosa! Y dándole mi bendicion á ella, se despide de Ud. su verdadero amigo y muy S. S. JUSTO A. SECAS. Tingo, Octubre 6 de 1888. Sr. Dn. Justo A. Secas. Cacallinca. Amigo de mi aprecio: Juntamente con el distinguido obsequio que me hace, he tenido el gusto de recibir su estimada de ayer; y agradeciéndole muy mucho por la SUPLENCIA del inposible ahijado, espero que todo se realice á medida de su deseo, siempre que la suerte lo quiera favorecer á su amigo invariable y seguro servidor: BENJ. DE LA FUENTE. AVISO ELECTRIZANTE ¿QUIEN QUIERE 1,000 SOLES? DICEN QUE EN ESTE NUESTRO MUY GLORIOSO PLANETA, QUE SIN VANIDAD LLEVA LAS CONDECORACIONES DE TODO EL MUNDO SOBRE SUS DOS HEMISFERIOS, HAY NOVENTA MILLONES DE BOCAS QUE HABLAN EL INGLÉS, SETENTA-I-CINCO EL ALEMAN Y CINCUENTA-I-CINCO EL FRANCES; Y DESEANDO DARLE UNA POPULARIDAD ESFÉRICAMENTE UNIVERSAL Á LA PRESENTE NOVELA, SE HA PENSADO EN OBSEQUIAR UN PREMIO DE MIL SOLES, AUNQUE SEA EN DÍA NUBLADO, Á LA PERSONA QUE DÉ UNA TRADUCCION COMPLETA DE LA CITADA OBRA Á CUALQUIERA DE LOS REFERIDOS IDIOMAS, SIEMPRE QUE DICHA TRADUCCION SEA BUENA Á JUICIO DEL AUTOR DE “ISABEL” ANTOJOS DE PLUMA. Hasta hoy, con muy 1ijeras ecepciones, la gran mayoría de las novelas nos vienen hechecitas de Europa, para que aquí solo nos tomemos el trabajo de leerlas y ver, en las mas, que siempre su esfera de acción se halla circunscrita al hemisferio antiguo. Aquí, parece que nada pudiera suceder! A juzgar por nuestro inalterable silencio en cuanto á literatura novelezca, cualquier europeo podría decir que los sudamericanos debemos de ser algo, así, como especie de fósiles animados, que nada bueno, ni malo producen en ese sentido. Tal ocurrencia, es suceptible de caber dentro de los límites de la posibilidad, con toda holgura. Y sin embargo, yo creo que en esta parte meridional del mundo americano, á veces tienen lugar ciertas cosas, que nó desmerecen ser contadas en una novela. Para adquirir esa conviccion, basta fijarse en que tanto material ad hoc existe aquí, como allá. Si allá tienen tierra y aire, fuego y agua, y hombres y mujeres de diversas calidades y temperamentos, por acá, tampoco carecemos de todos esos ingredientes y otros adminículos mas. Desde luego, nó hallo razon, ni menos inconveniente grave, para que nuestro sol y nuestras estrellas, en pos, puedan dejar de presenciar aquí, alguno que otro suceso que tenga visos de novelezco. Eso se cae de su peso, á todas horas del día y de la noche, á vista y paciencia de actores y espectadores. Cuántas veces lo habría Ud. observado, ó tomado parte en esas caídas, señor lector! Nó es cierto?....Ya veo que se le dibuja una sonrisa maliciosa en señal de confesion. Pero dado el archiabsurdo caso de que aquí nó sucedieran tales percances, humanitariamente orijinales, porqué nó se les puede hacer suceder? Quién se opone? Quién lo prohibe? Qué dificultad hay en ello?.... Bien poca cosa, aún á la muy simple vista del que carezca de un ojo: solo se requiere que haya la dosis de suerte necesaria, para relatar las cosas como se debe. Nada más? Ni medio punto mas! Pues si ahí está el busilis, hagámos un esfuerzo mental, encomendándonos á la vez á todos los santos escribientes y escritores; y convirtiendo nuestra pluma en taco, probemos á dar en bola y....vamos al caso. I. PRELIMINARES. Nó recuerdo la fecha exactamente; pero debió de ser, allá, por los años de 1800 y pico, mas ó menos largo, la época en que residía en Santiago de Chile la señora Amalia Clorinda de Roncosvalles, viuda de Toroguapo y con sus ínfulas de condesa por añadidura; y segun dicen, cayó en un día miércoles por la tarde, la hora en que la muy aristocrática matrona sufriera un contratiempo contundente, debido á la travesura de una hermanita menor, á quien desde muy pequeñita había tenido á su cargo. Parece que la chica le salió un tanto respondona, con su poco de cascos alegres y nó mala dosis de adornos vivarrachos; por cuyas relevantes gracias y exuberante nerviosidad, cátate que un día, dió tan furibunda campanada y se la hizo sentir tan de cerca á la señora, que despues de sacudirle los tímpanos, la obligó á fruncir el entrecejo y algo mas. Y nó era para menos el particular suceso, tomado en consideracion el soberbio toupé de la señora Amalia. La vibracion de aquel tremendo golpe la desconcertó completamente. Ni un coro de cincuenta acreedores pobres le habría hecho tanto efecto! Supóngase Ud. señor lector, que la tal hermanita tuvo aquella tarde la peregrina ocurrencia, de salir sola y clandestinamente del palacio de su protectora, y que despues de dicha salida, se le antojó disponer de su persona, á su gusto, casándose con un pela-frascos; ó sea con su equivalente en drogas, personificado por el vástago farmacéutico de un pobrísimo boticario, que ya nó tenía botica. A qué le sabría el susodicho antojito á la hermana mayor?.... Qué golpe mas atroz para su orgullo! Qué mayor ultraje para su noble estirpe! Decididamente, que nó se le pudo ofrecer píldora mas grosera que el susodicho cuñado. Pero la gran señora nó se la tragó; y nó siendo de condicion de sombrero para dejarse aplastar por cualquier títere, menos pudo soportar con tranquilidad el cataclismo de tan plebeyo parentezco. Eso era un inposible majistral! Y aquel asunto se le hizo, todavía, mucho mas repugnante, al recordar que era toda una señora condesa de Toroguapo, cuasi-decendiente en línea recta del curvo cuerno de la primera vaca, que tuvo el honor de calentar al Niño, cuanto de la muy corneada alcurnia de los príncipes del Quersoneso-Táurico, que merecieron ostentar en sus escudos de alcornoque las mas conspicuas cornucopias y mas egréjias cornamentas; por cuya razon de tantos pergaminos, como tambien de tantos y variados cuernos, y en especial, por nó aceptar el desdoro de aquel heterojéneo enlace, sin molestarse en hilvanar considerandos, la señora decretó en el acto el desconocimiento total de los atrevidos novios. A renglon seguido los agasajó con un atronador ¡largo de aguí! perfectamente acompañado de pitos y cajas destempladas, y sin mas, ni mas, los hizo salir en andas y sin velas del dorado paraiso de su proteccion. Bien se comprende, que tan descomedida ocurrencia nó pudo ser muy del agrado de los desterrados esposos, pero.... qué hacerse? Batirse en retirada; tragar saliva y....paciencia y barajar la mala suerte. En vista de aquella triste perspectiva, debida á la perentoria resolucion de la señora Amalia, la desgraciada pareja nó tuvo mas que resignarse á hacer los papeles de Adan y Eva, despues de la manzana (pero vestidos á la moda); y sin alegar palabra, salir de aquel paraiso chileno á regar con el sudor de sus frentes, alguna otra parte de la tierra donde el viento les soplase mejor. Con esa esperanza en el aire y humedecidos por una mañanita lluviosa, salieron pues los ya citados novios, en busca del talisman indispensable para la vida de hoy; ó mejor dicho: en busca de la piedra filosofal del siglo diezinueve y, con tal objeto, como millares de paisanos suyos, se dirijieron al Dorado de aquel entonces, llamado ahora el pobre Perú. Como fue natural, segun sus facultades monetarias, después de muchas penurias y sinsabores de viajeros vergonzantes, cayendo aquí, levantando allá, y derramando muy á la fuerza y dolorosamente las pocas chauchas de que disponían, al fin llegaron á Lima, calentando dos asientos de un coche de segunda. Por supuesto, que aquello les pareció su tierra de promision. El esplendor de la opulenta ciudad y su derroche proverbial, en alto grado, halagaron sus esperanzas, pues creyeron cosechar nó mala dosis de comodidad, tan solo de los desperdicios que se les ofrecieran. Y nó era mala la idea, para antojo de principiantes! Mas como esa especulacion se fundara principalmente en su deseo de mejorar y nada mas, nó les salió el plan tan á su gusto, solo por el pequeño y muy lijero inconveniente, de que el señor esposo nó estaba aún acostumbrado al trabajo y su cara mitad, mucho menos. Esa inpertinente circunstancia, por desgracia, tuvo que ser causa mas tarde de que la situacion se les hiciera mas grave, por lo mismo que se les iba concluyendo su mas indispensable gravedad. Nó la gravedad de jenio, ni de trato, sino la otra mas esencial; esa gravedad que se carga en los bolsillos y que al que nó la tiene, se lo lleva el viento de este mundo, como á hoja seca que arrebata el huracan. Y ellos siendo cuerpos solidos, se hallaban casi, casi, en esa metafísica situacion, sin poder conseguir un punto de apoyo donde subsistir siquiera dos semanas, tranquilamente. Con mucha frecuencia les obligaban á hacer variaciones á forciori en el tema de domicilios. Y con aquella vida y con aquel vaiven, considera lector si estarían divertidos. Oh! sí; muy mucho: cada veinticuatro horas los dias les iban pareciendo á los pobres esposos algo mas feos, mas tristes, mas nublados y mas sombríos, á pesar del refuljentísimo sol veraniego de la capital del Perú. Para el desgraciado marido, á quien ella llamaba simplemente Rodriguez, todo estaba siempre oscuro, por mas que abría los ojos, hasta donde le permitían los párpados; como que en realidad, nó lograba ganar gran cosa, despues de aceptar gustoso cuanto se le presentaba y de espiar, constantemente, cualquier feliz oportunidad capaz de producirle dinero. Nó había caso de conseguir ese talisman, siquiera para satisfacer las mas pequeñas necesidades. La pícara Fortuna le daba la espalda á ese infeliz y, decididamente, parecía rebelde en cuanto á hacerle milagros; á pesar de que el buen hombre se esforzaba y hasta se desesperaba cada dia mas y mas, por proporcionarle alguna pequeña comodidad á su muy querida esposa. Nada, nada y nada, era, casi siempre, el triste resultado de sus activas combinaciones industriosas. Pero sin embargo de tan constante contrariedad y de tanto sufrir, nó llegaron á desesperarse del todo. El trueno de esa tempestad del alma nó se sintió retumbar en los umbrales de aquella pobre casa. Su para-rayos fue el amor. Esa pasión que nos sirve de bálsamo para restañar las heridas que causan las miserias humanas, solía hacerles olvidar sus desgracias á los enamorados esposos, cuando henchidos de placer se estrechaban mutuamente. Tal era el unico desquite de sus penas. Y así, entre el sufrimiento y la alegría y entre llorar y gozar, se pasaron muchos de esos tan orijinales dias; hasta que al amanecer de uno de ellos, Cupido tuvo á bien obsequiarles una niña, cual merecida recompensa al decidido y constante culto que le rendían. Esa niña fue el sol, que vino á disipar las tinieblas de aquella triste morada. Empero, esa luz de alegría, ese placer inefable que causara en ambos esposos la presencia de aquel anjelito, desgraciadamente nó pudo ser de gran duración para él. La fatalidad nó lo permitió. El clima que nunca le convino al pobre Rodriguez y el sufrimiento y asiduo trabajo que tanto le agobiasen, hicieron que en cierto dia llegara la hora en que fue llamado al nó ser, y una pulmonía fulminante le hizo pagar el infalible tributo á la tierra. La desconsolada viuda lo lloró muy mucho, cual siempre llora la que fue esposa amante; mas como los deberes de madre reclamaran sus esfuerzos, para atender á las necesidades de la hija, muy pronto para la intensidad de su dolor, se vió precisada á secar sus lágrimas. Era indispensable trabajar para vivir. En vista de aquella intransijente ley que pesa sobre la mayoría de los mortales, la viuda resolvió salir de Lima y establecer una tienda de modista, en otra población menos fashionable que la muy elegante capital peruana. Y como ella se presentase competente en la materia y ademas fuese cumplida en sus ofertas, la suerte nó tardó en sonreírle, proporcionándole una buena clientela; con cuya modesta retribución tuvo lo necesario para vivir, y poder darle gusto de cuando en cuando á su antojadiza y encantadora hijita. La niña, que de la pila sacó el nombre de Isabel y pudo recibir una mediana instrucción, después de algunos años llegó á ser preciosa muchacha, desde el cabello al pié; mas como por ser unica, su mamá la mimase demasiado, tambien se fue criando muy propensa á hacer su gusto. Alguna que otra vez, manifestaba rebeldía á las reprensiones severas y, cuando la incomodaban, solía dejar lucir sus rasgos de cierto jeniecito altivo; pero fuera de aquellas extraordinarias circunstancias que su índole nó podía soportar, era una mansa paloma. El cariño la hacía ceder al instante. Y en cuanto á sus atenciones domésticas nó podía ser mas útil y recomendable, pues siempre servía y atendía á su mamacita, con la mejor buena voluntad y mayor solicitud. Así creció la niña; y tan pronto que se consideró capaz de sostituír á su cariñosa madre, en sus labores cotidianas, hizo que esta cesara de trabajar y ella tomó el pequeño negocio á su cargo, manejándolo con gran tino y sagacidad. Isabel fue, pues, una positiva bendición del cielo para la pobre viuda, quien, solo desde entonces, principió á gozar de una vida tranquila y sin cuidados; porque en todo la llegó á desenpeñar su buena y amorosa hija. De aquella manera patriarcal, viviendo sin ostentación pero con decencia, se deslizaron suavemente algunos años de desahogo para la infeliz viuda, cuya suerte fatal nó quiso que llegaran á ser muchos. Pocos días antes de que Isabel cumpliera veinte años, su madre cayó enferma con gran aparato; y al sentirse mal, le dijo que, si su estado se agravaba, mandase á Santiago una carta que había escrito ultimamente, la que hallaría en el cajoncito de su costurero. Despues de dichas esas palabras, le atacó una fiebre tan terrible á la pobre señora, que muy pronto le hizo perder la razon; y en su delirio, que fue de algunas horas, nó cesó de disvariar con un palacio en la capital de Chile, las joyas de su hermana y el cuello de su esposo que creía estrechar á cada instante, hasta que al fin vino la calma y con ella la muerte, para la enamorada viuda de Rodriguez. Con esa pérdida, la pobrecita Isabel se sintió agobiada por el peso de la orfandad; pero á pesar del agudísimo dolor que la despedazaba el alma, sobreponiéndose á sí misma supo cumplir con el encargo de su difunta madre, dirijiendo luego á su destino la carta que aquella le indicara. Pasados algunos dias de amarguísimo duelo, la intelijente huérfana pensó en continuar con la tienda de modista; pero desgraciadamente, muy pronto tuvo que desengañarse que nó era posible, pues los gastos extraordinarios de la enfermedad y entierro de su madre, la habían dejado sin los fondos necesarios para pagar á sus operarias. Había, pues, que desistir de aquello por entonces y, cuando mas, pretender ayudar como segunda modista, en un establecimiento de esa clase de industria. Mas por mucho que encargó, indagó y buscó, nó se pudo conseguir la plaza deseada. Nó había ninguna vacante. En vista de aquella esperanza perdida, tuvo que resignarse á dejar de ser modista. Que hacerse, entonces? Repasando su memoria, se acordó de que todavía le quedaban por utilizar otros conocimientos que poseía y, en tal virtud, pensó en colocarse como institutriz en casa de una familia acomodada, para enseñar á los niños algo de música, dibujo y francés. Alucinada con aquel proyecto, en seguida puso su anuncio de ofrecimiento en un periódico del lugar, por varias veces; pero por mas que esperó la futura preceptora, se pasaron dias y mas dias, sin que á nadie se le ocurriese preguntar por ella con tal objeto. Su triste situacion se iba haciendo harto difícil; y su belleza que nó era para desapercibida, cada instante la comprometía mas, cual joya muy codiciada por la vanidad del vicio. Pero felizmente, Isabel tenía la reflexion de una mujer de juicio y de mayor edad que la suya, y aunque la mintieron consideraciones y la hicieron muchas alucinadoras promesas, á nadie creyó y se supo sostener en toda su pureza virjinal; sin embargo, nó es difícil comprender cuanta hiel tendría que apurar esa pobre niña, para salvar el tesoro de su inocencia de las finísimas y doradas garras de la astuta seduccion. Esos dias debieron de ser mas que siglos para ella, pues que entonces pasaba por el peligroso camino de la amargura, donde tantas lindas jóvenes sucumben, agobiadas por el peso de la cruz de su miseria. Cuanto sufriría esa pobre paloma! Cual sería su angustia al verse constantemente asechada por hambrientos gavilanes! En esa circunstancia de pena tan atroz y de martirio tan prolongado para su tierno corazon, un dia recibió una carta: y todo fue ver, que traía estampilla chilena y que había sido timbrada en Santiago, que le pareció tener una llave del cielo en sus manos. Loca de alegría y con los dedos torpes y palpitantes por la emoción que esperimentaba, apenas si pudo rasgar el finísimo sobre de aquella carta. De la fecha, dirección y saludo, poco ó nada se ocupó; pero al pasar adelante, el asombro y el placer la embargaban mas y mas, á cada línea que recorrían sus desesperados ojos: y en verdad, que nó podía impresionarse menos aquella pobre huérfana, que recien llegaba á tener noticias de la existencia de alguien de la familia de su madre, y que esa persona que se acordaba de ella, ocupaba una distinguida posición social en la capital de Chile. Desde ese momento se creyó ser otra muy diferente, á la que en realidad era. Su tía la señora Amalia, dejando dormir su ya pasada cólera, le exijía que se fuese á su lado á la mayor brevedad; y para hacer que ese dicho se tradujera en hecho, le incluía á Isabel una libranza por suficiente cantidad, para arreglarse á su gusto y poder hacer su viaje con toda decencia y comodidad. Verdaderamente que la prestidijitacion de la señora Amalia, parecía cosa de brujería, pues de un momento á otro transformaba por completo la suerte de la desvalida huérfana. Si nuestra Isabel hubiera sido fraile, quizás al recibir la carta salvadora, habría cantado á toda voz el ¡Gloria in excelcis! pero no siéndolo, se contentó con hacer una muequecita de satisfaccion ante la letra bienhechora, y brincar de gusto con la idea de ir á Chile; á ese delicioso país que siempre había sido su sueño dorado, por los vivos y simpáticos colores con que su mamá solía pintarlo. Por fin concluyó, pues, la lucha terrible que había tenido que sostener la pobre muchacha; y desde ese dia, solo se ocupó de los preparativos necesarios para su viaje, acariciando en su mente el pensamiento de que ya, en otra parte, existía un palacio, ó una casa para ella; ó de todos modos un hogar, donde el cariño y las atenciones de una protectora la esperaban. Contenta y acaso feliz por el porvenir que se le ofrecía, Isabel hizo sus pocos arreglos; y despues de despedirse con abundantes lágrimas de las dos queridas tumbas que dejaba en el Perú, se embarcó para pasar unos cuantos días de navegación sin novedad y ser recibida, al fin de su viaje, por la señora Amalia, con demostraciones de mucho cariño. Despues de los abrazos de recepcion y calmado el afectuoso agasajo de la señora, Isabel nó halló que le fuera muy simpático el semblante severo de su tía, porque nó le revelaba á la interesante y amorosa matrona que la gratitud le hizo forjar en su imajinacion; mas como desde ese dia, nó faltasen los cariños y asiduos cuidados de la señora para con Isabel, esta nó tardó en acostumbrarse á verla y dejarse ganar, completamente, su sencillo corazon. Complacidas así una de otra la tía y la sobrina, Isabel llegó á ser al poco tiempo, en todo y por todo la verdadera niña bonita de la casa; y fue de notarse entonces que como á tal la señora la estimaba, por la gran satisfaccion con que solía presentarla en los mejores salones y mas concurridos paseos, siempre vestida á la última moda y con el mayor lujo posible. Para una joven de sus años aquello debió de ser una especie de felicidad. Y como Isabel, despues de lucir su bellísima y arrogante figura, todavía dispusiera de una gracia anjelical y de muy finos modales, de mas es decir los milagros que haría la guapa chica, en la galante juventud santiaguina. Mas de un pollo se quedó lelo al contemplarla. Y por lo que hace á los jóvenes de la high life, de aquella capital, que tuvieron el placer de conocerla y tratarla de cerca, por unanimidad, convinieron, en que solo merecía ser calificada de preciosa en todo sentido, y de ninguna otra manera. Ya se pueden, pues, suponer los humos que gastaría aquel soberbio candidato, con tan decididos y entusiástas partidarios! II. GALANTERIA Y DIPLOMACIA. En visitas, saraos y paseos, y en funciones de iglesias y de teatros, se deslizaron rápidos algunos meses deliciosos, tanto para la nobilísima tía, cuanto para su encantadora sobrina; y muy en alto grado satisfactorios debieron de ser los tales meses para la gran señora, porque bien podía decir ella que realizaba una especie de resurreccion, despues de algunos lustros de letargo social. Segun los cronistas, mas ó menos mentirosos de aquel tiempo, por esa época ya hacían muchos años que el antes soberbio palacio de Toroguapo, mas tenía facha de mausoleo descuidado, que de otra cosa; y agregaban, que alguna vez lo creyeron el sepulcro disimulado de la señora Amalia y á ella una momia imperfecta, por nó estar aún embalsamada. Antes de la llegada de Isabel, allí todo se veía muy empolvado, lleno de trastos y trapos viejos, de polillas y telarañas y otros adornos mas de aquel estilo; y todo ese chocante abandono tenía por causa principal, la desfalleciente galantería de los vetustos amigos de la condesa, á quienes ella tampoco podía exijir que la visitaran con la frecuencia de antaño, debido á la gravísima razon de verlos tan agobiados por la tiránica moda, que la fecha suele imponer en tales casos. En justicia, ya se les debía tener, pues, por jubilados, para toda clase de cumplidos. Sus infalibles achaques, rara vez les permitían á esos pasados que se pudieran hacer presentes; pero, sin que por ello y el mal natural característico de la pícara combinación de carne y hueso, muchos de los susodichos abrigaran buenas y decididas ganas de llegar á ser futuros. Que tales nenes! Con ese filantrópico y muy cristiano antojo, nó hacían mas que testificar la verdad del refran aquel que dice: “Mientras mas canas, mas ganas”. Así de aquellos bríos, aunque nó de tantas muelas, eran los raros tertulios de la muy encopetada condesa. Y como, nó siempre hay viajeros de sociedades científicas en busca de esa clase de fósiles ambulantes, ni sabios jóvenes que se dediquen al estudio cronolójico de antigüedades anatómicas, nó es difícil hacerse una idea, de la interesantísima sociedad con que contaría la señora Amalia por aquellos tiempos. De seguro que nó habría mas animacion en sus salones y retretes de confianza, que la bulla de las comparsas de ratas alegres ó pendencieras, cuando golosas andarían tras de los rancios talones de la muy noble señora; y probablemente, tampoco se oirían otros ruidos para espantar á esas inpertinentes roedoras, que los muy sonoros estornudos de su aristocrática nariz, al disparar entusiasta algun exelente polvillo. Sombras mas ó claridades menos, tal debió de ser la empolvada y funeraria mansion de la señora Amalia, antes de que la presencia de Isabel viniera á embellecerla y darle vida. A la sobrina se le debía, pues, aquel milagro; y la tía nó podía estar menos que de plácemes, por el gran hallazgo que había hecho. Y así era en realidad. Solo por dar pábulo á su orgullo y halagar á la vez á su sobrina, fue que la señora hizo mudar por completo las muy arruinadas decoraciones de aquel olvidado teatro. Todo se hizo cambiar en el menaje de la casa: desde los muebles de salones, comedor y dormitorios, hasta las mas insignificantes piezas del servicio de mesa y de cocina. Cualquiera que hubiese observado aquella total transformacion, bien habría podido declarar que, muy sorpresivamente, se convertía el vetusto mausuleo en alegre palacio de gusto y elegancia. Como para el pajarillo que entonces guardaba, era que se arreglaba la jaula. Y todo ese gasto nó merecía calificarse, en justicia, sino de muy atenciosa galantería de parte de la condesa, al precioso y codiciado pajarillo: pues, bien visto, ella nó necesitaba de tal jaula: con un corral, habría estado perfectamente bien servida la señora Amalia, en atencion á la clase de avechucho que ya era. Nó se vaya á tomar esto por lisonja. Lo mismo habría dicho, en igual caso, cualquier juez de borlas mas ó menos largas, siempre que nó quisiese agregar algun desliz juridico á su fallo justiciero; mas ya que por ahora, poco ó nada nos importa el alojamiento que pudiera merecer la tía, dejémosla gozando de su matusalénica fama, para fijarnos un momento en su muy festejada y aplaudida sobrina. Isabel, cuya presencia enbelleciera y diera encanto á aquella espléndida mansion, satisfecha de sí misma y convertida en facinador atractivo de mas de cuatro varones de alta importancia, hacía que muchos jóvenes la sirvieran gustosos, por solo merecerle una sonrisa y que, los mas apasionados, se desesperasen ofreciéndole el alma toda, á trueque de alojar su amor en el mimado corazoncito, que con tanta altivez guardaba. Ese era el tema de casi todos los que la conocían y, también, de casi todos los dias. Pero los mas, nó hacían sino majar en hierro frío. A pesar de su constante y variadísima prestidijitacion de galantería, Isabel nó se dejaba engatuzar ni por gatos viejos, ni por tiernos gatos. Ella, que cuando pobre y desvalida nó hizo caso de nadie, entonces mucho menos pensaba en ello, sin que la guiara el corazon; y á todos sus adoradores los tenía siempre á raya, viendo modos de complacerla y sirviéndola de puntillas, completamente ad honorem. Y lo mas orijinal del caso era que nadie se chillaba, ni pensaba en desertar de las banderas de Isabel. Todos continuaban firmes y fieles en su puesto. El deseo y la esperanza aumentaba la solicitud de muchos, por ver si así conseguían elevarse en estimacion. Con las mas dulces notas de su locuaz sentimentalismo, solían obsequiar con frecuencia á los oídos de su ídolo. Casi todos, solo tenían para ella las frases mas lisonjeras, y las que pudieran hacer mayor efecto en su ternura, cuanto en su vanidad de mujer. Algunos se atrevían á contarle su pasion en prosa, para predicar en desierto; y otros, nó menos desgraciados, que se la cantaron en verso, se quedaron á la luna. Pero á pesar de tanto fiasco y de tanta esperanza malograda, todas esas mariposas, á cual mas intelijentes y galanas, revoloteaban siempre contentas en derredor de aquel foco de luz atractiva, siquiera por hacerse la ilusion de que se chamuscaban las alas. Pobres ciegas! La pasión nó les dejaba ver, que el fanal de indiferencia con que se guardara esa luz, jamás les podría permitir el choque voluptuoso que anhelaban. Así se pasaba el tiempo. Mientras tanto Isabel, mas altiva y desdeñosa que un inquisidor del siglo quince, con imperiosa coquetería hacía tronar su abanico á derecha é izquierda, para dejarlos mas frescos á sus adoradores; y sin preocuparse en lo mas mínimo por el mucho incienso con que la regalaban, apenas si les concedía una sonrisa halagadora ó una mirada compasiva con que mitigaran sus dolencias. Y nó había mas; pues amor estaba muy verde por aquel entonces. Mas fácil les habría sido conseguir la cruz de la lejion de honor. Sin embargo, para todos nó había ese lenguaje que á veces presumía de indolencia, ni tampoco esa mímica que nó era muy cortés. En medio de la gran falanje que le rendía su culto, habían dos, á quienes ella trataba de distinto modo que á los demás: al uno, porque su tía la obligaba á fijarse en él, y al otro, porque ella se fijaba en él, sin que nadie se lo indicara. Estas eran las dos únicas ecepciones, de las almas antojadizas que penaban en el purgatorio de Isabel. El uno era el señor don Francisco Javier de Altomuro y Roncosvalles, todo un mayorazgo de pié á cabeza; de mas campanillas que chinesco; mas altivo y orgulloso, que potro sin domar; egoísta, cual avaro; indolente, como una piedra; y para complemento biográfico, de maneras algo bruscas y figura.... mas vulgar que aristocrática. Además, había sentado plaza de calavera; pero de aquellos cuyas aventuras repugnan, por el colorido grosero que suele campear en ellas, haciéndolas harto odiosas; como que este dichoso sujeto, solo gastaba la vida en dar pábulo á sus vicios, sin tener miramiento alguno para con la sociedad, y sin fijarse en los medios que para ello emplease; y aunque sus torpes placeres llevasen, casi siempre consigo, el sello del mas insultante cinismo y aún de bárbara crueldad, todo eso le era indiferente, con tal de poder darse gusto. El buen nombre y el honor de una mujer, eran bagatelas que jamás le importaron un comino, pues á las que incautas se le rendían, siempre las consideró cual juguetes, mas ó menos dignos de entretener algun tiempo su viciosa vanidad. A estas interesantes gracias, aún reunía las de borracho, jugador y maldiciente, que para cualquier pobre habrían sido calamidad y media; mas nó siéndolo el mayorazgo, acaso si muy pocos le consideraban tales defectos como defectillos de poca monta, y para muchos desaparecerían como por encanto, debido á la virtud del infalible reactivo social de una renta de mas de veintemil pesos. Y nó podía suceder de otra manera. Y tan era así; que esa elocuentísima razon de tantos pesos hacía que muchas mamás y papás, especuladores con su propia prole, atendiesen al tal sujeto nó solo consideradamente, sino hasta con bajeza; y por la misma prestigiosa razon, también sucedía que algunas doncellas metálicamente ilustradas, le hicieran sus mismos á porfía y se constituyeran en sus perpetuas defensoras. Dichosa la que, de aquellas, atrapase á ese gran becerro de oro! Bien se comprende que, solo por la gracia y virtud de aquel talisman que disfrutaba en casi abundancia, merecía ser tan mimado el tal sujeto, aún en los salones donde mas alto se pisaba; y á tal estremo llegó á ser considerado, que si hubiese cometido una villanía por la mañana, con seguridad, que por la tarde nó le habrían faltado aduladores para aplaudirlo y, acaso, algunas damas para premiarlo con su mano: por supuesto, que solo de aquellas que se entregan á cualquier animal, siempre que el precio en que se vendan, les parezca competente para pasar por el aro. Así tan considerado, halagado y alabado, que todo eso era el señor mayorazgo, por muchos hombres que debieron tener algo de reptiles y por alguna parte del bello sexo, que nó sé si calificarlo de bello exceso, ó ex-seso, ó ex-eso. El competidor del mayorazgo de Altomuro era Eduardo Belgrano. Este intelijente y pundonoroso joven, de finas maneras, alta talla, mirada franca, y simpático semblante, era natural de la Confederacion Arjentina; aunque ya mucho tiempo residente en Chile, á causa de un pleito y varios otros asuntos de familia que le habían encomendado. El negocio principal que lo trajera casi tocaba á su término, y el joven se hallaba haciendo algunos arreglos indispensables para regresar á su querido país, cuando la casualidad le hizo ver á Isabel, y su deseo se la hizo conocer mas de cerca. El trato afable de aquella hermosa y atractiva mujer, que al hacerse halagüeña para con él, también supo realzar sus encantos, nó pudo menos que trastornar sus planes de retirada. Al poco tiempo, con su dulcísimo mirar le ordenaba que se conservara firme en su puesto; y como Eduardo nó perteneciese al gran ejército de cazadores de fortuna, por medio de la mano de una esposa, lleno de placer obedeció á esa orden, comprometiendo el alma toda en tan delicado lance. Desde entonces, se consideró obligado á vencer ó morir en la demanda, con la consigna que le impuso la subyugadora mirada de Isabel; y sin volver á pensar, ni acordarse mas del tal viaje, el corazon le notificó de arraigo, poniendo á prueba su honor y su nunca desmentida lealtad. Eduardo era decendiente de una antigua y honorable familia, que contó muchos de sus miembros entre los beneméritos varones, que tomaron parte en la guerra magna de la independencia de la América del Sur; en esa guerra bendecida, cuya apoteosis mereció ser iluminada por el siempre esplendente sol de Ayacucho. Sus antecesores, como verdaderos patriotas que fueron, después de derramar su sangre por Chile, Bolivia y el Perú, también derramaron profusamente sus caudales por aquella santa causa de redencion; mas si la sangre de aquellos nobles titanes pudo llegar hasta las venas de Eduardo, con el dinero nó sucedió lo mismo, pues sin ser codicioso, nunca lo sintió abundante en sus bolcillos; por cuya desgraciada razon, nó era pues lícito contar á este caballero entre la jente acaudalada, sino entre los de mediana fortuna. Pero á pesar de esa circunstancia de mediocridad metálica, por su comportamiento y maneras distinguidas, ese noble joven supo captarse el aprecio de una gran parte de la alta sociedad santiaguina; por supuesto, que con la infalible ecepcion de la señora Amalia, quien parecía nó quererlo bien, por tener el pecado orijinal de ser estranjero y arjentino. En ese tiempo habían sus hablillas y cuchicheos en ciertos círculos, donde en tono sijiloso se solía asegurar que, cuando la condesa se hallaba entre jentes de confianza, nó le daba otro título á Eduardo que el de misterioso aventurero, pero nó obstante la marcada antipatía y mala voluntad de esa buena señora, la mayor parte de los que lo conocían, estaban muy lejos de darle semejante seudónimo. Nó todos lo habían de ver con los ojos de la señora Amalia. Por el contrario: tal era la simpatía que había por este joven, que muchos de los que notaban su decidida inclinación y noble afecto por Isabel, solían esclamar con sentimiento: —Que lástima que nó sea rico el competidor del mayorazgo! Así eran los dos hombres que sobresalían en el círculo de la atractiva joven, cual sus mas distinguidos pretendientes; aunque las pretenciones de ambos fueran muy distintas: al uno lo llevaba la vanidad y al otro, el amor. El uno quería que todo el mundo viese, que se le rendía una dama tan jeneralmente festejada y aplaudida. El otro nó necesitaba del mundo para nada: absorto en la contemplacion de su amor, solo vivía para Isabel y nada mas; porque sin ella, no había ni cielo, ni luz para sus ojos, ni tampoco alegría para el alma. Esa imperiosa necesidad dió lugar á que Eduardo sufriera una gran transformación en su modo de ser, pues que llegó á humillar su orgullo, hasta arrostrar los jestos de desagrado y las muy constantes inpertinencias de la señora Amalia. Pero que sacrificio no se hará por amor! Si él así se rebajaba, bien se comprende que solo era por lograr ver á su ídolo con alguna frecuencia, ya fuese en el teatro, en el paseo, ó en los salones; porque Isabel era el precioso rocío que anhelaba su alma, así como la mustia y solitaria flor del desierto anhela el rocío de la noche. Ademas, cuando se miraba en los brillantes ojos de Isabel, sus misteriosos rayos le penetraban á lo mas recóndito del corazón y lo llenaban de dulcísimo placer, hasta entonces nunca sentido. Y cómo renunciar á tanta dicha? Ni menos á dejar de verla un solo dia. Aquello era inposible y, de igual modo; que Isabel hubiese dejado de notar el espresivo y sentimental lenguaje de los ojos de Eduardo. Sí; Isabel lo notó varias veces, siéndole siempre agradable; y como, poco á poco, se fuese convenciendo de que en su mirada, tranquila, se traslucía el amor en toda su pureza y lealtad, siguió dejándose engolfar en tan deliciosa tarea y, cuando menos lo pensó, tuvo que creer que nó solo le gustaba Eduardo, sino que se había apasionado de él. Y desde aquel momento, ella resolvió guardar su delicado amor en el santuario de su corazon, haciendo votos porque jamás lo manifestara, con mengua de su decoro. De esa manera, tan absolutamente platónica, fue cual se comprendieron y por mucho tiempo se correspondieron esas dos almas enamoradas, sin poder decirse una sola palabra tocante á la pasion que las animara. Mientras tanto, el mayorazgo de Altomuro y Roncosvalles, con los pulgares clavados en el chaleco, el cuello muy erguido y mordiendo un buen veguero, á veces se paseaba en su cuarto delante de algunos amigos, haciendo necio alarde de tener puerta franca en casa de su tía la condesa; y al mismo tiempo solía decirles, con gran pechuga y cierto aire de proteccion, que como la primita se le iba haciendo muy apetitosa, probablemente nó tardaría en llegársela á los labios, aunque fuera por mero pasatiempo; y añadía que aquello lo estaba sintiendo ser de mucha necesidad, en atencion á que sus antes sabrosas golocinas ya comenzaban á empalagarlo, á pesar de su esquisita y caprichosa variedad que ellos perfectamente conocían. Y los mentecatos que tales sandeses escuchaban, aplaudían con estrepitosa algazara la magnífica elocuencia de aquel Ciceron de taberna, y se volvían lenguas para festejar los groseros desatinos de tan suculento discurso; con el agregado, de que los mas soeces del auditorio, dando ya por efectuada la rendición de Isabel, proponían que el mayorazgo les obsequiase un cajon de Champagne para celebrar tan fausto acontecimiento, cual lo merecía su importancia. Y el muy satisfecho y acaudalado cuervo alguna vez les pagó su lisonja, á esos zorros aduladores. Tambien es cierto, que si nuestro Lovelace en bruto se jactaba tanto de poder realizar esa conquista, era porque conocía muy bien la decidida inclinacion de su tía Amalia, para favorecerlo en sus pretenciones; empero con verdad sea también dicho, que si la tía se prestaba á ello, nó lo hacía tanto por el amor que le tenía á su estupendo sobrino, cuanto porque la tal señora sabía con exacta precision, donde le ajustaba el zapato. Ahí estaba el porqué de ese misterioso amor. Veámos nosotros esa causa mas de cerca...... Como las jentes suelen juzgar jeneralmente, segun las apariencias, por el gran palacio y una magnífica hacienda que poseía la señora Amalia y el fausto que ultimamente gastaba, la suponían, por lo menos, todo un potentado con faldas. Que disparate! Nó era oro todo lo que veían relucir. Nada de eso existía en realidad; porque la tal condesa, con todo su copete y su mirada desdeñosa, le era deudora al mayorazgo por casi parecida suma, á la que representaban todos sus bienes. Eso lo sabía la señora perfectamente. Teniendo, pues, ella en cuenta aquel fuerte lazo que pendía de su cuello, cuyo estremo se hallaba en las manos de su sobrino, y siendo además muy conocedora de las nobles dotes de su acreedor, temía que en alguno de sus arranques caballarezcos, sin miramiento alguno la arrastrara á un juzgado y allí le ajustase la cuerda, hasta hacerla arrojar el último centavo. Ese percance muy fácil de suceder por quítame allá esas pajas, la hizo pensar nó poco á la ilustre condesa, en tratar de poner entonces en juego todas sus dotes diplomáticas, á favor de su gran sobrino; y aunque luego le saltó á la imajinacion que por el desempeño de aquellos tan buenos oficios, muchos podrían criticarla de haberse prestado á desempeñar el nada honorífico empleo de corre-ve-i-dile, ella con toda la impavidez del cortesano á toda prueba y con cierta risilla de satisfaccion esclamó: —Tristes paparruchas que asustan á espíritus menguados!....Todo eso es nada, en conpensacion del gran beneficio que puedo reportar... Ya nó debo andarme por las ramas. Y satisfecha y creída la señora Amalia, de haber logrado penetrar en el porvenir por medio de sus altas elucubraciones diplomáticas colocó uno de sus dedos de palillo junto á su apergaminada sien; y en esa actitud meditabunda, y con el aplomo del hombre de estado que hace algún descubrimiento favorable para su gobierno, muy contenta se dijo: —Este si que será un golpe triple de mi política!....Nó puedo menos que felicitarme.... Hago feliz á mi desvalida sobrina, casándola con el magnate de mi sobrino; y dándole gusto á este, indudablemente que le obligo á que en justa reconpensa de mis servicios, me haga una cancelación total de lo que le debo....Soberbio!... .Bravo!.... Bravísimo! esclamó entonces la señora entusiasmada, dándose dos buenas palmadas en la frente; que sonaron casi lo mismo, cual si las hubiesen dado en un tambor destemplado. Acto continuo se regaló con un buen atracon de polvillo en celebridad de aquella idea que debía hacerla feliz y, probablemente, se le fue la mano; porque cuando menos lo pensó, le vino tal reventazon de estornudos que, al momento, acudió asustada la camarera, creyendo que algo grave le hubiese sucedido á su señora. III. DEMASIADA CONFIANZA. Dias fueron y vinieron y las noches hicieron lo mismo por el camino acostumbrado, sin que nuestra plenipotenciaria llegara á estrechar mas las amistosas relaciones entre aquellas dos potencias, que se había propuesto unir del modo mas íntimo posible. Nó se manifestaba la intencion de concederle las franquicias que pretendía. El apetecido tratado nó estaba ni, siquiera, en borrador. Por mas que la interesada pintaba á su sobrino con muy atractivos colores, y hacía de él un dije digno de constituir el encanto de la doncella mas mimada, por desgracia, veía que la sobrina nó se hallaba con ánimo suficiente para aceptarlo y, mucho menos, para desearlo. Aquel escollo nó estaba trazado en su plano. Ese incidente inesperado le hacía tragar mucha saliva y sudar frío á la señora; pero ella, como buena, veterana volvía siempre á la brecha, ya con halagos ó reproches, resuelta á vencer ó sucumbir en la demanda. Y mientras pudiese tener lugar el triunfo ó la derrota, la Victoria se vió obligada á permanecer indecisa, contemplando aquella lucha y sin saber, hasta entonces, sobre cual de las dos cabezas dejaría caer al fin su guirnalda de laurel. El nó ser tiempo todavía de empeñar una batalla decisiva, requería una corta tregua, y la diplomacia de la señora Amalia nó tardó en establecerla. Pero don Javier, que nó se hallaba al corriente de las operaciones bélicas de su tía, ni tampoco del mal estado de sus trabajos de zapa para prepararle el campo, al siguiente dia de la última entrevista de la señora, resolvió trabajar por su propia cuenta y hablarle, de una vez, á la que ya tenía destinada para su futura......? Como el señor mayorazgo, nunca acostumbrase hacer baza limpia en el peligroso juego del amor, creyó que le sería muy fácil conseguir que su prima se le prestara gustosa á ser su pasatiempo, para luego hacer alarde de haber merecido inspirar una fuerte pasion, á tan linda y aplaudida joven; y al satisfacer de esa manera su torpe vanidad, presumía que sus amigos nó tardasen en colocar el casto nombre de Isabel, entre la heterojénea lista de sus nó muy católicos amoríos y, quizás, envidiaran su fortuna. Así debería de suceder, segun sus cálculos alegres. Tal fue la primera intención de aquel bello sujeto; y su plan le pareció conpletamente infalible, contando con el decidido apoyo de su tía, y mediante los buenos oficios que debería poner en juego. Pero quien responde de que la infalibilidad no pueda fallar? Cuantas veces un plan de ataque, perfectamente combinado, suele hacer fiasco completo á la primera, escaramuza? Pero don Javier nó estaba para ponerse en ese caso. Por esa razon, el mismo dia que hizo sus castillos en el aire, muy pagado y satisfecho, se largó á presentárselos á Isabel. La joven oyó las amativas pretenciones del mayorazgo con el mas alto desdén, sin molestarse siquiera en despegar la vista de una labor que la tenía entretenida; mas de que él se manifestó sorprendido y casi colérico, por la ninguna atencion que se le hacía, ella dejó su entretenimiento y levantando los ojos, con la mayor indiferencia le dijo: —Es de mas querido primo, que Ud. pierda su tiempo y se moleste en pretenderme, pues dudo mucho que me pueda ser posible, aún por mera curiosidad, el que yo piense pensar, en pensar quererlo á Ud. —Eso dice Ud. formalmente primita? -preguntó Javier disgustado. —Creo que hablo en castellano; repuso Isabel con frialdad. —Pero yo nó me animo á creer lo que me dice. —Pues le aconsejo que lo crea tan de veras, como que ahora es de día, y los dos estamos en este salon; contestó entonces Isabel, en tono firme y resuelto. Esta última resolucion irritó furiosamente el amor propio de Javier; y nó pudiendo disimular su cólera, ni dominarse en ese momento, sin decir palabra tomó su sombrero, y á los pocos trancos estuvo en la calle. —Nó lo creí! -esclamaba atolondrado. Nó lo creí.... Qué?.... Ni siquiera lo soñé jamás.... Como diablos puede suceder esto?....Pero, por mas que ella se encastille en su indiferencia, tendrá que ceder: si, yo la haré ceder, por mas resabida que sea; así se siguió hablando solito Javier, hasta llegar á su casa. Pero, desde que luego le volviese á tentar el deseo de probar suerte, tornó un dia y otro dia á ver si lograba conquistar á la primita; y si nó obtuvo el mismo ó parecido resultado, que la primera vez, fue por ser un poquito peor. En esas andanzas se pasaron mas de quince dias. Por fin, cansado de sus infructuosas tentativas y de sus derrotas mas ó menos ridículas, una noche se puso á pensar seriamente en la tenaz resistencia de Isabel, y aquella circunstancia que le obligaba á admirarla, al mismo tiempo aumentó su deseo fatal de poseerla; y á tal estremo llegó el pobre hombre en su capricho, que por tanto pensar y repensar en ella, concluyó por enamorarse perdidamente, como se apasiona el egoísta avaro de tesoro ajeno y, solo entonces, resolvió casarse con su prima. Su codicia nó pudo imajinar otro medio de hacerla suya. Fundándose en aquella idea, y halagado por la esperanza positiva que le ofrecía; ya nó dudó un instante que su proposición de matrimonio tuviera el mas lijero inconveniente, nó solo para ser admitida en el acto, sino también, para que Isabel solicitara su pronta realizacion. Oh!....y tan deslumbradora oferta nó podía menos que ser infalible, á toda prueba de contratiempos, por mayor y menor! La posibilidad de que hubiera muchacha pobre en el mundo, fuese capaz de rechazar, como esposo, á todo un mayorazgo con mas de veintemil duros de renta, era idea que siempre había estado á muchos quilómetros de su imajinacion: antes que aceptar aquello, mas fácil le habría sido comulgar con ruedas de molino, ó ver volar á su tía Amalia, montada en un palo de escoba. Estando sumido en esas reflexiones, con el codo en la mesa y la frente en la mano, de repente levantó la cabeza el mayorazgo y, casi con aire de triunfo esclamó: —Ahora sabré si es la misma de antes, esa señorita Isabel!....Ya veremos si conserva el mismo tono y nó le entran destemples, al oír mi jenerosa oferta!....De seguro que me voy á reír del patatuz que le dé, ó que se haga dar....Oh!.... y que graciosas y tentadoras suelen ser las mujeres románticas, que siempre buscan un buen divan para desmayarse!... .pero nó pensemos en tal cosa, porque bien puede ser que así nó suceda; dejemos todo á la voluntad del tiempo.... Hasta ahora ella me ha desairado groseramente y á todo se ha negado, porque solo cree que la pretendo para mi querida; pero tan pronto que ella sepa como la deseo, ese será otro cantar. Mas tardaré yo en proponer, que ella en aceptar....Nó puede caber la menor duda de que ella cederá; sí, ella cederá; y nó solo gustosa de verse elevar á tanta altura, sino abismada del brillante porvenir que le ofrezco y que nunca soñaría alcanzar....Caramba! pero tambien es cierto que ella es quien me vence; ella es la que ahora sale con su gusto: así es la verdad....así es la verdad; pero una vez que ella sea mía, ó que sea mi mujer....ya veremos si gasta tantos humos esa difícil señorita. Al otro dia de tan halagüeño y convincente soliloquio, en la tarde se acicaló lo mejor que pudo nuestro mayorazgo y, en seguida, hizo rumbo á casa de Isabel, teniendo la suerte de encontrar á esta, sola en el salon. Despues de un saludo muy afectuoso de parte de Javier y que por ella fue contestado con mucho desgano, él inmediatamente tomó un asiento lo mas próximo á la joven, y procurando darle suavidad á su áspera voz, le dijo: —Hoy vengo, querida primita, abrigando la esperanza de que, al fin, haremos las paces completamente. —Mucho me alegraré, primo; le interrumpió Isabel. —Con eso nó hace Ud. mas que anticiparse á mis deseos, mi adorada primita. Hasta ahora, con gran sentimiento he notado que Ud. nó ha querido dar crédito á mis palabras, las repetidas veces que me he dirijido á Ud; probablemente porque las juzgó como de broma, debido á lo mucho que habría oído hablar de mí y decir, al mismo tiempo, cuanto es lo que desean mi mano para ser felices una gran mayoría de las señoritas, de alta clase, de esta capital; pero á pesar de mi nobleza y mi fortuna, y aunque me tengo por muy digno y capaz de merecer á la que me diese la gana, le juro, encantadora primita, que he desistido de todas, solo por Ud; y así es que vengo á decirle que.... que he resuelto hacerla mi esposa. —Oh? muchas, muchísimas gracias, señor primo, por tan sublimada deferencia! esclamó Isabel al instante. Siento mucho que nó nos podamos entender en tanto tiempo y mucho mas, el que Ud. recien haya resuelto hacerme su esposa, cuando yo, tambien, había resuelto el nó serlo, desde que tuve el disgusto de conocerle. Yo nó sé en que idioma ó de que manera debería hablarle, para hacerle comprender que nó me gusta verlo, ni en fotografía. Por repetidas veces y hasta con aspereza, por culpa de Ud., creo haberle manifestado mi ninguna simpatía; y así, para nó tener mas molestias, por ultima vez le suplico encarecidamente, que nó me vuelva á hablar mas en ese sentido y ojalá que, cuanto antes, haga el alto honor de favorecer con su mano de esposo á una de tantas, que tanto, tanto y tanto lo desean, porque yo....nó necesito la mano de Ud. para nada. Aturdido Javier en ese momento y sin poder dar crédito á sus oídos, lívido de cólera preguntó: —Que ha dicho Ud? —Que nó quiero casarme con Ud., repuso Isabel precipitadamente. —Es posible que una mendiga peruana, rechace imbécil tan soberbio partido! —Es muy posible señor ricachón!.... Con oro nó se compran corazones. —Que desatino tan garrafal!.... Increíble!.... Increíble!....O esta moza es de las mas deschavetadas y locas que pueden haber, ó es un ente tan insulso que nó sirve para maldita la cosa; dijo Javier y salió refunfuñando y mordiéndose las uñas. Con la cólera del despecho y rabioso cual perro hidrófobo, rechinando los dientes y dándose con el sombrero en las rodillas, en seguida se presentó á la señora Amalia, gritándole á la cara: —Que diablo de soberana princesa, de á cuarliyo el atao, es la que está Ud. aquí tolerando y manteniendo á sus espensas y las mías, señora tía! Para que tiene Ud. por mas tiempo, bajo nuestro techo, á la insolente mozuela que es capaz de rechazar la mano y el nombre, de todo un señor mayorazgo como yo? Porque nó le ha hecho Ud. comprender los respetos y atenciones que se me deben guardar en esta casa?....Si Ud. nó la puede gobernar á esa mentecata, será necesario que se busque donde la puedan aguantar. Es preciso que se deshaga Ud. de ella luego, luego; porque yo nó respondo de que sepa tolerar la presencia de quien me hace tamaño insulto.... Sí; sí tía, es preciso que sienta el poder de nuestra mano y el peso de nuestra justicia... Que se creerá esa peladilla vanidosa!... .Que se habrá fijurado que es, la que ni siquiera puede merecer el honor de ser la querida de un caballero como yo?....Demonios?.... Esto nó me cabe en la cabeza....Despreciarme así! .... Caracoles!!! Y despues de dichas esas palabras, siguió paseándose á trancos largos por el cuarto, repelándose y echando las flores de un condenado en todo su apojeo, y cada vez que se detenía en su ejercicio, zapateaba el pobre diablo que hacía retumbar el suelo; hasta que encarándose de nuevo á su tía en una de esas paseadas, ebrio de cólera y con los ojos inyectados de sangre, le dijo en tono ronco y amenazador: —Oiga Ud. señora tía y oigalo bien! Si antes de un mes, nó hace Ud. que esa muchacha sea mía de un modo ú otro, entienda Ud. que, sin ninguna consideracion, la demando y le remato todo, todo, todo; aunque despues tenga que ponerlas de patitas y en camisa á la calle, á Ud. y su sobrina! Esto se lo digo á buenas como Ud. lo vé, para que mas tarde nó tenga porque quejarse de mí. La tal oferta le dió un sacudimiento de nervios á la señora Amalia, de hacerla dar diente con encía, y de ponerle las canas de punta. Nó era para despreciada la grata sorpresa de su amable deudo. De pronto nó halló que contestar la buena señora; pero tan luego que se rehizo de su susto piramidal, le dijo cariñosa á su sobrino: —Ni te preocupes, niño; ni tengas cuidado alguno por lo que ha sucedido, porque mas tarde yo la haré ceder á ella, muy dócil á mis saludables consejos. Lo que inadvertidamente te haya dicho ahora, nó pueden ser sino simplezas de muchachas sin reflexion. Espero que luego que te tranquilices nó hagas caso de semejante cosa; y si tu tienes la suficiente confianza en mí, para dejarlo todo este asunto á mi cargo, yo te prometo que te haré salir con tu gusto y que te casarás con ella, prontito; muy prontito. Esta promesa, aconpañada de sus respectivas palmaditas en el lomo, logró apaciguar medianamente al niño, el que refunfuñando algo entre dientes, se resignó á contentarse por entonces con su suerte; y tan luego que pareció un tanto socegado, sin decir una palabra mas, desabolló y se caló el sombrero, se arregló el pantalon y dando las espaldas, se despidió de la señora. Llegado á su casa; á pesar de los ofrecimientos de su decidida protectora, volvió á sentirse ajitado por el furor de su despecho: le parecía sentir la voz de Isabel, y sus ultimas palabras le repercutían en el cerebro causándole un daño desesperante. Por la decepción que había sufrido, el fuego que lo devoraba iba tomando proporciones peligrosas en su terco y orgulloso caracter; pues tambien, la imajinacion comenzó á atormentarlo á su vez, con el recuerdo fatal de la mujer que deseaba. Aquello le era un suplicio atroz! Y para mayor desgracia, hacía poco tiempo que la señora Amalia le había obsequiado un magnífico retrato de Isabel; y al verlo esa vez, con toda el ancia del condenado que envidioso mira la gloria de Dios, maquinalmente cayó de rodillas delante de aquella bellísima copia y, casi fuera de sí, se puso á repetir á gritos el nombre de Isabel; pero, en el mismo instante que su vanidad le hizo recordar que esa mujer lo había desairado, furioso se volvió á levantar, para maldecir con toda su alma, á ese ídolo codiciado que tanto lo hacía sufrir. Isabel se convertía, entonces, en su mas aborrecido y mas odiado enemigo. Al traer á la memoria su vida pasada de triunfo en triunfo y de placer en placer, y recordar, que jamás mujer alguna tuvo la audaz insolencia de rechazarlo tan rotundamente, como lo hizo Isabel, habría querido tornarse en espíritu infernal para gozarse á su sabor en la realización de su venganza. El ser despreciado de Isabel del modo que lo fue, era algo que jamás había soñado ni esperado, y absolutamente inposible que cupiera, sin mortificarlo, en su estupenda cabeza de mayorazgo. —Por Cristo! esclamaba entonces el furioso Javier, que me casaré con ella! Sí! me casaré! y me tengo que casar con ella, aunque todo el mundo se oponga! y luego, haciendo crujir los dientes y apretando los puños, agregaba: y cuando tu seas mía maldita beldad....sí; cuando seas mi mujer propia, yo no seré tu esposo yo solo seré tu dueño y señor; y tú....serás mi esclava; aún algo menos: haré que seas para mí como la suela de mi bota. Y en seguida de aquel monólogo en el que hacía por esprimir toda la hiel de su despecho, cual tigre feroz recien puesto en jaula, comenzó á dar vueltas en derredor de su cuarto, golpeando las puertas y paredes y destrozando cuanto tocaban sus manos; hasta que al fin, el cansancio y la ajitacion lo rindieron, del todo, y cayó el pobre hombre, para quedarse dormido en un sofá. Desgraciadamente, para el mayorazgo, aquel terrible acceso de loca desesperación le atacó, despues, por varios días, y casi á la misma hora que la primera vez. Jamás pudo soñar el desengaño que sufrió. Su mucha confianza fue la causa de tan grave mal. IV. UNA ESCARAMUZA. Según los apuntes enredados y poco lejibles de los escribientes de aquella fecha, es probable que la señora Amalia ignorase la clase de representaciones diarias que estaba dando su sobrino; pero á pesar de nó haberlo visto á ese actor en ciernes, por mas de una semana, dicen que lo tenía siempre en sus ojos y se figuraba verlo entrar á cada momento. Eso tiene muchos visos de verdad. Desde que ella, también principiaba á delirar con Javier, nada de particular tenía que este fuera su nona. Después de aquella tempestuosa visita en que el mayorazgo le hiciera tan confortable oferta, la señora, como buena diplomática, dejó pasar algunos días sin decirle una sola palabra á Isabel tocante al matrimonio proyectado; y así lo juzgó de necesidad indispensable, para darle tiempo á que reflexionase con calma, respecto al magnífico partido que había dejado escapar de su mano, pues ella creía firmemente que la muchacha se arrepentiría y que, cediendo á sus consejos, concluyese por aceptar gustosa la mano de su sobrino. Eso dió en parecerle muy racional. En efecto; calculando el tiempo necesario para esas reflexiones, la señora Amalia se instaló un día en el salon principal, y haciendo que le sirviera de correo de gabinete la camarera de su confianza, mandó llamar á Isabel para que tuvieran, sin testigos, la entrevista respectiva. La joven que nada sospechaba de los planes de su tía, gustosa y muy alegre se presentó al momento, creyendo que se iba á tratar de alguna manteleta ó sombrero de moda, y con todo su candor y cariñosa sencillez preguntó: —Mamacita, que hay de nuevo? —Algo muy importante para ti y para mí; repuso la señora con aire serio y tono majistral, acentuado mucho sus ultimas palabras: pero ven acá; llegate á mi lado, hijita. Isabel, entonces, al sentarse junto á su tía, comenzó á cambiar de color y á sentirse mal, presumiendo algo de lo que se iba á tratar. La señora, que en el acto notó su emoción, para calmarla le dió un abrazo y luego un beso en la mejilla, tomando en seguida una mano de la joven entre las suyas, antes de dar principio á su traidora tarea. Después de un largo y cariñoso exordio, la condesa abordó la cuestión con toda la cautela posible, escojiendo los términos mas suaves y afectuosos para hacerse comprender, sin herir la suceptibilidad de su sobrina; al mismo tiempo hizo uso de los mas persuasivos y halagadores argumentos que requería el caso, y de los que ella tenía gran acopio en su mañosa retórica; y por fin, concluyó diciéndole, que si ella estimaba su propia felicidad y quería complacerla, sosteniendo el magnífico nombre y sobresaliente lustre de la familia, sin otras refiexiones y sin molestarse en pensar un solo instante mas, debería, nó solo aceptar tan incomparable dicha, sino solicitar afanosa la mano de Javier para su esposo. La joven cabizbaja y silenciosa, confiando á su pañuelo la esencia de su angustia, que convertida en lágrimas humedecía su mejilla, sin hacer observación alguna escuchó todo el sermon de la señora; y cuando esta calló, Isabel, sin poder contener los precipitados sollozos que se empeñaban en ahogarla, con tono suplicante y cariñoso dijo: —Querida tía de mi alma! No sé con que comparar el decidido afecto que le tengo, porque la considero como á mi segunda madre; y ojalá, que por complacerla, mi corazon quisiera y me permitiera darle gusto, hasta con el sacrificio de mi vida si fuese necesario; pero.... desgraciadamente.... en este caso.... me sería muy difícil agradarla.... No le parece, mamacita, que como esto es una cosa tan.... delicada y peligrosa.... que sería bueno lo consultase Ud. con el señor capellan? —Para nada tengo que ver yo á mi capellan en este asunto; repuso con sequedad la señora. —El que es tan bueno, yo creo que sabría aconsejarla. —Ya te he dicho lo que pienso á ese respecto y es de mas, que me obligues á repetirlo; añadió la señora, algo fastidiada. —Si así es, siquiera tenga Ud. pena y considere, lo doloroso que será aceptar por marido á un hombre.... á quien nó se le tiene amor, ni cariño...ni simpatía tal vez; y donde el alma nó puede hallar el mas leve aliciente.... —Déjate de esas tonterías, interrumpió la señora; esos son romanticismos cándidos que nunca fueron de utilidad y sí, mas bien, de mucho perjuicio en la vida. —Si Ud. mira de esa manera, lo que tan intimamente se relaciona con nuestro espíritu, perdone Ud. tía que le diga....que yo nó debo....que yo nó puedo....que nó quiero casarme con Javier; prorrumpió al fin la pobre joven, sin poder contener el llanto, que ya pugnaba por desbordarse. La cara que puso la tía en el momento de oír la respuesta de Isabel, fue algo absolutamente indefinible para la razon humana; para poderla pintar con todas sus lineas y colores, se necesitaría de una imajinacion capaz de encerrar en sí todo un infierno, porque su jesto tenía mucho de satánico ....que ojos!....que boca!... .los primeros eran dos ascuas, la ultima; una horripilante caverna.... Por fin, retorciéndose de rabia, despidiendo chispas de veneno de sus ojuelos de víbora, y con voz convulsiva, sumamente alterada por la cólera esclamó: —Nó puedo!...Nó quiero!....eso has dicho: y despues de una pausa prosiguió: jamás me imajiné tamaña ingratitud, ni tan odiosa respuesta de tus labios... .Cuando César sintió el puñal de Brutto en su pecho, ah! no lo hirieron mas que á mí!....Pero todo lo que ahora sufro, me está perfectamente merecido....yo me tengo la culpa....Está muy bien: ya veremos como concluye este asunto...Señorita: retírese Ud. de acá. Isabel quiso, entonces, balbucear alguna, escusa, quizás pedir perdón por sus palabras; pero el jesto iracundo y un ademan imperativo de la señora la hicieron obedecer, y tuvo que salir. Andando á penas, por el sentimiento que la ahogaba, y conteniendo con ambas manos al desesperado corazon que le latía como para querérsele salir del pecho, al fin recorrió su camino de martirio y pudo llegar hasta su dormitorio; allí dióle holgura á su dolor, y una cascada de lágrimas que se desprendió de sus hermosísimos ojos, alcanzó á mitigar, en parte, la tempestad que le causaran las ultimas palabras de la señora. A pesar de que se sintió tan herida en su amor propio, por el modo como su tía la despidió del salon, antes que sustentar rencor alguno, prefirió curar las heridas del alma con el santo bálsamo de la resignacion. —Cómo es posible! esclamaba después la pobre Isabel, sollozando todavía; cómo es posible Dios mío, que ella sea tan cruel!....ella, mi único apoyo?.... ella, la única persona que creía que me quedaba en el mundo....siquiera para tenerme compasión! ....ah!....desgraciada suerte la mía.... ya nó hay nadie, nadie quien se pueda doler de la pobre huérfana....Ya nada tengo en la tierra: todo ha concluido para mí....Ah! cruel situacion!.... Solo el vacío y la vaguedad me rodean.... nó tengo porque esperar nada.... Todo mi porvenir nó es mas que un árido desierto.... Ni una luz, ni siquiera una pobre luz, que cariñosa me sirva de guía en la triste y oscura soledad de mi camino.... Que será de mí!....Ah! Virjen santísima! tú, que eres el inagotable manantial de amor para los desgraciados, duélete de mí! Cual madre de sinpar ternura, dame una luz para salvar de este horrible precipicio....Gracias!....gracias, madre celestial!.... Ya me parece ver, que aún nó se ha agotado la misericordia divina para mí....todavía me queda alguien en este valle de lágrimas....mi corazón nó me puede engañar, ni tampoco el Dios de bondad que me oye.. Y en ese momento, cual para servirle de consuelo en su angustioso suplicio, cruzó por su imajinacion el semblante franco y simpático de Eduardo, manifestándole con la dulce serenidad de su mirada, toda la bondad y lealtad de que era capaz su noble espíritu. Aquella querida vision que le produjera su ardorosa fantasía, no pudo menos de ser precioso y eficaz calmante para los sufrimientos de Isabel. Desde entonces, vió en Eduardo á su verdadero amigo y protector; y ya solo pensó en el feliz momento que la casualidad le permitiera contarle sus penas, para que él le acabase de cerrar las heridas del alma y diera nuevos alientos á su desfallecido ser. Absorta en esos pensamientos, quedó por mucho tiempo inmóvil y con la mirada melancólica, clavada en una flor del alfombrado, sin ver ni su color, ni su forma; y así tan preocupada é inconsiente á la vez de cuanto la rodeaba, pasó todo el resto de aquel desgraciadísimo día. La señora Amalia que tan molesta se quedara por la negativa de Isabel, á los pocos minutos de haberla despedido, resolvió llamar á Javier y tuvo con él una larga entrevista, para participarle lo sucedido; durante la cual, la señora le hizo presente que era de absoluta necesidad distraer y aún alegrar á la joven, si fuese posible, á fin de que se reanimara y volviese á estar contenta; y una vez que se restableciese del mal de ánimo, que le había causado la repentina noticia del proyecto de matrimonio, nó sería ya difícil hacerla ceder á sus propósitos. Javier creyó acertado el modo de pensar de la señora, y el medio que le proponía para alcanzar su deseo; y sin hacer objecion, ni observacion alguna, de que convinieron en lo que se debería hacer, salió precipitadamente de la casa, sin ser visto de ninguna otra persona mas. Al dia siguiente de la entrevista del convenio con el mayorazgo, la condesa mandó á su camarera mayor al cuarto de Isabel, á decirle á esta que se dignase pasar al salon principal. Aunque temerosa, todavía, Isabel obedeció al instante y halló á la señora en su sillon de costumbre, con el semblante, al parecer, afable y su cólera casi completamente disipada; al recibirla le habló cariñosa la condesa, manifestándole su sentimiento por la incomodidad que habían tenido el día anterior y le ofreció que, por lo pronto, nó volverían á hablar mas, de ese asunto tan perjudicial á su armonía. En seguida, palmeándole ambos carrillos á su incauta y amorosa sobrina, la dejó complacida del todo y le dijo: —Ahora vas á ver, chiquilla presumida, cuanto es lo que te quiero! Solo por hacer las paces contigo y que te manifiestes contenta y afable con todo el mundo, es que voy á dar un baile. —Un baile mamacita? interrumpió Isabel. —Sí, mi querida hijita; y deseo que sea bastante suntuoso, á fin de poder invitar á la famosa cantatriz Signora Epislolini, con el objeto de que amenice mas la fiesta. —Que buena es Ud. mamacita! esclamó entonces Isabel, abrazando á la señora y dándole un beso en la frente. —Bien; me alegro que conozcas cuanto te quiero; y ahora queridita mía, desde que la funcion es principalmente para ti, espero que te molestarás en ayudarme á hacer la lista de los convidados; agregando también tú á las personas que te parezca bien invitar, siempre que sean dignas de pisar nuestros salones. —Como Ud. lo mande, así se hará, mamacita; repuso Isabel. Y en seguida la señora comenzó á dictar una lista de nombres, sirviéndole Isabel de secretario; y aunque la tía nó hubiese mentado el nombre de Eduardo Belgrano, ese caballero fue uno de los primeros convidados á su baile. V. EL BAILE DE LA CONDESA. Quince dias antes de que tuviera lugar el gran baile de la señora Amalia, se repartieron las tarjetas de invitación, llevando á cuestas los tales cartoncillos una estrambótica corona de condesa, sobre magnífico monograma en realce plateado y luciendo, al pié en letras grandes de oro, el nombre de la Condesa de Toroguapo. Como es de usanza, aquella anticipada reparticion, además de dar el aviso preventivo indispensable para la confeccion de los vestidos de las señoritas y del planchamiento de alguno que otro frac arrugado, tenía por objeto principal que aquello sonase; y sobre todo, que el baile fuese el tema de moda favorito de la charla aristocrática, pues lo que mas se deseaba, era que se hablase hasta por los codos de la gran soirée de la condesa. Y verdad que así sucedió; porque muy pocas serían las personas decentes de Santiago, que dejaron de merecer una invitación, y á quienes al fin y al cabo no les faltó algo que decir. Las señoritas aspirantas á señoras, siempre con mas del quorum necesario, tuvieron sesiones permanentes y continuas, donde con rara elocuencia se discutía la forma, color, calidad y adornos de los vestidos que se deberían llevar aquella noche clásica; pero desgraciadamente, nunca le fue posible á la barra poder dar fe de cuales de esas oradoras serían las mejores, porque las mas de las discusiones que tuvieron, casi siempre fueron en coro. Cuando se reunieron las señoras mamás, muy tranquilamente trataron de algo mas prosaico y material que sus hijas: recordaron de un modo encomiástico á los varones amables y galantes que asistirían al baile, y que se prestarían gustosos á llevarlas á la mesa, para atenderlas en todo y con todo. Entre viudas y solteronas nó les fue posible entenderse, ni llegar á ningún avenimiento, respecto á la manera como se presentarían en el baile. Desde que allí maridos eran triunfos, nó había modo de que pudieran hacer juego limpio entre ellas: las primeras siempre pecaban por carta de mas y las segundas por carta de menos; aquellas, porque tuvieron sus triunfos en su primer juego, se creían con mejor derecho que sus opositoras para volverlos á tener, y estas, porque nó los pudieron atrapar jamás, nó cedían en la preferencia. Los papás de abundante prole femenina, llenos de filantrópico interés por ciertos simpáticos partidos, á quienes hallaban muy á propósito para pegarlos con la santa goma del matrimonio, veían una magnífica y tentadora oportunidad en el gran baile. Otros individuos del sexo feo, comprendidos en las diferentes series de casados, viudos y solterones, solo hicieron mención de los jugadores buenos de rocambor con quienes se podría contar; de igual modo hablaron bien de los pavos, langostas, pasteles y jamones que se dejarían engullir; sin dejar por esto de hacer un tiernísimo idilio á los vinos y licores que les deleitarían el gaznate, con el mas suave y voluptuoso cosquilleo. Los dandys y los lions que se preciaban de eximios bailarines, tambien en su club pronunciaron poéticos y brillantes discursos astronómicos, respecto á la curva elíptica de las aletas del frac de ultima moda; trataron del seductor y prestijioso arte de llevar la corbata blanca; del nó menos importante, de acomodar las faldas de la camisa dentro del pantalon; y por fin de la clase de guantes y botines que se deberían usar, para presentarse con todo el chic y elegancia que requería un sarao de tal tono y, sobre todo, de tanta chica bonita, á quienes por lo menos había que impresionar de una manera agradable. La señora Amalia nó podía, pues, estar sino muy altamente satisfecha con su feliz ocurrencia, por las muchas y halagadoras noticias que todos los días le daban de los grandes preparativos de sus convidados, para contribuir al mayor realce y suntuosidad de su memorable funcion; y para que nada faltara á su esplendidez, se agregaba en tono admirativo, que también concurriría el señor ministro de Portugal con todos sus attachés, ó colgandijos indispensables de toda legación, como acompañantes de la notabilísima cantatriz á quien se había invitado. Aquello era sublime; y cada vez que los amigos de la señora condesa le lisonjeaban los oídos con tan plausibles nuevas, ella se bañaba en agua rica, remojándose y remozándose á la vez. Cómo se le estiraba el pergamino! Que sonrisas las que le hacía producir el tal deleite! Pero nó obstante las antedichas corrientes eléctrico-rejuvenecedoras, la señora Amalia nó veía la hora de que se realizara la funcion, para salir cuanto antes, y con bien, de tan cacareado y tan esperado parto. Ese antojo la tenía en ascuas. Le era indispensable el goce de aquellos efluvios, superlativamente satisfactorios, para la coronacion de sus deseos. Por fin, los dioses del Olimpo se dignaron oír á la condesa y, despues de un día de ordinario, llegó la muy anhelada y suspirada noche del gran baile; y entonces, el soberbio palacio de Toroguapo se vistió de gala y con la suntuosidad que requería el caso, desde el arco elegante de su gótica portada, hasta.... donde lo quisiesen visitar los convidados de aquella noche. Casi todas las puertas ostentaban magníficos cortinajes de seda y oro, cuanto las paredes finísimos y hermosos espejos, entrelazados de vistosos festones de las mas esquisitas y fragantes flores; y la variada multitud de luces que á porfía reverberaban en los salones, hacían resplandecer todo aquello, á la par que los vistosos trajes y aderezos de brillantes, que se habían dado cita en ese suntuoso oasis del mas caprichoso lujo. El aire se sentía embalsamado de delicadísimos y embriagadores perfumes, y en toda la cuidadosa compostura de los salones se notaba muy refinado y esquisito gusto, sin que se hubiesen descuidado ni los adornos mas insignificantes. Por supuesto, que eceptuando al mas conspicuo, sobresaliente y rimbonbante adorno del salon principal ,que lo constituía la señora Amalia, ya colocada desde temprano, en una especie de trono de ceremonias reales; y el tal mueble parecía muy á propósito para la reina pagana de la fiesta, á quien todo el mundo estaba en la obligacion de rendir pleito homenaje, haciéndole la venia de etiqueta, acompañada de la infalible mueca de agradecimiento. Además de gozar de la notabilidad de aquel orgulloso trono, probablemente con la intención de hacer el efecto candente y nada candoroso de un sol en el ocaso, la buena señora se había recargado de tantísimos brillantes la frente, orejas y cuello, que mas que mujer adornada, era un castillo de fuegos artificiales en plena actividad; cómo que despedía sus centellantes y coloreadas luces á los cuatro puntos cardinales y, todavía, le resbalaban tornasolando sus poco interesantes contornos, para darle mayor atractivo á su falda de raso carmesí, adornada de cintas y cordones de oro y de los mas finos encajes, que se producen en Bruselas. La señora Amalia estaba, pues, pirotécnicamente esplendorosa. —Que soberbio capullo! esclamaban algunos al fijarse en ella; y otros nó dejaban de sonreír maliciosamente, al oír aquel piropo agusanado. Isabel llevaba esa noche un vestido blanco, llano, con lazos color punzó y muy pocas alhajas; y así tan sencillita, estaba encantadora: parecía como si, recien los ánjeles, la hubiesen acabado de bajar del cielo. En gracia y belleza era el astro deslumbrador de todo aquel firmamento, pues las estrellas que lo adornaban, luego se opacaban y concluían por perder su brillo al aproximarse á Isabel. Sin embargo, nó por eso dejaba de haber allí mucho con que distraer la vista, mas difícil de contentar, desde que la colección era de lo mas variado, relativamente á caras y cuerpos y quien sabe á que otras cosas; siendo, por supuesto, como es de estilo en este valle de inperfecciones, la menor parte la buena y la mayor, lo contrario, sin contar á las tías ajamonadas, ni á las mamás ya maduras, siempre dispuestas á bailar. Los convidados... vaya! vaya! ellas se ocuparían esa noche de cortarles los trajes que les conviniesen.... Eran las diez de la noche, y ya algunas sílfides sacudían inpacientes las patitas, haciendo tronar furiosas los abanicos, y los sátiros de frac que las veían se retorcían y jalaban los bigotes, fastidiados de nó gozar de los acordes coreográficos de la orquesta; cuando á lo mejor de esa tempestad de inpaciencia y en medio de bulliciosas esclamaciones en las diferentes vocales, apoyada en el brazo del señor ministro de Portugal se apareció la grrrandissima signora Evanjelina Epistolini, con la naríz muy levantada, los ojos muy abiertos y los humos de toda una reina teatral, haciéndose llevar la cola de cometa de su vestido astronómico, por todo el cuerpo de fidalgos adjuntos á la legación portuguesa. El efecto que hizo en la concurrencia la soberbia entrada triunfal de aquel ídolo de tablas, fue de lo que nunca se ha visto ni verá jamás; y á juzgar por la satisfactoria sonrisa que lucía la heroína, el acto debió de ser de lo mas sabroso para ella y, nó menos, para sus satélites, quienes algo debieron de tocar de la gloria de las miradas y de las variadísimas esclamaciones, que arrancaron del asombro jeneral. Ella, con todo el aplomo y el tono descocado que da el teatro, ostentaba orgullosa una gran diadema de esmeraldas, diamantes y rubís, que figuraba una bandera italiana, perfectamente prendida á su respectivo asta de oro; y decendiendo de tan original adorno, se le veía el resto del cuerpo colgado de alhajas con tal profusion y simetría á la vez, que bien se la podía haber equivocado por aparato ambulante, para la exhibición y venta de joyas. Pero á pesar de su muy chavacano gusto, ella se lució muy coquetona y satisfecha, en el gran paseo de circunvalación que hizo por todos los salones, escoltada de los nobilísimos edecanes de su cola; y de que concluyó de hacerse mirar á su gusto, después de saludar muy artística y cariñosamente á la señora Amalia, tomó su asiento casi al frente de ella, quizás con la vanidosa intención de ver quien eclipsaba á quien. Y una vez que dejaron bien acomodada á la Epistolini, los fidalgos ayudantes se fueron á lucir, por otras partes, sus bien torneadas *barrigas da perna y sus nó menos **fermosos peitos do pé, jalándose la ***chivatinha con muito prazer. ------------------------ * pantorillas. ** hermosos empeines. ***perilla con mucho gusto. ------------------------ Aunque parece de mas; sin embargo le advertiremos al lector, que Javier y Eduardo se hallaban en los salones de la condesa desde muy temprano: el primero nó se despegaba de la oreja izquierda de su tía, haciéndole observaciones y dándole mas apuntes, respecto al plan premeditado; y el otro, vagaba solitario y silencioso en medio de aquella bulliciosa multitud, esperando á cada instante una palabra, ó siquiera una mirada de Isabel. Por fin, despues de la llegada de la cantatriz, resonaron entusiastas los muy deseados acordes de la orquesta, regalando á los oídos con la Gran Duquesa, y esa primera cuadrilla, segun uso y costumbre coreográfica, se tuvo que dedicar única y absolutamente á las señoras, inclusive la de Epistolini y exclusive la de Toraguapo; y esta exclusion de la ultima fue indispensable hacer, debido al respeto que se merecían sus muy nobles piernas, como pertenecientes á la historia antigua y, en tal virtud, ya solo á propósito para descansar siempre en paz y con todos los honores de ley. Con la nó sentida ausencia de la condesa se andó, pues, aquella cuadrilla, al paso mesurado y llena de todo el prosaico ceremonial de la primera; y concluída esta, la Epistolini acompañada de piano y dos violines, con agradable voz de contralto cantó varios trozos predilectos de Norma, el Barbero y Rigoletto; y gustó tanto, que supo merecer ruidosísimos aplausos y una hermosa y elegante guirnalda, que le fue presentada por Isabel y Javier, á nombre de la señora Amalia. En seguida de aquel largo intermedio de canto, que tan buen éxito alcanzara en toda la concurrencia, la orquesta entusiasmó á los bailarines con la insitante música de Wiener Kinder; y por órden de su tía, Isabel tuvo que bailar ese primer vals con Javier, el segundo lo bailó con otro miembro de la familia, y el tercero, con Eduardo. Y como todos los caballeros invitados la hallasen tan interesante á la chica, fueron, despues, tantas las solicitudes que tuvo para bailar, que por mas que quiso agradar á sus amigos esa noche, nó le fue posible complacer sino en minoría, á los muchos que la favorecieron con sus atenciones. Pero sin embargo de verse tan atareada, ella supo darse tiempo para bailar y pasear units dos veces con Eduardo, debido á ese poder misterioso que siempre tiene la joven enamorada, para hacer milagros de esa especie; y cómo á la ultima vuelta de baile ella se le quejase de cansancio á su galán, mas que de prisa se dirijieron á un saloncito de descanso, nada concurrido en ese momento y muy poco iluminado. Huyeron, pues,del bullicio.... Mientras de esa manera se retiraba la dichosa pareja á gozar de la mas dulce de las dulces soledades, en los diferentes corrillos, tanto de señoritas cuanto de caballeros, se hacían infinitos comentarios de fuera de bastidores, respecto á Isabel y Javier; y aunque los mas de tales díceres pecaran de absolutamente falsos, por fundarse tan solo en apariencias, muchos les daban todo el mérito de la verdad. Al percibir algo de aquellos apuntes antojadizos, saltó uno de esos palanganas de calilla, que siempre tienen pretenciones de saberlo todo de muy buen orijen y, en voz alta, aseguró que á él le constaba el serio compromiso de la señorita Isabel, con el mayorazgo de Altomuro. La noticia no debió de ser muy del agrado de una semi-jamona, virgo-predicanda y nada veneranda, que tuvo la desgracia de escucharla, quien nó pudiendo disimular el fastidio que le causaron aquellas palabras, tras un prolongado suspiro esclamó: —Que zorrilla tan astuta nó será la tal peruanita, cuando ha logrado atrapar á Javier! —Eso quien lo duda! añadió otra envidiosa de la misma calaña, que simpatizaba con la anterior. —Ya puedes suponerte de que manera nó habrá adulado á su tía, para conseguir tan sobresaliente partido. —Y la tía que lo domina á Javier como á un chiquillo, precisamente por esa misma adulación le ha ayudado á conquistarlo. —Eso está muy de manifiesto. —Y también que la tal zorrita, con todo su aire de anjelito de pasta de almendras, ha sabido mas que la zorra vieja y que el zorro camastron. —Cállate niña, que ahí viene él. En efecto, en ese momento pasaba por allí Javier; y al notar su aspecto altanero y tan antipático á la vez, señalándole un caballero á sus amigos, les dijo á media voz: —Ahí tienen ustedes, señores al bruto mas feliz que conozco. —Realmente, que es de envidiarlo por su suerte, repuso otro; si es cierto lo del matrimonio que se dice; y si tal cosa sucede, será el desatino mas grosero que pueda consumar la codicia, de una vieja, pretendiendo hacer feliz á una joven. —Me adhiero á su opinión, añadió un tercero; y declaro que nuestro soberbio mayorazgo, como mayor asno que en realidad es, mas bien merecería una idem, del mismo pelo y distinto sexo, y nó una chica tan espiritual como Isabel. —Efectivamente; que si cometen la barbaridad de casar á esa linda niña con Javier, nó harán mas que atar una mariposa á la cola de un borrico. —En cuestiones casamenteras nó hay nada que estrañar en el mundo, observó entonces un solteron; porque han de saber ustedes, amigos míos, que con esta fecha y esta facha que tengo, casi siempre he notado que las mejores palomas, al fin vienen á ser pasto de los mastines mas brutos. —Sin embargo, señores, creo que todavía nó es lícito asegurar todo lo que se dice respecto á ese matrimonio; añadió un sujeto, que recien terciaba en la cuestión. —Porqué? preguntaron varias voces á la vez. —Porque también se asegura, que la preciosa peruanita se halla ahora en la cuerda del destino, guardando con dificultad el equilibrio entre el amor y el interés; y aunque de un lado le jala la balanza Javier con todas sus talegas, del otro la tiene Eduardo con todo el poder de su amor y, segun parece, ella la inclina mas á este. —Eso nó puede ser mas que mera ilusión de optica y nada de realidad, interrumpió otro; porque es evidente que Javier, fuera de su peso, cuenta con el apoyo de su tía que es peso y medio; y así nó puede caber la menor duda, que, al fin y al cabo, concluirá por inclinar del todo la balanza á su lado. —Yo nada niego, ni nada afirmo, respecto al modo como pueda concluir la linda maromera en su debut matrimonial; repuso el anterior; y á fin de ocuparnos de algo que, por ahora, sea mas provechoso, los invito señores, á dar fe y testimonio de la mejor obra embotellada de la viuda de Clicquot. Sin ser admitida á discusión, se aceptó la propuesta; y todos, persistiendo en sus convicciones, desfilaron entusiastas á la cantina á beber una buena dosis de alegría, del espumoso y chispeante líquido de la mas universal mente famosa, entre las viudas afamadas. Cuando aquellos señores saboreaban su champagne, era precisamente al mismo tiempo que Isabel y Eduardo charlaban con gran placer y confianza en el saloncito que hemos dicho, burlando así la vista escudriñadora de la tía y el espionaje de Javier. Nada difícil es imaginarse y aun creer, evangelicamente, que ese retrete de confortables divanes, iluminado por opacas y escasas luces y cuyos ángulos de flores exhalaban perfumes deliciosos, les pareciera á ese par un pedacito de cielo, ó un santuario donde elevar himnos al amor, al verse así, tan solitos el uno junto á la otra. Quien lo dude, puede hacer la prueba si tiene con quien. Como aquellas dos almas se hallasen abundantes de la electricidad divina, que debe existir en la inmaculada pasion del verdadero amor, muy poco se tuvieron que decir para comprenderse y conocerse, mutuamente, cual si ambos hubieran sido dos pedazos de cristal purísimo; y fue prueba irrefutable de ese bendecido reconocimiento espiritual, que, cuando Isabel acabó de contar sus penas y de confiar sus temores, se sintió tan atraída por los latidos del corazon de Eduardo que, sin pensar, allí reclinó su frente virjinal, llena de absoluta confianza y ebria de felicidad. La conmoción que entonces ambos esperimentaron, es indecible. El enamorado joven, en un éxtasis de amor, detuvo un segundo sus labios ante aquella frente de ángel, pronunciando apenas una que otra palabra; y al ceñir con su potente brazo el esbelto talle de Isabel, se creyó un coloso de poder, muy capaz de librar á su amada de los peligros con que la amenazaban, el brutal capricho de Javier y las crueles pretensiones, de la intransijente señora Amalia. En aquel momento habrían tenido que hacer pedazos á Eduardo, para arrancarle á Isabel. Pasada esa dulcísima y arrebatadora tempestad de cariño, cuando vino un intervalo de calma, no menos grata al sentimiento, comenzaron á pasearse en el consabido saloncito, y Eduardo prosiguió: —En mis horas de adoración y devoción por ti, que no han sido pocas, alguna vez quise dedicarte una plegaria en la que mi alma te cantase su amor y te dijera, aunque pobremente, lo que eres tú para ella, desde que mis ojos te vieron.... Aquí tienes esa ofrenda, que al reflejarte todo mi ser, también te lleva las pobres reliquias con que mi amor te regala; y sin embargo de que conozco no nací poeta y que tampoco son buenos los versos que contiene este papel, espero, que sin fijarte en sus defectos, nó buscarás allí el sonido mas ó menos armonioso de las frases, sino los sentimientos del hombre que tanto te ama; y quien, al hacerte este primer obsequio de su enamorado espíritu, también pone al mismo tiempo, todo su corazon en tus manos. La joven al recibir el papel, lo desdobló y, sin leerlo, besó su contenido; agradeció el regalo con toda la efusion de verdadera amante, y al colocarlo en su casto seno, concluyó diciendo: —Te prometo, Eduardo querido, que nó dejaré de leerlo un solo día de mi vida. —Harás muy bien, anjelito mío, porque su lectura fortalecerá la santa pasion que te anima; repuso Eduardo; y no dudo que con el soplo divino de tu amor, mi ánimo centuplicará su poder, para arrostrar inpávido todo jénero de vicisitudes y penalidades, alentado al mismo tiempo con la esperanza de la felicidad que hallará en ti. Antes de ahora, pude temer que me arrojaran en el abismo de la desgracia y que la fatalidad me arrebatase al ánjel, que ha de llevarme hasta Dios; pero ahora, en este momento, que nó solo tengo el orgullo, sino la completa convicción de ser el único y absoluto dueño de tu amor, creo que nó jamás ardid, ni poder alguno en nuestros mezquinos enemigos, que sea suficientemente capaz para separarnos. —Quiéralo Dios así! esclamó Isabel, comprimiendo con entusiasmo una de las manos de Eduardo. —Muy poco despues que tuve la incomparable dicha de conocerte; prosiguió el joven; mal de mi grado, con frecuencia noté el empeño de tu tía en familiarizarte con Javier, probablemente con el egoísta fin de unirlos mas tarde, segun ella lo debe haber pensado; y como la señora es harto conocida por la tenacidad de su capricho, creo que nos costará mucho trabajo el hacerla ceder á nuestros deseos. En verdad que será difícil; y lo que sentiré mas en esta lucha, es que tú, mi linda paloma cautiva, aún tengas muchos sinsabores y disgustos que sufrir; pero nó desmayes, alma mía; nó desmayes, porque tu intención y tu deseo le comunicarán á mi espíritu el invencible poder del jenio. —Le rogaré de todo corazon al Altísimo que me dé la fortaleza que deseas.... —Ah! me olvidaba de decirte, interrumpió Eduardo; que mañana marcho á Valparaiso por pocos días, pues asuntos urjentes requieren mi presencia allí; á mi regreso le hablaré á la señora Amalia tocante á nuestro compromiso, y si se manifiesta decidida á sostener su bárbaro capricho, la resistencia de parte de ella, me servirá de palanca para conseguir mi objeto. Lo único que te vuelvo á suplicar para que nó sufra un golpe fatal nuestra esperanza, es fortaleza de parte tuya, ánjel mío; que teniéndome tú de tu mano, hemos de llegar al cielo, pese á quien pese en la tierra.....Dime: nó lo crees así, divino dueño del alma? —Ay! Eduardo querido!.... Por hallarme tan sola en la casa, sin una persona de mi confianza, es mucho el miedo que tengo á lo que mi tía piense hacer de mí: su mirada me causa malestar y ahora la veo tan escudriñadora y penetrante, que nó puedo resistirla; esa mirada me revela que su cabeza trabaja con actividad, algo que nó me es favorable. Ademas, de poco tiempo á esta parte, noto en su semblante una espresion tan burlona, que me parece como si estuviera premeditando algun plan terrible, con que sorprenderme y aniquilarme en un momento dado....Nunca; nunca en mi vida he tenido tanta zozobra, tanto miedo. —Nó te preocupes del semblante, mas ó menos, sospechoso de tu muy célebre tía; desecha al instante esos tristes pensamientos, que solo sirven para darle mayor martirio á tu delicado espíritu, que mientras yo pueda existir, nada tienes porque temer; y ante todo recuerda siempre, que nó debes desmayar ni amedrentarte, por las absurdas pretenciones de la señora en contra de nuestros deseos...... Ten fe completa en nuestro santo amor, porque él nos ha de salvar; sí: él, que tantos milagros hace, espero que me ha de dar sus alas y su májico poder, y hasta el tino necesario, para arrancarte pura y sin mancha, aún del fondo de un abismo. —Que Dios te oiga Eduardo mío! —No lo dudes; nó la dudes un solo instante; porque nó es posible que sobre nosotros triunfe el mal, cuando buscamos el bien con tanto ahínco y, sobre todo, con tan absoluta buena fe. Yo creo que la Providencia se complazca, al mirar en nuestros corazones la bendita esperanza que alientan; y creo tambien, que Ella sea, quien nos tienda su mano protectora para que podamos alcanzar juntos algun dia la dicha que tanto y tanto anhelamos. Y de aquella manera deliciosa, en la que sin sentir se pasa la corriente de la vida, prosiguieron los dos amantes en su entretenida cantinela, sin acordarse del resto del mundo para nada. ------------------------------ Dibujo: Javier nó se despegaba de la oreja izquierda de su tía, haciéndole observaciones y dándole mas apuntes, respecto al plan premeditado. ------------------------------- VI. SIGUEN BAILANDO. Ya largo rato, aunque muy corto para Isabel y Eduardo, se paseaban del brazo muy contentos en el conocido saloncito; allí, rebosando de alegría y llenos de ilusiones, respiraban una atmósfera de inefable placer, cuando, de repente, vino á interrumpir su deliciosa calma un huésped importuno. Al dar la vuelta en uno de sus paseos, se encontraron cara á cara con el señor mayorazgo. Que lance fue aquel! Que bomba contra incendios! Que petardo tan atroz! Tampoco para Javier, nada tuvo de grato la tal sorpresa, pues arrugando el entrecejo inmediatamente se llegó á tocarle el hombro á Isabel y fijando en ella sus coléricos ojos, le dijo con tono altanero: —Señorita! Mi tía, la condesa, me ha suplicado que le haga el favor de llevársela á Ud. ahora mismo, pues tiene mucha urjencia de hablarle; y obsequiándole á Eduardo con una mirada feroz, le ofreció en seguida su brazo á Isabel. Eduardo, que comprendió la ofensa que se le pretendía hacer con aquel ademan, sin soltar el brazo tembloroso de la asustada joven, repuso en el acto: —Caballero! Me permitirá Ud. que yo sea, quien conduzca á esta señorita á su asiento; y dándole la espalda desdeñosamente al brusco mayorazgo, salió con Isabel del brazo, hacia el salon donde se hallaba la señora Amalia. Al tragarse Javier aquel desaire, lívido de cólera se mordió los labios y, con la mano derecha, hizo cierto movimiento hacia atrás, muy de rufian alevoso; pero no hallando ahí su arma favorita ¡maldicion! gruñó entre dientes y....maquinalmente siguió su camino tras la feliz pareja, que ni siquiera se dignó fijarse en la importante y singular escolta, que tan á pesar suyo le iba haciendo los honores. Cuando Eduardo se retiró, despues de dejar á Isabel en su asiento junto á la señora, esta con tono muy marcado y cierto retintin de reproche esclamó: —Bien! Muy bien! Se porta Ud. perfectamente, señorita Isabel, cuando se deja ver tan poco, donde se ve á todas las demas jóvenes; parece que se conviniera Ud. mas en los sitios solitarios, donde es probable que se pueda charlar de aquello, que quizás nó sería lícito, ni decente, decirlo delante de otras personas. —Por Dios tía! esclamó Isabel indignada. Que falta tan grave he cometido? Que mal tan grande he podido hacerle, para que me trate Ud. así! —Todavía más! refunfuñó la tía, con voz cascada y escupiendo de rabia por el colmillo. Todavía me quería Ud. ofender mas, que con su ausencia de casi media hora del círculo de mis convidados! Nó es eso un insulto? Nó es lo mismo que arrojarles á la cara el insolente desprecio que siente Ud. por ellos?....y todo esto, porque?....por estar muy honrada nó sé donde, con ese caballerete, que yo nó sé lo que es, ni tampoco sabe ninguna persona decente, que clase de pájaro pueda ser. —Perdone Ud. tía, repuso seria Isabel, que nunca me ha pasado por la imajinacion despreciar á nadie y, mucho menos, á la muy estimable sociedad que aquí tiene Ud. reunida. Mas por lo que hace á ese caballero que Ud. —Basta! Basta! Isabel, interrumpió sofocada la señora. Nó quiero saber nada mas; ni media palabra mas; porque lo que yo acabo de decir, nó admite ni réplica, ni escusa, ni cosa que lo valga; y así, nó hablemos mas de eso. Con imperativo y terrible jesto acompañó la señora aquellas palabras y mal de su grado, tuvo que aceptar la joven el silencio que se le impuso, sintiendo en el alma, nó haber podido decir una sola palabra en defensa de Eduardo. Despues de aquel desgraciado incidente, que tanto la mortificara á la pobre Isabel, nó pudo continuar sino triste y silenciosa al lado de su tía, aceptando con indolencia una que otra invitación para bailar. Mientras estuvo en su asiento, ni la señora, ni Javier le dirijieron la palabra, hasta que este la invitó á pasear una cuadrilla, la que se vio obligada á aceptar por insinuación de la tía. La cuadrilla comenzó con toda, la seriedad de muñecos de movimiento, sin mover la boca para nada: pero despues de la segunda figura, cuando las otras parejas bailaban, Javier, jalándose el chaleco con una mano y retorciéndose el bigote con la otra, con cierto aire de resentimiento dijo: —Aunque para mí, jamás ha tenido Ud. el mas lijero rasgo de afecto, el parentezco que nos une, me obliga á aconsejarle, por su propio bien y para que nó sufra su reputación, que nó se vuelva á dejar llevar de un modo tan confidencial por un pobre cualquiera como ese Eduardo. —Si á Ud. también no le agrada, que yo sea atenciosa con mis amigos; repuso Isabel; hágame el favor de nó decírmelo ahora; porque ya está muy mortificada mi pobre cabeza, con el sermon que he tenido que sufrirle á mi tía, y nó estoy para soportar otro. —Pero tan caprichosa y desconsiderada es Ud. primita, que desconoce la utilidad de lo que le aconsejo? Así agradece Ud. el interés que me tomo, para que nó la critiquen? —Primo: me parece que lo voy sintiendo medio cándido; y desde luego, me permito rogarle, que nó persista en hacerme pensar de otra manera; porque ya que nací con ese jenio, creo que solo con ese tendré que vivir, porque soy invariable. —Cualidad bien rara en una joven! esclamó Javier. —Puede ser: ya que Ud. así lo supone; sin embargo debo decirle que es muy de mi agrado, como lo son para mí las rarezas de todas clases. Algo iba á replicar el mayorazgo; pero entonces les tocó la vez de bailar y se tuvo que interrumpir la conversación, mientras atendían á sus figuras; y después de aquel incidente, en todo el resto de la cuadrilla ya nó hubieron sino muy obligados, monosílabos de parte de Isabel, hasta que volvió á su asiento. Allí continuó la joven sufriendo su muy penosa condena, entre los dos centinelas de vista que tenía á los costados, quienes despues del ultimo baile de Javier redoblaron su severidad á tal estremo, que aceptaban ó rechazaban á su antojo á los caballeros que la invitaban á bailar. Entre los infelices que fueron rechazados aquella noche, hubo un estranjero que nó le cayó en gracia á los severos guardianes; pero como el tal sujeto nó se parase en menudencias de esa especie, inmediatamente varió de rumbo y se dirijió á una vecinita de Isabel, muy coloradita y muy decidida por los místeres de raza pura. El solicitante, llamado Mr. Kid, era un inglés bien vivarracho y saltarin, con sus patillas de fuego, sus narices de cuerno y unos ojos verdes muy claros y muy aguanosos; y nó estando aún del todo domesticado, ni menos amanerado á las costumbres de aquella capital, nó era estraño que dejase lucir, de cuando en cuando, su pelo y su lana británica. Así sucedió, que, en el acto que el mayorazgo le dijo secamente nones, con la ajilidad de un cabrito dió Mr Kid un brinco en un pié á la derecha, y haciéndole una venia muy forzada á la coloradita, le dijo: —Miss: osté quere dans-ar por mí? —Bailar querrá Ud. decir, Mr. Kid? observó la solicitada. —Sáctamenti! esclamó el inglés y dándole el brazo á esa apasionada de los hijos de Albion, luego pasaron á tomar su parte activa en una entusiasta polka, que á la sazón se tocaba. A los primeros pasos, por vía de introduccion y de agradabilísima impresion de baile, la coloradita sufrió un cariño pedestre de su fogoso galan, el que sin duda debió de ser muy de su agrado, pues al fin era de patente London. —Ay! ay! ay! chilló en el acto la bailarina levantando la patita, á dieziocho centímetros del suelo. —* My God! Qui es este? preguntó azorado el bailarín. —Que me ha pisado Ud. Mr. Kid! ----------------- *Dios mío! ----------------- —Pis-ado, pis-ado; repitió maquinalmente el inglés; y luego arrugando la nariz de un modo interrogativo, se miró el pantalon y le fue pasando la mano cuidadosamente, como si lo creyese húmedo. —Oh! ya pasó; esclamó á poco la joven, asentando otra vez el pié; y al momento añadió: Volvamos á bailar. —A balar; repitió el inglés, saliendo de sus tribulaciones; y en seguida se lanzó con entusiasmo cabril á hacerla remoler á su pareja á su gusto, acosando á codazos á cuantos encontraba en su camino; y de que se cansó de dar brincos y de hacer las cabriolas y piruetas mas grotescas, por fin se le ocurrió llevar á pasear á la coloradita, á otro salon menos concurrido. Allí, por mas de un cuarto de hora la tuvo á su decidida dama paseando á trancos largos, sin contestarle mas que monosílabos poco intelijibles hasta que al cabo de tanto sacarle ella las palabras á tirabuzon, parece que se entusiasmó Mr. Kid, como una botella de limonada al quitarle el corcho; y tras un prolongado suspiro, con el que le hizo volar los crespos á la coloradita en todas direcciones, muy triston esclamó: —* Oh! how sweet yon are! —Otra vez á bailar? preguntó la coloradita. —** Nó, miss. I say that I like you very much! prosiguió muy serio Mr. Kid, creyendo que le deberían entender. —Que cancion de conejos es esa? observó la coloradita, al notar que se le dirijía la palabra en inglés. —Oh!....no cunejos, miss! —Pues que cosa es, entonces? —Dice yo in english: mi quere osté mocho, mocho. —Y que le ha sucedido, para que quiera volverse mocho? preguntó riéndose la coloradita. —Oh! osté nó jáce *** fun of me: este mocho malo. —Cual es el mocho malo: Ud? —Osté no quere entende mi. —Pero si nó hablo inglés, como le voy á entender todo lo que dice? —Ahora mi nó jabla english á osté; porque solo dice, mí quere osté con.... con.... con **** all my heart; concluyó de decir al fin Mr. Kid, despues de mucho tartamudear, llevándose la mano furiosamente á la tetilla izquierda. ----------------------------- * Oh! Cuan dulce es Ud.! ** Nó, señorita. Digo que me gusta Ud. muchísimo! *** burla. **** todo mi corazon. ----------------------------- —Y nos quedamos en con-con-cón, con golpe de pecho; observó la coloradita muy inpaciente. —Oltímo vez excusa mí, que prigonta yó: osté, splendid, bunito miss, querer á mí? —Por supuesto Mr. Kid. Yo lo aprecio como á un buen amigo. —Boen amigo está muy puquito: mi quere osté mas grande, grandísimo. —Conqué así está muy poquito! esclamó pensativa la dama. —* Oh! yes: that's not enough. Si yo presente osté toda....toda mi amor, osté la misma presente por mí? preguntó entonces muy fosfórico el inglés. —Ya le he dicho, Mr. Kid que lo estimo como á un buen amigo; repitió la coloradita sonriéndose con la cabeza gacha, mientras le daba vueltas á su pulsera. —Oh! mí nó quere este puquito! esclamó desesperado el galán. —Pues que quiere? —Mi no quere, boen amigo; mi quere osté como....como....como....como.... —Y ahora, nos quedamos comiendo; murmuró la dama del inglés. —Ah! este si! esclamó al fin Mr. Kid, dándose una soberana palmada en la frente: Mi quere osté como casamenta! Oh! yes! Como casamenta! Como casamenta! —Ese ya es otro cantar; le contestó la muchacha muy risueña y, en seguida, le rogó que la llevase á su asiento; probablemente con el muy laudable fin de tratar aquel rarísimo asunto con mas calma y detencion. ------------------- * Oh! sí: eso nó es suficiente. ------------------- De que regresaba al salon del trono la muy contenta pareja, de Mr. Kid y la coloradita, echaron de ver á Eduardo que vagaba pensativo, buscando con anhelo la mirada de Isabel. Pero, ni aún eso podía alcanzar, por mas empeño y cuidado que ponía. Nó hallaba modo de conseguir su deseo. Y sin embargo, veía que le era de absoluta necesidad hablar con Isabel, ó siquiera llegarse á ella antes de partir. Que hacer para lograr lo que tanto anhelaba? La necesidad le ayudó á discurrir. Para salir de apuros, buscó á un amigo, de tantos, y le rogó que sacase á bailar á Isabel, advirtiéndole que era muy chocante el nó verla bailar, ni pasear, ya mucho tiempo, siendo ella la niña de la casa; y para que á él nó lo comprometiera, agregó por vía de escusa anticipada, que él se privaba de tener ese gusto por hallarse ya sumamente cansado. Y la ocurrencia nó le salió mal á Eduardo, pues el designado para servir á sus planes, felizmente nó se negó; y cuando este se presentó á solicitar el permiso para bailar con Isabel, tuvo la suerte de ser muy bien aceptado por sus terribles cancerveros, quienes, sin tomarle el gusto, se tragaron esa gran rueda de molino. Acto continuo, nuestra pareja heterojénea tomó la parte que le correspondía en un magnífico vals y se lanzó entusiasta, en medio del torbellino de las otras parejas, abriéndose campo por donde mejor le convino; y despues de infinitas vueltas y revueltas, y carreras de avance y retroceso, y cruzar ese salon en distintas direcciones, haciendo remolinos á derecha é izquierda y zig-zags, por mayor y menor, al fin se cansaron; y el sitio que elijieron, para cobrar nuevos alientos y tomar el fresco, fue junto á una puerta que comunicaba al corredor del jardin. Eduardo, á quien el corazon no le permitía despegar sus ojos de aquella pareja que tanto le interesaba, tan luego que vió donde se detuvieron, se llegó á charlar con ellos; y al momento y con gran disimulo, se supo dar modos de deslizar un papelito en la mano de Isabel, sin que el tercero se percibiese de aquel acto de prestidijitacion, absolutamente. Y el milagro quedó hecho; pero como es uso y costumbre.... solo para los que estaban en gracia. Despues de aquel escamoteo, so pretesto de componer el collar, el papelito quedó bien guardado en el seno; y cuando por el convencimiento del tacto se supo que todo estaba en orden, la misma Isabel, fue quien entonces invitó á su compañero á continuar el vals; volviendo otra vez y con mejores bríos á mezclarse en ese rápido torneo de vueltas y de revueltas, que todos daban á porfía, entreteniendo ellas con su hijiénica diversion la vista perspicaz de los mirones. Y que cosas nó descubren los mirones! De los de aquella noche, el uno alababa un esbelto talle; el otro, se entusiasmaba con un zapatito elegante, que apenas pisaba el suelo; y alguno se quedaba boqui-abierto ante una pantorrilla tan bien torneada, cual de una Venus de Fidias. Por desgracia, todo aquello pasaba por sus ojos como relámpagos en noche oscura, ó acaso con la rapidez de las ilusiones; que tan pronto que nos figuramos que ya las vamos á tocar, es precisamente en el instante en que ruedan para siempre, á ese abismo.... donde van las ilusiones perdidas. Así, dando sus buenos ratos á nó pocos artistas de soirée, aficionados á la escultura viva, pasó repetidas veces Isabel, antes de regresar al sitio donde había dejado á Eduardo; y al momento, que otra vez se halló á su lado, volvieron á reanudar la insulsa charla de dos amantes en presencia de un tercero, jeneralmente considerado en discordia, por eximio violinista que sea. Despues de algunos minutos de aquel nada interesante ruido de palabras, Eduardo dirijiéndose á Isabel le dijo: —Siento que los arreglos de mi viaje nó me permitan gozar por mas tiempo de tan deliciosa compañía, pues tengo que partir mañana por el primer tren; así le suplico me haga el favor de inpartirme sus órdenes para el puerto, con la seguridad de que me será muy grato el cumplirlas. —Pero á que se va tan temprano? preguntó el tercero. —Es de necesidad; y si en algo puedo serle útil allá, cuente Ud. con mi amistad. —Pues ya que Ud. es tan amable, lo molestaré con el encargo.....de que vuelva Ud. pronto. —Y yo lo mismo, deseándole todavía un feliz viaje; añadió precipitadamente Isabel. —Haré lo posible por cumplir con los encargos de ambos. Buenas noches, señorita Isabel; prosiguió entonces Eduardo, con un significativo apretón de mano; y volviéndose luego al tercero, agregó al darle la mano: felices noches, amigo mío. —Felicidades de todo jénero! esclamó el sujeto, cuando Eduardo se retiraba á tomar su abrigo y su sombrero. Desde ese momento, como era muy natural, Isabel se sintió incapaz de estar en pié por mas tiempo, por el cansancio que precisamente le vino, y solo debido á esa circunstancia, fue que le rogó á su amable acompañante que la llevara á su asiento, al lado de su tía; á lo que el galantísimo tercero accedió con mil amores, desempeñando así, hasta el fin, su delicada misión diplomática, á gusto de todas las potencias interesadas en el asunto; cuestion que suele ser harto difícil de solucionar en las cancillerías terrestres, sin desplegar á tiempo, el tino y la habilidad que ha sabido manifestar nuestro tercero, tan talentosa y sigilosamente. Y para consuelo internacional, es muy probable que anden de dos piés por el mundo ministros de esa calaña, con las mismas dotes diplomáticas de ese encargado ad honorem. Ahora, con el permiso de quien lea, pasaremos á otra cosa, molestándonos en suponer que, alguna vez, haya oído decir que: Al que baila y al que canta, Si se le abre el apetito, Se le cierra la garganta. Así lo aseguran muchos buenos sujetos antiguos y modernos; y siendo probable, que ese dicho contenga alguna dosis de verdad, nó será de mas referir lo que hizo la condesa de Toroguapo, para salvar á sus huéspedes de tales cerrazones y abrimientos; y que fue lo que mandó preparar aquella noche, para que los atendieran segun el diagnóstico pronunciado. Desde muy temprano ordenó que les administraran á pasto, ponches, helados, pastelillos y confites, tan solo como incitantes; y á las tres de la mañana se sirvió un espléndido ambigú. Que soberbio espectáculo! Su vista fue tan halagadora para los convidados, como lo es siempre el enemigo débil, para un fuerte y aguerrido ejército. Todo el mundo se aprestó con gran decision al combate. Todos vieron allí el campo de su gloria. Que Termópilas, Waterloo, ni Zaragoza. Lo que allí sucedió á la luz del gas, nó ha tenido nunca lugar á la luz del sol; ni ha habido, ni habrá, batalla mas encarnizada en todo el sistema planetario. Que cargas aquellas de cuchillo y tenedor! Nó había un solo mortal que nó se entusiasmara, con el incesante y glorioso ruido de tan prestijiosas armas. Nadie dejaba de ser en su puesto un leon ó una leona. Y por lo que hace á los episodios notables de ese suculento campo de batalla.... nó se les conoce rival. Parecía cosa de encanto ó brujería, la rapidez con que se le cargaba, se le vencía y se le hacía desaparecer al enemigo. Entre esos rimbombantes hechos de armas, mereció muchos aplausos el arrojo y prontitud con que fue batido un estupendo jamón, formado en cuadro, y que ostentaba muy ufano sus respectivas banderas: con un pinchazo y unos cuantos cortes que le dieron cuatro prójimas suyas, lo destrozaron y dispersaron á su antojo, sin pensar para el tal degüello en la gran táctica prusiana. Al ya referido cuadro, lo sostenía el magnífico refuerzo de una brigada regular de chorizos de Estremadura, y probablemente estuvo mal colocada esa artillería, cuando sin dar un solo tiro la obligaron á rendirse á discrecion, tres cuerpos muy arrogantes de doncellas vivarrachas; y mayor gracia tuvo la casual victoria, atendido á que sin orden superior, acometieron esa empresa las incautas heroínas. Por el ala derecha hubo pollo tan terrible que, sin esforzarse mucho, lo hizo correr á un gran pavo perfectamente municionado, hasta no se sabe donde; y esto todavía fue, segun testigos fidedignos, despues de haberlo hecho pasar las mas misteriosas cuitas en el fragor del combate. Por el ala izquierda, los gallos viejos acometieron de frente, á un batallon de gallinas tiernas; y esos buenos veteranos practicaron aquel acto de bravura con tan vertijiniosa rapidez, que, á pesar de sus muchos años de servicios gastronómicos, destrozaron al enemigo con tal tino y pericia militar, que, debido á su furor bélico, nó quedó ni el esqueleto. El centro, donde perfectamente formado en masa se hallaba el gran ejército de pasteles, nó pudo soportar quince minutos la furibunda embestida de una carga de cuchara; como que al verlo, tan pronto, disperso por varios platos y consumido en su mayor parte, hasta las fuentes que le servían de reductos volaron despavoridas, proclamando en ese instante tan desastroza derrota, ante el voraz apetito de un rejimiento aguerrido de doncellones atroces. Aquello fue verdaderamente, de verse, de admirarse y de nó creerse! Y nó menos notable que el fatal percance de los pasteles, fue la célebre pachocha de dos viuditos retacos como abreviaturas de hombre, quienes por entretener el diente, jalaban tan grandes tronchas y se las papaban con tal descoco y tan sin esfuerzo alguno, que al verlos diz que dijeron, que parecían...ministros. Y en resumen, aunque nó es posible especificar, ni tampoco detallar, todas aquellas hazañas que allí alcanzaron fama y renombre, no cabe la menor duda de que todas y todos se batieron, á cual mejor, en esa espléndida jornada nocturna; y en tal virtud solo se puede decir que, desde la doncella tímida hasta el solteron adusto, todos debieron haber sacado en justicia su medalla respectiva; si para premiar tales hechos hubiese alguien que las destinase, como las dedican hoy, en este mundo caprichoso, para tanta candidez. Aunque, segun el paso con que marchamos, parece que ya es llegado, ó debe estar por llegar, el tiempo feliz en que se otorguen esa clase de condecoraciones, á los jenios gastronómicos. Desde que el estómago ha tomado una parte tan principal en la celebracion de las fiestas, nada puede haber mas justamente justo, para justos y pecadores. Si se premia una cabeza intelijente, un corazon atrevido; porque no se ha de premiar también, un estómago voraz? Ya lo veremos, si así se hace en el siglo veinte.. Ahora; si pasamos á la parte líquida de tan reñido combate, nadie pudo disputarles el arrojo para desaparecer al enemigo embotellado á los solterones, los viudos y ciertos pollos ilustrados; esos privilejiados recipientes, tranquilos como las arenas del desierto y con el entusiasmo absorvente de finísimas esponjas, nó cesaron un instante de cumplir con su beber, chupándose sendos litros de Jerez, Rhin y Borgoña; y viendo que aquel copioso riego nó les humedecía lo bastante, cual postre del líquido festin, todavía hicieron retumbar el espacio con sendas docenas de tapones de la viuda de Clicquot, para dar mayor alegría y chispeante rocío de gloria á la magna y suntuosa reunion; y siendo ellos los repartidores....considera alma cristiana. Sin embargo; aún fue de notarse la notable notabilidad de un anotado y esponjoso Goliath, que muy mucho sobresalía, entre esas variadísimas esponjas humanas: si señor. Entre todos los mas distinguidos campeones, que se portaron á las mil y una maravillas, todavía, aquel mereció ser aclamado, por unanimidad, acreedor al título de sobresaliente en grado heroiquísimo y eminentísimo, á toda prueba de inundaciones báquicas; y tan espontánea y honorífica manifestacion, nó fue mas que un acto de muy estricta justicia á los derechos adquiridos, por su extraordinaria capacidad .... de abdomen, cuanto por su incesante y desmedido arrojo.... hacia adentro. Nunca Astrea miró con mayor atencion los platillos da su balanza, para pesar los preciosos quilates de mérito, ni sus importantes ministros obraron con mejor tino y lucidez. Pero nó obstante los muchos episodios de nota del banquete, fue de chocar, que su piramidal iluminacion de copas y botellas, nó le diera al concurso algunas luces y que solo hubiese completa oscuridad, en cuanto á la elocuencia de los brindis; y en verdad, que estos casi brillaron por su ausencia, pues apenas se tartamudeó uno que otro en estilo gótico truncado, en homenaje á la de Toroguapo y á la diva de la fiesta; y al concluir el coro de aplausos que mereció el último de aquellos brindis, se tocó retirada para cantar victoria, á fin de que los combatientes descansaran sobre sus respectivos laureles, después de haberse batido bien y soportado, heróicamente, las fatigas y penurias de tan conspicua jornada. Inmediatamente pasaron al salon del trono de la señora Amalia; y siendo natural, que por razones estomacales, llegase allí ese público con el corazon contento y que ambicionara alegrarse ahinda mais, fuera de lo que Baco hiciera, nada tuvo de estrañar que con todo su soberano entusiasmo y nó mala voz de barítono, pidiera que cantase la signora Epistolini. —Que cante Evanjelina! gritaban unos. —Que cante Epistolina!!! respondían otros. Y tan atronadora solicitud tuvo que hacerse oír perfectamente, á pesar del notable cambio eclesiástico del nombre de la cantatriz, pues siendo Evanjelina la volvieron Epistolina. Por felicidad, la solicitada nó se resintió de que la epistoleasen de aquella manera, y despues de preparar la voz con la correspondiente policía de larinje, la soltó con gracia y maestría en algunas cancioncillas andaluzas, de mucho salero y nó poca travesura, que fueron del agrado jeneral; y cuando llegó al final de su lírica tarea, fue saludada con una estrepitosa y prolongada salva de aplausos, donde sucumbieron muchos guantes; mereciendo todavía un diluvio de invitaciones de champan de parte del sexo feo, á cuyas copas ella les concedió el honor de que rosaran sus labios, pero....sin que les quitasen el colorete. Concluida la ovación á la diva, de tan buen pico, todo el mundo tomó parte en una galopa atronadora, furibunda y desesperada por todos los salones del palacio, cual tierna y sentimental manifestación de su postrera despedida á esas rejiones del placer; y cuando oyeron sonar la última nota y se dió el ultimo brinco, todos los convidados desfilaron, muy atentos por delante del trono de la Condesa de Toroguapo á hacerle la venia de ordenanza y la mueca de acción de gracias, en compensacion de la soberbia noche que les había hecho gozar; aunque, eso sí, sintiendo muchas y muchos que la señora condesa no hubiese tenido la precaucion, de postergar por unas cuantas horas más la salida del vulgarísimo Febo. Que fastidio suele causar á veces el tal sujeto relumbron. Es un viejo incorrejible para madrugar. El sol, es igualito á ciertos advenedizos que, por mas dinero que tengan, nunca aprenden á levantarse aristocráticamente: aún nó acaba de amanecer, cuando ¡tas! ya está en la calle ó en el campo, aunque nada tenga que hacer, ni que ver allí. Por eso sucedió que, cuando menos lo pensaron, se les hizo presente el dia en paños menores y la señora Amalia no se escapó de saludarlo, ni tampoco de corresponderle su venia á uno solo de sus muchos convidados. Ojalá, nunca hubiera tenido la complacencia de tanto saludo! Por esas jimnásticas atenciones se le laxaron completamente los nervios del cuello á la gran señora, y para que sostuviera la cabeza erguida, su camarera le tuvo que amarrar mas tarde una áspera chancleta vieja, á guisa de corbatin de recluta. He aquí el triste resultado de ser tan complaciente! A causa de tanto estar en ese ejercicio etiquetero, de saluda que saludaras, la bellísima garganta de la señora Condesa se había convertido en una especie de horrible tripa, semejante á un pescuezo de pavo muerto; pero sin plumas; y se hace esta observacion, porque nada dicen los cronistas de que la señora Amalia hubiese tenido plumas, salvo las que solía usar en su aristocrático—científico—histórico—artístico peinado de illo tempore. Mas ya que, por ahora, se hace indispensablemente justo que tambien la dejemos dormir sobre sus laureles, como á todos sus muy reconocidos convidados, sin ocuparnos mas de ella, solo nos concretaremos á desearle que su corbatin de chancleta la restablezca cuanto antes y con mayor eficacia, que las fricciones, parches y unturas de los mejores Galenos habidos y por haber....para diversion infalible y perpetua de la doliente, paciente y penitente humanidad. VII. DESPUES DEL BAILE. El baile había pasado yá; y Aurora recien sacudía la diáfana y celeste falda para derramar el dia por todo un hemisferio, cuando Isabel sacaba cuidadosamente dos papelitos muy ajados, del blanco y turjente seno; y despues de haberles hecho la gracia de alojarlos por algunas horas en aquella rejion divina, todavía los agasajó con un beso á cada uno á su vez, antes de ver lo que contenían. En seguida desdobló el mas pequeño y leyó: —“Encanto mío: quiera Dios protejerte! Si acaso te hostilizan, escríbele al momento á tu.... Eduardo.” Iba ya la joven á guardar su carta, cuando notó que al pié decía: Calle del Amor, número sin cuenta, y piso ninguno. La ocurrencia la hizo sonreir, y despues de pensar un momento en aquello, comprendió la broma que Eduardo les aplicaba á los enamorados; pues segun esa direccion, se daba á entender que siempre residen en la calle del Amor, que su número es sin cuenta y, como jeneralmente viven de ilusiones, nó necesitan de piso alguno donde alojarse: con un poco de aire, de luz y de cielo y allí la vision de su amada, aunque sea envuelta en la nube de un cigarro, tienen lo necesario para completar su felicidad. Algo parecido pensó Isabel y, tan luego que creyó haber descifrado el enigma de su prometido, apresurada desdobló el plieguito que contenía los versos, mirándolos muy á la lijera de principio á fin; y volviendo á doblar ese papel, se dijo: —Ahora nó,.... mas calma necesita todo mi ser para gozar de ti, néctar delicioso.... Despues de que haya descansado y concluido de elevar mi plegaria matinal hasta Dios, para agradecerle por su infinita bondad, yo te leeré.... sí; yo te leeré muy despacito, casi palabra por palabra, con todo el egoísmo y la ambicion de mi alma; sí, yo te leeré con todos mis sentidos y te aprenderé de memoria, para que seas mi oracion de consuelo cuando sufra....sí; tu seras para mí un portentoso, un celestial amuleto, por cuya virtud podré sentir á mi lado el espíritu de mi Eduardo, y hasta las palpitaciones de su noble corazon, para que le hagan eco al mío. En seguida de aquel apasionado monólogo guardó ambos papeles en el cajoncito de su velador, se desnudó y acostó, rebosando su alma de placer; y sin acordarse absolutamente de los malos ratos que su tía le daba, ni menos, de sospechar siquiera las arteras redes que le tendían, para consumar su sacrificio. Como buena católica se persignó, dirijió una corta oracion á la Vírjen, y antes de poner la cabeza en la almohada, esclamó: —Eduardo! Eduardo! que Dios te bendiga! y dichas aquellas palabras, nó tardó en venir su ánjel custodio á juntarle los párpados, y guardar bajo sus purísimas alas ese sueño virjinal. .................................. Pasadas algunas horas de dulce y grato reposo, Isabel se levantó reanimada, y contenta á dar gracias al Creador; en seguida, muy á la lijera colocó su vestido, adornos y joyas en los sitios de costumbre, y sin querer perder tiempo en fijarse si estaban bien ó mal, con la avidez que el avaro enpuña su tesoro, así tomó ella el papel que había guardado y, despues de llevarlo cien veces á sus labios, lo leyó, lo releyó y lo volvió á leer cada vez con mayor gusto, casi hasta saber el contenido de memoria. Satisfecha por fin de aquella sabrosa lectura, que le hacía hallar dulcísimo placer en la vida de ese instante, cual si fuese una ráfaga de felicidad, nó pudo menos que dedicarle á Eduardo, un recuerdo de gratitud, pensando al mismo tiempo, si entonces la correspondería de la misma manera. Nó satisfecha con lo que por él en ese momento hiciera, todavía se arrodilló ante una efijie de la Vírjen, para suplicarle que le conservara á su prometido, volviéndole, cuanto antes, á ese su único apoyo en la tierra; y que, cual madre bondadosa por exelencia, quisiera interceder en favor de ellos y hacer que volase el tiempo y el penoso estado que los separaba, para que con su santa bendicion se pudieran contar en el número de los felices. Despues de aquella plegaria, pasó á descansar en su divan; y libertando á el alma de todo pensamiento que de pesar le fuera, la permitió divagar por un mundo de ilusiones y engolfarse mas y mas en el mar encantado de la dicha; y así, cual si soñase despierta, se dejaba llevar por su imajinacion enamorada, sin acordarse de que existía en la tierra, cuando en eso sintió la voz de la guasita Celia que le decía: —Que no quere mi señorita tomar argo? —Ya se levantó mi tía? preguntó sorprendida Isabel, sin hacer caso de lo que le decía la criada. —Nó señorita; pero dende que ya tanto día siá pasao, ya hace mucho que la señora armorzó en su cama; y por lo mesmo es quí venío á preguntar, si se lantojaba arguna cosita á mi señorita. —Si has de ser tan cuidadosa, y tan buenos deseos tienes de que yo tome algo, dame una taza de té. —Se la traeré con un huevecito y unas tostás? preguntó muy alegre la guasita. —Haz lo que quieras, Celia, repuso Isabel con indolencia; y la solícita criada salió á cumplir su cometido, regresando al momento con todo lo que ofreció, perfectamente acomodado en cada una de sus manos. Mientras la señorita tomaba su lijero desayuno, la criada le informó de que la señora condesa seguía mal de su interesante garganta; que se la tenían muy embadurnada, muy estirada y muy arropada; que casi nó podía hablar, ni menearse y que por eso no se levantaba. —Sabes si mi tía estará visible? preguntó Isabel á la noticiosa sirvienta. —Yo no sé ná, señorita; pero su camarera miá icío que la mesma señora condesa, así entre poer y nó poer, lá dao órden pa que no la eje ver con naiden. —Pues si es así y no podernos tener el gusto de verla, repuso Isabel, manda poner el coche ahora mismo y arréglate decentemente, para que me acompañes á dar una vuelta; porque hoy, mas que nunca, siento que tengo suma necesidad, grande anhelo, de respirar el aire purísimo y restaurador del campo. Y Celia nó esperó mas: brincando de gusto, salió la moza á darle la orden al cochero, y con la esperanza de poder lucirse algo en el trayecto de la poblacion, acto continuo se metió á su cuarto á hacerse el moño democrático y cambiarle el primer forro exterior á su persona; que lo que nó debía de estar visible, se quedó como se estaba. El coche nó tardó gran cosa en salir de la cochera, y tan pronto que estuvo listo en la puerta principal, Isabel y su criada ocuparon los asientos que les correspondían. Al conductor se le dió, entonces, el itinerario; y puestas las paseantes en marcha, á poco rato de gozar del Paseo de las Delicias, los caballos, con su trote de costumbre, las sacaron fuera de la ciudad, que en 1541 fundara Pedro de Valdivia con ciento y tantos españoles. La tarde se hallaba todavía iluminada por un espléndido sol, cuyas cambiantes luces fuesen acaso á propósito para seducir á artistas, por lo mucho que ellos habrían tenido que admirar en el finísimo colorido de aquel interesante panorama. En pos de las riberas del poco acaudalado Mapocho, se veía estenderse una vasta campiña cuidadosamente cultivada, que, allá por el Oriente, parecía unirse con la fragosa cordillera de los Andes, como para servirles de diminuto alfombrado á esos colosos que asientan su granítica planta, del uno al otro confín de la América Meridional. Esos campos escalonados á diferentes niveles, y ocupados en su mayor parte por cereales, presentaban gran diversidad de matices segun su madurez; y hacían variantes tan preciosas al avanzar de la vista, que cada momento agradaba mas y mas su entretenido y cambiante aspecto. Cuando el viento rozaba las espigas, haciendo surjir de aquellos mares un oleaje deslumbrador, el sol de la tarde doraba sus espumas con su esplendente luz; y poco á poco, esas olas, con suave ondulación, allá en lontananza se perdían, al pié de las verdes colinas cuyos perfiles se destacan del horizonte azul. Isabel, llena de placer y de alegría, se gozaba en ese pobre y raquítico boceto de la bendición de Dios, mientras su filosófica sirvienta daba sendas cabezadas, aburrida de tanto mirar, lo que desde su tierna infancia se había cansado de ver. Mas bien, una que otra casa-quinta que al andar del coche pasaba por sus ojos, merecía á veces su atencion; quizás mas por los apetitosos frutos que sus arboles ostentaban, que por la elegante arquitectura que vestía al edificio. Pero al fin salió de su indolente marasmo, cuando al caer el sol de aquella tarde los pajarillos se despedían unos de otros con sus mejores cantos, y solícitos cruzaban el espacio, en distintas direcciones, en busca del nido anhelado donde esperaban reposar tranquilos, de las fatigas del dia. Y al mismo tiempo que los aires se despoblaban, en la tierra grupos de labradores volvían cansados á sus hogares, trayendo á cuestas y cabizbajos la pesada cruz de algún instrumento de labranza; mientras que otros compañeros suyos, sin duda mas joviales, preferían hacer su camino llevando á sus mozas de la mano y cantando con ellas alegres y divertidas coplas, al rasgueado son de una guitarra. Si los unos, quizás, meditaban á cerca de su cruda suerte, los otros ni se acordaban de tal cosa, dejando á la loca Fortuna alardear con sus caprichos, sin fijarse en sus desdenes. Tambien, de cuando en cuando y al pasar del coche, solía oirse el político relincho de algún buen potro cautivo, que desde la estaca saludaba á sus prójimos paseantes; y aunque tarde ya para las labores del campo, la cruel codicia de rico labrador, aún dejaba ver á sus desgraciados y pacientes bueyes uncidos al arado, y humildes y esforzados abriendo anchas grietas en el terreno endurecido, al borde del camino. Todo esto iba comtemplando Isabel á la lijera y ya sin poder fijarse en nada, por tener que soportar con paciencia las muchas observaciones que á Celia se le ocurrían, respecto á las faenas del campo y de la manera de tratar á los animales; ó de como se le educaba á cada uno en su oficio, segun á ella se le antojó decir. —Y á ti, Celia, donde te educaron? le interrumpió entonces Isabel. —En la casa de mi paire, señorita, pa servirla. —Pero si tu paire nó sabía que me habías de servir, como fue que te dió tan buena educación? —Quizá luaívinaría pú, dende que jué de lo má güenazo. —Entonces debió de ser brujo. —Eso nó lo sabré icir, señorita, porque nunca luí reído volar....Pero miriuté, miriuté por via suya, señorita, ese gayo tan bien educao; como si juera jiente larrincona á su gayina pa que nó se la vaya á machucar er coche; y como se quéa en su delante deya, lo mesmo cun sordaó pa servirle de respeto. —Pues por ese modo de portarse, nó solamente debes tener á ese gallo por bien educado, sino tambien por muy galante. —Deverita, deverita, señorita! Que gayo tan cabayero! esclamó Celia al momento. —Y todavía algo mas que caballero; prosiguió Isabel; porque ha llevado su galantería, hasta el heroísmo de arriesgar su vida por ella. —La pura! Que si la rueda me lo merece por la ejparda, me lo había dejao chuna tortiya pa que se lo coman lo perro; observó con entusiasmo la sirvienta; y lijándose luego en un asno, que por su facha debió de ser pariente del famoso Rocinante, continuó: Y á que nuá veído, señorita ese rucio tan flaco comun coligüe y tan enternecío, que me paise como si tuviera cavilando en lo trabajo que liará pasar la guajea, ó quer probe habría pasao dende que lo parió su maire....Probecito! ay! que pena que miá dao! —Pues si tanto lo sientes, bájate á consolarlo; observó Isabel. —Eso nó pué ser; mi señorita; ayá que lo consuele su dueño, poniéndole un emplato de pasto güeno por aentrito é la guata. —Eres una maravilla de talento! —Pa servirla, señorita. En seguida la rústica Celia siguió haciendo muchas otras observaciones, á cual mas disparatadas, las que Isabel tenía que soportar con paciencia, riéndose de unas y fastidiándose con otras; pero es probable, que al fin se le acabara la tolerancia para con su sirvienta, pues al concluir la vuelta y bajar del coche, dió gracias á Dios de haberse librado de tan discreta, compañía y hallarse otra vez en su casa. El primer cuidado de Isabel, antes de dirijirse á sus habitaciones, fue mandar preguntar por la salud de la señora; y le volvieron á decir, que continuaba mucho mas invisible que á medio dia, pues se hallaba nada menos que durmiendo. Hazte cargo lector, que jestos haría Morfeo al tener entre sus blandos y rotundos brazos á la rocinántica Amalia!.... de seguro que nó serían de saboreo; mas ya que en este momento, él y ella nó nos importan un ardite, dejemoslos que se diviertan y prosigamos nuestro relato. Al oír Isabel la infausta noticia, del estado narcótico de invisibilidad en que se hallaba su tía, le mandó á Celia que le sirviera la comida en su saloncito y esta se largó, en el acto, á cumplir con las órdenes que le impartieran. De que la sirviente zarpó á todo trapo con rumbo á la cocina, su señorita se dirijió con pasos lentos hacia su cuarto; y calculando que nó fuera muy lijero el regreso de Celia, resolvió esperarla con toda comodidad, reclinada sobre la almohada de un divan. Así tan ociosa se la pasó un momento, pero muy pronto, se vió obligada á ocuparse de algo. La imajinacion, que jamás descansa en su labor, nó tardó en traerle á la memoria, poco á poco, los paisajes que esa tarde había recorrido su vista, desplegándoselos uno á uno, con habilidad tan seductora, que cada momento la iba entreteniendo mas y mas en esa recreación mental; y así tan embelesada estaba con las obras de su fantasía, cuando de repente en medio del cuadro que había merecido su predileccion, se le presentó la imajen de Eduardo, para hacerlo aún mas encantador y como tal....gradualmente fue perdiendo sus lineas y colores, absorbido por la májica visión que, para Isabel, reconcentrara todas las bellezas del mundo. Desde ese momento, ya no hubieron mas celajes ni arboledas pintorescas, ni arbustos caprichosos ni flores delicadas que llamaran su atención; todo se desvaneció, se evaporó, se volatilizó, se volvió nada; todo el conjunto del panorama de la tarde quedó reducido al semblante de Eduardo, iluminado por una brillante aureola, debida al amor sin límites de su prometida. Isabel, entonces, con la mano en la mejilla y la mirada hacia el cielo, quedó absorta en arrobadora contemplacion, sin despegar la vista de ese único punto donde se imajinaba ver cuanto en la vida anhelaba; y magnetizado así su espiritu por ese recreo tan seductor; lo dejó volar tanto y tanto en lo ideal, que algun momento creyó realidad lo que tan solo era ficcion. Cuan dichosa se sintió al verse tan cerca de él! Todo cuanto apetecía en la tierra estaba allí, casi al alcance de su mano. Con un esfuerzo pequeño debería de palpar su felicidad. En ese momento de completa absorcion, sin separar la vista de aquel punto que tanto la atraía, Isabel esclamó: —Que hermoso eres!....Cuanto me seduces, Eduardo mío!....A veces siento tentaciones de convertirme en idólatra, pues mi amor me hace ver en ti algo de sobrehumano, que yo nó atino á espresar....Cuando así me recreo en tu semblante, todo en la tierra está para mí de mas....Cuando así me deleito en mirarte, todo mi ser se reconcentra insensiblemente en uno solo de los amantes rayos de tu deliciosa mirada; porque en tus pupilas yo hallo esos mundos de felicidad y de ventura, incesante y divina, que constituyen el bello ideal, de la humanidad civilizada en el Cristianismo.... Mucho, mucho es lo que goza el alma al contemplarte!....En este momento cruza mi memoria una de tus ideas.... Al darme tú el nombre de bella ilusión en tus apasionados y queridos versos, nó has hecho mas que repetir lo que sabía que tú eras para mi desde que mis ojos te vieron. Parece que el ánjel de amor que nos proteje, se hubiera anticipado á comunicarte la espresion que nunca acerté á decir, á pesar de que tanto tiempo hacía que en mis ensueños contemplaba tu imajen querida, sin que mi torpe lengua atinase á espresar lo que el alma le comunicaba, con tanta claridad y con tanta frecuencia.....Sí, tu eres mi bella ilusion y aun algo mas si concebirse puede; porque lo que yo gozo al contemplarte, ni se ha dicho ni se ha escrito todavía en lengua alguna....ni tampoco yo lo puedo definir.... tú eres un dulcísimo encanto!....Así como el hábil escultor de trozos informes de la mas tosca piedra, arranca bellísimos cuerpos donde la mente y los sentidos se recrean, así creo yo que Dios te arrancó á ti de la nada; para que constituyeras el deleite de mi espíritu: mi felicidad completa!....Así es; así lo veo; así lo siento!....Fuera de ti, que es aquello que en la tierra yo pueda apetecer!.... —La comida señorita! gritó en ese momento la criada, trayendo una gran bandeja cubierta de varios platos. Que grosería de desentono! De seguro que aquello le sonó á Isabel como un tremendo cañonazo, en medio de la parte mas suave y melodiosa del ária final de Lucía. Solo á Celia se le podía ocurrir tal cosa. Pero nó hay duda que la sorpresa fue eficacísima; porque al instante, y con la velocidad del rayo, decendió la señorita de las etéreas rejiones donde se le había volado la cabeza, y regresó en cuerpo y alma al mundo de la realidad y del materialismo, en el que tres y dos son cinco y donde el éter se vende en las boticas. El escenario varió pues, completamente en todo sentido: al oír el grito de Celia se espantaron las hadas y todos los espíritus amorosos, con toda su poesía, y se tendió la mesa, con toda su prosa. Al principio se manifestó algo displicente nuestra heroína; pero como l´appélit vient en mangeant, segun los compatriotas de ese Napoleon III á quien los alemanes convirtieron en Napoleon Cero, muy luego se rehizo y, con muy finos modales, deshizo una buena dosis de las sabrosas proviciones, de la sorpresa de Celia. Y mas tarde, pasadas las tres horas de dijestion á que están condenados los mortales que han comido, la señorita y la criada acordaron, por unanimidad de votos, tomar la mas confortable de todas las horizontales, en sus respectivos dormitorios. VIII. VISITA INESPERADA. Segun el almanaque, y los relojes verídicos, eran ya tres dias pasados y el tiempo tenía pretenciones de despachar al cuarto, cuando recien principiaba á medio componerse el apergaminado y, por consiguiente, nobilísimo pescuezo de la señora Amalia. Sus penas y trabajos la abandonaban: iba á dejar de padecer. Y tambien, de darle buenos coscorrones á la camarera, por cada vez que la curaba. Por felicidad, mediante ciertas unturas y la sabia prescripcion terapéutica del corbatin de chancleta vieja, ese lindo canuto respiratario solo había quedado un tanto abollado de uno de sus lados; así, poco mas ó menos, como un tubo de lata oxidado que ha sufrido un pisoton prusiano, de los de la guardia del Rey. Pero, sin embargo, aquella lijera inperfeccion nó era de gran importancia, si se examinaba mecánicamente á la señora, pues funcionaba bastante bien para su edad y sus achaques. Sin hacer mayor esfuerzo, ella podía respirar lo mismo que cualquier fuelle de fragua en todo servicio y perfectamente manejado. Todas las pruebas que hacía con la larinje, nó fallaban en su buen resultado. Así se hallaba sola la señora Amalia, ejercitándose en esa jimnástica pulmonar, cuando despues de dadas las ocho de la noche, sintió ruido de faldas en su dormitorio, fuera del alcance de su vista. Al instante paró las orejas, y esperó sentada en su cama á que se despejara aquella incógnita. —Se puede mi señora condesa? preguntó entonces una voz de tiple. —Llégate Casimira, contestó algo ronca la señora. Al momento su muy humilde camarera, andando de puntillas, se acercó al lecho de la noble señora, é introduciendo cautelosamente la punta de la nariz por en medio de las cortinas de seda que cubrían el gran catre, en tono de secretario privado con bronquitis le anunció que su exelentísimo sobrino, el señor mayorazgo, pedía permiso para hacerse presente. —Que pase! Que pase! contestó la señora con cierto acompañamiento de matraca que le produjo la tos. Inmediatamente se abrieron las cortinas, anudándolas á los pilares del catre y preparado así el esenario, nó tardó en presentársele á la señora su gran sobrino, en todo el esplendor de su poco interesante facha. Luego se le acercó á ella y sin pararse en rodeos, ni consideraciones de preguntarle por su salud, aún nó acabó de salir la sirvienta, cuanto muy seriote le dijo: —Ha conseguido Ud. algo mas en la conquista de Isabel? —Que nó ves la postracion en que me hallo! esclamó la tía en tono de reproche. —Bien puede ser cierto, señora; pero tambien creo que su pasajera enfermedad, nó le impedía hacer venir aquí á Isabel para participarle, poco á poco, ó como se le antojase, lo que nosotros ya tenemos resuelto respecto á su matrimonio; y una vez que ella sepa el todo de lo que hemos pactado, como espero que se lo hará Ud. saber muy pronto; tambien es de necesidad que comprenda, para su gobierno, que ya nó tendremos por qué consultar su voluntad para nada; fuera del sí que tendrá que darlo, cuando llegue el caso de que lo solicitemos. —Que poca perspicacia tienes! Si no fueras tan bisoño en esa materia, luego comprenderías que el penoso estado en que me encuentro, nó me permite usar ese lenguaje, ni hacer ahora indicacion alguna en tal sentido; porque, como yo sé que la muchacha nó es de cabritilla y sí, mas bien, muy dispuesta y muy capaz de encabritarse, tengo casi por seguro que viéndome como estoy, pudiera reírse y, acaso, hasta burlarse de mí. Deja que me restablezca, que me enderece y, sobre todo, que recobre mi firmeza para tomar otra vez ese asunto á mi cargo. Espero estar bien, dentro de un dia ó dos; y entonces verás, si con mi sagacidad diplomática y mi enerjía militar, nó logro poner á Isabel, á pesar de su obstinacion y su dureza, mas blandita y mas suave que merengue de monja; y cuando la tenga convertida en una bolsita de almivar, tendré el gusto de obsequieártela, para decirte: he cumplido. —Bueno, bueno tía; repuso Javier chupándose los labios; todo ese proyecto esta muy bien; pero, desgraciadamente, veo que ya llevamos muchos dias de esta maldita habladuría retumbante, insulsa y llena de promesas de boca, sin avanzar ni siquiera una línea en nuestras pretenciones; y mientras tanto, me va Ud. alimentando de esperanzas y de aire, y soplándome como á globo, hasta hacerme volar ó reventar. —Niño, nó hables disparates; observó la señora. —Pero si, hasta la fecha, yo ni siquiera he llegado á vislumbrar algo de positivo, en todo lo que Ud. me dice. —Poco á poco se anda lejos. —Déjese de refranes señora, que ya me va empalagando con... —Pues bien, interrumpió la tía; para que veas lo que yo valgo y te convenzas, una vez por todas, de cuanto soy capaz; á pesar de mis dolencias, que nada te importan, mañana mismo mando dar parte de tu compromiso con Isabel, á todos mis relacionados y amigos; y á fin de que ya no te quepa la menor duda, de que cuanto yo digo lo cumplo, te aseguro que dentro de veinte dias, salga ó nó salga el sol, tu serás el esposo de Isabel. —Eso sí ya es otra cosa muy diferente, á los paños tibios con que me ha estado entreteniendo, sin pensar en curarme; eso ya me va pareciendo un poquito mejor, que todo lo que ha hecho hasta aquí: eso tiene visos de ser algo consolador. Ahora sí que estoy por creer que va Ud. resucitando, pues en ese arranque característico de Ud. que es todo un hombre de jenio con polleras, nó puedo menos de reconocer su enerjía y el cariño que me tiene. —Si dudases de mi decidido afecto para contigo, serías el peor de los ingratos. —La verdad, mi querida tía; hace Ud. bien en reconvenirme así. Ahora, para, que haga Ud. el milagro por completo, como yo no entiendo de cachivaches de mujeres, desearía que, mañana, se molestara en salir á buscar algunos vestidos y joyas de los mejores establecimientos, para obsequiarlos á Isabel á mi nombre y manifestarle, de esa manera, la inquebrantable y absoluta decision que le tengo; y eso no deje Ud. de hacérselo entender bien, bien; porque ha de saber Ud. tía de mi alma, que mientras mas la recuerdo y miro su retrato, y mas distante me veo de alcanzar su cariño, mas y mas es lo que la quiero, lo que la deseo, lo que la apetezco, ó no sé que diablos es. —De seguro que nó son diablos azules: esos son diablos de otro color, añadió la señora. Nó te debes de preocupar por tales sensaciones, causadas jeneralmente por los delirios antojadizos, tan usuales y frecuentes en los enamorados.....Ay! lo mismito fue mi Toroguapo! esclamó entonces la señora Amalia: que pasion aquella que tenía por mí!....Eso nó se ha visto ni verá jamás, en toda la historia de los enamorados, aunque exhibiesen uno por uno á todos los hombres amorosos, desde Adan hasta el fin del mundo.... —Amén! así lo creo, tía; interrumpió Javier: pero ante todo, confío en que mañana sin falta alguna, se dignará Ud. principiar á cumplir su oferta en cuanto á Isabel; ó por lo menos, á ocuparse de conseguir todos mis encargos, de lo mejor que haya en plaza. —Eso, como si lo vieras, niño; mas para que todo te lo pueda proporcionar á tu gusto, y de la mas fina y sobresaliente clase, será preciso que me dejes una ordencita con ese objete. —Caramba! Yo creí que Ud. pudiese.... —Nó; nó hijito: estoy del todo inpotente, en cuanto á dinero. —Con la lonja que me ha sacado Ud. para ese baile que nada de bueno tuvo para mí, la caja se me ha quedado temblando.... Supongo que nó le sería difícil á Ud, darme algo á cuenta de su deuda. —Déjate de hacer suposiciones erróneas. —Y entonces, cómo salgo del apuro? —Tomando un pedazo de papel y poniendo allí la orden que acabo de pedirte. —Nó hay otro medio? —Ninguno mas cómodo. Tu firma es bien conocida y respetada y, con ella á mi disposición, creo que nó me será difícil hacer vaciar en un día, todas las tiendas de modistas y joyeros de Santiago ....Camarera! gritó en seguida la señora; ponle recado de escribir al señor mayorazgo. La sirvienta que se hallaba en la habitación contigua, al momento trajo lo que le pidieron, y todo lo puso cuidadosamente en la mesa del dormitorio de la condesa; entonces se llegó el mayorazgo con pasos lentos y, al parecer, algo contrariado; pero al verse entre el papel y la pluma, nó tuvo mas que echar á rodar su mala letra y escribir lo que se necesitaba. Concluidos los dos ó tres renglones que bastaron para el caso, puso su firma al pié, dobló el papel en cuatro y al entregárselo á la señora, le dijo: —Supongo que con esto se habrán salvado todos los inconvenientes. —Quien lo duda! Con esta clase de miel se cazan muchas hembras: ya verás si lo que te digo, nó tiene trazas de ser un evanjelio....Que transformacion la que vamos á presenciar!... .El espléndido ajuar de novia que voy á conseguir para Isabel, será de tanto lujo y tan á la última moda, como á propósito para marear muchachas: yo creo que quizás, el solito, haga el efecto del cofre de Mefistófeles en Margarita; y quien sabe si la interesante vista del májico ajuar, pueda tener la suerte de conpletarnos, el milagro, dándonos la victoria apetecida. —Ojalá sea Ud. buena profetiza! —Al menos así lo espero segun mis cálculos y mi esperiencia, que no es de ayer. Yo no creo que Isabel pueda ser una ecepcion á toda prueba de la regla corriente y, casi aún menos infalible, que los días con luz; ni por un instante puedo suponer tal desatino, ni tampoco que no seduzca á su aspirante vanidad tanta grandeza y maravilla, como la que le voy á ofrecer. —Así es que nada mas tengo que hacer en este asunto? preguntó el mayorazgo. —Nada mas, mi querido Javier; nada mas que venir dentro de quince dias, para que te informes de los progresos de nuestra conquista; y cinco días despues, para ser tu madrina y acompañarte con todos mis amigos, á la iglesia donde determines casarte con Isabel. —Tía encantadora! Ud. es un portento de sabiduría y de intrepidez! Ya nó me cabe la menor duda, que la victoria tendrá que ser nuestra con tan soberbio capitan.... Le deseo que se mejore del todo y tengo los mas felices sueños....Buenas noches tía. —Buena noche mi querido Javier, repuso la señora; y al momento salió el mayorazgo, pisando despacio, á fin de nó ser sentido por las otras personas de la casa, que nó debían estar en el secreto de su venida. Tan luego que la señora Amalia volvió á quedarse sola, llamó á su confidenta y le ordenó con tono severo, que á nadie participara la visita de Javier so pena de ser despedida en el acto; y que si por casualidad ó intento, algo hubiese oído de lo que entrambos hablaron, le imponía la obligacion de nó decir una sola palabra, ni aún á su confesor, aunque fuera á la hora de la muerte. —Mi señora condesa será servida como lo manda por la mas fiel de sus servidoras, repuso humilde la camarera. —Así lo espero para poder premiar tus servicios algun dia, con la magnanimidad de mis mayores. —Nó se le ofrece mas á mi señora condesa? —Nada mas por ahora; sino que me cierres las cortinas, apagues las luces y te retires á descansar, porque yo también voy á hacer lo mismo. La criada obedeció en todo á la señora, imitándola despues á la perfeccion, hasta en el compás de los ronquidos. IX. CHARLA DE MUJERES. Consecuente con su apellido, y fiel á su palabra como inglés de peso, al dia siguiente de la entrevista con su sobrino, la señora de Toroguapo hizo dar parte á todos sus parientes y amigos, del conpromiso celebrado entre Isabel y Javier; habiendo confiado la reparticion de aquellas tarjetas, unicamente, á su camarera, despues de haberla conprometido á nó participar á nadie de la casa, lo que le confiara en ese tan delicado asunto. La camarera ofreció guardar el secreto como un muerto. Por supuesto, que la reparticion de los partes del falso compromiso proporcionó largo y variado entretenimiento, para que se ejercitaran á su sabor las lenguas santiaguinas. Había bastante paño de que cortar. Muchos caballeros que conocían las dotes de Isabel, lamentaban sentidamente la suerte que se le esperaba con semejante enlace, pues, fuera de cierto círculo de rufianes de alto tono, el señor mayorazgo nó gozaba de la mejor reputacion, especialmente entre hombres. Sin embargo, en el otro sexo nó faltaba quien codiciase muy de veras, esa magnífica alhaja. Era una especie de piedra filosofal para muchas. Mas de una especuladora de elevadas miras mercantiles, al leer aquel maldecido parte, se sintió desfallecer; se sintió hacer trizas, así como el pobre minero bajo el peso de un derrumbe. Quizás alguna otra, de las mismas ideas, vió en esa blanca tarjeta, la fatídica lápida mortuoria que debería de colocar ella misma, sobre su mas seductora esperanza. Y sabe Dios á cuantas mordidas de lengua y tragos amargos daría lugar la tal ocurrencia de la señora Amalia! Eso era muy corriente y también, muy moliente. Nada estraño tenía que ese casamiento ocasionara muchos disgustos y acaso decepciones, para los interesados del uno ó del otro sexo; y aún para los nó interesados ni en ella, ni en él. Esa es la vida. Nó hay quien no dé su parecer en un asunto de esa especie, siempre que conozca á alguno de los novios. Parece que todos estuvieran en la obligación de pronosticar la buena ó mala suerte, que se les espera á los pobres desposados. Que lenguas! Que lenguas! Muchas deben haber, entre ambos hemisferios, que solo sirvan para calillas. En especial, esas lenguas que en todo se entrometen. Para que un matrimonio pueda agradar á todo el mundo, debe ser de todo punto indispensable que.... se haga en otro planeta. Es tan jenial en el hombre la propencion á criticarlo todo, que mientras la humanidad sea del mismo material que hoy es, nó hallará nada en el mundo sin su respectivo lado flaco, por donde se le pueda atacar. Los defectos se buscan con ahínco y, casi siempre, se trata de darles mayor luz á las manchas, para que todos las vean. Y con la belleza natural, ó las bellezas que produce el jenio, jeneralmente suele suceder algo peor: muchos son los que se afanan en aglomerar sombras, que si nó logran oscurecer, siquiera puedan opacar su brillo. Tal es, sin lisonja y con raras ecepciones, la caritativa condicion humana. Por eso tanto ellas como ellos, aunque nó daban su braso á torcer, se retorcían de envidia en su crítica matrimonial. Pero como á la señora Amalia nó se le diera un pepino, de todas las opiniones y pareceres del mundo entero, respecto al casamiento que ella había resuelto hacer, siguió adelante en su proyecto de lucro propio, sin fijarse absolutamente en el sacrificio de Isabel. Siempre tenía que ser preferido el bien de la tía, á costa de lo que fuere: ella nó podía perjudicarse. Por esa razon tan entendible y á fin de ser cumplida en todo, al otro día del convenio con Javier, la señora se levantó á la una, y á las tres de la tarde mandó poner el coche, para salir á hacer las compras que le habían encargado; llevando por única compañía á su fidelísima camarera. Puesta la señora al frente de los lujosos mostradores de joyeros y trapistas, ó comerciantes en trapos, cuidadosamente elijió lo que fue mas de su gusto, y despues de separar aquellos objetos, ordenó que se los remitieran á su casa á la mayor brevedad, por tener urjencia de disponer pronto de ellos; lo que en vista de la orden del mayorazgo, por supuesto que los solícitos y galantes vendedores ofrecieron cumplir exactamente, atendida la gran simpatía que á todos les inspiraba tan interesante compradora. Inmediatamente que quedaron arreglados los precios de aquellas diferentes facturas, que nó bajaban de treintamil pesos, y convenida la hora de remisión de objetos, la señora y su criada regresaron muy tranquilas á su domicilio; y cuando recien se quitaba los guantes la primera, le ordenaba á la segunda, que ella fuese la unica persona que recibiera los artículos que mandasen y que, de igual modo, se encargara de colocarlos en su cuarto de costura, sin que nadie mas de la casa llegase á percibirse de ello. Descansada ya la señora Amalia en un sillon de su saloncito de confianza, y harto complacida de haber hallado todo á su gusto, y merecido por su munificencia tantas esquisitas atenciones y tantas frases lisonjeras, nó pudo menos que pensar que marchaba con viento en popa; y recapacitando, y viendo por ese halagador presente, que todo le había salido á pedir de boca en la primera parte de su proyecto, en el acto resolvió avanzar algo sobre la segunda y, con tal objeto, dió orden para que le llamasen á su sobrina. Isabel obedeció gustosa y muy luego estuvo al lado de su magnífica tía, quien al recibirla en sus brazos, le dijo: —Que tal picarona! Que tal ingrata! Conque era preciso que te mandara llamar, para que me vinieses á ver? —Eso bien sabe Ud. tía, que nó puede ser así; pues que sino la he visto antes, ha sido porque Ud. no me ha dejado hacerlo; como que recordará, que las órdenes que ha tenido su camarera fueron completamente terminantes, para que nó la viese nadie.... nó ha sido así? —Tienes mucha razon, mi queridita, repuso la tía con tono cariñoso. De veras, que por haber estado tan lánguida, tan desfallecida, tan displicente en todos estos días, no he tenido ni ánimo ni alientos para ver á nadie; así nó me tomes á mal lo que te he dicho, pues no ha pasado de una lijera broma de familia. Nadie mejor que yo conoce tus buenos sentimientos y el afecto que me profesas: el dudar de ti á ese respecto sería una injusticia, sería ofenderte. —Y Ud. mamacita, interrumpió Isabel con el mayor candor y sencillez; ya debe estar bien del todo, cuando tan pronto de recien levantada se le antojó salir de paseo? —Que quieres hijita mia! Las personas que cuidamos del bien de otros tenemos precision de hacer tantas cosas, que muchas veces nó nos pertenecemos; y cuando menos se piensa, hay casos tan apremiantes y tan incapaces de admitir demora, que, aún á riesgo de la salud, una se ve precisada á dejar sus comodidades con tal de atenderlos á tiempo. —Entonces debe de ser algo muy interesante, lo que ha motivado su salida tan precipitada; porque de otra manera, nó creo que Ud. tuviese la temeridad de arriesgar así su carísima salud, que es de tanto valor para mí. —Felizmente me siento bien, hijita; y hasta contenta, por haberme ocupado de una de las personas que mas quiero. —Si es así; me alegro mucho de que todo le haya salido á medida, de su deseo. —Pero es que todavía me falta la parte principal, añadió la señora con cierta sonrisa. —Y cual será esa? preguntó sencillamente Isabel. —Saber si lo que yo he hecho hoy, podrá ser del gusto de la personita para quien se destina; contestó la tía marcando sus últimas palabras y fijando al mismo tiempo su mirada penetrante, en el purísimo cristal de los ojos de Isabel. —Eso nó lo dude Ud. repuso la incauta muchacha; porque si Ud. quiere á esa persona y esa le corresponde, lo que sea de su gusto mamacita, por cariño ó gratitud, también tendrá que ser del agrado de esa feliz personita, por quien Ud. tanto se interesa. —Oh! cuanto me alegro de hallarte tan conplaciente Isabel! esclamó con viveza la señora. Te aseguro que me lleno de dulcísima satisfaccion, cuando marchamos tan acordes en nuestras ideas, porque si mal nó recuerdo, creo que despues de algunos días, es esta la vez primera que hay bonanza entre nosotras. —Yo siempre procuro buscarla.... —Para mí es una delicia, interrumpió alegre la tía. —Precisamente lo que mas deseo en la vida es la paz y armonía con todo el mundo, porque sin ellas, poco á poco se va perdiendo el amor á nuestros semejantes; luego nos fastidian y, mas tarde, se concluye por nó poder ni mirarlos, sin inmutarse; y si una se fija con detencion en aquello, ve que una misma se proporciona ese malestar, porque al fin, tambien una misma es quien siente el sufrimiento que le produce su propio rencor. Por eso creo que nó hay peor calamidad para el jénero humano, que fomentar el odio, ni tampoco mayor desgracia para una casa, que cuando sus jentes nó se llevan bien y nó son capaces de hacer el sacrificio, de tolerarse unas á otras. —Bravo! Bravísimo, preciosita mia! esclamó entonces la señora, muy entusiasta. Así me agrada verte y oírte, cual mansa paloma sin hiel, proclamar la tolerancia y la humildad como cualidades esenciales de la criatura y, en especial, como el adorno por exelencia de la mujer; porque tu nó debes ignorar que ella es un ser muy desvalido y que, para vivir en el mundo la vida de los demas, necesita de mucho mayor apoyo y cuidado que otros seres. La mujer es como esas plantas delicadas y de finísimo aroma que, sin prolijos cuidados y un magnífico sostén, desfallecen, pierden sus colores y fragancia y al fin ruedan por el suelo, completamente marchitas. Nó te has fijado alguna vez en nuestras pobres mujeres de la clase proletaria? Ellas tambien nacen como las flores y como ellas, en la aurora de la vida, así son lozanas y de agradables colores y perfumes, pero la miserable vida á que las obliga su indijencia, muy pronto concluye con su frescura y su belleza; y cual las pobres hojas secas cuyo destino es ser holladas por la multitud, así tambien, esas que fueron lozanas y fragantes flores, al sufrir el quemante vendabal de la miseria, muy pronto se convierten en basura de la humanidad, para ser arrastradas y pisoteadas por el vicio. Esa es la triste suerte de la mujer pobre, que nó tiene apoyo en el mundo.... —Mártires desgraciadas! esclamó Isabel. —En mi concepto, pues; prosiguió la señora; nó hay mas porvenir en la tierra para la mujer que se estima en algo, que procurar por todos modos conseguir un esposo que la sepa sostener con desahogo y sea capaz de darle toda la decencia, que satisfaga su capricho y su vanidad de mujer; para que al ser esposa, sea respetada, atendida consideradamente y hasta adulada, del mundo entero. —En ese particular; repuso Isabel; yo tambien participo de su misma opinion, querida tía; siempre que el marido que se nos ofrezca, simpatice con nosotras y sea de nuestro agrado, desde el momento que lo conocimos.... —Oh! esas son frivolidades demasiado cándidas! interrumpió la tía. Con el incomparable roce de la vida conyugal, luego se nos hace agradable cualquier hombre, aunque nó sea un Adonis, ni tampoco un Salomon. A mí me sucedió así, mas ó menos; pues cuando recien me principió á galantear mi finado Canuto, á pesar de ser todo un señor conde de Toroguapo, te aseguro que nada me gustó entonces y eso fue, solo, por una de tantas candideces de que suelen adolecer las muchachas engreídas: porque se llamaba Canuto; pero mi señora madre que nó estaba para tolerar, ni menos para apañar esas simplezas y que, por su esperiencia, debía de saber mejor que yo lo que me convenía, Canuto ó nó Canuto, me obligó á atenderlo desde un principio; á agasajarlo despues y finalmente, á que lo aceptase como esposo: nó hubo remedio ni remilgo que valiera, me tuve, pues, que casar....Una vez echadas las bendiciones y casada ante Dios y el mundo, creo que pasé un dia, ó acaso dos, nó muy contenta; pero desde el tercer dia para adelante ¡ah! que gloria! Todo fue felicidad; mi Canuto constituyó toda mi alegría, todo mi deleite: me salió como mandado hacer á propósito; y en verdad, que pecaría de la mas negra ingratitud, si nó le tributara este tan pobre recuerdo á su memoria; á la inperecedera memoria del hombre, digno de haber merecido los mas conspicuos lauros, que pudiera otorgar Himeneo al mejor de los esposos....Nunca! nunca lo sabré olvidar! ni tampoco podré pintarte jamás, con la verdad necesaria, lo solícito y galante que siempre fue para su esposa; ni lo mucho que tuve la suerte de merecerle durante su, para mí, tan corta vida. Sería la mas injusta de las mujeres si, durante todos los dias de mi viudez, nó lo recordase con ternura... .Ya sabes pues, como me casé y lo feliz que fui, con el marido que me elijió mi madre. —Conque así fue! esclamó Isabel preocupada. —Ni mas ni menos, hijita; repuso con presteza la señora. —Pues es bastante orijinal la historia de su matrimonio, prosiguió Isabel; y si Ud. nó me la contara, yo no la creería; porque no llego á comprender y me choca sobremanera, que una señora que es hoy tan intransijente, en cuanto á hacer su gusto, nó se casase á su gusto, sino al de su mamá. —Así me casé, hijita; y hasta el dia de hoy le vivo muy agradecida, á la buena y santa señora que me hizo tanto bien; que si yo no tengo, entonces, quien me guiase, y sigo mis necias inclinaciones de muchacha festejada, quien sabe si me sacrifico con algun lindo pelafustan, del coro de mis adoradores, y hubiera sido tan desgraciada como lo fue.... tu pobre madre. —Que Dios la tenga en su bendita gloria, añadió Isabel. —Amén, hijita... .Segun mi parecer, prosiguió la señora, despues de una corta pausa; no tuvo una pestaña de tonta y fue de muy elevadas miras, la mujer que de soltera dijo: O casarse para condesa. O quedarse para abadesa. Ojalá se repitieran eso, todos los dias todas las muchachas decentes que se saben estimar, para propender con mayor acierto á cimentar su felicidad; porque de otra manera....nó les arriendo las ganancias. Ay! hijita! es preciso abrir mucho los ojos y tener muy buen olfato para lograr un marido, siquiera regular, por medio de una misma: el mas pintado la pega. Porque debes de saber, que suelen haber algunos hombres en este mundo, tan nulos y tan pesados, que cuando se casan convierten á la pobre esposa, nó en señora como ella lo pensó ser al conceder su mano, sino en una especie de sirvienta-comodin que todo les hace y para todo les sirve; y si á esta felicidad se agrega, que el lindo marido nó tenga mas oficio ni beneficio que la desgraciada industria de nuestro padre Adan, esto es: la de dar sucesión á todo pasto y nada más; lucidísima queda la romántica esposa, echándose á cuestas esa mole....capaz de ahogarse en tanta miel y con tantos buñuelos! Nó lo crees así? —Nó dudo que se presenten muchos de esos tristes y desgraciados ejemplos, aún en los países mas favorecidos por la civilizacion y la naturaleza; contestó Isabel cavilosa; pero nó obstante, toda esa incomparable amargura que siempre tiene el mundo para la esposa pobre, yo nó puedo dejar de abrigar la convicción, de que es de todo punto indispensable gran afecto mutuo, en esa union tan íntima y de tan estrechos lazos; porque si allí nó existe el amor infinitamente correspondido, el amor puro y abnegado ó sea: el verdadero amor; es inposible la felicidad en el matrimonio, aunque á la esposa la tengan viviendo en palacios, arrastrando sedas y la cubran de las mas ricas joyas, desde el cabello al calzado. Así es el muy infame y odioso casamiento por especulacion.... Yo nó sería capaz de aceptar tan humillante contrato, por todas las maravillas que ha producido el fecundo jenio del hombre; porque todo eso me recordaría, incesantemente, la venta que hiciese de mí misma; me recordaría la miserable abyección de mi alma, mi degradacion voluntaria; y, sobre todo, porque sin amor....nó cabe la dicha en el mundo! —Amor! desgraciada palabra! esclamó con sarcasmo la tía. Crees tú en esa patraña; en esa pildora azucarada de tan perniciosos efectos; en esa triste invención de los poetas en ayuno forzado; en esa ridícula necedad supina, de que á veces adolece la doncella sin seso?....Nó te creía tan frívola! Nó te creía tan incapaz de sentido comun; y luego con mas calma prosiguió: Nó vayas jamás á dar el mas leve crédito, ni menos á dejarte seducir por tan crasa candidez. Eso, en un principio, tiene visos de entretenimiento; despues se torna con facilidad en una pasión, rara vez de buenos resultados; y si llega á hacerse vehemente, suele dejenerar al fin en una especie de manía peligrosa en su tema, parecida á la que adquirió el pobre Don Quijote de la Mancha por la caballería andante. En verdad que mucho me estraña que, en vista de la multitud de esos desgraciados ejemplos, hasta ahora nó haya podido haber otro Cervantes para los enamorados, así como hubo uno para los caballeros andantes; y de veras que es de chocar, que nó haya sucedido tal cosa en este siglo esencialmente matemático, en el que no se cree en brujas, ni en fantasmas, ni en encantos y, mucho menos, en los disparatados y rimbonbantes milagros, que algunos pobres de espíritu, le atribuyen al mitolójico Cupido. —Eso nó podrá ser nunca, mamacita! esclamó Isabel; á pesar de lo mucho que se ha dicho y hecho en este maravilloso siglo, eso nó podrá suceder. La caballería andante fue creacion del hombre, y por lo tanto sujeta á mil errores y estravagancias y espuesta á caer en el ridículo, ó en el olvido, como ha sucedido con una multitud de sus obras, en el trascurso de los siglos. El amor nó es obra del hombre, el amor es obra de Dios; y tan es así, que el hombre con toda su intelijencia y todo su saber, hasta ahora nó ha llegado á descubrir el porqué de su existencia en la criatura, ni tampoco ha podido esplicarse, jamas, lo que es ese secreto de los arcanos del corazon humano. Aunque tan sabio el hombre de hoy, nó ha hecho nada á ese respecto, en mas de veinte siglos que el amor domina en el mundo. Hasta allí nó han podido, ni nunca podrán llegar sus vastos conocimientos; porque el amor es casi un soplo divinamente misterioso, que sin darnos lugar á percibirnos de su efecto, rejenera nuestro ser para conducirnos hacia Dios. —Niña! Niña! gritó al momento la señora; escupe esas sandeces que ya me van sabiendo á herejías. —Herejías! repitió Isabel. —Herejías, si señorita! afirmó colérica la tía. —Pues a mí nó me parece así, desde que el amor es un precepto divino; observó tranquilamente Isabel. —Pero nó, como tú te lo figuras. —Entonces nó quiere Ud. que en la tierra haya mas amor, que aquel que merezca ser criticado y ridiculizado por algun Cervantes moderno?.... —El único que debe existir es el amor juicioso, el amor racional, el amor de conveniencia; y nó tanto disparate que hoy se bautiza con ese nombre. —Y puede Ud. siquiera suponer, que sería posible sujetar el amor á reglas de cálculo, ó condiciones mercantiles? —La razón todo lo puede; repuso secamente la señora. —Sin embargo, dudo que se pudiera considerar en su sano juicio, al que se atreviese á afirmar que cierta clase de cabello, cara y cuerpo en una mujer, producirían amor en un hombre, de tal ó cual aspecto y posicion social; ó viceversa: que las mujeres blancas, rosadas ó morenas, se habían de enamorar de los hombres de su mismo ó diferente color, siempre que tuvieran tanto de largo y tanto de ancho, tanto de narices y de orejas, y dispusieran precisamente de tal cantidad en metálico; por cierto, que ese sistema casamentero nó le daría muy envidiable fama á su autor ....Nó le parece á Ud. así?....En verdad que sería magnífico; prosiguió Isabel; poder arreglarlos á todos así, á guisa de factura segun sus dimenciones, formas y colores, para que, sin mas requisito, fueran despachados matrimonialmente en la Iglesia, como hoy se despachan los fardos en todas las aduanas del mundo: la única diferencia que habría entre unos y otros, sería que en vez de fardos de jéneros de seda ó lana, se despacharían fardos de jénero humano. Que mayor comodidad y precision! A que mas felicidad para los mortales!.... Oh! tía! tía! Si así fuera la vida sobre toda la redondez de la tierra, le aseguro de todo corazon que, sin vacilar un instante, preferiría estar bajo tierra! —Soberbio entusiasmo! esclamó la señora Amalia. Que ideas tan dignas de una joven honesta! ....Edificante palabrería....Bastante acopio de paciencia he tenido que hacer, para escucharte con calma, pues todo lo que has dicho nó pasa de ser un incalificable disparatorio, que supongo hayas tenido la desgracia de beber en algún célebre libro, á propósito para correr parejas, con los que le trastornaron el cerebro al bueno de Alonso Quijano; esto te digo, porque todo lo que piensas respecto á matrimonio ya nó se estila en nuestros dias y, mucho menos, por supuesto, entre la jente que se precia de pertenecer á la alta aristocracia. Como buena madre te aconsejo, pues, que nunca vayas á hablar así delante de otras personas porque, seguramente, tendras que caer en el mas espantoso ridículo y ser la burla y el hazme-reir, de todos los que te escuchen. Esas románticas teorias que proclamas con tanto empeño, ya han quedado en completo desuso en estos nuestros felices, ilustrados y prácticos tiempos; y en tal virtud, y por tu propio bien, te ruego que nó vuelvas á espresarte así en mi presencia, ni en la de nadie....Vaya! con la muchacha de ideas tan rancias! esclamó en seguida la señora, dándole en el hombro varias palmaditas cariñosas á Isabel. —Vaya con la vetusta de ideas tan á la moda; pensó la joven y se quedó mirando á su tía, con harta estrañeza. —En fin hijita, prosiguió la señora, ya creo que por hoy habremos charlado lo bastante; y como, todavía, nó me siento del todo bien, de mi reciente indisposicion, te suplico que me hagas el favor de retirarte hasta mañana, porque pienso hacerme curar ahora mismo y recojerme muy temprano. —Pero yo tambien puedo servirla, si..... —Casimira me entiende mejor, interrumpió la señora. —Entonces será hasta mañana, ya que Ud. así lo desea; dijo Isabel, al recibir en la mejilla el beso helado de su tía; y despues de aquella despedida, salió muy pensativa del saloncito de la señora retirándose con pasos lentos á su cuarto. Mucho la preocupaban las ideas de la señora Amalia. El recelo comenzó á jerminar en el corazón de la pobre joven. X. HOSTILIDADES ROTAS. Por dos ó tres dias despues de la visita de Isabel, continuó el tiempo bonancible en el palacio de Toroguapo, á juzgar por el aspecto de su barómetro principal. Nó estaban nublados los ojos de la señora Amalia, y en el bien curtido pergamino de su frente nó se veía ni media arruga mas. Y fuera de todos esos signos suficientemente favorables, nó había habido colision de ideas de ninguna especie, entre la tía y la sobrina. Todo parecía pronosticar buen tiempo. Sin embargo, fijándose bien y examinada con detencion aquella atmósfera social, era de notarse, allá en cuando, cierta misteriosa tirantez entre la señora é Isabel; y en especial á esta última, parecía que nó le era muy halagüeño ese delicado estado de cosas, y que algo sospechaba. La mucha amabilidad que manifestaba la señora Amalia y el tono dulce que se esforzaba por dar á sus palabras, con una frecuencia inusitada, la hacían presentir á Isabel una próxima borrasca. La pobre joven nó podía precindir de ver el cielo muy negro, en esa calma aparente; y su corazón le vaticinaba un tremendo contratiempo. Pero, cómo?.... de que manera? Nó veía ningun punto claro, y le era inposible adivinar. La duda que la rodeaba, con toda su vaguedad y su desesperante incertidumbre, era un suplicio atroz que, poco á poco, le iba desgarrando el alma. Nó sabía donde colocar á su desgraciado espíritu, para librarlo de martirio tan tremendo. Hallándose la infeliz Isabel en tan aflictiva situación, casi con las lágrimas en los ojos y el corazon que parecía querer salírsele del pecho, maquinalmente tomó un papel de su velador, y al verlo lo besó y esclamó: —Ah! sí! preciosa reliquia, tú siempre serás mi consuelo! tú me harás olvidar mis penas. Ese papel que mereció tanto, contenía los versos de Eduardo, que para Isabel eran mas que un tesoro. Y así en tan alta estima los tenía, porque al leerlos, siempre se figuraba oír la voz de Eduardo; esa voz que le era tan grata para todo su ser. Como el dichoso papel estuviese bastante ajado ya, á consecuencia del uso desmedido, lo desarrugó con mil temores, lo desdobló cuidadosamente y, al fin leyó: Á ISABEL. Bella ilusion de mi mente, Imán de mis ojos divino Amarte es ¡ay! mi destino, Amarte y constantemente: Amar, sí! cual nunca amé, Ni podré jamás amar; Porque esto es mas que adorar Y nunca á nadie adoré. Nunca me sentí acosado De tal sufrir, tal tormento: Nunca viví en elemento Donde se espira abrasado.... Ya mis esperanzas mueren, Ya mis deseos me matan; Porque tus ojos maltratan Y á mis amores los hieren; Los hieren siempre tenaces Tus lindos ojos doquier, Y ellos te adoran, mujer, Aunque tanto mal les haces. Mira, pues, cual sin querer, Así en el pecho se hiere Al mortal que vivir quiere. Para idolatrar tu ser.... Vivir! sí! y siempre adorar Tu celestial hermosura, Bellísima flor tierna y pura Cuyo aroma es solo amar; Y ese aroma ánjel divino. Que es el todo en la mujer, Nó me niegues lindo ser, Porque amarte es mi destino; Porque amándote, yo vivo. Porque viviendo, yo te amo, Porque doquier yo te llamo En mi mente pensativo; Porque yo nó hallo consuelo, Sino pienso siempre en ti; Porque eres ¡oh! linda de mí Mi sol, mi gloria y mi cielo! ................................ Y tanto me quites hermosa. Tanto, por que así te quiero, De tu corazon nó espero, Ni de tus labios, mi diosa. Eduardo. Al concluir la lectura, Isabel esclamó: Oh! Eduardo! Eduardo! tú eres el néctar bienhechor para mi alma! Quien tuviera la dicha de verte en este instante! Oh! cuan grato me serías. Cuanto necesito de tu dulce mirada, para hallar allí mi cielo, con todo su encanto de delicias y de felicidad suprema!.... Cómo no gozo ahora de tu aliento de bendicion, para enbriagarme con su purísimo aroma, y no sentir este peso abrumador, sobre mi desfallecido corazon!.... El nó verte en estos dias azarosos de mi pobre y tristísima vida, me preocupa de tal manera y me siento tan atemorizada, que á cada instante me imajino que me falta la tierra y desaparezco en un abismo, sin haber tenido antes, siquiera, el fugaz consuelo de decirte, por última vez, adios!... .Virjen santísima! Tú que eres la misericordiosa protectora de los desgraciados, dime que es lo que pasa en derredor mío?....Porque me parece, que ahora se hace todo con tanto misterio para commigo en esta casa!.... Que sucede?....Todos me miran con cierta estrañeza, que hasta hoy jamás la noté, Ah! y cuan penosa pesadilla es para mí la sonrisa burlona de mi tía!....cada vez que nos encontramos, sus labios me muestran al momento esa su aciaga sonrisa.... Que será?.... Que pensará hacer de mí?.... Si todavía persistirán en ese execrable matrimonio?.... Dios santísimo!!.... Ah! nó! nó!....Nó lo permitas Dios mío!....ya que fuis- tes mi Creador, no me hagas sufrir ese martirio... antes la muerte. Así, con tan penosas ideas se mortificaba la pobrecita Isabel y, por gran rato, prosiguió lamentándose; hasta que al fin, desfallecida, dejó caer la cabeza sobre el pecho, con la dolorosa resignación del que ya nó puede mas: así como el pobre naúfrago cuando ya nó tiene esperanza de salvar y, lleno de angustia, eleva su última y desgarradora plegaria, para despedirse de la vida y entregar el alma á Dios. Casi en esa desesperante situación se hallaba la infeliz huérfana. Sentía hundírsele su tabla de refugio.... Si la señora Amalia insistía en el proyectado matrimonio con Javier, quien la iba á salvar? Su tía era todo su apoyo por entonces; y si esta misma la conducía al sacrificio, á quien volvería los ojos? Quien se apiadaría de ella? Eduardo....estaba lejos Si acaso pretendían que la fatal ceremonia tuviese lugar de un momento á otro, nadie la podría impedir. Quien la libraría del suplicio? Nó veía ese anhelado salvador. Agobiada bajo el peso de aquellas meditaciones continuaba llorosa Isabel, cuando de improviso levantó la cabeza, secó sus lágrimas y mirando al cielo esclamó: —La Providencia! Sí! Ella que cuida hasta del reptil mas insignificante, velará por mí. Ella será mi protectora, y me dará luz y fortaleza para salvarme...... si acaso me quieren someter á tan horrendo suplicio. Lleno su corazon de fe en esa esperanza que la viniera del cielo, hizo lo posible por tranquilizarlo, casi convenida con la suerte que se le deparase; pero sin admitir jamás, la idea de ser esposa de Javier; eso, ni como mal pensamiento. Aquella consoladora esperanza fue la esponja eficaz, que acabara de secar sus lágrimas y, al mismo tiempo, el mas precioso elixir para calmar los latidos de su angustiado corazon. Luego sintió su espíritu algo mas tranquilo y, deseando aliviarlo del todo, al momento tomó su devocionario, y con gran fervor se puso á leer una de sus oraciones favoritas. Poco tiempo se hallaba gozando de tan edificante lectura, que en parte le hiciera olvidar sus penas, cuando al voltear una hoja, se le presentó Celia á decirle, que la señora estaba esperándola en su dormitorio. —Santo Dios! gritó involuntariamente Isabel al oír aquellas palabras; y con la desesperación de una loca, salió corriendo de su cuarto, sin saber donde pisaba. Al verla entrar su tía, así tan asustada, con el pelo desgreñado, el semblante lívido, los labios que le temblaban y los ojos enrojecidos por el llanto, sobresaltada le dijo la señora: —Qué tienes hijita mía?.... Calma.... cálmate Isabel....de que proviene todo esto? —Ay! mamacita! suspiró la joven; yo nó sé que es lo que me pasa; yo misma nó sé lo que siento; pero indudablemente, que los precipitados latidos de mi corazon me vaticinan alguna desgracia. —Nó hagas caso á esas niñerías! Déjate de esas candideces que no son mas que bromas pesadas, con que nos suelen fastidiar los nervios, cuando se alborotan; y enpapando su pañuelo en agua de Colonia, añadió la tía: huele esto; y ya verás lo bien que quedas y la rapidez con que vuelan esas desgraciadas aprensiones, que han tenido la inprudencia de mortificarte. —Parece que me hiciera bien; observó Isabel, aspirando la fragancia del pañuelo. —Si esto es mi curalotodo, cómo nó te ha de sanar! Y mucho mas, habiendo sido el perfume de la predilección de mi Toroguapo, desde.... cuando fue ternero, casi dice la señora; pero se reprimió y en vez de eso dijo: desde el tiempo de mi doncellez; como que muchos frascos me obsequiaba, cuando fue mi pretendiente; pero, eso sí, de la mas lejítima de todas las aguas lejítimas de Colonia: de la del verdadero Juan María Farina, porque toda la demás que nos traen, nó es mas que agua corriente del Rin que toman los habitantes de Colonia; la que despues embotellan y nos la mandan con sus etiquetas muy bonitas y muy doraditas, para que se la paguemos á su gusto y estemos oliendo aquí....Dios sabe que clase de aguas! —Y Ud. tía se casó muy joven? interrumpió Isabel, recordando la relacion de la señora. —Suponte, hijita, que el dia en que nos echaron, las bendiciones, ese dia me bajaron el vestido; y dijo la verdad la señora; porque por no haber adelantado tanto en cuerpo, cuanto en años, se quedó chica la niña, y por eso fue que le bajaron el vestido, cuando apenas había pisado en los treinta. —Jesús! que niñita la casaron! esclamó Isabel; sin fijarse en la mañosa adivinanza de aquel vestido alto. —Así fue; añadió sin embargo la señora Amalia, con gran pechuga, y sin el mas leve remordimiento de conciencia; y desde que así lo mandase la mamá, nó hubo mas que obedecer y convertirse en toda una señora de Toroguapo. —Y el señor conde, su marido, que edad tendría entonces? preguntó sencillamente Isabel. —Oh! el me llevaría en algunas navidades; pero mejor será que no perdamos el tiempo en hacer esos recuerdos, porque en mi saloncito de costura tengo muchas curiosidades, que es inposible que te dejen de agradar; y diciendo esto, la tomó de la mano á Isabel, y la condujo al lugar indicado. Al entrar al saloncito, la joven, se quedó sorprendida de ver esparcidos con tal profusion tantos trajes de señora: aquí y allí; sobre las mesas, divanes y silletas, ostentaban sus adornos, rivalizando todos ellos en elegancia de corte y cual últimos caprichos de la moda; y para que nada faltase, todavía se hallaban acompañados todos ellos de sus respectivos sombreros, guantes, calzado y varios otros accesorios, indispensablemente complementarios del vestido de una mujer elegante. —Cuantas preciosuras! Cuanta maravilla! y que variedad de lujo hay aquí! esclamó Isabel al ver aquello. Parece, tía, que se hubiera Ud. traído lo mejor de todos los establecimientos de modistas. Esta ya es demasiada ambición de parecer bien!.... Nó comprendo para que ha ido Ud. á comprar todo esto, cuando sus roperos están repletos de magníficos vestidos. —Nó creas que esto es para mí, mi queridita, repuso la señora muy risueña; todo esto es para ti, pues lo tengo destinado para tu ajuar. Las últimas palabras de la señora la dejaron fría, estática á la joven, sin poder articular de pronto observacion alguna; pero tan luego que salió de su estupor, todavía con voz trémula y como que nó comprendía, preguntó: —Y que me quiere Ud. decir con eso de ajuar, tía Amalia? —Que esto nó es mas que una pequeña parte de todo lo que hemos ordenado que se haga, para poder casarte con decencia. —Casarme, dice Ud? —Sí, hijita; y si mal nó recuerdo, creo que para mañana me han ofrecido mandar tu riquísimo vestido de novia, que podrá competir en lujo con el mejor de una princesa. —Es cierto lo que oigo? volvió á preguntar atónita Isabel. —Positivo, hijita! —Y me será permitido que pregunte, con quien me van á casar? añadió la joven casi fuera de sí. Y la buena señora Amalia, que creyó haber deslumbrado á su sobrina con el tal ajuar y que esta nó veía el momento de tragarse todo el anzuelo, muy contenta y con el tono mas halagüeño respondió; —Con quien ha de ser, dichosa niña, sino con tu exelentísimo primo, el mayorazgo. Al oír semejante atrocidad Isabel, nó supo donde se hallaba; sintió que la cabeza se le iba y helársele la sangre en las venas, porque se figuró que ya la precipitaban en un abismo de tormentos; mas al rehacerse de aquella especie de horrible vértigo que le causara la tremenda nueva, ante la idea de perderse para Eduardo, luego recuperó su enerjía primitiva, y mirando entonces á su tía con desprecio, bastante calmada le dijo: —Puede Ud. ofrecer todo su ajuar á una de tantas, de esas que serían capaces de ponerse en pública subasta por Javier; pero lo que es á mí, nó solamente se ha equivocado Ud. de medio á medio, sino de entero á entero, porque mas fácil será que deje de alumbrar el sol, antes que yo me rebaje á usar uno solo de esos adornos.... —Lo veremos! esclamó con tono amenazante la señora. —Como se ha atrevido Ud. á insultarme de tan atroz manera? Que se ha figurado Ud. ver en mí, señora Amalia?.... Que acaso yo nó tengo una voluntad, como todo ser racional, que se debe consultar? .... Ha creído Ud. por ventura, poderme entregar á cualquiera como se regala un perro ó un gato? En ese momento se le subió á la señora la mostaza, mas arriba de las narices; y dándole una furibunda mirada á Isabel, con la voz enronquecida por la cólera y marcando cuanto pudo sus palabras, contestó: —Pues, te ofenda ó nó te ofenda, debes tener para tu gobierno, que lo que yo sé es esto: que lo quieras ó nó, dentro de quince dias tendrás el honor de casarte con mi sobrino, el señor don Francisco Javier de Altomuro y Roncosvalles.... Lo has oído bien? —Sí; he oído su fatídica sentencia; repuso Isabel con voz firme y resuelta; pero tambien mi propia dignidad me obliga á asegurarle, que yo nó seré la mujer que se case con su gran sobrino, el de Altomuro y Roncosvalles; y según la resolucion que tengo hecha, ya verá Ud. si cumplo ó nó mi palabra. —Hola! Bravatas tenemos!.... —Esa es mi resolucion. —Pues á pesar de toda tu poderosa resolucion, yo, por mi parte debo decirte, que yo, tambien tengo resuelto, que te casaras con mi sobrino el mayorazgo; y te aseguro, muy de veras, que solo con él te casaras, porque yo nó estoy para dejarte hacer tu cándido gusto y porque veo, que te conviene casarte con hombre rico; y así entiende, una vez por todas, que ese hombre rico nó será otro que Javier, aunque se oponga el mundo entero. —Está Ud. en su juicio señora, ó tiene corazon de hiena? preguntó colérica Isabel.... Es posible que Ud. sea el verdugo de quien debiera protejer?.... Es creíble que Ud. misma contribuya á la degradación y envilecimiento de su propio sexo?.... Conprende Ud. que me obliga, á que villanamente me venda por un puñado de oro!.... Eso nó podré aceptar jamás: antes la muerte; si tan aburrida se halla Ud. de mí.... Lo que Ud. quiere obligarme á que haga, es de lo mas abominable que se puede imajinar; porque la mujer que así se entrega á un hombre por toda una vida, es cien veces de alma mas abyecta, que la miserable ramera que adula por un momento. Esa ruin esposa es un ser traidor y degradado, que por dar pábulo á su estúpida ambicion, jeneralmente sacrifica á su egoísmo hasta la felicidad de ese hombre, á quien hipócrita titula su marido; esa mujer es la infame y miserable esclava que con ansia espera la muerte de su amo y señor, para recuperar así la libertad perdida, de la que ella misma se despojó al venderse. Por mas desgraciada que sea la segunda, nó puede ser tan vil que la primera; porque, al menos, nunca tendrá porque abrigar en su seno esos horribles sentimientos, ni para que acariciar en la mente tan criminales ideas; pues al fin nó reconoce amo alguno, que la prive de su libre albedrío.... Así son para mí esas dos figuras, á quienes la sociedad trata de tan diferente manera: pues que si para la primera, siempre rebosan sus labios con la miel de la lisonja, para la desdichada segunda nunca les falta, tambien, todo el acíbar del desprecio....Ahora, compare Ud. á esas dos mujeres y júzguelas inparcialmente, para ver cual, de las dos, puede ser menos indigna de merecer alguna consideración: si la que se rinde un instante por salvar de la miseria y la necesidad que la abruma, ó la que por vil codicia, se vende por toda una vida?.... Si ha comprendido Ud. lo que me he visto obligada á decir, espero que nó persistirá mas en querer colocarme á la fuerza, en el último escalón social que se le destina á la mujer. —Qué insolencia! gruñó entre dientes la señora Amalia. Despues de aquel gruñido, inútilmente esperó Isabel oír á la condesa; y al fin cansada de esperar, variando el arrogante tono de su voz casi al de humilde súplica, prosiguió: —Además, si Ud, ha amado alguna vez, comprenderá cuan doloroso debe de ser para una pobre joven, el privarla de la única felicidad á que puede aspirar en la tierra y cargarla, desapiadadamente, con las pesadas cadenas de la mas espantosa desgracia; con las pesadas cadenas del matrimonio con un hombre, á quien ni siquiera se le tiene simpatía, mientras que á otro.... se le adora. Eso es tan cruel como arrojar á un inocente al suplicio, solo porque sus padres le hicieron cometer el delito de haber nacido mujer: eso es lo mismo que cortarle las alas á un ánjel, para precipitarlo al infierno!....y porqué? Porqué, si nó tiene culpa alguna y si es del todo inocente, se le ha de tratar con tanta injusticia? Porque se ha de cometer tan exesiva crueldad?....Yo nó veo ninguna razon que pueda justificar ese inhumano proceder; como Ud. tambien, así lo verá, á poca reflexion....nó es verdad?.....Su silencio me dice que está Ud. rencorosa conmigo....Perdone Ud. las palabras que me ha hecho decir la fuerza del resentimiento; perdóneme Ud. mamacita, perdóneme....Ya veo que Ud. me va á perdonar; y casi tengo por seguro que cuando medite con calma, respecto al sacrificio que quieren hacer de mí, Ud. nó solo desistirá de ese proyecto, sinó que nó permitirá que pretendan realizarlo....nó es así mamacita? —Nó es así! esclamó con acritud la señora Amalia. —Por Dios nó sea Ud. tan cruel! suplicó angustiada la joven. —Y tan nó podrá ser así, jamás, prosiguió con soberbia la tía; porque lo que he dicho, está resuelto.... y mi palabra es menos inflexible que la línea recta. —Señora! que dice Ud? —Que nunca retrocedo. —Está bien tía! esclamó otra vez altiva Isabel. Si ni mis razones, ni mi súplica, ni aún mis ruegos han podido mover á compasion esa su alma de tigre, espero que entonces podrá mas la tenacidad de mi carácter; porque ha de saber Ud. señora de Toroguapo, que si nó soy codiciosa, tampoco pertenezco á esa clase de entes insignificantes á quienes las entregan á un marido, sin tomar su parecer para nada, porque acaso nó lo tienen; nó me cuente Ud. pues, en ese número; yo soy muy dueña de mis sentimientos y, por tanto, le prometo que solo entregaré mi corazon, al hombre á quien quiero y al único que creo digno de merecerlo: —Y quien es ese dichoso tan fatal? preguntó la señora en tono de burla. —Un caballero, como hay pocos. —Pues di entonces, quien es esa notabilidad! —Eduardo Belgrano se llama mi prometido; contestó resuelta y orgullosa Isabel; y le aseguro que solo con ese hombre me casaré, y de ninguna manera, con el despreciable y estúpido patán de su sobrino. —Casarse con un mendigo! esclamó la señora soltando una estrepitosa carcajada. —Hágame el servicio de nó insultarlo así á Eduardo; observó molesta Isabel. —Vaya que la ocurrencia es graciosa por de mas; prosiguió la tía soltando otra vez la risa; pero lo que siento es que aquello nó se pueda realizar, por la sencilla razon, de que jamás lo permitiremos.... Y aunque nó vale nada la pregunta; dime: que sucede, ahora, de tu célebre Belgrano?.... Si algún interés tiene por ti, porqué nó viene á decírmelo? —Ahora está en Valparaiso; pero él regresará pronto y, ya verá Ud. si me caso con él, ó nó. —Vendrá tarde. —Nó tal. —Vendrá tarde, repito; porque ya te hallará esposa de Javier, á pesar de todas tus alharacas. —Sería Ud. capaz de hacerlo? —Sí señorita, muy capaz; aunque solo fuera para hacerle comprender y sentir á Ud. que conmigo nadie se juega. —Pero eso es una injusticia! —Puede ser. —Una arbitrariedad! —Poco me importa. —Es inaudito. —Y lo estás oyendo. —Ud. nó tiene autoridad legal sobre mí; observó llorosa la joven, despues de una pausa. —Nó están malos esos resabios de abogadillo; pero es lástima y grande que nó puedan servir para nada, en mi soberano tribunal. —Me iré de su casa! esclamó colérica Isabel. —Y donde irás que mas valgas? —A cualquier parte. —Quien te abrirá sus puertas, si saben que has huido de mi casa? —Entonces.... —Entonces que? interrumpió la señora. —Entonces....entonces... .me regresaré al Perú; gritó al fin la desesperada joven, casi ahogándose con sus lágrimas. —Soberbio proyecto! —Me iré donde nó sepa Ud. mas de mí. —Y cómo te irás? preguntó con frialdad la señora. —Yo sabré! —Tienes acaso un solo centavo que nó sea mío? ....Si tuvieses la descabellada ocurrencia de salir de mi casa, aunque fuera con jendarmes te haría traer otra vez aquí....Pero ya quisiera yo ver que te atrevieras á pasar fuera del dintel de mi casa, sin mi permiso....De más es, pues, que estés con esas candideces: ya nó tienes mas recurso que decir amén, y plantar el pico. Hoy hacen cuatro dias que se han repartido los partes de tu compromiso y, es natural que por esta fecha, todo el mundo sepa que debes casarte con Javier....Si acaso nó lo hicieses, nó tendría que quedar tu reputacion tristemente por los suelos?... .En eso nó cabe duda. Piénsalo bien; reflexiona, que toda contrariedad de parte tuya es un absurdo.... —Nó lo creo! interrumpió Isabel furiosa. —Pues así es, prosiguió tranquilamente la señora; y por eso te aconsejo, á buenas, que te convengas en ceder humilde y resignada al bien que te quiero hacer, desechando toda oposición á ese respecto. —Señora Amalia de Toroguapo! esclamó entonces Isabel, con voz ronca y casi ahogada por la rabia del despecho. Comprendo que Ud. se ha constituido ahora en mi tirano; que Ud. es una hiena con faldas, peor aún que la misma perversidad; pero tambien sé que nó se realizaran sus criminales deseos, porque nunca me podrá forzar Ud. á que acepte un matrimonio tan odioso y degradante á la vez, como el que con tanto cinismo me propone. —Ya te convencerás de ello; observó la señora, desdeñosamente. —Estoy resuelta á todo, con tal de librarme....Es inposible que dejen de haber en esta ciudad, algunas personas nobles y conpasivas que se duelan de mí; que me puedan favorecer en mi desolacion, en mi tristísima desgracia: por medio de mis gritos y mis súplicas apelaré á su compasion y, siquiera, me han de oír....Y si todavía, ustedes persisten en su obstinado deseo de sacrificarme, y me arrastran hasta el altar, aún allí mismo me quejaré á gritos, al sacerdote que destinen para consumar tan torpe union; en fin, nó habrá medio alguno que esté á mi alcance, por escandaloso que sea, que yo nó me decida á aceptarlo sin vacilación alguna, antes que sufrir el infame martirio á que me quieren condenar. —Conque escándalo tendremos! —Lo habrá, si ustedes persisten. —Oh! y tambien es muy seguro, añadió sarcásticamente la señora; que á tus gritos acudan muchos caballeros andantes y desfacedores de agravios; y que esten listos para protejerte y llevarte donde quieras: sin duda que los hallarás. —Los hallaré! esclamó furiosa Isabel. —Vaya, candidilla! Retírese de aquí y váyase á su cuarto, porque nó quiero oír mas desatinos. —Nó me da la gana de ir, repuso obstinada Isabel. —Si nó te marchas al instante; le gritó la señora Amalia, parándose de su asiento: haré que mis criados te lleven arrastrando y que te encierren allí. La pobre Isabel comprendió luego, que en el estado de exaltacion de su tía aquello era muy posible; y viendo su causa mal parada, antes que sufrir tan degradante derrota, prefirió retirarse altanera, haciendo tronar sus diminutos tacos cuanto pudo. Al verla salir así á Isabel, la señora la siguió con su mirada que vomitaba chispas, y de que se le perdió de vista, esclamó: —Conmigo estás mozuela rebelde! Pero yo te domaré; yo te quitaré todos esos humos; que te ponga como mansa paloma, te entregaré á la mano de Javier. XI. UN PROYECTO. Los arranques enérjicos en el jenio de la mujer joven son, casi siempre, obra del momento. La alegría, el pesar ó la rabia se inician, prenden, hacen su explosion y se apagan, con la misma velocidad con que se produjeron. Aún en la mision mas elevada que desempeñan en la tierra, á muchas de ellas se les podría considerar cual aeréolitos del sentimiento: cruzan un instante iluminando la noche de algun corazon enamorado, para dejarlo luego á oscuras, sin remorderles la conciencia. Toda la vida, luz y felicidad que á ese mortal le dieran, se la quitan al soplo del mas leve capricho. Y por lo que hace á sus ímpetus de cólera, parten como el rayo, seguidas de una estela de fuego; y al llegar á su mayor altura, cual cohete que ya nó puede más, arrojan todas juntas sus variadas y preciosas luces, para convertirse despues en pavezas, en humo en nada. Con cuántas jóvenes sucede así! Y así, mas ó menos, tambien le sucedió á nuestra heroína. Despues de la arrogante y bulliciosa salida que hiciera, cuando tuvo que dejar el salon de la señora, á los pocos pasos perdió la guapa chica su altivez: todos los bríos se le evaporaron; y de que llegó á su cuarto se sintió tan mal, que apenas si tuvo alientos para dejarse caer sobre un divan, con todo el peso de la tristeza que la abrumaba. Allí fue para ella el campo de su tormenta. Todo su ser desfalleció. En lágrimas y sollozos estalló la tempestad del corazon; y si las unas cual lluvia divina pretendían apagar su angustia, los otros con rauda ajitacion, avivaban mas y mas el fuego del despecho. El dolor y la inpotencia la consumían. Torturada su alma por tan atroz martirio, ansiaba por que volase de la prision del cuerpo. Se desesperaba de ser quien era. Nó podía convenirse con su situacion. La fuerza del sentimiento le hizo recordar, entonces, que si sus padres le dieron la existencia, tambien ellos le legaron por único patrimonio en la tierra, el de jemir por su mala estrella, desgarrándose constantemente el corazon. Creía haber nacido, solo para sentir las agudas espinas que siempre hieren al desgraciado, y que embotan sus puntas, y huyen cobardes, ante la presencia del que nació feliz. Cual tierno y delicado vástago que azota el vendabal, así se doblegaba la angustiada Isabel, al ver dibujarse en el negro horizonte su tristísimo porvenir. Nó vislumbraba ni siquiera una ilusion salvadora. Todo era un caos de tormentos. Estaba próxima á pronunciar su última palabra. La esperanza ya la iba á abandonar. Pero, en aquel momento, en el que apuraba la gota mas amarga del cáliz del dolor, como inspirada por el ánjel de su guarda, maquinalmente fue á arrodillarse á los pies de la Virgen, para hacerle la mas ferviente y amorosa súplica, implorando humilde su exelsa proteccion; allí, derramando copioso llanto, le rogó encarecidamente, que cual madre de bondad divina le tendiera su mano inmaculada, librándola así de la tristísima situacion donde la había arrojado su desgracia. Ese desahogo le sirvió de algun consuelo; y despues de una larga meditacion, en la que por mucho tiempo permaneció de rodillas, se volvió á levantar un tanto sosegada, pues los recios y precipitados latidos del mártir corazon, fueron calmando gradualmente. Parecía haber merecido una mirada del cielo. Si su espíritu nó se hallaba del todo tranquilo, al menos, nó se creía tan desgraciada que pocos momentos antes. Así pudo pasarse, al fin aquel dia fatal. Al dia siguiente del de la tempestad, sin embargo continuó con sus alternativas entre la duda y la esperanza, sin saber que partido tomar, ni que decidir de su persona. En eso llegó la noche, algo mas soportable que la anterior y, solo entonces, logró Celia que su señorita tomase un poco de alimento, á muchas instancias que le hizo; y cuando en pos de esa noche vino el dia, Isabel se sintió menos nerviosa y pudo darse lugar para pensar en aquel adájio que dice: “Ayúdate, que Dios te ayudará”! Efectivamente; desde ese momento comenzó á reflexionar que tenía necesidad absoluta de hacer algo, para librarse de la situacion azarosa en que se hallaba; y despues de meditar largo rato, se convenció de que, en proporcion al suyo, era mucho el poder de su tía, para contrarrestar con él en buena lid. Pretender doblegarla, moviéndola á compasion, sería inútil; pues hartas y suficientes pruebas le tenía dadas la señora Amalia, de nó ser accequible en ese sentido. Si por librarse del yugo de su tía, dejaba su casa, donde quien podría ir sin avergonzarse? Quien de las personas que la conocían, nó le reprocharía esa escapada extemporánea? Nó adivinaba, quien podría ser esa caritativa persona. Para salir de Santiago; tampoco contaba con un solo centavo con que costear su viaje, pues todo cuanto poseía se lo proporcionaba la señora Amalia. Desde luego, nó tenía, pues, ni cómo, ni donde moverse. De que medio se valía, entonces, para salvar del precipicio en que se hallaba? Ese medio nó existía; ó se empeñaba en nó dejarse hallar. Servirse de los criados, le parecía casi ilusorio, en vista de la rigurosa diciplina que en su casa hacía observar la señora Amalia, pues ninguno se atrevería á faltar á su consigna. Toda la servidumbre estaba acostumbrada á obedecer ciegamente, sin que jamás se les admitiera pretesto, ni escusa alguna. Aquello era, pues, un círculo de hierro. Y nó se le presentaba la manera de salir de él. Sin embargo, había necesidad imperiosa de hacerlo: porque el no proceder así, era renunciar á Eduardo; era renunciar á la vida, al bien, á la felicidad: era un inposible absoluto. Ante aquella perspectiva, ningun sacrificio se podía desechar. —Oh! si Eduardo estuviese aquí el me salvaría! esclamó en ese momento Isabel; cual para consolarse siquiera con repetir su nombre, ya que él estaba tan distante. Pero que hacía, para que su pretendido salvador supiera con exactitud lo que le pasaba? Desconfiando de todos en la casa, nó era muy fácil mandarle una carta. Mas por malo que fuera ese medio, había que utilizarlo. De otra manera nó se podría lograr jamás el objeto deseado. Viéndose Isabel en el duro trance de tener que valerse de alguno de la casa, de pronto pensó en dirijirse á su criada; aunque nó sin abrigar cierto recelo de que esta la engañase, hipócritamente, para venderla después. Si tal sucedía.... sería una esperanza menos. Que hacerse!.... Nó hubo, pues, mas que aceptar á ciegas aquel único recurso ante la indispensable necesidad de comunicarse con Eduardo. Mucho tiempo había perdido ya; y al hacerse cargo de que cada minuto que pasaba le era de sumo perjuicio, al instante resolvió llamar á su criada; y cuando esta se le presentó, usando Isabel del tono mas cariñoso que pudo, le dijo: —Celia, tú eres una buena muchacha, creo bastante racional para que hayas comprendido lo mucho que te estimo, pues no dejarás de conocer que mas bien te trato como á una amiga; nó es verdad? —Por de contao señorita; lo mesmo que si yo mesma lo ijera; contestó Celia, con toda la gravedad de un recluta que oye á su superior. —Mucho me alegro que estés convencida del afecto que te tengo; y creyendo, desde luego, muy natural que me correspondas con tu cariño, te voy á pedir un favor pequeño, pero que te lo agradeceré mucho, muchísimo. —Dende que güeña me parió mi maire, yo tamien quero á la jiente güeña; y por lo mesmo la tengo que querer mucho señorita y que sevirla en lo que se lantoje.... como yo merezca quear intautita. —Nó es ningun sacrificio el que te voy á pedir, pues solo desearía que me hicieras el favor de poner una carta al correo. —Volandito, señorita: onde tá la carta? —Entonces; siéntate y ten paciencia por unos cuantos minutos, mientras la escribo. —Prefeutamente señorita. Hágala su carta con cuidiao, que aquí me taré aguardando, como si juera pieira; dijo Celia y se sentó con toda comodidad, en una silleta junto á la puerta. En seguida, Isabel tomó la pluma y le escribió á Eduardo unos cuantos renglones, manifestándole la desesperada situacion en que se hallaba; y que viniese á la mayor brevedad, si quería salvarla del capricho de su tía. Concluida la carta, la firmó, le puso sobre y direccion; y despues de pegarle su estampilla, se la entregó á Celia, diciéndole: —Corre, ahora mismo, á ponerla en el buzón del correo, porque me interesa que la reciban mañana temprano, cuando mas tarde. —Ta güeno señorita. Me cambio vestío y en un par de trancos, al tirito, me veo ayá; contestó Celia al tomar la carta; y salió al escape en el acto. Desde que vió Isabel la buena fe con que parecía servirla su criada, nó dudo del éxito feliz que tuviera su proyecto, y acarició gustosa la muy halagüeña esperanza, de que tan pronto que llegase su carta á manos de Eduardo, este volaría en su proteccion, aunque le costase cualquier sacrificio. Una vez que Celia, se acicaló y se remiró á su gusto, y se esploró bien por el oriente y por el poniente; y despues de que, todavía, se dió sus cuantas pasadas de ojos por los cuatro flancos femeninos, y pudo quedar al fin convencida de que todo estaba de lo má güeno, como para lucirlo, salió muy satisfecha con su carta en la mano, sin cuidarse de ocultarla. Por esa ninguna precaucion le vino á suceder á la pobre guasita, que sin zarandearse gran cosa, ni poner un pié en la calle, el portero le notó lo que llevaba, y al instante le dijo: —Que papel es ese? —Que nó ví ques una carta! esclamó Celia, abriendo tamaños ojos. —Pues venga esa carta. —Si naiden miá mandao que se la é, pú. —Pues yo le digo ahora que me la dé. —Y por que, pú? —Porque me la tienes que dar. —Que es uté acaso er buzón? —Si, yo soy el buzon de esta casa; porque todas las cartas tienen que pasar por mí, antes de salir afuera. —Questaí rascao niño? preguntó Celia con sorna. —Déme la carta de una vez, y nó hablemos mas. —Como se la aré eta carta! —Así! esclamó fastidiado el portero; y de un manazo, le quitó su carta á la pobre muchacha. Ya lo verí futre encolao! gritó entonces Celia en tono amenazante; y en seguida contramarchó llorosa y asustada á su cuarto, sin saber que partido tomar en ese lance inprevisto; pues nó se determinaba á volver á pedirle la carta al portero, ni tampoco se creía capaz de poderle dar parte á su señorita del desacato que le habían inferido. La atolondrada Celia se devanaba los sesos, por salir con bien de tan inplincao asunto, como ella se decía, pero nó hallaba modo de acertar con la salida; y mientras se iba despojando de sus humildes galas, su vanidad de mujer le hacía sentir nó haberlas lucido á otro hombre mas galante, que el desconsiderado portero. Al mismo tiempo, se lamentaba muy angustiada, del mal desempeño de su cometido. Ni á su señorita, ni á sí misma se había podido dar gusto; porque despues de que nó supo cumplir con lo que le mandaron, todavía tuvo que sufrir la pena de nó haber salido á pasear y quedarse con los crespos hechos. Estos dos percances la traían muy preocupada á la muchacha, cuando de repente (con todo el tono, aire y trancos de un jefe superior político y militar de departamentos) se le presentó la tuerta Casimira revolviéndole el ojo. —Ca sucedió! esclamó azorado el subalterno, Celia al tener á su superior al frente. —Que ha de suceder; repuso la camarera; que eres una bestia. —Onde lo avei veído? —En tus orejas de abanico....Como que se necesita ser muy bruta, para faltar con tanto descaro á las órdenes de la condesa. —Y cai pú; que yo no sé ná pú? preguntó asustada la muchacha. —Lo que te hago saber ahora, es que estás en la obligación de entregarme cualquier papel que escriba tu señorita, y de igual modo me darás parte diario, de todo lo que hable. —Güen oficio!....y porqué pú? —Porque así lo manda nuestra señora la condesa, y chiton; repuso muy altanera doña Casimira; y con el mismo tono y los mismos trancos con que vino, se despidió militarmente de su inferior. Aquella orden terminante de dedicarse al espionaje de su señorita la contristó mucho á la pobre Celia, pues aunque nó era mas que una guasita chúcara, sin embargo tenía un buen corazon que la incapacitaba del todo, para el desempeño de tan infame papel. Pensando en la crítica situacion en que la había colocado su descuido, y lo que de ella podría figurarse su señorita, resolvió darle parte inmediatamente de la desgracia que le había sucedido; pero al ir á salir de su cuarto, vió que la señora Amalia se dirijía á la habitacion de Isabel. Allí se presentó la señora con cierto aire de triunfo satánico, soltando una estridente carcajada; y despues de tirarle á Isabel su carta, hecha pedazos, con despótico desprecio le dijo: —Mentecata! Ahí te devuelvo tu salvacion hecha trizas. Para engañarme á mí, es preciso saber hilar muy delgado y saber discurrir un poco mejor; y así te aconsejo que nó vuelvas á pensar en engañarme, porque todas las tentativas que hagas, nó tendrán otro resultado que el presente. Yo tengo los ojos de Argos.... —Y el olfato de Cancervero, interrumpió Isabel. —Poco me importa ese necio agregado; porque al fin nó te puedo negar el derecho de pataleo, una vez que es de todo punto inposible que llegues á hacer tu gusto y nó el mío. Al persistir en tu capricho, nó haces mas que dar á la piedra con el cántaro, y si reflexionas á cerca de esa locura, ya podrás suponer cual de los dos sucumbirá primero; sin embargo, eres muy dueña de proporcionarte cuanto sufrimiento te dé la gana, que yo nó me opondré á ello, siempre que el dia fijado logre casarte con Javier. —Señora! esclamó Isabel temblando de cólera. Hágame el favor de retirarse, porque su presencia me va envenenando la sangre y....nó sé lo que podría suceder. —Si te pones furiosa, haré que te metan en una camisa de fuerza como á los locos peligrosos; repuso la señora y se retiró muy despacito, volviendo á soltar otra carcajada infernal. Al oír aquella cínica burla se sintió tan herida Isabel, que tuvo tentaciones de arrancarle siquiera una cana á la perversa vieja; pero felizmente se contuvo en su furor, y volvió á dejarse caer anegada en lágrimas al asiento que dejó por un instante. Lamentando la nueva desgracia que le sobrevino, comprendió que desde entonces su aislamiento tenía de ser total, pues en la casa, ya no podría contar con nadie, una vez que Celia también la había traicionado; como ella creía, y según las apariencias se lo manifestaban, en ese momento fatal. Tuvo, pues, que desgajar la única rama que recien comenzaba á brotar en el árbol de su esperanza: aún tan temprana y ya perdida! Con aquel dolor, completamente subyugada por el decaímiento del que nada espera, se hallaba Isabel pensando en la gravedad de su espantosa desdicha, cuando muy compunjida se le presentó Celia, diciéndole: —Señorita! Yo tengo la curpa de tó lo que le pasa! —Cállate, bribona! No creí que abrigaras tan pérfido corazon. —Perdóneme, señorita! porque yo no lí hacío er daño. —Y mi carta? —Me larrancó er portero po la juerza. —Para hacer eso, debió verla. — Sí, señorita. Yo la yevaba en la mano y por eso jué que me la piyó. Ay! señorita! uté no sabe cuanto lotoy sintiendo, de que por mi brutaliá yo laga paecer tanto; pero ya nó lo golveré á hacer, señorita. —Si es así, yo tengo la culpa, de nó haberte advertido que ocultases esa carta. Menos mal es que haya sucedido de ese modo y nó como lo pensé, porque ya no habría tenido yo donde volver los ojos, en el desamparo en que me hallo. —Yo, señorita, siempre soy la mesma; añadió Celia. Hecha la reconciliacion de esa manera, entre la señorita y la criada, Celia le dió cuenta inmediatamente de las ordenes que había recibido de su jiefe, doña Casimira, ofreciéndole no cumplir ninguna, porque no se hallaba capaz de traicionar á su señorita. Isabel, muy reconocida al ofrecimiento de Celia, la abrazó y la tuvo por largo rato contra su pecho; pero temerosa á la vez, de que por su causa fuera á tener que sufrir la pobre muchacha, desde ese momento resolvió nó volverla á ocupar mas en comision alguna. Celia, del todo satisfecha por aquella manifestacion de cariño de parte de su señorita, con la alegría del falderillo agradecido, se retiró brincando á su cuarto y allí se puso á cantar, sin volver á acordarse mas del mal rato que había pasado. Con Isabel sucedió todo lo contrario. La soledad hizo que el agudo puñal de la pena tornase á herir, otra vez, el lastimado corazon, y que la mente se atormentara, con volver á buscar de nuevo algun otro recurso salvador. El anillo de hierro que la aprisionaba, cada instante se estrechaba mas y mas; y al ver aquello, su congoja iba en aumento, cuando pensaba en los suplicios que inventarían sus verdugos, para obligarla á que consintiera en darle muerte á su amor. Y la desgraciada Isabel nó se equivocaba en su presentimiento, pues si Javier era mas terco que un peñazco, la señora Amalia era mas tenaz que una tenaza; y ambos dos estaban completamente resueltos á cometer cualquiera barbaridad, con tal de nó ceder una línea de terreno en su cruzada bestial. XII. CONVERSACION CASUAL Mientras la señora condesa de Toroguapo se chupaba los dedos de gusto, muy satisfecha de su esmerada vijilancia, y á su camarera mayor le prescribía que ejercitara el mas prolijo celo de su mirada de lince, Javier conversaba amigablemente con dos individuos en su salon: el uno era un ex-salitrero acabadito de envejecer y el otro, un comerciante quebrado. —Si, amigos míos, les decía el mayorazgo, meciéndose en un sillon; así como ustedes han tenido que dejar sus respectivos negocios, así tambien creo yo que pronto voy á dejar el mío. —Y en que jira Ud? preguntó el quebrado. —Hasta hoy, con tenaz y decidido empeño, he dedicado mi vida de soltero á hacer muchas especulaciones sobre el otro sexo; y aunque me cabe la sabrosa satisfaccion, de haber salido menos mal que la mayoría de mis colegas, el destino me obliga á dejar, por ahora, tan entretenida profesion. —Es decir que Ud. se planta. —0 me caso, que es lo mismo. —Que lástima! esclamó el quebrado. —Y yo también creo que lo siento, y mucho, el tener que entrar en esa seria liquidacion de cuentas alegres. Que demonios! Nunca podré negar que el mundo femenino-liberal ha sido una especie de Olimpo para mí; y hablando en plata, tampoco podría decir menos, pues que si buenos pesos ellas me hicieran aflojar, también muy buenos ratos que me han dado. —Las especulaciones? preguntó sonriendo el salitrero. —Nó hombre; el campo de aquellas especulaciones. —Es decir: las calicheras. —Si Ud. lo ha de comprender todo, segun el gremio mineralójico que le corresponde, que así sea. —Y de que otra manera quiere Ud. que comprenda las cosas, el tarapaqueño que nació y creció en las minas, y que ha pasado la mayor parte de su vida, rodeado de minerales de tan diferentes y variadas clases, como los que ostentan aquella provincia? —Dice Ud. bien amigo, repuso Javier; nó recordaba que era Ud. de por ese barrio. —De una de las tierras mejor dotadas del mundo entero. —Pues me parece Ud. demasiado satisfecho de su país; observó el comerciante. —En verdad así es; y creo que nó hay exajeracion en lo que he dicho, si se va á tomar en cuenta, lo que ha dado ese pedacito de tierra en productos minerales y lo que, todavía, sigue dando. —Conque ha dado mucho? —Segun una estadística minera, publicada por el coronel Harris, las minas de Guantajaya dieron hasta el año de 1818 la cantidad de trecientos ochenta millones de pesos fuertes, y se observa que, solo por derechos, pagó la familia de la Fuente mas de cinco millones en igual moneda; y ya que esto se ofrece, les voy á referir un episodio notable de aquella época, referente á esa misma familia. Si nó me han informado mal, una de las minas pertenecientes á don Francisco de la Fuente y Loaiza produjo el año de 1788 una sola papa de plata piña, de dosmiltrecientoscincuenta marcos de peso, y el dueño de aquella maravillosa curiosidad se la mandó de regalo al entonces Rey de España, don Carlos IV; quien, en recompensa de tan valioso obsequio, tuvo la galantería de cobrarle al jeneroso donador los quintos correspondientes, que se pagaban á la corona en aquel tiempo. —Soberbia cosa! esclamó Javier. —Que tal modo de portarse el de aquellos dos caballeros! —Pues en proporcion de nobleza, añadió el comerciante; así tanto como subió el vasallo, parece que bajó el rey. —Me inclino á pensar lo mismo. —Y existirá todavía ese papón? preguntó el mayorazgo con mucho interés. —Creo que nó, del todo. Quizas alguna vez se descuidaron en Madrid, y los ratones lo disminuyeron. —Los ratones! —Sí señor! Y, á mí, nó me estraña tal cosa; porque es muy probable, que aquellos ratones españoles fueran los antecesores de otros ratones prestijiosos que, ahora tiempos, se comieron algunos quintales de planchas de hierro galvanizado, en una de las aduanas de mi tierra. —Con razón, entonces, se han comido tantos millones en su pais! esclamó el comerciante. —Y por acá, nó tienen ustedes de esa sabandija? —Nó habrá mucha; porque como desde la época de Portales, se dedicó nuestro gobierno á criar tan buenos gatos, dudo que puedan progresar. —Nó habrá mucho que roer! —Por nó haber sido nunca ratón, nó se lo puedo asegurar. —Y volviendo á sus calicheras, señor don Javier, han sido todas ellas de buena ley? preguntó el salitrero. —Precisamente. —Es decir que han tenido poca sal? —Yo creo, interrumpió el comerciante; que el señor mayorazgo las haya hallado con la sal necesaria para su gusto. —Cabal, afirmó Javier. —Pues á nosotros no nos conviene la sal, absolutamente. —Nó los creía tan desabridos á los señores salitreros. —Aunque nadie los podrá tachar de desabiertos, en todo juego. Y para testificarlo: ahí están sus buenos tiempos; en los que hartas y patentes pruebas dieron, de saber derrochar á lo magnates. —Y probablemente, observó el quebrado; para los que mas alto tunantearon, habrá sido mejor el porrazo? —Así parece, amigo, repuso el salitrero; porque he tenido compañeros, que por derrochar muy en grande y por muy altas rejiones, tambien muy pronto perdieron el equilibrio; y el dia en que les tocó concluir de divertirse, nó solo vinieron al suelo, sino un poquito mas abajo. Tal es que algunos consiguieron sepultarse con tan esquisita perfección, que ya parece cosa de milagro el verlos asomar la nariz, sobre la superficie de la tierra. —Entonces, esos tronaron completamente? —Mas ó menos, se les puede tener por cadáveres para la sociedad. —Y Ud. nó pertenece al mismo gremio? preguntó sonriendo el comerciante. —Nó al de los tronados. —Pero sí al de los destronados? —Así creo; aunque debe de ser á esa clase de destronados, que siempre quedan con lo necesario para vivir decentemente. —Y porque nó se casa Ud? preguntó Javier, al oír las últimas palabras del salitrero. —Nó habría convenido. —Anímese Ud. hombre; mire que le doy el ejemplo, antes de quince dias. —Solo que Ud. me busque á la novia. —Y nada más? preguntó con sorna el comerciante. —Nada mas; porque todo lo restante correría de mi cuenta, siempre que á la buscada nó hallase pero que ponerle. —Hasta yo que soy pobre, la aceptaría así. —Pero Ud. nunca podría ser marido cabal; observó el salitrero. —Por que razon? —Por ser quebrado. —Pues precisamente, esa circunstancia es la que mas me favorece. —Como así? —Desde que las muchachas siempre buscan á los buenos partidos, creo muy natural y lójico que acepten á los buenos quebrados. —Puede ser que hable Ud. como un ánjel de levita; pero sin embargo me parece, que nó habría muchacha alguna que aceptara su propuesta. —Y Ud. sería mucho peor para el caso, añadió el quebrado. —Nó veo porqué. —Por lo muy pasado que está, para poder ser futuro. —Que disparate! —Nó hay tal disparate; porque todo matrimonio de esa clase es un absurdo en pelota. Acaso los hombres hemos nacido violines?.... Yo le aseguro, mi veterano, que si yo fuera alguna vez gobierno, sin trepidar, establecería una ley muy favorable á la sociedad y al fisco, ó á la beneficencia pública. —Y cual sería ese aborto legislativo? —Que antes de verificarse un matrimonio, donde la desproporción de edades pasase de un cientoveinte por ciento entre los contrayentes, él, ó la mayor, tendría que entregar á la beneficencia pública del lugar la mitad de su fortuna. —Magnífica filantropía á costa ajena! —Así se evitarían, en parte, esos escándalos de lesa-humanidad. —Y qué; á mí, me considera Ud. en ese caso de ineptitud? preguntó algo amostazado el salitrero. —Ni tanto, ni tan poco; pero por ahí cerquita. —Por lo visto, interrumpió Javier entonces; parece que tambien, ustedes están decididos á casarse. —Noch nicht, mein herr,* como dicen los paisanos de Bismark; repuso el comerciante; porque la hora nó ha llegado. —Pues á mí, sí: al fin me sonó esa gran campanada en el corazon; pues como les he dicho, muy pocos dias faltan para que tenga que separarme del confortable gremio de los solteros. —Pero eso será in parlibus, solamente? —Poco mas ó menos, así será, despues de que entremos en la menguante de la luna de miel. ------------------- * Todavía nó, señor. ------------------- —Y que nó le vendrá en seguida la creciente? —A mi esposa, puede ser; pero lo que es á mí, lo dudo. —Supongo que algo carito le habrá costado el nido? observó el salitrero. —En solo plumas, llevo ya gastados mas de treintamil pesos. —Carambola! —Aprieta con la pájara! esclamó el comerciante. —Como ustedes lo oyen: todo eso me cuestan solo los vestidos y alhajas que le regalo á mi novia. —Así es que en las pajitas, ó sea en el menaje de casa, se irá otra suma parecida? —Por lo menos! esclamó Javier, levantando las manos. —Ahora calcule Ud. amigo, le dijo el salitrero al comerciante; si un quebrado podrá ser un buen partido. —Académicamente hablando, por qué nó? —Pues, si todavía tiene Ud. intención de casarse, le aconsejaría que nó pierda su tiempo y que, cuanto antes, pida la mano de la Academia; porque con el gravísimo inconveniente de que Ud. adolece, dudo mucho que haya otra hembra que se arriesgue á aceptarlo por esposo. —Nunca falta una rota para un descosido; observó Javier. —Y por qué he de cargar con una rota, cuando conozco á tanta muchacha buena y decente? preguntó molesto el comerciante. —Calma y buen humor, amigo: nó hay que enfadarse por los regalos que á uno le hacen, que al fin y al cabo, eso se hizo para quien lo quizo; repuso el salitrero, con cierto tono burlón. El pobre comerciante se levantó entonces del asiento que ocupaba y, sin replicar palabra, se puso á pasear á trancos largos de un estremo al otro del salon. Javier y el salitrero siguieron charlando, sin hacer caso de la separacion de su contertulio; y el primero aprovechó luego de esa oportunidad, para tomar el hilo de su tema favorito. El mayorazgo volvió pues, á hacerle la exajerada relacion de sus gastos de matrimonio y lo que todavía le restaba pagar, por los muebles que le debían concluir; y de que se cansó de repetirle aquello, al fin, tuvo el antojo de invitar á ese amigo para que fuera uno de los testigos de su matrimonio, fijándole el dia en que había resuelto hacerlo; á pesar de las muchas instancias de su desesperada novia, que anhelaba por que se realizase lo mas pronto posible ese feliz episodio. Paciente oía el salitrero palanganear al mayorazgo, cuando al sentir que un coche se detuvo en la puerta principal, de la casa el comerciante se llegó á la ventana y esclamó. —Faldas tenemos! Ahí asoman por la portezuela y nó acaban de salir....quizá sea porque me han visto; y retirándose de la ventana añadió: Apuesto que es alguna de las chicas resentidas del señor mayorazgo, que viene á pedirle cuenta de su próxima infidelidad. —Y cuando nó viene á pié, nó será tan cualquier cosa; observó el salitrero. —Así de tan buena calidad las gasta el señor mayorazgo. —Entonces será lo mas acertado que, cuanto antes, le dejemos el campo espedito. —Quizas sea necesario; añadió Javier con cierto misterio. —Oh! eso es muy justo! —Indudablemente, prosiguió el salitrero; porque en cuestiones con mujeres, mientras menos bul¬tos mas claridades', y en seguida se retiraron los dos amigos, dejándolo á Javier devanándose los sesos, por dar con aquel serafin incógnito que le venía á endulzar su soledad. A los pocos pasos se encontraron con la dama misteriosa, que iba á consolar á Javier; y todo fue contemplar aquel lindo y esbelto talle, cuanto peregrino rostro, que sin poder contenerse un instante, soltaron una de aquellas carcajadas capaces de fastidiar á sordos. —In...solentes! esclamó la dama con voz algo cascada. —Disimule Ud. mi señora, se apresuró á decir uno de ellos. —Soy algo mas! —Pues dispense Ud. señorona. —Soy mucho más! —Entonces perdone Ud. señorononona. —Es la señora condesa, tía del mayorazgo; les observó en ese momento Casimira, en tono de reprension y muy precipitada. —A los piés de Ud. exelentísima condesa! esclamaron ambos á la vez; y con el pañuelo en la boca, se largaron á la calle á concluir de reirse. Como Javier se quedase pensando en la desconocida Dulcinea, fácilmente se hizo la ilusion de recibir, por lo menos, á una liebre; y cuando la liebre se le volvió gato al ver la vetusta cara de su tía, sin poder disimular su disgusto, se dió una feroz palmada en la frente, esclamando: —Que chasco! —Que te ha sucedido? preguntó la señora Amalia, al dejarse caer en el sillon mas próximo. —A mí? Nada; nada, tía.... absolutamente nada. —Pues me congratulo sobre manera. Creí que quizas te hubiesen molestado esos imbéciles, que acaban de salir de aquí. —Y á que debo este placer? preguntó luego el mayorazgo, ya repuesto de su poco grata sorpresa. —Como soy tan zelosa por la buena marcha de tus asuntos, nó he querido dejar pasar un solo día, sin noticiarte de cierto incidente. —Que sucede? —Sucede algo muy desfavorable, muy inconveniente, muy contrario á nuestros planes. —Y que es ello? —Que debido á mi esquisita vijilancia y á la inmejorable diciplina que mantengo en mi casa.... —Acabe Ud. señora. —Pues te lo diré de una vez: que merced al prolijo espionaje que sostengo, ha caído en mis redes una carta que Isabel le dirijía á ese Eduardo, que tú debes conocer. —Oh! señora! señora! Eso es muy serio, y bastante grave; y puede ser de muy mal agüero para un novio. —Nó seas agorero: esas son candideces de colejial. —Candideces? Que la novia de uno le escriba cartas á otro! —Desde que la carta ha sido inútil.. —Sin embargo, eso me prueba, desgraciadamente, que si Ud. puede hacer un buen carcelero, nó sirve para conquistador. —Cómo! Me querrás negar que debido á mi cuidado, nó se nos escapan ni los pensamientos de Isabel? —Y de que me sirve todo eso; cuando hasta ahora nó ha logrado Ud., que piense bien de mí? —Oh! eso ya va á venir. Ahora que se vé entre la espada y la pared, sin tener mas amparo en el mundo que tú y yo, ya verás que nó tarda en decidirse por ti. —Ojalá consiga Ud. eso cuanto antes; porque de lo contrario.... el diablo nos ha de cargar á todos, y á Ud. por delante. —Nó tengas cuidado; repuso la señora con voz temblona. Tan luego que ella comprenda que nó es mas que una paloma enjaulada, destinada para ti, indudablemente que lograremos un feliz éxito. —Esperanzas! siempre esperanzas....ó nada, nada y nada. —Nó hay que desconfiar. Por las muchachas que la vijilan, yo sé lo chiquitito que se le va poniendo el corazon y, por eso mismo, espero un cambio completo de un momento á otro. —Volvemos á la misma historia de estar esperando. —Eres demasiado exijente; y deberías de pensar, en que hay conquistas que nó se hacen en un año. —Pero la de una mujer; la de una muchacha! —Cuando nó quiere, es mas difícil que conquistar un pueblo. Sin embargo, por la precipitacion con que va desfalleciendo su ánimo, creo que dentro de tres dias, ó antes, planta el pico del todo y.....cantamos victoria. —Ruéguele al santo de su devocion que así sea, y cuente con que en ese día le cancelare toda su deuda; pero si Ud. nó me da á Isabel por esposa en el tiempo que ha fijado, bien puede arreglar sus cuentas para marchar al otro mundo. —Jesús! Cuanta ingratitud! esclamó aterrada la señora. —Si tiene Ud. tanta seguridad de cumplir su promesa, á que se asusta? —Dices bien; tartamudeó la tía, haciendo de tripas corazon. —Entonces, sí he dicho bien; creo que ya nada mas tengo que decir. —Adios, Javier; balbuceó apenas la condesa, levantándose de su asiento. —Adios, mi señora tía; repuso el mayorazgo con indolencia. Y la señora Amalia tuvo que retirarse mohina y cabizbaja, sin recojer una sola gota de la lluvia de lisonjas que se figuró merecer, por la prolija vijilancia y la diciplina conventual que hacía sostener en su palacio. XIII. OTRA TENTATIVA. Sin que hubiera podido adelantar nada en su proyecto de salvación, y libando gota á gota su cáliz de amargura, se deslizaron triste y trabajosamente algunos dias mas para la infeliz Isabel. Cada hora se le iba haciendo algo mas difícil la realización de su bello ideal. La señora Amalia no se descuidaba un instante en su odioso espionaje, ni tampoco en la aglomeracion de materiales para el rejio mausoleo, donde había resuelto sepultar la felicidad de Isabel. Cual poderoso motor, hacía que todas las piezas que estaban bajo su dependencia, nó cesaran de funcionar ni de día ni de noche, en la labor que les tenía encomendada. A toda su servidumbre la obligaba á contribuir, sin descanso, á la perfeccion de su proyecto, hasta que pudiera llegar á feliz término en el dia que se había señalado. El dia y hora del sacrificio, ya estaban convenidos con el verdugo y sepulturero de Isabel; y á ese nó se le podía faltar, de ninguna manera. La sentencia debía de cumplirse, infaliblemente. Un minuto de descuido en la ejecucion, podía traerle sendas incomodidades y gravísimos perjuicios á la señora Amalia; y como siempre se estila que sea primero el uno que el dos, ya se puede imajinar cuanto haría la tal señora, para complacer á su sobrino. Casi insuperables obstáculos se presentaban, pues, para la salvacion de Isabel. Y que haría esa pobre paloma sin alas, en tan tupido zarzal?.... La mas densa oscuridad la rodeaba. Ni siquiera, á lo lejos, divisaba una insignificante luz que le pudiera servir de faro. Esa martirizadora situacion hacía languidecer su espíritu, y la desgraciada joven se iba consumiendo física y moralmente. Todas sus fuerzas estaban próximas á abandonarla, como á estraviado caminante en la aridez del desierto. Así tan infeliz se sentía. En uno de aquellos aciágos dias en que nó quiso tomar alimento, poseída de una profunda melancolía se llegó á su ventana, á contemplar las primeras flores de primavera que recien adornaban el jardin de ese palacio. Aquella preciosa ofrenda, con que la naturaleza tributa su gratitud al Creador, por lijeros momentos distrajo la imajinacion de Isabel, sirviéndole de pasajero narcótico para el alma. Entonces sintió adormecerse la intensidad de sus dolores; y aquella lijera tregua le permitió reflexionar, que si solo trataba de dejarse morir, menos alientos tendría mas tarde para procurar su salvación, en el caso de que alguna feliz oportunidad se le brindara. Había, pues, necesidad indispensable de darle vigor al cuerpo; y al pensar en eso, veloz como el rayo cruzó una idea por su mente, para mostrarle todavia una esperanza. Esa ráfaga de luz le hizo ver allá en el horizonte, cual vaga nubecilla, su enseña salvadora. Al mismo tiempo, tambien con grande pena, vió los obstáculos que se le interponían para llegar allí; pero era forzoso salvarlos: su propio bien así se lo imponía. Ella sabía perfectamente, que nó había un solo criado en la casa que nó fuera chileno, y que nó estuviese dispuesto á satisfacer cualquier capricho de su tía, por bárbaro y disparatado que fuese; desde luego, era ilusorio pensar que ninguno de esos postes humanos se pudiera doler de ella, para protejerla y contribuir á su salvación. El portero era todo un sultan, como verdadero señor de la gran puerta; y por su mezquino espionaje, muy digno de remplazar al mas zeloso eunuco en la entrada de un harém. En doña Casimira, á pesar de ser tuerta, era inposible que dejara de haber la rectitud, que la señora le imponía. De Celia nó se podía valer, porque ya la vijilaban casi tanto que á ella misma. Repasando todos esos inconvenientes en su memoria, recordó entonces Isabel haberle oído decir á su criada, que hacían varios días que tenían cocinero nuevo, y que este era un negro peruano; y fijándose en la circunstancia del paisanaje, nó hubo mas que aferrarse á esa única esperanza, aunque tanta fuera la diferencia de color, entre la linda desvalida y el presunto protector. El ser negro, no era ningun obstáculo para que su alma abrigase nobles sentimientos; y desde que había tenido la suerte de nacer en el Perú, su nacionalidad fue suficiente garantía para inspirarle confianza á Isabel. Era de su pais natal, era peruano; y aquella palabra májica repercutió en su mente y la sintió en el corazon, como una voz del cielo; con todo el encanto que tiene el recuerdo de la patria querida, cuando uno se ve en tierra estraña y sin amparo. Así estaba pensando en aquel negro, cuando casualmente recordó, al mismo tiempo, que la señora Amalia había salido, en union de Casimira; y sabiendo que los demás criados solo tenían que vijilarla, para que nó fuera á moverse de la casa, en el acto se propuso poner en planta su proyecto. Inmediatamente llamó á Celia; y finjiendo mayor decaimiento del que en realidad tenía, con voz lánguida le dijo: —Creo que por no haber tomado ningun alimento, en todo el día, es que me hallo con esta fatiga tan mortificante. —Y que quere que le traiga mi señorita? preguntó Celia. —Traemé ....al cocinero. —Y como pué ser, señorita? —Como que le dices que lo espero en mi saloncito, y que deseo darle instrucciones para que me prepare un guiso, capaz de darme ganas de comer. —Volandito, señorita! esclamó Celia y salió á todo escape, casi dándose con los talones en la nuca. Al momento tomó Isabel un retazo de papel blanco y, con rapidez desesperada, escribió unas cuantas palabras, pasando en seguida á su saloncito á aguardar llena de angustia y de zozobra, la aparicion del cocinero. El corazon le palpitaba precipitadamente cuando sintió que tocaron la puerta y, al abrirla, se encontró con una cara de azabache, de nariz aplastada y mirada tranquila; y adornada á la vez por una benévola sonrisa, que le descubrió dos hileras de blanquísimos y pequeños dientes. —Al verse el negro delante de la señorita de la casa, inmediatamente se quitó la gorra, y con el mayor respeto preguntó: —Que me yama su mesé? —Sí; porque me han dicho que eres peruano: es cierto? —Si, su mesé: de Trujiyo. —Y como te llamas? preguntó Isabel, dándole una rápida mirada al cocinero, para observar mas su semblante. —Ramon Catiya; contestó el negro con mucha seriedad. —Entonces, tú debes ser pariente del gran mariscal? —Nó miaga bula su mesé; repuso el negro con la cabeza gacha, dándole vueltas á su gorra. —Bien, Ramon; tengo deseo de que me hagas algun guiso al uso de nuestro pais, porque la comida de acá cada dia la hallo mas insipida, y me vá quitando por completo la gana de comer. —Lo que me mande su mesé, luaré con mucho guto y lo mejó que puera; dijo Ramon y se inclinó respetuoso, para retirarse á esperar órdenes. En ese momento tuyo que decidirse Isabel á confiarle su secreto; y llegándose á él, pálida y temblorosa, al ponerle en el hombro su blanca y pulida mano, le dijo con dulcísimo acento: —Puedo confiar en ti? —Posupueto, señorita! esclamó el negro muy satisfecho. —Ramon: por pertenecer los dos al Perú, desearía que me digas si puedes servirme, con toda tu voluntad y sin que nadie lo sepa? —En torito su mesé. Mande lo que quiera, que lo que me mande, hágare cuenta que ya taicho; repuso Ramon con firmeza. —Sabes leer? —Mu poquito: casi nara, esa letra menura. —Nó importa. Conoces la oficina del telégrafo? —Sí conozco, su mesé: lotoría me lanseñó mi compare Fracico. —Pues, entonces, lleva ahora mismo este parte, para qué lo despachen á Valparaiso. —Sí lo yebaré y lo voy hacé despachá, como lo manda su mesé. —Si llega á su destino, alguien te buscará mañana por la noche, ó pasado en el dia; y segun lo que te indiquen, te debes dar modos de avisarme lo que te digan, ó mandarme el papel que te den, haciéndolo todo con el mayor sijilo posible......Ay! Ramon! mucho padezco!....La situacion en que me hallo, ya se me hace muy penosa.... cada dia sufro mas....soy el ser mas desgraciado del mundo....Aquí nó tengo á nadie que me favorezca ni quien se duela de mí.... y por ser tú mi paisano ....me he resuelto.... á buscar tu apoyo.... Quieres salvarme? me serás fiel? Y todo esto lo dijo la joven en tono tan suplicante y conmovedor, y con voz tan ahogada por el torrente de lágrimas que derramaban sus lindísimos ojos, que el pobre Ramon, nó pudiendo sostener su filosófica gravedad por mas tiempo, se enterneció como un niño y, haciendo la cruz contestó: —Juramento! por eta, pa seoí en torilo a su mesé, y limpiándose una que otra lágrima con la gorra, se guardó su papel en el bolsillo, dando en seguida media vuelta, para marchar al paso redoblado al cuartel de su cocina. El parte que debía hacer despachar decía así: “Eduardo Belgrano: Ven al momento. Plazo siete dias para obligarme á casar con Javier. Contesta al cocinero Ramon”.—Y nó llevaba fecha ni firma, porque Isabel no lo tuvo por conveniente. De que la enamorada joven vió desaparecer á su compadecido protector, se quedó pensando en la suerte que tendría ese papel, al que así confiara su única esperanza y todo su porvenir. Cual jugador desesperado, apuntaba el último resto de su fortuna á esa carta predilecta, por entonces. Si perdía en esa tremenda jugada, todos los placeres y todos los encantos del mundo la estarían de mas. La idea de esa pérdida, la hacía estremecerse de pié á cabeza; la hacía sentir el hielo de la muerte en el corazon. Si hasta allí la persiguiese la fatalidad, su suplicio no tendría nombre. Su única aspiracion ya solo sería.... el nó ser. Torturada en estremo por tan crueles pensamientos, pasó la infeliz Isabel ese dia y el siguiente, sin saber si existía ó nó. La duda la tenía llena de timidez y sumamente azarosa, pues á veces se asustaba hasta de su propia sombra, y el mas lijero ruido la hacía saltar, sin apercibirse de ello. Tras de cada paso que sentía, ya se figuraba ver á la señora Amalia, trayendo muy contenta su papel para tirárselo á la cara. Pero, felizmente, nó sucedió así; nada de notable le pasó á esa mártir del sentimiento, en esas tan terribles horas de agonía, pues la única aparición que tuvo fue la de la comedida Celia, quien siempre trató de entretenerla; mas la pobre muchacha estuvo tan desgraciada con sus cuentos y sus chistes, esa vez, que no supo conseguir ni la mas leve sonrisa de su atormentada señorita. Viendo esa muy afectuosa criada, la segunda noche, que por mas que hacía, le era inposible llamar la atencion de Isabel y, mucho menos, auyentarle su tristeza, al fin confundida le dijo: —Por su mairecita que debe tar con losanjelito der cielo, ígame señorita, porque merezco verla tan acongojá? —Ay! Celia! esclamó Isabel con un profundo suspiro: solo Dios sabe, cuanto es lo que sufro ahora! —Jesú señorita! Tonce me paise quese cabayero é brea me lá entriteció, pá que la vea yorar como la mesma Olorosa ela catreal! observó lloriqueando la compasiva criada. —No lo creas así mi buena Celia, porque Ramon es un hombre de buen corazon. —Quen sabe pú; si será un cabayero regüerto comuna carceta, y lo gúeno tará pa entro y lo malo pa juera. —Y nó lo dudes que bien puede ser como tú dices; porque así como hay negros de nobles sentimientos, así tambien, hay caballeros, lindos mozos, de almas muy negras y perversas. —Así será pú señorita. Pero ígame tonce, por vía suya, que lacontecío pa que yore tanto?.... Tauté enfermita? —Nó, Celia: nada tengo en el cuerpo. —Ma vale así, pú....tonce nó me necesita pa ná, mi señorita? —Nó, mi querida Celia; puedes retirarte á descansar, si te parece bien. Y la criada no esperó la repeticion, para dar en seguida las buenas noches, y largarse, pasito á paso camino de su cuarto, á tomar la medida de su cama, sin haber menester mas instrumentos, que su buen sueño y su mal cuerpo. Mientras tanto, su pobre señorita se quedó aquella noche recostada en su divan, dominada por cierto hastío y dolorosa pesadez que nó le permitían disponer de sí misma, ni para dormir, ni para estar despierta; y sí, solo, para atormentarse de vez en cuando con una que otra horrible pesadilla, en las que siempre hacía el primer papel la muy noble señora Amalia, con toda su odiosidad. XIV. VIAJE INPREVISTO. Eduardo acababa de tirar la punta de un cigarro á la calle y se paseaba ajitado por su cuarto, pensando en el calzado de plomo que usa el tiempo, cuando uno tiene necesidad de utilizar los favores ó servicios de otras personas. Casi veía los infalibles obstáculos que siempre preceden, en este espinoso mundo, á la cosa mas insignificante y trivial que se quiera hacer; y fastidiado con aquellas ideas, á veces se pasaba la mano por la frente, recordando las mil incomodidades que había tenido que sufrir en el arreglo de sus asuntos, los que felizmente estaban para tocar á su término. Después de fijar su atencion en unas cuantas pequeñeces que aún le quedaban por zanjar, siguió su ejercicio con un poco mas de calma y, al volver la cara hacia la puerta, se encontró con un individuo que le dijo: —El Señor Eduardo Belgrano? —Soy yo; contestó el aludido. —Este parte. —Gracias; repuso Eduardo, al tomar el papel, y el mozo se marchó. Inmediatamente rompió el sobre, desdobló el pliego para ver la firma y....nó halló ninguna; mas al hacerse cargo del contenido, comprendió que era de Isabel y que su situación debería de ser muy penosa, para haber tenido que valerse de semejante intermediario. Nó había, pues, mas que volar en su socorro, sin dejar perder un solo minuto. En el acto resolvió marchar en el primer tren nocturno, para estar al dia siguiente en casa de la señora Amalia; y á fin de utilizar el poco tiempo que le restaba de permanencia en ese punto, al instante salió á ver á varios individuos, con quienes aún tenía algunos asuntos pendientes. Cómo andaría ese Eduardo en tales circunstancias! Sin tener alas en los pies parecía otro dios Mercurio, segun su manera de volar por esas calles y la rapidez, con que subía y bajaba las escalas, para arreglar todos sus negocios ese dia; y no obstante la desesperada lijereza con que se movía, estaba descontento de sí mismo, por sentirse tan exesivamente pesado. Para el ahinco de su deseo, nó era mas que una pobre tortuga achacosa, ya jubilada por vieja. En todo encontraba inconvenientes. Aquí sufría un codazo; allí daba un empellon; y si apurado pasaba por en medio de un grupo de hombres, difícilmente salía sin haber dado y recibido sus regulares pisotones. Pero, desde que el tiempo nó le daba lugar para nada, nó podía detenerse á dar escusas, ni tampoco debía hacer caso de dolor alguno, teniendo que dejarlo todo para despues; y con el afán de aquel judío, que fue condenado á seguir errante por toda su vida, así tenía que andar el pobre Eduardo por calles y plazas, por salones, estudios y escritorios; entrando aquí, saliendo de allá y sufriendo decepciones por mayor; halagado de cuando en cuando con dudosas esperanzas, y poquísimas veces satisfecho, por las personas que tenían obligaciones para con él. Ese día esperimentaba todo el poder de la fuerza inalterable de su paciencia, palpando los diferentes grados de honradez y picardía que gasta la sociedad. Así tuvo que pasarle con los individuos á quienes vió. Rebosando en sublime indiferentismo, algunos deudores de tres plazos trataban de hacerle comprender, que Selgas dijo perfectamente cuando dijo que el deber es nó pagar; y ellos, aferrados á esa confortable lójica, á fuér de cumplidos caballeros en cuanto á su sagrado deber, preferían perjudicarse, nó acordándose jamás de su molesto pagar. Otros le decían, con mucha cortesía, que aunque el plazo se había cumplido, la deuda nó se debía de cobrar, por nó haberse estipulado esa condicion en una cláusula especial; pero que, nó obstante aquel defecto, ellos harían un esfuerzo para proporcionarle alguna cantidad á cuenta, siempre que por la suma requerida les diera un recibo, por el doble de su valor, en atencion á la urjencia y al importante servicio que le prestaban. Esto le sucedió á Eduardo con alguno que otro letrado de muy buena fecha; y temeroso aquel joven de contajiar su conciencia con tan holgada enfermedad, al escape tuvo que dejar las sapientísimas guaridas, donde así se respiraba ese tan recto proceder. Cierto guapeton de aquellos que nó hacen caso de la ley, mientras nó se la apliquen á golpe (como sabiamente se estila á veces en Chile) le contestó muy entonado: —Hágame el favor, amigo, de nó incomodarme mas por ese pico ridículo, de esos ciento y tantos pesos, que ni merecen la pena; y esto se lo advierto á tiempo, para que la pese bien; pues cuando pienso, alguna vez, en cancelar mis cortas cuentas con mi notoria hidalguía, he visto que me es mas fácil el pegarle que el pagarle al mejor acreedor. Al oír tan política y comedida escusa, el acreedor nó tuvo mas que seguir su camino sin chistar; pero sintiendo, sin embargo, nó tener tiempo suficiente para buscar una autoridad, que á ese deudor tan despótico le hiciera imprimir la ley, mas abajo de las espaldas. Y en cuanto á esperanzas de pagos, tampoco fueron para desairadas, atendido el corto plazo de que disponía Eduardo. Un labrador le ofreció pagar, sin otra demora, que la que necesitasen para llegar á su madurez, los granos que iba á sembrar; un comerciante de crédito metafísico, con el producto de las letras que debía jirar ese dia, en contra de sus acreedores del exterior; un artesano de vida alegre y conciencia holgada le prometió, con toda formalidad, entregarle hasta el último medio que ganase en los lunes de ese mes; cierta viudita de nombre Justa y de cascos alegres, contaba con el efecto de su afecto en don Fulano y don Zutano, para cancelar sus cuentas; y añadía con mucha gracia, que siendo ellos los pecadores, era muy natural que pagasen las deudas que hacía Justa; un médico de fama mortífera le dió esperanzas de cancelarle su cuenta, con la cosecha que obtuviese de la primera epidemia, que invadiera la poblacion: por supuesto, que sin contarse él, ni por asomo, en el número de los invadidos; y por último, todo un señor militar, mas gastador que hijo pródigo, mas parlanchín que barbero y llamado Tercerola, le ofreció pagar á Eduardo con dos tercios de la tercia parte, de la tercera cantidad, que el gobierno le asignara de montepío á su tercera mujer; y hasta entonces, el heroico Tercerola.... nó había pensado en casarse. Bien se comprende que con tan halagadoras esperanzas, debió haber quedado el acreedor altamente complacido y satisfecho; y sobre todo, con el mucho jugo metálico que les había logrado esprimir á sus muy cumplidos deudores. Indudablemente! Que mas podía apetecer? Quien nó diría que ya había conseguido lo necesario?....para volverse loco, parece que sí. Mas como en la vida de este mundo nó todo es, ni bueno, ni malo completamente, al fin tuvo la suerte Eduardo de encontrarse con unos cuantos deudores, de esos que cuando tienen que cumplir, cumplen sin que les hagan observacion alguna; y felizmente, los que tenían que entregarle las mayores cantidades eran de esos, y nó de la pacotilla de los licurgos, ni de la pandilla de los salteadores bravucones, ni tampoco de la raza de los que querían mantenerlo con esperanzas, mas que vagas. De otra manera, habría tenido que gastar un poco mas de paciencia y de calzado, para recojer su dinero; aunque, también, nó fue despreciable la dosis, que de ambas cosas gastó ese día. Al fin de la jornada fiduciaria, cuando á Eduardo le tocó la vez de descansar de sus molestias, hizo un lijero resumen de las últimas requisitorias; y el resultado que obtuvo lo entregó á uno de los diferentes bancos, donde tenía colocadas otras cantidades, recabando en seguida las constancias respectivas, de todos los depósitos que había hecho, tanto en ese como en otros bancos. Ya casi al anochecer regresó á su alojamiento, se vistió su ropa de viaje, y pidió que le trajeran la comida; lo que mas bien fue por mera ceremonia, pues nó pudo hacerle muchos honores gastronómicos, á los platos que le presentaron. Concluida esa indispensable obligacion para los habitantes de este planeta, tomó su café y, en seguida, comenzó á acomodar las pocas cosas que debía llevar en su maleta, á fin de tener todo listo con bastante anticipacion á la salida del tren. Y nó habiendo ni muchas, ni grandes cosas que guardar, tampoco ese arreglo le quitó mucho tiempo, que digamos; por lo que despues de concluir con esa infalible tarea de víspera de viaje, pudo permitirse fumar un buen cigarro, meditando en lo que debería hacer el día siguiente en Santiago. Así estaba haciendo su acopio de ideas al acabar su habano, cuando se presentó el coche encargado para conducirlo á la estación del ferrocarril, juntamente con su equipaje de soltero; y esa operacion se hizo inmediatamente, sin que nada de útil se quedase olvidado. A los pocos minutos de llegar á la estacion, y acomodarse nuestro viajero en un asiento de primera, sintió el grito de despedida de la locomotora; y el tren se puso en marcha, llevando á todos sus pasajeros inclusive sus cacharpas, con la fuerza del mas poderoso ajente de este nuestro siglo metálico, cuya divisa nó merece ser otra que time is money. Y en verdad que, á juzgar por la galantería de la época presente, nó se le pudo favorecer con mas lisonjero piropo al señor tiempo. Que mas se quiso ese viejo travieso! Ni que mayor elojio se le pudo hacer, que compararlo con el dinero? Ninguno!....por lo que hace á las ideas de hoy. Como pensamiento encomiástico, nó es posible que haya nada mas sublime, para el siglo diez y nueve. Es todo un idilio de oro. Pero nó obstante, mejor será que prosigamos; á fin de nó perder, tambien, nosotros, ese dinero irrecuperable que en español se llama tiempo. Pues que siga el viaje!.... El tren corría como un condenado, vomitando chispas á babor y estribor. La noche estaba mas oscura, que cara bruñida de negro, á medio dia y con sol. El cielo nó contaba ni con la punta de una miserable estrella, para entretener la vista. Y el lamparin del vagon daba una luz tan funeraria, que quien quisiese mirarla á gusto, tenía que cerrar los ojos. Sin embargo los pasajeros iban perfectamente. Y mas divertido que todos ellos, nuestro preocupado Eduardo, que si nó tenía sueño, tampoco debía leer, y, mucho menos conversar; porque sus muy amables vecinos, y compañeros de viaje, se echaron á hablar en aleman con el olímpico Morfeo, y el diablo que los entendiera. A Eduardo le fue, pues, inposible participar, debidamente, de aquella sostenida discusion de ronquidos. Por mas que quiso, nó hubo caso, ni tampoco el soporífero maestro le quiso hacer caso. En vista de su adversa suerte y de su crasa ignorancia, para merecer tomar parte en ese ladrado certamen, nó hallo otro recurso ad hoc en contra de su fastidio, que el de cerrar bien los ojos y entretenerse consigo mismo, como la imajinacion le ayudase; mas le fue tan perversamente en esa distraccion mental, que, sin querer, saludó lijeramente al sueño, y por ese solo minuto que durmió le vino tan odiosa pesadilla, que lo hizo despertar otra vez para seguir de observador. Entonces ocurrió á la benevolencia de un cigarro, y este pudo al fin disiparle algo del hastío que sentía, envolviéndolo en sus nubes aromáticas, y contándole las mil historias que, á solas, suele contar un buen cigarro. Y desde aquella favorecedora circunstancia, ya nó hubo nada mas de notable para Eduardo que el monótono movimiento del tren, acompañado del arrullo nazal de algunos roncadores y del penetrante chirrido de las ruedas, al voltear las curvas de gradiente, ó á la llegada de algunas estaciones intermedias. Nada mas tuvo Eduardo con que entretenerse. Ni tampoco podía aspirar á mas, ni á que hubiese algo que le llamara la atencion, quien tan preocupado iba, y nó abrigaba otro deseo que el de llegar pronto y bien, á la conclusion de su viaje. Y así, al fin, vino á suceder; pues pasadas algunas horas de aquel meneo á vapor, al toque de la campana se le presentó al maquinista la gran estacion deseada, con sus luces y oficinas y su barullo de jentes; y á, poco que paró el tren, los pasajeros saltaron de los vagones y, casi á todos, se los llevaron los coches de alquiler á sus respectivos domicilios. Salvo error ú omisión, de los que se fueron de otro modo. XV. UNA CONFERENCIA. Despues de dormir poco y mal, Eduardo al dia siguiente de su llegada á Santiago, á la una de la tarde entregaba su tarjeta al portero del palacio de Toroguapo, para que este la pasara á la señora Amalia. Todo fue que la condesa leyera el nombre grabado en esa tarjeta, que al momento se le pararon los cabellos y le principiaron á arder las orejas, cual si la quemara un sinapismo; por cuya espeluznante y ardorosa circunstancia, inmediatamente llamó á Casimira para resolver en consulta, si sería, ó nó, conveniente, recibir la visita extraordinaria de aquel misterioso sujeto. La condesa apeló á dicho desahogo, porque algo había en su conciencia que la tenía indecisa; y desde que su confidente se hallase en autos, respecto á las pretenciones de Eduardo, le aconsejó que lo recibiera para desengañarlo de una vez, á fin de que nó volviese á tener el atrevimiento de presentarse, ni de pensar mas en esa fruta que nó se cultivaba para él; y todavía añadió la tuerta, revolviendo respetuosamente el único, que salvado el mejor parecer de su señora condesa, ella creía que tan luego que lo desengañase completamente, se daría por muerto el tal sujeto, ó cuando mas, quedaría con los alientos necesarios para ir á enterrarse á su tierra. Oído aquel dictamen con la gravedad del caso, la señora Amalia convino en aceptarlo como modelo de sentencia, para el juicio en que iba á fallar y, en tal virtud, se le ordenó al portero, que hiciera entrar al individuo que se había presentado. El portero trasmitió esa orden con la precision de cualquier tubo acústico, y Eduardo, sin esperar á que lo condujeran, muy luego se presentó delante del concejo de las brujas, diciéndole á su presidenta: —Señora Amalia, le deseo muy felices dias. —Y yo tambien, señor mío; repuso flemáticamente la señora. Pero ante todo, debo decirle que me estraña mucho el verlo por esta mi casa, en hora tan inaparente; mucho mas, cuando nó hay, ni ha habido nunca entre nosotros, asunto alguno que haya requerido la urjencia, de tener que verlo á Ud. al medio dia. —Quien sabe, señora, repuso tranquilamente Eduardo; si ahora existe ese asunto, que necesita ser tratado con urjencia. —Y que gran cosa puede ser quella, capaz de motivar esa necesidad tan urjente? volvió á preguntar con tono muy acre la señora Amalia. —Lo que motiva esa necesidad que tanto la molesta, es un asunto que debemos ventilar entre Ud. y yo, solamente; y desde luego, nó tenemos necesidad de mas testigos, pues tan solo á Ud. y á mí nos interesa. —Retírate entonces Casimira; ya que este caballero nos hace retroceder al siglo doce, época en que se dice confesaban las mujeres, pues presumo querrá confesarse conmigo; y, como tú bien sabes, en semejantes casos nó pueden haber mas personas juntas, que el confesor y el penitente. Al oír aquella indirecta cobosiana, la camarera mayor tomó el portante, y al verla salir, la señora prosiguió: —Ahora ya estará Ud. satisfecho, señor mío! Puede Ud. principiar su confesion; pero tambien debo advertirle que, si existe en su conciencia el gravísimo pecado que sospecho, mas que difícil será que Ud. pueda merecer mi absolucion. —Como buen penitente, á todo estoy resuelto. —Pues entonces venga de una vez ese yo pecador, y sepamos el motivo que lo trae á Ud. aquí; añadió fastidiada la señora. —A fin de molestarla lo menos posible con mi presencia; repuso Eduardo, tomando asiento junto á la señora: seré lo mas lacónico que me permita nuestro idioma. Señora: el objeto que aquí me trae, es el pedirle á Ud. la mano de la señorita Isabel. —Que dice Ud? preguntó la señora Amalia, haciendo la sorda, y poniéndose al mismo tiempo la mano tras la oreja, como para oír mejor. —Que formalmente le pido por esposa á su sobrina, la señorita Isabel; repitió Eduardo, levantando un poco mas la voz. —Hombre! está Ud. en su juicio? —Y muy cabal, señora mía. —Pues yo nó lo creo así, sino escapado de algún hospital de locos, para que se esprese de semejante manera; porque es inposible que Ud. deje de saber, el serio compromiso que existe entre la señorita Isabel, á quien Ud. pretende pedirme por esposa, y mi sobrino el exelentísimo señor mayorazgo de Altomuro. Y sin agraviar lo presente, ni lisonjear á mi sobrino, nó me podrá Ud. negar que Javier es un hombre muy de peso, muy digno, y muy á propósito, para hacer la felicidad de mas de una mujer? —Nó lo negaré, señora, que así sea; siempre que las damas que busque, las halle bien adecuadas para ofrecérsele en venta. —Oh! yo nó quiero decir eso.... —Así lo presumí.... —Ni tanto, ni tampoco, señor don....don... que se llama Ud? —Eduardo Belgrano, señora. —Bien, don Eduardo Belgrano. Si Ud. están miope, que nó ha podido ser capaz de notar la desmedida y enormísima diferencia que existe, entre mi sobrino y un sujeto como Ud., debo hacerle presente que es un atrevimiento de parte suya, el tener las pretenciones que tiene; porque Ud. nó vale para mí, ni un comino, comparado con el muy noble mayorazgo de Altomuro. —En que sentido, señora; si se me permite la pregunta? —En el sentido del valor metálico de cada uno, que es el mas importante y que, como tal, es el que rije en el mundo de hoy; y considerando yo tan altamente apreciable circunstancia, por ser la única y absoluta tutora de Isabel, he resuelto casarla tan solo con un hombre rico, para que pueda ser feliz en su matrimonio. —Y cree Ud. que á una joven le baste ser rica, para ser feliz? —Indudablemente! De otra manera tendría que sufrir muchas penurias mi querida sobrina, si tuviese la fatalidad de unirse á uno de tantos cualquieras que solo saben amar como poetas, sin cuidarse jamás de la prosa del estómago, ni menos de las infinitas necesidades del cuerpo de una mujer elegante; las que, como Ud. podrá suponerse, nó son para sostenidas fácilmente, pues ellas principian por el salon de recepciones, los roperos, coches y parejas de caballos, y concluyen por el servicio de casa y mesa y los enseres de cocina. —Es una magnífica observacion la que acaba Ud. de hacerme, señora. Me parece muy justo que piense Ud. así, una vez que como yo presumo, haga todo eso por contribuir á la felicidad de su sobrina. Pero podría Ud. decirme, señora Amalia, con la mano puesta sobre el regulador de su conciencia, que en esto procede Ud. á gusto y satisfaccion de la señorita Isabel? —Poco mas ó menos, así es; contestó amostazada la señora y luego preguntó: Y Ud. me podría decir, con que autoridad se atreve á pedirme esplicaciones, respecto á lo que yo hago en mi casa? —Nó he pretendido tal cosa, señora; sino saber, solamente, si es del agrado de la señorita Isabel el ventajoso matrimonio que Ud. le propone. —Pues veo que no puedo tener la suerte de entenderme con Ud.; pero, nó obstante, todavía me resignaré á tener la paciencia de preguntarle: que le importa á Ud. que el matrimonio sea, ó nó del agrado de Isabel? Que tiene Ud. que ver, si se casa á su gusto ó al mío? Y por último; que le va á Ud. en este asunto? —Algo mas que la vida, señora: me va el alma; porque, después de Dios, Isabel es á quien mas ama mi corazon; por eso le ruego encarecidamente, me quiera hacer la gracia de llamar aquí á la señorita Isabel, y preguntarle, si ella acepta gustosa el matrimonio que Ud. le ofrece, ó si prefiere hacer el bien de concederme su mano, para llevarme hasta el cielo?....Y después de complacerme así, le prometo mi buena señora, que sea cual fuere mi suerte, siempre le viviré agradecido. —Caballero! Es ya demasiada inpertinencia, el que Ud. me exija semejante humillación! —Creo que nó pido una injusticia. —Pero es un grosero faltamiento á mi señorío. Porque debe Ud. saber, amiguito, que yo nó tengo á nadie para darle cuenta de mis acciones en la tierra y, mucho menos, á tan intruso mequetrefe como Ud. —Es decir, señora, preguntó Eduardo con calma; que porque yo nó soy rico, nó puede Ud. aceptar mi propuesta? —Ud. lo ha dicho! —Y es posible, señora, que tan sin rubor alguno y sin que nada afecte su conciencia, sea Ud. capaz de entregar así un alma inocente á la perdicion, y causar la desgracia de toda una vida llena de esperanzas, solo por un poco mas ó menos de metal? —Desde que yo pienso mejor que Isabel en este asunto, creo que sé perfectamente bien, lo que á ella le conviene. —Pero nó siendo Ud. la que se casa, juzgo que debería comprender, que con tan despótico manejo se hace aún mas criminal que los judíos crucificadores, mas que los sanguinarios mahometanos y todavía mas, que los inhumanos inquisidores; porque el suplicio á que conduce Ud. á Isabel, nó tiene nombre: basta que nó lleve consigo la muerte, para que sea el mas bárbaro y cruel de todos los que se conocen. —Hombre! que exaltación es esa! A que viene tan filantrópica perorata? —Señora! es el sentimiento humanitario el que me obliga á hablar así! —Pues siento mucho que su sermon sea en desierto; porque ha de saber Ud. que á pesar de sus exageraciones y de sus escrúpulos de conveniencia propia, toda su perorata es para mí como el ruido de un moscardon; y si todavía necesita que me esprese algo mas claro, le agregaré, que por tenerlo á Ud. por un cualquiera, ó un aventurero misterioso, nó podré aceptarlo, jamás, para esposo de Isabel, en los dias de mi vida....Ha comprendido Ud? —Perfectamente, señora. —Entonces, ya nada mas tenemos que hacer. —Todavía nó, señora. —Cómo! —Aún dos palabras mas debo decirle. —Pues despáchese de una vez. —Si acaso yo nó fuese tan pobre, como Ud. me supone y, si contase con un capital, que bien manejado produjera tanta ó mayor renta que la del señor don Javier, me aceptaría Ud? —Hombre! Ud. sueña! —Nó señora, muy despierto que estoy. —Ya quisiera yo ver y palpar esos estupendos castillos en el aire. —Pues aquí los tiene Ud. señora, en tierra firme; añadió al instante Eduardo, sacando del bolsillo una larga cartera y mostrándole, en seguida, varios títulos de acciones de sociedades mercantiles importantes, juntamente con algunos recibos por depósitos efectuados en bancos chilenos y arjentinos, por valor de cientocincuenta mil pesos. Al ver toda aquella cantidad sobre su mesa, sin marearse, ni perder su gravedad, la señora Amalia limpió tranquilamente sus anteojos y, despues de asegurarse que estaban bien montados, se puso á examinar esos papeles uno á uno, por uno y otro lado, con la escrupulosidad de un litógrafo. Esa prolija operacion duró algunos minutos; y de que concluyó de mirarlos y remirarlos á su regalado gusto, se quedó perpleja por un momento, así como indecisa á dar crédito á lo que veía, pues entonces era casi inperceptible el desnivel metálico, entre los dos pretendientes de Isabel; pero fuese por capricho, conveniencia, ó acaso algún afecto por Javier, la señora tuvo la desgraciadísima y fatal ocurrencia de decir: —Y quien me asegura, que todo esto pueda ser cierto y nó, falsificado? Al escuchar insulto tan hiriente, en el acto recojió Eduardo sus papeles, tomó su sombrero, y con tono fuerte y reposado contestó: —Señora! Jamás hubiera creído que quien tanto presume de nobleza, se estimase tan poco y al estremo, de nó saber apreciar á los demás.... Debo pues hacerle saber, que en esta desgraciada conferencia he podido sufrir, lo que nunca en mi vida supe tolerar. El martirio á cuya prueba se ha sujetado esta vez á mi amor propio, ha sido aún mayor de lo que imajinarse pudiera, porque con crueldad inaudita me ha obligado Ud. á saborear gota á gota y beber hasta las heces, toda la satánica hiel de su odiosidad para conmigo; y despues de martirizarme tanto, todavía le ha sido necesario para satisfacer su injusto encono, tratarme con el desprecio que se trata á un miserable y llenarme de improperios....Mi suplicio ha sido pues atroz!.... Recien comprendo que solo por la santa pasión que mi pecho alienta, es que he podido soportar tranquilo tanto vejamen y tanto insulto, como los que me ha prodigado Ud. desde un principio; y recien concibo, señora, que solo por amor he podido sufrir lo que he sufrido, que sin ese sentimiento que tanto enaltece á la criatura, nó habría sido yo quien, siquiera, le tolerase un mal jesto: sí señora, así habría sido! Pero á pesar de mi sumision, Ud. ha abusado, porque ha querido agotar del todo mi sufrimiento. Ud. me ha doblegado tanto y tanto, que al fin ya nó ha habido resistencia para mayor humillacion, y he tenido que reventar para recobrar mi dignidad....Despues de la ponzoña vertida en esas últimas abominables palabras, en esos dardos infernales, con que ha logrado envenenar mi espíritu; después de esa última incalificable ofensa, con la que Ud. me ha herido en lo mas delicado del alma, mas que indigno me creería de ser quien soy, si tocante al asunto que aquí me trajo, todavía atravesara una sola palabra mas, con ....tan ruin y despreciable mujer! —Deslenguado! Insolente!! gritó entonces furiosa la señora Amalia y se enderezó enérjica, cual movida por un resorte poderoso, dando al mismo tiempo un feroz manazo contra la mesa. —Si tal fuera; ya Ud. habría sucumbido bajo el tacon de mi bota, como asqueroso reptil; repuso Eduardo, con severidad; y luego salió tranquilamente del salon, dejando á la señora Amalia con los labios entreabiertos y temblorosos de cólera, sin poder pronunciar algun piropo contundente, para despedir á su huésped. Pobre señora Amalia! Que chasco el que sufrió! Por falta de una espresion á propósito, mal de grado, tuvo que desfogar su rabia en unas cuantas moscas curiosas, que se le metieron á la boca, mientras se marchaba Eduardo. Pero, que cara pagaron su curiosidad las infelices! Por tan grave desacato, en dos pasadas las convirtieron en masamorra de caviar á la natural, las bien curtidas encías de la condesa, y unos cuantos dientes, en dispersion movediza, que también concurrieron al acto de tan suculenta molienda. XVI. UN POCO DE LUZ. Desgraciadamente para nuestra martirizada Isabel, Ramon nó pudo hacer despachar el parte el mismo dia que se lo entregaron, porque antes de que pensara en salir á la calle, los otros sirvientes invadieron sus tiznados dominios; y por cortesía, nó hubo mas que volverse orejas y paciencia y soportar la majadería de su charla, revestido de santa resignación, y seguir la bulliciosa corriente hasta donde lo llevasen las lenguas. En eso las horas pasaron, avanzó la noche y ....ya nó hubo tiempo. Catiya tuvo, pues, que soplarse un coleron muy competente, por aquel percance; pero, al fin, nó halló mejor remedio que tragárselo, y ver modos de dijerirlo en íntima consulta, con el colchon y la almohada. Al dia siguiente, cuando el rubicundo Febo sacó á relucir sus mofletes de caramelo, las obligaciones matinales tampoco le permitieron á Ramon distraer un solo instante, para cumplir con el encargo de Isabel. Y el haber faltado hasta entonces á su promesa, lo tenía en ascuas al pobre negro. Cada vez que miraba el desgraciado papelito, involuntariamente se le escapaba un suspiro. —Pare mío San Benito! esclamaba Ramon, desesperado; sacame con bié dete apuro y te rezo un parenueto en crú! y todavía te regalo tamié, un reló diá riá! Esta imprecacion la repitió con gran fervor por varias veces, y cuando le pareció que la cuenta que tenía que saldar pasaba de seis padrenuestros y otros tantos velones, selló el pico el aflijido devoto y se puso á menear las ollas desesperadamente. Sin embargo, esas faitigas nó le duraron mucho tiempo; porque despues de darles el almuerzo á los sirvientes, pudo salir sin ser visto del portero, ni de nadie, á la una y minutos de la tarde. Para hacer su sijilosa escapada, aprovechó de una puerta pequeña del jardin que daba á una calle poco concurrida, y de la cual solo se servía el cocinero, á fin de que nó transitara por el elegante principal, acarreando los suculentos artículos de su nó muy pulcra profesion. De que Ramon se vió en la calle y echó escudriñadoras miradas por ambos flancos, volvió á cerrar su puerta muy despacito y, en seguida, á todo escape se largó á la oficina del telégrafo; ahí cumplió su cometido, soltando dos palabras y unos cuantos centavos; y dando media vuelta sobre la izquierda, á paso de trote estuvo otra vez en su cuartel, meneando las ollas y cuidando en su esfera de médico, del bienestar y salud de la pequeña fracción de la humanidad, que por aquel tiempo se le tenía encomendada. El tratar de médico á un cocinero, quizas le haga arrugar el científico entrecejo á algun pichon de Esculapio; pero nó obstante, persistimos en que hay su poco de parecimiento, en la misión de ambos personajes. Para los que somos legos en materia hipo-galénica, la manera de curar segun el antiquísimo sistema alopático, que algunos han llamado arte conjetural, casi nos parece, algo así así, como un método alquitarado de cocina. Ello tiene cara de disparate; pero vamos al decir. Si la mision del cocinero trae consigo el humanitario fin de sostener al individuo, por medio de sus obras y de cuidar, constantemente, de halagarle el paladar, con esas mismas obras; el médico, sin cuidarse de paladares ni del sabor de las suyas, tambien se dedica en su cuerda á la conservación del mismo individuo, con toda su ciencia, con toda sus drogas y, á veces, con toda su charlatanería. De la misma manera, que para la cocina se indica el modo de hacer caldos, tortillas, pasteles y confites, así tambien, en la medicina hay su método para el arreglo de purgantes, pastas, píldoras y otras golosinas de ese jaez; y como lo saben hasta las viejas, que meten su cuchara en el oficio, tanto la una como la otra, nos administran infusiones y cocimientos, segun y por donde lo requiera la ciencia de cada profesion. Por estas coincidencias, fuera de muchas otras, entre esos sujetos tan nada parecidos á la simple vista, quien nó creería que médico y cocinero son figuras profesionalmente congruentes, ó como quien dice, poco mas ó menos, del mismo valor? O si se quiere, casi á propósito el uno, para formar la media naranja del otro? Y, sin embargo, hay una enorme desventaja para alguno de ellos en la tal suposicion! Vamos á verlo. Segun sabemos, el oficio de cocinero trae consigo el deber de conservarnos la vida, por medio del alimento sano, sabroso y nutritivo, que nos proporciona mediante su arte y nuestras facultades pecuniarias; y el señor médico, en cumplimiento de su profesion, tambien está obligado á sostenernos la salud en buen estado, por medio de sus conocimientos científicos. Hasta ahí, parecen tal para cual. Pero siendo de todo punto indispensable proceder en justicia, nó podemos dejar de decir, que si el cocinero cumple, jeneralmente, con su obligacion (salvo alguna crápula), á su científico competidor nó siempre le sucede lo mismo; pues con nó poca frecuencia le pasa, que cuando él quiere dar la vida, suele en vez darnos la muerte, con la pócima que administra. Ahora, quienquiera que tenga vocación ó embocadura de juez, diga cual de los dos sale perdiendo en el supuesto parecimiento?...... Supongo, señor lector, que Ud. nó dirá nada á ese respecto; ó cuando, mas, que lo dicho nó pasa de un lijero entretenimiento; y hasta lo creo capaz de agregar, que mas provechoso sería seguir con nuestra romántica historia, sin necesidad de intercalar esos paréntesis, que poco, ó muy nada nos importan. Eso lo creo muy probable, si es que cabe en lo posible. Y desde que la paz y concordia, entre toda clase de prójimos, es lo mas satisfactorio para la vida, adivinando su observacion, respetado lector, gustosos accedemos á ella y, con su permiso, proseguimos nuestro relato. Ya sabemos, como es que Ramon canceló su cuenta del parte, mediante algunos pasos, centavos y palabras, y porque entrometida circunstancia nó pudo hacer aquello antes. Ese desgraciado retardo en la cancelacion de dicha cuenta, causó muy graves daños y perjuicios, pues produjo una terrible capitalización de intereses en el activo cerebro de Isabel. Es cierto que, segun los medidores corrientes del tiempo, solo era cuestion de un dia de demora; pero segun la vehemencia de la joven y á contar por los latidos de su corazon, ese atrazo era de una duracion ilimitada y, por lo mismo, de muy alarmantes síntomas para su agobiada esperanza. Ella calculaba que, si Ramon había cumplido, ya debía haber llegado el parte á su destino y que, tambien, tenían tiempo suficiente para haberlo contestado; pero, si Eduardo estaba enfermo y quizas en cama, por mas que quisiera, le sería muy difícil hacer algo; y sí, para mayor desgracia, era su alma la enferma de ingratitud, ú olvido... ¡adios felicidad! adios todo! porque ya nó habría voluntad, para molestarse en contestar. Pero tamaña crueldad era inposible! Esa infamia nó podía tener cabida en el corazón de Eduardo. Así pensó Isabel y, en tal virtud desechó, al instante esa fatal idea, asustada de su perversidad; y santiguándose, al mismo tiempo, por la mala ausencia que hiciera de su amado calificó de obra infernal á tan infeliz pensamiento, atribuyéndoselo al mismo demonio, director y protector de los inicuos planes de su tía. Entonces recapacitó y se convenció, de que nó podía suceder otra cosa, sino que Eduardo estaba enfermo en cama y que, quizas, nó tenía posibilidad de contestar. Pero fuese la ingratitud, ó la enfermedad, lo que motivase tal demora, la situacion para ella nó perdía un solo grado de su espantosa gravedad; porque al fin y al cabo, el tiempo tenía que seguir su curso, sin que nada, lo detuviera. Y al aumento de aquellas dolorosas conjeturas que cada instante eran mas crueles, Eduardo, por hacerlo mejor, también contribuyó muchísimo con el día perdido, en la desgraciada conferencia con la señora Amalia. Por esa fatal circunstancia, le ocasionó á Isabel una pérdida total de tres dias. Pero que tres dias!... Para quien se hallaba al borde deleznable de un abismo, esos tres dias debieron de ser algo mas, que la condensacion de tres siglos de sufrimiento. Y para que el suplicio fuese completo, todos aquellos dias nó había tenido el mas lijero aviso de Ramon, al estremo de nó saber si continuaba, ó nó, de cocinero: pero, temerosa de que algo sospechasen si preguntaba por él, prefirió privarse de tan exijente deseo y sufrir en silencio su desgracia, antes que malograr su última esperanza. Así, con tan angustiosa zozobra, se pasaba aquel pesadísimo tiempo; y como al cuarto dia nó hubiese querido almorzar Isabel, á la hora de costumbre de la casa, poco despues de la una de la tarde, Celia se le apareció, trayendo varios platos en una bandeja, y al colocarla en la mesa esclamó: —Güenazo turaito, señorita!...Er cocinero miá icío, como nuá armozao tu amita, yevalelo que lá de gutar y aquí toy, señorita, pa sevirla lo que quera. —Te agradezco mucho tu comedimiento, mi querida Celia; repuso Isabel, muy cariñosa. Deja eso ahí por un momento y vete á desempeñar tus quehaceres, que nó tardaré en tomar alguna cosa, pues ya me siento con un poco de apetito. —Tonse, adiosito señorita; y que toílo merezca tar prefeulamente pa su regalao palaár; dijo la moza y salió en seguida, cerrando la puerta con mucho cuidado. Con la festiva venida de Celia, y la recomendacion del cocinero para las viandas que mandaba, en Isabel volvió á nacer la esperanza de salvarse, pensando en que los platos serían magníficos conductores de comunicaciones, entre ella y su muy oscuro protector; y le bastó aquella sospecha, para que luego tratara de traducirla en realidad, creyendo que algo bueno le trajera esa especie de lunch, que había merecido ser recomendado por Ramon, como tan bueno que debería gustarle. Esa honrosa mencion, en el acto le inculcó la idea, de que allí debía haber gato encerrado; ó en su defecto, algo muy grato para ella. Reflexionando así, y con el pecho ajitado por la emocion de tan dulce esperanza, Isabel principió á levantar los platos uno por uno y á examinarlos escrupulosamente, por ambos lados, creyendo hallarles algun pedazo de papel pegado al fondo; pero desgraciadamente, esa requisitoria le salió mal y la pobrecita, de pena de verse chasqueada, sin pensar soltó el último plato y, al instante, se hizo trizas en el suelo. El ruido de la avería llamó su atencion, y al notar el destrozo que había hecho, con profunda melancolía esclamó: —Ay! quien creyera que con tanta facilidad se pierda una esperanza! Así, como ese plato, ha quedado la primera que hoy concebí....vamos, pues, á la segunda. En seguida, con minuciosa prolijidad, desdobló cada una de las servilletas que le trajeron, y lo único que pudo conseguir, fue clavarse la mano izquierda, con un alfiler traidor que contenía la mas chica. Y aquel pinchazo le dió ganas de llorar; aunque no tanto por el dolor que le causara, sino por la decepcion que le hacía sufrir. Ese alfilerazo lo sintió en el alma! Entristecida con esos dos desengaños, se puso á mirar lo que traían los platos, y vió que el uno le brindaba dos rebanadas de jamon y una de queso; el otro, un retazo de pechuga de gallina, y el último, tres delicados pastelillos de mantequilla. Pensando, todavía, que quizas allí pudiera haber algo que la interesase, cuidadosamente fue levantando con el tenedor, una por una, las viandas que veía en cada plato; y concluida, con gran trabajo, aquella minuciosa y prolija labor, tristemente volvió otra vez la carita de ánjel á otro lado, con los ojos humedecidos por la pena y el corazon que le latía desesperado, como para producir una tempestad. Así la puso ese otro desengaño! Sin saber que partido tomar en ese entonces, y doblegada por su triple decepcion, que tan desgraciada la hacía, se quedó perpleja la pobre joven durante algunos minutos; pero recapacitando, despues, que todavía faltaban cuatro dias para su sacrificio y, por consiguiente, cuatro dias mas de esperanza para su salvación, pensó que estaba en el deber de ayudarse á sí misma y de procurar estar fuerte, por lo que pudiera suceder; y algo alentada con aquella idea, se decidió, por fin, á hacer un esfuerzo para tomar un poco de alimento. Indolente levantó con el tededor un retazo de jamon y, haciéndole ascos, lo volvió á tirar al plato. El queso, ni siquiera le mereció una mirada de desprecio. De la gallina cortó un retacito, como para su preciosa y diminuta boca y todavia, de ese pedacito, nó tomó sinó la mitad, dejando el resto en el plato. Viendo, entonces, que todo aquello nó le agradaba, se resolvió á tomar una tasa de té; y estando todo listo, le fue muy fácil servírsela al momento. Ya habia tomado dos ó tres sorbos de aquella aromática bebida, y sintiendo alguna necesidad de mascar algo, uno de los pastelillos la incitó á que lo alzara. Así lo iba á hacer; mas al ir á tomarlo se quedó indecisa, cuando notó que dos tenían un adorno rosado en el centro y el otro, nada. Al fin se decidió por uno de los adornados, y en seguida lo partió, nó creyéndose capaz de tomar uno entero. Con desgano se llegó esa mitad á la boca para quitarle un pedacito y, al hacerlo, sintió que el finísimo pastelillo contenía entre sus hojas un objeto algo mas duro. Inmediatamente lo estrujo de sus labios y ¡cual sería su sorpresa! al encontrarse con un papelito, perfectamente enrollado, á manera de boleto de rifa. Entonces le fue inposible contener un grito de alegría y esclamar al mismo tiempo: —Bendito seas Dios mío!.... Así cual, tras lóbrega y borrascosa noche, mira al fin el marino la divina luz del alba, mostrándole próxima la playa que creyó nó volver á pisar mas, así con tan dulcísimo encanto, sintió Isabel renacer en su pecho esplendorosa la esperanza, iluminándole su oscuro porvenir! Por ese papelito, que con tanto júbilo estrujaba entre sus dedos, se creyó que disponía de un poder sobre humano, muy capaz de destruir cuanto obstáculo se opusiera á su salvacion. Por ese papelito encantador creyó tener un cetro de hadas en sus manos, que debería abrirle de par en par las puertas de la dicha. En fin, por medio del bienaventurado papelito, creyó que iba á observar hasta el cielo de los ánjeles como nó lo ha hecho, ni lo hará jamás, ningun telescopio de la tierra. Con todas esas ideas tan halagüeñas se puso Isabel á desdoblar su prestijioso papelito, observando el cuidado mas prolijo, y temiendo á cada instante dañarle algun milímetro cuadrado, donde pudiera perderse todo un mundo de felicidad. La mano le temblaba como azogada: y con los dedos torpes y convulsos por la emocion, apenas si atinaba á hacer algo de lo que tanto quería. Ya desdoblaba mas de un lado que del otro; ya jalaba desconsideradamente de una punta; ya le hacía un rasguño inperceptible en el sitio donde mas cuidado ponía; ya le parecía que en otra parte le daba un corte atroz con la uña; ya, en fin, se creía el ser mas torpe é inútil, por no poder desatar aquello de un soplo y ver de una vez su contenido, sin que le faltase una tilde. En estas y otras operaciones practicadas con celeridad vertiginosa, pero donde Isabel creyó haber perdido mucho tiempo, al cabo de unos cuarenta segundos de tan asiduo trabajo, por fin logró desdoblar en toda su estension aquel papel tan deseado y, limpiándose los humedecidos ojos para ver mejor con ansiedad leyó: "Paloma mía: pronto te libertaré por medio de quien sabes. Confia en él y en Eduardo". Al concluir de leer aquellas pocas palabras, Isabel se sintió marear dulcemente y que perdía los sentidos, en un delicioso éxtasis, arrebatada en alas del placer y de la dicha; y cuando ya nó pudo sostenerse en pié por mas tiempo, como enajenada cayó sobre su lecho, esclamando á la vez: —Dios mío! Dios mío!....Bendito seas!.... Cuan bueno eres para nosotros! Entre sollozos y latidos de felicidad, allí derramó copioso llanto de gratitud, besando con desesperada locura el papelito encantador; y lo besó tanto y tanto en su enamorado frenesí, que casi lo hace pedazos entre sus palpitantes labios que, al cabo de tanto y tan penoso tiempo, se estremecían de placer. Al recobrar su tranquilidad, despues de aquella emocion suprema de goce sin igual, el primer paso que dió la impresionada joven fue para arrodillarse delante de la Vírjen, y ofrecerle un himno de fervorosa gratitud, por la exelsa proteccion que se había dignado dispensarle. Y el corazon hizo allí mucho mas de lo que la mente pudiera, pues las palabras nó alcanzaron á espresar ni la mitad del sentimiento. Sin embargo, ella se creyó tan satisfecha, cual si hubiera agradecido debidamente, el inmeso beneficio que recibía. Algo más: se convenció de haber hecho cuanto le es posible al pobre mortal, para ser digno de merecer la misericordia divina. Nó pudo, pues, sentirse mas feliz nuestra cautiva. Desde ese instante, su escenario varió completamente para ella. Y despues de tan plausible noticia, como la que recibiera Isabel, mas que natural era resolverse á vivir á gusto; hacer que los pulmones respirasen el aire á completa satisfaccion; sacudir el cuerpo con unos cuantos estirones, en un paseo triunfal por el cuarto; y por fin, hasta permitirse tomar un poco mas de té y de pastel, en celebridad de tan archifausto acontecimiento. Todo lo demás era una soberana candidez! Por supuesto, que sí! Esa confortable idea nó fue á dar en saco roto; y hecha la resolucion necesaria, despues de unas cuantas paseadas empuñó su taza de té, que al saborearla le pareció precioso nectar, en compañía de aquel bendito pastelillo que tanta dicha le trajo; y estándole sumamente agradecida al dichoso portador, nó quiso dejarle ni una sola astilla por consumir, en recompensa del inapreciable bien que le hiciera. Pasada esa ceremonia gastronómica de agradecimiento, y satisfecha Isabel, corporal y espiritualmente, luego pensó que quizas los otros pasteles tambien contuvieran algo de extraordinario, y por ello juzgó indispensable serciorarse de sus gracias, á fin de que nó quedara vestijio alguno de los buenos oficios del benemérito Ramon. En tal virtud, al momento puso en práctica su teoría, sobre el primer pastelillo que tocó; y nó hallándole nada sospechoso, por su manifiesta sencillez en toda su estension, despues de partirlo en menudos pedazos, á una tercera parte le concedió la misma gracia que al primero. Acto continuo, y sin dejar á que el tiempo se escapase, procedió Isabel á partir el tercero que llevaba su adorno rosado, y al hacerlo, encontró que también le guardaba un papelito; pero luego notó que este era mas pequeño que el anterior, solo doblado en cuatro, y perfectamente embutido, entre las finísimas hojas del delicado pastelillo. Como ya nuestra heroína creyese saber lo necesario, respecto á noticias interesantes, nó hizo gran caso del nuevo enigma que se le presentaba en esa forma; y por consiguiente, nó hubo tanto aparato de sensibilidad nerviosa, ni para tomarlo, ni al desdoblarlo, pues la mayor sorpresa había pasado ya. Con el indiferentismo que abría su abanico en las tertulias, así procedió á estender el papelucho; pero tan luego que se fijó en su estraño contenido y comprendió lo escrito, en parte con caracteres de imprenta y el resto, con una letra de escritura, horriblemente mal hecha, Isabel sintió una sacudida eléctrica en todo el cuerpo y mudó de color al momento. Ese pobre papelucho, que en un principio miró con tanto desprecio, era nada menos que la gran carta de aviso de Ramon, y su laconismo nó podía ser mas sorpresivo, pues solo decía: “Loto papelito jabla—Ta noche norueme su mesé”! Que tales bemoles los de Ramon! Su aviso era toda una orden perentoria y terminante para estar prevenida, y en actitud de utilizar el primer momento, á propósito, que se le presentara. De pronto le pareció á Isabel, que hacían marchar las cosas con exesiva precipitación; pero al reflexionar en los trabajos del enemigo, y pensar en el progreso de los planes de la señora Amalia y de Javier, luego comprendió que Eduardo tenía sobrada razon para proceder como lo hacía. Pero, tambien, aquella era demasiada felicidad, para disfrutarla tan de improviso. Era pasar en el acto, de la densa oscuridad de tempestuosa noche, á la refuljente claridad del medio dia. Era mucho mas de lo que se pudo imajinar! Por eso nó se animaba á convencerse, que esa misma noche se vería libre, de su intransijente carcelera y de su desapiadado verdugo. Recelaba del éxito feliz. Temía que algun suceso inprevisto pudiera entorpecer la ejecucion del plan de Eduardo, ó causarle alguna demora; y de un modo ú otro, por cualquier descuido, todavía, era muy posible sufrir harto desagradables consecuencias. Sin embargo de aquellas eventualidades en contra, Isabel ya nó creyó ni por un momento, que podría llegar á ser la víctima de su testarudo primo; cerca lo tenía á Eduardo, y aquello le bastaba para sostenerse con toda enerjía y hallarse capaz de hacer frente, á cualquier emerjencia que pudiera sobrevenir. Ya nada debía intimidarla. A que hacerle esos honores al enemigo? Ella y Eduardo eran mas que suficientes, para batir con ventaja á la tía y á Javier; y si acaso hubiesen reservas, Ramon se entendería con ellas. Conqué....la victoria estaba, pues, teóricamente en el bolsillo. --------------------- Dibujo: Entonces le fue inposible contener un grito de alegría y esclamar al mismo tiempo:—“Bendito seas, Dios mío!" --------------------- XVII. AZAR y AZAHAR. Cuando Isabel hacía el gran descubrimiento, que la dejara mas satisfecha que Colon al poner el pié sobre la playa de Guanajaní, la señora Amalia, lente en mano y con todos los humos de jeneral en jefe, recorría muy ufana su gran ejército de vestidos y lo ordenaba con rigurosa diciplina, como para dar la última batalla. Su jefe de estado mayor, doña Casimira, tambien revisaba las filas al mismo tiempo y, á falta de lente, se servía de su único ojo perfectamente bien; y á la vez que así le ayudaba á su superior, tambien hacía las indicaciones que creía convenientes, á fin de que nó careciera de un solo alfiler, ni el mas insignificante prendido. Por ser ya semi-veterana, probablemente pensaría en que mas de un combate ha tenido mal éxito por falta de una bayoneta, de una cartuchera y, hasta de un herraje, en el momento que se ha necesitado. Nada se le iba por alto. Y al ver la señora Amalia las rápidas evoluciones que á derecha é izquierda hacía Casimira, colocando cintas, desdoblando encajes y prendiendo alfileres, muy contenta esclamó: —Nó te creí tan guapa! Me maravilla tu manera de acomodar las cosas. Tienes la actividad de un rehilete y la minuciosa prolijidad del lince mas curioso. — Desde que mi señora condesa tiene tanto interés en esto; repuso muy dengosa Casimira; creo que estoy en la obligacion de poner mis cinco sentidos, para hacer que todo salga del mejor modo posible. —Tan bien lo haces todo, Casimira; añadió la señora con cierto retintin; que nó se puede negar, que la vista reconcentrada penetra mucho. Ese piropo burlesco lo sintió la tuerta como un pinchazo, en el centro de la niña de su queridísimo único; pero haciéndose la desentendida, contestó luego: —Cuando se pone cuidado en lo que se hace, es preciso que una sea muy torpe, para nó lograr que las cosas le salgan, siquiera, regulares. —Que me dices, Casimira, de regulares! El orden y buen gusto que has desplegado en el arreglo de todo esto, manifiesta muy á las claras que tienes un soberbio golpe de vista. —Señora: yo nó tengo ninguna clase de golpe de vista; interrumpió algo amostazada la tuerta, creyéndose otra vez aludida, en cuanto al ojo. —Lo que quiero decir, Casimira; repuso la señora con suavidad; es que ademas del orden gracioso en que has colocado los vestidos, todavía hay que admirar el interesante y caprichoso efecto, que le has dado á todo el conjunto. —Yo nó he hecho mas que seguir los sabios preceptos de mi señora condesa; repuso Casimira muy meliflua, despues de aquella pasada; y si todo se halla tan conpletamente bien, con mayor razon será debido á su señoría y nó á mí. —Vaya, vaya, mentecata! Mas justicia y menos lisonja. Yo me hallo altamente complacida de cuanto has hecho en esta elegantísima y variada distribucion; y así creo, que lo mejor y mas conveniente, para el bien de ambas, será nó agregar una sola palabra mas á ese respecto. Estamos? —Lo que manda mi señora Condesa obedezco siempre (á ojo cerrado iba á decir Casimira, pero dijo:) muy gustosa; como se lo tengo probado, en todo el tiempo que la sirvo. —Cabal, cabal; repuso la condesa, dándole sus palmaditas de proteccion á la humilde camarera. Y en verdad que la señora Amalia procedió con sobrada justicia, al hacer el elojio de Casimira, pues nó hizo mas que otorgarle lo que realmente merecía. Debido á su tino especial y á su monócula mirada, de infalible puntería, la camarera había ordenado, con suma precision y simétrica gracia, la multitud de vestidos y sus respectivos accesorios, sin que les faltara una cinta, una pluma, una flor y ni, siquiera, un alfiler. Segun sus calidades de jénero y diferencias de color, había hecho formar en batalla, de uno en fondo, á todos aquellos costosos y elegantes vestidos, principiando por el de novia. Ese vestido jefe era de la mas rica seda, de hechura completamente á la derniére, y en su aspecto, como para reina; su color era del mas fino blanco de armiño, cual es de estilo para significar la pureza que existe, ó que debería de existir en la que lo lleva; en todas sus guardas, cintas y encajes tenía diseminados, con gran profusion, los característicos azahares que, por su blancura y su perfume, se han constituido en emblema principal para las novias, aunque estas algunas veces parezcan, mas que novicias, reverendas. Como ello es cuestion de uniforme, y nada mas, en el acto de sentar plaza en el gran ejército matrimonial, parece que lo de la fecha nó hace al caso. Por eso, probablemente, es que tampoco se hace distincion alguna, en cuanto á los felices natalicios que calza la heroína. Así es la verdad; pero prosigamos. Junto á ese traje de tanto azahar, que siempre constituye el bello ideal de la mujer soltera, se veía un riquísimo velo, tachonado de menudas estrellitas de oro, cuyo incesante brillar le daba espléndido lucimiento; y esa lujosa insignia estendida con cierto arte y coquetería, como para ser admirada en todo su tamaño, al mismo tiempo permitía dar una casta ojeada á la finísima ropa interior de la novia; de la que se veía asomar un par de ligas, con la distintiva flor de Himeneo, y hasta los encajes de un calzon, ostentando entre sus pliegues los infalibles azahares. Que espectáculo mas encantador para muchachas! Soberanamente atractiva y conmovedora les debe ser, en todo tiempo, esa gran exhibicion de azahar. Pero, que pesada es esa última palabra. Si se pronunciase como se escribe, tendría un sabor extraordinariamente aleman, ú holandés, de llamar á naucias. Cuando la ortografía de la lengua castellana alcance á tener una verdadera precision fonética, y llegue á depurarse de sus infinitos defectos, entonces, quizas, escribiremos de diferente modo que ahora, azahar y azar. Pensando alguna vez en aquel futuro entonces, he creído tan íntimamente relacionadas á esas dos palabras, que, sin fijarme en su sonido, me ha sido fácil tener á la una por emblema de la otra; como me sucede hoy, tambien. La noche en que la casualidad me hace ver á una novia, toda ella cubierta de azahares, antes de las bendiciones, siempre me parece que debe ser y estar azarosa. Estar, del hombre á quien une su suerte por toda una vida, sin saber si la hará feliz ó desgraciada. Ser, para aquel que le da su nombre y jura servirla y apoyarla, sin que él sepa en ese momento, si mas tarde esa mujer será digna de su nombre y de su apoyo. En ese acto, que es el precursor de la felicidad ó la desgracia de dos seres, es cuando ambos novios apuntan al azar, en ese tremendo juego que se llama matrimonio; y desde que ambos, ciegos allí arriesgan su porvenir, siempre creen ganar felicidad, sin imajinarse un solo instante, que tambien se puede perder la poca que cada uno lleva. Pero quien será capaz de pensar con cordura, en ese dia en que nada se calcula, ni en nada se fija, y en el que la cabeza se va y el cuerpo se queda? De veras, que en ese dia metafísico, de color de rosa y almibarado ambiente, nó hay lójica posible. Así lo he creído con toda formalidad, alguna que otra vez, al contemplar á los novios, radiantes de gozo espiritual y corporal, en aquel instante clásico de la vida; en ese instante, en el que despues del último SI, á vista y paciencia de padrinos y testigos, se cometen dos soltericidios, sin armas de ninguna especie, y sin que á nadie le preocupe el tal suceso. Pero nó, nó y nó: eso nó es exacto, en cuanto á la preocupación total de los curiosos. Ahora recuerdo que debo añadir forzosamente, la observacion que me hizo un amigo á ese respecto: salvo aquellos casos fortuitos é indijestos, en que á uno le dan calabazas, sin haberlas siquiera, soñado. Considera, lector, si será cierto!.... Y de que ha provenido toda esta chachara matrimonial? De bien poca cosa, de un trapo. O en otros términos: solo por haber visto la blanca mortaja que le destinaban á la virjinidad de Isabel, y que, por su color, hacía de jefe en el batallon de vestidos del regalo de novia. Y en efectividad, que aquel era el jefe, con todas sus insignias; pues que todos los demás se hallaban formados á continuacion, ostentando cada cual, alguno de los colores comprendidos entre un prisma de cristal y un solo rayo de sol; ó si se quiere: todos los que se encierran entre la luz y las tinieblas; y como es de ordenanza, desde el primero hasta el último, todos llevaban los colgandijos, cachivaches, zarandajas, y que sé yo que mas chilindrinas belloséxicas, de indispensable necesidad en aquellos casos sacramentales, en que se trata de echarle un buen forro á una mujer. O mejor dicho: varios forros, segun el número de vestidos que la regalen; pues al fin y al cabo, todo vestido constituye siempre una especie de forro, lójicamente hablando. Mas, como no es elegantemente lícito hablar así de tales forros, en estilo de última moda habría que decir que: todo aquello fue artísticamente creado, con el muy sublime objeto de confeccionar las donas de la novia, ó el trousseau, himeneal, ó alguna otra cosa parecida. Y al paso menudo, con que las modistas van franco-italo-ingle-alemanizando al español, sabe Dios lo que se dirá mas tarde! Sin embargo, nó hay necesidad de ir á buscar esas ramas tan apartadas, para dar á conocer el fruto viciado del idioma. Nó tenemos por qué ir tan lejos. En el mismo castellano puro y neto, nó solo es de dar gusto, sinó, á veces, hasta capaz de encantar, el lenguaje pulcramente poético de que suele hacer uso el gran mundo, para disimular de alguna manera el verdadero colorido de sus actos. El que nó se halle en aptitud de creerlo, puede hacerle una consulta secreta al diccionario de la lengua; y si nó se convence con todas las esplicaciones que le den sus pájinas, de seguro que tendrá que reventar tristemente, sin conseguir un átomo de gloria. Pero todavía, son aún mejores que tales esplicaciones, las palabras que suelen adoptar las jentes, para bautizar sus caprichos. Poco les importa llamar á la noche, dia, y á lo negro, blanco. Ello tiene traza de tener, facciones de mentira, así, á la simple percepción. Nó obstante, para probar que lo dicho es una verdad inamovible, creo que nó tenemos necesidad de decir mas, sino que la señora Amalia llamaba, simplemente, matrimonio, al interminable suplicio á que quería condenar á Isabel; y como jamás la abandonase la peregrina idea de realizar aquello, ahí la dejamos deleitándose con todos esos seductores adminículos, que tan bien le deberían servir para el caso. Efectivamente: en ese momento se ocupaba de revisar, por última vez, esos elegantes instrumentos que debían ayudarla á dar el golpe de gracia; y desde luego, á sacar su honor en limpio, que tan comprometido se hallaba ante las lenguas de aquel público. Casimira, á su vez, tambien se recreaba modestamente con la brillante perspectiva de tan preciosos preparativos; pero eso sí, mirándolo todo de un modo singular, mientras su señora lo hacía en plural. Cada una pasaba esa revista, segun el poder especial de sus facultades oculísticas. Entretenidas ambas así estaban, y ya para concluír con la ojeada final de todas aquellas obras de moda, cuando una criada, (probablemente de las iniciadas) se llegó á la oreja de la señora, y en tono inperceptible le dijo, que el señor mayorazgo la esperaba en el saloncito de confianza. Al oír aquello Amalia, en el acto echó cierto vaiven de pato viejo; y planchando en seguida el suelo con los pies, al poco rato de ese ejercicio le hizo presente á Javier, diciéndole muy salamera: —A que tanto bueno por acá? —A ver, tía, las provisiones que haya hecho, para el largo viaje que tendremos que emprender con Isabel, dentro de cuatro dias, como Ud. me lo asegura. —Si acaso has dudado un instante de mi leal saber y entender en esa materia, ven para que veas y te asombres; pues que solo así, podrás juzgar de cuanto soy capaz de hacer por una novia....con quien, al fin y al cabo, yo nó me puedo casar. Eso dijo la señora, muy risueña; y tomándose del brazo de Javier, en seguida le obligó á que la condujera á la próxima habitacion, donde debía exhibirse á los convidados, todo el lujoso y abundante ajuar de novia que se había preparado. Al entrar á ese salon, el señor mayorazgo se quedó estupefacto ante aquella selva exótica de vestidos, de sombreros y sombrillas, de cintas, de plumas y de flores, de encajes y cordones; y de tanta y tanta bagatela y menudencia, con que las mujeres se suelen embellecer, especialmente, cuando están para dar el gran salto nupcial. —Soberbio! Magnífico! Esplendidoooo!!! esclamó al fin Javier, levantando los brazos; despues de algunos minutos de contemplacion á boca abierta. —A pesar de tus estupendas esclamaciones, nó me harás creer que exajeras; observó la señora, tranquilamente, de que su sobrino acabó de pronunciar la última ¡o!. —Como voy á exajerar, tía de mi alma! cuando yo creo muy de veras, que nunca puede haberse visto cosa mejor en este ramo en Chile, desde Jesucristo hasta la fecha. —Me alegro de verte tan complacido con mis obras, para que sepas comprender, como es que yo sé cumplir lo que ofrezco; así contestó la señora; pero sin fijarse absolutamente, en que su sobrino lo hacía existir á Chile, ya desde el tiempo de Pilatos. —Sí, tía; añadió Javier: todo, todo lo hallo del mejor gusto posible, como dirijido por Ud. —Aunque me tildes de vana, me juzgo muy acreedora á ese piropo. —Yo tampoco lo niego; pero todavía, creo que nos falta hacer una cosita mas. —Y cual es? preguntó la señora con gran interés. —Saber si todas estas cosas, serán del gusto y le vendrán bien á su futuro dueño. —Gracioso estás! Conque me juzgas tan necia que un papanatas!... .Pues perdona que te diga, que has hecho muy mal en figurarte, que yo nó arreglase antes la horma que debe venirle bien, á todo este soberbio calzado. Desde el primero al último, todos los vestidos le gustan mucho á Isabel y la boquita se le hace almivar para elojiarlos; y toditos le sientan perfectamente desde la sombrera al botin, sin que haya pero que ponerles. Nó es así, Casimira? —Ni mas, ni menos, que lo que dice mi señora condesa; contestó la tuerta, haciendo una gran venia de aprobacion; como que todo lo que vé Ud. aquí, señor don Javier, le cae de lo lindo al precioso cuerpo de la señorita Isabel. —Nó dudo, tía; repuso Javier, sin hacer caso de la observacion de Casimira; que á juzgar por esta variadísima y lujosa trapizonda sea Ud. una eximia modista, pues todo lo creo muy capaz de cautivar el gusto y la vanidad de cualquier muchacha; pero, en cuanto á lo principal del caso, en cuanto á Isabel, sabe Ud. si yo le podré parecer mejor que el peor de estos vestidos? —Jesús! que modestia de niño! esclamó atolondrada la señora Amalia. Indudablemente que tú debes agradarle mas, que todos los vestidos habidos y por haber, pues que tienes que ser para ella el foco y la esencia activa y atractiva, de todos sus gustos presentes y futuros. Pero como te he dicho, antes de ahora, es preciso que dejes esa cuestion completamente á mi cargo, á fin de que yo pueda entregarte á la muchacha, nó solo dócil como la cabritilla de tu guante, sino mas enamorada de ti que de su propia lindura. —Promesas! siempre promesas! esclamó fastidiado Javier. —Y nó dudes de lo que te digo; pues, todavía, tengo de ver á Isabel mas apasionada de ti, que del mejor de sus espejos. —Eso dice Ud. que sucederá; pero que es lo que hoy sucede? preguntó Javier con tono algo duro. —De lo que hoy suceda, nada te puedo decir, porque el estado de exitacion en que se halla la pobrecita, es grande; y muy natural, atendido á que se vé en vísperas de dar el paso mas peligroso, en la vida de una mujer. —Con mil demonios! cuando saldremos de esta empachosa palabrería! gritó Javier, dándole un feroz pisoton á Casimira. —Jesús, María y José! esclamó la tuerta, brincando en un pié y santiguándose á la vez. —Moderación, señor sobrino! añadió la tía muy enojada. —Moderación, paciencia, esperanza, y que sé yo cuantas cosas más, me hace Ud. ejercitar para nada; repuso molesto Javier. Yo nó sé que diablos pasa en este maldito asunto que, hasta ahora, ni Ud. ni nadie me quiere entender; ni yo tampoco puedo llegar á comprender, la embrollada jerigonza conque tanto tiempo se me embroma. Caramba! Ni á un santo le sucede lo que á mí!....Solo faltan cuatro dias para que me case con Isabel, y hasta ahora nada, nada y nada; ni siquiera la mas insignificante manifestacion de cariño, he podido merecer de parte de ella. —Pero eso nó es posible, Javier, en estos dias: observó con calma y muy cariñosa la señora Amalia. Reflexiona que nó es justo exijir, por ahora, una manifestacion de esa clase, á una joven tan aristocráticamente nerviosa como nuestra Isabel.... El austero recojimiento á que la hace entregarse su muy arraigada relijiosidad; la vergüenza, que es muy natural que la domine y, sobre todo, el pudor jenuino de toda doncella, creo que son vallas dignas de ser consideradas por su misma delicadeza, y que deben merecer el respeto de todo novio que se precie de galan... —Y para que nada le falte al sermon, de repente me sale Ud. echando latines, tía Amalia; interrumpió Javier; pero, aunque le incomode, tengo que decirle que por mas que me predique, nunca me harán buen efecto sus sermones, ni podremos estar acordes en ideas. —Pero que es, entonces, lo que quieres niño? preguntó la señora con asombro. —Ver ahora á Isabel, repuso secamente Javier; y que siquiera me diga ¿como estás? con buena voluntad. —Ya te he dicho, que para las apremiantes circunstancias en que se halla, es mucho pedir, por.... —Porque Ud. es una piedra de amolar! interrumpió Javier, dándose una vuelta completa sobre el taco. —Pero deja que te dé mis razones, prosiguió la tía en tono suplicante. —Ud. y sus razones, volvió á gritar Javier, me van gastando de tal modo la paciencia, que ya me falta muy poco, para concluir á capazos con este negocio de cuernos. —Pero si te voy á decir.... —Nó me diga Ud. nada! —Te voy á decir, que pronto verás á Isabel. —Ah! eso ya es otro cantar; repuso algo sosegado Javier, y luego añadió: y se podrá saber cuando será ese pronto? —Ahora mismo voy á ver, si es posible que te conceda esta insulsa entrevista, lo que mucho dudo que pueda suceder; porque yo nó comprendo, ni tampoco sé á que conduzca el que se quieran ver, así, hoy, los que se han de ver á todo su regalado gusto, despues de pasado mañana. —Nó importa que á nada conduzca; pero logre Ud. tía de mi vida, que yo vea luego á Isabel, y mi gratitud será eterna, por todos los siglos de los siglos.... —Amén, agregó Casimira; y la señora Amalia salió en tres piés hacia el cuarto de su sobrina, haciendo sonar lo suficiente su gran bastón en el patio, á fin de que dieran aviso oportuno del largo viaje que emprendía, la muy complaciente embajadora del mayorazgo de Altomuro. Y con la graciosa salida de tan tierna primadona, al compás del uno, dos y tres, se interrumpió en el acto ese heterojéneo terceto, quedando solos en la escena el burrítono y la tiple Casimira, sin dar una sola nota mas, ni en forma de estornudo ó de gruñido, ni de algun otro tono parecido. XVIII. LA EMBAJADORA. Aunque un tanto preocupada por el desarrollo de los acontecimientos, Isabel permanecía, aún, con todos los bríos adquiridos por el gran hallazgo del pastelillo, cuando vino Celia á anunciarle la visita de la señora Amalia. De pronto sufrió un estremecimiento de timidez: pero ante el recuerdo de su májico pastel, restableció la calma á su espíritu de tan eficaz manera, que le fue fácil esperar á su tía con toda tranquilidad. —Se podrá entrar señorita? preguntó la señora, golpeando á la vez la puerta con su bastón. —De cuando acá esas consideraciones tan de etiqueta, con su pobre sobrina? añadió Isabel, ayudándola á entrar; y en seguida la condujo á su divan. —Y bien, señorita; dijo la tía, acomodándose en el asiento; mi venida nó tiene mas objeto que el de serciorarme cómo estamos de humor, pues que tú bien sabes, lo mucho que me importa á mí el que tengamos la fiesta en paz. —Mas de una vez creo haberle manifestado, que yo abrigo los mismos deseos; repuso tranquilamente Isabel. —Pues me doy los parabienes, por hallarte con esas ideas; y te aseguro que me alegraría sobre manera, si siempre continuaces de tan buen humor, y tan accequible á mis razones. —Ello pende únicamente de Ud. querida tía. —Y nó menos de tu jeniecito, picarona; porque, muchas veces, á una chispa lijera la has hecho producir un incendio. —Pero Ud. tambien atizaría su poco; nó es cierto? —Si he de decir la verdad, parece que sí: pero eso sucedía solamente, cuando estaba muy sofocada. —Pues deseo que nó volvamos á sofocarnos mas. —Así será hijita, siempre que penda de mí. —Y de mí querida tía; añadió al momento la sobrina. —Ahora, sobre todo, te pido que me contestes con calma, á lo que te voy á preguntar. —Si nó es muy grave la pregunta, así lo haré. —Ya que tengo la felicidad de hallarte tan amable; prosiguió la señora despues de una pausa, quiero que me digas, hijita, si todavía piensas hacer un escándalo en la iglesia, el dia de tu matrimonio? —Ya he resuelto nó hacer ningún escándalo ese dia; contestó con mucha calma Isabel, marcando, cuanto pudo, el tono de sus últimas palabras. —Me lo prometes? —Lo juro! —Oh! cuanta alegría me das preciosita mía. Deja que te abrace, deja que te bese: porque nó sé que hacerme de gusto contigo; y al momento hizo la señora lo que dijo, dejándola Isabel que se pagara de su antojo; y de que concluyó la cariñosa ceremonia, prosiguió la señora: —Nó puedes tener idea, hijita mía, de cuanto es el placer que me das, al oirte hablar así, de una manera tan juiciosa y tan racional. Te aseguro que me han encantado tus palabras, y tal es el júbilo extraordinario que han producido en mi espíritu, que todavía nó me convenzo de que tanta felicidad sea real y positiva: es tanto el gozo que siento, que todo esto me parece una especie de sueño delicioso. —Pues despierte Ud. tía; observó Isabel sonrriendo. —Sí; haces bien hijita, en hacerme presente que nó estoy soñando, para que goce mi alma á sus anchas de tan sublime realidad!.... Pero, dime palomita hermosa, porque nó has querido convencerte, ni ceder antes? Porqué nó has tenido la discrecion y la sabiduría que ahora tienes? —Porque, quizas, el talento se me fue; repuso Isabel con cierto tono humildemente burlon, que nó notó la señora, por lo atolondrada que estaba, con el cambio inesperado de su sobrina. —De veras, hijita, que siendo tú una muchacha tan cabal á las derechas, eso me ha chocado mucho, muchísimo; pues nó podía esplicarme, como era posible que desairases un partido, por el que nueve décimas partes de lo mejorcito del bello sexo santiaguino se van á quedar suspirando. —Tan codiciado es? —Oh! ya lo verás, por el cosechon de calabazas que vas á hacer dar. —No lo creí. —Ya se me figura oír á mas de una envidiosa poniéndote nombres, al verte de novia; pero que chasco se llevará la pobre que haga esa manifestacion! Nó hará mas que ladrar á la luna, ó escupir al cielo para que le caiga á la cara; porque en cuestion de novias lindas y elegantes tú has de ser, entre lo bueno, lo mejor. —Eso es mucho decir. —De ninguna manera! Que reina, ni que princesa se vá á igualar á ti! Con tu hermosísimo vestido blanco y tu velo de estrellas de oro, vas á parecer una divinidad! —Basta, tía, basta! Nó me haga tanta chacota, esclamó Isabel. —Simplonaza! nó hay tal chacota que se tenga, repuso entusiasta la señora; porque yo nó hago mas que pagarme de mi gusto, al decir lo que digo; y todo, todo es muy de corazon, y tambien muy racional y muy justo, porque yo nó conozco una sola muchacha que pueda competir contigo, en gracia y donosura en toda esta capital. —Por Dios, tía! ya nó diga Ud. mas. Me va Ud. á volver mas mentecata de lo que soy. —Y, en cuanto á nó hablar mas, dices bien, hijita, porque yo nó debería de estar charlando, hecha una loca; pero desde la agradabilísima noticia que me has dado, me has entusiasmado tanto, que nó he sabido que hacer de mi lengua y, por eso, me estaba olvidando de lo principal que quería decirte. —Y que es ello, querida tía? —Queme han suplicado que te pida un favor. —Quien y cual? —El pobre Javier, quisiera que le concedieras la gracia de verte un solo ratito. —Nó sé que decirle tía.... —Dime que sí; y ya verás si acaso viene al momento. —Tan pronto? preguntó sorprendida Isabel. —Sí, hijita, y eso nó te estrañe; porque los enamorados son para sus damas, como los espíritus para los espiritistas: aún nó los han acabado de evocar, cuando ¡tas! ya están allí. —Pero que objeto puede tener esta entrevista? —A él se lo preguntarás. —Nó me hallo con valor de hacerlo. —Mira que yo te lo ruego. Desde hace dias, el pobrecito está desesperado por verte, y lo siento tan angustiado y tan triston, que es increible la pena que me dá. —Lo compadezco, tía. —Te aseguro que si nó me hubiera dado tanta lástima, el ver así á un hombre de su jenio, yo nó me habría prestado á pedirte este favor. —Quisiera poder concederlo. —Y cómo nó lo has de conceder! Yo se que tu tienes un buen corazon y que nó me lo negarás ....Nó es así, Isabelita mía? preguntó la señora muy tierna y cariñosa á la vez. —Esto es ponerme entre la espada y la pared... —Vaya! Déjate de burlas picarona; porque ni yo soy pared, ni Javier es espada. —Créame Ud. mi buena tía, que se me exije un sacrificio, y muy grande. —Pero que sacrificio puede haber aquí para ti! —Sábelo Dios! —No te comprendo. —Es tanto el respeto y la vergüenza que le tengo á Javier, que es demasiado lo que me hacen trepidar, para acceder tan de improviso á semejante solicitud; porque me parece que su presencia me debe turbar, y ya veo que la lengua se me traba, antes de que pueda dirijirle una sola palabra. Por esa tan azarosa circunstancia, bien comprenderá Ud. tía, lo ridícula y forzada que puede hacerse la tal entrevista. —Jesús! nó te creí tan cándida! —Pero, si tengo miedo, tía. —A tu esposo de pasado mañana? —Nó puedo esplicarle lo que siento. —Oh! Esos son melindres, que nó merecen la pena de hacerles caso; eso es una travesura de los nervios, y nada mas. —Bien sabe Ud. que yo nó tengo franqueza con Javier. —Pues por lo mismo; y por el deseo que tengo que cese, de una vez, esa etiqueta entre ustedes dos y que tengan alguna familiaridad, es que te vuelvo á rogar, encarecidamente, le concedas esa gracia que ya tanto tiempo te pido. —Dice Ud. que Javier está triste? preguntó Isabel algo distraída y pensativa á la vez. —Nó te digo que me ha dado mucha pena! Si el pobrecito mas parece, ahora, un penitente escrupuloso, que el mozo arrogante, alegre y decidor que siempre ha sido. —Realmente, que es estraño! esclamó la joven. —Pero, todavía mucho mas estraño, es lo que á mí me está pasando contigo, porque parece que te hubieras vuelto de piedra; y eso yo nó lo creo, ni lo podré creer jamás, de quien tiene tan noble y compasivo corazon, como el de mi niñita Isabel. Es inposible que siendo la que eres, nó me concedas ese favor ....nó es así?....Quieres que te lo pida de rodillas? —Eso nó lo permitiré jamás. —Pues entonces, dime: concedido. —Ya que tanto Ud. así lo quiere, que sea, pues, como Ud. dice; repuso con voz desfallecida, la muy acosada Isabel. Al oír aquellas palabras, la señora se enderezó con el apoyo de su inseparable báculo y, al instante, llamó á Celia para que la acompañase á cumplir su comisión, con la presteza que requería, el apremiante caso. Acto continuo, la que debía servir de ayuda, se puso de puntal en el lado opuesto al baston; entonces, la señora se agarró fuertemente del hombro derecho de Celia y, un poco mas fuerte, del puño arqueado de su palo; por precaucion, la muchacha colocó su brazo derecho, en derredor de la fina cintura de la señora Amalia; y cuando esta se creyó completamente segura, emprendió viaje aquel orijinal convoy, de Celia, Amalia y el baston, representando así á las tres gracias, en la entrelazada actitud mitolójica que solían presentarse á los dioses, en sus días de jolgorio. Pero eso sí; entiéndase esta última parte, en cuanto á la actitud y nada mas. Cualquier otra alusion podría ser inexacta. De esa graciosa manera salió pues, la triple comitiva; y sin dejar de darle sus buenos apretones á Celia y nó malos golpes al baston, fue como la señora Amalia hizo su lijera travesía de regreso, aunque casi siempre llevada á remolque, á guisa de ponton viejo; y felizmente, solo despues de sendos inprevistos tropezones en los callos, uñeros y juanetes, y sin mayores averías ni trabajos, pudo al fin arribar nuestra insigne embajadora, á presentarse gozosa y satisfecha ante los ojos de Javier. En pocas palabras, la señora participó al instante el buen éxito de su cometido, felicitando en seguida, al agraciado, en los términos mas rimbombantes que alcanzó á sujerirle su caletre; y la pobre Celia, que había servido de remolcadora, sin tomar descanso alguno y dándose nó malos estirones, tuvo que regresar bien derrengada á su fondeadero, á anunciarle á su señorita la próxima visita de Javier. Al recibir Isabel ese tan desagradable aviso, inmediatamente le dijo á la portadora: —Oye Celia: nó te muevas ni un segundo del cuarto siguiente; y deseo que estes muy alerta, para que puedas presentarte aquí al momento que te llame. Ahora necesito mucho de ti. —Ta güeno, señorita, repuso Celia. No tenga naíta é cuidiao; taremo con loreja pará; y en el acto se marchó la vijilanta á instalarse en su puesto de observacion. Entonces Isabel se quedó pensando, en que quizas por el juramento que le hizo á la señora, había dado lugar á la visita del mayorazgo; y al recordar aquello, sintió estremecérsele el corazon, pues de pronto se figuró haber faltado á tan sagrado precepto relijioso; mas luego que pudo reflexionar detenidamente á ese respecto, tambien se convenció de que nó había tal falta, pues tenía casi completa seguridad de que antes de espirar el plazo fatal, ella nó estaría ya más bajo el poder de sus verdugos y, por consiguiente, nó podría hacer ningun escándalo ese dia. Así tranquilizó su conciencia. Y con la convicción de que había procedido bien, en guarda de sus mas caros intereses, hizo todo el ánimo posible para recibir la visita de Javier, sin alterarse en lo mas mínimo. XIX. ENTREVISTA OBLIGADA. Nó haría mucho tiempo que la criada había desaparecido del saloncito de Isabel, cuando esta sintió pasos de hombre en el dintel de su puerta. La joven tembló; pero también en el acto se rehizo, ante la idea de que cualquier debilidad de parte suya, podría malograr su porvenir, la felicidad que recien le sonreía. En ese momento entraba Javier; y despues de tomar asiento al frente de ella, muy cariñoso le dijo: —Conqué al fin querida primita, se ha compadecido Ud. de mí, haciendo cesar su tiranía? —Mal podrá ejercer tiranía quien cautiva siempre se halla, y la que, tan injustamente, por todos aquí es tratada con un rigor tan severo, cual si fuera presidario; así contestó Isabel distraída, como si repitiera una leccion y sin mirar á Javier. —Oh! cuanto lo siento, primita! cuanto! esclamó enternecido el mayorazgo. —Y yo mucho mas, pues que al fin soy la víctima de aquel rigor inaudito; repuso Isabel con severidad. Y mayor encono ha producido en mí el haber merecido sufrir tanto, sin que cometiera culpa alguna: oh! se me ha castigado con la mas inhumana injusticia! —De que manera? preguntó Javier precipitado. —Dándome por cárcel este cuarto, y sin permitirme que tenga comunicacion con nadie, fuera de los sirvientes de esta casa: esta es la pena que indebidamente sufro, ya por muchos y largos dias, y la que creo inposible que Ud. deje de haber conocido. —Pues nó he sabido nada. —Dispense Ud. que lo dude, mi señor primo; porque mi desapiadado carcelero nó puede haber dado un solo paso, tocante á mi severo suplicio, sin consultarlo antes con Ud. —Perdóneme, primita, que le diga que está Ud. equivocada á ese respecto; pues hacen muchos dias que nó he puesto los piés en esta casa y, por consiguiente, nada puedo haber sabido, de lo que haya pasado en ella. —Para Ud. será cierto lo que dice; mas por lo que á mí toca, creo que nó vale la pena de discutirlo, pues mis sufrimientos ya pasaron y nadie, entonces, me los quiso mitigar, pudiendo haberlo hecho....Sí! Por ver tan aislada y desvalida á esta pobre huérfana, sus verdugos recrudecieron sin piedad su furiosa saña, casi hasta donde les pudo permitir la conservacion de la existencia; y si nó pasaron de allí, fue, quizás, porque la muerte ya es un crímen, que castiga la ley con ruda severidad....Y todo esto, porqué ha sido y con que fin? Tan solo con la menguada ambicion, de doblegar una cabeza que nunca se supo humillar, y de oprimir á un corazon que siempre fue leal: estos han sido los delitos míos y por los que tanto tiempo sufro mi condena. Ah! Pero cuan bárbaros y necios fueron los que así me trataron! —Oh! Si yo á tiempo.... —Nó me interrumpa en el desahogo de mis dolorosísimas penas, porque nó puedo admitir escusa alguna de parte suya. Si nó tiene Ud. el valor suficiente, para aceptar la responsabilidad de cuanto mal se me ha hecho, mejor será que se calle, á fin de que nó lo crea tan cobarde. —Señorita! Yo nó he venido aquí para que se me insulte; repuso Javier algo molesto. —De veras!....perdone Ud. primo! Recien recapacito que he estado grosera como una loca; repuso Isabel, tratando de disimular su fastidio; pero Ud. comprenderá, que los muchos sufrimientos que esperimento en algo han de afectar mi espíritu. Así lo siento y, aún á veces, creo que mi pobre cabeza nó se halla completamente bien. —Así me va pareciendo, observó Javier. —Si algo he dicho que le pudiera ofender, le pido mis escusas, señor primo; para que con la suficiente calma me haga el favor de escuchar, lo que le voy á decir, y se digne juzgar inparcialmente. —Hablándome así, la escucharía gustoso un año entero. —Nó necesito sinó unos pocos minutos de atencion y recto criterio, de parte de Ud. para saber si podré alcanzar lo que deseo. —Y cree Ud. Isabel, que yo le pueda negar algo? preguntó medianamente alentado el mayorazgo. —Ya lo veremos; repuso la joven con cierto recelo. —Nó lo dude Ud. primita! añadió Javier. —Está bien, primo.... Ante todo debo hacerle presente, señor primo, que si he consentido en verlo aquí, ahora, ha sido con la lejítima esperanza de que mire Ud. mi situacion, tan solo cual buen representante de la justicia; y deseo muchísimo que así sea, pues del buen ó mal jiro que se le da á esa misma justicia pende la felicidad, ó la desgracia del jénero humano. Como Ud. bien sabe, á ella acude presuroso todo el mundo en busca de la salud moral, así como los enfermos se dirijen á tal ó cual facultativo, que les merece alguna fe, en busca del bien del cuerpo. Hoy, que esta oportunidad se me presenta, me dirijo, pues, á Ud. con el objeto de conseguir la muy deseada salud para mi atormentado espíritu, abrigando la íntima conviccion de que sea Ud. capaz de juzgar inparcialmente, y contribuir de esa manera á la mejoría de mis dolencias, tanto como buen juez, cuanto buen médico.....Quiera Dios que nó salgan fallidas mis esperanzas!. —Nó saldrán, primita; no saldrán! —A Ud. debe constarle, señor primo, que por el delito de nó querer lo que otros quieren y por nó aceptar, desde un principio y del todo, el mandato caprichoso de un tirano, es que se me ha reducido á esta severa prision, incomunicándome hasta con mis amigas. —En ese particular, yo reconozco que se ha empleado demasiada crueldad con Ud. primita; añadió Javier, en tono sentimental. —Mucho le agradezco esa compadecida declaracion tan espontánea, pues que Ud. conoce perfectamente bien, la causa por la cual se me hace sufrir... .En mi pobre juicio, creo inposible que Ud deje de comprender, que todo matrimonio es asunto muy serio y de gravísima responsabilidad para los contrayentes; y que, aunque se presente bajo los auspicios mas favorables, á la simple vista de esa sociedad que en todo se mezcla y todo lo juzga, nó por eso deja de haber una imperiosa necesidad de reflexionar muy mucho, antes de dar tan solemne paso en la carrera de la vida.... Nó le parece á Ud. así señor primo? —Dice Ud. bien. Pero á que viene, ahora, el tratar de semejante cosa? —Ya lo verá Ud. —Pues, adelante con la cruz. —Segun mi modo de pensar y de sentir, pro¬siguió Isabel; creo condicion indispensable para realizar el bello ideal de tan inperecedera union, que los novios se hayan querido, ó por lo menos, simpatizado desde el dia en que se conocieron; pues, de lo contrario, sospecho que la bendicion que se recibe pueda trocarse, mas tarde, en pesada maldicion y que, por culpa del perjurio de alguno de los esposos, la vida de ese matrimonio sea con mayor exactitud una vida de infierno, que otra cosa....Está Ud. tambien ahora de acuerdo, con lo que le digo, señor primo? —Todo puede suceder; contestó con indolencia el mayorazgo. —Para nó ser víctima de tan espantoso martirio, es indispensable, nó equivocar al amor-vanidad, al amor-capricho, ó al mezquino amor-interés con el verdadero amor, porque solo este, y ningun otro, trae consigo mismo la gracia y el poder de llevar la felicidad á un matrimonio; tal es, que cuando existe esa santa pasion en ambos esposos, hay un manantial de tan inagotable bondad en esos dos corazones, que la mente no puede llegar á comprender con todo su poderío intelectual; como que nunca podrá analizar en su esencia ese bálsamo sinigual para los males del alma: aquello nó es obra del hombre....Oh! cuan felices serán esos mortales que tanta dicha respiran! Para esos esposos predilectos nó se pone nunca el sol sin hallarlos constantemente unidos y risueños, pues que sus leves resentimientos jamás duran lo que dura un dia, á fin de que la tarde los halle siempre en paz; y así, aún antes de que llegue á oscurecer la noche, vuelva el ánjel custodio de su amor á cobijarlos placentero, bajo sus dichosas alas. Por esa divina proteccion es que siempre están unidos y contentos, y por ello, quizas, es que nó sienten tanto las venenosas espinas del camino de la vida. Esa clase de felicidad, que bien puede merecer aquí el nombre de felicidad suprema, indudablemente que es algo sobrenatural; eso es algo que nó puede recojer el capricho de un antojo, ni alcanzarlo la vanidad, ni mucho menos, la abyecta ambicion del interés; porque ese exelso bien, ante el cual tiene que humillarse la orgullosa razon humana por nó saber comprenderlo, es una gracia especial que tan solo, concede el cielo á esas almas, que al verse simpatizan mutuamente; que luego sienten una irresistible atraccion la una por la otra, y á las que mas tarde, une ese amor espontáneo y misterioso, de cuyo nacimiento nó es posible darse cuenta.... pero cuya muerte, casi siempre trae consigo la del corazon donde se alberga... Ya vé Ud; cuantos requisitos que nó penden de un mísero mortal, ni que facilmente se consiguen en la tierra, se necesitan para que un matrimonio sea verdaderamente feliz; y por lo que hace al reverso de la medalla, ó sea un matrimonio desgraciado, creo que ningun ser racional se prestaría á formar parte de tan repugnante union, si meramente sospechase que así le pudiera suceder....Nó lo cree Ud. así, también, primo? —Bien puede ser lo que Ud. dice, repuso Javier, mirando al techo; pero, tambien, me parece que es exijir demasiados requisitos, para una cosa que sucede muchas veces, todos los dias y en todas partes del mundo. —Y de esos matrimonios, los mas, ó los menos, seran los desgraciados? preguntó Isabel con seriedad. —A eso, yo nó le podré contestar exactamente, porque nunca me he ocupado de tal clase de estadísticas. —Pero creo que, con mas frecuencia habrá oído Ud. hablar de enlaces desgraciados, que de felices; nó es así? —Y aunque así sea; que nos importa todo eso? preguntó algo fastiado el mayorazgo. —Mucho, mucho, mi buen Javier. Eso nos importa tanto á los dos, como la felicidad, ó la desgracia, de toda la parte de vida que nos resta aún por vivir. —Pues á mí me parece una preocupacion, absolutamente sin fundamento; porque segun el adajio antiguo: matrimonio y mortaja del cielo baja. —O del infierno sube; añadió al instante Isabel. —Que disparate! Así nó es el verso! esclamó Javier. —Pero así es en la prosa de la vida. —Que sea, ya que Ud. lo quiere; pero, desde que nosotros nó tenemos la facultad de determinar aquello, por qué nó lo dejamos al destino? —Quite allá con su destino! esclamó desdeñosa Isabel. Deje Ud. á un lado ese triste consuelo musulman. El hombre es responsable de sus obras ante Dios, ante sí mismo y ante el mundo, pues él, únicamente, es el autor de su felicidad ó de su desgracia; y tan solo á esos seres débiles, miopes ó cobardes les es dado tratar de querer disimular sus faltas ó sus hechos, atribuyéndolo todo á cierto poder imajinario, sacado, probablemente, del muy empolvado archivo de algun astrólogo nigromántico. —Y que me quiere decir con todo esto? —Que como es casi indudable nuestra futura desgracia, le pido, encarecidamente, que desista de querer cometer conmigo, eso que muchos hombres llaman su última calaverada, á fin de evitarnos, á los dos, ese mal de los mas graves. —Peor es lo que me pide. —En justicia y en razon es preciso desistir; porque ese fatídico enlace nó puede tener nada de bueno, ni para Ud. ni para mí, una vez que Ud. se casa por capricho, y yo, obligada por la fuerza. Es, pues, irremediable desistir. —Desistir yo! Renunciar á Ud: jamás! esclamó Javier sacudiendo con fuerza la cabeza, al mismo tiempo que en sus ojos brilló un relámpago de ira. —Que pronto se retracta Ud. de lo que ofrece; observó con calma Isabel. Nó ha mucho me prometía nó negarme nada, y ya veo el cumplimiento que le da Ud. á sus ofertas. Pero, nó obstante la decepcion que acabo de sufrir, todavía me arriesgo á suplicarle, de todo corazon, que, siquiera por evitarme la pena á que tan injustamente se me obliga, tenga la caballerosidad de desistir. —Y yo le ruego, que nó me vuelva á repetir mas esa última palabra; repuso Javier exaltado. Ahora que la amo á Ud. mas que á mí mismo; ahora que se me ha hecho Ud. tan necesaria para gozar de la vida; ahora que hallo en Ud. cuanto puede apetecer el hombre en la tierra; ahora, en fin, que en la posesion de Ud. veo mi felicidad, quiere Ud. que reniegue á tan grande esperanza, quiere Ud. que desista de hacerla mi esposa? Oh! eso es pedirme que deje de ser hombre! es pedirme un inposible! —Pero si el corazon me vaticina, que tendríamos de ser muy desgraciados en ese fatal enlace, porqué Ud., quien es el llamado á evitar tan terrible mal para los dos, nó es justo siquiera para consigo mismo, ya que nó lo quiere ser para mí? —Inposible! Inposible!.... Lo que Ud. me exije, nó lo podré aceptar jamás: antes permitiría que me escupan á la cara. —Entonces, Ud. reniega de la justicia, y se presta á ser instrumento del despotismo y la crueldad para con sus semejantes, solo por rendirle culto á su egoísmo?.... Es posible que se convenga Ud. en llevar ese infierno dentro del pecho, con tal de nó reconocer límite para su maldad, ni tampoco abismo alguno, hasta donde nó lo pueda llevar el capricho de su miseria?....Oh! esa es demasiada ruindad! Tanta depravación nó puede existir en el ser racional. Permítame Ud. que yo crea que exajera, al querer presentarse tan bajo y de tan perversos sentimientos; porque nó puedo convenir en aceptar que, quien de tan noble estirpe deciende, pueda abrigar un cerrazon tan villano: eso es inposible; como que estoy segura de que, si por algún acaso, se halla perturbado en Ud. el sentimiento de justicia, quizá nó falte allí un poco de lástima y otro de compasion. Indudablemente, que por una de tantas aberraciones del capricho, que á veces se presentan, Ud. se jacta de aparentar una maldad que nó abriga; lo cual juzgo que razonablemente nó puede ser, porque muy de veras que nó creo, primo, que sea Ud. tan malo como quiere que me lo suponga. —Le agradezco mucho, primita, esa buena opinion en que me tiene; repuso Javier, tranquilo. Pero ya que Ud. ha querido favorecerme tanto, suponiéndome mejor de lo que soy, por qué es entonces que me desprecia? —Yo nó lo desprecio, primo, ni nunca me atrevería á semejante cosa. Lo único que ahora hago, es suplicarle que si nó por justicia, siquiera por compasion para una débil mujer, desista de su tremendo capricho. —Antes de ahora pudo ser capricho; pero, lo que es, ahora, me es de absoluta necesidad ese matrimonio, para no vivir desesperado. —Entonces me ama Ud. muy de veras?—Mas que á mi propia vida. —Quien bien quiere, siempre trata de agradar; y es regla, sin ecepcion, que altamente se complace dando gusto al ser querido. Y si así jeneralmente sucede, como se esplica lo contrario?...O yo nó sé lo que es amor, ó Ud. nó me dice la verdad; pues de otra manera nó comprendo, porque nó quiere acceder á lo que tanto y tan encarecidamente le suplico; observó Isabel con fina coquetería, haciendo uso al mismo tiempo, de cuanta gracia pudo ser capaz. —Nó le exija Ud. tan grande sacrificio á mi corazon, y verá que accedo gustoso, á todo lo demás que se le pueda ocurrir; repuso Javier entusiasmado. —Es que, cual prueba positiva de su amor, nada mas puedo pedir. —Oh! que terrible exigencia! Eso nó puede ser justo; ni tampoco es racional, que Ud. persista en pedir, lo que nó puedo otorgar, sin que yo deje de amarla; y, para mí, el dejar de amarla, lo creo aún mas difícil que renunciar á la vida. —Sin embargo, es de absoluta necesidad que por el bien de ambos, acceda Ud. á mi súplica, pues nó es la sonriente felicidad la que se nos espera mas tarde: yo nó veo nada de tan halagüeño porvenir para nosotros dos, y en especial para mí. —Y por qué tanto azar? interrumpió Javier. —Porque despues de las bodas me amargaría Ud. la vida, cansándose luego de mí, del mismo modo que le ha sucedido con muchas otras mujeres, á quienes ha considerado tanto, como la mano del niño considera á sus juguetes: eso me vaticina el corazon con toda claridad....Bien puede ser que, por ahora, yo sea el juguete de su predileccion; pero quien me asegura que esa transitoria preferencia pueda durar, y nó se trueque mañana en hastío, y poco mas tarde en desprecio? —Eso nó podrá suceder nunca por nunca; porque mi amor para con Ud. lo juzgo inperecedero, desde que lo siento cada dia mayor y cada instante, mas poderoso. —Galantes ofertas de pretendiente y nada mas, que son fugaces, como el aroma del incienso que queman en su loco devaneo. Es que el fuego sagrado nó apaga jamas su llama. —En el gran libro del matrimonio, el prólogo siempre contiene la muy esquisita poesía del alegre y comedido novio; aunque nó así en el resto de la obra, pues, con frecuencia, suele trocar esa misma poesía en la cansadísima prosa, de un marido regañon y taciturno. —Pero, á que es esa duda tan intransijente? preguntó Javier con cierta sonrisa maliciosa. —Porqué á mí, nada bueno me ofrece el porvenir; y porque yo solo veo la mas horrenda desgracia, en la realizacion de nuestro enlace. —Vaya con la preocupacion! Esto ya pasa de cándida majadería, y será preciso que te cure de esa dolencia, tapándote la boca con un beso; y al instante se lanzó Javier á poner en planta su proyecto: mas, por desgracia suya....se equivocó demasiado en la distancia que había del dicho al hecho. El pobrecito tuvo que contentarse con la intencion, y nada mas. En el acto que Isabel notó el peligroso ademan de Javier, instintivamente dejó su asiento; y al evitar el golpe de sus lúbricos labios y contener con una mano tan audaz galantería, indignada esclamó: —Miserable!....es Ud. muy grosero! —Y tú muy mentecata; añadió Javier con cierto desden. Ya tu simpleza se va pasando de la raya. Isabel.... A que conduce que hoy me niegues una pobre flor, del rosal que mañana será mío? —Sea simpleza ó nó lo sea; contestó la joven con altivez; es preciso que Ud. sepa que jamás podré tolerar, que nadie me falte en el mundo de semejante manera; lo ha comprendido Ud. bien, señor malcriado? —Perfectamente linda princesa; repuso Javier con una sonrisa burlona, muy marcada, y luego añadió: y en prueba de lo bien que he comprendido esa orden, lueguecito te voy á dar un abrazo con media docena de besos.... si los cuento. —Javier! esclamó furiosa Isabel; no persista Ud. en hacérseme mas odioso y repugnante de lo que ya es. —Pues que me emplumen, si comprendo el porqué de tus bríos; repuso Javier paseándose con las manos en los bolsillos. Verdaderamente que nó sé á que vienen tan intempestivos y orgullosos arranques de esquivez, en quien pasado mañana será mía y muy mía; ó como quien dice: en cuerpo y alma. —Pues aunque así fuera; nó me da la gana de acceder á nada; y ni quiero, ni permitiré jamás que se tome Ud. esas libertades conmigo. —Ni yo tampoco estoy para oír mas á esa lindísima boquita, que mientras mas rabiosa la veo, mas tentaciones me va dando de comérmela todita á besos; añadió entusiasta el mayorazgo, dirijiéndose hacia Isabel muy lijerillo. Pero la joven, adivinando al instante sus siniestras miras, de un salto se colocó junto á la puerta del cuarto donde estaba Celia, y poniendo la mano sobre el picaporte, con tono áspero y jesto imperioso, le dijo á ese atrevido galan: —O Ud. sale por la puerta que ha entrado, ó yo me voy por esta.... Espero que sin otra indicacion, ni dar lugar á mayor incomodidad, se sirva retirarse de aquí al momento. —Y con que derecho, me despide Ud. de este cuarto? preguntó entonces, insolente Javier. —Con el derecho que me da mi dignidad, y el respeto que se me debe; repuso Isabel con altivez. —Y que nó sabe Ud. que tanto aquí, como en toda esta casa, soy dueño y señor absoluto? —Podrá Ud. serlo del edificio; pero lo que es de mi persona, está Ud. muy equivocado, señor mayorazgo; porque yo nó me vendo, ni me alquilo, ni permito jamás que se me ultraje. —Demonio! Esto ya es mucho abusar de mí paciencia! esclamó Javier, avanzando hacia Isabel: pero esta, al mismo tiempo, abrió la puerta cuyo picaporte tenía en la mano, y lanzando un grito de socorro, llamó á Celia en su proteccion. Como por encanto se presentó la criada; y colocándose en el acto entre Isabel y Javier, con voz de autoridad preguntó: —Ca sucedío señorita? —Nada, hija: un disparate... Porque este caballero se dice dueño de las piedras y muebles de esta casa, quiere serlo tambien mío; y despues de haberse atrevido á faltarme groseramente, todavía pretende obligarme á que lo quiera. Que te parece la ocurrencia? —Ta güeno, señorita! Javier, se mordió los labios despechado, y mirando con rabia á la sirvienta, preguntó: —Y á que viene aquí este espantajo? —A espantarlo auté, patroncito; repuso Celia muy entonada, cuadrándose en son de combate y midiéndolo al mayorazgo con la vista. —Pues estoy lucido! esclamó Javier, cruzándose de brazos. —Ha de saber uté, señorito; prosiguió Celia, con las manos clavadas en las caderas y mirando á Javier con mucho descoco; casí nó se yega nunca á lo cuno quere, dende que nó se va como siá dír. Así nó sacarauté ná, pú! Onde habei veído que ninguna mujier lo quera á un hombre, que la vaya á requebrá como lo gaucho á la mula chúcara? Eso nó pué ser!.... Vauté por un camino mu inplincao, por onde ná güeno merecerá hayar; porque como icía, mi primo er guatón, cuando taba rascao: con la hiér ná güeno sarcanza. Y dende que me paise cabayero, como no sabrauté, patroncito, aqueyo que cantan tanto, camor nuá é ser forsao, sinos del arma nacío?....Aquí, en eta nuetra janta tierra de lo poroto y la guajca, dende lo chiquiyo de teta, naiden le irá que no lo sabe; y por eso mesmo, yo laconsejaría, patroncito, que se dé ar tirito la media güerta y que, como güen sordao, no güerva má por ete cuarté.... que no siaicho parauté! Tauté? ..Aquí no hay quieso paresa laucha!....Yo no igo sinos la purita verdá, patroncito é mi ánima. La caja pué ser un poquito estemplá, pero que luaremo pú?....Ya sabiuté que no hay posá. Mientras tanto Javier, con las manos crispadas, y echando chispas por los ojos, escuchó hasta el fin la muy galante amonestacion de Celia y, en seguida, furioso se encasquetó el sombrero hasta las orejas y dijo: —Muy bien lo ha hecho Ud. señorita Isabel! muy bien! permitiendo que una moza estúpida, como esta, me falte de la manera que lo ha hecho; pero, ¡vive Dios! que, de esta ofensa, tendré que tomarle á Ud. estrecha cuenta muy prontito. Sí; muy prontito ha de ser, aunque se oponga el infierno; y así será, pues como Ud. bien lo sabe, nó faltan arriba de tres dias para que yo disponga de Ud. tan á mi antojo, como lo hago ahora de este chisme; y tomando de la mesa un hermoso jarrón de porcelana, al instante lo hizo trizas contra el suelo. Aquella hazaña heroicamente estrepitosa, sin duda que satisfizo el amor propio del de Altomuro, pues muy luego, con gran calma, envainó ambas manos en los bolsillos del pantalon; miró con cara muito feira al enemigo; y con darles la espalda bruscamente á Isabel y Celia, se despidió de las dos dejándolas abismadas y absortas en la contemplacion de su heroísmo. La criada fue la primera en salir de su estupor y, agachándose para recojer los despojos del enemigo casual del mayorazgo, con los pedazos en la mano esclamó: —De lo má bravazo había sío er cabayero! ....Por mi maire la Maudalena, que nó me paise sinos un rucio desorejao, que sianda vestío comun jutre!....Y con eso se vauté á casar señorita? —Así lo quieren, Celia, repuso tristemente Isabel; pero espero tambien, que así nó será, mediante el favor de la Providencia. —Ma vale así pú, señorita; y que guto que voy á tener, cuando así venga á parar. Por de contao, señorita, quer niño Javier nó pué serví pa mardita la cosa, ni meno pa merecerla: eso cuando má tará güeno pa la guasa é Mélipiya, que la tratan su cortejo como si jueran cabayo. Por eso mesmo malegro mucho, señorita, quese jutre diá cuartiyo me laya ejao intautita, y ojalá que nó güerva má por eto barrio, como se luí icío, porque, tonse!....liría un poquito ma píor.... Ya sabe señorita, la güeña voluntá que le tengo auté, pa sevirla en tó lo que se lantoje y siempre que lo quera. —Conozco tu buena voluntad y tu cariño, mi querida Celia, y te estoy sumamente agradecida. —Lo mesmo que yo señorita. Y como paise que agora ya nó vendrá má er cuco que me lá sustao, con su premisio señorita, no juimo pautra parte. —Quizás te necesite mas tarde, observó Isabel con cierto misterio; pero, despues de un instante de reflexion, añadió: probablemente....no será así.... puedes retirarte. Y dejando Celia á su señorita, entre pensativa é indecisa por comunicarle algo mas, inmediatamente tomó el portante hacia su cuarto, entonando con voz chillona la Cueca de sus ensueños. XX. UNA HISTORIETA. Despues del magnífico estado de aquiesencia en que la señora Amalia dejara á Isabel, al remitirle á Javier tan fogosamente apasionado, nó dudó un instante que el mas lijero contacto, de ambos, produjese al momento el incendio que por tanto tiempo había deseado; y altamente halagada con el infalible resultado que le sujería aquella idea, se dejó caer en su mecedora con toda la satisfaccion del conquistador, que acaba de realizar algun jigantesco crimen de lesa-humanidad. —Por fin logré lo que tanto deseaba! esclamó entonces la señora, mirando á Casimira; quien en ese momento, tenía puesta la puntería en la viejísima vijésimacuarta pájina de un libro. —Oh! y cuanto me alegro yo, mi señora condesa, de que su señoría haya salido tan bien; añadió con suma gravedad la confidenta, poniéndole una señal á su libro y cerrándolo en seguida. —Te aseguro, Casimira, que el tal asunto del matrimonio me ha tenido muy preocupada, porque cada dia me iba pareciendo algo mas dificilillo. —Así la he considerado en muchos trabajos, mi señora condesa; y desgraciadamente, nó he podido hacer mas, en favor suyo que encomendarla con todo fervor en mis oraciones, para que su señoría saliera airosa de tan arriesgada empresa. —Gracias, mil gracias, Casimira! Hazte cargo que, solo despues de gran tiempo de observacion, rara vez llegué á notar algun pequeño rasgo de cariño ó simpatía de parte de Isabel hacia Javier, por mas que yo me empeñaba en conseguirlo con frecuencia; y así, comprenderás algo de cuanto he tenido que sufrir, solo por el deseo de hacer el bien de otros. —Oh! su señoría ha sido una verdadera mártir, en todo este asunto! una verdadera mártir! esclamó Casimira á boca llena y ojo vacío. —Verdaderamente, hija mía, que si nó quisiese tanto á mis sobrinos, nunca me habría resignado á padecer lo que he padecido.... Como yo desease mucho esa union, tanto por la felicidad de los novios, cuanto por sostener el gran nombre y alto lustre de mi familia, cada vez que palpaba la frialdad de Isabel, sentía penetrar en mi corazon todo el invierno glacial de la Siberia....me quedaba yerta! Pero al fin, mediante mi paciencia á toda prueba de desengaños, y debido á la dulce y cariñosa sagacidad de mi trato, milagrosamente he logrado lo que he logrado. —Nó me cabe la menor duda, mi señora condesa, que alguno de los santos protectores de su señoría le haya querido hacer ese milagro; y realmente que nó podían menos que dolerse todos ellos, al ver las incomodidades y sacrificios á que se ha resignado su señoría, solo por procurar el bien de otros. —Así debe de ser, Casimira, porque mi conciencia la siento completamente tranquila y satisfecha; repuso con gran aplomo la muy virtuosa señora. —Y cómo nó ha de estar, con el inmenso beneficio que le hace á la señorita Isabel! esclamó entusiasta la tuerta. —Y tambien á Javier, añadió la señora; porque la perla preciosa que se lleva, bien se podría engastar en la corona de un rey. —A la vista está, mi señora condesa; como de igual modo, lo mucho que ha hecho su señoría por conseguir el bien de ese dichoso par; pero ya veremos, mi señora condesa, si se les ocurre alguna vez á ellos el agradecerle á su señoría. —Oh! quien piensa en eso! esclamó enfáticamente la señora Amalia. Cuando se tiene un alma casi justa, una sabe que existe, especialmente, para procurar la dicha de cuantos la rodean, aunque sea á costa de tormentos y de sacrificios causados por los mismos, á quienes se desea favorecer; bien entendido, que todo aquello se hace por mera satisfaccion cordial y nada mas, y sin pensar un instante en merecer gratitud ó favor alguno de parte del pobre corazon humano; porque este, debido á su propia miseria, jeneralmente es muy ingrato. —Una alma tan buena, mi señora condesa, es inposible que nó merezca algun dia justa recompensa; porque lo que nó es premiado ó castigado en esta vida, por ser buena cristiana, tengo que creer, forzosamente, que lo será en la otra; así observó Casimira con tono profético, majistral y sentencioso, abriendo el ojo de par en par, con el objeto de darles mayor espresion á sus palabras. —En fin, dejemos eso á un lado, Casimira; repuso muy contenta la señora; porque á nosotras, pobres mortales, nó nos es dado penetrar en los misteriosos arcanos de la Providencia: tengamos la satisfaccion de haber cumplido debidamente, haciendo el bien á nuestros semejantes, y con eso nos debe bastar. —Ahora sí que, por sus últimas palabras, me acabo de convencer de la mucha virtud de su señoría; y creo que nunca me cansaré de dar gracias á Dios, por el gran beneficio que gozo, de contarme entre su dichosa servidumbre. —Nó digas eso, mi buena Casimira; observó cariñosa la señora; porque tú eres para mí, casi lo mismo que una amiga de estimacion, atendida la exesiva confianza, que tengo en ti. —La verdad mi señora condesa, que su señoría me dispensa ese alto honor. —Como que á ti te consta, que el mas mínimo paso que he dado en este asunto de que tratamos, ha sido única y esclusivamente por el entrañable amor que les profeso á mis dos sobrinos. —La verdad, mi señora condesa. —Como que tú, tambien, podrás testificar en cuanto á la dulzura y suavidad, con que he procedido, para atraer á Isabel á su feliz porvenir; agregó la señora Amalia, haciendo alarde de su desfachatez. —La verdad, mi señora condesa, volvió á decir Casimira. —Como que nó recuerdo, prosiguió la señora con cierto tartamudeo involuntario, haberle hecho reconvencion fuerte á Isabelita, ni obligándola á mas de lo que buenamente haya sido su voluntad; pues, ante todo, he tenido siempre muy en cuenta, que en asunto de matrimonio todo se debe dejar al gusto de los contrayentes, desde que ellos son los que se casan y, solo ellos, los únicos llamados á sufrir las consecuencias favorables, ó adversas de su estado; creo que debo haberte hecho presente esto mismo, alguna vez? —La verdad, mi señora condesa, repitió maquinalmente Casimira. —Por eso, nó me cabe la menor duda, que proceden con mucha injusticia y crueldad las jentes que obligan á sus hijos, ó protegidos, á casarse con personas á quienes nó les tengan suficiente voluntad; y por esa misma razon, es que yo solo me mezclé en el arreglo del matrimonio que hablamos, cuando pude notar las inclinaciones de ambos, y fue solo, entonces, que me presté á servirles de ánjel bueno, sin otro deseo que el de favorecer su felicidad ....Nó es así Casimira? preguntó la cínica vieja, con la convicción de que mentía descaradamente. —La verdad, mi señora condesa; repuso la tuerta, siguiendo inperturbable con su letanía de adulacion. —Y especialmente, por Isabel, me alegro mas de que esto haya sucedido así; porque, como tú bien sabes, es muy triste en el mundo la vida de una solterona y, mucho mas, cuando es pobre. —La verdad, mi señora condesa, repitió la aprobadora. —Y eso es tan cierto Casimira, que cuando nó son demonios con faldas, que constantemente mascan á la humanidad entre sus despobladas quijadas, nó tienen otro porvenir las solteronas que el de vestir santos. —Y los solterones, que el de vestir diablas; añadió la tuerta esa vez, interrumpiendo su empalagosa letanía. —Como es eso Casimira? preguntó la señora, de muy buen humor, como para inspirarle franqueza á su criada. —Porque si ellas, por entretenerse modestamente en algo, se dedican á vestir santos, manifestando así sus buenas y caritativas inclinaciones; ellos, guiados por sus perversos instintos, con frecuencia se dejan arrastrar por las malas tentaciones y, muchas veces, suelen vestir á mas de una pobre diabla, porque tuvo una carita que les cayó en gracia. —Y tu perteneces á ese gremio Casimira? —A cual mi señora condesa? —A ese gremio fósil de las solteronas. —Nó, mi señora condesa, porque fui casada; y por mi desgracia, ya hacen algunos años que soy viuda de Pocoveo. —Que media naranja tan de perilla! Quien nó diría que te vino como pedrada....y la señora nó dijo mas. —Sí, señora condesa, prosiguió al momento la tuerta; me vino como mandado hacer á propósito; me vino como una maravilla; me vino como caído del cielo; porque diría mal, si nó dijese que fue de lo mas bueno y mas cumplido para mí. —Y como es que en tanto tiempo que te tengo á mi lado, nó me habías dicho nada de eso? —Porque nunca se ha ofrecido, que mi señora condesa me lo haya solicitado. —Pues ya que hoy reboso de placer, que le sirva de postre á mi alegría el relato de tu historia. —De veras, mi señora condesa? —Muy de veras, Casimira, porque la escucharé con grande gusto, por mas insignificante que sea; pero á fin de estar mas complacida, nó dejes de darle, de cuando en cuando, sus mecidas á este confortable sillon. Así observó la señora Amalia; y la obediente Casimira, al momento dió principio á cumplir con lo mandado, tanto en la mecedura, cuanto en la relacion. —Así, donde me vé, su señoría; dijo Casimira con gran desenfado; así tan negra, flaca, seca y arrugada, con tres mechones en la cabeza y poca herramienta en la boca, allá, en mis mocedades, debí de ser algo que valiera la pena de echarle un floreo á quemaropa, porque á todos los mozos, mejor plantados de mi barrio, se les hacía agüita la boca por merecerme un cariño; pero desde que yo, tambien, estuviese muy satisfecha de ser lo que era, por mas idas y venidas, y mas palabritas de almibar, y mas fiestas y festejos, á todos les decía entonces nones, y los traía al retortero. Ay! Lo que va de ayer á hoy! Si las muchachas tuvieran juicio, que bien sabrían aprovechar de sus buenos tiempos! El ejemplo lo tengo en mí. En la pasa de hoy, nó ha quedado ni rastro de la sabrosa y delicada uva de ayer: todo pasó; todo pasó, para nó volver jamás.... Pero mejor será que prosiga con mi relato, sin traer á la memoria tan desgraciados recuerdos. Por aquella feliz época de mi apojeo, mi buena madre, ya viuda, era la única persona que cuidaba de mí y, solo con su industria de lavandera, me trataba perfectamente bien; y me mimaba tanto, que rara vez me permitía que le ayudara en su trabajo esa gran mujer, de quien solía decir la jente honrada, que lo menos valía por cuatro, en atencion á lo bien que se desempeñaba en todos sus quehaceres domésticos. Era una mujer muy buena, á carta cabal. Tan luego que supe leer y escribir alguna cosita, ella nó se descuidó en hacerme dar mas instruccion; pero lo que saqué de la Gramática, fue que me gustasen mucho los artículos de lujo y comodidad, declinar los nombres de ciertos mozos simpáticos y conjugar el verbo amar en todos sus modos y tiempos; y en todo tiempo y de todos modos. De las reglas de Aritmética aprendí, que uno y una eran dos; si se casaban, mucho mas; y si enviudaban, mucho menos: y por lo que hace á quebrados, nunca me pude entender con ellos, pues siempre preferí los enteros. Y por fin, del poco de Jeografía que me enseñaron, solo recuerdo que aborrecía los promontorios humanos, de forma masculina; que me gustaba mucho engolfarme en el baile, cuando me hallaba paralela á un buen mozo; y que nó conocía mas puntas que las de mi nariz y mis zapatos, ni mas cabos, que los de vela de sebo que se guardaban en mi casa. Tales eran, pues, mis conocimientos científicos; pero en todo lo demás, nó sucedía así; porque á los dieziocho años, pasaba yo por muy regular costurera y nó tan mala modista, segun recuerdos que conservo de mis trajes de aquel tiempo. Con aquella sabiduría, tan esencial para toda muchacha, y los ahorros de mi cariñosa madre, me era fácil presentarme muy decente y, tambien, muy á la moda; y al verme entonces en el espejo y gustarme algo á mí misma, nada estraño era, pues, que tambien gustase á otros; y que mas tarde, yo hiciera lo posible por gustar á otros mas, y por atraer hacia mi personita las miradas de los mozos que trajinaban por mi calle, para elejir á mi antojo. Y con esas ideas, esos remilgos, esa compostura y esos crespos, se me pasaron muchos meses, sin que ninguno me cayera en gracia, para caerle yo encima en forma de cruz bien labrada; nadie me llenaba el ojo; y cómo en aquella época yo estuviese tan pagada de ser quien era, recuerdo que á mas de un zorro solterón que me vino á menear la cola, le hice decir, sin querer, que las uvas estaban verdes. Yo no tragaba el anzuelo, por mejor sebo que tuviera! Tambien es de advertir, que dichas representaciones solo tuvieron lugar por cierto tiempo, en la puerta de calle de mi casa, hasta que, mas tarde, pasaron esos umbrales tres jóvenes nó malejos; y al notar la frecuencia de sus visitas, me atreví á creer, en un principio, que dos viniesen por mí y el otro, tambien; pero muy luego sufrió su merecido castigo mi suma presuncion, pues ví que el uno de los tres se inclinó decididamente á una prima mía, á quien por ser huérfana, mi madre sostenía á su lado. Cuando nos salieron esos novios, mi madre que, todavía era mujer moza, algo alegre y nó poco aficionada al chacolí y á la cueca, gustaba mucho de tener su diversion los domingos, para sacudir el cuerpo del trabajo de la semana, y las noches en que aquello sucedía, nos venían á ver algunas muchachas del barrio, bastante salerosas y eximias fandangueras; y como los mozos de buen olfato luego diesen esas flores, en casa se formaban unos bailes entusiastas, en los que mi prima Julia se lucía por su modo orijinal y graciosos movimientos, causando zelos á todas, inclusive á la que habla. Pero fuera del baile, en todo lo demás yo le llevaba una gran ventaja á mi muy dichosa primita, pues, por lo menos, nunca me faltaron, entonces, siquiera unos dos galanes á la parada, para disponer á mis anchas en la estrechez de mi jenio. Que noches aquellas! que noches! que superaban en todo á los dias mas felices! Y ademas de que la mamá nos fomentaba esos bailes los domingos, nunca nos ajustaba la cuerda, por lo que tanto á Julia cuanto á mí, siempre nos dió gusto en todo; y tan nada nos zelaba la buena de la señora en los dias de ordinario, que rara vez se le ocurría dejar su trabajo de batea, para venir á ver lo que hacíamos metidas en la salita, ó quienes nos visitaban. Probablemente, nuestros galanes observaron el descuido de aquella esplotable soledad y, dos de los tres, dieron en venir á calentarnos la oreja y sobarnos las manos con alguna frecuencia; y, de seguro, que los pobres dejaban su trabajo y así perdían su tiempo, por ver si con su constancia y su cariñoso afan nos ganaban á nosotras. El uno era sastre y el otro, peluquero; y los dos se llevaban tan bien y tan hermanablemente á nuestro lado, que jamás pensaron en hacer uso de sus respectivas tijeras, ni en ataque, ni en defensa, porque mas que gallos cortadores, parecían palomitos. El sastre se dedicaba á Julia y el peluquero á mí; y cada uno en su atenciosa galantería, siempre trataba de estar á la altura de su oficio. A Julia la obsequiaba su galan, frecuentemente, con jéneros de diversas clases, le ayudaba en sus labores, le cortaba sus monillos y le tomaba unas medidas con tal tino y lucidez, que por sí eran de dar gusto, por lo muy bien que lo hacía; y ademas de atenderla tanto á mi prima, todavía le enseñaba á hacer costuras muy variadas, porque el bueno del sastrecito era muy cumplido en la materia. El peluquero, que nó le iba en zaga al artista de aguja y dedal, rara vez se me asomaba sin llevarme peinecitos y perfumes, y buenos jabones de olor, que probablemente serían de los mejores de su tienda. El me arreglaba el peinado, el me componía el moño, y me hacía y me deshacía los crespos á su gusto; por cuya galante razon, como es fácil de advertir, nunca me quedé con los crespos hechos, mientras lo tuve presente. Tambien en sus confidencias, alguna que otra vez, él solía tener el empeño de quererme enseñar á rapar y trasquilar; y á fin de que yo me animara á adquirir tales conocimientos, daba en decirme mi cariñoso peinador, que si él lograse tener una oficiala como yo, ganaría mucha plata. Pero, por mas que me ponderaba la elegancia y utilidad de su arte, y por mas empeño que ponía para que yo le criara afición á su navaja y sus tijeras, nó pudo lograr de mí que me dedicara al oficio: así nos la pasamos tonteando y disputando, muchos meses. Y en ese mismo tiempo, aunque nó con la frecuencia del peluquero, tambien solía venir á requebrarme un carpintero; y yo, por compadecida, le escuchaba sus modestos galanteos y, de cuando en cuando, lo dejaba acepillarme las manos con sus labios, porque á veces me parecía que nó le faltaba tino á ese versito que dice: La niña que quiere á dos, Nó es tonta, sinó advertida: Si se le apaga una vela, Otra le queda encendida. Yo me aproveché de la enseñanza del verso; y por esa mi caritativa conducta acaeció, pues, al fin, que tuviera dos galanes: uno, para los días de trabajo y otro, para los días de fiesta; y fuese por compasion, ó fuese por conveniencia, yo, siempre, me pude dar modos de atenderlos á los dos, sin que hubiera novedad. Mientras tanto, Julia seguía de firme con el sastre, dando brincos y chillidos por los pellizcos y clavetones que le daba su maestro, probablemente confiada en que con el tiempo y los pellizcos, llegaría á ser modista; y tanto le iba enseñando el tal sastrecito á mi prima, en su oficio costurero, que á juzgar por los chillidos de un dia que me oculté, medio me hizo sospechar que ya la dicípula supiera, algo mas de lo necesario. Felizmente mis sospechas resultaron nó ser ciertas, pues el tiempo se encargó de probarme, y muy de veras, la ignorancia de mi prima. Y como he dicho antes, lo mejor del caso de aquellos requilorios, era que mi madre no sabía, si nos visitaban ó nó nuestros galanes, en los dias de trabajo; y por descuidarnos así tan á nuestro regalado gusto, mientras ella estaba en su batea dale que dale con sus lavazas, nosotras estábamos con ellos idem per idem, en la entretenida cuestion de los dimes y diretes y los dares y tomares; y por supuesto, cada instante mas entusiastas, mas altivas, mas humildes, mas sumisas y engreídas, debido á las esperanzas que dentro del pecho teníamos, de ser muy pronto señoras. Con esa idea, que de dia en dia y de hora en hora se me fue fijando mas, entre ceja y ceja, al fin tuve que decidirme por el peluquero, tanto por ser mi preferido, cuanto por parecerme mas resuelto á querer cargar con la cruz; pero al pensar en aquello, cándidamente cometí el muy grave disparate de nó dárselo á comprender así al carpintero, nó sé si por timidez, ó por pena que le tenía. En eso hice muy mal; y por desgracia, mi loca juventud nó permitió advertirlo aquella vez. Todo se me hizo fácil. Por ese fatal descuido tuve, pues, que dar lugar, precisamente, á que uno y otro de mis dos adoradores siguieran creyéndose, con muy sobrado derecho, para pretenderme á su antojo. Ni sé como pude cometer aquel tremendo desatino, causa de tan graves males! Oh! quien me hubiera cantado entonces esa otra copla que dice: Cuando dos quieren á una Y los dos se hallan presentes, El uno cierra los puños Y el otro aprieta los dientes. Ay! que daño tan irreparable me hizo el nó pensar en aquello! Y para colmo de mi fatalidad, y remacharle mejor el clavo á mi desgraciada lijereza, cuando todavía cada uno de los dos se tenía por el predilecto, vino un domingo con su noche y esa noche con su baile, con sus copas y sus risas y con toda su algazara de traer la casa abajo. Recuerdo que un escribano, de muy buenas uñas, nos rasgueaba aquella noche la guitarra, á Julia que bailaba con un futre periodista y á mí, que lo hacía con su sastre. Ya habíamos bailado el primer baile y estábamos para principiar el segundo, cuando, de repente, sentimos á nuestra espalda voces fuertes, quiebra de copas y botellas, con el destrozo de una mesa y una tremenda pelotera de golpes y de porrazos; volteo la cara para ver lo que era, y me encuentro con el carpintero y el peluquero que se daban de lo lindo, furiosos como dos gallos y tenaces como toros. En el acto dejé á mi pareja y, de un salto me puse junto á los dos combatientes, que tanto me interesaban. Mi deseo fue de apartarlos inmediatamente, pues al fin los dos eran mis galanes; pero ya fuese por zelos, ó por la furia con que ambos dos se machucaban, nó me pudieron conocer y, cuando menos lo pensé, ¡plaf! me soplaron tal puñetazo en el ojo, que di un grito y me caí desmayada. Me dicen que, entonces, el barullo fue soberbio; y yo supongo que así sería, porque mi grito se hizo oír tan bien á la redonda, que al momento cayeron varios pacos á serciorarse de lo que sucedía. Con esa ayuda policial mi madre, que era mujer de buenos pulsos y que nó conocía el miedo, muy luego separó á mis dos galanes, dándole á cada uno su respectivo coscorrón; y resultando de las averiguaciones que el peluquero fue quien me pegó, sin mas prueba de delito, mi madre le echó el guante, lo amarró y le dijo furiosa, que ahí tenía que quedarse para pagar mi curacion, hasta que sanase; y en el caso de que yo perdiera el ojo, lo sentenciaba á que se casase conmigo. El bueno de Pelegrin, que así se llamaba el barbero, aceptó de plano la sentencia de mi madre y, sin alegar palabra, ni decir ni chus ni mus, desde ese momento se contrajo á mi curacion con la solícita ternura de una hermana de caridad; pero á pesar de sus prolijos cuidados, y de cuanto hicieron y le chuparon los médicos y boticarios por recetas y medicinas, nó hubo remedio para que yo quedase bien y....el pobre Pocoveo se tuvo que casar con Casimira. Mi marido me costó, pues, un ojo de la cara; y, aunque tanto conseguí por el primero, por el otro que me queda, nó he podido lograr ni siquiera un cuarto de marido, por mas que lo haya buscado, para mi propia y muy necesaria conveniencia; porque al fin y al cabo, como lo saben muchas viudas y como tambien lo dice el adajio: á la que esas mañas aprende.... le gusta cazar ratones. Cuantas viuditas desearían volverse de queso!.... En fin, á las cinco semanas cabales de mi matrimonio, Julia tuvo su marido, sin que le costase lo que á mí, y con el agregado en favor de ella, que todavía alcanzó la gloria de ponerse el vestido de novia, cosido por su propio sastre; pero salvada aquella circunstancia, en todo lo demás fuimos las dos igualmente desgraciadas, pues casi al mismo tiempo que la abandonó su esposo, el mío se marchó á la eternidad. A los pocos meses de perder á mi marido, tambien perdí á mi madre y, al verme tan sola, pensé que en cualquier otra parte estaría lo mismo, ó tal vez mejor; y con esa idea, salí de Concepcion y me fui á Valdivia; de allí, volví á salir pronto, y despues de haber estado en varias otras poblaciones de Chile, vine al fin á esta capital, á tener el muy alto honor de servir á la exelentísima señora condesa de Toroguapo. —Quien te está sumamente agradecida por tus buenos servicios y, algun dia, tendrá el placer de recompensarlos cual se merecen; añadió con cariño la señora Amalia, y luego prosiguió: Pues te aseguro que tu historia me ha entretenido; y ya que, segun ella, por un ojo de la cara te dieron un marido, nó te parece que la que tenga dos ojos, tendrá derecho á dos maridos? —Siempre que se convenga á quedarse ciega, repuso tranquilamente Casimira, así debería de ser; en atencion á que el marido que gané, fue por el ojo que perdí: esa sería mi sentencia, si para tal caso me pidieran el ser juez. —Parece que te sobra razon, Casimira....Y ya habría llegado á feliz término la visita de Javier? —Nó lo sé, mi señora condesa; pero creo haber oído sus pasos ahora poco; contestó la camarera y otra criada añadió, que ya lo había visto salir. —Entonces ese egoísta se nos escapó, á su casa, á disfrutar solito de su felicidad, sin participarnos nada á nosotros; observó la señora Amalia en tono de resentimiento. —Así son los gustos! esclamó Casimira; y en seguida, ambas continuaron tratando de lo mucho que habría que hacer en la casa, para celebrar debidamente las próximas bodas de Isabel, con su gran primo el mayorazgo. XXI. JAVIER SE DIVIERTE. Con algo de rechinamiento de dientes, nó mala dosis de despecho y una soberbia y precipitada tronadera de tacos, fue como salió el furibundo mayorazgo del cuarto de Isabel; y segun sabemos, sin darle parte á su tía de lo bien que le había ido, se largó á todo humo y vapor hasta su casa, y nó paró, hasta meterse en su cuarto, tirando al sombrero contra el suelo y á su persona en un divan. Con que clase de diablos estaría entonces el gran Javier? De seguro que nó eran de color muy definible. Algo tendrían de esencia de aburrimiento. El estado de su ánimo no parecía, pues, tan envidiable, que digamos. Todo le fastidiaba. En todo veía una decepcion, un desengaño. Que momentos aquellos! Por eso, nó tardó diez minutos en saciarse completamente de tan abrumadora soledad, y muy luego volvió á salir en busca de sus amigos mas joviales y caritativos, con la esperanza de salvar de la displicencia en que se hallaba; y con tal objeto, se dirijió al café donde acostumbraban matar el tiempo, creyendo que ellos, siquiera lo podrían distraer algun tanto, con su charla y con sus bromas y, quizas, hasta lograsen curarlo de su desapiadado spleen. Y en verdad, que la realizacion de la dichosa idea, fue una especie de lenitivo para sus males. Casi volvió á consolarse Javier, en el momento que pisó el primer escalon del templo, donde solían rendirle culto al dios Baco; y cuando penetró en el interior, para dirijirse al santuario de su predileccion, antes de llegar á la elegante puertecita que lo guardaba, tuvo la suerte de oír las voces de tres de sus amigos cantando con gran entusiasmo. Su primer impulso fue de pasar á verlos, inmediatamente; mas luego, variando de parecer, prefirió quedarse tras la puerta para escuchar las voces aquellas que, acomodándose al brindis de Lucrecia, cantaban lo siguiente: La tristeza en nosotros nó viva, Que delante está el hijo de un dios; Empinad, pues, los codos arriba Y vaciad, que la vida es veloz. Nó se envidie fortuna mezquina, Ni tampoco el metal, codicioso; Que quien bebe con gusto y empina, Por su vida, hasta el fin es dichoso. Si perjura nos fue la querida, Con el vino se matan agravios: Esa boca perjura se olvida Y se buscan en vez otros labios. Por eso hasta el fondo se beba De la copa el sabroso licor, Que la dicha en el fondo la lleva Esa copa con todo esplendor. Este último verso lo repitieron dos veces mas, cantándolo desaforada y desorejadamente; y de que concluyeron su feroz terceto, Javier hizo su entrada solemne, para ser recibido con una furibunda salva de aplausos y de los mas estrepitosos ¡hurrahs! —De que tumba ha salido este fantasma! esclamó uno de los cantantes, despues de la algazara, al ver al mayorazgo estático delante de ellos. —Y esta hora nó es nada á propósito, para esa clase de apariciones; añadió el tercero, con mucha seriedad. —Vade retro! esclamó el segundo, echándole cruces con las dos manos, y brincando de su asiento al mismo tiempo. —A que vienen tantos aspavientos? preguntó entonces Javier, algo molesto. —Vienen, porque están en el caso de venir, repuso el primero; y porque es muy justo que se le hagan esos honores, por mayor y menor, á un hombre tan descarriado como Ud.; y todavía, con mayor razon, al que sin miramiento alguno abandona á sus amigos, por perderse en los brazos de una mujer que mas tarde será su grillete, la cruz de toda su vida y....sabe Dios que otras cosas mas! —Lo del abandono, nó es cierto; repuso con calma Javier; y el que ustedes hayan dejado de verme unos cuantos dias, tampoco quiere decir que yo los olvide, ni que me pierda; mucho mas, cuando yo soy ahora quien los viene á buscar á ustedes. —Entonces quedas absuelto y perdonado; dijo el segundo. —Y rehabilitado! esclamó el tercero. —Ven, hijo ingrato, para que te dé mi bendicion maternal, agregó el primero; y, diciendo y haciendo, lo abrazó á Javier con el brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha le hizo beber los restos líquidos de Pedro Jiménez, que habían quedado en una botella. —Qué le den otra mamadera á ese niño! gritó el segundo, de que concluyó Javier. —Una botella de champan! vociferó entonces el apurado mayorazgo, relamiéndose los bigotes; y menos tardó en quedar seca la botella requerida, que lo que tardó en venir, pues sus esponjosos amigos la despavilaron majistralmente, en un abrir y cerrar de boca. Estimulado el apetito vicioso de Javier con aquella espumosa dedada de licor, acto continuo hizo traer dos litros de Borgoña, con el apéndice de una docena de cocktails; y despues de que prestidijitaron todo ese líquido, con estoica gravedad se decidió, por mayoría de votos, que el mayorazgo pagase la comida para todos, al dia siguiente. El penado protestó al momento de la desconsiderada resolucion y alegó en su favor, que para proceder en justicia, por lo menos, había necesidad de rifarla al cachito. —Que cacho ni que cuerno! esclamó altivo el primero. Desde que pronto te vas á perder en el abismo insondable de los papeles quemados, ó de los cuernos quemados, si tal desgracia te cabe, á qué nos vienes con esa disparatada protesta? Qué te importan unos cuantos pesos, mas ó menos, en compensacion del muy cordial y tierno ¡adiós! que te daran tus amigos, antes de que tú te sepultes en ese inmenso panteon de solteros, que se llama casamiento? —Por supuesto! aprobó el tercero. —Y nó puede caber un átomo de duda, añadió el segundo; que quien tan escandalosa calaverada va á cometer, voluntariamente, es muy justo que antes de desbarrancarse con una mujer al cuello, haga su testamento y les deje, siquiera por política, un legadito de boca á sus prójimos solteros. —Pero si yo nó me voy á morir, ni tampoco quiero morirme; interrumpió Javier. —Lo mismo dá, objetó el primero; porque el soltero que se casa, muere para sus hermanos mas parecidos. —Pero como yo pienso seguir la misma vida, una semana despues de mi matrimonio, nó hay tal defuncion. —Eso nó se puede aceptar. —Pero será preciso que yo les jure, que siempre he de ser el mismo que antes? —Vanas protestas para engañarnos. —Pero ustedes.... —Mozo! pronto aquí! Una lavativa de coñac! gritó entonces el primero, interrumpiendo á Javier en sus razones, y golpeando la mesa al mismo tiempo. —Y á que pides eso? preguntó el mayorazgo amostazado, mientras los otros dos truhanes hacían retumbar el cuarto, con una atronadora carcajada. —Desde que estás repulsando tanto pero en vísperas de casarte, sería muy sencible que los que adentro te deben quedar, te causaran algun cólico y fuesen á interrumpir la ceremonia; y como yo sé que el cognac administrado en esa forma, es el remedio por exelencia en tales casos, por eso es que lo he pedido: ya ves, pues, cuanto nos desvivimos por cuidarte. —Y por ese decidido amor que te profesamos; añadió el segundo; creo que no podrás negar la mucha justicia que nos asiste, y el exuberante derecho que tenemos para exijir de ti, que antes de que pases al apoltronado gremio de los maridos, nos obsequies con una comida commt il faut. —Todo lo demás nó puede ser aceptable, gritó el primero; porque sería indigno de nosotros el consentir que, desde ahora, nos tratase Javier tan enemigablemente. —Aprobado! añadió el tercero. —Les propongo otra cosa! gritó Javier á su vez. —Siempre que sea un equivalente del mismo sabor, convenido; observó el primero. —Pues bien; en compensacion de su ocurrencia, les ofrezco un paseo al campo donde pasaremos un dia delicioso. —Zape! con tu paseo! Que acaso has visto en nosotros, tipos inclinados á la vida pastoril, ó que piensen en hacer idilios? —Nada de eso; porque donde yo los llevo, tendrán de sobra con que inspirarse á su gusto, ya sea como adoradores de Venus, ó como idólatras de Baco. —Eso ya varía de aspecto, observó muy formal el segundo y, en seguida, preguntó: Y cómo se resuelve ese enigma? —De la manera mas sencilla, repuso Javier. Uno de mis arrendatarios que tiene cuatro chicas muy frescachonas y alegres, sin saber que estoy en verdaderas vísperas de casarme, ha cometido el disparate de hacerme una invitacion, para que pase el dia de mañana en su casa. Les aseguro que yo nó pensé aceptar el convite; pero ahora que los he visto á ustedes tan entusiastas, he variado de parecer y me siento animado á admitir aquello, para despedirme alegremente de la inmensa falanje solteruna, antes de cometer mi última calaverada. —Hombre! no te creí de tanto talento! esclamó el tercero. —Al primer hijo que tengas, le pondrás el nombre de Salomon y yo seré el padrino; prosiguió el segundo. —Y á mí, añadió el primero; en prueba del amor que me profesas, sin ruborizarte, me vas á dar un mechoncito de tus cabellos de la rejion cerebral, para ver si me contajio con algun efluvio de esa sabiduría. No te burrorices, pues, cándida paloma! por el tierno recuerdo que te pido! —Pero, por Dios! esclamó Javier, contesten racional y formalmente si ó nó, y déjense de leseras. —Aquí nó hay lesos, ni cosa parecida, sino tres varones que cuentan con muchos dedos de frente, para saber honrar al mérito donde quiera que se halle; y los que, al hacer la apoteosis de vuestra sabiduría, tienen á bien decir que aceptan la conpensacion ofrecida, siempre que el tal paseo nó esté en palomas y volando, ó nó sea algun parte telefónico del amigo Mentirola. —Nada de eso, señores; porque lo que acabo de ofrecerles, es muy cierto. —Y desde que la ocasion es un hierro candente, que hay que machacarlo luego, luego, para dejarlo á gusto de uno, creo muy conveniente que fijemos, de una vez, la hora de reunion; observó el segundo. —Que sea á la una de la tarde, en mi casa; contestó Javier. —Que sea! repitieron los tres amigos del mayorazgo; y despues de una copa de despedida para recuerdo del compromiso, inmediatamente se disolvió la sesion, dislocándose sus miembros en distintas direcciones. XXII. EL PASEO. Poco despues de aquella charla de Javier y sus amigos, vino la noche con su oscuro manto estrellado, y de que le llegó la hora de recojerlo, cielo y tierra aparecieron ostentando un dia, como mandado hacer á propósito, para disfrutar de los placeres del campo. Multitud de blancas y vaporosas nubes parodiando una colosal exhibición de velos de novias, se estendían por el firmamento, con afán extraordinario, y nó pocas pretenciones de cambiarle su color á esa celeste cúpula; ó por lo menos, resueltas á nó permitirle al rubicundo Febo que asomara la punta de la nariz por algun claro, ni que tampoco se gozase en mirar con toda holgura, esa parte de la tierra. El ataque y defensa se sostenía vigorosamente por ambos combatientes. El sol, con toda la fogosidad de un novio despues de las bendiciones, parecía desesperado por rasgar aquellos velos, que le impedían mirar á su sabor á la que tantas vueltas le da; y las nubes, á su vez, encaprichadas en nó acceder á su antojo, nó desistían en su afan de dejarlo al sol á la sombra. Así estuvo la cuestion indecisa por algun tiempo, hasta que al fin, debido á la astucia y lijereza de ciertas cargas vaporosas, el campo quedó completamente por ellas; y el enemigo derrotado, lleno de rabia y de vergüenza, tuvo que retirarse á lamentar su desventura, yendo á lucir la sonrojada faz por otros mundos. Y así nubladito y refrescado por lijeras brisas estaba el dia, cuando los tres amigos de Javier, todos á caballo, se le presentaron en su casa, á pedirle que les cumpliera la oferta de la tarde anterior. Al verlos listos, y verse el dueño de casa sin movilidad en ese momento, nó pudo menos que apostrofar de muy madrugadores á sus cumplidos convidados; pero como nó tardasen en traerle su caballo, sin regañar mas, le arregló la brida, puso el pié en la estribera y un segundo despues, cargaba el arrogante bruto con la pesada humadidad del mayorazgo. —En marcha! gritó entonces con tono militar, alguno de los de la comitiva, y los demás paseantes obedeciendo á la orden, se la comunicaron en el acto á sus caballos, sirviéndoles de interpretes el látigo y las espuelas. Por supuesto que esa voz se hizo comprender perfectamente; y al instante, echando espumarajos y dando bufidos, brincos, patadas y corcobos, salieron los brutos de cuatro piés, llevando á sus buenos jinetes, alegres como unas pascuas y dichosos, cual muchachos, en principio de vacaciones. Y como fuesen en piés ajenos y resguardados por buena sombra, nó sentían largo el camino, ni mucha la porvareda; ó quizás así sucedía, por ir tan entretenidos con la charla de los planes y los célebres proyectos que se trataban trotando. Todos ellos iban, pues, muy contentos. Ya habrían andado algo mas de dos millas, cuando, en medio de aquel bullicio que alborotaba á los perros, de súbito don Javier mandó hacer alto, y sus amigos creyeron que allí concluyese el viaje; mas felizmente nó fue así, porque muy luego les dijo, que la parada jeneral nó tenía mas objeto que advertirles, con toda calma y sociego, que nó se les fuera á ocurrir dar la mas leve noticia respecto á su matrimonio, pues pensaba divertirse hasta saciarse, en su antepenúltimo dia de soltero. Todos sus amigos le ofrecieron cumplir, fielmente, con lo que les pedía y nó acordarse de ese asunto para nada, mientras Javier nó se hubiere casado; y despues agregaron, que mas bien habría necesidad de apoyarse, mutuamente, en los lances que á cada uno se le presentasen, con visos de amatividad de parte de alguna de las damas; que ninguno podría alegar mas derecho sobre cualquiera de ellas, que el que buenamente le quisiese otorgar su voluntad femenina; que, por consiguiente, nó debería haber motivo para pretenciones de ninguna especie y, mucho menos, para tener zelos de nadie; y por último, todos ellos convinieron en que á quien Cristo se la diese, San Pedro se la bendijera, con el beneplácito de todos. Convenidos los cuatro socios con tan fraternales estatutos, de nuevo les volvieron á echar otra indirecta de espuelas á los inpacientes caballos; y despues de algunos cientos mas de metros de cierto trotecillo bien golpeado, don Javier, con la escolta de sus tres amigos, se presentó en la casa del buen hombre que le había hecho el favor de convidarlo. Inmediatamente, echaron pié á tierra, y guiados por el dueño de casa entraron á la salita de recibo. Pasados los saludos de estilo en tales casos, los amigos del mayorazgo quedaron presentados, por Pedro, Sancho y Martin. En seguida de tomar posesion de sus asientos y echar una ojeada esploradora, luego notaron los dichosos sujetos que las muchachas se hallaban de gran parada y tambien, muy en sazon; que tres de las cuatro, tenían cuerpos elegantes, caritas simpáticas y un todo muy á propósito para divertirse con ellas; por cuya feliz circunstancia, dos de los amigos de Javier le dieron las mas espresivas gracias, en una pacotilla de indirectas. De las damas, la mayor tenía por nombre Custodia; la siguiente, Amparo; la otra Rosario; y la menor Cruz. Esos nombres llamaron en el acto la atencion de Pedro, por cuya circunstancia le dijo á su vecino: —Con tantas reliquias como las que hay aquí reunidas, me parece que al diablo le será algo dificilillo, poder meter diente en esta casa. —Porqué dices eso? le preguntó Sancho, que se hallaba sentado junto á él. —Que nó te has fijado en los nombres de las chicas, que parecen adecuados para lucirse en un monasterio? —Ah! ya caigo! esclamó Sancho. Pues, entonces, me felicito y muy deveras; porque así estaremos perfectamente amparados y custodiados. —Y las otras dos vecinitas á quienes tenemos mas cerca, que podrían hacer de nosotros, ó nosotros, con ellas? —Por lo que á mí me pudiera tocar, yo te aseguro que de muy buena gana me metería á fraile, si supiese que había de cargar con un rosario de tal clase y con una cruz tan bonita. —Que decía Ud. cabayero? preguntó entonces Rosario, al oír mentar su nombre. —Bienes de ustedes señoritas, y nada mas; repuso Sancho con mucha salamería. Como que en este momento me hacía notar mi amigo, que al malo le debe ser inposible penetrar en esta casa, por las muchas reliquias que guarda. —Pues está Ud. equivocado cabayero porque aquí nó tenemos mas que un crucifijo en la cabecera de mamá; y lo que es ahora, nó adivino de donde podría Ud. sacar todas esas reliquias que dice. —Lo que dice mi hermana es la pura verdad; añadió Cruz, terciando en la conversacion. —Y sin embargo, las reliquias á que me refiero existen tan verdaderamente en esta casa, como que Ud. y su hermanita están presentes. —Tú, que eres mas aficionada á adivinanzas, á ver si adivinas lo que dice este cabayero; observó Rosario dirijiéndose á Cruz. —Y tú que te pierdes de habilidosa, por qué nó lo haces? preguntó Cruz con cierta burla. —Porque ahora nó puedo atinar. —Señoritas, se apresuró á decir, entonces, Pedro; nó me parece justo que así las molestemos, aunque sea, solamente, incitando su curiosidad; eso sería dar lugar á que se nos tilde de ignorantes, en cuanto á las atenciones que al bello sexo se le deben y aún en la cortesía mas trivial, que se merece. Oh! si señoritas; en verdad que con justicia podríamos contribuir á semejante suposicion, si nó observasemos el método de la complasencia perpetua para con ustedes. Por estas razones creo pues, que todo el que viste levita está obligado á saber, que peca de muy nada galante, si es que nó cede al momento á la indicacion de una bella. —Y á que viene tanta escusa y tanto santificarse? interrumpió sonriendo Rosario. —Y todavía, para nó decir nada! añadió Cruz, con mucha seriedad. —Gracias, Crucecita! esclamó Pedro. Desde que nó me dejaron concluir, tampoco pude decirles, todo lo que yo quería....Cuando tuve el gusto de saber que ustedes llevan los nombres de las reliquias mas usadas, por ciertas jentes piadosas, he creído y aún lo creo firmemente, que tan solo con su presencia deben espantar al diablo, á muchas leguas de distancia. —Y, entonces, cómo es que nó lo hemos espantado á Ud? preguntó muy lijera Rosario y con mucha coquetería. —Porque eso nó es posible, señorita: repuso Pedro. Primeramente, porque yo nó soy diablo; en seguida, porque me precio de ser muy buen católico, apostólico, romano, con muchos evanjelios y muchas induljencias á cuestas; y en tercer lugar, porque, desde muy pequeñito me enseñó mi mamá á tenerle mucha afición á las reliquias, y por cuya bendita aficion noto que cada dia me gustan mas y que, ahora, me estoy muriendo de ganas por cargar, un solo intante, alguna de las que veo. —Y yo á la otra; añadió Sancho muy alegre; si es que se me quiere hacer esa gracia para librarme de malas tentaciones, en el resto de mi vida. —Pero si en las tiendas hay montones de reliquias, por qué nó se compra Ud. una de ahí? preguntó al momento Cruz. —Porque siempre he oído decir que esas prendas tienen mayores gracias, cuando se consiguen así; por eso es que yo humildemente las pido, como el pobre una limosna. —Pues, perdone Ud. —Entonces que sea siquiera, por amor de Dios y provecho del prójimo; dijo Sancho, parándose inmediatamente delante de ellas y estirándoles la mano en actitud mendicante. —Ay Jesú! y que chiquirritin había sido este cabayero! esclamó Rosario, al momento, dándole un codazo á Cruz; y al fijarse ambas hermanas en la talla larga, flaca, seca y escuálida de Sancho, las dos muchachas soltaron una estrepitosa carcajada; á la que, tambien, ellos tuvieron que contribuir por galantería y por seguir la broma, aunque nó fuese muy á gusto del pato de aquella boda. Por el otro lado de la sala, nó había tanta algazara; pero, sin embargo de que Javier y Martín parecían algo silenciosos, nó dejaban de entretenerse con la rechoncha Custodia y la simpática Amparo, despues de haber conversado largo rato con los padres de las muchachas; quienes hacía poco se habían retirado al interior, probablemente, á preparar el indispensable lunch campestre, para Javier y sus amigos. Pero, mientras desdoblan el mantel, sacuden la mesa, limpian los cubiertos y rompen algun plato, démosles una ojeada inparcial á esas muñecas vivientes, con quienes se iban á divertir los caballeros tunantes que tenían á la vista. Custodia era una mocetona de contornos de barril; su cara parecía de cervecero aleman, por los rollizos y coloradotes mofletes que gastaba; su cabello era negro y abundante y ese dia lo usaba desgreñado, sujetándolo hacia atras con una cinta roja; la frente, pequeña y muy hundida; los ojos grandes, pero estúpidos; y la boca, todavía mucho mas grande, y muy capaz de soplárselo al pobre y diminuto Martín que se perdía á su lado. Por lo demás, la tal Custodia, tenía el aspecto de un jamon prematuro, debido, quizá, al exorbitante desarrollo que manifestaba de pecho y caderas; como que las rotundas formas del primero eran dignas de competir, unidas, con el vientre de un estado interesante, y cada una de las segundas, bien podía compararse con el primero y llevarle, de seguro, alguna ventaja competente. Y sucediendo, casi siempre, que la parte física suele guardar armonía con la parte moral, esa muchacha, por ser gorda, era indolente, descuidada y harto brusca en sus maneras; y por bocona, la inpavidez y grosería le chorreaban de los labios. Amparo, de mejor educacion que sus hermanas y de suavísimo trato, tenía un jenio de ánjel y unos ojos azules tan hermosos y atractivos, como lo es siempre el cielo para la mirada del desgraciado; su rubia y rizada cabellera, despues de adornar su frente de jazmin, con bellísimas ondulaciones le caía graciosa sobre los hombros, cual esplendente cascada de oro cuya vista seduce y arrebata. En su boca pequeña de cristalino carmin, nunca faltaba una sonrisa de dulzura indefinible, que impresionaba agradablemente al mortal que la miraba; y su esbelto y delicado talle era de tal manera delineado, que bien se podía decir que en él se esmeró naturaleza, al realizar aquel portento. Rosario, que frisaría en los dieziocho, era una morena bien plantada de ondulantes y sedosos cabellos de azabache, soberbia frente, mirada de fuego y labios, tan orgullosos ó incitantes á la vez, que al moverse parecían mandar que los besaran. En su talle tenía la elegancia y la graciosa flexibilidad de la palmera, el cuello era erguido y bien torneado, el seno turjente y delicioso, y el todo....como para pobre. Cruz, todavía con algo de la candidez de la chiquilla, lucía un par de ojuelos muy bonitos y muy vivos, en una carita de ánjel con todo su candor. El cuello y el pecho, que aún nó habían llegado á su desarrollo, prometían para ese tiempo ser dignos modelos de escultura clásica; su cintura era muy fina y muy flexible; el pié y la mano, como de milagro para Chile, por su exesiva pequeñez; y en fin, el conjunto de la chica: un dijecito digno de ser colocado en lujoso relicario. Por estos lijeros apuntes, señor lector, ya podrá Ud. calcular, con que bríos llegarían á portarse esos mozos vivarrachos, y cuantos prodijios harían por vencer, completamente, á tan peligrosos enemigos de la tranquilidad del alma. Parece que despues de cierto tiempo de reconocimiento, todos hicieron los mayores esfuerzos por avanzar terreno y que todos, sin ecepcion, rivalizaron en heroísmo, á fin de conseguir, cada uno, la conquista de la que suponía su cada una. Pero nó; ahí hay un error. Eso nó es exacto, verídicamente hablando. Nuestro tímido Martin se batía á la inversa de los demás, ó como quien dice: en retirada; pues Custodia, que compasivamente lo tomó á su cargo, desde un principio, tenía que sacarle las palabras á tirabuzon y á veces, á manotones, cuando nó le contestaba luego. Javier, suprimiendo un tanto sus bruscos modales, hacía lo posible por parecerle bien á Amparo; pero los disimulados desdenes de la joven y la dulce modestia de sus corteses negativas, nó le dieron lugar á conseguir ni, siquiera, un dedo de conquista, en ese bendito terreno que nunca él sabría cultivar. Rosario y Cruz, continuaron siempre, entretenidas en su juguetona y bulliciosa charla con Pedro y Sancho, sin que ninguno de ellos supiera hasta entonces, cual de las dos era la que se inclinaba al uno ó al otro, respectivamente. En esas circunstancias en que casi todos sacudían la lengua á su manera, y en las que algunas de ellas, les iban haciendo comprender á ellos su modito de templarles la cuerda, se presentó el padre de las muchachas á invitarlos á pasar á la mesa. Al oír aquella feliz nueva, Sancho, galantísimo se dobló como un arco para ofrecerle su brazo á Rosario, quien gustosa lo aceptó; y viendo Pedro que se llevaban á la que mas le gustaba, nó pudo hallar otro desquite para su antojo de aquel dia, que el de cargar con la Cruz. El pobre Martin que, ademas de tímido, era en su trato de forma tan formal, nó pensó en hacer uso de tal galantería con su dama; mas notando Custodia, al instante, el grave desacato que se le quería inferir á su real y frondosa persona, sin perdirle esplicacion alguna por su conducta descortés, no hizo mas que pescar de una mano á ese malcriado, y llevárselo furiosa de tiro, dando saltos y jalones, como quien arrastra un macho que es muy lerdo y empacon. Javier, algo seriote y contrariado, con la gravedad de un poste tuvo que conducir á Amparo, sin que esta usara del apoyo del brazo de aquel en todo el trayecto, de la sala al comedor, limitándose únicamente á llenar esa fórmula de cortesía, del mejor modo posible. Al llegar los convidados á la mesa, la mamá, muy entendida y solícita, hizo que todos tomaran asiento junto á sus respectivas parejas, á fin de que tan luego que se hallasen en orden alternado, comenzaran á dar fe, segun sus disposiciones gastronómicas, del talento culinario de la señora, cuyas obras se presentaban ese dia en forma de suculentos y sabrosos guisos. Hecha la distribucion de parejas, en un lado de la mesa se sentaron sucesivamente Javier, Amparo, Pedro y Cruz; en el otro lado, Sancho, Rosario, Martin y Custodia; y á la cabecera, el papá y la mamá de las chicas. Despues del primer plato, y unas cuantas copas que se menudearon en honor de los dueños de casa, esa mesa, cual verdadero banquete de campo, nó tardó en convertirse en una algarabía de las mas estupendas; pues todos, como locos, hablaban á la vez con todas y unos gritaban mas que otros, á fin de oírse mejor ellos mismos, y para que nó los oyeran las que deberían oírlos. Era una soberbia barahunda el tal banquete. Y mientras mas copas se apuraban, el entusiasmo era mayor y mayor esa algazara; y Baco, que con toda suavidad y dulzura muy cortés los atizaba, los volvía mas golpeadores de platos y cubiertos, de botellas y de copas y sobre todo, mas locuaces, tanto á ellas cuanto á ellos. Solo Martin y Javier, formaban contraste allí: y poco mas tarde, esos dos se hacían notar como las únicas manchas oscuras, en la vivísima claridad de aquel campo tan alegre. El primero estaba triston y de cara larga por nó poder dirijirle un piropo á Rosario, temoroso de que Custodia por sus celos, le sacara un pedazo de un pellizco, ó un callo de un pisoton; y Javier se hallaba taciturno y en vísperas de encolerizarse, envidioso de que la entretenida charla de Pedro llamase mas la atencion de Amparo, que las toscas frases insípidas que él solía dirijirle. Así, tan interesantes, se hallaban esos dos sujetos. Desde luego, aquella tirante situacion debió de ser harto inprevista para la mamá y, con seguridad, nó muy de su agrado, pues cuantas veces notaba el mal humor del mayorazgo, hacía lo posible porque Amparo lo atendiera y cuidase con esmero; pero, desgraciadamente, todos sus afanes y todas sus insinuaciones nó fueron sino majar en hierro frío; ó quizás peor, porque la señora nó fue obedecida: la muchacha, sin hallar tiempo disponible para mirar á Javier, con avidez tenía los ojos clavados en Pedro y lo atendía con tanta solicitud, que parecía empeñada en manifestarle que le era muy simpático; y Pedro, que trataba de serlo en realidad, tampoco se acordaba de que Amparo fuese la dama de Javier, ni menos, de la que él trajo á la mesa. Así con ese modito faltaban al noveno precepto del Decálogo. Pero al fin y al cabo, solo era platónicamente y nada mas. Nó quebraban ni un plato. Y al considerarse la pobre Crucecita abandonada de Pedro, debido á aquel platonicismo inconveniente, sin pensar ella en faltar al noveno, tambien trató á su vez de llamarle la atencion al mayorazgo, por tener alguien con quien distraerse; mas como este se hallase pendiente, nó solo de las palabras, sino aún de las miradas de Amparo, apenas si le contestaba con lijeros monosílabos, escasamente pronunciados. Tanta desatencion, por varias veces repetida, la resintió muchísimo; y viendo que por ahí nó lograría conseguir nada, por mas que lo desease, variando de parecer y de rumbo, se echó á buscar suerte por otro lado. Su amor propio le hizo esa exijencia. Al que se dirijió entonces, fue al mustio y cariacontecido Martin; mas, para mayor disgusto de ella, quien al momento tomó la palabra por él fue su cuidadosa Custodia y, sin mas ni mas, le lanzó una indirecta tan grosera á la tierna Crucecita, que la puso de vuelta y media y casi la hace llorar. Ya con este segundo desengaño, en el que tuvo que convencerse la desventurada Cruz que Javier, nó quería, y Martin nó podía hablarle, se resolvió á quedarse plantada entre Pedro y la Custodia, como el pan que nó se vende. En efecto, Javier estaba con una cara de ni me mires, ni me toques, y la tristísima de Martin era la de un alma en pena. Y por todos esos bocetos de antojos contrariados, nó tardó mucho en parecer que de las parejas que vinieron á la mesa, solo la de Sancho y Rosario era la única que, desde un principio, había estado bien y seguía estando mejor, cada momento; como que entrambos sostenían una charla muy alegre, sin acordarse de los otros para nada. El papá y la mamá hacían lo posible por mostrarse contentos; pero nó obstante, de cuando en cuando dejaban traslucir cierta tristeza displicente, causada sin duda por el mal humor del mayorazgo, que iba subiendo y subiendo, debido á su espionaje constante hasta de las pestañeadas de Amparo. Ya Javier nó decía palabra, ni cesaba de morderse los labios, sin poder disimular sus celos un instante. Aquello lo observaron, repetidas veces, los dueños de casa; y resultando de su consulta secreta que si así continuaba tal estado de cosas, el banquete podría concluir muy mal, tuvieron á bien hacer levantar el campo, invitando á todos á que regresaran á la sala. En el acto se obedeció la orden; las sillas tronaron en señal de despedida; y todos volvieron, otra vez, al lugar de donde salieron. XXIII. OBSERVACIONES ANTOJADIZAS. Sola y pensativa se hallaba Isabel, despues de la desgraciada y tempestuosa entrevista con su primo, cuando la señora Amalia y Casimira, restregándose las manos, hacían sus castillos en el aire, respecto al magnífico resultado que suponían debería haber tenido el tal suceso; mas como esas conjeturas nó les bastaran y las punzase muy de veras el aguijon de la curiosidad, por saber algunos detalles que les dieran un poco de mas de luz, en dicho asunto, la señora le pidió á la camarera que la acompañase al cuarto de su sobrina, para darle los mas efusivos parabienes por la brillantísima suerte que había merecido. Casimira, que por ser mujer era curiosa, y mas curiosa por ser tuerta, en el acto y con grande gusto se prestó á servirle á la vetusta señora de palanca, puntal ó cosa parecida, en el antojo de su escursion vespertina; y despues de algunos pasos, mas ó menos tembleques y arrastrados, nó tardarían tanto que una tortuga coja para atravesar el patio, y presentarse, en seguida, esos dos tiernos pimpollos á Isabel, cerca de las ocho y media de la noche. —Vaya con la novia tan egoísta que ni siquiera, por política, se digna participar su alegría! esclamó la condesa al entrar. —Perdone Ud.....querida tía; balbuceo sorprendida Isabel. —Aunque á juzgar por tu carita tan pálida y casi llorosa; prosiguió con precipitacion la señora; bien te podría asegurar, que en nada te pareces á las demas novias. —Conqué nó me parezco á otras novias! esclamó Isabel con sentimiento. —Y nó me equivoco, hijita mía, en lo que digo; porque te veo demasiado mustia y displicente, y ya nó con el color de la fresca y atractiva rosa, sino con el de la palidez del malestar y la tristeza. Que te pasa?.... Para mí, esta congoja es un contraste, verdaderamente muy fuera de orden y de tiempo, pues yo creí tener el gusto de hallarte sonrojada como una cereza y alegre como la flor, que placentera recibe el primer rayo matinal. —Que quiere Ud. tía, nó todos los jenios se parecen; repuso Isabel con perezosa indolencia. —Pero como es posible esto, ahora? —Nó lo sé, tía. —Pues yo te aseguro de todas veras que me es incomprensible lo que te pasa, despues de una visita tan altamente deliciosa, como la que supongo hayas tenido; y nó puede por menos; porque otra muchacha en tu lugar, infaliblemente que estaría brincando de contenta, y loca de gusto, por comunicar su felicidad y su alegría á todo el mundo. —Felicidad.... alegría, repitió Isabel maquinalmente; y al mismo tiempo lanzó un suspiro profundo, cual si aquellas dos palabras tuvieran, entonces, para ella, toda la crueldad del sarcasmo. —Nó hay por qué suspirar, señorita, observó al momento Casimira; pues juzgo que ahora los suspiros nó le pueden venir nada bien: como que cuando una se halla en este caso, parece que hasta los cabellos le bailaran en la cabeza, de puro gusto, á medida que se va sintiendo cierto cosquilleo extraordinario en todo el cuerpo, al aproximarse el gran instante; y en verdad, que esa sensacion de alegría me parece muy natural, desde que nó hay nada en la vida que pueda ser comparable al misterioso placer de ser novia, por primera vez; porque entonces nos figuramos, con todo el candor de nuestra inocencia, que en el matrimonio que se nos ofrece vamos á hallar un paraiso, donde gozar por completo de las delicias del mundo. —Así le sucedería, probablemente, á mi tía; nó es verdad? preguntó Isabel, tratando de disimular la molestia que le causaban las tales visitas. —Por supuesto que sí, contestó muy lijerilla la señora; porque yo nó estuve en mis vísperas matrimoniales tan sosa y tan llovida, como te veo en las tuyas, á pesar de que á mí me casaron tan niñita y nó completamente á mi gusto, segun creo habértelo dicho alguna vez; pues yo nó hice mas en esa época, que complacer á mi mamá; y aunque así fue, nunca estuve tan triste y meditabunda como tú, que mas que novia en vísperas de casamiento, me pareces reo en capilla....Oh! déjate de tales preocupaciones cándidas! Debes de pensar, solamente, en que se te espera un porvenir de flores y delicias. Llévate de mi consejo y trata de imitar, en todo y por todo, á la que yo fui en ese lance; que á pesar de la injusta repulsion que le tuve á mi nobilísimo Canuto, solo por nó saber perfectamente lo que en realidad era, no por eso dejaba de alegrarme en parte, respecto al gran beneficio que se me hacía: cual es y será, en todo tiempo, el de proporcionarle un buen marido á una mujer. —Así nó mas es, señorita: añadió la camarera mayor, haciendo una profunda venia de aprobacion; y á la que lo dude, se le puede decir como á la gallina ciega: ¡échatelo á buscar! —Dice muy bien Casimira, observó la condesa. —Nó dudo que ustedes tengan mucha razon, señoras mías, repuso Isabel con displicencia; desde que tanto mérito le hallan á lo que es el matrimonio; pero tambien creo, al mismo tiempo, que cada cual es muy dueño de impresionarse á su manera, ó segun sus nervios se lo permitan, y nó al gusto de lo que otras quieran. La sensibilidad nó está sujeta á reglas. Como ustedes nó son las directamente interesadas en el nuevo estado que me vá á tomar, ni tampoco han de ser ustedes las que lo gocen ó lo sufran, por eso lo ven todo tan sumamente agradable y tan de color de rosa; más yo, que soy la destinada á formar la mitad de aquella union, por mas que lo quiera, nó puedo ver las cosas así: el ánimo me hace mirar, ahora, mi suerte suspendida al borde de un abismo, y mi pobre cabeza fluctúa en un inmenso mar de dudas. —Y que razon puede haber, ahora, para que tengas esas dudas? preguntó muy seria la condesa. —Nó lo sé, querida tía; pero tambien creo, que nadie me podrá asegurar si seré feliz ó desgraciada, en el casamiento que se me ofrece. —Pues á mí me parecen un soberano disparate, nó solo tus dudas, sino el que, siquiera te imajines pudieras ser desgraciada estando unida á tu primo Javier; al primer partido de esta capital y por el que habran docenas de señoritas, que esten con un palmo de narices por atraparlo. Viendo las cosas racionalmente, yo creo pues, que mas bien estás en la obligacion de desechar todas esas desatinadas ideas, y de convencerte que te debes regocijar de todo corazon, por la suerte que se te espera en tu feliz matrimonio con Javier, desde que allí nada te ha de faltar. —Así lo creo, tía; pues, mas bien, juzgo que me pueda sobrar y en cuanto á lo material; pero sería lícito asegurar, que es suficiente el exeso de materialidad en la vida para poder ser feliz? —Yo lo creo muy lícito, repuso la señora con aspereza; y por eso, también te aseguro que las comodidades de que disfrutamos en el mundo, constituyen la parte principal de la felicidad de la vida. —Eso es un evanjelio, mi señora condesa; añadió muy respetuosa la camarera mayor. —Para Ud. lo será, Casimira, observó con desden Isabel: mas para las mujeres que nó hemos nacido, para desempeñar el papel de mueble principal de una casa, nó nos parece así. La mujer que dispone de una mediana intelijencia y de un corazon sencible, nó podrá convenirse jamás con solo los placeres del cuerpo, sino se le brindan á la vez, los muy dulces y sublimes goces del espíritu. —Toda mujer que es de buenos sentimientos, añadió la señora con tono imperativo, halla todo eso en un marido medianamente amable. —Ay!! Así me sucedió á mí con mi recordado Pocoveo! esclamó Casimira muy sentimental: á pesar de que fue tan pobre, yo siempre lo hallé muy rico! Sin contestar palabra á la descomedida observacion de la señora Amalia, Isabel se quedó pensativa, meditando en la aspereza de su lenguaje; y recapacitando y buscando el motivo de aquel repentino trato ofensivo, luego comprendió que era debido á las contestaciones inaparentes que ella le había dado, para el papel que se había propuesto desempeñar ante su tía, cual era el de ser la novia resuelta del mayorazgo, como anteriormente se lo dijo. Las dos visitas, tambien callaron entonces el pico; y todas tres se hallaban mirando al aire, sin saber de que manera proseguir la interrumpida conversacion, cuando despues de algunos minutos de silencio la señora preguntó: —Que has tenido algun disgusto con Javier? —Nó tía: ninguno; balbuceó apenas Isabel. —Pues debo hacerte presente que así me ha parecido, segun tu modo de espresarte, y que me has hecho suponer que el motivo de tu molestia, haya sido quizas alguna caricia anticipada, por antojo de tu novio: y si tal es la causa, sería una supina candidez cualquier resentimiento de tu parte, por un adelanto de esa especie, desde que tan poco falta para que seas su esposa, con tu plena y entera voluntad; esto es: siempre que sepas cumplir lo que ofreces, con la dignidad de una señorita. —Ni un instante dude Ud. querida tía, de la promesa que le tengo hecha; repuso Isabel sobresaltada; y por lo que hace á los adelantos que Ud. supone tengo la satisfaccion de decirle que nó los ha habido de ninguna clase, porque Javier se ha manejado con toda..decencia y...consideracion para conmigo. Nó haga Ud. caso de mi malestar, amada tía, pues, todo proviene esclusivamente, de mi modo de ser..de la cortedad de mi jenio y, sobre todo..de la exitacion en que me hallo. —Pues debes hacer lo posible por calmarte, á fin de nó sufrir mas, lo que tan insulsamente sufres; observó entonces la señora, con suavidad; y para que logres realizar lo que te aconsejo, nó pienses sino en que vas á ser una de las esposas mas felices, con el marido que te ha deparado tu buena suerte; y todo lo demás que se te ocurra, deséchalo al instante por mal pensamiento, porque ahora nó hay, ni puede haber razon alguna para que te halles meditabunda, ó disgustada. —Dice muy bien mi señora condesa, aprobó Casimira. —En fin, hijita, prosiguió la señora con toda calma; me alegro muy mucho de saber que la displicencia en que me has parecido, nó haya tenido otro orijen que tu delicada nerviosidad; y yo, mas que nadie me felicito por ello, pues ya estaba figurándome algo.... nó muy favorable respecto á ti. —Y que fue querida tía? preguntó Isabel con precipitacion. —Que me fueses á faltar á la palabra que me tienes dada: de nó interrumpir, ni poner obstáculo alguno á tu matrimonio. —Si tal ha pensado Ud. perdóneme tía que le diga, me ha ofendido mucho en juzgarme así tan mal, pues yo nunca podría ser capaz de faltarle á lo que le haya ofrecido una vez; con esas palabras repuso Isabel, procurando nó alterarse en lo menor, temerosa de que la señora Amalia fuese á sospechar algo y, entonces, la hiciera vijilar con mas severidad que antes. Pero, felizmente, merced al tono natural y cariñoso que le dió la joven á las palabras de su queja, tan de veras logró docilitar y convencer á su tía, que despues de tragarse todo el anzuelo, dijo esta: —Me complazco sobremanera en oírte hablar así, pues con lo que acabas de decir me has dado un gusto tan grande, como para volverme el alma al cuerpo; que dicho sea con franqueza, se me estaba yendo nó sé donde, á causa de los temores que me hicistes concebir al principio de esta visita; pero ya que reconozco mi equívoco, debo considerarme muy feliz por tener una sobrina tan cabal, como lo puede ser en cualquier parte la mas recomendable señorita, en cuanto al cumplimiento de su deber. —Muchas gracias, querida tía, por ese piropo tan favorable. —Nó hay por qué, hijita....Y con esta fecha y la muy grata satisfaccion que he tenido, me despido de ti, mi querida Isabel, para dormir con toda tranquilidad y verdadero placer, al cabo de muchas noches de insomnio; y ya que, despues de tantas incomodidades y trabajos, al fin hemos tenido la suerte de coronar nuestra obra predilecta, nó dudo que bien mereceremos descansar con todo el incomparable y muy apetecido reposo del justo. —Así lo deseo, amada tía! esclamó Isabel; y en seguida se retiró la señora Amalia, llevándose de báculo á Casimira, despues de haberle dado un cariñoso repelon. Tan luego que las dos visitas nocturnas se perdieron de vista, tras la puerta del dormitorio de la señora Amalia, Isabel llamó á su criada y le dijo: —Oye, Celia, tengo que hacerte un encargo. —Mande nomá, señorita; repuso la criada. —Que mañana nó me traigas el almuerzo, ni me vengas á ver, hasta por la tarde. —Pero eso me la vá á poner malita. —Es que me precisa leer toda la noche. —Tonse tarauté pior. —Nó lo creas, hija; la lectura me hace mucho provecho. —Pero la letura nó sirve pal estógano, señorita; y á mí me paise que mejor laría que tomase argo má por la boca que por lo sojo, dende case tanto dia que nó merezco verla comer arguna cosita; y por eso mesmo la toy viendo tan amariya, como lo santo viejo de mi tierra, que tampoco comen ná. —Nó tengas cuidado de la palidez que ahora tengo, porque pronto ha de desaparecer; por eso, pues, te ruego que nó te preocupes, ni que te opongas á que dedique toda esta noche á la lectura, de una novela muy entretenida. —Novela?.... novela? repitió Celia, con cierto retintin, como si algo le cascabelease aquella palabra; y luego prosiguió: Y como ice agora que nó vela, cuando miá icío masante, que va á velar toa la janta noche con esa letura? —Estás equivocada, hija. Novela se llama un libro que nos cuenta historias imajinarias. —Y para que quere saber listoria de maquinaria? preguntó asombrada la muchacha. —Vaya! esta noche nó nos podemos entender, Celia; y así, dispénsame que te suplique, me hagas el bien de retirarte y nó venir á verme hasta mañana, á las dos de la tarde, porque probablemente voy á leer hasta el amanecer. —Carambita! con listoria de maquinaria! esclamó Celia. —En fin, sea lo que fuere, repuso Isabel sonriendo; ya sabes lo que te encargo y, desde luego, espero pues que sepas cumplir. —Ya que mi señorita así lo manda, así luaré sautamente, pú; y por lo mesmo, nó me yegaré á darle lo güeno día hata la dó é la tarde. Así no má lo quere, señorita? —Está perfectamente. —Tonse güena noche, señorita. —Buenas noches, Celia; contestó Isabel. Y como ya la hora de la noche convidase á descansar, la criada se retiró en el acto, para ir á echarse en camisa, y con toda la honestidad posible, en los bien colchados brazos del muy simpático Morfeo. XXIV. MUSICA MAESTRO!!! Si nó inposible físico y moral, por lo menos, es difícil que todas las parejas regresen de una mesa de festin, exactamente del mismo modo que fueron. Las sensaciones siempre hacen su efecto ad hoc, tanto en ellas como en ellos. Unas parejas regresan mejor y otras peor, segun el viento que les haya soplado. Por lo jeneral, en todos los semblantes se pintan los colores precisos, de cómo les fue en esa feria. Hay caras redondas que vuelven largas, sin alargarse, y caras largas que se redondean, si regresan placenteras. Mas ó menos, así sucedió con los comensales de aquella mesa campestre, del buen arrendatario del mayorazgo. Javier llevaba á su pareja, como jendarme escoltando á un reo que marcha voluntariamente; Cruz, bien aferrada al brazo de Pedro, le hacía sus justos cargos por la poquísima atencion que tuvo con ella en la mesa, y Pedro le daba sus escusas, ofreciéndole que nó lo volvería á hacer; y en seguida de aquel coloquio, entre reñido y cariñoso, siguieron cual dos pichones en santa paz y armonía. Custodia, semejante á una fragata de alto bordo, se lo llevaba á remolque al pobre falucho Martin, dando saltos y cabezadas, por la fuerte marejada con que iban de regreso al fondeadero. Rosario, muy jovial, se apoyaba placentera en el brazo de su galan. El papá y la mamá, silenciosos y cabizbajos, cerraban la comitiva. Y de que todos otra vez estuvieron reunidos en la sala, con mas ó menos ilusiones y alcohol en el cerebro, Sancho, queriendo lucir sus dotes demostenianas, pronunció un discurso de estilo disparatador; y en el manifestó con atronadora elocuencia, que desde la época antidiluviana del mundo sideral, inclusive los mas remotos tiempos de todas las antigüedades conocidas, hasta el felicísimo momento en que él hablaba, siempre había sido costumbre jenuina en la humanidad ilustrada, de todos los planetas remolones que surcan el espacio, adoptar como medida superlativamente hijiénica el poner los huesos de punta y en activo movimiento coreográfico, despues de levantarse de dos piés de alguna mesa suculenta. —Si mal nó recuerdo, observó entonces Pedro; creo que mi santo tocayo les predicó una cosa parecida á los corintios, al final de un soberano atracon de langostas que se dieron esos bípedos, en celebridad del cuarto centenario de aquella famosa profesora de filósofos, llamada Lais, quien por su raro saber y entender dió lugar al antiguo provervio: Non, cuivis homini contingit adire Corinthum. —Lo que en buen castellano quiere decir, añadió Sancho, que sabes echar algunos latines de novicio responsero, y que en aquella época costaba mucho trabajo y nó poca plata comer esas pasas en Corinto; pero lo que aquí nos interesa, diez veces y media mas que toda tu sabiduría, es el conseguir de la señora el permiso que necesitamos. —Y para qué quere premisio? preguntó la mamá. —Para hacer un lijero ejercicio de baile, señora; porque siempre fue muy saludable sacudir su poco al cuerpo, despues de haber comido tan bien, como lo hemos hecho en esta su casa. —Nó hay inconveniente, repuso en el acto el papá; y al momento mandaron llamar á un primo de las niñas, para que les hiciera el poco de música dijestiva, que tanto se necesitaba segun la luminosa opinion de Sancho. Por felicidad de los bailarines, el anfitrion nó tardó en llegar; á su entrada hizo una venia artística de varios tiempos, con mucho compás, tirando en el acto su sombrero debajo de una mesa; luego, con aíre de gran músico tomó su gran copon de medio litro, al mismo tiempo que el asiento del piano; y en seguida de toda aquella interesante mímica filarmónica, con todo el talento musical que tenía en la punta de los dedos, se puso á recorrer el teclado, cual eximio perito en materia de teclear. Los preludios de aquel títere de Apolo merecieron la aprobacion de los oyentes, y tan pronto que fue reconocido por instrumento á propósito para divertir á bailarines, Pedro, que era el mas alegre, le pidió una polca, Sancho, una mazurca, Javier, una cuadrilla, y Martin, nada; porque, segun él decía, nó se hallaba con ganas de mover sus piernas á ningun compás musical, por haberlas usado en la mayor parte de su vida, tan solo como compás matemático en sus paseos científicos, ó en los de mera distraccion y provecho hijiénico. Desde luego, fue muy natural que el músico nó pudiera darles gusto á todos juntos, á la vez, pues nó era posible improvisar una amalgama de cuantos bailes le pedían; y al hacerse cargo de tan desconsoladora circunstancia, los peticionarios se vieron precisados á convenir, en que, por medio de la suerte, se decidiera lo primero que debería tocar. Verificado el sorteo coreográfico, con toda la pulcritud que requería el importante asunto, resultó que la mazurca se bailase primero, despues la polca y, al último, la cuadrilla. Inmediatamente se le dió cuerda al músico con otro simpático copon, y tan luego que principió á sonar la mazurca, todos, con ecepcion de Martin, sacaron á sus damas; y al confortable compás de la referida tocata movieron los piés durante un cuarto de hora, con toda la paciencia y gravedad que es denso y costumbre, en ese baile reposado. Concluída la mazurca, solo Pedro y Sancho, con sus respectivas parejas, tomaron parte en una alegre polca y un rápido vals de vapor; y al fin, vino la cuadrilla solicitada por el señor mayorazgo. Tampoco quiso bailar entonces, Martin; mas como Custodia ya sintiese muy caluroso el asiento, y desease refrescarlo un poco, mal de su grado le obligó á su galan á salir con ella, y la dichosa pareja fue á colocarse en seguida, al frente de Cruz y Pedro. Javier con Amparo hacían vis-á-vis á Sancho y Rosario; y era tal el contraste de belleza entre esas dos lindas chicas, que cada instante se deleitaba mas la vista al contemplarlas, pues bien se las podía admirar cual obras inimitables de la clásica escultura, de nuestro buen padre Adan. Despues de la primera figura de la cuadrilla, entre sentido y agraviado, Javier principió á cobrarle celos á su pareja, y esta á contestarle con ciertas evasivas que á nada conducían, ni que tampoco querían tener mas objeto, que cortar lo mas pronto posible esa desagradable cuestion. Pero él, nó contento con aquellas esplicaciones dadas por mera política, todavía, al concluir la tercera figura tornó otra vez á quejarse, de que á Pedro le hacía mas atenciones, y que eso nó le gustaba; porque nunca había podido tolerar, que á ningun hombre se le tratase mejor que á él, ni menos, que se le creyese superior en esa clase de asuntos; y Amparo, sin alterarse por la insolencia del mayorazgo, siempre se dignó darle sus escusas, aunque sin decirle claro que tenía, mas simpatías por Pedro, que por él; pero Javier, á pesar de su rudeza, así lo comprendió y, desde ese momento, nó volvió á dirijirle una sola palabra mas á su pareja. La cuadrilla siguió con su monotonía ceremoniosa de paseos de avance, retroceso y en zig-zag, venias á troche-moche, cruzamientos de brazos á diestra y siniestra, y contactos y apretones de manos, segun lo requiriese el caso; hasta que al fin llegó la galopa final, para sacudirles algo el cuerpo á los graves cuadrillistas, y con ella se fueron todos á sus asientos, para mayor gusto y satisfaccion del prosaico y sedentario Martín, quien al verse descansado en un ancho sillon, esclamó: —Gracias á Dios! Nó me metere mas en estas candideces, ni volveré á dar un solo paso mas de baile en toda mi vida! —Lo veremos! observó su inseparable dama, con tono amenazante. —Pero si yo nó soy para estas cosas, señorita Custodia, á que me quiere obligar á que haga lo que ni puedo, ni debo hacer? preguntó Martin muy humilde, dando al final un suspiro de tres tiempos. —Esas son mañas de flojo de cascos, y nada mas; replicó altiva, Custodia; y desde que ya le voy viendo trazas de mueble regularon, que solo por estar algo empolvado nó sirve como debe, creo pues, que hay necesidad de sacudirlo fuerte y bien para hacerlo que se luzca; por eso es que quero que baile, que brinque y que surte, como jiente alegre, para ver si se le quita ese color de tísico tan amariyo y se pone de lo mas buen mozo. —Solo que me vuelvan á nacer, se conseguirá lo que Ud. dice; gruñó Martin, muy fastidiado. —Sin necesidad de tanto, ni de hacer esa prueba tan inposible, yo lo arreglaré á Ud. Martincito. —Cómo así? —Con una cueca! —De-mo-nio! esclamó Martin atolondrado. Que me ha creído Ud. algun saltimbanquis, para exhibir mi persona de semejante modo?..Que disparate!.. A otro perro con ese hueso, y nó á mí. —Es que aquí, yo soy el perro y Ud. el hueso; repuso Custodia soltando una carcajada, y en seguida añadió: y ya verá Ud. como le va con los cariños de mis dientes. —Que me va Ud. á morder? —Nó tanto, Martincito; á hacerlo remoler un poquito, y nada mas. —Nó sea Ud. inprudente señorita Custodia, y tengamos la fiesta en paz; observó entonces, con ceño muy adusto, don Martin. Mas, por desgracia de tan descomedido galan, al oír Pedro y Sancho las últimas palabras de la disputa, en alta voz le pidieron al músico que tocase una cueca arrebatadora ¡como de remolienda pué! para que la bailase la niña Custodia con el niño Martin, ofreciéndose ellos á cajear. Como por pregon, cundió la májica palabra por toda la casa; y cual si hubiesen estado esperando su turno artístico de jarana, en el acto se presentaron dos guitarreros para acompañar al pianista y, tras estos, una regular mosquetería que se apiñó junto á las puertas. Si pesadilla fue para el pobre Martin el pedido de sus amigos, para su dama fue todo lo contrario, pues al instante dió un brinco de gusto y, á todo escape salió á quitarse el apretado corsé, que probablemente le estaría zanjeando su carnosa humanidad; y despues de practicada aquella libertadora operacion, á los pocos minutos estuvo otra vez de vuelta, muy de bata flotante y muy soplada, y con un garbo y un meneo tan de pedir campo y anchura, que nó cabía en sí misma. Al ver Martin la nueva transformacion de su dama, frotándose gustoso las manos pudo reanimarse algo, y hasta sonreir un tanto, creyendo que con aquel traje tan de negligée ya nó pensaría en moverse la individua; pero desgraciadamente sus cálculos salieron fallidos, pues cuando él menos lo pensó, la entusiasta Custodia le hizo una seña á Pedro para que sacase pareja y la acompañase á bailar, la cueca que habían pedido. Y Pedro, que era mas corriente que el agua, nó se hizo repetir el favor que le pedían y al momento, por insinuacion de Cruz, se presentó muy político y galan á solicitar á Rosario, la que muy gustosa accedió á la solicitud de Perico; y como es de estilo en ese baile, antes de que principiara, ambos tomaron sus puestos el uno al frente de la otra: ella estaba seductora y él.. dispuesto á dejarse seducir. —Ya aquellos preparativos le parecieron á Martin de color castaño oscuro, y tan castaño y tan oscuro, que la vista se le comenzó á oscurecer, al estremo de nó poder atinar de que modo escaparía de semejante atolladero; mas Custodia, que desde que pensó en bailar ya lo tenía entre ojos á su chucaro galan, al ver su desasociego y adivinar su intencion, de un manazo lo sacó de sus grandes confusiones, y de otro lo hizo parar, rascándose la cabeza; y cuando mi hombre se repuso y volvió á tomar alientos, se halló en medio de la sala esperando á su pareja. Música maestro! gritaron en ese momento; y en el acto Custodia se cuadró al frente del apocado Martin, soberbia y provocativa y deseosa de darle ánimo al pobrecito danzante; y al verse él tan apretado, entre Custodia y la cueca, nó hubo mas que hacer de tripas corazon y, así, resolverse á pasar la pena negra, en el proceloso mar de aquel baile endemoniado. Tal fue la resolucion; pero como dicen, que otra cosa es con guitarra y mas cosa con piano, esos bríos nó duraron un minuto. A los primeros entusiastas y bulliciosos preludios de la retumbosa cueca, Martin comenzó á sudar frío y á temblar como tercianiento, pensando en el primer paso de tan peliaguda empresa; mas al notarle su dama el azogamiento y malestar que en todo el cuerpo tenía, con inpavidez le dijo que la imitase sin miedo, y que ella le aseguraba que saldría perfectamente. —Vana esperanza! balbuceo el desdichado galan, al sentir que las piernas le flaqueaban y la cabeza se le iba. Que contraste el que ofrecía la tal pareja! Mientras ella se presentaba rechoncha y muy satisfecha, al otro se le veía muy escuálido y tristísimo, de manera que si ella bien parecía estar de alegre aleluya, él debería estar de requiem, pero nó obstante tamaña desigualdad entrambos, al principiar el canto, Martin volvió á hacer otra vez el ánimo de lanzarse al sacrificio y dejarse llevar por Custodia, y seguir, y seguir, y seguir la muy arremolinada y desconocida corriente, como le ayudase la suerte. Así fue el ánimo que se hizo, pero.... Entonces sí que fueron las cuitas! Cuando Custodia rompió el baile con una entrada entusiasta, obligándolo á Martin á que siguiera su ejemplo, éste comenzó á hacer pininos, á lo nene temeroso que da sus primeros pasos; y aunque luego, muy animada, ella le diese sus vueltas y le indicase salidas, y fogosa lo acosara á su fríjido galan, nada, nada, conseguía de aquel poste digno de horno, pues nó lograba sacarlo de su paso cuidadoso, de pié con callos y ajustado. El parecía un ente fósil, ó acaso del sexo neutro, á juzgar por su entusiasmo....porque nada lo animaba. Y así fue en realidad; pues que para él nó sirvió la coreográfica desenvoltura de la frondosa Custodia, desplegada á todo trapo, en bata suelta, sin corsé y con el pelo desgreñado. Todo el tremendo arrebato de bramador huracan, con el que impetuosa y terrible hiciera zumbar sus polleras por las orejas de Martin, nó pudo ser de utilidad. Todos esos furibundos remolinos, de vueltas y de revueltas, en los que, instantánea, parecía que se iba á desarmar la bailarina, y volar hecha trizas por el aire, nó lo conmovieron. Tampoco hicieron el efecto apetecido, ni aún ciertos movimientos de rehilete, producidos con picarezca intencion á uno y otro lado, en los que pecho y caderas de esa dama se veían convertirse en temblorosa jelatina, apenas contenida por la tela del vestido. Pues, ni por todas esas evoluciones estratéjicas se logró lo que tanto se quería. De nada le sirvieron sus afanes. Todo fue inútil! Por mas que ella puso en juego, todos los resortes incitantes de que pudo disponer; por mas que desplegó, heroicamente, todo el arrojo frenético de su fuego bailarin; y en fin, por mas esfuerzos zandungueros que hizo la bravísima Custodia, para comunicarle á su pareja una sola chispa de su vehemente electricidad, nó hubo caso: ni siquiera pudo conseguir la pobre gorda, que Martin se moviese un poquito mas lijero; por cuya desgraciadísima causa, y á pesar de su habilidad y de todos sus floreos, vino pues á suceder, que la tan desairada dama tuvo que hacer fiasco, y muy completo, ante la inperturbable cachaza de su galan de granito. Inamovible el sujeto! Que maniquí tan llovido! Era un títere colgado del pescuezo. Ni apelando la desventurada Custodia, finalmente, al recurso ejecutivo de acosarlo á empujones, pellizcos y pañuelazos, lo pudo sacar á ese bailarin, un solo instante, de su pasito aflictivo de pisar huevos á tientas. Cuál sería pues la desesperacion de la chasqueada bailarina! Considérate, lector, metido entre sus carnes y con una mano puesta sobre el corazon y la otra en la cadera, juzga á cerca de la profundidad de tan lamentable desengaño! Oh! aquello fue para llorar á mares! Verdaderamente, que con ese entusiasmo de leño apolillado que gastó Martin en todo el baile, nó parecía mas que una triste vela de sebo sin despavezar, y Custodia, un robusto y aletudo moscardon empeñado en apagarla; pero como dicen que nó hay plazo que nó se cumpla, aunque la deuda nó se pague, aquí tambien podemos decir, que en parte y muy regular logró su intento la dama; pues cuando vino el jaleo con todo su palmotear, su cajeo retumbante y gritos azuzadores, ella le dio tan grande felpa de amorosos coscorrones y pollerazos tan recios, al funerario Martin, que si nó lo apagó del todo, fue porque lo hizo correr, despavorido á su asiento. Tal fue el desairado fin, que tuvo el heterojéneo baile de tan estrambótica pareja. Pero, que rechifla la que mereció el desgraciado galan! Que de vítores silbados le dió la mosquetería. —Que lo emplumen! gritó alguno. —Que lo tuesten! gritó otro. —Ese hombre es una piedra! —Pues que lo carguen con un tiro; vociferó un minero ronco. —Y le pongan una mecha! añadió otro. —Y lo hagan volar por los aires, para que aprenda á bailar! Y, por ese mismo tenor, dijeron otras mil sandeces en pequeñisimo tiempo; y si nó dijeron mas fue porque vieron entonces, que Rosario iba á bailar el segundo de ordenanza. Y que fue del primero?.... Ya lo verán ustedes. XXV. TRAS EL PLACER.... Ya sabemos el muy triste y desairado fin que tuvo la desgraciadísima cueca entre Martin y Custodia. Desde un principio estuvo mal, y concluyó como debería concluir. Ni él era para ella, ni ella para él. Mas por lo que hace á los otros que al mismo tiempo bailaban, aquello era otro bailar. Eso sí podía verse con agrado, atendida la gracia de ambos y, sobre todo, el donaire y gallardía de la chica. DIBUJO Y en prueba de rendicion á la gracia de Rosario, hizo que ella concluyera pisoteándole el pañuelo. Si Custodia bailó en prosa desenfrenada y diabólica, Rosario debió bailar en verso de muy buen gusto. Ojalá! que uno pudiera decir como aquello fué!.... mas espero se perdone, si decirlo nó lo sé.... Con la mano en la cadera, luciendo el airoso talle y erguida cual una reina que usa por cetro un pañuelo, hizo Rosario su entrada zarandeándose graciosa, para darle á comprender á su galan presuntuoso, con quien! tenía que habérselas; y Perico, por lo mismo, que se vió retar así por esa rosa en boton, afilando mas el pico, cobró bríos! y entusiasta le hizo frente, arriesgando.... el corazon. Estaban tal para cual. Muy luego en aquel torneo de gracia y desenvoltura, hizo Rosario otra entrada tan triunfal que la primera, recojiendo aplausos mil, y, en seguida, la gran vuelta, en que aquella brava chica descubrió, tan á las claras, tal talento coreográfico, para el baile zandunguero, que al instante, y como un rayo, las miradas le clavaron cual agujas en imán; y tan de firme, y tan de veras se pegaron á su cuerpo, que ya nadie pestañeaba, temeroso de perder algun ademán divino, de la guapa bailarina; y nada estraño tenía que á todos á sí atrajera tan seductora mujer, cuando su encanto y su gracia parecían producir, en derredor de su talle, cierta atmósfera impregnada de voluptuoso placer. Mientras tanto, el feliz galan que tan cercano se hallaba á ese foco peligroso, sentía flaquear sus huesos y vacilarle el espíritu, al ver, allí ante sus ojos desplegar tanto salero, así, tan de sopeton; y el hombre, desfalleciente, quedaba, entonces, perplejo y cual máquina seguía esos raudos movimientos... que le mareaban el alma. Y Rosario, sin fijarse en los milagros que hacía en los ávidos mirones, llegó al fin de la gran vuelta con tan caprichosa gracia, repiqueteo de piés, titilacion de caderas y pasitos tan punteados; que cuando el jaleo vino de aquel dulce tan meneado ¡carambola! todo el mundo enloqueció por ayudar al fandango, con las manos y la boca, con los piés y con los codos, y, quien sabe, si tambien con sentidos y potencias. Que barahunda fue aquella! Ni Vicente y su trompeta con su gran toque de diana, cuando venga el dia aquel, podrán hacer tanto efecto en todos los concurrentes. Que modo de palmotear y de aplaudir esa gracia! La bulla y el movimiento iban creciendo y creciendo, como la espuma en el mar en dia de tempestad! En verdad, que allí fue el juicio, pero un juicio de alegría; pues todos allí gritaban, zapateaban, palmoteaban llenos de júbilo intenso, y afanosos aplaudían á cual mas, segun su gusto, la gracia de la muchacha; y Rosario, que en el jaleo se propuso echar el resto y esprimir su gracia toda, hasta la última gota, sin cuidarse de melindres parecía de melcocha al desmadejarse en soltura, en requiebros voluptuosos y en meneos incitantes, de marear.... hasta cartujos! Y, sobre todo y todito, nada hubo mas sublime en su baile encantador, que las bravas sacudidas y precioso torbellino que hacían esas polleras al chicotear al galan, en sus vueltas y revueltas, cuando lucían veloces.... ciertos encantos ocultos; y como ella nó cediese en pegarse y despegarse con su loco frenesí, de vueltas vertiginosas que hacían estremecer: los corazones, se entiende; al fin el galan mareado de verse por tanta altura y de haber gozado tanto, soñando delicias mil cual en éxtasis divino.... poco á poco fue bajando, como quien baja del cielo; y cuando volvió á este mundo, ya sin hallarse capaz de sostenerse mas tiempo de pié, ante aquel salero, plantó la rodilla en tierra, y en prueba de rendicion á la gracia de Rosario, hizo que ella concluyera pisoteándole el pañuelo. Acabado y alabado ese primer baile, Pedro pensó conducir á su pareja á su asiento, pero la golosa mosquetería nó se lo quiso permitir, pues con exijencia extraordinaria comenzó á pedir á gritos, otro, otro y otro; y nó hubo mas, que acceder á su solicitud; mas viendo Sancho, al mismo tiempo, que nó era justo Custodia se quedara sin bailar el compañero por la inutilidad de Martin, aquel con mucha galantería se presentó á servir de suplente, del gran cucquista propietario que se dió por renunciado. Como es de suponer, dicha suplencia fue muy del agrado de la decepcionada dama, pues con el nuevo galan renació en ella la esperanza de lucirse mejor que con el otro; y así fue en realidad, porque sin esforzarse tanto que lo hizo la vez primera, logró salir perfectamente, mereciendo muchos y muy ruidosos aplausos. Y nó será de mas advertir que, en ese segundo baile, Rosario y Pedro siempre se conservaron á la altura de su prestijio, ante la vista y el gusto de los peritos mirones, sin perder un solo átomo de su gloria coreográfica. Despues de aquellas parejas, ya no hubieron quienes se atrevieran á exhibirse como bailarines; y por lo que hace al señor mayorazgo, parece que nó estaba dispuesto á perder su gravedad en ese sentido y, mucho menos, llevando á cuestas el soberano spleen que le causaba la indiferencia de Amparo. Tenía el siniestro aspecto de perro hidrófobo. Ay! del que lo tocase! Viéndose Javier en tan caninas circunstancias, y fastidiado hasta mas allá de la punta de los cabellos, se le antojó proponer á sus amigos dar una vuelta á caballo, en compañía de las niñas, para aprovechar del resto pequeño que quedaba de aquella muy hermosa tarde; por supuesto, que contando con que lo concediera el papá, y hubiesen los caballos necesarios. A Pedro y Sancho les pareció magnífica la idea; y desde que la propuesta viniese de parte del dueño de la hacienda, nó pudo menos que ser aceptada por el buen arrendatario, quien, al momento, mandó que ensillaran cinco de los caballos que habían disponibles en la cuadra: cuatro para las niñas, y uno para él. Una vez arreglada y acomodada la cabalgata, sobre sus respectivas monturas, los alegres paseantes se pusieron en marcha; y Javier salió de los primeros juntamente con Amparo, por ir esta en un animal tan fogoso, casi que el de su acompañante. Todos los demás se buscaron colocacion, mas ó menos adecuada á su gusto y segun les ayudó la suerte, dejando al papá el lugar del último jefe, es decir: completamente á retaguardia. Los unos brincaban, los otros trotaban, y los de la cabeza siempre iban al galope; por cuya velocidad, fuera de orden, Javier y Amparo parecían llevar unos trescientos metros de adelanto, respecto á sus otros compañeros de paseo; esto es, á juzgar por los cálculos del jefe de la comitiva, quien, probablemente, era el único entre todos, que estaría para ocuparse de semejantes apreciaciones. Mas por lo que hace á los otros y otras, de seguro que nó se fijaron ni un infante en tal adelanto, porque nada les importaba y, tambien, porque nó pensaban entonces, sino en sacar cuentas alegres entre sus respectivas parejas: así lo hacía especialmente Sancho, que iba muy entretenido con las pocas de su Rosario, aunque nunca llegase á saber, á punto fijo, cuantos eran sus misterios. Pedro muy amoroso seguía pegado á su Cruz, acariciándole un brazo perfectamente torneado, y Martin, ya sin el susto de otra cueca, iba muy sosegado y satisfecho al lado de su estupenda Custodia; la que, de vez en cuando, le solía hacer aflojar muy tiernos y melancólicos suspiros, nó á Martin, sino al pobre caballito que tenía la desgracia de cargarla. Segun las apariencias, era de creerse que todos deberían de estar muy á su gusto, tanto ellos como ellas; mas como el papá nó viese reunidas á todas sus hijas, tampoco las tenía todas cabales. Algo había en su cerebro que le preocupaba lo bastante, para que nó fuese contento. La gran distancia á que se hallaba Amparo y que cada momento se hacía mayor, nó era muy de su agrado, pues medio sospechaba que nó le convenía tan larga separacion; mas al reflexionar el buen hombre que yendo su hija con el señor mayorazgo, iría perfectamente cuidada, luego se hizo la ilusion de que ningun percance riesgoso le podría suceder en el camino. Esa idea, por lo pronto, lo tranquilizó á medias al padre bonachon de Amparo; pero, sin embargo y á pesar de todo, él nó podía conformarse con la gran distancia que le llevaban. Mientras tanto, busquemos nosotros el porqué de aquella separacion de los demás y de ese constante galopar. Que lo motivaba? Cual era su objeto? Que fin tenía? Como, felizmente, nó necesitamos ni de bisturí, ni de cosa parecida, para penetrar mas allá de las costillas y del craneo de un hombre, bien podemos llegarnos á observar lo que siente el corazon de Javier, y lo que su mente piensa. En ese momento es víctima de la mas infame aberración de su torpe vanidad. Lo ciega el orgullo animal, y tambien las nubes de la embriaguez. En el corazon lleva los celos del despecho, que lo tienen completamente irritado en contra de quien ese mal le causa; y la cabeza, sin querer fijarse un solo instante en la inocencia del supuesto reo, favorece al corazon y trata de descubrir el modo mas á propósito y mas rápido de vengarlo, para satisfacer cumplidamente á su amor propio. Ya nó hay razon humana que le pueda hacer desistir. Ese hombre se halla en el estado mas fatal de la criatura: en ese terrible momento en el que la conciencia se aletarga, y en el que ante nada se trepida. Cuando un capricho vehemente altera al corazon, la cabeza se degrada á ser útil instrumento, para favorecer solícita sus mas inicuos planes: entonces, el sentimiento es quien domina y la intelijencia la que sirve. Y mientras mas pobre y miserable el espíritu del desgraciado mortal, mas fácil de ser subyugado por una torpe pasion. Así le sucedió á Javier al meditar su venganza. Casi al salir de la casa de Amparo, tuvo conocimiento de que ese camino era completamente desconocido para ella y, desde luego, supuso que debería ignorar que á su conclusion existía un horrendo barranco, recientemente ocasionado por las lluvias, y de cuyo borde nó era posible que pasara la vida humana; y al considerar aquello, pensó él, que si ella nó calmaba con mucha anticipacion la carrera de su caballo, ó si nó lo hacía cejar al borde del abismo con instantánea rapidez, tendría inevitablemente que sucumbir allí. Y el hombre nó se estremeció, al figurarse lo que iba á suceder por causa suya! ó mejor dicho: por una abominable satisfaccion de su amor propio: de ese dios de los miserables, en cuyos altares se sacrifican tantas y tan inocentes víctimas. Nó; el hombre nó se conmovió; por el contrario: desde ese instante trató de contribuir hasta con el aliento, á la pronta realizacion de su crimen, porque él ya nó veía mas allá de la ofensa que se creyó le había hecho Amparo, al mirarlo con indiferencia y nó haber querido honrarse, halagándole como él quisiera. A qué mayor delito para condenarla! Su torpe orgullo nó necesitó otro testimonio. Aquella idea infernal cruzó entonces por su imajinacion, avivando con su aciaga luz la furia del encono y, sin trepidar, resolvió que se desbarrancara la joven juntamente con su caballo, para poder verla muerta en el fondo del abismo: y calculando que nadie mas que él sabría lo sucedido, se le hizo fácil poder atribuirlo á la fogosidad del animal, ó al descuido de ella, ó á un derrumbe inprevisto, ó á cualquier otra circunstancia casual; sin tocar jamás, para nada, en la verdad del hecho, como tantas veces le suele suceder á la miopía de la justicia humana. Escudado con esa bastarda esperanza, que le aseguraba la impunidad del execrable crimen que premeditaba, dió pues principio Javier á su odioso plan de satisfaccion, azotando con todo sus pulsos al caballo de Amparo; y como el animal fuese fogoso y engreído por de mas, al primer latigazo, dió un brinco y partió en carrera abierta, causando la mayor angustia en la desventurada joven. Ya se puede imajinar, cómo se le pondría el corazon á esa infeliz criatura. Pobre Amparo! Pobre víctima de la bestialidad de los celos! Al verse llevar tan de súbito por el aire, creyéndose con la muerte en los ojos, la joven lanzó un doloroso grito sin atinar á mas en ese momento, que á pedirle al bárbaro mayorazgo le detuviera su caballo; y desde que él así nó lo hiciera, por mas que se lo pidiese, ella siguió rogándole y suplicándole, cada vez mas encarecidamente, que la librase del inminente peligro que la amenazaba, pues iba ya perdiendo la cabeza con la velocidad de la carrera. Y mientras tanto, por fatalidad sucedía todo lo contrario, sin que ella lo notase. Por una parte sus nobles sentimientos y por otra, el susto desmedido que tenía, nó le permitían ver á la infeliz víctima la infamia de aquel degradado mortal; de aquel miserable, á quien creyó digno de dirijirle su súplica, concediéndole algo de humanidad á ese corazon de fiera. Desdichada criatura! Cada instante se creía perecer hecha pedazos en la desesperada carrera, y su ruego era tambien cada vez mas tierno, y ¡tan lastimero! que cualquier hombre mediantemente bueno se habría enternecido al oírlo y, aún, hubiese arriesgado su propia vida por salvarla; pero con Javier, nó pudo suceder así: á medida que crecía la angustia de su infeliz acompañada, en el tambien crecía al mismo tiempo el deseo de aumentarla, castigando con mas rigor al caballo en que ella iba. El chasquido del látigo nó cesaba de oírse un solo segundo, ni menos, los ya tristísimos y conmovedores gritos de socorro; y para que la pobre joven sintiera todo el horrible martirio, de su desolacion sin esperanza, el acompañante nó se dejaba ver, ni tampoco pronunciaba una palabra. Se hallaba, pues, sola en el suplicio, sin mas testigos que Dios y su verdugo. En esa hora fatal y de tan indecible angustia para ella, el crepúsculo llegaba á su fin, y una densa bruma principiaba á pintar la noche, cuyas tinieblas deberían derramar muy pronto toda su siniestra oscuridad. El oriente estaba ya negro, como la conciencia de un malvado, y el mayorazgo continuaba sin descanso en su infernal y desapiadada tarea. Así lo halló la noche. Todavía faltaría una milla escasa, para llegar al precipicio donde Javier había resuelto que sucumbiera Amparo, cuando, sin cesar aquel en su maldecida labor, procuró desviar su caballo dos ó tres metros hacía la izquierda, de la línea que llevaba el caballo de adelante. La inpaciencia comenzó, entonces, á redoblar vehemente su horrenda desesperacion. Oh! con que calma, se movía el tiempo! Cómo se dilataba! Desde aquel instante, el mayorazgo esperimentaba toda la alegría de Lucifer á la caída de un ánjel y, cegado por su satánico delirio, ya nó veía por donde iba ni donde pisaba su caballo: los segundos que corrían, eran inprudentes y pesados estorbos que se atravesaban en su camino, para postergar la realizacion de su deseo. Cuanto sufría por el ahinco de su furia! Y en esos momentos eternos para él, la pobre víctima tambien corría al sacrificio, impelida por el mas cruel y mas infame de los verdugos. Los caballos jadeantes y empapados en sudor hacían volar sus cascos con vertijinosa rapidez, arrancando multitud de chispas de las piedras en que chocaban; ella, fuertemente asida del gancho de la montura y llena de angustia y de dolor, dirijía al cielo su mas sentida plegaria y él, henchido de placer y de maldad, vociferaba blasfemias espantosas, cuando de repente.... siente Amparo á poca distancia un tremendo porrazo, acompañado de un grito lastimero y agudísimo, como el ¡ay! desgarrador del que muere de improviso. Por felicidad, aquel incidente hizo un efecto favorable en el caballo de la joven, obligándolo, poco á poco, á que fuese calmando en su desesperada carrera, sin necesidad de contenerlo; y al volver ella del grande pavor de su prolongado sufrimiento y hallarse sola, sin su compañero de paseo, inmediatamente, haciendo un esfuerzo supremo le torció la brida al cansado animal y, en seguida, se dirijió hacia el punto donde creyó haber sentido esa estridente voz de socorro. Los demas de la comitiva, que tambien oyeron el terrible grito, al instante apuraron sus caballos para serciorarse de lo que sucedía; y cuando todos llegaron al sitio de donde partiera tan conmovedora y penetrante llamada, al hacer luz, vieron que el caballo de Javier se había estrellado contra una pesada carreta, abandonada en el camino, y que su maltratado jinete se hallaba debajo del cadáver del animal; sin dar tampoco muchas señales de vida el desgraciado mayorazgo, por su completa inacción, la dificultad con que se quejaba y la muy trabajosa respiracion que tenía. —Pobre Javier! esclamaron sus tres amigos, á la vez, al comprender la gravedad de tan fatal incidente. Y aquel horrible cuadro nó pudo menos que contristar, de la manera mas penosa, á todas esas sencillas muchachas, que nunca soñaron semejante desenlace para la diversion de aquel dia; y tal fue su sentimiento, que entre sollozos y jemidos derramaron copiosas y abundantes lágrimas, cual preciosa manifestacion del agudo dolor que esperimentaban, por la repentina desgracia de Javier. Pero, tanto ellas como ellos, de pronto se quedaron perplejos, sin saber que hacer en ese caso. Todos se quedaron estáticos! Solo el padre de las niñas fue el único que conservó su serenidad, delante de aquel tristísimo espectáculo, pues al momento tuvo la feliz idea de regresar á traer jente y una camilla, para que llevaran al muy estropeado mayorazgo. Luego que consiguió sus cuatro hombres robustos, del mejor modo que se pudo hizo preparar un aparato medianamente servible, para la traslacion del enfermo; y al poco tiempo de regresar ese buen hombre con su jente al lugar del siniestro, el mismo muy cuidadoso colocaba en la camilla, aquel cuerpo tan desfallecido y tan atormentado de dolores. Los compañeros del paciente, tambien le ayudaron en algo en esa obra de caridad. En el acto que todo estuvo arreglado, se les ordenó ponerse en marcha á los hombres que cargaban la camilla; y cuando estos habrían avanzado un cuarto de hora, los amigos de Javier, llenos de estupor y dominados por una profunda tristeza, mudos se despedían de sus llorosas amigas, sirviéndole luego de escolta al infeliz que se llevaban. Y despues de una nó tan larga cuanto penosa travesía, por fin llegaron á casa del mayorazgo, para buscarle y traerle en seguida al médico de su confianza; quien desde ese momento se quedó á la cabecera del enfermo, juntamente con una buena hermana del mayordomo de Javier, la que se prestó á asistir á este con muy caritativa voluntad. XXVI. DUDA Y ESPERANZA. Despues de la mortificante visita de la condesa y Casimira, y de que Celia se retiró á dormir, Isabel volvió á quedar completamente sola, y otra vez tornó á sus penosas cavilaciones, dejándose llevar en alas de su imajinacion, preocupada con el dia de mañana; con ese dia tan sencillo y tan corriente para pronunciarlo y que, sin embargo, nó es posible dar fe de su existencia, ni que lo pueda gozar mortal alguno. Mañana! cuanto se encierra en esa palabra! Por el misterio que la rodea y la incertidumbre y la vaguedad que infaliblemente contiene, ella ha sido, es y será la palabra favorita del jénero humano. Basta que lleve consigo á la esperanza! Por eso siempre halaga; aunque ella sea una mera promesa y nada mas. Mañana! Luz ofrecida para la oscuridad de hoy. Enigma tan antiguo como el hombre y que, nó obstante, nunca lo llega á resolver. En esas tres sílabas fluctúa, constantemente, el porvenir de la humanidad entera. Y cuantas esperanzas, dia por dia, luchan angustiadas al borde de ese abismo, sin que jamás puedan llegar á un hoy! Mas á pesar de tan peligrosa duda, parece que mañana siempre tendrá un delicioso aliciente para todo el que espera, por ser el terreno mas á proposito para construir castillos en el aire. Y quien nó espera aquí algo?....aunque sea morirse. Y tambien, quien será tan pobre para nó poder hacerse, á todo gusto, una de aquellas moradas tan poéticas y baratas?....nó sé quien! Chicos y grandes y en todos los países, todos apelan frecuentemente á ese májico recurso, cuando el deseo los oprime. Desgraciado del idioma que careciera de tan encantadora palabra!....todo él sería una aridez, un desconsuelo. Como que un mañana, en casos apurados, es de lo mas benéfico que se puede imajinar, pues solo con mentarlo, la imajinacion nos proporciona un puente instantáneo, por donde salvar de algunas inpertinencias y majaderías en la vida de hoy. Por la jenuina vaguedad de esa prestijiosa palabra, con suma facilidad nos trasladamos del presente al porvenir. Basta pronunciarla, para hacer el milagro: ahí esta todo. Cuanto poder tenemos, pues, en la lengua! Y cuanta electricidad misteriosa en nuestra imajinacion! Así pensaba Isabel; y deseosa de buscar algo de realidad en las rejiones de la duda y la esperanza, con alguna zozobra la principió á preocupar su mañana. Todo lo veía al través de un prisma, que nada le presentaba clara, ni completamente delineado. Todo era muy vago, muy confuso. Las figuras que cruzaban por su mente se le asemejaban á sombras chinescas, cuyas formas y colores se mezclaban sin cesar, en un desorden sin igual. Nó le era posible reconocer allí nada fijo, por mas esfuerzos que hacía; por mas que se reconcentraba en sí misma. Y la pobre cabeza de Isabel, tambien era demasiado pequeña para contener aquel caos del alma, aquella desesperante confusion de ideas, que á cada momento chocaban entre sí; y las que, con la rapidez del pensamiento, le juntaban su presente y su pasado y daban vueltas en su cerebro, sin proporcionarle, siquiera, una sola chispa que le alumbrara, ese tenebroso abismo que se llama porvenir. Por momentos recordaba las caricias de su buena y amorosa madre, á la par que los halagos primeros de la señora Amalia, la triste orfandad en que quedó, y el mundo de bellas ilusiones que se forjara un dia, para perderlas tan pronto. Todo ese paraíso de felicidad y de ventura en el que creyó vivir constantemente, se había desvanecido ante la sombra de Javier y el capricho de su tía: todo nó fue mas que un sueño delicioso, y solo le quedaba la dura realidad que palpara en ese instante. Todo había desaparecido. Todo fue mentira! Llena de dolorosa amargura, veía que la cruel intransijencia de la que creyó su mejor apoyo, era precisamente, la que la forzaba á dar un paso que jamás se imajinó; que jamás habría podido aceptar en otras circunstancias, pues que se hubiera horrorizado tan solo de pensarlo. Pero el capricho de su tía la precipitaba. Esa señora y el terror de ser la víctima del hombre que le era tan odioso, la obligaban á lanzarse al azar en la senda de la vida y á echarse en brazos de otro hombre, sin mas garantía para su honor que la fe que este le había prometido. Y el elejido, constituído en protector, sabría cumplir con lealtad la promesa del pretendiente? Tan fino y rendido sería el uno como el otro! Ese hombre, á quien tanto le confiaba, tendría la caballerosidad necesaria, para devolverle pronto su honor, ante la iglesia y la ley? El lance nó podía ser mas tremendo. Todo lo arriesgaba á la ventura.... Nó podía tambien suceder, que algun mal instinto lo tentara á él á ser falso y, quizás, á olvidarse de lo que ofreció siendo amante? Se compadecería de su desamparo; ó por él abusaría de ella, para trocarle su corona de ánjel, en perpetua corona de espinas! Ese pensamiento le desgarraba el corazon. Era indecible la tortura que sufría, al figurarse que una vez despojada de ese divino patrimonio del alma que constituyen el honor y la inocencia, podría el orgullo, ó acaso el capricho, hacer que ese hombre la dejara abandonada, cual pobre flor que se marchita y pierde su aroma en nuestra mano. Quien le podía asegurar lo contrario? Nó había dificultad alguna, para que el tierno y rendido pretendiente pudiera trocarse, mañana, en ladron y verdugo á la vez, del que ayer fuera objeto amado. Eso era muy posible. Oh! y que atroz y martirizadora incertidumbre era aquella! Tanta abominacion nó se atrevía á creer....y sin embargo para desgracia de la humanidad, esa infamia se comete con harta frecuencia. Por sus odiosos actos brutales, cada dia el hombre se hace mas miserable y mas indigno de la misericordia de su Creador: para atestiguarlo, ahí están sus innumerables víctimas esparcidas por todas las zonas de la tierra. Cuantas de las mas ricas y lozanas flores del árbol fecundo de la humanidad, al ser convertidas en dorada basura, ruedan diariamente á los antros del vicio, hasta perderse, del todo, en ese mundo de la degradacion y del olvido! Y eso, con mayor frecuencia, se palpa en los centros mas civilizados de nuestro planeta; pero, nó obstante la gravedad de tamaña desdicha, el hombre se queda tan inpasible ante aquel tristísimo espectáculo, como el labrador cumplido que vé segar las mieses en sazon. Nadie se duele de nadie. Nadie les tiende una mano cariñosa á esas desgraciadísimas víctimas. Egoísmo! tú eres el primer ídolo del mundo!.... Quizas algo así pensó Isabel, en su penosa soledad, pues con el corazon adolorido y ofuscada la mente por sus tristes y abrumadoras ideas, sintió desfallecer su espíritu y tuvo hasta deseos de morir, antes que continuar viviendo en esa tan horrible duda que la envenenaba el alma; pero felizmente, en medio de su acerbo desconsuelo, pudo llorar, y sus lágrimas, convertidas en benéfico rocío, nó tardaron en refrescarle la imajinacion para que con ellas renaciera la esperanza, y ya mas calmada se dijo: —Dios mío, que es lo que me pasa!...Por qué pienso así?..Todo lo que me figuro, nó puede ser sino una aberracion que ofusca mi mente...algun espíritu infernal trastorna mis ideas en este momento: estoy cometiendo una grave falta...Yo nó debo pensar así!...Por qué lo trato con esa injusticia? ... Por qué lo insulta así la mente, cuando el corazon tanto le ama?...Cielos! dadle un poco mas de luz á mi pobre razon!...El odioso velo de la duda es el que nó me deja ver clara mi esperanza!.. Dudar?.. .por qué?...Si Eduardo me sacrificase á su capricho, ó á su vanidad, nó se sacrificaría él tambien á sí mismo?....Amándome tanto cual me ama, indudablemente que sí!.... Que corazon de mujer podría hallar él en la tierra que lo amara mas que el mío?.... Ninguno!.... Pero aún sin pensar en aquello, él nó me puede faltar. Inposible que él deje de amarme; él, que es tan bueno; él, que siempre fue de tan nobles sentimientos; él, que con tanto cariño y delicada hidalguía procedió para conmigo, es inposible que pueda faltar!...pensar de él, de otra manera, sería ofenderle....Por qué nó han de ser iguales nuestros sentimientos? Que privilegio especial puedo tener yo, para saber amar mas y mejor?.... Nó hay razon para suponerlo.... La misma esperanza que abriga mi corazon para ser feliz, nó la puede abrigar el suyo, también?... Vaya! que es necedad el pensar lo contrario!.... Dejemos, pues, á un lado recelos y preocupaciones infundadas, que nó tienen otro objeto que martirizarme y hacerme ofender á Eduardo, con la mayor injusticia; á Eduardo, á quien ni puedo, ni debo comparar á los demas hombres... Para un hombre cualquiera podría ser estéril el sacrificio de la mujer amante, porque la vulgaridad nunca supo, ni sabrá, jamás, apreciarlo en su esencia; mas, para él, nó puede ser así....Para él, cuyos nobles sentimientos siempre y siempre me los reveló su alma, al través del purísimo cristal de sus pupilas, indudablemente, que será mi sacrificio mi victoria....Si; él debe conocer mejor que nadie en la tierra, el valor de la ofrenda que depositó en el altar de nuestro amor; él comprenderá perfectamente, cuanto es lo que allí espongo y de cuanto me despojo, y tambien sabrá estimar cual se merece, el riesgosísimo paso que por él voy á dar; sí; este arranque heroico del alma, será para él una prueba decisiva y evidente de sublime abnegacion: prueba que solo alcanza á dar la mujer verdaderamente apasionada, ó la que ya nó tiene mas guía para sus actos que el sacrosanto impulso del amor....Es inposible, pues, que siendo él tan pundonoroso y cumplido como realmente es, pueda faltar jamás al sagrado compromiso de nuestras almas y, mucho menos, teniendo ese mismo compromiso, con la mujer á quien creo que ama tan de corazon.... Y á que dudar de él, entonces? ....Tal procedimiento es absolutamente injusto; algo mas: es ingratitud; villana ingratitud; porque él nó merece que yo le ofenda, ni siquiera con la mas leve sospecha.... Cuan necia he sido al compararlo con el vulgo de los hombres!....Que Dios me perdone!....Dudar de él, es una blasfemia del corazon! El, que me parece tan perfecto en todo sentido, cual si Dios se hubiera esmerado al darle vida, había de ser tan vil y tan menguado que nó supiera estimar mi sacrificio?....Inposible! Nó y mil veces nó!...esa es la luz de la verdad! Pues entonces, fuera dudas; y creamos, firmemente, que mis labios nó tendrán que pronunciar una sola palabra, para que él se apresure á devolverme honor por honor, así como los suyos tampoco pronunciaron una sola, para que yo le diese amor por amor....De veras, que aquello fue una especie de predestinacion del uno para el otro: á esa pasion el cielo nos condujo ...su ojos me la dijeron...y todo mi ser, estremeciéndose de gozo sin igual, aceptó el bien inmenso que se le ofrecía....sí!....así fue!....y desde aquel delicioso éxtasis, desde aquel momento de gloria, estalló en mi corazon el santo incendio, que solo el amor de Eduardo podrá estinguir...,y ningun otro en la tierra....Quizás.. muy luego, al mezclarse nuestras almas las purifique el amor, fundiéndolas en una sola, y así las haga gozar, para siempre y por igual, de las inefables delicias del mundo de la felicidad!.... Despues de aquel soliloquio consolador, en el que la pobre joven soñaba despierta con la próxima realizacion de su esperanza, al fin de una larga meditacion, en gran parte consiguió tranquilizar su ajitado espíritu; en seguida de aquella tregua favorable, cojió un papel y escribió unas cuantas líneas, las que concluidas guardó en su seno; y para distraerse de alguna manera, de las preocupaciones que acaso mas tarde la pudieran asaltar, tomó el primer libro que se hallaba al alcance de su mano. Sin duda que creyó, que su lectura la entretuviese, disipándole del todo sus azares; pero, quien sabe, si aquel libro contenía algun narcótico literario, de los que muchas pájinas impresas suelen contener, y.... nó sucedió así. Al poco rato las letras le bailaban, los renglones se le confundían unos con otros y, cuando menos lo pensó, el libro se le cayó de la mano, rodándole suavemente por la falda; y al mismo tiempo que así sucedía, su pobre cabeza, sin poder soportar ya mas la pesadez de aquella lectura, se reclinaba soñolienta sobre un almohadon del divan, para quedarse muy en breve profundamente dormida. En aquella reposadísima actitud y en ese estado tan feliz, en el que nó nos consta la existencia, es probable que Isabel continuara soñando dormida, lo que había soñado despierta; ó, al menos, así lo parecía; porque una vaga y placentera sonrisa se dibujaba, de cuando en cuando, en sus labios, cual esa que suele pintarse en los del niño inocente, que nó conoce mas mundo que las paredes de su cuna y las dulces caricias de su madre. Con que tranquilidad la hacía dormir la fe que tenía en él! Toda su zozobra había desaparecido. Solo el amor le daba vida á ese tierno corazon: con sus alas de placer debió impulsarle los latidos. XXVII. LO QUE ES EL MUNDO! Pobre Isabel! Estaba próxima á dar el paso mas peligroso en la vida de la mujer; precisamente, aquel del que depende todo su porvenir. Y la manera de hacerlo, nó podía ser mas aventurada, pues iba, nada menos, que á consumar su sacrificio en aras del amor. Ay! y cuantas de ellas sucumben, para siempre, en esa heroica tentativa del corazon femenino! Cuantos ánjeles caen así, del cielo de su inocencia, á la tierra de perdicion. Muchas, muchas son las jóvenes de esquisita sencibilidad que, impulsadas por sus nobles sentimientos, se atreven á dar ese tan terrible paso; y por desgracia, muy á menudo tienen la suerte fatal, de caer en brazos del hombre que, quizás nó las merece, ni las sabe comprender. Entonces, todo lo pierden; toda la inponderable abnegacion de su sacrificio se hace inútil. En ese instante, toda su felicidad rueda á ese infierno del mundo, donde tambien se podría escribir con letras de fuego el ogni speranza del Dante. Así es comun premiar en la tierra el heroísmo sin igual, de la mujer enamorada. En pos de la satisfaccion apetecida, con frecuencia se levantan en el corazon del hombre la falsía, la ingratitud y la maldad para envilecerlo mas, y entonces ¡miserable! desconoce cuanto esa infeliz por él ha hecho; y mientras mas ignorante y corrompido él sea, tambien será mayor el alarde que él haga de su odiosa falsedad, y de la infamia que ha cometido. Y por qué se jacta así, ese deslenguado?.... Acaso sea, porque la sociedad nunca sabe castigar á esos infames, con la severidad que se merecen, y porque tambien, injustamente, ella casi siempre descarga su anatema contra la débil mujer. Parece que nada le importara su desgracia. Jeneralmente, mas caso suele hacer de un perro que se pierde. Tal es la filantropía del pobre corazon humano! Y todavía, muchas veces, ese mundo nó se sonroja al prodigarle su incienso y alabanza al miserable verdugo, cuando para la infeliz víctima nó suele tener mas que la hiel de su lengua viperina, envuelta en el escarnio y el desprecio que brotan inicuamente de sus labios. He allí la justicia de los pueblos civilizados: si al ladron, hasta lo adula alguna vez, del robado, siempre villano se mofa. Así, con tal inpudencia, se juzga á esa infeliz criatura, sin tomar para nada en cuenta, ni su incauta juventud, ni su inocencia, ni su amor! En que fue que tanto pecó, para tratarla así? Por qué es que, con tan cínica injusticia, se le insulta y escarnece á la débil mujer en su desgracia? Que razon puede haber, para que ella sufra el castigo, por el mal que otro le hizo! Es justo, que la que sucumbe al impulso de la mas noble de las pasiones del corazon humano, y cae víctima de la astuta falsedad, merezca la pena del infame traidor?.... La mente no alcanza á esplicarse tan grosera aberracion, sin calificar antes al mundo de absolutamente egoísta, hipócrita y miserable para ser digno de hacer justicia, al que es débil y desgraciado. Tampoco puede precindir la razon, al mismo tiempo, de creer á ese mundo jenuinamente prosaico y material, cuando, hasta hoy, nó llega á comprender la esquisita y delicada poesía, del corazon de la joven que ama apasionadamente. Paréceme aquello algo metafísico para su rudeza. O demasiado elevado para su degradacion. Por eso, sin duda, es que á la mujer en su desgracia le cabe ser, casi siempre, la menos compadecida y, tambien, la mas ultrajada de las víctimas; cómo que ya es raro, en nuestros dias, que pueda hallar quien la defienda ó, siquiera, quien la tenga alguna lástima. Infeliz criatura! Cuanta nó será su desdicha, cuando hasta por amar se le castiga! Del gran cáliz de amargura derramado, siglos ha, sobre la tierra, el mundo, fatuo, le dedica la mayor parte para ella...y ella, desde su primera caída, lo bebe gota á gota con la resignacion del mártir, sin quejarse, y sin alegar nada en su favor; y tambien, sin que haya algun ser humano que piense jamás en fijarse, en la culpa que se le atribuye, para atenuar su injusta pena. Tal es su desgraciadísima suerte. Todos le vuelven la cara en su infortunio; y si alguna mano se le ofrece, será para hundirla mas. Pobre mártir! Cuando alguien la ve sufrir, nadie piensa para redimirla de su cruel desdicha, que si el primer ánjel que cayó al abismo, cayó por su soberbia, la mujer que cae, cae siempre por amor.... Mas, quien se vá á molestar en fijarse en eso! Habrá quien quiera considerarla tanto? Que disparate! Aquí nó estamos para ocuparnos de semejante candidez; aquí estamos por lo positivo, y nada mas. Lo positivo; sí: ese es tu inplacable enemigo, pobre mujer; y ese, tambien, el que siempre te hace, la inocente víctima de la infamia ajena. Por eso es que, infaliblemente, sales condenada. Esa es tu suerte: llorar, por lo que otros rieron: sufrir, por lo que otros gozaron. Ah! desdichado ser! ánjel sin alas y sin voz ante el tribunal del mundo!...si quieres justicia, búscala en el cielo!.... Aunque, nó; nó hay porque desesperar á tal estremo del egoísmo del corazon humano; aún existen hombres sobre la tierra, que al fijarse en la delicada mision de la mujer, la compadecen muy de veras, como un noble poeta contemporáneo que en defensa de ellas dice: ¡Moralistas hipócritas y crueles! ¿A la frágil mujer pedis el brío, La fuerza muscular, el poderío Del hombre audaz para luchar con él? ¿Visteis jamás vencer la débil caña Al vendabal violento que la embiste? ¿Acaso el flaco valladar resiste Del torrente las aguas en tropel? ¡Injusta sociedad!....Lanzar te place Al débil que sucumbe á tu anatema, Y mancillar del justo la diadema Si un frágil paso en su carrera dió. La víctima al caer sostén le niegas, Dejas que en su alma la virtud se apague, Y que el cuerpo en el vicio se encenague Y maldiga el instante en que nació! Y quien es el responsable, por esa enormísima acumulacion de aberraciones? Quien tiene la culpa de esa tan desconsoladora desgracia, esparcida sobre millones de seres en toda la redondez de la tierra? El hombre; y en especial el hombre ingrato; el que nó supo prestarle su apoyo, á la que cayó por él. El que la deja rodar por el abismo, sin considerar jamás, que si ella llegó hasta ese borde fue por amor á él. Aquel, cuyo corazon de piedra nó reconoce deuda alguna, por mas sagrada que sea. En verdad, que al pensar en el proceder del hombre á ese respecto, estraña que pueda ser tan infame y cruel, hacia el ser destinado por Dios para constituir la esencia de todas sus alegrías, de todos sus goces, de toda su felicidad sobre la tierra. Increíble se hace que así corresponda á tamaño beneficio! Parece un absurdo grosero, que con tanto y tan injusto mal, se recompense á tanto bien. Mas; para quien que lo favorezca, ó en algo mejore su mísera condicion, nó es ingrato el mundo! Si quereis saberlo, preguntádselo á la historia. Ahí vereis sus iniquidades culminantes. Al que por amor absolutamente divino, y bajo el nombre de Cristo, le hizo el mayor bien posible al jénero humano; por ese mismo amor, y por ese bien supremo con que le regalara, le escupieron al rostro, lo azotaron, lo coronaron de espinas y, por último, lo degollaron clavado en una cruz ignominiosa, para manifestarle de tan elocuente manera, la gratitud del hombre redimido. Al gran Guttemberg, cuya exelsa invencion proporcionara á la humanidad la asombrosa repercusion de la idea en el mundo intelectual, la justicia del hombre lo condenó como impostor, lo ultrajó villanamente y, por fin, lo hizo morir en la miseria, saboreando la quemante hiel de todas sus amarguras. A Colon, que concibió y realizó la colosal idea del engrandecimiento del mundo físico, lo calumniaron, lo insultaron, le robaron, y hasta lo trataron peor que á ruin enemigo, cargándolo de cadenas; y para que su martirio fuese completo, todavía fue necesario que un rey católico le faltase á su palabra, antes de que ese gran hombre exhalara el último aliento, en brazos de la caridad y con el corazon hecho pedazos, por las garras de la ingratitud. Y así, otros muchos jenios culminantes merecieron igual suerte. Con poquísimas ecepciones, tal fue el modo como supo corresponder el mundo agradecido, á sus mas conspicuos benefactores. Pero, en cambio, de que manera se ha manifestado con los que merecieron llamarse conquistadores? Pena y asco da el saberlo. Siempre se humilló, se postró y, todavía con la mayor bajeza, hasta les prodigó sus alabanzas á esos déspotas ambiciosos, que trataron al hombre peor que á sus caballos; así se degradó el mundo ante aquellos que arrastraron á la humanidad, por donde les dió su propia gana, y que la hicieron derramar su sangre y la desgarron, sin piedad ni conpasion alguna, nada mas que por satisfacer su torpe orgullo. Así se portó siempre el mundo miserable con esos grandes criminales, hasta quienes la ley nó alcanza. Para esos, en todo tiempo, fue su mas útil instrumento, y su mas fiel y decidido servidor! Oh! A esos soberbios amos, el mundo los supo tratar cual semi-dioses; y si á muchos los divinizaron, nó pocos han merecido ser los ídolos de esa pobre humanidad. Así fue; así sucedió; pero lo que estraña mas, es que todavía así suceda á ese respecto, á pesar de los infinitos y grandes esfuerzos que hacen la civilizacion y la caridad cristiana, por elevar al hombre de la degradacion en que se revuelca; y en verdad que es de sentir, que esas dos poderosas maestras nó hayan, aún, logrado quitarle la venda de la ignorancia á esa gran mayoría, siempre lista y siempre decidida, para servirle de instrumento al que la haga sufrir mas. Lástima y muy positiva es para el mundo, que las preciosas luces de aquellas dos grandes benefactoras, nó sean como la luz del sol! Entonces nó quedaría resquicio alguno, sobre la tierra, donde ellas nó fueran: aunque, nó obstante aquella problemática felicidad, á juzgar por lo que se vé hoy en dia entre jente civilizada, casi hay razon para dudar que la humanidad pueda elevarse de su pobre condicion espiritual, mientras ella exista en el mismo planeta. Siempre se doblegará ante el poder y, tambien, siempre abusará de él cuando lo disfrute en abundancia. Eso está en su modo de ser. Mientras ella sea tan exesivamente material como es, en ella predominará en todo tiempo la estúpida razon de la fuerza, y de igual modo la fanatizará, hasta la mas ínfima abyeccion, la nó menos degradante idolatría del oro. Ni la transformacion de hombres en bestias concluyó en los tiempos mitolójicos, ni tampoco, los idólatras del becerro bíblico concluyeron con Moises: aún existen millones de esas copias en el mundo. Que mayor prueba para creer en tan abrumadora desgracia, que la frecuencia con que se presentan aquellas dos sombras, en estos nuestros muy civilizados dias! Mal que nos pese; ellas avasallan, por todas partes, las muy decantadas luces de nuestro incomparable y muy orgulloso siglo. Su magnitud se ha hecho ya tan colosal, que cualquier miope las hecha de ver. Negarlo, sería un escandaloso anacronismo. Por esa razon, creo que anduvo muy acertado el gran Pío IX, cuando para retratar la época presente, dijo que: "el espíritu del siglo actual es el espíritu de la materia". Y quien quiera que algo conozca al mundo, nó puede dudar de la exactitud de tal dicho: es un axioma.... Llegarán los siglos venideros, á presenciar el beneficentísimo milagro de aquella desmaterializacion? Alcanzará la humanidad á considerarse mas á sí misma, y tambien á elevarse mas sobre su propia miseria, para ser menos desgraciada de lo que hoy realmente, es? Quiera el cielo, en su inefable bondad, conceder algun dia á la tierra el goce de tanto bien! XXVIII. APUROS NOCTURNOS. Satisfecha la exijente curiosidad que tanto las preocupara, por ver á Isabel en la noche de sus antevísperas matrimoniales, la señora Amalia y Casimira regresaron muy contentas al dormitorio de la primera; y allí, despues de una lijera discusion, resolvieron tomar como postre de aquel hartazgo de alegría, un rosario bien rezado. Tal fue la intencion que tuvieron, positivamente, segun datos cronológicos mas ó menos fidedignos. Las dos se arrodillaron y se persignaron con la mayor devocion, dando principio á su edificante tarea, perfectamente bien; mas como ambas estuviesen á cual mas soñolientas y cabeceadoras, á los pocos minutos nó se podían sostener en aquel ejercicio piadoso, sin interrumpirse y perturbarse á cada momento; hasta que en uno de esos equívocos garrafales, completamente, se fastidió la señora Amalia, y nó pudiendo soportar, mas tiempo, el vinagre de la ensalada mística que estaban haciendo, tras un amén bien golpeado, cortó el rezo de improviso y con tono áspero le dijo á Casimira: —Despierta piedra! —Misererenobis! contestó la camarera, soñando probablemente que ayudaba la letanía. —Estupendo petardo! esclamó la señora. —Orapronobis! —Anda á acostarte! —Orapronobissss! repitió maquinalmente la ayudanta, dando sendas cabezadas de tremendo balance. —Vete al diablo, animal! vociferó rabiosa la señora Amalia. —Misererenobis!! contestó entonces la tuerta, lanzando un bostezo de tales dimensiones, que por poco nó se traga á sí misma. Ya esa última manifestacion tan desbocada, la hizo salir de sus casillas á la condesa; y brincando muy colérica de su sitio, le dió á Casimira una furiosa sacudida, gritándole á la oreja: —Se acabó! se acabó! se acabóooó !!! —Gracias á Dios! esclamó aturdida la camarera, restregándose los párpados y dándoles sus buenos estirones y retorcidas á los brazos, para salir del estupor del sueño que tanto la dominaba. —Yo tambien debería dar las gracias por haberme librado de semejante mueble; gruñó la señora entre dientes, y luego levantando la voz, añadió: Por lo bien que lo has hecho en el rosario de esta noche, creo que mereces, que en premio de la devocion que has tenido, te mande á dormir tendida, porque supongo que lo harás mejor que de rodillas. —Que se haga su noble voluntad, mi señora condesa! repuso humildemente Casimira, echándole la cruz á otro bostezo. —Pues despáchate de una vez, que yo tambien quiero acostarme. —Nó necesita nada mas mi señora condesa? —Solo que me ayudes á desnudar, y me dejes en paz; repuso la señora, con cierto retintin de fastidio muy marcado. Al oír aquella orden, la camarera abrió el ojo cuanto pudo antes de poner manos á la obra, y al momento dió comienzo á su honrosa, delicada y confidencial tarea, de dejar á la señora Amalia en paños menores. Como prólogo de la gran obra cuyas pájinas iba á revisar, se le presentó á Casimira una capa soldadezca con vueltas ya acarameladas, pero que debieron de ser rojas en los buenos tiempos del difunto Toroguapo; la camarera, cuidadosamente quitó, dobló y colocó esa romántica prenda en la cama de la señora, para que le calentase los piés á su dueño; nó tanto por lo que materialmente era, cuanto por el histórico recuerdo que representaba, de aquellas calurosas finezas del ya tantos años finado, y siempre muy estrañado Canuto. En seguida la despojó de un manton de abrigo y, luego, de un saco grueso de lana, dejando al aire dos cabuyas mal torcidas, por cuenta de humanos brazos, y por pecho, una especie de carpeta antigua, cuyo forro de pergamino indiscretamente dejaba traslucir, al estirarse, una que otra punta de esqueleto. Despues de aquel capítulo, Casimira prosiguió con la circunspeccion del caso hojeando, hoja por hoja, la dichosa obra, hasta que al fin pudo llegar al índice; y al descalzar entonces á la señora condesa, tuvo el honor de tocar esas ex-pantorrillas, dignas parejas de los brazos, pues antes que torneadas mas bien eran torcidas; y por lo flacas, secas y amarillas que estaban, quizas, algun perito sacristan las hubiera podido equivocar, por ceras de buen morir. Y heraldicamente consideradas, nó debían de ser de otra manera; porque al decir de algunos, que suelen tener la nobleza por esas rejiones corporales, se asegura que ese es el molde de la pantorrilla aristocrática. Quitadas las ligas, la señora Amalia se despojó tan castamente como pudo, de las demas telas con que guardara su vetusta humanidad; y de que ya nó tuvo otra cosa mas que la tapase el cuerpo, que el inseparable aro de matrimonio y su camison de dormir, con mucha gracia se colocó entre dos finísimas sábanas de holanda, haciendo que Casimira la arropara al mismo tiempo con el resto de la abundante cama, sin olvidar, por supuesto, la capa de Toroguapo. Dada, así, la última mano á su obra, hasta arreglarle el empaste y forrarla todavía, con cuanto trapo tuvo la mano, la camarera cerró las cortinas; y, juntamente, con las buenas noches dió la media vuelta, tomando en seguida el portante para imitar á su señora. Despues de un rezo que acabó á capazos, por mayoría de sueño, ya se puede maliciar, lo bien que se portarían la señora y la criada en sus respectivas camas, y especialmente la señora Amalia, quien debió dormir aquella noche á lo marinero despues de temporal; y nó podía por menos, pues á causa de su diplomacia casamentera, había estado algo mas que preocupada con esos dificultosos arreglos y, por tal motivo, tuvo que gozar á solas de mas de una divertida noche de insomnio. Sin embargo, las dos dormían á cual mejor, á pesar de que la camarera nó se hubiese desvelado ni un minuto, por las culpas de su señora. Y como ante la muerte y el sueño todos somos verdaderamente iguales, nó se podía hacer distincion alguna entre esas dos dormilonas, que por su aspecto nó parecían otra cosa, sino momias de muy mal talante: esto es, salvo uno que otro sonido inpertinente que, de cuando en cuando, testificaba su existencia, y ciertos fuertes resoplidos que despedían á dúo y muy acompasadamente, tanto la nobilísima nariz de la gran señora condesa, cuanto ese mismo instrumento de la plebeya Casimira. Nó discrepaban en una sola nota en su armonioso acompañamiento. Si la una roncaba por alto, la otra lo hacía por bajo, con toda la maestría del arte. Que tonos aquellos! que tonos! Entonces se habría podido decir con acierto, segun la poética espresion de Hartzembusch, que cada una era, particularmente, un tesoro de melodías. Pero hablando en prosa, solo diremos que ambas dormían el sueño de los justos; ó para ser mas justos: que dormían como dos lirones del sexo magnético, sin que aún hubiese llegado la media noche. Y desde que la señora descansaba tan perfectamente bien, es muy natural suponer que todos los demas habitantes del palacio de Toroguapo deberían hacer lo mismo, á juzgar por el silencio funerario que allí reinaba; como que este tan solo era interrumpido, muy allá en cuando, por el destemplado chirrido de la lechuza, las plañideras lamentaciones de los perros soñadores, ó acaso, el tierno maullido de algun gato enamorado, que iba á ofrecer sus respetos á la chica de sus ensueños, llamándola con voz gangosa y doliente: querubín! querubín! que-ru-bi-ín!! En verdad que á esa hora, y por el tal silencio, parecía que nadie estaba despierto en aquella mansion, y que todos gozaban de su sueño respectivo, á pierna suelta ó encojida, ó segun su costumbre inveterada; sin embargo, nó era así: de entre aquellos súbditos de Morfeo había que eceptuar á dos, que solo dormitaban uno que otro rato, y que con frecuencia se levantaban sobresaltados á mirar al reloj, como si algo esperasen con ansia que se realizara aquella noche. Solo dos luces se veían arder en todo el edificio, en dos cuartos muy distantes el uno del otro y, tambien, absolutamente diferentes en cuanto á su aspecto interior: mientras que en el uno se manifestaba el lujo en su mayor capricho y la mas refina da elegancia, en el otro nó habían sino unos cuantos trastos de mal talante, que revelaban al dueño pobre. Todo se hallaba, pues, en la ya referida casa bajo el dominio del silencio, cuando, al decir de un poeta de la muy hermosa Lisboa: Um relojo em pouco tempo Doze pancadas bateu. Efectivamente, en ese momento sonaron las doce de la noche; y al sentir la última campanada, el que estaba cabeceando junto á la vela de sebo, y que nó era otro que nuestro conocido Ramon, deshaciéndose apurado los indómitos crespos, esclamó: —Toravía hay que pená un poquito má mejó, pa poré salí dete berenjená! Ay! Catiya! Catiya! que tu pare san Benito te saque con bié! Y dichas aquellas palabras, se volvió á quedar pensativo con la mano en la mejilla y los ojos fijos en la luz, para evitar el dormirse. Así estaría una media hora, mas ó menos, cavilando en lo que iba á hacer y en que honduras se metia, por servir á otros, cuando de improviso se paró, y muy lijerillo se fue á rejistrar una maleta vieja que tenía en un rincon: de allí sacó dos llaves de regular tamaño, las que se puso á examinar detenidamente; y despues de fijarse con minuciosidad en la forma y recortes de cada una de ellas, muy cuidadoso las aceitó y, en seguida, colocó la una en el bolsillo derecho del pantalon y la otra, en el izquierdo. Guardadas las llaves, inmediatamente procedió á aceitar los goznes de la puerta de su diminuta habitacion, abriéndola y cerrándola con el mayor cuidado, cada vez que echaba el aceite: todo esto con el muy provechoso fin, de que nó fuese á crujir y denunciara su salida, al otro criado que dormía en el siguiente cuartucho. Practicada aquella indispensable y muy política operacion, de aceitar á los que podían chillar y hacer mal tercio, muy jacarondoso, el individuo de Jacaranda, se quitó los zapatos burdos que gastaba y con pasos mas cautelosos que de gato, mirando receloso á todas partes, salió con el objeto de examinar los dormitorios de la casa, por las cerraduras de las chapas. Al dar los primeros pasos en su azarosa escursion, el hombre parecía volverse de jebe, segun las variadísimas actitudes que tomaba, pues ya se le veía estirarse y arrastrarse como culebra por el suelo, ó ya se agazapaba y encojía, reduciendo su tamaño en los rincones; y si acaso el temor ó la aprencion le mentían algun sonido que lo pudiera comprometer, en el acto, se apretaba de tal manera contra la pared, cual si hubiese querido ser pintura para desleírse allí. Felizmente, aquel desasociego que tuvo al principiar, poco á poco fue calmando, á medida que iba orientándose mejor del terreno que pisaba; y casi lo dejaron sus sustos por completo, cuando pudo convencerse de que los tales ruidos provenían del viento que jugueteaba con las hojas de los árboles, de los gatos, divertidos ó pendencieros, que retozaban por los techos; ó acaso de mala lechuza traviesa, empeñada en asustar con su chirrido, á los asistentes agoreros de algun enfermo en peligro. Descubierta dicha incógnita en medio de la oscuridad de la noche, y teniendo la certeza de que nó lo divulgarían aquellos bulliciosos testigos, al instante cobró alientos; y ya, con paso mas seguro y menos latidos en el corazon, siguió en la tarea de su indispensable espionaje, para saber si dormían ó nó, todos los que debían dormir en esa casa. Pero nó obstante la convicción adquirida, respecto al secreto que le guardarían sus testigos, cuando al sujeto le tocaba la vez de doblarse, le parecía que la camisa se le volvía de laton, y que al chocar contra su cuerpo iba á hacer un ruido atroz; ó si nó, ya se sentía como con cascabeles en la cabeza, que al menor movimiento lo podían vender con su sonaja; y así, por ese recelo, mas cuidadoso que si fuese de vidrio, era que apenas se agachaba, cuando quería colocar la vista en el agujero de alguna llave, ó mirar por alguna rendija. Por fin, despues de muchos sustos imajinarios, muchas cuitas y temblorosas sacudidas, logró recorrer todas las habitaciones, una por una, sin que le sucediera ningun percance ruidoso de resbalarse ó de tropezar en algo; y de que estuvo plenamente convencido de que todos dormían bien, menos la otra persona comprometida en cuyo cuarto había luz, con los mismos pasos, que ni siquiera se sentían rozar por el suelo, regresó nuestro héroe ya tranquilo, otra vez á su desmantelado dormitorio. A los pocos minutos de estar sentado en la única silleta que había en aquel cuarto, volvió á levantarse para cojer su frasquito de aceite y, con una brocha, salió á untar la chapa y goznes de la reja, de un pasadizo que conducía al patio del jardin; y hecha esa operacion, colocó en la cerradura la llave que tenía en el bolsillo izquierdo, dándole repetidas vueltas á uno y otro lado, sin hacer el menor ruido, ni tampoco, al abrir y cerrar por varias veces la puerta ya indicada. De allí siguió su itinerario por un costado del jardin, en direccion á la otra puerta pequeña que daba á la calle, por la que solo él y el jardinero de la casa transitaban; y despues de aceitarla y aplicarle la llave del bolsillo derecho, tambien como á la otra, la abrió y cerró repetidas veces, sin que produjera ruido alguno. Convencido, entonces, de que aquella puerta, nó cometería la imprudencia de llamar á nadie con sus crujidos, la cerró y le volvió á echar llave. —En seguida abrió completamente la reja, del pasadizo que había revisado, poniéndole una piedrecita al pié, para que permaneciese abierta y nó fuese á estorbar el paso. Y arreglado todo así, á su satisfaccion, muy contento regresó á su cuarto, á premiar sus prolijos afanes con una buena copa de cañazo; y de que acabó de secarle hasta la última gota, saboreándola con deleite hasta donde le alcanzara el alcohol, con tono de autoridad se dijo: —Agora que tá la jaula abieta, si lo quiere, que vuele la paloma branca á busca su libertá. Dichas aquellas palabras, con el aplomo del que ha coronado una gran obra, muy cuidadoso humedeció con saliva la despavezadera de Adan, y acto continuo avivó su vela de sebo, lo mejor que pudo; y ya con aquella chispeante luz se le estaba entusiasmando de nuevo el gaznate á Ramon, y le acometían serias tentaciones de echarle otra copita al cuerpo, cuando en eso sintió la una y media en el reloj principal del palacio, juntamente con el ruido de un carruaje, que le pareció venir por la calle de la puerta falsa del jardin. Dos ó tres minutos se puso á escuchar la sonaja de aquellas ruedas, y tan luego que el oído le aseguró la direccion del coche, con un tiernísimo suspiro dejó caer la copa; al momento se paró algo disgustado, se vistió su tosca chaqueta y, así sin zapatos como estaba, dirijióse precipitadamente al sitio donde debía esperar. En pocos trancos se puso allí. Muy atento paró la oreja, para estar listo á la menor indicacion; y nó pasaría arriba de cinco minutos en su puesto de centinela, cuando la parada del coche le dió el alerta, y poco despues sintió dos golpecitos á la puerta y luego, otros dos. A la repeticion, Ramon abrió sin pronunciar una sílaba; y al momento, se le presentó un hombre alto, de sobretodo largo y sombrero bajo, quien muy despacio preguntó: —Aquí es? —Aquié, contestó el portero. —Nó hay novedad? —Nuay noverá —Entro? —Entre mi amo....pero sin zapato. —Que candidez! —Nué candiré, mi amo. —Cómo nó ha de ser así, cuando todos están durmiendo? —Sabelório y mi pare san Benito! —Hay alguno despierto? —Tá pareciendo que nó; pero si vamo como lo gato, ma mejó. —Pues si nó es mas que aprencion tuya, nó me quito los botines; añadió el de fuera, con tono desdeñoso. —Pué tampoco entrará sumesé! esclamó el portero muy serio, preparándose á cerrar su puerta. Al ver la actitud resuelta de aquel oscuro guardian, nuestro visitante nocturno se sintió entre las astas del toro; y para salir de apuros, nó tuvo mas remedio que descalzarse, diciendo algo fastidiado, por el fresquecillo que sentía: —Nó te creí tan majadero. —Juan Seguro vivió mucho saño, repuso Ramon sin alterarse. —Y tú vivirás algo mas, agregó el otro. Pero, nó obstante el mal rato que me das, ante todo, y como la primera y mas insignificante prueba de mi gratitud para contigo, quiero obsequiarte esta pequeñez; y al mismo tiempo que decía esas palabras, le alcanzó un paquete con mas de treinta cóndores de oro. —Nó mi amo; eso nué pa mí; repuso el negro al momento, haciéndose atrás y rechazando ofendido aquella dádiva. Si agora le sivo á su mesé nué pó la paga, sinos po cariño que le tengo á mi amista, lsabé. A tan inesperada y rotunda negativa, el obsequiante se quedó perplejo y acobardado á la vez; pero comprendiendo en el acto la delicada nobleza del buen negro, vivamente impresianado por su justa reconvencion, abriéndole los brazos esclamó: —Entonces nó me negaras esto! —Eso, nó; poque lo recibe mi corasó; repuso muy contento el pobre negro; y ambos hombres se estrecharon entusiastas, en un fuerte y prolongado abrazo, sintiendo latir sus corazones en dulcísimo aturdimiento. Despues de aquella tan cordial manifestacion esos dos hombres, que nó eran otros que Ramon y Eduardo, se separaron mutuamente satisfechos, diciendo el segundo: —Mucha es la nobleza que posee tu alma, mi querido Ramon; y ojalá que el cielo me permita, algún dia, premiar cual se merece tu fidelidad y tu decidido cariño, para con Isabel....Nó sé de que manera pueda corresponder á tan esquisita delicadeza y, mucho menos, al favor inapreciable y sin igual que me proporcionas, con el tesoro que me vas á dar!.... —Nó perdamo, agora, así el tiempo, mi amo; interrumpió el bondadoso negro, apretando cariñosamente una de las manos de Eduardo. —Dices bien, mi buen Ramon: pues si nó ha de ser así... sírveme entonces de guía, para conducirme al cielo! Catiya nó replicó palabra al nuevo piropo que le dirijieron, sino que inmediatamente dió media vuelta para ponerse en marcha; y solo de que los dos salieron del patio del jardin, al primer pasadizo, le advirtió á su compañero que pisara muy despacito y con mucha cautela, pues nó podía saber si alguien hubiese despertado, desde la última ronda que hizo. Eduardo obedeció, estrictamente, á la indicacion de su guía; y, desde allí, ambos hombres siguieron pisando tan despacio, que ni ellos mismos se sentían. Con ese paso cuidadoso, atravesaron varios pasadizos y corredores, pasando recelosos por delante de algunos dormitorios, hasta que al fin se detuvieron al frente de una ventana iluminada, y en ella dieron tres golpecitos con mucha suavidad. Ni al primero, ni al último hubo contestacion alguna. Esperaron un momento, y luego volvieron á repetir los mismos tres golpes, un poco mas recios; pero, desgraciadamente, tampoco dieron muestras de sentir ese segundo aviso. El cuarto permaneció cerrado. Advirtiendo entonces Eduardo, que nó era conveniente seguir tocando mas fuerte, se resolvió á examinar la puerta, para ver si solo estaba con picaporte; y nó bien hizo jirar la perilla de la chapa, cuando aquella cedió y se abrió de par en par. Oh! qué gloria la que se le presentó! Que dicha tan grande para el enamorado joven! Al ver á Isabel reclinada sobre el almohadon de su divan, luciendo parte del alabastrino y turjente seno, con los labios enrojecidos y lijeramente entreabiertos, cual si un ánjel acabara de arrebatarles un beso, Eduardo nó supo que hacerse extasiado de placer; y ya se iba á arrodillar, lanzando quizás algun grito de alegría, cuando felizmente, Ramon lo contuvo en ese instante; y como este nó se hallase con el ánimo tan impresionado que aquel, le fue fácil advertirle que había necesidad de hacerlo todo pronto, con calma y sin causar el menor ruido. —Que quieres que la saque dormida! esclamó Eduardo con disgusto, volviendo en ese instante de su arrobadora exaltacion. —Má mejó será, repuso tranquilamente el negro. —Nó me parece bien así, porque se asustaría al despertar afuera; y, quien sabe, si gritase pidiendo socorro, por nó saber de pronto lo que le pasaba. —Y entose que haremo, pué mi amo? preguntó Ramon, muy confundido, rascándose la oreja. —Hay que despertarla; y tú lo vas á hacer ahora mismo, á fin de que se impresione menos; y diciendo precipitadamente aquellas palabras, Eduardo hizo avanzar á Ramon, mientras él retrocedía con viveza, para nó ser visto en ese momento. Al verse el negro lanzado de esa manera, entre los dos amantes, nó tuvo mas que resolverse á cumplir con lo que se le ordenaba, sin pararse en reflexiones; y dando cuatro pasos al frente, en seguida hizo tronar sus toscas uñas en el espaldar del divan en que se hallaba Isabel, diciéndole al oído: —Niña! niña! La joven dió un brinco de susto, al despertar; y horrorizada de verse sola con Ramon, esclamó: —Dios mío que me pasa! —Nara, nara, mi amita, que ya sonó lora; repuso muy despacito ese enviado extraordinario. —De qué? preguntó ella, llena de pavor. —De lo que lerijo á su mesé loto papelito. —Ah! esclamó Isabel, dejándose caer otra vez en su divan, con un profundo y prolongado suspiro: y luego, como si saliese de una mortificante pesadilla, con dulzura anjelical preguntó: Y donde está Eduardo? —Aquí me tienes, ídolo del alma! esclamó él, corriendo presuroso hacia ella; y en el acto se postró á los piés de la absorta joven, para besarle las manos, con toda la vivísima efusion del mas apasionado sentimiento. —Oh! cuanta dicha! cuanta! balbuceó apenas Isabel, al sentirse acariciar así, perdiendo dulcemente el sentido en los brazos de su amado. —Animo! Valor, anjelito mío! la dijo entonces Eduardo, al notar su desfallecimiento, y estrechándola fuertemente contra su pecho, añadió: tu tía puede despertar....nó hay tiempo que perder! La terrible idea de que la señora Amalia pudiese verla en ese momento, la reanimó al instante; y volviendo de su delicioso éxtasis á comprender su delicada situacion, rápida sacó una carta del seno y la colocó sobre la mesa; en seguida tomó un abrigo de lana, y echándole los brazos á Eduardo, con la voz entrecortada por ajitados sollozos, le dijo: —Eduardo mío! Tú eres el todo para mí en la tierra!..Así lo comprenderás indudablemente, desde que por ti doy este paso...guiada tan solo por mi apasionado corazon....y nada mas....Creo que nadie.... nadie en el mundo podrá dar mayor prueba de su verdadero amor....que la que en este momento...te dá... esta pobre mujer.... —Cielo santo! á ti te pongo por testigo! interrumpió conmovido Eduardo, al oír las sentidas palabras de la joven. Si yo fuese tan vil y miserable, que nó supiera estimar el sacrificio que ahora se hace por mí, que Dios me castigue sin misericordia, con los mayores tormentos que destina á los infames!...Que así sea, si no cumplo como bueno!... —Amén, añadió Ramon entre dientes. —Isabel! desde este momento eres mi esposa! Si: mi adorada esposa, ante Dios! y ante los ánjeles de nuestra guarda, que desde el cielo nos escuchan! Así prosiguió Eduardo, con ardoroso entusiasmo, sin fijarse en lo que murmuró el negro; quien entonces tímidamente observó: —Pero lueguito canta lo gayo y se no va pasá la noche, sin hacé nara. Al momento se cortó todo coloquio, y sin articular una sola palabra mas, Eduardo alzó á Isabel en sus robustos brazos; y cual si llevase á un niño, la condujo con todo el cuidado posible por corredores y pazadizos, hasta la puerta de reja del jardin. Desde allí siguió andando la joven; y de que los tres se vieron junto á la puertecita falsa, que daba á la calle, Ramon lo hizo calzar á Eduardo, porque este ya no se acordaba de tal cosa. Llegados á ese sitio y antes de abandonar Isabel aquellos umbrales, donde en otro tiempo se creyera feliz, sumamente acongojada se volvió á Ramon para darle el postrer abrazo de despedida; y derramando tiernas y copiosas lágrimas en los brazos del buen negro, con el acento mas cariñoso le dijo, que siempre le viviría agradecida y que lo sentiría en el alma, si acaso nó lo volviese á ver mas. —Eso nó sucederá, bien mío, porque muy pronto lo tendrás á tu lado; interrumpió Eduardo tomándola de la mano: todo eso se arreglará á tu gustó y como, tambien, es mi anhelo, pues, desde hoy yo lo considero á Ramon el mejor de nuestros amigos. —Y á Celia, tambien; añadió en tono de súplica Isabel. —Tambien, hijita. En mi casa nó habra nunca mas voluntad que la tuya, ni mandará allí nadie mas que la reina de mi corazon; así le contestó Eduardo, y á su vez, lleno de agradecimiento, le dió un fuerte abrazo á su oscuro protector, quien en seguida condujo á los novios hasta el coche, asidos él y ella de cada una de sus toscas manos; y despues de que allí los dejó y los vió partir, muy apesadumbrado regresó el pobre negro á su cuarto sin saber donde pisaba; y limpiándose los ojos de vez en cuando con la manga de su saco, entre sollozos esclamaba á cada momento: —Ay! mi amita! Que será de mi pobre amita Isabé! Que será!....Que será! XXIX. EL PASAJERO. Injusticia, y de piramidales dimensiones, sería el querer negarle al Tiempo la cualidad especialísima de ser el mas cumplido servidor de la creacion. Y si se quiere, tambien el mas meritorio; por ser concejil el cargo que desempeña, en la gran república de la Eternidad. Su austera infalibilidad, en cuanto á sus obligaciones, lo hace, muy acreedor á todos esos honores, sin perjuicio de otros mas. Nunca solicita permisos, ni pretesta enfermedades. A pesar de su desmedida barba gris y su pesada guadaña, luzca el sol ó caiga el rayo, él nó se cansa jamás, ni deja de cumplir con su eterna mision de hacer que todo pase y siga su curso, sin que nada se detenga ni un segundo mas de lo dispuesto en esta pícara morada. Un solo instante de todos los siglos nó tendría que atestiguar, en contra del decidido esmero y puntualidad que lo caracteriza, para obligar á los unos á que salgan, con el objeto de que den lugar á los que entren; y, sobre todo, á que nada, ni nadie se atraque en el misterioso pasaje que corre á su cargo, desde.... Desde cuando? Parece que esa fecha nó la han averiguado todavía, los señores sabios de la tierra. Pero nó obstante, como al buen viejo nó le importan una cana las mejores averiguaciones de los títeres de este mundo, buenos ó malos, á todos los obliga á pasar, sin fijarse en sexos, edades, ni condiciones sociales. Con la galantería que lo caracteriza, á todos nos ofrece la mano dia por dia, hasta el en que nos hace dar el último brinquito, desde aquí, hasta.... Tampoco han medido, aún, los astrónomos esa distancia; y solo por eso, es que nó sabemos con exactitud, cual es el punto final del infalible brinquito. Que lástima! Sin embargo, nadie, por mas pesado que sea, se escapa de dar al fin y al cabo ese verdadero salto mortal, con pasmosa ajilidad acrobática. Papas, brujas, reyes, monjas, volatineros, canónigos, beatas, de correa, militares y hasta, los médicos (que para todo tienen remedio), todos se hallan sujetos á la estabilidad transitoria que el tiempo les concede, para que desempeñen sus respectivos papeles en este teatro veleidoso. Y cuando llega la hora de dejar el procenio, á nadie se le admiten escusas, ni protestas, ni tampoco pero alguno, por mas maduro que lo ofrezca. Entonces nó hay ardid, ni capricho, ni lisonja, ni compadrazgo que valga. Nó hay mas que obedecer la muy lacónica orden del tiempo, y sin formular alegato alguno, seguir la corriente que nos empuja hacia el embudo de cuentas (y nó muy alegres), que siempre tiene el estoico viejo en la mano. Y lo mas poético de aquella infalible disposicion, es que hay que entrar por lo ancho, sin pensar, para salir pensando por lo angosto. Conqué; considera alma cristiana, los bemoles y sostenidos que tendrá la tal prueba del embudo! Y cuando uno está muy cargado de ciertas obras de uña y lengua, ó muy hinchado, ó muy repleto de las mismas ¡ay! que apretada y dolorosa nó será la tal salida! El pasar por aquella cónica estrechez, en tan esponjada y frondosa forma de estado interesante, debe de ser algo muy melodramáticamente sentimental. Quizas un poquito peor, que la martirizadora conversion de un cabro.... en odre. Al menos para ciertos bultos grandes, así se me figura la tal pasada repentina, por ese misterioso embudo del tiempo, cuya ancha boca está en la tierra y el pico en el otro mundo. Aunque para otros, que gradualmente van tomando de aquellas angosturas, es de suponer que nó sea tan sencible la crítica pasada. Especialmente para esos viejecillos inalterables, que parece que así como van pasando, poquito á poco se van arrugando, segun la medida con que los aprieta el embudo en su obligado pasaje. Tambien es cierto, que hay jóvenes que muy pronto principian á pasar. Mas nó por esa precocidad sería lícito decir, que dichas ediciones, viejas y nuevas del hombre, se vayan acostumbrando á la eternidad. Nada de eso podemos asegurar; y sí, solamente, que en la peliaguda cuestion del consabido pasaje, por tales, ó parecidos instrumentos, es muy probable que nadie aventaje en felicidad á los flacos. Ellos, cuando mas, sufrirán los lijeros tropiezos de una hebra de hilo, al pasar por el ojo de una aguja. Pero los gordos!....ay! que aprietos, que rasguños, que aprensamientos, que sofocones, que cuitas, que angustias y que terribles transformaciones, nó tendrán que sufrir en el infalible pasaje cónico! Cáscaras! Aquello debe de ser algo así, casi, casi, tan confortablemente halagador, como quien pasa por una especie de coladera.... convertido en mazamorra. Liberamos Dominé!!!.... Poco mas ó menos, tal fue la conversacion que tuvieron nuestros conocidos Sancho y Pedro en la sala de Javier, mientras los médicos acababan de atormentar al enfermo, ó de curarlo, si así se quiere decir. Oh! que ayes tan lastimeros los que lanzaba el pobre hombre! Que de quejidos tan llenos de angustia y de dolor! De aquella lamentable manera se pasaría cerca de un cuarto de hora, hasta que al fin salieron los sayones del dormitorio del paciente, haciendo ciertos ademanes y visajes, nó muy satisfactorios; y despues de que saludaron á las visitas, con una venia altamente facultativa, en sus dos patitas se fueron con su música á otra parte. —Sabes que esa meneada de cabeza de los médicos, se me asemeja al vuelo fatídico de la lechuza; observó Pedro. —Pues á mí nada se me dá, repuso Sancho flemáticamente. Yo nó tengo confianza, ni en sus sentencias de desahucio, ni en las esperanzas que suelen dar, respecto á la vida de un enfermo; porque si en cuestiones graves, en un cinco por ciento dan en bola, bien se les puede conceder alguna habilidad; y por lo que, hace, á lo que, ahora sufre Javier, de muy buena gana le daría la preferencia á un curandero para que lo asistiese. —Lástima me das, Sancho, con tu modo de disparatar, porque parece que todavía estuvieras con el pelo y la lana de tus antepasados. Cómo te atreves á creer que, uno de esos pobres embaucadores del vulgo, sepa mas que un hombre de ciencia? —Pues á pesar de la ciencia de esos individuos, que tu supones capaces de milagrear, conosco á muchos de los tales, que en cuestion de fracturas ó dislocaciones, mas de una vez han hecho fiasco, y soberano. —Nó puede ser que suceda semejante cosa á los que conocen nuestros docientos-cuarenta-i-ocho huesos, mejor que las uñas de sus dedos. —Pero nó, en cuanto á su exacta posicion. —Y, entonces, para que estudian Anatomía? —Que se yo! si será para dar su examen, conseguir su título y nó volverse á acordar mas de tal cosa, sino de las pesetas que les caigan; porque, te repito, que conozco á mas de uno de nó poca fama, que ha hecho barbaridad y media en cuanto á composturas de huesos. —Desatinas! Tú eres lego en esa materia y, por consiguiente, sin voto. —Pero mis ojos nó son legos, ni pueden haberme engañado, al ver mas de un brazo en arco y una que otra pata chueca, que ha quedado así por culpa de ellos. —Pues, aunque lo hayas visto, nó tienes razon para afirmar lo que dices; observó Pedro con mucha calma. —Que nó tengo razón! esclamó Sancho algo picado. Entonces, tampoco debo asegurar que asesinan á un hombre, si lo despachan á la eternidad haciéndole alguna operacion? Qué, porque matan científicamente, nó da lo mismo?.... Tan muerto es el que perece por el error de un sabio, como el que muere por el acierto de un bruto; y sino, pregúntaselo á la Pelada. —Debes estar mal informado. —Creo que nó puede haber informe mas lójico y elocuente, á ese respecto, que la presencia de un cadáver, recien acabadito de salir de las manos de un par de médicos. —Vaya! que te has vuelto un pesimista rematado! —Y á ti te veo relleno hasta los topes, de todo el candor infantil del optimista. —Sin embargo, sea lo que fuere, me parece de mas que continuemos hablando tocante á ese asunto; porque el que nosotros nos metamos en esa clase de honduras, es lo mismo que si dos ciegos de nacimiento se pusieran á disputar respecto á colores. —Puedes tener razon; pero á pesar de todo, yo persisto en llamar á un curandero para que lo vea á Javier. —Y por qué nó te animas mejor á buscarle una obstetriz? preguntó Pedro con cierta sonrisa burlona. —Por la sencilla razon, de que Javier nó está de parto; repuso Sancho sin alterarse; y tambien, porque para estos casos de zafaduras y rompimiento de huesos, tengo mas fe en un curandero que en un médico. —Que vizcaino estás! —Y tú, que gallego! —Veo con mucho sentimiento, que siempre persistes en disparatar, con grosera temeridad. —Pues yo te aseguro, que nó es disparatar; porque las variadas ocupaciones de un médico nó le permiten adquirir ni la práctica, ni la esperiencia del curandero, que son de tanta utilidad en estas desgracias casuales; como tambien, y sobre todo, el instinto especial de ese hombre. —Es decir que se te ha clavado entre ceja y ceja, y remachado en la nuca, que ha de ser así! —Así me parece, y creo que con ello nada se pierde. —Puede ser; pero sin embargo, tambien juzgo que será muy racional, consultar antes la voluntad del enfermo á ese respecto. —Pues vamos de una vez, añadió Sancho; y ambos amigos se dirijieron al dormitorio de Javier. Estaba el pobre para dar pena. La cara se le veía lastimada en varias partes, y habían tenido que raparle todo el pelo para curarle las roturas de cabeza; las que nó debieron de ser pocas, á juzgar por los retazos de tira glutinante, que se notaban pegados con profusion en distintas direcciones. Los brazos, el pecho y las piernas, tambien estaban casi completamente cubiertos de vendajes, que se cruzaban unos sobre otros; y el desgraciado enfermo nó tenía movimiento, y ni siquiera el ánimo necesario para poderse quejar. Solo allá en cuando se le oía uno que otro alarido, arrancado de la garganta con muchísimo trabajo. Al verlo sus amigos en tan deplorable situacion, sin decirle una sola palabra, se quedaron estáticos contemplando su desgracia; pero tan pronto que pudieron salir de aquella especie de estupor, que produce la pena, Sancho trató de consolarlo, manifestándole que nó estaba tan mal como se suponía, pues él abrigaba la esperanza de que un curandero lo podría aliviar mas pronto, que los médicos que lo curaban; y concluyó diciéndole que, si él quería, inmediatamente saldría á buscarle uno de muy regular fama. Al oír Javier aquella oferta, quizas intentó reírse, y la risa del pobre inválido, se le convirtió al momento en lastimero quejido. Pero nó obstante el desden que notó Sancho, con que el paciente recibiera su indicacion, él volvió á insistir en ello. —Eso es porfiar de mas observó entonces Pedro. Si ves que nó quiere aceptar á tu curandero, á que persistes en ofrecérselo? —Es que tengo cierto presentimiento, ó nó sé que sea, de que lo podemos aliviar á Javier de esa manera. —Pero si te consta ya, que él nó tiene fe en esa jente, para qué sigues fastidiándolo con tu cantaleta? —A fin de que nada quede por hacerse en provecho de nuestro amigo; y como yo confío bastante en la práctica de esos hombres, tendría mucho gusto de que alguno lo viera, aunque nó se haga lo que él prescriba. —Bue..no; dijo entonces Javier, con voz apenas perceptible. Al oír Sancho aquella forzada aceptacion, al momento puso piés en polvorosa y, á todo escape se largó en busca de su facultativo práctico, segun él decía. Pedro quedó solo cerca de Javier, y á fin de nó fatigarlo con su conversacion, prefirió dirijirse á la asistenta, á media voz, para preguntarle, qué era lo que habían recetado los médicos y cual su opinion en cuanto al estado del enfermo. La buena mujer se concretó á enseñarle los líquidos, con que se empapaban las vendas que tenía puestas el pobre paciente, separados aquellos de los frascos que contenían las cucharadas, que debía darle cada cierto tiempo; y bajando la voz cuanto pudo, añadió que los médicos habían dicho que don Javier tenía las entrañas dañadas, que los huesos principales estaban hechos pedazos y que, en esa virtud, opinaron porque el enfermo nó salvaba, ni que viviría muchos dias. Aquellas últimas palabras lo hicieron temblar á Pedro, dejándolo pensativo; y cuando comenzó á meditar, respecto á lo que se debería hacer en semejante situacion, se presentó Sancho con su curandero diciéndole á este lisonjeramente: —Doctor! Es preciso que nó perdamos tiempo y que, de una vez, pongamos mano á la obra, antes que se nos vaya á desanimar el enfermo: y volviéndose á Javier añadió: Amigo querido, aquí tienes al facultativo práctico que te ofrecí; que en cuanto á conocimientos curativos, es la flor y nata entre sus compañeros, de estas rejiones. —Es muy natural que el señor se halle, sufriendo muchos dolores, observó el curandero, dirijiéndose á Javier con voz muy cariñosa; pero nó tenga Ud. el mas mínimo cuidado, pues lo tendré muy en cuenta cuando lo examine, tratándolo como á las niñas de mis ojos: así, si Ud. se digna permitirme, podemos principiar. Javier nó contestó, ni sí, ni nó: el curandero coloreó su poco, avergonzado por el desaire que le hacían; y todos se quedaron mirándose las caras, en un silencio absolutamente forzado. Al observar Pedro tan incómoda situacion, se llegó á Sancho y le dijo al oído, que creía fuese de mas seguir martirizándolo á Javier; y Sancho le contestó del mismo modo, que nada se perdía con lo que iban á hacer, porque tenía seguridad de que se pondría el mas prolijo cuidado. Entonces Pedro, por satisfacer á Sancho, se acercó al enfermo y muy despacio le dijo, si quería que lo examinara el hombre que había venido. —Bra...zos, articuló Javier, haciendo un esfuerzo supremo. —Quiere Ud. que le vea los brazos? Está muy bien, señor; añadió al instante el curandero. Ya verá Ud. si acaso los otros médicos, lo han manejado con mas tino y delicadeza que yo. En seguida de aquel elojio propio, con mucho tiento le tomó el brazo derecho al enfermo y principió á quitarle las vendas, haciendo descansar ese brazo lastimado, sobre una tablilla colocada á propósito; y fuese porque nó supo quitarle las vendas, ó que los médicos hubiesen practicado aquella operacion muy á la lijera, halló que uno de los huesos de la muñeca nó estaba en su sitio. —Perdónalos Señor! que nó saben lo que han hecho! esclamó al instante aquel facultativo, echando los ojos al cielo. —No vés? Ahí tienes la prueba, Pedro, de lo que yo te porfiaba, hace poco; observó Sancho, con aire de vencedor, al hacerse el descubrimiento anatómico. —Ahora mismo vamos á componer esto, porque en la tardanza está el peligro; dijo entonces el descubridor dirijiéndose á Javier; y sin esperar respuesta de este, en el acto le dió tan soberano jalón, que le hizo dar un grito, perdiendo el sentido al mismo tiempo. —Que bestialidad! esclamó Pedro irritado. —Y como quieres que se componga un hueso del cuerpo, sin que sienta? preguntó Sancho, molesto. —Siempre tiene que doler algo; añadió el curandero á media voz. —Ya vé Ud. el efecto que ha hecho su bárbara curacion; observó Pedro, clavándole los ojos al humilde operante. Esto es de mas; y desde que Javier se halla en tan penoso y delicado estado de postracion, me opongo á que le vuelva Ud. á tocar, ni siquiera un solo dedo. —Lo siento mucho, señor, repuso el curandero; pues presumo que algunas costillas deben estar algo mal, á juzgar por el modo como se queja el paciente; pero, sin embargo, le acabaré de vendar el brazo que yo le he compuesto, y nó le volveré á tocar mas, ya que Ud. así lo desea; y especialmente, porque el estado de debilidad del enfermo nó me parece ahora nada á propósito, para continuar operando. —Gracias! muchas gracias! esclamó Pedro lleno de entusiasmo, dándole un apreton de manos al curandero, como para manifestarle, de alguna manera, el placer que esperimentaba al librarse de él. Sancho no dijo una sola palabra y ni siquiera alzó la vista, durante el altercado; y de todos los presentes, solo la asistenta se acordó de reanimar á Javier, aplicándole á los labios una esponja empapada en coñac, segun le habían indicado los médicos que lo hiciera, cada vez que se desmayase. Felizmente, sin otra novedad, el curandero concluyó de vendar el brazo del enfermo; y despues de que le dieron su propina de dos pesos, por todo su trabajo, tomó su sombrero para salir; y al despedirse, todavía tuvo la galantería de ofrecer sus servicios, si acaso, mas tarde, podían ser de alguna utilidad. Pedro nó le contestó á su comedido ofrecimiento; pero Sancho, consecuente con sus ideas, con mucha política lo acompañó al curandero hasta la puerta principal y allí le hizo presente, que si el enfermo lograba fortalecerse, de preferencia lo llamaría á él para que completara su restablecimiento, antes que al mejor médico de la ciudad. Por supuesto, que el señor facultativo práctico se retiró altamente complacido, por esas lisonjeras atenciones, que con tanta solicitud le prodigara su entusiasta admirador. XXX. UN PILOTO. Despues de que regresó Sancho de dejar al curandero, hasta la puerta de calle, volvió á sentarse silencioso y cabizbajo junto á Pedro, en circunstancias que Javier lanzaba una especie de ahullido, acompañado de los mas lastimosos ayes. —Sabes que el estado en que se halla el pobre Javier, nó es nada satisfactorio, observó Pedro en voz baja. —Por qué dices eso? preguntó Sancho del mismo modo. —Porque veo que la vida se le vá escapando del cuerpo con demasiada precipitacion; al menos, así me lo hacen comprender esos tristes quejidos, que nó alcanzan á dejarse sentir, muchas veces, como el pobre enfermo quisiera. —En tal caso, supongo que habrá necesidad de hacer que, cuanto antes, ponga sus cosas en orden. —Me parece indispensable; pero quien se lo dice? A esa pregunta de Pedro, los dos amigos se quedaron en silencio, sin tener ninguno de ellos el valor suficiente para participarle al muy desfallecido mayorazgo, que era llegado el tiempo de dejar arreglados todos sus asuntos, para emprender el último viaje. De esa manera, indecisos, permanecieron sin pronunciar palabra alguna, hasta que despues de un buen rato de meditacion, interrumpido tan solo por uno que otro doloroso suspiro del enfermo, Sancho preguntó: —Y á quien llamaremos primero, al escribano, ó á un sacerdote? —A juzgar por el malísimo estado en que se halla nuestro desgraciado amigo, creo que será mas conveniente llamar al sacerdote. Si acaso, despues, tiene el aliento necesario para ocuparse de su disposicion testamentaria, haremos que venga un escribano. —Entonces, veamos si esta mujer se anima á decirle eso á Javier. —Veamos, afirmó Pedro; y ambos amigos pasaron al otro estremo del cuarto, á serciorarse en secreto de la disposicion en que se hallaba la cuidanta, para consultar la voluntad de Javier, respecto á la visita sagrada. Como la mujer que asistía al enfermo, fuese una buena cristiana y muy sencillota á la vez, nó tuvo inconveniente para prestarse á cumplir con aquella delicadísima mision; y muy pronto se decidió á sacarlos de apuros, á los dos tímidos solicitantes. En efecto. Inmediatamente se dirijió al otro estremo del cuarto, y en tono de súplica le dijo al enfermo, que por su propio bien le rogaba que le permitiera traerle un sacerdote, pues tenía completa fe de que, solo su presencia, lo aliviaría de todos sus dolores. Al oír la palabra sacerdote, Javier cesó de quejarse, cual si de improviso se le hubiese cortado la respiracion: y así estático permaneció unos cuantos segundos, sin proferir un solo sonido, ni hacer movimiento alguno que manifestase su aprobacion, ó su existencia. Sin embargo de aquella súbita inpasibilidad, la buena mujer volvió á insistir por segunda vez, y tampoco obtuvo respuesta alguna; mas nó por eso desmayó en su caritativo propósito, pues tornó á rogarle encarecidamente, por varias veces mas, que accediera á su súplica; y así siguió ella con su tema, hasta que al fin de tanto batallar, tras un doloroso y prolongado suspiro, le pareció oírle decir algo al paciente, como que aceptaba su oferta salvadora. Grande alegría tuvo ella, en ese feliz momento, mas para estar del todo segura, volvió á repetirle que si, realmente, era su voluntad que le trajera un sacerdote, para que lo aliviase de sus males. —Sí! contestó Javier, entonces, con voz perceptible; pero el esfuerzo supremo que hizo para pronunciar esa palabra, le costó un dolorosísimo quejido, que desgarraba el alma. Aquella tan trabajosa aceptación fue trasmitida inmediatamente á los dos amigos de Javier, y Pedro partió en el acto en busca del médico del alma, dejando á los dos únicos acompañantes del enfermo en un silencio sepulcral, y meditando, probablemente, en el gran paso que creían, pronto tendría que dar el mayorazgo..... Y cuan pesadito nó será el tal paso! Para pocos lances se debe necesitar mas ánimo, que cuando así, en medio de la tranquilidad de nuestro lecho, sentimos que nos invade el incomparable frío del sepulcro; y que á la vez se nos anuncia y luego, silenciosa, se nos aproxima la muerte, para descorrernos, poco á poco, el densísimo y misterioso velo que nos separa de la Eternidad. Al percibir, entonces, la solucion de aquel enigma incomprensible en la vida, y ver que ese caos instantáneo se ilumina á nuestra turbia y apagada vista, y que lleno de claridad se nos presenta para recibirnos con toda su pompa justiciera, cuan dolorosa nó será la fatídica agonía....sin un poquito de relijion! Que impresion será aquella? Cuanto, nuestro estupor!.... Difícil será sostenerse con la debida entereza, cuando de aquel cuadro, que en el apojeo de la vida creímos un lienzo vacío y despreciable, veamos destacarse jigantescos y severos fantasmas, cuya mirada penetre hasta lo mas recóndito del alma; difícil nos será conservar alguna serenidad en su presencia: solo su vista será suficiente para aterrarnos; y de seguro, que apocarán nuestro espíritu hasta su ínfima humillacion, en ese terrible instante, en el que al acercarse á nosotros, nos presajien con un lenguaje, desconocido hasta entonces, que tras el postrer ¡adios! al mundo nos hallaremos presentes en el tribunal del Juez Supremo. Si retumbarán esas palabras en el fondo del alma! De que pavorosa manera, nó vibrarán en todo nuestro ser! Aunque la ceguedad de la soberbia humana se retuerza en sus esfuerzos, para nó comprender aquello, por mas empeño que se ponga, nó podrá suceder así: en ese trance sinpar, mal de su grado, ahí estará siempre la conciencia, para servirle al mísero mortal de desapiadado y minucioso intérprete. En ese acto, por mas que se tenga un orgullo que siempre haya salido triunfante, de toda prueba terrestre, ante aquella última prueba, difícil será que nó desmaye. Nó habrá sutileza de sofisma que nos dé el vigor necesario, para escuchar inpávidos nuestra sentencia. Y si, durante el curso de la vida, nó hemos pensado en pagarle á la Divinidad, ese tributo del alma que se llama oracion; si nunca los actos relijiosos han merecido la mas lijera consideracion, de parte nuestra; y si jamás nos hemos cuidado de atender á la voz de Dios, cuando nos ha llamado hacia El ¡ay! cuán cruel y desgarrador nó será ese fatal momento! Que de siglos de angustia y de dolor, nó se condensarán allí!.. Si así le pasa al hombre malo y descreído, en aquel instante único en la vida, es muy lójico suponer, que ese mismo instante supremo nó pueda ser jamás igual, para el hombre relijioso. Sin duda alguna que, á ese hombre afortunado, la Relijion le mitigará la pena de tan doloroso trance, por medio de la dulcísima y consoladora voz del sacerdote que le ayuda, á separarse de este mundo con santa resignacion, y casi con el deseo del viajero cansado, que al fin de muchos trabajos llega á su propio hogar; y en verdad, que nunca en el ejercicio de su sagrada mision, se presenta mas digno el ministro del Altísimo, que al ausiliar á un moribundo. Entonces, nada hay en la tierra, que merezca ser comparado con él. En ese acto, el sacerdote es el precursor del ánjel que recoje el último aliento, del que muere como bueno; y él es tambien, el que al desfallecido agonizante le lleva el convencimiento de la realidad de la salvacion, aún al desvanecerse la última esperanza. Dichoso mil veces, el que así pueda morir! Cuando la muerte se llegue á cobijarlo bajo sus alas silenciosas, su despedida del mundo será sin gran sentimiento; y quizas, al volar el espíritu feliz de aquella criatura, le imprima en el semblante á su cadáver, las huellas del que goza de un sueño de delicias.... Esto era lo que creía la buena mujer, que le iba á proporcionar al enfermo con la venida de un sacerdote; y por eso fue que, aún á riesgo de hacerse odiosa, llevó su exijente solicitud á tal estremo. Y tampoco hubiera sido justo que dejase escapar tan premiosa oportunidad, á su verdadera caridad cristiana. Su celo católico jamás se lo hubiera permitido. Sin embargo, por la creciente gravedad que á cada instante iba dominando al enfermo, aquella bendita esperanza parecía hacerse ilusoria. Pedro nó regresaba con el piloto, que debía conducir á puerto seguro el alma zozobrante de Javier. Por otra parte: el tiempo corría con la rapidez que siempre acostumbra, cuando mas se le necesita. Cada momento era mayor el ansia de la pobre asistenta, y Sancho se desesperaba, entrando y saliendo, por ver si conseguía divisar á Pedro, para hacer que se apurase. Cualquier paso que sentían resonar en las baldosas del patio, era á menudo una esperanza, que casi al nacer moría. Luego que alguna sombra oscurecía la puerta del cuarto, en el acto se figuraban que tras ella debería presentarse Pedro; pero muy pronto salían de su error, al convertírseles su ilusion en muy diferente realidad. Que minutos tan largos eran aquellos! Por los precipitados latidos del corazon parecían medir el precioso tiempo que se perdía, para nó recuperarlo jamás; y el pesar y la inpaciencia se redoblaban á cada momento, al ver que nó parecía ninguno de los dos que con tanto anhelo se esperaban. Sumamente acongojada, la buena mujer, hacía, de cuando en cuando, algunas esclamaciones llenas de dolorosa opresion; y el desesperado Sancho se mordía los labios y se paseaba de arriba abajo, sin saber que hacerse con sus manos, pues tan pronto las tenía en los cabellos, ó el chaleco, como en los bolsillos del pantalon. Mientras la una poblaba el aire con sus lamentaciones y suspiros, el otro parecía querer rasgar la alfombra del cuarto, con los tacos de sus botines. Nó podía ser mas trabajosa su situacion. Así se pasaron mas de treinta-i-cinco minutos, por reloj, y en ellos tuvieron lugar muchos actos de mímica nerviosa, á la par que diversas esclamaciones, ya de sentimiento ó de fastidio; hasta que al fin, la suerte quiso traerlo á Pedro, juntamente con un sacerdote de venerable aspecto y de muy simpático semblante. Ocioso sería decir, que la entrada de aquel tan deseado varon fue, para todos, un episodio halagador, una especie de arco-iris despues de la tempestad, pues que lo recibieron como al santo advenimiento; y á fin de que nó perdiera su precioso tiempo, inmediatamente se le hizo saber el estado de inaccion y decadencia en qué se hallaba el pobre mayorazgo. Entonces, sin siquiera tomar asiento, en el acto les pidió el recien venido que lo llevasen donde el paciente; y en pos de aquellas palabras, con dulce y benévola sonrisa les ofreció que todo se arreglaría con tranquilidad, y del modo mas eficaz. La cuidanta, accediendo gustosísima á su solicitud, con presteza condujo al sacerdote á la cabecera del que tanto lo necesitaba, y al mismo tiempo todos se apresuraron á salir del cuarto, dejando libre el campo á los dos únicos comprometidos, en esa tan tremenda lucha. Y como ni Ud. amado lector, ni yo tampoco, tenemos salvoconducto para mezclarnos en vidas ajenas y, mucho menos, para saber de lo que se trató en aquella confesion; creo que Ud. tambien, tendrá la bondad de retirarse junto conmigo, lo mismo que los demas asistentes de Javier, y permitirme, de una vez, que le ponga un punto final á este triste, mortificante y pesadísimo capítulo. XXXI. PERCANCES MATINALES. La noche se escondía junto con las lechuzas y murciélagos, al presentarse una fresca mañana de Setiembre, apagando á las estrellas. Solo á Venus se la distinguía todavía; pero ya indecisa, entre ser y nó ser. Cual hermoso brillante, perdido allá en el azul del cielo, poco á poco, iba disminuyendo su vivo centelleo al avanzar de la luz; hasta que al fin, vacilante en su lucha con el dia, zozobró y se volvió nada, cuando el rubicundo Febo salió de bastidores, á lucirse muy ufano al hemisferio occidental, con todo el aparato y relumbrones de un buen Carlos V. de Ernani, en La volontá del ciel sará la mía! Soberbio estaba el chico! El efecto que hizo, fue teatralmente majestuoso. Cualquier artista lírico, nó malejo, le habría envidiado su pompa deslumbradora, al aparecer en la escena de aquel dia. El, solo, sin mas casco guerrero que su frente de fuego, y sin otro manto imperial que el horizonte de oro y zafir, orlado de soberbios y brillantes picos, estaba soberanamente espléndido. Casi encantador! Y tan buen mozo y atractivo lo hallaron las blancas nubecillas, en ese su debut matinal, que todas se sonrojaban al gozar de su mirada, cual muchachas pudorosas que en la mejilla sentían el primer beso de amor. Y él.... las dejaba sonrrojarse. El dia se presentaba, pues, lindísimo al nacer. A un cielo completamente sereno, lo llenaba de luz, y á la tierra, de colores y de aromas; y los alegres pajarillos, reventando de placer y de alegría, daban al aire sus mejores cánticos, cual si entusiastas aplaudieran al Autor de tanto bien. Todos ellos cruzaban la bóveda celeste en distintas direcciones, con los picos bulliciosos y las alas que batían con loco frenesí. Sus gorjeos nó cesaban un instante. Parecían empeñados en celebrar una gran fiesta. Y todo aquel gozo y algazara que bullía por doquier, nó era mas que la pobre gratitud del movimiento vital, que sobre los rayos de la luz naciente volaba hasta el trono de su Creador!.... Sin duda que ese tan grande entusiasmo, que ostentaban las aves por los aires, debió de contajiar á sus prójimos del suelo, cuando á lo mejor del armonioso jolgorio, tomó parte en dicho concierto, de pico, un célebre gallo que criaba Celia, cantor y desentonado como el solo, ó como muchos cantantes dignos de un tapon bien puesto. Al oír su patrona aquella voz chilladora, tan conocida y penetrante, cual movida por un terremoto, inmediatamente echó á volar la cama; y sin pensar en polleras, ni un solo trapo mas con que vestirse, puso los huesos de punta, metiendo los calurosos piés en unas chinelas de paja. Mas como la llamada de aquel despertador de tanta cuerda, siguiese taladrándole los oídos á su regalado gusto, al instante recordó que las emplumadas odaliscas de ese gran turco de cresta, ya que nó de media luna, deberían estar en ayuno de monjas en penitencia, sin probar ni sal ni agua; y desde que uno de los preceptos caritativos, manda que se dé de comer al hambriento, y otro, que se le dé de beber al sediento (siempre que nó sea borracho). Celia, en el acto resolvió cumplir con esa filantrópica obligacion, que ya mucho tiempo se le había impuesto. A su natural sencillez y su descuido campestre, nó se le hizo necesario mas vestido para salir, por la mucha precipitacion que tenía; y por esa tan apremiante circunstancia, así en camison como estaba, se llegó á la boca de un saco de maíz que se veía parado en un rincon del cuarto, y en la falda echó algunas libras de aquel grano para darles el infalible desayuno á sus gallinas. En seguida, con mucho tiento y muy poquito á poco, fue abriendo la puerta de su cuarto y, todavía con mas cuidado, sacó media nariz y luego un ojo, para observar si había alguien en el patio que, por casualidad, la fuese á ver, tan de trapillo absoluto; y como despues de varios y prolijos vistazos, en todas direcciones, hallase aquello completamente desierto, nó tuvo inconveniente para proceder á cumplir con su obligacion marinal; y así, sin preocuparse de su grotesca facha, salió llevando su carga y cantando en voz muy alta, pero muy desorejada: Aprende niña critiana Lumirdá de la gayina. Que saben comer poroto, Si nó le án cosa fina. Aprendé deya tamien, A vivir siempre contenta, Anque traiga tu mario Otra que nó taga cuenta. Y aprendé lo que querai, Que nó merezca ser malo, Porque tonse, mujiercita, Tarán cariño con palo. Sinos que lo igo er cura, Que sabe tanto latin, Y verí como te ice Que tras er pan yega er pín. Y al concluir su disparatada cancion, largó la guasa tan estrepitosa carcajada, que al momento mereció los honores musicales de un soberbio y muy bien cacareado coro, con el que las gallinas recibieron á su apetecida patrona, bajo el dintel de su corral. La ovacion fue, pues, espléndida; y Celia, cual patria agradecida para con sus hijos predilectos, sobre la marcha principió á roséarles el grano, á puñados, á esas inpertinentes vocingleras; mas como, á la vez, algunas atrevidas le brincasen á la falda, haciéndole derramar gran parte de las provisiones que llevaba, y otras, por alborotadas ó románticas, le picoteasen las rollizas pantorrillas para quitarles las moscas; ella, al fin y al cabo, sin poder soportar mas tiempo tan punzante desacato, furiosa les arrojó todo el maíz, y dando en el acto un gran salto á retaguardia, salió precipitadamente del corral. Sin darles ni siquiera una mirada de desprecio, á esas desconsideradas glotonas, muy lijera cerró la puerta del gallinero, pasándole el cerrojo; y despues de curarse con saliva los araños y picotazos que había sufrido, á todo viento se puso á sacudir, en el patio la parte del camison que se le había empolvado, con el poco de maíz que les llevara á sus gallinas. Probablemente creyó aquello de indispensable necesidad hijiénica. Y engolfada estaba Celia en la crítica operacion de sacudir, á mas y mejor, el polvo y la paja que se le quedó pegada á la falda, cuando, al hallarse en el cenit de su entusiasmo batidor, siente la voz de Casimira que le grita: —Ah! guasa desvergonzada! —Y ca sucedió pú, pa tanta buya? preguntó Celia muy tranquila, dejando el sacudimiento y encojiéndose un tanto á la vez, para quedar cubierta del todo. —Que ha sucedido! que deberías hacer esas cosas en tu cuarto y nó á la luz del dia; replicó con aspereza Casimira. —Ta güeno! Como si yo juera lesa paserla ayí! —Es que las pulguientas como tú, solo se deben sacudir en su cuarto, y nó en otra parte. —Onde habei veído la purga que yuí botao? ....Si mereciera nó má mirar un poquito ma mejor nó me iría á mí ná deso. —Cállate, pulguienta, malcriada! —Ya se luí icío, mi jiefe, que nó son purga lo quí sacudió, sinos otra cosiya ma güena. —Y que son, pues, entonces? preguntó fastidiada Casimira. —Son... son.... cómo se ice? —Acaba de una vez, guasa embrollona! —Son la pajita y er porviyo der maí que lí dao á la gayina; contestó Celia precipitada, sobándose otra vez la pantorrilla con saliva, para mitigar el ardor de los arañazos. —Y por qué nó te pusistes, siquiera, una enagua adebajo, para hacer eso? —Dende que naiden mabiá de ver! esclamó Celia, encojiéndose de hombros. —Y yo acaso soy naiden? preguntó Casimira, con cierto tono y ademanes de burla. —Nó mi jiefe, repuso Celia; uté nó pué ser naiden, sinos la mitá é naiden, dende que.... solo mira con un ojo! y al decir las últimas palabras, soltó la carrera y la risa, á la vez, sin parar hasta su cuarto. —Ah! guasa bribona! le gritó entonces Casimira, y dando furiosos manotones al aire, corrió tras ella lo mas lijero que pudo; pero antes de que la perseguidora llegase á tocar á Celia, esta le dió con la puerta en las narices, echando llave por dentro. —Ya te compondré yó, guasa sinvergüenza! esclamó despechada de rabia la camarera dándole sendos golpes á la puerta cerrada, ya que no se los pudo dar á la muchacha. —Y auté quen me la va á componer lotro ojo futre tan encolao? preguntó Celia, detras del parapeto de su puerta. Felizmente, Casimira nó se apercibió de lo último que le dijeron y, sin detenerse mas tiempo en esa puerta, siguió en su escursion de revista matinal, para hacer que toda la servidumbre de la señora condesa estuviera en su puesto, cumpliendo con sus obligaciones respectivas. De la puerta de Celia, á trancos largos se dirijió á la cocina para ver los preparativos del almuerzo, y allí halló la tuerta tanto fuego, como el que tenía en el ojo huéro. —Que desvergüenza! esclamó la soberbia Casimira, con un zapateo que nó era de Cadiz, sino de cólera; y bramando por aquel gravísimo descuido, sobre la marcha jiró á la izquierda, para ir á tomar al trote y por asalto al cocinero. Ramon, que por sus caritativas correrías nó había pasado la mejor noche que digamos, se hallaba roncando á pierna suelta en su cama, al nivel del suelo; y sus narices de mojinete hundido hacían un ruido de carretas en mal empedrado, cuando, en eso, entró la furibunda Casimira para verle una pata al aire, igualita á pescuezo de tortuga por lo negra, tosca, seca y arrugada. —Levanta negro perezoso! le gritó la camarera, saludándolo á la vez con un soberano puntapié. Sin embargo, ese cariño nó le hizo mas efecto al negro, que hacerle encojer la pata y se quedó mejor que antes. —Hasta cuando quieres dormir? volvió á preguntarle muy altiva Casimira, descubriéndole la cabeza al desgraciado durmiente. —Nó me quite la cama mi amita que me va desfiá! esclamó Ramon algo molesto, al sentir el aire fresco en la cara; y dándose media vuelta á la pared, tornó á taparse y acomodarse, mas confortablemente de lo que había estado. —Pues nó faltaba mas! gruñó Casimira á semejante faltamiento; y asestándole, al pobre negro, otro puntapié mas enérjico por las costillas, le gritó esa vez: arriba holgazan! que ya es tiempo de poner el té y el caldo para la señora. —Caramba con eta tierra, que tiene sabandija tan brava! esclamó entonces Ramon; y sentándose en la cama con las manos cruzadas, le dió una mirada muy tierna á Casimira. —Pronto, breve y lijero, á su cocina! vociferó la camarera inmediatamente, obsequiándole todavía, con un feroz pellizco en el hombro al enternecido cocinero; y jalándolo al mismo tiempo de la manga de la camisa, casi lo saca de la cama. —Pero dejemé ¡porió! rezá un poquito sumesé, pa que me libe mi pare san Benito, de la mala tentacione que metá dando co su jalone; suplicó el negro blanqueando los ojos, al dejar caer tristemente la jeta en actitud muy piadosa. —Primero es la obligacion, que la devocion; observó la cruel Casimira, sin que la enterneciera en lo mas mínimo el humilde ruego de Catiya. —Entose sumesé nó quiere que yo rece: ta bié; así se lo voy á decí á mi amita la señora condesa, y si su caldito de gayina no le guta, yo le diré tamié que uté tiene torita la cupa; poque nó quiso que me libase de la mala tentacione, que á vece me sabe vení po la mañanita.... Que nó sarrepienta sumesé de lo que taciendo! Que nó sarrepienta! —Levanta negro mentecato! esclamó Casimira, dándole un repelon final al exijente devoto de san Benito; y, en seguida, salió muy lijerilla á fastidiar á los demas durmientes, de la casa, que se hallaban bajo sus órdenes. Ramon, sin dar lugar á otra amonestacion ni de palabra, ni de hecho, se rascó á su gusto la enmarañada peluca, estiró los brazos hacia todos los puntos cardinales; y sin otras manifestaciones de tierna despedida á su muy amada cama, inmediatamente se puso á vestir, para dedicarse prontito á la muy alta y delicada mision que se le tenía encomendada. Casimira siguió impertérrita en su odiosa tarea, hasta poner en pié á toda la servidumbre, desde el gran señor de la puerta principal, hasta el último pinche de cocina; y de que los tuvo á todos con los huesos de punta y en activo movimiento, satisfecha se dirijió á su tocador á hacerse el moño de rosquete, para permitirse tener el honor de darle los buenos dias á su señora Amalia, á la primera palabra, tos, quejido, ó estornudo, ó cualquier otro sonido que sintiese. En efecto, con esa preocupacion y con la oreja muy lista, dió principio la camarera á hacerse la toilette; y desde que fuese de vista tan certera para notar en el acto los defectos, nó tardó mucho tiempo, ni tampoco le dió gran trabajo su tocado, por la pobrísima sencillez á que se había quedado reducido. En pos de dicha operacion indispensable para presentarse ante los ojos de la condesa, casi de perfil se atrevió á mirarse en el espejo; pero al ir á hacerlo á toda la cara, al instante se dió la media vuelta, arrepentida de su antojo, prefiriendo mas bien el entretenimiento de surcir calcetas, mientras despertaba la señora; y como lo pensó, así lo hizo; pero cada vez que se encontraba con algunos puntos menudos, ya fuese por nó distinguir bien los hilos, ó por que á veces recordara á su difunto, nó podía precindir la tuerta de esclamar, de cuando en cuando, muy sentimentalmente: —Ay!!! Pocoveo! Pocoveo! En esas operaciones de teje que teje estaba la tejedora, y ya harían mas de dos horas que despachaba calcetas y suspiros en todas direcciones, cuando le pareció sentir una de las orijinales y conocidas llamadas de la condesa. En el acto cesó la aguja en su ejercicio, y la camarera se levantó contentísima; pero fatalmente, aún antes de que hubiese tenido el honor de tocar el lujoso cortinaje del lecho predilecto, vió que todo fue ilusion; que todo se disipó! porque así se lo hizo comprender un prolongado ronquido, con que le obsequiara su señora. Ese aviso la obligó á contramarchar de puntillas, al instante. De regreso otra vez, con mas empeño tornó á su económica labor y, entonces, nó pasarían quince minutos de aquel provechoso entretenimiento, cuando ¡tas! creyó volver á oír su nombre. Oh! que grata sensacion fue aquella! Al momento, sacudiéndose las polleras, voló Casimira á presentarse á la condesa, mas por desgracia la halló con un tartamudeo inpertinente, á consecuencia de su catarro crónico; y por la precipitacion con que quiso descargar un estornudo y pronunciar, á la vez, el nombre de su camarera, resultó que la desesperada señora dijo: —Caca .. si sí .. mira! —Que ha sucedido mi señora condesa? preguntó muy azorada Casimira al oír tan incoherentes palabras, arrugando al mismo tiempo las narices, con cierta mímica interrogativa. —Nada! Nada! Y á qué te asustas? pudo decir al fin, con claridad la señora; cuando se sintió ya mas socegada y menos mortificada por los fatales estornudos, que nó la dejaron hablar debidamente. —Porque creí que su señoría me instaba, á que yo le mirase algo extraordinario que le había sucedido; repuso bastante acobardada la oficiosa camarera. —A mí? volvió á preguntar con asombro la señora Amalia. —Sí: á su señoría, mi señora condesa; y nó pudo menos de sorprenderme, que á su señoría le sucediera tan orijinal percance; afirmó Casimira, con mucha gravedad. —Pues solo te llamé, y ni he pensado en decirte nada, concerniente á mi persona; repuso tranquilamente la señora; y sin querer entrar en mas averiguaciones, en seguida le pidió á su camarera que la ayudara á vestir con toda la precaucion posible, para que el aire nó la fuese á resfriar y le prolongase el inpertinente catarro, que ya tanto tiempo la molestaba. Inmediatamente, Casimira procedió á cumplir con lo mandado; y á fin de nó contribuir á la mas lijera indisposicion de tan delicada existencia, tuvo que estar casi conteniendo el aliento, mientras duraba la crítica operacion de vestir á tan quisquillosa dama. Y la susodicha tarea nó dejaba de tener sus peligrosos inconvenientes, pues cuando nó le ponían la ropa á la señora, segun el orden que ella tenía dispuesto, allá iba en el acto, tras un grito, un coscorron y tras este, un arañazo de dejar buenos recuerdos. XXXII. EL DESCUBRIMIENTO. Por fin, en pos de muchos trabajos y de sufrir resignadamente sendos gruñidos y pellizcos, de parte de la señora Amalia, la camarera pudo acabar con su azarosa tarea de vestir á esa especie de mujer, que ya nó era ni carne, ni pescado y ni para esta, ni de la otra vida. Una vez en planta la noble señora y con los crespos hechos á su soberano gusto, inmediatamente tomó asiento junto á la mesa de su dormitorio, donde le trajeron un caldo clásico de la mejor elaboracion culinaria; y despues de algunos ruidosos sorbos, con los que diera fe absoluta de la sabrosa suculencia del gran caldo, se deshizo en los mas entusiastas elojios á Ramon, y así prosigió en su encomiástico discurso, hasta la última cucharada. En seguida despachó por el mismo camino, una regular porcion de espumoso y aromático chocolate, y antes de llegar al fondo de la dichosa taza, cuyo contenido tanto placer y vida le diera, le ordenó á su sirvienta que fuese á ver si había despertado su sobrina; y que, si esta se hallaba en pié, le dijera se dignase venir al momento, para tratar con ella á solas, respecto á los últimos arreglos de la muy próxima fiesta. En el acto partió el heraldo de la señora Amalia, echando cierto trotecillo sacudon de cincuenta y tantas navidades, y maquinalmente tomó su camino hacia el cuarto de Isabel; mas pensando, á los pocos pasos, que las consideraciones que se merecía la señorita nó le permitían proceder directamente, luego varió de rumbo y, por razon de gobierno, vió que le era indispensable tramitar aquel asunto segun la usanza oficial, dando el acostumbrado rodeo por el cuarto de Celia, pues á esta le correspondía ser el conductor intermediario en ese caso. Como lo pensó, así lo hizo Casimira; y al ver Celia á ese jiefe de mal agüero en el umbral de su puerta, nó dejó de darle su poco de miedo y una muy temblorosa sacudida de nervios, temiendo por las consecuencias de la disputa matinal; pero, felizmente, aquella desagradable sorpresa nó le duró gran cosa, pues pronto pudo serciorarse de que la camarera nó era entonces mas que un enviado extraordinario para entenderse con ella, respecto á las relaciones amistosas entre la señora y su señorita. Adquirida esa confortable conviccion, en el acto le pasó su susto de subalterno, volviéndole el alma al cuerpo por la vía ordinaria; y despues de oír á Casimira con toda la gravedad que requería el acto, ya como quien trata de igual á igual, ó de potencia á potencia, muy entonada le dijo: —Pué si nó tení má, que icir, harí lo má bien en golberte por onde habei venío, porque mi señorita miá icio quiba á leyer toita la janta noche un libro mu inplincao de...de...de la maquinaria, y por lo mesmo miá encargao pa que naiden la dispierte, ni la veya por contao, sinos de que ya seté pasando er medio dia. —Mira que si mientes, te puede ir muy mal; observó Casimira, levantando el índice en señal de amenaza. Ten mucho cuidado con lo que dices, porque la señora condesa tiene ahora grande urjencia de hablar con su sobrina, de un asunto que le importa demasiado. —Y que limporte ú nó limporte, á mí que mimporta pú! esclamó Celia encojiéndose de hombros, y poniéndose las manos en las caderas, con insolente descoco. —Conqué, de veras, te ha dado ese encargo la señorita? —Dende casí lo igo, así no má será pú. —Entonces tendré que decirle á la señora condesa, que ahora nó se puede ver á la señorita Isabel, porque ha pasado mala noche; se dijo Casimira, dándose la media vuelta para emprender su regreso. —Eso nué así mi jiefe, observó Celia jalándola del saco. Dende camí mesma miá icío lo der libro, y naíta má, pa que dir con cuento pú, de que si pasaría noche mala, ó noche güena? La cerdá intautita se ice. —Que guasa tan bruta! esclamó Casimira. —Y vó?....que niña tan habilíosa! le contestó Celia con el mismo tono; y ambos plenipotenciarios se separaron disgustados de su importante conferencia, yéndose Casimira á poner en conocimiento de la señora Amalia, la desgraciada contestacion que le había dado Celia. —Esas malditas novelas me la van á poner mal á Isabel! esclamó la condesa al oír la inesperada nueva, y luego añadió con cierto aire profético: Si! Esa lectura divertida tomada con tanto ahínco, hace mucho, muchísimo daño, pues que tarde ó temprano concluye por trastornar el cerebro y, especialmente, el cerebro joven. Pero ya tendré yo buen cuidado de advertirle á su marido, que no le permita ver mas libros que el de misa y el del edificante Padre.... Ajenjo. —El padre Jaen, dirá mi señora condesa; observó Casimira. —El padre Jaen, pues digo; replicó la porfiada señora. —Entonces dice muy bien, mi señora condesa; añadió Casimira, haciendo una venia muy pronunciada. —Yo tambien lo sé! repuso molesta la señora; y debes de comprender que nó necesito que tú me lo digas, ni menos que me des tu aprobacion, para saber si yo hago ó digo bien. —Eso es muy positivo mi señora condesa. Y que haremos, ahora, en este incidente casual, que así viene á contrariar sus nobles y caritativos deseos? preguntó la camarera, con toda la humildad que solía aparentar en ciertos lances. —Ya que nó podemos ver á Isabel, nó hay mas que esperar con paciencia y ocuparnos en algo útil, mientras despierta esa dormilona: tú te ocuparás en remendar la ropa, y yo...en verte remendar. —Como lo manda y lo dispone mi señora condesa, así se hará, repuso Casimira; y ambas mujeres se resignaron á cumplir con lo pactado, hasta que se levantara Isabel. Por otro lado, Celia que nó era afecta á estarse de papamoscas ni de mano cruzada, tambien se entretenía, por ese mismo tiempo, en revolver los trapillos de su baúl y coser á ratos, con acompañamiento de su perverso canto; pero al oír las doce del dia, dejó su ocupacion y parándose sobresaltada, esclamó: —Ay! Jesú! Como sianda corriendo er tiempo, que paise un arrancao!.... Vamo á ver si tuavía duerme la señorita. Y diciendo y haciendo, en el acto salió presurosa de su cuarto; y al ir andando muy despacito por el corredor, nó dejó de soplarse su buena sorpresa, cuando al aproximarse al saloncito de Isabel, encontró la puerta abierta; mas atribuyendo, luego, aquella circunstancia extraordinaria á un descuido de su señorita, inmediatamente se llegó á cerrarla con mucho cuidado para nó ser sentida, diciéndose á la vez: —Por mi maire la Maudalena, que la letura me paise como si juera cosa der cornúo!....Ahí tá pú. Por ese libro que me lambrujaría á mi señorita, ni siá cordao de cerrá su puerta toíta la janta noche, como la jiente honrá; que si juera notra casa, quen sabe si me la piyan lo lairone y.... En esa parte de su monólogo reflexivo estaba Celia, cuando sintió otra vez la penetrante voz de Casimira que la llamaba con imperio. Al instante contramarchó, partiendo á toda carrera para ver lo que ocurría; pero notando al punto, que la camarera regresaba con la misma cantaleta, de volver á preguntarle si aún dormía la señorita Isabel, Celia tambien le volvió á contestar lo mismo que le había dicho antes; y tan luego que vió alejarse á Casimira, tornó á darle á la aguja, con la pericia de una buena costurera, y al bullicioso pico cual eximia cantaora. Mas por el empeño que tenía en su costura, así como el agua que se precipita al formar una cascada, así tan rápido se le pasó el tiempo á la pobre muchacha, sin que adelantase gran cosa en su entretenida labor; y, cuando menos lo pensó, sonaron las dos de la tarde, juntamente con la voz de Casimira, reiterándole otra vez las órdenes de la señora, en cuanto á la suma urjencia que tenía, de hablar con la señorita Isabel. —Deverita! deverita! esclamó Celia, saltando de su asiento y botando á un lado la costura. Ya me paise má que sobrao er tiempo pa dormí; y yo que, por cosé, mabía orvidao yevarle arguna cosita parmorzá á mi señorita. Volandito, vamo agora mesmo á ver lo que la sucedió, pa merece dormí tantimo, como me paise que siá dormío la señorita. Al momento, y á trancos largos, marcharon las dos esploradoras hacia las habitaciones de Isabel, y Celia abrió la puerta del saloncito, dejando en el dintel á Casimira. En seguida, muy cuidadosa pasó á abrir la mampara del dormitorio y, al verse en una oscuridad completa, con mucho tiento, y los brazos estirados para nó tropezar en los muebles, se dirijió la muchacha á despertar á su señorita. Por repetidas veces la llamó, y algunas en voz bastante alta, moviéndole el catre al mismo tiempo; mas al nó obtener respuesta, ni tampoco sentir la mas leve respiracion en el lecho que tanto sacudía, precipitadamente corrió á abrir una ventana, para serciorarse de aquel silencio misterioso. Entonces, penetró la luz; y al ver desierta la cama de Isabel, tan grande fue la impresión de su amorosa criada que, sin saberlo, lanzó un grito de agudísimo dolor, cayendo en el acto de rodillas junto á la cama de la que tanto quería. Aquel grito penetrante la hizo volar á Casimira en socorro de Celia, y al ver que lloraba sin consuelo, regando con abundantes lágrimas el intacto y blanco lecho de su señorita, todo lo comprendió; y si en ese momento se quedó perpleja, ante el pesar de la muchacha, nó por eso dejó de comprender inmediatamente, el gravísimo sufrimiento que se le esperaba á su señora. Así permanecieron ambas mujeres, por gran rato, sin pronunciar una sola sílaba: la una, de rodillas, sollozando al pié de la cama de Isabel y la otra, convertida en autómata, jirando la cabeza en distintas direcciones; hasta que al fin, de que apenas pudieron salir de su atolondramiento, Casimira le indicó á Celia, que había necesidad indispensable de revisar los dos cuartos minuciosamente, para ver lo que faltaba, y darle parte de lo sucedido á la señora condesa. La pobre muchacha, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma, se puso entonces de pié, limpiándose los ojos y mejillas con su tosco delantal; y en seguida, las dos sirvientes procedieron á la obra del rejistro, con todo el cuidado y prolijidad escribanil. Como les pareciese conveniente principiar por el dormitorio y concluir por el saloncito, así lo hicieron; y despues de media hora de aquel minucioso examen, quedaron convencidas de que Isabel había dejado todo cuanto poseía, pues sus cómodas y roperos estaban sin que les faltase una sola prenda, lo mismo que su elegante y lujoso cofrecillo; y solo fue al concluir aquella prolija requisitoria, que se fijaron en la carta que dejó la joven, sobre la mesa central del saloncito. A Celia le cupo ser la descubridora, y quien primero la tomó. —Que es eso? preguntó al momento, Casimira. —Una carta cerrá. —Ah! es para la señora condesa! esclamó la camarera al fijarse en el sobre; y quitándole la carta inmediatamente á la muchacha, con voz imperiosa añadió: A mí me corresponde entregar esto, ahora mismo, á la señora, para que sepa lo que ha sucedido de la señorita Isabel, y que vea lo que será conveniente hacer en favor de ella. —Y carán pú? preguntó tristemente Celia. —Ya lo verás! ya lo verás! repuso Casimira; y ambas sirvientes se retiraron, llevándole la inesperada nueva á la inpaciente señora Amalia. XXXIII. EL DELIRIO. Con aquella carta que Isabel dejara sobre la mesa de su saloncito, algo temerosa se presentó la camarera á la condesa; y la desconsolada Celia, que maquinalmente la había seguido, se quedó parada junto á la puerta del salon. —Y que fue de mi encargo, Casimira? preguntó la señora Amalia al ver entrar á su sirvienta. —Nada, mi señora condesa, nada; repuso la aludida, sin levantar la cabeza. —Cómo, nada? Que quieres decir con eso? —Que vea su señoría lo que hay aquí; contestó Casimira, temblándole la mano al alcanzar la referida carta á su señora. —Pero si yo nó te he pedido carta, sino que me traigas á Isabel; observó la condesa muy molesta, estrujando el papel en una de sus manos. Yo quiero ver á Isabel. Que es de mi sobrina Isabel? ....Por qué nó viene? Que le pasa? Que ha sucedido de Isabel? preguntó precipitadamente la señora. —Ahora nó puede venir la señorita Isabel; contestó Casimira en voz muy baja, y con el tono mas humilde que pudo modular.. —Y por qué nó puede venir? Volvió á preguntar con precipitacion convulsiva la señora, levantándose de su asiento, cual movida por un golpe eléctrico. —Perdone mi señora condesa....perdone, porque....porque: balbuceaba la camarera, sin atreverse á dar la dificultosa noticia. —Acaba, demonio! le interrumpió desesperada, la condesa. —Porque me parece... yo supongo..yo creo.. —Que crees, imbécil! —Que... que la señorita... nó está en casa; se arriesgó al fin á decir, seca y llanamente, Casimira. —Nó... nó... nó está?.. nó está en casa: eso es lo que has dicho? preguntó tartamudeando y perdiendo á la vez el color, la tía de Isabel. —Perdone su señoría, que por ahora, así sea la verdad; como se lo dirá, también, esa carta que le acabo de entregar á su señoría; repuso Casimira con voz temblorosa y apretándose las manos llena de pavor, por la actitud furiosa y el aspecto de loca, que comenzó á dejarse notar en la condesa. —Eso nó puede ser!.. .nó puede ser!...Yo nó quiero que pueda ser! gritó la señora Amalia casi enajenada, al oír las últimas palabras de su camarera; y al mismo tiempo, como látigos cayeron los finísimos dedos sobre la frente cadavérica, crispándose luego, instantáneos y violentos, junto á las descarnadas sienes. La idea de nó tener ya mas á Isabel, bajo su poder, la convirtió en el acto en la personificacion de la ira. Lívida de cólera, los labios blancos y temblorosos, la pupila jiratoria, los ojos inyectados de sangre, la ceja arqueada de siniestro modo, y con todo el semblante horriblemente alterado, hechó en ese momento la cabeza hacia atrás, para que la rabia le arrancara los cabellos, y sus largas uñas penetrasen hasta el cráneo. Pobre mujer! Quizás en su loco frenesí pretendía la insensata, que con la misma facilidad con que se arrancaba el pelo, tambien podría arrancarse del fondo del cerebro, la terrible verdad que se había depositado allí. Vano intento! Desgraciada ilusion! Esa verdad siempre tenía que subsistir, á pesar suyo. Y lo que la atormentaba mas á la infeliz, era que el mayor esfuerzo de su deseo, nada podía hacer en satisfaccion de su propio orgullo. Todo era efímero, para librarla de la martirizadora plancha de fuego, contenida en aquella terrible idea! Todo era inútil! La desesperación nó hacía mas que recrudecer su tormento, avivando la llama iracunda que la devoraba. Entonces la inpotencia le dió vigor á la lengua y su dueño la desató furiosa, arrojando de sí un torrente de maldiciones y blasfemias, que llenaron de espanto á sus tímidas sirvientas; y cuando le vino una ráfaga de mediana lucidez, que un tanto calmara aquel delirio, la señora, todavía con cierto aire aterrante y voz que bramaba de despecho, así prosiguió: —Ah! miseria humana!..Felicidad!..Felicidad!..Donde estás, que nunca te he visto?..Donde te escondes?..Ah! maldito fantasma que se persigue por toda una vida, para nó hallarlo jamás!....Tú nó debes existir sino en la mente visionaria, porque nó eres mas que una fatídica invencion de la necedad humana, para atormentarse así misma....Oh! rabia! Por qué soy tan poco?... Que nó tenga rayos ni lengua para lanzarlos á mi antojo!...Por qué la vista nó llega hasta donde alcanza el deseo?....así el mortal, quizá nó sería tan pequeño como en realidad es.... A trueque de cualquier martirio, quisiera ahora tener el poder suficiente, para arrancar á esa pérfida del oscuro rincon donde se oculta....Quien pudiera hacerla trizas entre sus manos!...Cómo nó me es dado desmenuzarla y volver á darle vida, para vengarme á mi deseo y castigar, cual se merece, su negra ingratitud...Oh! esta inpotencia me devora, es horrible.... es un suplicio desesperante....es un suplicio sin nombre!....Por qué, en compensacion de tantos males que agobian la existencia, nó se le concedió, siquiera, la gracia de perfecta prevision al pesado y torpe mortal?...Y todavía, su campo de accion es tan reducido y tan lleno de inconvenientes que, hasta en la cima de sus placeres, siempre hay algo de la hiel del desengaño....cual hijo maldito, constantemente tiene que luchar contra fuerzas superiores, aún para conseguir el mas efímero bien.... Nada hay en la vida que al desgraciado mortal le sea fácil!....Porqué, cuando en su espíritu vivaz predomina, con exeso, el deseo del bien ó del mal, ni por obra del cielo, ni por obra del infierno puede ser mas de lo que es?...nunca pasa mas allá de su propia y pequeñísima esfera. Su existencia nó es mas que una tremenda burla! Un sarcasmo!.... Oh! despreciable y raquítica miseria humana que aún para suponerte grande, necesitas vivir de ilusiones!....Para ti, todo es ficción; todo, todo; pues que de la única realidad de que puedes gozar á tu antojo en el mundo, es de la realidad, de la muerte..Todo es contrariedad y dolor en el curso de la vida; todo es malestar; todo sufrimiento; por haber cargado con tan tosco y pesado ropaje, á la vez, al aspirante y lujoso espíritu que nos anima.... Desgraciada combinación de cuerpo y alma!....Que triste caricatura representas, pobrísimo mortal, aún ante tu pobre razon....Tu ridícula existencia nó es mas que una cadena de desengaños y penalidades, que dia á dia se eslabonan desde la cuna hasta el sepulcro; y, para colmo de desdichas, te dieron un alma tan apocada y servil, que por mas que sufras, siempre arrastras humilde y resignado la cadena de tu propia miseria, por pesada y penosa que te sea.... Oh! cuan menguado y despreciable ser!....Talento, poder, riquezas, de que servís, cuando se trata de la realizacion inmediata de una idea, ó de un capricho? Suntuosos juguetes, que tanto halagais á la pueril vanidad del mundo, que sois para satisfacer instantánea y completa una venganza!....Humo, aire, nada; porque así os disipais, ante la pesada atmósfera de la inpotencia humana!....Ah! Indijente humanidad! que siempre vives en un círculo vicioso, alimentándote de quimeras y nada mas! y ni por los años, ni la esperiencia, ni por los sinsabores de la vida puedes ser mas de lo que eres....De que me sirve á mí, haber vivido y haber sufrido tanto, si nunca pude llegar á proveer este horrible desengaño?....Porqué nó he tenido la penetracion necesaria, para evitar el golpe mas atroz de la ingratitud!....Cómo es posible que yo exista, sin que pueda atinar á arrancarme este puñal que me taladra el pecho; este agudísimo puñal, cuyos filos siento destrozarme el corazon!...Oh! inpotencia! inpotencia!....siempre la misma inpotencia! siempre esa inpotencia ¡feliz! de que disfruta el ser racional, para que lo martiricen constantemente, los deseos de la altivez del espíritu!.. Y nó puedo hacer más?...nó puedo alcanzar á mas? .... Maldicion! Maldicion!.... Ah! que rabia!..Me ahoga la rabia!....Oh! demonio! demonio! Si nó eres una ilusion de la mente desesperada; si de veras y realmente existes para seducir al mortal, proporcionándole la satisfaccion que anhela, ven! ven, que yo te necesito; ven en mi socorro; ven, que yo te llamo con toda mi alma!....Nó desdeñes mi ruego; ven, consuelo mío; ven pronto! muy pronto, con la rapidez del pensamiento; ven con tus alas de rayo para que me regocijes, para que me protejas.. ¡para que me vengues! y despues.... despues, harás lo que quieras de mí!.... Satanás! Satanás! Hermosísimo Satanás! líbrame de este martirio y.... soy tuya! Al oír aquellas últimas y desesperadas imprecaciones, Casimira y Celia se santiguaron repetidas veces, y desde ese momento cesó de hablar la señora; pero al mismo tiempo que calló, las venas se le hincharon, los ojos eran dos ascuas, las quijadas le temblaban, y sacudida por un furor diabólico parecía desafiar al cielo, con sus levantadas y crispadas manos; y cuando, todavía, despues de su horrendo delirio, se entreabrieron otra vez los amarillentos labios como para decir algo, apenas si pudo, al cabo de mil esfuerzos, arrancar el mas doloroso ¡ay! á su seca y oprimida garganta. Con la desesperacion del que se ahoga, comenzó entonces á ajitar sus manos en todas direcciones y, á la vez, las abría y las cerraba con convulsiva celeridad, ya para rasgarse los vestidos, arrancarse los cabellos; ó para preguntar con mímica incomprensible, algo que nadie podía decifrar. Horror y angustia causaba su martirizadora locura. Era inposible mirarla con serenidad. Felizmente, para que cesaran de sufrir las que entonces la veían, la señora fue perdiendo el sentido, poco á poco, en su desgraciada pantomima; y cuando estuvo vacilante y casi á punto de venir al suelo, Casimira la tomó en sus brazos y la recostó en un sofá, ordenándole á Celia que le alcanzase almohadones, para acomodarla y contenerla del mejor modo posible. La azorada muchacha obedeció, temblando de miedo; y tan pronto que las fuertes convulsiones la dejaron un tanto tranquila á la enajenada condesa, Casimira principió á ponerle paños de agua de Colonia á la frente, y á hacerle oler con frecuencia ese mismo perfume, empapado en su pañuelo. Por algun tiempo, así continuó la desfallecida señora en una especie de letargo, tan solo interrumpido por uno que otro suspiro que, allá en cuando se le escapaba, forzando apenas la sequedad de la garganta. Despues, muy paulatinamente, fue recobrando el vigor de la vida; y á medida que su pecho parecía tornarse en mar embravecido, en su oprimida garganta se sentía bullir ajitado el ronco estertor del agonizante. Aquello se asemejaba á una lucha terrible, entre la vida y la muerte. Era tremenda, la borrasca que sufría el alma! Sin embargo, despues de pasadas un par de horas de tan angustioso suplicio, la tempestad pareció disminuir en su desapiadada furia; y al hacerse mas frecuentes los suspiros, gradualmente le fueron trayendo la calma, á esa desgraciada mujer. XXXIV. LA CARTA. Por fin, al cabo de un prolongado letargo, se pudieron abrir los ojos de la señora Amalia: con suma lentitud hizo jirar la turbia y apagada vista en derredor suyo, y de que se fijó en Casimira, con voz apenas perceptible esclamó: —Que pasa!.... Que me ha sucedido?.... Quien me ha maltratado tanto?....Siento mi cuerpo tan adolorido, como si me hubiesen colgado de los cabellos para darme de golpes en todo el cuerpo .... Oh! que horrible pesadez la que tengo en el cerebro!....Que decaimiento tan completo!....Hasta el corazon parece que me hubiera cesado de latir....si descansará el pobrecito de alguna tremenda lucha?.... Mi desgraciada cabeza está completamente vacía: sin una idea ... sin un recuerdo, siquiera, de lo que me debe haber pasado .... esto es el despertar de una pesadilla, que se olvida aún antes de abrir los ojos... Me siento cual si recien volviera á vivir; pero obligada á guardarle su secreto á la muerte, con el silencio empedernido del cadáver....Nada; absolutamente nada hay que yo pueda leer en mi memoria; y tan hueca está mi atormentada cabeza, que oigo repercutir el eco de mi voz, lo mismo que si hablara dentro de alguna bóveda solitaria....A veces me abandona todo el ánimo.... y me parece que me siento concluir... así como la gota de agua, que se evapora á la luz del sol...Piedad!....Piedad, cielo santo!....Mi corazon nó despierta: nó tiene latidos todavía.... Pobrecito! cuanto habrá sufrido!...Mucho lo debe haber estropeado la tempestad del alma....Quizas duerme como el pobre marinero, despues de haber trabajado sin descanso en la tormenta, á fin de salvar del naufrajio.... pero duerme un sueño sepulcral; nó se ajita absolutamente: está casi como muerto.... Si habrá dejado de existir?.... Ojalá sea para todo sentimiento!....Ya nada deseo, nada quiero, nada apetezco.... despues de tan negro desengaño. —Calma! Calma, mi señora condesa, por piedad! esclamó Casimira al notar la nueva exaltacion de la señora. Mejor que yo sabe su señoría, á todo lo que estamos espuestas en este valle de miserias y calamidades. —Sí; lo sé, lo sé; pero yo nó me puedo convenir con esta clase de sufrimientos; repuso la señora, ya con la voz algo mas fuerte. —Nó es posible, mi señora condesa, que siendo tan buena y racional como siempre ha sido su señoría, nó tenga la resignación suficiente, para conformarse con la voluntad de Dios. —Resignación!....Conformidad! esclamó tristemente la señora. Palabras y nada mas que palabras, cuyo significativo sonido siempre nos parece, á propósito, para que haga efecto en otros: palabras que, con harta frecuencia, suelen pronunciar los predicadores, pero que rara vez las aplican á sí mismos. —Pues, aunque yo sea uno de esos desgraciados predicadores, observó Casimira; sin embargo le suplico, por su propio bien, que su señoría se incline á conformarse como buena cristiana, á fin de que, poco á poco, le venga la tranquilidad consoladora, que tanto necesita en este caso. —Y dices bien, Casimira: necesito de tranquilidad: sí, de mucha tranquilidad....para proceder con acierto en esta circunstancia extraordinaria. —Ay! qué gusto el que ahora tengo mi señora condesa! cuanto me alegro de volverla á oír espresarse, con su cordura de costumbre. —Que he dicho, antes, algun desatino? interrumpió, sorprendida, la señora Amalia. — Pero solo fue en su delirio, enajenada por la desesperacion y el dolor que le causó el sentimiento; que de otra manera, habría sido del todo inposible que tal cosa sucediese: así, mejor será que nó hablemos mas de eso. —Pues te aseguro que nada recuerdo; ni una idea, ni una sola palabra de lo que pude haber dicho. —Mas vale así! esclamó Casimira suspirando. —Pero volviendo á este fatal asunto; dijo, despues de una pausa la señora; nó puedo espresarte cuanto me estraña que, con tanta servidumbre como la que tengo, haya podido suceder en mi casa semejante escándalo....Tambien es cierto, que yo soy la única que tiene la culpa de lo que me pasa: la mucha confianza que deposité en ellos me causa, este mal; y por eso me ha venido á suceder, que la primera vez que dejé de vijilar y me permití dormir tranquilamente, nadie supo velar por mí. Al oír aquellas palabras Casimira, agachó la cabeza cuanto pudo, ó hizo ademan de limpiarse el ojo. —Nó creas que este reproche sea para ti, mi buena Casimira; observó inmediatamente la señora; esto lo digo sólo por los otros, nó por ti. De que me sirve haber gastado tanta plata en sostener á esos miserables, si la primera vez que los he necesitado, nó me han servido para nada?... Que desengaño tan amargo el que he sufrido!.... Mi suerte se parece mucho á la de cierta desgraciada nacion que conozco, la que por muchos años sostuvo con el mayor lujo y engreimiento á sus hombres públicos y su abundante militarería, gastando injentes millones en esos hijos predilectos; y de que llegó la única vez que los necesitara, tanto le sirvieron á esa pobre patria, que ellos desangraron y debilitaron, como la utilidad que ahora he reportado yo, de mi magnífica servidumbre. El fiasco de aquel pueblo fue, pues, tan completo como el mío....y cuando así sucede con naciones enteras, que de estrañar, pues, tiene que le pase lo mismo á un individuo!..Nó te parece así, tambien, mi buena Casimira? —Cuando la oigo hablar tan perfectamente á mi señora condesa, cada momento gozo de mayor agrado; observó lisonjeramente la camarera. Ahora sí qué creo, que se ha vuelto á restablecer la brillante razon de su señoría. —Así me parece, hija mía; repuso la señora Amalia, sin hacer caso del piropo; y tambien yo creo, que lo mejor que se puede hacer para vivir en paz en el mundo, es olvidar las ofensas y nó acordarnos, jamás, de la gratitud que se nos deba. —Esa es demasiada caridad, mi señora condesa. —Y tambien, demasiada indolencia para consigo mismo; pero sea lo que fuere, hazme el favor de darme la carta de esa señorita, que nó sé donde se halle. —Quizas nó le convenga, todavía, leer esa desgraciada carta, mi señora condesa; observó humildemente Casimira. —Haz lo que te mando, y nó me repliques; repuso al momento, con imperio, la señora Amalia. A una orden tan terminante, Casimira nó tuvo mas que poner inmediatamente en ejercicio su vista de lince, y nó tardaría dos minutos en darle caza á un papelucho estrujado que yacía por el suelo, para entregarlo respetuosamente á la señora sin decirle una palabra; mas creyéndose ella con derecho á participar de su contenido, al mismo tiempo que entregaba dicho papel, le hacía una seña á Celia para que se retirase: la que al momento comprendió y obedeció la atónita muchacha, yéndose todavía llorosa y cabizbaja á lamentarse á su cuarto. —Retírate tú, también, que quiero estar sola; le dijo, entonces, la señora á Casimira; y esta, con ciertos visajes de disgusto, tuvo que seguir en pos de Celia, marchándose un tanto resentida, porque nó se le confiara el secreto de aquella carta. De que la señora se vió sola, limpió sus lentes y se los caló; en seguida, con todo cuidado y prolijidad, rompió el sobre, sacó y desarrugó el pliego lo mejor que pudo; y de que logró estirar del todo ese papel, leyó lo siguiente: “Apreciada tía:—Nunca le podré agradecer lo bastante, el bien que le hizo Ud. á esta pobre huérfana, al traerla á su lado; así como siento en el alma nó poderle decir lo mismo, tocante á su conducta posterior.—Sin consideracion alguna para con mi juventud, ni mis ideas, ni mis sentimientos, y sin consultar mi voluntad en lo mas mínimo, quiso Ud. hacer de mi un mueble de lujo y comodidad, para entregarlo á su antojo á quien bien le pareciere; mas, como nó me hubiese dotado la naturaleza de aquella indijencia de espíritu, que se requería para el caso, me fue inposible tolerar tan ultrajante humillacion y....ya ha visto Ud. el resultado.—La tenaz obstinacion de su capricho me ha obligado, pues, á dar un paso, que siempre califiqué de indigno, para la mujer que se sabe estimar; pero nó obstante, esa lijera nube que ahora oscurece mi reputacion, espero hallar tras ella el sol de mi felicidad; y si Dios, en su infinita misericordia, así me quiere bendecir tan á satisfaccion de mi deseo, ya nó solamente tendré que vivirle agradecida á Ud. por sus primeros favores, sino tambien por todo el rigor con que me trató, posteriormente, y por todo el mal que pretendió hacerme. Sin duda que El, que todo lo puede, ordenó allá en sus altos designios, querida tía, que todos sus afanes y trabajos viniesen á contribuir al fin á mi futura felicidad, sin que Ud. lo haya querido ni pensado.—Pero, sin embargo de ser el resultado tan contradictorio á sus esperanzas y á sus mas prolijos cuidados, le ruego acepte los sentimientos de verdadera gratitud, de su siempre amante sobrina—Isabel.” —Que bofeton el que me han dado! esclamó la señora Amalia, al concluir de leer la carta. Bien me lo merezco!....Pero, tambien, nó es posible tolerar así, á sangre fría, tamaño faltamiento de parte de una chicuela.... Esta lección es atroz!....Uf! Esto es sofocante!....Como se me sube la sangre á la cara!..Uf!..Uf! Que me vá calentando!....Y me sigue calentando mas! Uf! estoy que me abraso!.. me abraso!...que me quema!..me quema! me quema! Y gritando y jalando á la vez, furiosamente, del cordon de la campanilla, la condesa se puso á repicar que se las pelaba. Por supuesto, que aquello causó un efecto magnificentísimo! Tanta sonaja y tanta bulla producida sin descanso, por el intempestivo y extraordinario campanilleo, nó pudo menos que hacer un eco estupendo en toda la casa; como que á ese toque de arrebato acudió, presurosa y en tropel, la mayor parte de la servidumbre de ambos sexos, presentándose alborotada delante del salon de la señora. —Que pasa?...Que sucede? se preguntaban unos á otros. —Incendio! Incendio! gritaba un mozo, corriendo por todo el patio. —Que se quema la señora! esclamó otro. —Por donde! gritó un chico. —Nó hay tal! vociferó imperioso el portero. Esos repiques son para la resurreccion de nuestra señora la condesa! —Viva nuestra señora la condesa! gritó el jardinero. —Que viva, miércole! contestaron todos á una voz. —Largo de aquí, miserables! les gritó, entonces, colérica la señora Amalia, instándole á Casimira que le ayudara á despejar la muchedumbre. —Que viva la condesa regüerta, con Casimira! gritó en ese momento uno de los mas entusiastas. —Que viva! contestaron, todavía, algunos. —Fuera! Fuera! Fuera todos! gritó á su vez la desagradecida camarera; y viendo que nó se retiraban, emprendió á pellizcos y empujones á dispersar la multitud. —Bien! Muy bien, Casimira! esclamó la condesa, al ver el heroísmo con que la tuerta despejaba el campo; y de que ya nó hubieron mas vocingleros, ni curiosos en la puerta del salon, volviéndose la camarera á la señora Amalia, le preguntó: —Pero que le pasa, mi señora condesa? —Ay! que esa carta me ha hecho muy mal efecto; repuso la señora, moviéndose de un lado para otro, con gran desasociego. —Nó se lo dije, que nó le convenía todavía? —Así fue! Uf! Pero yo me abraso! Uf! Que calor! Que me quemo! Cáscaras! uf! uf! decía muy apurada la señora, sacudiéndose el vestido. —Que tal carta tan perversa! esclamó compasiva Casimira. —Sí! Y yo sigo caliente! Y estoy caliente! Y me tiene la tal carta muy caliente! —Y que haremos, pues, mi señora condesa? —Que haremos!..estupenda pachocha! —Que debo hacer, entonces? —Que debo hacer! Que debo hacer! Caramba!... Ponerme en el acto un refresco de agua fría! esclamó desesperada la condesa. —En el acto? preguntó la camarera. —En el acto! gritó la señora Amalia. Y Casimira que estaba en el secreto del enigmático refresco, sin otro aviso, fue y volvió con la bombilla ad hoc; y en un santiamén cumplió su cometido, con toda la maestría que requería tan apremiante caso, dejando á la señora condesa mas fresca que una lechuga, antes de salir el sol. —Muchas gracias! muchas gracias! muchísimas gracias, Casimira! esclamó entusiasta la señora Amalia, á poco rato de haber tomado su refresco. Oh! que delicia! Ahora si, que ya soy otra, mediante tu cariño; que me ha cambiado, como con la mano, de temperatura física y moral....Casimira! nó puedo negar que tú eres mi verdadera bienhechora, pues siempre, con el mas acertado tino y la mejor buena voluntad, me libras de incomodidades, me sacas de apuros y me sirves para todo en la vida. —Hasta para.... —Sí, sí; sí pues; interrumpió la señora con vivacidad; y nó creas que yo pueda jamás olvidar tus buenos servicios y, especialmente, este último que es muy de categoría y que lo considero, muy de veras, en el rango de un favor trasentaderal (trascendental quiso decir la señora, pero el gusto le trabó la lengua y dijo lo que dijo) Oh! Casimira! este es el rasgo mas sublime de tu esquisita amabilidad! Este filantrópico servicio merece un agradecimiento muy particular! y en verdad que se lo merece; porque me siento tan feliz, cual si me hubieras sacado del infierno por medio de alguna varita májica, para trasportarme en cuerpo y alma á un edén de la mas sabrosa frescura, y de dulcísima tranquilidad. —Que le aproveche mi señora condesa! que le aproveche! —Oh! Eso?....ya está bien aprovechado! repuso muy alegre la señora Amalia, y luego prosiguió: Pero, volviendo á esta desgraciada cuestión de Isabel, nó te parece que hagamos algunas indagaciones, respecto á su misterioso paradero? —Así lo había pensado yo, también, mi señora condesa; pero como nó estaba autorizada para hacerle esa observacion.... por eso nó la hice antes; contestó Casimira, encojiéndose con muchos remilgos, y resentidas meneadas de pescuezo. —Pues, entonces, haz que inmediatamente salgan el portero y dos mozos mas, á serciorarse donde y con quien se halla esa desgraciada niña; pero bien comprenderás, que hay que hacer, todo esto con el mayor sijilo y cautela, á fin de que la sociedad nó llegue á percibirse de tal escándalo, y especialmente nuestro buen Javier. —Haré que sus órdenes sean cumplidas, mi señora condesa, completamente á satisfaccion de su muy augusto deseo, para que pueda ver pronto á la señorita Isabel; repuso al momento Casimira; y despues de hacer una profunda y ceremoniosa venia de cuadrilla oficial, salió á despachar á los sabuesos, que deberían descubrir, mas tarde, el oculto nido de Isabel.... si el olfato les ayudaba. XXXV. EFECTOS DEL ESPIONAJE. Con el pomposo ofrecimiento que le hiciera Casimira á la señora Amalia, esta, casi se resolvió á esperar tranquilamente, los resultados de las requisitorias que se deberían practicar. De pronto, creyó que fueran útiles las medidas que se tomasen, para conseguir el objeto que deseaba; pero nó dejando de preocuparla constantemente la desaparicion de su sobrina, luego volvió á sus cavilaciones y el recuerdo la hizo esclamar: —Otra que su madre!....Nó, nó: peor aún que su madre.... Por esta fecha, mas ó menos, harán veintitres años que mi hermana hizo otro tanto..aunque nó con tal escándalo....Cómo vuelven los eslabones del desengaño en la cadena de la vida!....A la madre la despedí, entonces, por mi orgullo y hoy, la hija me deja por su soberbia, ó por nó querer someterse á mi voluntad.... Que coincidencia tan opuesta entre una y otra!...Y que me dirá, ahora, Javier?....De que manera podré quedar bien con él?....Nó lo veo..Nó lo adivino..Si acaso este lance inesperado, vendrá á ser el fatídico precursor de mi ruina?....sábelo Dios! Esas ideas bullían en el cerebro de la señora Amalia causándola profundo pesar, mientras hacían su oficio los esploradores que había despachado Casimira, á caza de Isabel; y, para mayor desgracia de la condesa, tan poco acertados anduvieron los tales sabuesos, que despues de recorrer las doscientas y tantas calles de Santiago y haber penetrado en muchas casas, nó consiguieron el objeto deseado. Ninguna utilidad produjeron sus prolijas requisitorias. Por mas que averiguaron, nada se logró saber. Parecían estar con una venda en los ojos y las narices sin olfato. Pero que cosa hay en la vida, por insignificante que sea, que se busque y se halle inmediatamente? Será difícil saber cual es. Hasta la miserable cuerda que busca el desesperado para ahorcarse, nó siempre tiene la desgracia de hallarla á tiempo. A todo le llega su turno de ser necesario alguna vez: aún al mismo mal. Esa es la única regla sin ecepcion, entre los esquisitos placeres de este caprichoso mundo. Basta tener urjencia de algo, por mas despreciable que sea, para nó conseguirlo jamás en el instante preciso; aunque uno se davane los sesos y revuelva cuanto tenga, y cuanto pueda, nó lo hallará. Entonces parece, que hasta el aire que respiramos, estuviera impregnado de fatalidad. Todo nos sale al contrario de nuestro deseo. Y así le vino á suceder á la señora Amalia; pues nó pudo obtener ningún resultado favorable, de las prolijas indagaciones de mas de veinticuatro horas. Al dia siguiente, abrigando la presuncion de que nó le fuese tan mal, se echaron los anzuelos por otros puntos, dirijiéndolos con el mayor cuidado y astucia posible; pero, desgraciadamente, la curiosidad tambien se quedó chasqueada esa vez. Nó se halló nada. Tampoco nada se malició, y mucho menos se vió. El secreto se sostuvo con valentía extraordinaria á pesar de las mañosas tentativas, de los decididos esbirros de la condesa. Entre toda esa chusma de espías, nó hubo un solo Newton que descubriera el punto de gravedad, donde se apoyaba Isabel. Ni siquiera hallaron díceres que les proporcionaran la mas leve sospecha, para seguirles la pista y obtener alguna luz. Parecía que la tierra se hubiese tragado, por antojo, á la finísima joya que buscaban. Se quedaron, pues, con un palmo de narices. En tres dias consecutivos de indagaciones y de andanzas, nada consiguieron saber de lo que tanto se anhelaba; pero en cambio, le trajeron á la señora multitud de otras noticias y, entre estas, le participaron el muy lamentable y peligroso estado en que se hallaba su sobrino. Todo fue saber esa tan triste, cuanto importante nueva, que al momento se mandó poner el coche, y la señora condesa, en compañía de Casimira, se dirijió á casa del mayorazgo. Como la tía de Javier lo creyese bueno y sano á su sobrino, aquella novedad la sorprendió muchísimo, como era natural; y á tal estremo la preocupó, que tuvo que hacer su camino muy cavilosa, y sin decirle ni media palabra á su obligada acompañante. Iba poseída de cierta zozobra, en la que el temor y la esperanza se disputaban, palmo á palmo, un puesto en el cerebro; y al mismo tiempo, el torpe corazon se sacudía en el pecho como un insensato, sin comprender las mil sospechas y proyectos que la mente producía, en vista de la delicada situacion. Por estar la vida del enfermo, tan íntimamente ligada al porvenir de la señora Amalia, ella se veía, pues, en un riesgo inminente. Atravesaba un precipicio sobre un puente de vidrio. Si Javier disponía de sus bienes en favor de otros parientes, ó amigos, la suerte que se le esperaba á la pobre señora condesa nó sería muy satisfactoria; porque desde entonces, sin miramiento, ni consideracion alguna á su posición social, ni á su parentezco con el testador, los herederos la ejecutarían obligándola á pagar hasta el último centavo que le debiera á su sobrino, aunque despues tuviese que sufrir en su triste ancianidad, todas las amarguras de la pobreza. Y ella, á su vez, comprendía que tan horrible existencia le sería peor que la muerte. Sería un infierno en vida para su avanzada edad. Por consiguiente, en guarda de sus mas caros intereses, era pues de todo punto indispensable ver modos de evitar tan rudo golpe. Preocupada con aquellas harto mortificantes ideas, al fin llegó la pobre señora á casa del mayorazgo, para hallar en el salon, únicamente á sus dos compadecidos amigos, y á la caritativa mujer que lo asistía, desde el principio de su enfermedad. Esas personas, absolviendo en seguida sus muchas preguntas, la pusieron al corriente de cómo y cuando sucedió la desgracia de Javier, y finalmente le dijeron, que en atencion al mal estado en que se hallaba, le habían pedido que se confesase. —Y nó ha hecho alguna disposicion testamentaria? preguntó con zozobra y precipitadamente la señora Amalia. —Ninguna; le contestó uno de los jóvenes. —Respiremos: se dijo la condesa mentalmente, al oír aquella palabra salvadora. —Nó hemos pensado, absolutamente, en ese delicado asunto señora mía; añadió la enfermera; y me alegro de que hayan procedido así los señores, porque habría sido una crueldad que mortificasen con tan penosa tarea al pobre paciente, atendido su fatigoso estado y la dolorosísima postracion en que se encuentra. —Y ahora, nó se ha mejorado? preguntó la señora con muy manifiesta inquietud. —Mejorar?.. Solo por un milagro sucedería tal cosa. —Ay! que pesar tan grande me da Ud. con lo que me hace presentir! esclamó tristemente la señora Amalia, haciendo ademan de llegarse el guante á los ojos. Javier es el sobrino de mi predileccion; y nó sé que sería de mí, si llegase á suceder tan abrumadora desgracia!.... Pero yo desearía verlo: donde está? En el cuarto siguiente, señora; repuso la cuidanta. Sin embargo le aconsejaría que nó lo viese en este momento, porque mas está para dar lástima, que otra cosa; y ademas, desde que el pobrecito nó tiene ahora alientos, ni para quejarse, supongo que le podría hacer demasiada impresión su presencia. —Dice Ud bien, buena mujer. De seguro que nos haría demasiada impresion el vernos en tan aflictivas circunstancias y, quizas, le causase mucho daño á mi querido Javier.... Con el alma traspasada de dolor, me veo pues, forzada á privarme de esa obligacion del cariño maternal que le profeso....pero, que hacerse? Tendremos que tener conformidad! —Procediendo así, mi señora, le hace Ud. un bien al enfermo y, tal vez, Ud. misma se evita un sufrimiento muy penoso. —Nó hay remedio....tendré que resignarme á tan duro sacrificio, á pesar de mi deseo de verlo; mas nó siendo justo, ni decente siquiera, que solo personas estrañas lo asistan á mi sobrino, al momento voy á enviarles á dos de mis mejores servidores, para que les ayuden á ustedes en su caritativa misión. —Pero si nó hay necesidad, señora! esclamó la enfermera. —Eso nó puede ser, nó puede ser de ningun modo; ni yo tampoco me puedo permitir el consentirlo. Si ahora que estoy al cabo de lo que sufre mi querido Javier, yo me desentendiese de asistirlo, me sería un cargo tremendo de conciencia y un pesar sin igual, para toda mi vida. —Si es cuestion de conciencia, mi señora: nada he dicho. —Entonces me despido de ustedes, amigos míos; y en este momento regreso á casa, solo con el objeto de mandarles quien me remplace á la cabecera de ese enfermo, por cuya salud diera mi vida. Desgraciadamente, mis frecuentes dolencias nó me permiten la satisfaccion de servir á mi Javiercito, con mi asistencia personal, como tanto lo deseo.... Adios, pues señores! Adios, buena mujer! A todos ustedes les queda sumamente reconocida, la condesa de Toroguapo. —Que la pase Ud. bien, mi señora; contestó la cuidanta, y la condesa salió muy lijerilla, apoyada en Casimira. —Vaya, con el terron tan mentecato! esclamó uno de los dos jóvenes, cuando la señora se les perdió de vista. La candidez de esta vieja me sabe al tratamiento de usías, señorías y exelencias, que tan indebidamente se usa en algunos países republicanos. Estupendo candor tan monárquico! —Pues á mí, nada de todo eso me estraña, añadió el segundo; y menos la rimbonbante simpleza de la tal viejecilla; porque como ya, toda ella, nó es mas que un pergamino viviente de cabo á rabo, nada puede haber mas justo, que el que proclame sus títulos á cada resuello. —Sin embargo declaro, por mi parte, que me ha hecho mucha gracia la noticia de la dichosa momia, de hacernos saber que es condesa. —Y de Toroguapo y muchos cuernos! —Cállate hombre. Nó digas mas. Acordémonos de que es tía de Javier, observó entonces el primero; y ambos amigos se quedaron otra vez en un silencio profundo. Entre tanto, la señora Amalia hizo que el coche llegase lo mas pronto posible á su casa, á pesar de las bruscas sacudidas que le daba; y aún nó acabó de bajar, cuando al momento dispuso que marchasen á casa del mayorazgo, Casimira y el portero, con órdenes especiales para su gobierno provisorio. Lo que mas les encargó, fue que atendiesen con el mayor cariño al enfermo y que cuidasen de sostener la mas perfecta armonía con los otros asistentes, á fín de captarse toda su confianza. El estado del paciente se lo deberían participar, hora por hora; y dos veces al dia, le darían una minuciosa razon de lo que dijeran los médicos. Si acaso había algun amago de pretenciones á que Javier hiciese testamento, antes de que se buscase al escribano, vendrían á llevarla á ella. Y esas antedichas obligaciones principales, la señora se las hizo repetir tres veces á cada uno de sus enviados; y solo de que supieron la lección perfectamente bien, fue que los despachó con alas y buen viento á que velasen por....por supuesto, por la carísima salud de su muy amado sobrino. Que mayor cuidado pudo esperar el doliente mayorazgo! Ni que atenciones mas cordiales, para su triste estado? Tanta solicitud, tanto cariño, tanto amor.... capaces eran de hacer un milagro y restablecer al moribundo. Decididamente, que los tales efluvios de la señora Amalia bien podían espantar á la muerte y, quizas, la obligasen á decir, para su sayo, que las uvas estaban verdes. Javier debería pues estar de plácemes, con tan halagadoras esperanzas. Nó lo crees así, discreto lector?.... XXXVI. REMINISENCIAS. Mas por ese mismo tiempo, en que el mayorazgo estuviera tan bien cuidado y asistido por los servidores de la condesa, que sucedía de Isabel? Donde se ocultaba la linda fujitiva? Era desgraciada, ó dichosa en su refujio? Estaba perdida ó hallada? Para dar la debida respuesta á todas esas preguntas, necesitamos retroceder algunos años atras, cojer un cabo antiguo que se nos había quedado olvidado en el fondo del tintero, y atarlo en seguida, al último de los que hasta ahora llevamos atados; y segun y conforme nos quiera ayudar la suerte, seguir envolviéndolo en este nuestro defectuoso ovillo. Ello parece tardío; mas al decir del adajio, siempre vale mas que nunca. Entonces, con la venia del refran, pongamos mano á la obra, y echémonos á revolver papeles viejos.... Dígnate lector figurarte, en cualquiera de tus ratos de ocio, lo que sería la señora Amalia allá en sus mocedades, cuando con toda la esperimental coquetería de sus tiempos alegres, le sacaba graciosas y provocativas suertes himeneales á Canuto Toroguapo; y suponte, ademas, con que destreza nó ejecutaría, dichas operaciones tauromáquicas en aquella época, al percibir que tenía por rival otra torera, diestra y atrevida, y muy deseosa de aprovechar la primera oportunidad, para clavarle alguna estocada encantadora al corazon del señor conde! De seguro que en esos peligrosos lances, Amalia se volvía una ardilla de ardimiento. O por lo menos se comprede, que las tales ajenas pretenciones andarían siempre á coces con las propias. Acaso les viese trazas de ser demasiado inconvenientes, para los fines consiguientes; pues ello parece que sí.... porque si. Como que de ninguna manera se sentía capaz de permitirle á su osada rival, que fuese á realizar su intento. Que cosa! Semjante estocada!..ni de burlitas...y ni un banderillazo, siquiera! Mucho mas, cuando la interesada se hallaba próxima á la linea divisoria entre solteras y solteronas, es decir: en los treinta y pico. Así pues, con el objeto de evitar aquel inpertinente y riesgosísimo percance, Amalia tenía que estar muy alerta, con la oreja bien parada, el olfato en ejercicio, y la mirada siempre fija donde lo requiriera el caso. La otra, que nó le iba en zaga en cuanto á observaciones de destreza, tampoco le despegaba la vista, cuando el apetecido estaba al frente: muy cuidadosa espiaba sus movimientos y hasta sus mas lijeras miradas; y parecía que ansiosa aguardaba cualquier indiscrecion de su contendora, para pisotearla y pasar triunfante sobre su fama, á fin de que no soñara mas en atraer al señor conde. Tales eran las caritativas intenciones de la graciosa rival. Y Amalia, que nó se quedaba atras en cuanto á esa clase de amatividad, le correspondía con usura á sus muy buenos deseos. Por consiguiente, y como tanto se quisiesen esas dos, ni la una, ni la otra se podían ver bien jamás: lo que tambien era muy justo, atendida la importancia de los intereses cordiales que cada una defendía. Desde que una y otra, por sí y ante sí y muy particularmente, aspiraban á la predileccion de compartir del nobilísimo tálamo de aquel galan tan pleiteado, era pues muy natural que cada una se esforzara, por que su rival nó consiguiese ni la mas insignificante gracia. Cada cual, fundada en el derecho de los reveses que pudiera sufrir la otra, pretendía ser la única y absoluta propietaria del conde de Toroguapo, en cuerpo y alma; y como el tal pieza las embromase á las dos, segun las circunstancias, indudablemente que las tenía muy divertidas, dándose tijeretazos á su regalado gusto. Por esa variable travesura, la rivalidad de sus dos damas aumentaba de dia en dia y de noche en noche. Cómo se atormentaban, por llegar á la coronacion! Nó podían verse ni oírse, sin que se agasajaran mutuamente, con piropos de sátira punzante; ni tampoco les era posible decirse media palabra, sin tener algun disgusto: especialmente, cuando las dos se hallaban vis-á-vis del condecito, y cada una se creía la menos atendida. Que torcidas de ojos habían entonces! Que de fieros tan feroces! Que jestos! que ademanes! Y á veces, en seguida de aquella mímica insultante, las cosas solían pasarse á tal estremo bélico, que de repente daban lugar á ciertos lances trajicómicos, en los que Toroguapo tenía que hacer, casi siempre, el papel de mediador, pacificador, y hasta de consolador. Que tales milagros los de aquel aristocrático Canuto! Sin duda que debió de haber sido de alma doble, para influir así sobre las dos, á la vez. Pero fuese como fuere, lo cierto es que, de esa manera equilibrística, se divertía el muy tuno á costa de ellas. Así lo quería la picara suerte. Y despues de tenerlas comprometidas en esa guerra perpetua ¡sabe Dios! por que otras partes andaría picafloreando en aquel tiempo, el travieso señor de Toroguapo! Sin embargo, parecía que las dos rivales nó se cuidaban de semejantes menudencias, fijándose solo, con sus cinco sentidos, en lo que pasaba en su círculo; y sobre todo y muy minuciosamente, en las atenciones que cada una lograba merecer del tan codiciado Canuto Toroguapo. Fuera de Canuto, todo lo demas nó les importaba un triste pito: el mundo entero estaba vacío para ellas. El odio de que podían disponer era, única y esclusivamente, de la una para la otra. Nó gastaban, pues, su rabia en tonterías de poca monta. Por cuya razon de tanta chispa nada de estragar tenía, que la competidora de Amalia que era gorda y coloradilla, ridiculizase sempiternamente á las flacas, y que Amalia, por ser pálida y delgada, nó perdiese nunca oportunidad de hacer bufar á las gordas. Y las agarradas á pico que tuvieron in illo tempore, debido á su bulla y su frecuencia, de tal modo llamaron la atencion de sus contemporáneos, que al fin dieron lugar las dos ruidosas rivales, á que las calificasen de perra y gata respectivamente. Amalia obtuvo el honorífico seudónimo de la galga de Canuto, y su muy amada prójima, el de la gata de Toroguapo; y como á pesar de tales apodos nó cesaran en sus bravísimas polémicas, es probable que esas dos adoratrices del mimado condecillo estuviesen muy satisfechas con sus títulos. A cuanto de peligroso y ridículo se espone el jénero humano, por los caprichos del corazon! Pero nó obstante los malos ratos que ellas sufrían, y aún á despecho de los disgustos que ambas se causaran, nó hay tradicion de que se dieran cuartel jamás, entre Amalia de Roncosvalles y Lucrecia de Montesgordos; y siendo el travieso Canuto el anhelado laurel de aquella incesante contienda, ya se puede suponer cuanta sutil estratejia, y cuantas gracias estudiadas, nó desplegarían esas damas para merecer atraparlo. Qué nó harían por echárselo al sombrero!... Así se pasaron varios años, de incesante zozobra y de ruda contienda, jugando con fuego y espinas á la vez, hasta que en un dia fatal para Lucrecia, el conde se amostazó por cierto flechazo burlesco, mal dirijido, que en algo le tocó de carambola. Dicen que el chiste fue un tanto pesadito y, por desgracia, bastante festejado, pero que solo tuvo por único objeto poner en la picota la insultante flacura de Amalia; mas como el de Toroguapo, tampoco pecase de gran abundancia en carnes, en el acto se dió por agraviado hasta los huesos, tomando muy á lo serio aquella broma; y todavía pudo ser tan mentecato el tal bípedo ahuesado, que sin aceptar escusa ni satisfaccion alguna, en seguida le dió sus pasaportes á Lucrecia y, tres dias despues, su blanca y aristocrática mano á la muy feliz Amalia: precisamente el 19 de Enero, dia de san Canuto, rey y mártir. Imajínate, lector, lo que sería aquel soberano atracon de calabazas! y que efecto causarían, así tan de repente, en el anchuroso abdomen de Lucrecia! Cómo sería esa revolucion! Y esto, todavía, despues de haber vivido tanto tiempo de almibarados camotes! Qué sería aquello!! Aseguran que la pobre gorda se vió de las vestales apuradas, pues que tuvo que hacer de tripas corazon, y viceversa: lo que supongo nó dejará de ser un tantillo metafísico, en cuanto á posibilidad corporal. Sin embargo, como testimonio fehaciente del hecho referido, añaden que dos médicos se vieron en sendos aprietos para contener aquella tempestad desencadenada, que con horrísonos truenos se reía de sus científicos esfuerzos, desafiando impávida todos sus conjuros terapéuticos. Por mas que hicieron y deshicieron los señores facultativos, nó hallaron el remedio preciso, ni hubo medio de que acertaran con lo que se necesitaba para el caso. El cataclismo interior subsistía, á pesar suyo, y la furibunda calabacitis siguió tomando proporciones alarmantes. Con todas sus recetas y con todo su esculápico saber, ni atinaron, ni les fue posible fabricar á tiempo el poderoso dique, que tanto requería ese desborde repentino. La improvisacion médica falló! Por mas que le quisieron dar al blanco, siempre le dieron al negro. Toda su ciencia hizo fiasco, y requetecompleto, en esa jornada científica. Y la parte peor, del referido caso, era que la pobre gorda perdía notablemente sus redondeados contornos; se desbastaba, se chupaba: ya era casi un espectro.... iba muriéndose muy de veras. Mas al fin de tanto batallar á tientas y ciegas y de hacer esperimentos por mayor y menor, como los males nó duran cien años, ni tampoco los cuerpos los resisten, la enfermedad cedió; y los señores galenos que asistieron á la paciente, aumentaron en fama y pesetas, segun es de usanza universal. Pero nó obstante aquel alivio tranquilizador, los estragos de la grave enfermedad dejaron huellas inperecederas en Lucrecia, pues sin piedad alguna le destruyeron su rotunda corpulencia, convirtiéndola en una especie de costal vacío; y por vía de apéndice, tambien quedó privada de ese su color de rosa tan coqueton que en ciertos dias nublados la hacía aparentar frescura. En eso paró la desdeñada de Canuto; y desde aquella fecha fatal, tuvo que ser otra físicamente, desde la coronilla al pié. Mas á pesar del gran trastorno que sufriera su naturaleza, aquel nó pudo influir nada en ella para apaciguar su odio por Amalia, ni menos la invencible repugnancia, con que la supo mirar en todos los dias de su vida. Tal fue siempre la indomable Lucrecia respecto á su rival, aunque nó así, en cuanto á su pasión por Canuto; como que á ese otro respecto, hay serias probabilidades de que despues de algun tiempo de pesares, lloriqueos, suspiros y congojas, le vino la conformidad que debía de venirle, y que al fin y al cabo resolvió consolarse de aquella reparable pérdida; y tal fue el prestijioso efecto de su heroica resolucion, que un dia en el que filosofaba á solas, al final de un largo monólogo con mucha calma se dijo: —Si á falta de pan, buenas son tortas; á falta de pitos ó Canutos, buenos deben de ser Delgados! .... Entonces, que espero?.... Así se amonestó la despechada doncella; y segun es de presumirse, parece suceptible de creerse, que satisfecha de sus convincentes elucubraciones matrimoniales, sin otras reflexiones en pro de su antojo epitalámico, ni mas alegatos á favor del suplente de Canuto, se tiró al agua, y en un dia viernes se casó con un tal Delgado. Aquel episodio himeneátivo se celebró á golpe de bombo y, tambien, de muchas bombas, con el muy halagador objeto de que medio mundo lo supiera y al otro medio, le contestara; mas, por desgracia de tan alegre y ostentosa desposada, á los pocos años de la bulliciosa fiesta y de ser esposo el suplente de Canuto, tanto y tanto se le fue adelgazando en la suplencia, que muy pronto llegó al estremo de nó valer un pito; y despues de que así desmejorara el susodicho de viernes, todavía, como postre de sus postrimerías, vino á cometer muy luego, la última calaverada de los destinados á convertirse en calaveras de panteon, dejando viuda, jamona y llena de achaques y dolamas, á la ex-frondosa Lucrecia. Tal fue el lastimero fin de aquel esposo de tanto bombo! Y si nó estamos mal informados, mas ó menos por el mismo tiempo en que Lucrecia perdía á su Delgado, parece que Amalia se quedó sin su Canuto. Lo que prueba muy á las claras, que las dos testarudas fueron medidas con la mismísima varita, y tal como se lo merecieron. Se les hizo justicia seca. Pero sin embargo de que la muerte, así las igualara en desgracia á las dos sempiternas rivales, no fue suficiente aquella terrible circunstancia, para que se llegasen á reconciliar en su viudez. Nones! se dijeron siempre una y otra. La intransijencia se sostuvo impertérrita y vigorosa, por ambas partes. Constantemente estuvieron á la altura de su tenaz capricho, ante propios y estraños. Nunca por nunca se dieron cuartel; y si hasta hoy no han seguido peleando, fue porque la Pelada tomó cartas en el asunto y las hizo descansar en paz. Que tal laya de combatientes!....sin duda, que debieron de tener calzones. Nó estás por suponerlo así, lector?.... Ahora que ya estamos al cabo de los indispensables pormenores, respecto á esas dos mayores, demos un brinco al presente y volvamos á tomar el hilo de nuestra verídica historia. Prosigamos. Sabedor Eduardo de aquella inestinguible enemistad que existía, entre la señora Amalia y la señora Lucrecia, y creyéndose al mismo tiempo harto apreciado de esta última, nó halló sitio mas á propósito donde ocultar á Isabel hasta que fuera su esposa, que en casa de la intransijente rival de la condesa. Concebida tan luminosa idea, en el acto se la participó completamente á la señora Lucrecia; y todo fue que esta supiese que se trataba de frustar un plan antojadizo de la señora Amalia, que al momento accedió á prestarse gustosísima, á cuanto se relacionara con el referido asunto. Todo le pareció muy natural, muy práctico, muy conveniente, muy lójico y sobre todo, absolutamente racional; y para manifestarle su verdadera adhesion á Eduardo y su deseo de ayudarle en la realizacion de su proyecto, ella misma se ofreció á ir en su propio coche á efectuar el rapto de Isabel, para traerla esa noche á su casa; lo que verificó la señora tal como lo dijo, con la mayor galantería y mas escrupulosa exactitud. Y todavía hizo mas: desde el momento en que la joven quedó bajo su tutela, la supo tratar con esquisita atencion, prodigándole á la vez toda clase de cuidados; y al hacerle palpar todo el cariño abnegado de una madre cuidadosa, le fue fácil inspirarle la mas completa confianza. Isabel debería, pues, estar contenta. Al menos, nó tenía por qué quejarse. Había hallado el mejor asilo que le pudo deparar la suerte, para sus críticas circunstancias. Esto lo conoció perfectamente la linda asilada; y al verse atendida con tanto esmero y halagada, sobremanera, por el cariñoso trato de la señora Lucrecia, se le hizo un deber de gratitud devolverle con creces su cariño, mostrándose tan amable y complaciente con ella, cuanto se lo permitiera el estado de postracion en que se hallaba su ánimo. Pobrecita! tenía que hacer un esfuerzo supremo para manifestarse así, disimulando el pesar que le causaba su deseo. Le faltaba un algo, que era mucho: y ese algo, nó podía ser menos que la vista de aquel....que ustedes saben. Mas, para tan de pronto, aquella era demasiada exigencia. Era todo un inposible de cuerpo entero. Entonces, por mas que lo quisiese, nó se le podía improvisar tal antojo. Mas fácil habría sido presentarle un rayo de sol á la media noche. Como la señora Lucrecia le hubiese encargado á ese novio que nó viniese á verla, hasta nó haber hecho todos los arreglos indispensables para su matrimonio, Eduardo, fiel á su palabra, obedecía al mandato de su protectora, cumpliéndolo estrictamente. Por esa circunstancia, ni siquiera pasaba por la calle prohibida; y tambien, por que la rival de Amalia le había dicho, que temía que sus visitas fuesen á dar lugar á sospechas; que las sospechas trajeran á los buscones por sus puertas; y que al fin y al cabo bien pudiera suceder, que los infinitos ojos del espionaje viniesen á descubrir su tapado. Ese probable y muy desagradable lance era el que se quería evitar, á costa de cualquier sacrificio. Y cómo mas sabe el diablo por viejo, que por diablo, la dicha señora tomó tales precauciones, aún en el interior de su casa, que los primeros dias nó permitió que ninguno de sus sirvientes se asomara por sus habitaciones, á fin de que nó sospechasen la existencia del valiosísimo tesoro, que le habían confiado. Temía que la mas lijera indiscrecion la fuese a comprometer. Por eso, ella era la única persona que atendía y la que servía á su pupila, en todo y por todo con suma solicitud, convertida en su oficiosa y muy zelosa camarera. Nadie penetraba al santuario de ese ídolo. Así lo creyó la señora Lucrecia, de indispensable necesidad por los primeros dias. Además de que en ello estribaba el cumplimiento de una sagrada oferta, para ella había algo mas que el ser cumplida: tenía precision de satisfacer á su amor propio todavía herido, por lo de marras... por supuesto, que sin acordarse de la suplencia, filosófica que aceptó. Con la ocultacion de Isabel ella creía vengarse de su antigua rival, pues que así tenía seguridad de hacerla sufrir una decepcion, harto humillante y penosa para su orgullo desmedido Por ese motivo fue que ella se contrajo tanto, á desempeñar debidamente su papel de guardadora; era mas que necesario, que la señora Amalia nó saliera esa vez con su gusto: Lucrecia quería que se fastidiara, que rabiase, que llorase y, si posible, que se desesperase como una loca de atar, á fin de que compensara, de algun modo, los daños y perjuicios que le causara en otra época. Era pues de todo punto inprecindible, que Amalia espíase el mal año que le supo dar, con la inolvidable privacion de Canuto! A eso, nó había que darle vuelta. Y embelezada en aquella esperanza que tanto la complaciera, cada momento redoblaba mas sus asiduos cuidados y su prolija cautela, la nueva protectora de Isabel. XXXVII. PRELUDIOS FUNERARIOS. Mientras la señora Lucrecia se encastillaba en sus dominios, empeñosa en darle el golpe de gracia á su aborrecida rival, la señora Amalia contraída ya, únicamente, á velar hora por hora el progreso ó decadencia de la enfermedad del mayorazgo, poco ó nada se volvió á preocupar de la suerte que corriera Isabel. Y atendido el temperamento de la condesa, nó era de estrañar que así pasase. Isabel, solo le representaba el objeto que perseguía su capricho y Javier, era la utilidad positiva para ella. Su propio interés nó tenía por qué vacilar un segundo en la eleccion. Desde luego comprendió que, por entonces, nó le convenía atender á otra cosa, que á cuidar con el mas solícito esmero de su muy importante sobrino. Proceder de otra manera, habría sido una punible indiscrecion: una inconsecuencia consigo mismo. Así lo pensó la señora Amalia, y así procedió, en cuanto á sus esquisitas atenciones con el señor mayorazgo; y preocupada se hallaba respecto al invariable mal estado del enfermo, al tercer dia de haberlo visitado, cuando en una de las muchas partes que le hacían sus espías, le avisaron que se había mandado buscar un sacerdote, para que ausiliara al moribundo, porque los médicos ya no le daban ni dos horas mas de vida. Tan alarmante noticia le causó un tremendo sacudon de nervios, á la doliente señora. Los cabellos se le enderezaron y las piernas se le doblaron. Casi se desmaya! pero... solo se quedó en casi. Al fin se hallaba, pues, agonizando el señor mayorazgo de Altomuro, sin que nadie se acordase de que hiciera testamento; y siendo la señora Amalia su única tía carnal, ó mejor dicho: huesal, que por esa fecha existiera, difícil será tener una vaga y lijerísima idea, del efecto que debió producir aquella noticia en la mayor deudora, y casi forzosa heredera del desgraciado Javier. Considera, lector, ese bárbaro golpe de fortuna, con la mano puesta en el bolsillo.... Sin embargo, á ella nó le era lícito manifestar la verdadera sensacion, de tan asombrosamente estética y patética consideracion. Nó señor! Todo eso se tenía que quedar bien guardadito dentro del pecho; y, desde aquel momento sinpar, juzgó de suma necesidad que la vieran algo apesadumbrada, por cuanto á la parte dolorida que le correspondía representar como la mas próxima doliente. La etiqueta mortuoria lo requería así, para recreo y satisfaccion de propios y estraños. En tal virtud y sin pérdida de tiempo, la discretísima señora se puso en ese caso funerario; y comprendiendo, cual tenía de ser el aspecto del dolor que debería sentir, en el acto arrugó la cara lo mas sentimentalmente que le fue posible y, en seguida, les propinó abundante dosis de polvillo á las narices para que llorasen á chorros, á fin de que esa melancolía pituitosa se tradujera, mas tarde, por otra clase de tristeza. Al llevar á debido efecto lo pensado, los estornudos nó tardaron en venir con profusion, uno tras otro, para mojarle un pañuelo colorado, que disimulaba perfectamente las oscuras manchas de tabaco; y superando su artístico intento aquel prestijioso polvillo, muy pronto le produjo un copioso fluido nazal, el que á su vez incitó al fluido ocular, apareciendo entonces la realidad que tanto necesitaba, para satisfacer á ese vulgo que suele medir el sentimiento, por la cantidad de las lágrimas y alharacas plañideras. Hecho así el indispensable milagro, la cómica doliente se amarró la cabeza con un pañuelo amarillo de seda, dejó caer el labio inferior con todo el aire de abatimiento que requería el fúnebre lance, y despues de mirarse repetidas veces en un espejo que tenía al frente, tiró del cordon de la campanilla para serciorarse, de una vez, si aquella ridícula ficción pintaba á la verdad un gran pesar, á la persona que viniese. Celia, á quien Casimira encargó su honorífica suplencia, fue la que se presentó al primer campanillazo; y al ver á la señora Amalia tan de turbante dorado, pañuelo rojo en la mano, mas arrugada que de costumbre, y queriendo balbucear lloriqueos, le preguntó sorprendida: —Y cá sucedío pú, mi señora condesa, pa que yo merezca hayarla tan acongojá, comuna mesma Maudalena? —Cómo nó se han de desbordar mis lágrimas á torrentes, cuando veo que me va á suceder la mayor de las desgracias! esclamó la señora, con el tono mas dolorido que pudo modular. —Pero, dende que tuavía nó lá sucedío ná: pa que ta yorando tanto pú? —Porque el mal es sin remedio!...sin remedio! volvió á esclamar la señora. Voy á perder lo que mas quiero en la vida! Lo voy á perder todo! ....todo! —Que se va á quear probe mi señora condesa? preguntó Celia muy compunjida. —Peor que pobre! Peor que pobre!...porque pierdo á mi delicia, á mi consuelo, á mi chochera, á mi alegría....á á á á á mi adorado Javier! acabó al fin de esclamar la señora. —Tonse, er patroncito Javier tará malito? —Malo! muy malo!... Ya nó tiene remedio!.. Ya nó puede haber consuelo para mi desgracia! volvió á esclamar la señora, con acompañamiento de toses, estornudos y quejidos que trataban de hacerse muy sentimentales. —Ay! que pena que vamo á tener tuíta!, esclamó tiernamente Celia por complacer á la señora, y acompañarla á la vez en su duelo anticipado. —Desgraciada de mi!...que solo he quedado, para cosechar tristezas! Infeliz!..que nó puedo ni siquiera llorar mi pena con sociego!..ay! ay! ay! Que fatalidad!....Por ser yo... la única llamada á ocuparse de la decencia funeraria...de mi pobre Javier.. yo lo tengo que hacer todo; prosiguió la señora en tono de lamentaciones; así, tú me vas á hacer el servicio de decirle, ahora, á la otra criada, que vaya á llamar á mi capellan, y le ruegue que venga inmediatamente, porque lo necesito mucho, mucho! —O si quere, mi señora condesa, yo se lo yamaré; observó Celia muy cariñosa. —Nó; nó me conviene que vayas tú. Manda á la otra muchacha, como te digo; porque ahora tú me eres aquí muy útil. —Tonse, volandito le voy á icír á la Colasa, que sarranque á yamar ar señó capeyá y que se güerva, artirito: dijo Celia, y zafó al escape á cumplir su cometido, dejando á la señora Amalia entregada á su dolor y sufriendo, con resignacion, los estragos de su desgarradora melancolía....nazal. Estaba, pues, inconsolable la condesa, mas nó por eso dejaba de pensar en lo que se debería hacer; como que por ser buena veterana, y nó queriendo que el muy probable cadáver del mayorazgo la fuese á tomar desprevenida, ella, anticipándose á todo evento, hacía llamar á su capellan, para que este se entendiera con todo el arreglo concerniente, á los próximos funerales; y siendo ese buen sacerdote en todo y por todo muy cumplido, nó tardó en llegarse á ver á la señora, á poco rato de recibir su recado. Al entrar al salon, se presentó majestuoso descubriendo una venerable cabeza, ya completamente plateada por los años; y á pesar de la severidad de su semblante, se traslucía en él un nó sé qué de apacible y atractiva benevolencia, á la par que dulzura anjelical. Por supuesto, que la condesa le hizo el mas enternecido recibimiento que pudo imajinar, adornándolo con todo el aparato del muy doloroso aspecto que requería tan lamentable circunstancia; y despues de sendos lloriqueos, en frases entrecortadas por toses, quejidos y estornudos, le participó la causa que motivaba su desdichada situacion. Cuando el capellan se hizo cargo de la grave desgracia que tanto acongojara á la señora Amalia, con gran calma y la debida uncion, trató de proporcionarle algun consuelo teórico á esa dama dolorida, fundándose para ello en la resignacion indispensable á toda buena cristiana, en las inevitables miserias de este mundo de penas, en la felicidad eterna con que siempre se premian las buenas obras y finalmente, en que los brazos de nuestro bondadoso Creador están constantemente abiertos para el pecador arrepentido, y otras frases mas, por el mismo estilo; y desde que el dolor de la gran señora mas fuese de ostentacion, que positivo, y muy capaz de ceder á cualquier lógica, nó le fue difícil convencerla de que, sino por voluntad, al menos bajo santa obediencia, debería de hacer lo que se le ordenaba y consolarse en la contemplacion del mundo de delicias que, allá en la eternidad, esperaba al alma feliz de su sobrino. Y tan eficaz y persuasivo fue el discurso del buen sacerdote, que aún nó acabó de hablar, cuando muy luego callaron los forzados lloriqueos; á las arrugas sentimentales se les pasó la plancha de la conformidad, que tan á la mano estaba: la destilacion nazal cesó, casi del todo: los ojos se abrieron con su brillo de costumbre; y una vez restablecida la calma del aparentemente acongojado espíritu, la señora, todavía con cierto tono que pretendía modular tristeza, tras muchos suspiros de imitacion, al fin, pasándose muy cuidadosa el pañuelo por los ojos, pudo decir: —Ud. perdone señor capellan, que le haya mandado buscar con tanta solicitud y majadería. —Ha estado Ud. en su derecho señora; y nó tiene porque pedirme escusas de ninguna especie. —Estimo en mucho su bondad, mi querido capellan.... Lo he mandado llamar esta vez, lo mismo que tantas otras, con el objeto de que sea Ud. mi consejero y el único director de mis acciones, porque, siempre y en todo caso, sus palabras me fueron de gran consuelo y utilidad. —Como deseo que constantemente lo sean, añadió el sacerdote. —Nó dudo que así lo serán.... Ahora me veo obligada á molestarlo, para que Ud. se encargue del arreglo de los probables funerales de mi inolvidable y muy querido Javier, los que desearía fuesen de lo mas suntuoso que se haya visto en esta capital. Ante todo debo advertirle, que es mi mayor y principal anhelo, que nada se economice para realzar su esplendidez; que los mas ricos crespones negros cubran el templo completamente, y que los adornos de plata se luzcan hasta en sus pliegues mas recónditos; que el túmulo se alce imponente y majestuoso, siendo á la vez una notable obra de arte, en todos sus detalles; y que nó se descuiden en hacer que las luces brillen, con profusion extraordinaria, á fin de dar al todo mayor realce y que se atraiga la atencion, hasta de los mas indiferentes, hacia el fausto que haremos desplegar en el soberbio aparato fúnebre....Ah! La música debe ser ejecutada, por la mejor orquesta que aquí se pueda reunir, y en cuanto á la parte cantante, desearía que corriese á cargo de artistas de voz diestra y melodiosa, capaces de conmover al auditorio dulce y agradablemente; y, en fin, le declaro ser mi irrevocable voluntad, que todo se haga con el mayor lujo posible y de la manera mas suntuosa que se pueda, concebir, sin pararse absolutamente en gastos de ningun jénero, con tal de realizar, cual se merece, el pomposo proyecto que persigo. —Conque así quiere Ud. que aquello sea! observó con tranquilidad el sacerdote. —Y si Ud. gusta mayor seguridad, lo ratificaré todo por escrito, señor capellan; para que nó tenga por qué trepidar, absolutamente, en proceder á complacerme. —En verdad, que la idea es magnificentísima: nó puede ser de mayor aparato; de mas brillante lucidez, ni tampoco mas fastuosa; pero dígame Ud. antes, señora Amalia, si acaso es que vamos á tratar aquí del arreglo de alguna funcion teatral, ó de cosa parecida? —Nó mi capellan! Y por qué me hace Ud. esa observacion? —Porque si he de juzgar, segun lo que pretende Ud. que se haga, mas me parece que tuviera el muy pueril deseo de entretener al público por mera satisfaccion de la propia vanidad, antes que hacer algo que le pueda ser de utilidad positiva, al descanso del alma de su sobrino. —Pero creo que todo el mundo procede así; y en especial, veo que el mundo acomodado así lo hace, cuando trata de honrar con exequias á sus deudos que dejaron de existir. —Y por que lo hace el mundo acomodado, y el vulgo advenedizo, por necia presuncion, y tambien muchos otros se sacrifican por hacer otro tanto, lo cree Ud. bien hecho? —Así me parece, señor capellan; y de igual modo le creo absolutamente indispensable, como satisfaccion que se dá al público de haber sabido proceder con decoro, en cuanto á los restos mortales de un pariente, y á medida de las nobles exijencias de nuestra distinguida posicion social. —Esa es indijencia de espíritu, señora! esclamó algo alterado el capellan. Eso nó es mas que el ruido del bombo mundanal que tanto halaga á la necedad humana! Ridiculeces! Puerilidades! Ahí nó hay mas que la ostentosa vanidad mortal rindiéndose culto á sí misma, por medio del alucinante aparato de esos crespones, esas luces y esos cantos; como que todo aquello nó conduce á mas de lo que digo, una vez que de nada le puede servir en la Eternidad, al alma que allí se presenta .. Triste materialismo!.... Allá nó se le pregunta al recien venido, si tuvo, ó nó, ese lujoso beneficio teatral á su salida del mundo; ni si le despidieron con crespones de seda y lágrimas de plata, catafalco, luces y orquesta retumbante. Nó, señora! allá nó sucede nada de eso! Al representante que llega á esas misteriosas rejiones, nó lo juzgan por el aparato escénico que ostentó en su postumo beneficio, sino, segun los diversos papeles que voluntariamente representó en este teatro de la tierra; y ante aquel jurado, de tras de bastidores, nó hacen mérito alguno los arreos mas ó menos lujosos, ó la pompa fúnebre que se haya gastado, para despedir al cómico que se les presenta, en demanda de su sentencia .... todo eso nada es, ni de nada sirve, en ese mas allá donde nó puede penetrar la vida humana. Así es la verdad; y por lo tanto, le aconsejo pues á Ud. señora, que deseche toda idea relativa á esa ostentosa funcion, que en hora fatal se le pudo ocurrir. —Pero, si el hacer honras fúnebres es una respetable imposicion á la decencia de las familias, qué debo hacer entonces, señor capellan, para librarme de la crítica de mis parientes, amigos y conocidos? —Mandar decir algunas misas, con sacerdotes de reconocida virtud, por el feliz descanso del que muere; y para que tenga Ud. la mayor satisfaccion y al mismo tiempo se convenza, de haber contribuido eficazmente á favorecer la salvacion del alma de su sobrino, puede Ud. obsequiar á nombre de él, á los establecimientos de Beneficencia, dos, tres ó cuatro veces mas, el importe de los suntuosos funerales que había pensado hacerle. —Y qué dirá el público de tan estraño proceder? —Que diga lo que quiera! que para quien cumple como bueno, todos sus vituperios ó alabanzas nó son mas que un poco de humo, que desaparece de la atmósfera social, aún con mayor facilidad que aquella con que se borra la gratitud, del pobre corazon humano. —Es decir, que Ud. nó se inclina á acceder á mi pedido? —De ninguna manera, señora mía; pues yo nó me puedo prestar á servirle de instrumento, para que Ud. arroje el dinero en la celebracion de ese fúnebre festival, que como le tengo dicho, á nada conduce; y porque prefiero, mas bien, que Ud. represente un instante á la Providencia en la tierra, socorriendo á los pobres huérfanos, que jimen sin el amparo de los que les dieron el ser, y mitigando las dolencias de los que padecen en los hospitales, ó sea: aliviando de una manera positiva á todos esos seres desvalidos, que tambien son hijos de Dios y hermanos nuestros. Proceda Ud. como le indico, y nó se atreva á dudar de que por ello alcanzaremos, que el Exelso Padre de todos estienda su mano misericordiosa hacia ese hijo opulento, que así alivia la miseria de sus hermanos desgraciados; y El, que todo lo comprende en su verdadero sentido, y que conoce mejor que nosotros mismos el mérito de nuestras propias obras, con seguridad que nos tomará muy en cuenta esa nobilísima accion, antes de que haya llegado hasta el cielo el eco de la fugaz alegría, de tantos corazones infelices; y ese eco, que será testimonio fehaciente del bien que les hemos hecho á los que viven en el dolor, nó podrá menos que servirnos de palanca poderosa para conseguir nuestro propósito. Créame, señora, que todas las obras de caridad que se hacen á nuestros semejantes, algun dia se tornan en peldaños para llegar á esa altísima rejion de felicidad eterna, que tanto anhela la criatura en sus ensueños; á ese bendito oasis de la existencia, que cual premio de exuberante delicia le fue prometido al hombre, por su Padre celestial: por ese su amorosísimo Creador cuya divina bondad se dilata, aún mas allá de donde concluye el espacio! aún, mas allá, de lo comprensible para la pobre y deficiente razon humana!... pues que el límite de su exelsa misericordia nó lo alcanzará á trazar, jamás, el saber de todos los siglos... Entonces, qué deberemos hacer para coronar nuestra obra? qué, para alcanzar tales bondades?.. Sin duda que estamos en la obligacion de procurar atraernos las bendiciones del cielo; de atraernos á la Providencia, que siempre es la nube repentina y bienhechora que mitiga el cansancio, y restablece el vigor del desfallecido caminante, aún en la mas penosa jornada del árido desierto de la vida; á Ella, pues, es á quien debemos invocar para que apague la sed de nuestro deseo, con una sola gota del inestinguible manantial de amor, que constantemente tiene para todas sus criaturas. Y Ella, que tan bondadosa es, hasta para los que nunca se movieron á hacerse dignos de merecer sus favores, que nó será para los que así la solicitan y se esfuerzan por imitarla!....Yo nó lo alcanzo á comprender, señora mía, ni tampoco osaría pretenderlo; mas por la fe inquebrantable que mi pecho alienta, nó puedo dejar de aconsejarle que haga ese bien por el alma de su sobrino, porque las preces nacidas del alivio de los que sufren, siempre fueron de gran apoyo y favor para hacernos meritorios á la conmiseracion divina. Así pues, deseche toda idea que nó conduzca al fin que le indico, y nó trepide en llevar á debido efecto esa gran obra de caridad, á nombre de él; contando, por supuesto, con que por ella le alcanzara sin igual provecho, porque la deseada recompensa será tan abundante y benéfica, cual siempre premia el Creador el bien que se hace á sus criaturas: y si de todo corazon somos cristianos, tambien debemos confiar en que aquel eco de regocijo, de los que menos gozan aquí, se hará sentir poderoso junto al trono del Altísimo, hasta conseguir su misericordia para aquel por quien se implora....Feliz mil veces, el que puede proporcionarle alegría al inocente en su miseria, y acaso arrancar una leve sonrisa al enfermo desvalido, que sufre en el lecho, del dolor!..Dios, siempre se recreará al comtemplar ese cuadro de bendicion y de enaltecimiento para la criatura, y por ello, nunca podrá suceder que deje de premiar á su autor, con algun rasgo elocuente de su infinita bondad.... En fin, señora, ya sabe Ud. cuales son mis ideas, respecto á lo que debemos hacer por los que fueron, y en tal virtud, nó me cansaré de repetirle que nó vacile un instante, en realizar lo que ya le tengo aconsejado; porque esa obra, desde el cielo bendecida y siempre aplaudida de los buenos, le servirá mas al alma de su sobrino que todo lo que Ud. ha pensado....y, mucho mas, de lo que nosotros, aquí en la tierra, nos podríamos imajinar. Las últimas palabras del sacerdote la dejaron cavilando á la señora Amalia, y despues de un gran rato de silencio, bastante disgustada, dijo: —Creo muy bueno y santo, lo que Ud. acaba de decirme, señor capellan; pero, á pesar de todo, nó me hallo con valor suficiente para arrostrar la crítica jeneral, por la notable transgrecion que voy á hacer en una costumbre tan antigua y tan.... —Dale con los escrúpulos de la necedad! Haga Ud. como le indico y deje á un lado esos temores, que nó tienen razon de ser; porque, le repito, que para quien cumple como bueno, nó tiene ponzoña alguna la maledicencia humana, proceda de donde proceda. —Está bien!...Pues si es así, cuando llegue el caso fatal, que sospecho sea pronto, tendré presente sus palabras; y espero, que si he de hacer lo que me indica, Ud. tendrá la bondad de encargarse de las misas y limosnas. —Me habría complacido, sobre manera, que todo procediese directamente de su mano, mas ya que Ud. desea que yo lo haga, nó tengo el mas lijero inconveniente para servirla, en tan noble y benéfico propósito; y si, todavía Ud. abrigase algun temor por las opiniones del vulgo, la autorizo para que le diga á todo el mundo, que yo he sido quien le dió tal consejo. —Eso queda, completamente, á su discrecion y buena voluntad, señor capellan. —Entonces, será hasta mas ver; y siempre me tendrá á sus órdenes con tan laudable objeto, si es que llega la ocasion de servirla en su gran obra.... Quede Ud. con Dios, señora Amalia! —Adios, señor capellan; contestó con frialdad la condesa; y de que salió el sacerdote, la buena señora se quedó meditando en la decepcion que había sufrido, y sin poder hacer el ánimo suficiente para renunciar, del todo, á su espléndido y muy acariciado proyecto del festival funerario. XXXVIII. PROTECTORA Y PROTEJIDA. El sol había recorrido por mas de tres veces la esfera celeste, dejando otras tantas á las estrellas de espías nocturnos de los muy presumidos vivientes de este nuestro planeta modelo, sin que, durante ese tiempo, la servidumbre de la señora Lucrecia hubiese tenido el placentero honor de ver á su ama, con la frecuencia acostumbrada. Tan estraño suceso nó dejaba de preocupar en alto grado á esos buenos y obsecuentes servidores, obligándolos á parar muy mucho las hermosas orejas y á abrir muy á menudo la linda boca, mas de lo que tenían de costumbre; pero al mismo tiempo que aquello sucedía, era de notarse la maliciosa sonrisa que se le dibujaba al cochero, cada vez que oía los orijinales comentarios que se hacían, respecto á la chocante invisibilidad de la señora de la casa. Había mucha mímica, mucho misterio, y muy pocas palabras en alta voz. Las guiñadas de ojo se correspondían á la perfeccion, y los frecuentes cuchicheos iban in crescendo, á medida que la curiosidad los aguijoneaba. La extraordinaria prision á que la señora se había reducido voluntariamente, los tenía en ascuas y fuera de sus casillas; y como nada le doliese á la deseada, segun informe verbal de la única sirvienta que podía verla y asistirla, se perdían en hondas conjeturas esos muy cuidadosos servidores. Pero lo que mas efecto les hacía y los resentía muy de veras, era que á nadie, fuera de la predilecta, se le permitiese pasar los umbrales del dormitorio de la señora, durante aquellos dias de oscuridad completa; y tan singular y jamás ordenada prohibicion, forzosamente tuvo que dar motivo para que se ejercitaran, á sus anchas, el cacumen y las lenguas de los criados en los mas estrambóticos dimes y diretes, por el empeño que tomaban en averiguar el enigma, de la muy sospechosa reclusion de la señora Lucrecia. —Si la señora nó está enferma, decían unos, por qué se encierra así? —Ella, ni siquiera es beata, para que haga esa clase de penitencia; observaban otras. —Tampoco es mujer de inglés para que le dé el spleen. —Le habrían dado algun pesar repentino? —Difícil es, porque ya casi nó tiene relaciones. —Se habrá vuelto maniática? —Nó es su jenio para eso. —Pero ella ni almuerza, ni come, ya varios dias en el comedor; y á las pocas visitas que tiene, las manda despedir por nó salir al salon. —Cual será la causa de tanto retraimiento y de tan poco apetito? —A que viene, ahora, esa misantropía? —Cuestion de amores, nó puede ser; porque ya hace mucho tiempo que se le pasó su verano á la señora. —Entonces tendrá mucho frío. —Y si es así, por qué nó sale al sol para calentarse? —Quizá su abrigo secreto la calentará mas. —Que disparate! —Sin embargo, aquí hay algo de muy raro. —Que le habrá sucedido? —Adivina adivinador! —Que será? —Que nó será? —El diablo que lo entienda!.... Todas esas preguntas y observaciones que se hacían unos á otras, y viceversa, á media voz circulaban con inusitada frecuencia por el interior de la casa de la señora Lucrecia; y desde que la predilecta, y única iniciada en el enigmático encierro, supiese guardar el secreto con tanto interés que la dueña, nadie lograba dar en bola, por mas que aguzaran el injenio y le pusiesen tiza al taco. Muy obtusos estaban los caletres. Ni por asomo, conseguían siquiera un chiripazo. Pero nó obstante aquellas decepciones, tampoco daban su brazo á torcer. Nó cejaban en su testarudo propósito. La curiosidad, que siempre se desvive y mortifica por saber lo que nó le importa, nó dejaba de devanarles los sesos y fomentarles su fastidioso runrun, sin que hicieran mas oficio que el de perfectos papamoscas. Y lo que además contribuía, poderosamente, á que pusieran mayor ahínco en sus averiguaciones caseras, era el cuidado esquisito y muy estremado sijilo, con que la señora se empeñaba en guardar la prenda preciosa que le habían confiado; pues que en verdad nó quería que nadie la viera, mientras nó fuese llegada la vez de exhibirla ante el público, tal como se lo merecía y, tambien, en cumplimiento de la obligacion ineludible que ella misma se había impuesto. A cuanto daba lugar una muchacha escondida! Sin embargo, parecía que las hablillas de los sirvientes estaban próximas á tocar á su fin. Poco faltaba ya, para taparles la boca á los curiosos parlanchines. La incógnita comenzaba á despejarse para la predilecta, por algo extraordinario que acababa de oírle decir á su ama. Efectivamente: en ese momento la señora Lucrecia llenaba á Isabel de júbilo intenso, comunicándole la muy plausible y reanimadora noticia, de que nó tardaría mucho Eduardo en venir á visitarlas. —Oh! que dicha! que dicha! esclamó entonces la joven, sin poderse contener, ni disimular su alegría. —Y nó dudes, queridita mía, que tendrá que ser así; y en seguida añadió la señora, algo risueña: pero nunca es malo tener su poquito de paciencia para esperar, porque así, siempre se acorta el tiempo de una manera prodijiosa; especialmente cuando aquello que se espera, es algo que lo tenemos por muy bueno, y lo deseamos de todo corazon. —Ay! Dios mío! Acaso se habrá enfermado Eduardo! —Nó, hijita. —Algun contratiempo le impedirá venir pronto? —Tampoco. —Y entonces, por qué me dice Ud. eso? —Cual eso? —Que tenga paciencia? —Porque me parece una observacion indispensable, para cuando los novios se hallan en capilla, esperando su mutuo advenimiento; pues, casi siempre, les parece el tiempo tan pesado en ese trance, como si pudiera ser capaz el lijerillo de nó moverse un solo instante. —Que tal picaronaza! esclamó Isabel arrebatada de gusto, apretándole las manos á la señora Lucrecia. —Solo por esa circunstancia extraordinaria, es que te he dicho, preciosita mía, que nó te inpacientes contando los largos minutos, que tendrás que esperar á Eduardo; añadió con mucho cariño la señora. —Ah! entonces, ya la voy conociendo!.. Si él está bien y ha ofrecido venir luego, el vendrá, el vendrá; y nó tenga Ud. cuidado que sabiendo eso, yo me inpaciente mucho por verlo... á pesar de que hace tanto tiempo que nó he tenido ese gusto!... Y á que hora le ha dicho Ud. que venga? preguntó en seguida, con precipitacion, Isabel. —Nó debe faltar mucho para que lo veas. Muy prontito lo vas á tener aquí en cuerpo y alma; mas á fin de que ese tiempo nó te parezca tan largo, veo que siempre será necesario te recuerde, que hay necesidad de echar mano del milagroso talisman de la santa paciencia, para nó mortificarnos demasiado. Nó lo crees así tú, tambien? —Ya me vuelve Ud. á hacer burla, otra vez; observó Isabel, haciendo un pucherito muy gracioso. —Ni lo he pensado, hijita! esclamó sonriendo la señora. —Y me va Ud. á hacer enojar. —Pues me gustaría mucho, mucho, verla bien encrespada á tan linda palomita; repuso la señora Lucrecia, palmeándole la cara á Isabel, y estampándole á la vez un sonoro beso en la frente. —Nó estará ocupado Eduardo? volvió á preguntar con insistencia la enamorada joven, acariciando el brazo que la rodeaba el cuello. —Que inocencia! Para estas únicas circunstancias en la vida, nó hay ocupaciones que valgan la pena de perder un solo segundo.... Cuando el corazon se interesa, la cabeza nó es mas que un fiel servidor. —El ofreció venir? volvió á preguntar Isabel. —Cero y van tres. Sí, hijita; él me ha ofrecido venir pronto, muy pronto, lo mas pronto posible, casi volando. —De veras, con toda formalidad? —Formalmente, de veras. —Entonces viene! ya nó tengo la menor duda de que nos pueda faltar. —Mucho confías en Eduardo? —Mas que en mí misma! —Esa fe te hará dichosa. —Quiéralo Dios!.. —Que feliz vas á ser, Isabel! esclamó la señora Lucrecia, despues de una corta pausa. —Mediante su bondad! Mediante su cariño maternal; pues que Ud. ha sido mi ánjel custodio! ....Ingrata fuera yo, si alguna vez dejase de tener presente, que á Ud. le soy deudora por toda esa felicidad que se me espera; á Ud. mi querida protectora, á Ud. que ha sido mi providencia, para sacarme ilesa del peligrosísimo abismo en que el amor me arrojó; y puede Ud. abrigar la mas completa confianza, de que mi corazon la venera como á su ánjel tutelar, lleno de inperecedera gratitud y del mas decidido cariño para con Ud. pues que cifro mi primera aspiracion, en serle la hija mas amorosa y obediente. —Que el cielo te colme de bendiciones, hijita mía, para que la dicha derrame siempre sus mejores flores, en la senda de tu vida! esclamó impresionada la señora, oprimiendo á Isabel contra su pecho. —Y yo, nunca dejaré de rogar á Dios, que le recompense con creces los inapreciables favores que Ud. me hace, con ese bello corazon que tiene de tan buena voluntad; añadió la joven conmovida, derramando lágrimas de agradecimiento y besando, con entusiasmo infantil, las mejillas de su protectora. Despues de aquella expansion mutua de tan sincero y decidido afecto, las dos se quedaron abrazadas por corto tiempo, gozándose en el cariño y la gratitud de una y otra, hasta que al fin la señora con voz tranquila, dijo: —Felizmente, todo lo relativo á tu envidiable enlace se va realizando sin novedad alguna, y por ello me felicito muy de veras; y en especial, porque el odioso capricho de tu inhumana tía nó haya tratado de ponernos inconvenientes, que nos causaran quizas algun disgusto. —Sin duda que ella nó ha podido adivinar donde me oculto. Nó le ha sido posible dar con este pedacito de cielo, donde soy tan feliz al asilarme, que si ella lo supiese, quizá ya habría hecho los mundos por arancarme de aquí; nó tanto por tenerme á su lado, cuanto porque yo nó gozara de todo el bien que ahora gozo. La Providencia me proteje, pues, visiblemente; y de todo corazon le agradezco la magnífica suerte que me ha concedido, permitiendo que mi tía nó haya podido molestarnos y, sobre todo, á Ud. mi querida protectora; porque de lo contrario, mi dolor habría sido de nó hallar consuelo en la vida, al pensar que solo por mi culpa era que Ud. venía á sufrir. —Nó te preocupes por esas niñerías! Desecha esas candideces, hijita! Oh! conmigo nó hubiera podido suceder semejante cosa, jamás, porque yo nó soy de esos postes de carne y hueso que se dejan avasallar por cualquiera! esclamó la señora, precipitadamente. Hasta ahí nó ha llegado, ni llegará nunca mi humildad; porque si la vieja testaruda de Amalia hubiese pretendido hacer alguna intentona, para arrancarte de mi casa, ya la hubiera sabido arreglar yo como se merecía, haciéndola regresar muy lijerilla y cabizbaja, por el mismo camino que viniese. —Quiera Dios que nó sepa nada mí, tía! Así lo deseo, tanto, tanto; así lo deseo con toda mi alma; porque, repito, que nó querría que la fuesen á molestar en lo mas mínimo, tan solo por haber tenido la caridad de ese su buen corazon para asilarme. —Ahora, que ya se ha hecho la principal y mayor parte de los arreglos para tu feliz enlace, que venga á impedirlo doña Amalia si se atreve! esclamó la señora Lucrecia con tono amenazante. Ojalá se atreviera la muy insolente, que así le iría!....Nó tengas cuidado, hijita, que la esperaríamos muy firmes con la orma de su zapato; porque si ella viniese con bravatas y trayendo á cuestas su capricho, de seguro que se hallaría con quien le golpease mas la voz, y tambien, con capricho, y medio! —A que tanta exaltacion, mi querida protectora? observó Isabel cariñosa, poniendo su blanca manecita en la mejilla de la señora. La honorabilidad de Ud. es mas que suficiente garantía para mi salvaguardia. Si mi tía supiese donde me hallo, yo creo que por mas enconada que estuviera en contra mía, nunca podría ser capaz de cometer un atropello, ni mucho menos, de faltar de tan insolente manera á una casa tan respetable. —Es probable que así tendría que ser, á pesar de los bríos groseros de esa malcriada. —Indudablemente que así sería! esclamó Isabel muy entusiasta. —Y aunque ella se enfrascase y volviese en contra mía con toda su furia, nó creas que yo le tuviera miedo; eso nó; nunca llegaría á mirarse en ese espejo! —Pero, á que piensa Ud. mas en tal cosa? —Y tienes razon; porque todo cuanto, ahora, se le ocurriera hacer á la célebre Amalia, sería muy á destiempo y absolutamente inútil: esa vieja hidrófoba tendría que morder el polvo, cayendo en el mas espantoso ridículo. —En fin, sea como fuere, repito que siempre será mi mayor anhelo, el que nó vaya Ud. á ser víctima de la mas lijera molestia, por culpa mía. —Ya nada temas, hijita; repuso tranquilamente la señora; y si algo hubiese sucedido, jamás y por ningun motivo te habría podido culpar á ti, porque tu inocencia me consta. —Oh! cuanto halaga al corazon ese rasgo de jenerosidad! Ya nó diga Ud. ni una sola palabra mas, mi querida protectora, porque yo nó sabría como agradecerle sus bondades; observó precipitadamente Isabel, colocando su manecita de raso en los labios de la señora, con todo el candor del niño que juguetea con su madre. En esos y otros coloquios afectuosos siguieron gozándose, á su gusto, la protectora y la protejida, hasta que vino á interrumpirlas la voz de la sirviente predilecta con el gratísimo anuncio, de que el señor Eduardo esperaba en el salon. —Ay! mamacita! Yo tambien iré á verlo! esclamó Isabel en tono suplicante, al oír aquel nombre que le conmovía el alma. —Calma, calma señorita; repuso con dulce sonrisa la señora, preparándose á salir al mismo tiempo. Nó creas que yo sea capaz de privarte un solo minuto mas de lo necesario, en cuanto á tu deseo de verlo: eso sería una crueldad inaudita. Tan luego que acabe de arreglar unas cuantas cosillas mas, concernientes á tu felicidad, yo misma te vendré á llevar. —Cuento con su palabra, mamacita; pero... que nó vaya á ser muy larga la discusion. —Ya te he dicho, que yo sé perfectamente bien, cuantos grados de calor gasta la inpaciencia de una novia; y por eso mismo nó debes tener cuidado alguno de que te pueda hacer penar insulsamente, aguardándome mucho tiempo; y al concluir de decir aquellas palabras, la señora se dirijió al salon, dejando á la pobre Isabel en ascuas, sin saber que hacerse, ni que entretenimiento proporcionarse, que, siquiera, fuese medianamente capaz de sostituír de modo alguno, al otro entretenimiento que esperaba. Con qué, pues, lo podría remplazar! Lo saben ustedes, amadas lectoras? Nó?...ni yo tampoco. XXXIX. A SOLAS. Cual águila que solo anida en los sitios mas dominantes de la orgullosa naturaleza, así la gratitud solo reside en los corazones verdaderamente nobles. Solo allí tiene su santuario. Solo allí respira la única atmósfera en que puede vivir. Toda alma común la rechaza. Por mas encumbrado que se halle el hombre, y enorgullecido se mire en su propia esfera social, abrigando un alma miserable, nunca podrá ser digno de aquella bendicion del cielo. Su alma tendrá que ser forzosamente refractaria, á tan esquisito bien. Siempre será un campo estéril, para que allí se le pueda dar cultivo á la flor de mas delicado aroma, que posee el corazon humano. Siempre será el desierto del sentimiento. O sino, una lujosa cloaca de malas pasiones: un poco de cieno en vasija de oro. Oh! y cuan distinta es el alma agradecida! Si esta es casi un pedazo de cielo, la otra es poco menos que inmundo barro. Despues de la magnanimidad, nó hay nada en la tierra que tanto pueda enaltecer al ser racional, como la gratitud. En la gratitud, nó solo hay justicia: hay nobleza, hay amor, hay abnegación; pues que el hombre que sabe agradecer, nó solo se contenta con pagar en la primera oportunidad aquella deuda que contrajo el corazon, sino que, todavía, se constituye en servidor solícito y voluntario de quien mereciera un gran favor. Es cierto que, para algunos, eso es hacer mucho mas de lo que se debe; pero tambien es preciso considerar, que tan grandioso heroísmo es único y esclusivo patrimonio de las almas, absolutamente, nobles.... Tales ó parecidos pensamientos cruzaron por la mente de Eduardo, cuando esperaba en el salon de la señora Lucrecia. La gratitud que le debía, nó se le apartaba un solo instante de la memoria: siempre la tenía presente á esa su mejor benefactora. El corazon reconocía con vivísimo entusiasmo el inmenso bien que se le otorgaba y, con su constante y leal sentimiento, sin cesar le llevaba ese recuerdo á la cabeza para que esta le sirviera de intérprete, haciéndole saber á aquella bondadosa señora el culto que se le rendía. Esa obligacion gravitaba poderosamente sobre el espíritu de Eduardo, y veía que le era de todo punto indispensable manifestar la grata sensacion que esperimentaba, aunque, por entonces, solo fuese de palabra. A pesar suyo, solo á eso se tenía que reducir en aquel momento de exitacion. Sin embargo; siempre estaba latente el vivísimo cariño que le consagraba, á la muy digna autora de su felicidad. Por eso fue, que aún nó acabó de entrar al salon la señora Lucrecia, cuando Eduardo saltó de su asiento para recibirla; y oprimiéndole ambas manos con toda la efusion del verdadero afecto, sin soltarla la condujo hasta el sofá, y allí le dijo: —Querida amiga! Tan grandes favores como los que Ud. me hace, nó se deben agradecer con palabras, sino con hechos.... —Otra vez volvemos á la misma cantinela? interrumpió la señora sonriendo. —Y Ud. á la misma intransijencia? —Que tal Eduardo!....Por lo que veo, Ud. es incorrejible en su majadería, pues nó puede precindir de hacerme sonar, á cada momento, esa misma matraca que ya me tiene encocorada. Mucho mayor gusto me daría Ud. si callase completamente el pico, á ese respecto. —Con qué.... —Nada quiero saber. —Es decir señora mía, observó entonces Eduardo en tono de broma; que á fuer de inhumana y despótica, y sin causa ni consideracion alguna para con un pobre mortal, le priva á su entusiasta corazon que se dilate y regocije, en las rejiones donde el espíritu disfruta de la mas grata expansion? —Ese ya es otro cantar mas pulcro y, al parecer, mas entretenido que el anterior; pero, aunque en tono diferente, siempre se percibe algo de las conocidas variaciones sobre el tema sempiterno; y como nó es ahora, ni racional, ni justo, que nos ocupemos de semejantes candideces, tenga la bondad de decirme, si ya tiene Ud. hablados á sus padrinos y testigos. —De otra manera, nó me habría visto Ud. todavía, por esta su casa. Todos ellos ya están nó solo hablados, sino listos y resueltos para hacerme ese favor; y por lo que hace á mi madrina, creo que la tengo mas segura que á mi propia vida. ¿Nó es verdad? preguntó Eduardo, apretando suavemente entre sus manos, la izquierda de la señora Lucrecia. —Le agradezco mucho esa eleccion amigo mío, pues con ella me da Ud. una prueba mas, del aprecio positivo y deferencia que me tiene.... —Nó prosiga Ud. señora, interrumpió Eduardo; porque ese lenguaje encomiástico en boca de la persona á quien tantos favores le debo, nó puede menos que acobardarme y hasta, anonadarme; desde que, á mí, ni siquiera se me concede la libertad de poder agradecer á mi gusto, á mi satisfaccion y en toda la plenitud de mi deseo. —Nó volvamos otra vez á las andadas. Basta, pues, de peroracion! —Ni basta, ni me basta; porque, debido á su intransijente despotismo, yo nó tengo derecho ni para ser agradecido.... Que fatalidad la mía!... Siempre nos es mas fácil ver la paja en ojo ajeno.... —Y que más? interrumpió la señora. —Que por darle gusto á Ud. ya nó debo decir mas, sino que.... donde está mi Isabel? —Esa pregunta es demasiado abusiva, caballero; observó la señora, aparentando mucha seriedad. —Y entonces, cómo tengo de hablar! —Desde que todavía nó es suya.... —Pues dispénseme que le diga, que nó la tenía á Ud. por tan apretadamente lójica. —Soy estricta y nada mas....Aún nó se le ha concedido el título de propiedad, y ya la quiere Ud. contar como suya?... Qué es esto? Todavía nó le han dado un dedo y ya se cree con derecho á tomar el brazo! Nó puede ser mas humilde el antojo. Vaya con la cortedad de jenio! —Antes perdone Ud. la largueza....aunque solo fue de lengua, y nó de intencion. —Pero nó hay que ponerse serio por lo dicho; prosiguió la señora, variando de tono; porque ya podrá Ud. suponer, mi buen Eduardo, cuanto estará deseando la pobrecita ser suya del todo, y con que inpaciencia contará los inprudentes y pesados segundos, que se interponen entre ella y su felicidad! —Entonces, espero que nó será Ud. tan cruel, para nó permitirme que la vea ahora; que aunque sea de lejitos, tendré que contentarme. —Pues nó será así.... —Dios santo! Y por qué? —Porque nó será de lejos, sino de cerca, en este salon y muy pronto. —Ha hablado Ud. como un ánjel. —Le doy las gracias á Isabel por el piropo. —Así me desaira Ud.? —Así lo desairo. Pero dígame Ud. antes de retirarme, para cuando han convenido que tenga lugar la ceremonia? —Para esta noche. —Está buena la lijereza... Ah! Y es cierto lo que he oído decir, que ha elejido Ud. por padrino á su paisano, el señor ministro arjentino? —Y donde ha oído Ud. eso? —Antenoche hice una escapada por ver á una amiga enferma, y en su casa me lo dijeron. —Pues nó hay tal. —De veras? —Positivamente. Y ese caballero es, todavía, algo mas mío que mero compatriota, pues es mi primo-hermano; mas, por la circunstancia de estar ahora de ministro, nó lo he solicitado para que me sirviera de padrino, á fin de que nadie vaya á presumir, siquiera, que yo lo busco por la proteccion de sus favores...Sino se hallase revestido actualmente de ese elevado carácter diplomático, y fuese un simple particular, quizas lo hubiera solicitado. —Y por qué tanto escrúpulo? —Porque ese siempre ha sido mi modo de ser y de pensar, querida amiga y, además, porque creo que para estos asuntos íntimos de familia, siempre se deben buscar á las personas con quienes mas simpatizamos, y aquellas, á quienes nos ligan los lazos mas estrechos de amistad y de cariño. —Esa es demasiada preocupacion! —Puede ser que sea; pero, sin embargo, yo nó me hallo capaz de proceder de otra manera. —Nó marcha Ud. acorde con las ideas del siglo. —En esa parte, nó....Yo nunca he pertenecido, ni perteneceré jamás, á la escuela de esa despreciable jentuza, que sin amor propio ni rubor alguno pasa por toda clase de bajezas, con tal de mendigar de las jentes que ocupan una alta posicion social ó política, que les hagan la gracia de servirles de padrinos de matrimonio, ó de hacer bautizar á sus hijos. Lejos de mí tan degradante especulacion! tan humillante manera de medrar! Allá que otros, que sepan estimarse menos que yo, busquen padrinos á su antojo, entre ministros, hombres ricos y jenerales de ejército; que por lo que hace á mí y á los míos, nó quiero que ni mi esposa, ni yo, valgamos ante la sociedad por ser ahijados de tal ó cual sujeto de sonoras campanillas, sino por lo que lisa, llana y buenamente somos. —Raro modo de ser es ese, observó la señora; como que creo que muy pocos hombres pensarán de igual manera, en estos nuestros muy civilizados tiempos. —Así, tambien, lo creo yo, señora; pero, en compensacion de mi modo de proceder, les llevo la gran ventaja á mis opositores, de poder vivir satisfecho de mí mismo y sin que mi conciencia me pueda reprochar, jamás, el haberla manchado con bajeza alguna, por insignificante que sea. —Dice Ud. bien, Eduardo: ese es el verdadero caballero; así siente el corazon noble por naturaleza. Venga pues esa mano, que siempre me honraré en estrechar. —Nó tanto, señora; nó tanto como yo al tener entre las mías, la de quien tan jenerosamente me proteje; repuso Eduardo, comprimiendo, con ardoroso entusiasmo, la mano que le brindó la señora Lucrecia. —Agradezco el favor de tan noble amigo. —Pero dígame Ud. señora mía, prosiguió Eduardo; cómo es posible que me tenga Ud. ocupado en esta discusion, hasta ahora, sin haber visto todavía á Isabel? —De veras, que tiene Ud. mucha razon! esclamó la señora; porque me parece que si yo pudiera estar de novio, tambien diría lo mismo. —Y sabe Dios, que, cosas mas habría Ud. hecho! —Pues entonces, nó quiero ser la causa de que sufran tan ruda separacion, por mas tiempo: y así, para nó dar lugar á que se aleguen mayores penas mas tarde en los sentidos reclamos de ambos, ahora mismo se la voy á mandar á Isabel. —Dichosa Ud. señora, que así dispone de los ánjeles! —Quiera Dios hacerlos muy felices á los dos, queridos míos! añadió la señora Lucrecia, al retirarse; y salió precipitadamente, para darle á Isabel una de las mejores noticias que había tenido en su vida: la de ver á Eduardo á solas. Que tal noticion! Solo las muchachas que se hallen próximas á estar en proximidad de gracia matrimonial, le sabrán tomar el peso á esas palabras. Las demás....puede ser que alguillo se equivoquen en ese quilateo espiritual: S. E. ú 0., como se acostumbra poner al pié de toda cuenta mercantil. Por supuesto, que al oír la muy electrizante y deliciosa nueva, la joven saltó de gusto y, casi volando, se dirijió al salon; y todo fue llegar allí, que arrebatada y loca de alegría cayó en los brazos de Eduardo, para que este la estrechara con toda la efusion del verdadero amor que, recien, en ese momento, acababa de romper las penosísimas cadenas de la privacion y de la ausencia.... Oh! incomparable libertad de dos amantes! En que paleta divina se hallarán los colores necesarios para pintarte! En que lengua celestial, las palabras que sepan expresar, exactamente, esa dulcísima expansion del alma! Quien lo supiera! Desgraciadamente, nó parece del poder del injenio humano la realizacion de tan delicada obra. El nunca podrá sorprender la misteriosa centella de alegría que esa libertad produce, para analizarla en su mente. Jamás alcanzará á decir lo que es ese rayo de felicidad, cuya inefable luz debe de ser el reflejo de las miradas de los ánjeles, que desde el cielo nos protejen. Quizás, por eso, es que al herirnos, nos hace gozar tanto. Sin duda, que en su electricidad lleva la esencia del placer! Y tal es, que cuando el alma siente su choque encantador, la pobre razon se marea, se ofusca, se anonada....sin poder atinar jamás, á que nuestra lengua cante con arrebatadora elocuencia, aquella sublime explosion del sentimiento; aquella inponderable delicia que nó cabe en la criatura. Oh! benditos instantes de la vida! que lástima que seais tan raros, y tan fugaces en la tierra!.... Si en algo pensaron Isabel y Eduardo, al verse solos y juntos, quizas así pensaron, durante el largo rato en que estrechados nada se dijeron y que, tal vez, ni se sintieron; y sin duda alguna, que aquel debió parecerles cortísimo momento, como siempre son los en que saborea el espíritu la divina miel de la dicha. Siempre lucen cual relámpagos en la negra noche de la vida, esos preciosos instantes en que la mente se dilata por las rejiones del placer, sin alcanzar jamás á esplicarse todo el encanto que encierran. Siempre son ensueños, y nada mas! Así les pasó á los dos amantes en esa especie de éxtasis de que gozaron y, tan pronto que paulatinamente volvieron á su razon, Eduardo, con la mano puesta sobre el talle de Isabel, esclamó: —Conque, al fin, el Dios de bondad quiso concederme la inefable dicha de poseerte! —Bendito sea mil veces El que tanto bien nos hace, y quiera siempre mantener en nuestros corazones, intacta y sin mancha, toda la gratitud que le debemos! añadió Isabel con gran fervor, dándole á su enamorado acento una dulzura inesplicable. —Esa es la invocacion del ánjel! observó Eduardo conmovido; y haces bien en guiarme con todo el encanto de tu ternura, por ese camino de verdadera luz....Ah! Por indigno de la misericordia del Altísimo me tendría yo, sino me esforzase por agradecerle de todo corazon, y por todos los dias de mi vida, esta incomparable gracia que hoy me concede, este bien supremo que me hace palpar; porque en ti, me dá todo cuanto deseo en la tierra, todo cuanto mi alma ambiciona, todo cuanto á mi corazon satisface; porque tú eres para mí el ánjel de felicidad, bajo cuyas purísimas alas siempre hallaré la proteccion del cielo. —Y yo, qué le podría decir á quien tanto me favorece!....Nó hallo qué: todo me parece pálido, insignificante, insulso... Ojalá que mis labios consiguieran espresar la mitad de lo que siente mi agradecido corazon, para que oyeras el canto de mi amor y de mi gratitud para contigo; pero, desgraciadamente, nó soy tan feliz: por ahora me veo reducida solo á decirte, de que por ti me he librado del mayor martirio en la vida....Si yo nó hubiese tenido la dicha de merecer tu cariño, cuan digna de lástima hubiera sido hoy mi triste suerte! Cual sería la tortura que sufriera en mi desgracia!.... A ti, pues, te debo todo el bien que hoy respiro y, por ello, siempre me será obligatorio pedirle á Dios que te bendiga, Eduardo mío; porque despues de haberme salvado del suplicio á que estuve condenada, aún tu jeneroso corazon ha querido hacer mas por mí, y ha tenido la hidalguía de constituirse en el mejor apoyo de esta pobre y desvalida huérfana.... Sin ti, habría sido la mas desgraciada de las mujeres y contigo, seré la mas feliz de las esposas! —Dulcísimo néctar es el que me das á saborear, anjelito mío, en esa declaracion; y aunque, todavía, nó la merezco, pondré todo mi anhelo por ser digno de merecerla, á fin de que esa sea la conviccion de toda tu vida. —Lo será, lo será! y si nó quieres ofenderme, nó te atrevas á dudarlo. —Antes dudaría de mí mismo, que poder dudar un instante de una sola de tus palabras. —Así me gusta que pensemos.... —Y sabes, bien mío, prosiguió Eduardo, ya con un poco de calma; que todavía hay algo que me tiene muy preocupado. —Pero qué puede haber ahora, que te moleste? —Algo que mucho lo vamos á sentir. —Dios mío! Y qué es eso tan terrible? preguntó Isabel, llena de sobresalto. —Qué ha de ser! esclamó Eduardo, con cierta sonrisa inperceptible; que estoy pensando, en que todavía falta tanto tiempo para nuestro enlace. —De veras! Y, cuanto tendremos que esperar? —Oh! mucho tiempo! mucho! —Que desgracia! —Mucho tiempo es verdaderamente, para dos que tanto se quieren.... —Y hasta cuando, por fin, esperaremos? —Hasta.... —Acaba, por Dios! —Hasta esta noche á las ocho! esclamó Eduardo al fin, soltando la risa. —Ah! badulaque! Y cómo nó me lo habían dicho todavía? —Porque recien lo acaba de saber la señora Lucrecia; y nó se lo he participado antes, por haber convenido ambos en que yo nó pisaría los umbrales de esta casa, mientras nó estuviese todo arreglado. —Hola! conque así se habían conjurado ustedes en contra mía! —Nada menos, hijita. Y solo por haber cumplido con la primera parte de lo que ofrecí es que ahora me ves en esta casa, para implorar, de quien tú sabes, se me conceda la gracia complementaria tan deseada, del otorgamiento de tu mano; mas si mi reina, y futura señora, quiere postergar todavía la felicidad de este pobre vasallo, siempre será su deber acatar aquel mandato. —Yo nó puedo dar sentencia en contra mía; añadió inmediatamente la joven, con la mas esquisita gracia. —Y en mi contra? preguntó Eduardo sonriendo. —Eso menos, porque es mas; pues que si yo naturalmente me amo, bien sabe mi alma cuanto te adora! esclamó entonces Isabel, oprimiendo la cabeza de Eduardo contra su enamorado pecho. —Dichoso el mortal que te posea y sepa ser digno de ti! agregó el feliz galán lleno de entusiasta alegría, y colmando al mismo tiempo de muy apasionados besos las lindas manecitas de Isabel. —Oh! Tanto nó merezco, Eduardo mío! observó la joven algo acobardada, ruborizándose como las nubes al primer rayo de sol. —Eso y mucho mas merecerán, siempre, los ánjeles como tú; repuso Eduardo al concluir su cariñosa tarea, y luego añadió: y solo porque la necesidad me obliga á abandonar en este momento el cielo de tus encantos, es que me retiro de tu lado, dejándote aquí mi corazon. —Y por qué tan pronto? preguntó Isabel, sorprendida de la velocidad con que se le había corrido el tiempo. —Porque nó me quede nada por hacer, para mas tarde; pues deseo que todo esté listo y nó haya el tropiezo mas insignificante, cuando se presente el anhelado momento de tocar á nuestra gloria. —Cuanto te habrás molestado! —Pero solo, por nó poder verte; que ¡gracias á Dios! todo lo demás se ha logrado llevar á debido efecto, sin la mas lijera novedad.... Ah! se me estaba olvidando decirte, que la señora Lucrecia va á ser nuestra madrina, y que ella te arreglará y te pondrá, al corriente de todo lo relativo á nuestra fiesta, mientras vuelvo. Conqué, hasta las ocho, preciosita mía! esclamó Eduardo tomando su sombrero. —Hasta las ocho, y ni un minuto mas! añadió Isabel; y despues de un apreton de manos y un prolongado abrazo de despedida, Eduardo se retiró precipitadamente, sin volver la cara un instante: temía que los ojos de Isabel le fuesen á impedir el moverse. Ella se quedó estática, mirándolo alejarse; y de que se le perdió de vista, con la ajilidad de una gacela corrió contentísima á su dormitorio. Allí encontró á la señora Lucrecia, recostada en un divan; y todo fue entrar y verla, que sin poder disimular la joven el desmedido placer que sentía, en el acto la abrazó y la besó repetidas veces, esclamando despues: —Ay! que dicha! que dicha! Cuanto gusto tengo de que sea Ud. mi madrinita! Ya con ese derecho de parentezco y de autoridad sobre mí, me podrá Ud. mandar á su antojo y como mejor le parezca; y hasta reñirme cuando la moleste, ó de que nó me porte bien....Así debe de ser cada vez que le dé motivo: nó es cierto? y aunque lo hiciera Ud. todos los dias, aunque abusara Ud. de su autoridad, siempre le viviría muy agradecida, siempre sería la misma para su mamacita Lucrecia, su pobre hija Isabel. —Gracias! mil gracias! hijita querida! Quiera la Providencia colmarte de bendiciones, y que cada dia lo haga mas feliz á ese tu muy amante corazon! repuso conmovida la bondadosa señora, retornándole con alegría maternal sus entusiastas caricias á Isabel. XL. LA MODISTA. Cual Penélope hacía con su obra interminable, así los pinceles del Divino Artífice borraban el dia del lienzo de costumbre, para pintar en su lugar la noche; y al venir aquella con su jenuina oscuridad, les debía hacer ver mas claro á los curiosos sirvientes de la señora Lucrecia, aunque nadie las tuviera por gatos, ni lechuzas, ni murciélagos. Y así les sucedió en verdad, sin que hubiesen obtenido cartas de ciudadanía para dicha metamorfosis. Era precisamente la noche del dia en que vino Eduardo, cuando esa curiosa servidumbre cesaba de padecer de la grave enfermedad de incesantes cuchicheos, complicada con aventuradas conjeturas que tantos males suelen causar al prójimo; abandonándolos tambien, al mismo tiempo, la infalible y concerniente fiebre de dimes y diretes, nó menos proficua en sus filantrópicos resultados. Al cabo de cuatro larguísimos dias, por fin se levantaba el telon que tanto lo encocoraba á ese muy ansioso público, dejando en la primera escena semisatisfechos sus deseos, al ver abrir el salon principal de la casa como para que tuviera lugar una recepcion; todavía agregándose á esto, que ya sin preocuparse de la presencia ni de los muy abiertos ojos de tan atentos servidores, la señora entraba y salía con Isabel muy familiarmente. Las dos charlaban y se reían á su gusto, sin concederles ni siquiera una mirada á las interesantes bocas abiertas de la respetable mosquetería. Así, con tan ningun caso los trataban. Mas tan luego que el mayordomo, ya viejo gruñon y de cáscara amarga, notó á la joven, estirando el vetusto hocico, esclamó: —Conque este era el célebre gato encerrado que teníamos! —Que nó ve que es gatita y muy linda? le observó un mozo que se hallaba junto al viejo. —Y que le importa á Ud. que sea hembra ó macho? —A mí?.. nada, señor mayordomo. —Pues entonces, punto en boca; y nó meta nunca su cuchara, donde nó hay bocado para Ud. —Parece que la luna está en creciente, observó otro. —Y que tiene Ud. que ver con que esté en creciente ó en menguante? replicó luego el despótico mayordomo. —Es que yo soy muy aficionado á la astromanía. —Con razon hay tantos perros que ladran á la luna. —Nada de indireutas mi jiefe, murmuró el astromaniaco. —Y nó me dirán ustedes, que se hacen todos acá? preguntó el viejo, dirijiéndose á los mozos. —Acompañando á la señora Ana; le contestó uno que se hallaba junto á una viejecilla jorobada, que servía de ama de llaves. —Y que hace aquí, tambien, la señora Ana Frodita? —Lo que me da la gana! contestó altiva la vieja. —Tambien está buena la salida, gruñó entonces el despótico viejo. —Bravo! Bravo! gritaron los otros; y el bravucon del mayordomo plantó el pico muy humilde, y se retiró al instante sin volver á chistar palabra. —Vaya con el viejo tan majadero! esclamó la chica victoriosa, despues de restablecida la calma, taqueándose las narices de rapé mas allá de la medida de costumbre. —Así será su jeño pú, observó uno de tantos. —Pues mucho me alegro, prosiguió la tal doncella, de que ustedes hayan salido de esta curiosidad que los tenía como unos endemoniados, por ver si lograban husmear una puntita del noviazgo. —Y Ud. cómo si tal cosa! interrumpió un mozo próximo á ella. —Por supuesto! Que me importaría á mí todo eso, cuando he visto tantos matrimonios en mi vida! —Y el suyo, cuando lo veremos mamita eterna? Parece que aquella pregunta nó le gustó á la brava vieja, ni mucho menos el piropo final; y ya, como sentida y agraviada, lo iba á reprender al mozo de palabra y obra, cuando en eso el polvillo hizo su efecto y las narices tomaron la réplica á su cargo, pronunciando un furioso discurso de estornudos. Que algazara mereció la tal ocurrencia! En el acto los oyentes le obsequiaron á doña Ana una estrepitosa salva de palmoteos y de bravos, con la que la obligaron á deshacerse en estornudos: pero nó permitiéndole su modestia aceptar esa tan bullanguera ovacion á la oradora, mas que de prisa, y muy picada, se largó con su música á otra parte. Pasado aquel ruidoso incidente nazal, que por largo rato costeara la risa de la alborotada servidumbre, muy luego, para su mejor convencimiento, vieron destilar y penetrar en seguida al dormitorio de la señora mas de media docena de costureras, presididas de una modista francesa que andaba con mucho garbo y nó poca desenvoltura. Y tambien notaron que, desde el jefe hasta el cabo, todas ellas llevaban algunos paquetes y otros bultos, fuera de varias cajas y cajitas de carton de diversas formas y colores. Con esas armas marchaban entusiastas en busca de su gloria artística; y al tomar posesion del cuarto donde deberían lucir sus habilidades, fue inmensa la bulliciosa algarabía de esas oficialas de aguja y dedal; y por las palabras que á veces se dejaban distinguir, luego se sercioró la curiosa mosquetería de que se trataba de acicalar á una novia, con todos los arreos del uniforme mas deseado y atractivo, para todo el bello sexo: salvo muy honradas y, tambien, nó muy honrosas ecepciones. Mucho se hablaba de la preciosísima guirnalda, de los cientos de azahares que había que distribuir, de los magníficos encajes blancos, del soberbio vestido blanco, del riquísimo velo blanco, de lazos blancos; y ¡sabe Dios! de que infinidad de otras cosas mas, que rigorosamente tenían de ser blancas. Era de empalagar la tal elocuencia blanca! De necesidad parecía que todo debiera de estar de tan delicado color en esa fiesta extraordinaria, tan solo porque la novia que era el centro pertinente de la dichosa blancura, tambien fuera al mismo tiempo, el blanco infalible y fijo de la crítica mundana; ó mejor dicho: el ecce-mulier de los ojos y las lenguas de la multitud curiosa. Y en efecto: solo aquel nítido color de pureza quería la imperiosa modista que se luciera en todo y por todo el vestido de Isabel, asegurándole á esta en su jerga de gavacha, que de ese modo estaría mas vaporosa, mas encantadora, mas sublime, y como recien caída del cielo envuelta en su manto de nubes; y desde que la novia fuese mujer, y todavía muchacha por añadidura, nó hay porque pensar en que les pusiera inconveniente alguno, para dejarlas hacer y que procedieran á su gusto. Como que atendido aquello con la circunspeccion del caso, la cuestion nó podía ser mas importante, ni de mayor interés. Calcúlese que se iba á tratar nada menos, que de hermosear mas á Isabel (si posible era), mediante los secretos del arte de la muy entendida modista; y aquella obra forzosamente tenía de ser un asunto de esquisita sublimidad, de principio á fin, para todas ellas. Por consiguiente, una vez obtenido el permiso de la imajen de la fiesta, sobre la marcha se procedió á distribuir muchas luces en derredor del dormitorio; se cerraron las puertas con llaves y picaportes; tomaron matemáticamente el centro de la habitacion; y rectificada la exactitud del procedimiento, allí colocaron á la novia, muy de trapillo, para proceder inmediatamente á su pulimentacion y la correspondiente ornamentacion. Entonces la modista francesa, Madame Ciseaux des Epingles, orgullosa se colocó delante de sus oficialas y, con aire teatral muy afectado de jestos y contorsiones estrambóticas, así le habló á Isabel: —Mademoiselle! voy á hacer mi mecor por divinizarla por la terrá, dans cette nuit des nuits! Mí, yo soy, por estas obras de larté de Venus, presque une* fée enchanteresse; ú la mema cosá que una....una....una feá encantarizadorá, quien sans haber una** baguette maquicá es capable de confeccionar marvillás superfines. Oh! es mí quien es la mecorá interpréte de los encantamentos de la mode! Despues que yo soy venidá aquí, en este capital por mi profesión d´artiste, veritablementé que yo purría asurar que muchos....muchos anquéles son sortidos de mis manós.... —Ya veremos, como salgo yo! le interrumpió Isabel, conteniendo la risa; mientras la señora Lucrecia se mordía los labios, fastidiada de la rara alocucion de la oradora. —Vous verrez mademoiselle! esclamó la modista, cortando su discurso, y haciéndoles á la vez un jesto significativo á sus ayudantas. ---------------------------------------- * hada ** varilla ---------------------------------------- Al momento, con gran alboroto comenzó la ceremonia de destapar las diferentes cajas, y desliar los paquetes que contenían todas las grandezas y minuciosidades del uniforme nupcial; y hallándolo todo sin novedad, en seguida y con el mayor cuidado, fueron colocando sus delicadas partes sobre la cama, las mesas y sillas del cuarto, segun el orden en que deberían servir para poner de completa gran parada á la novia. Concluida la prolija tarea de distribuir todos los adornos concernientes al vestido, la modista en jefe dió la voz de prepararse á vestir á la novia; y en el acto, lo mismo que si se hubiese tocado á zafarrancho para un abordaje, con gran alboroto cada una de las asistentas pescó el objeto que le correspondía alcanzar, viniendo al instante á tomar su puesto de combate, á la izquierda, derecha ó retaguardia de su jefe; quien, por entonces, era la única persona que se debería permitir tocar á la próxima esposa. De que dicho jefe se vió rodeado de todos sus ayudantes, bien provistos de municiones y listos para entrar en accion, los arengó lijeramente, y sobre la marcha se dió principio á la gran obra de la transformacion de Isabel. La modista fue la destinada á despojarla de su sencillo traje de casa, para revestirla en seguida, con el espléndido ropaje de una novia de alto rango y del mas esquisito gusto, del caprichoso mundo elegante. Mientras fue cuestion de solo la modista, todo se pudo ver con tranquilidad; pero desde el momento en que á las oficialas les llegó su turno de tomar una parte activa, aquella operacion fue de marear, por la variedad y lijereza de sus orijinales movimientos. Todo era vueltas y revueltas, agachadas y estiradas; miradas de frente y de soslayo; observaciones prolijas por este lado y el otro; jalones á una y dos manos, por todo el contorno del vestido, y casi siempre con acompañamiento de muy regulares sacudidas y de una algazara de papagayos. Ya se retiraban á formar concepto de la perspectiva; ya regresaban á la vez, todas con luces á rodear á la novia; ya repasaban con vertijinosa rapidez, los pliegues, lazos, flores, cintas broches y alfileres del vestido; y despues de aquella minuciosa exploracion, muchas veces sucedía que la injeniera en jefe se sentía descontenta, por alguna sombra de mas ó de menos en su obra, y entonces le daban tan recios estirones á la tela, que á su dueño la hacían doblarse como un junco, ó estirarse como cuerda bien templada. Y fuera de aquellas pruebas, quien sabe, todavía, cuanto la fastidiarían y le calentarían la cabeza á esa desgraciada víctima, con el cúmulo de observaciones que nó podían dejar de hacerle en coro; amén del indispensable barullo y confusion que unas á otras se formaban, para nó poder entenderse ellas mismas, ni que el diablo las entendiera. Mas como nó es justo apocar la gloria de nadie, nó podemos precindir de hacer una mencion honrosa de la señora Lucrecia, quien, desde un principio, supo tomar una parte activa en la obra monumental de vestir á su protejida; y tan entusiasta fue, que por mas de tres veces nó dejó de acercar alguna luz para que prendieran uno que otro alfiler, ó compusiesen algun pliegue: lo que bien considerado, y tomado en cuenta cual se debe, era realmente mucho heroísmo para la edad que tenía. Nó se podía negar que, á pesar de su abundancia de años y escasez de ajilidad, esa vez supo hacerse digna de merecer el título de ayuda muy oportuna, para casos extraordinarios. Sabe Dios cuantas dificultades salvaría! Por felicidad, mediante los oportunos oficios de la señora Lucrecia y acaso un algo de la caritativa intercesion de santa Rita, por ser abogada de todo percance femenino, llegó á su fin el suplicio de Isabel; pero solo acaeció aquello, despues de haber hecho infinitos movimientos y evoluciones, á voluntad ajena, sirviéndoles de maniquí la pobre joven á cuantas mujeres hubieron en el cuarto. Casi dos horas de trabajo les costó la delicada obra, y cuando esta quedó á satisfaccion de las prolijas observaciones de Madame Ciseaux des Epingles, antes de despedirse de Isabel esclamó esa modista. —Oh mon Dieu! mon Dieu!* Quelle gentillesse!..**Que vous- étes belle!.... Veritablementé quel me sembla com si yo seríá venida expresmenté de Paris, esta noché, por confeccionarla usté, tout á fait comme il faut .... Voilá la fiancée mas interesanté y mas fashionable que yo visto, depuis dos años que yo tengo lonor d'habiyar le monde elégant desté capital; y por el plaisir que faí de verlá tan parfetamente á mon gout, y de los que aman la beauté artistique, yo la proclam mi*** chef d´oeuvre .... En fin Mademoiselle, desirandolé toda bien posiblé por usté an su nuvel eladó, yo me hago lonór de saluarla é dofrirla mis respetós, de tout mon caur. —Nosotras le decimos lo mismo, señorita! esclamaron en coro las atenciosas ayudantas, de que acabó de hablar su jefe. --------------------------- * Cuanta gracia! ** Que hermosa está Ud. *** obra maestra. --------------------------- —Mucho les agradezco sus buenos deseos, les contestó Isabel afectuosamente. Así concluyó la tarea artística de la comparsa de aguja y tijeras; y en seguida de variadas y profundas reverencias, todas ellas salieron echando rúbricas con un gracioso meneo parisiense, que probablemente les enseñaría la modista en jefe, y diciéndose con lijereza unas á otras: —Ay! que mal te has prendido tu fichú! —Pero está mejor que tu jersey. —Y que te parece el puff de Mariquita? —Oh! ese es de primmo cartello Tales fueron las últimas palabras que se les oyeron. Isabel y su futura madrina se quedaron solas otra vez, despues de la retirada de las joviales cotorras, y tan luego que la última dejó de sentir la algarabía políglota, soltando la risa esclamó: —Soberbio discurso el de la madama! Ha estado tan afrancesadamente sublime, que yo nó le he entendido palabra de todo lo que ha dicho. —Así debió de ser; porque parece que poco le importa á la buena gavacha hacer una perversa ensalada franco-española, con tal de que ella logre mover el pico. —Pero, desde que tu hablas francés, supongo que le habrás entendido su jerigonza. —Si mamacita: y toda su orijinal discursia-dura nó se ha reducido á mas, que á echarme un poco de incienso y á echárselo ella, tambien. —Sin embargo, por lo que veo en tu vestido, se conoce que la mujer es cumplida en la materia. —Estoy bien? preguntó Isabel, acomodándose una flor en el peinado. —Verdaderamente, que estás encantadora! —Que dirá Ud. pues, mamacita! observó la joven algo ruborosa. —En todo caso, menos de lo que te podría decir tu novio; repuso la señora, con cierta sonrisa muy significativa. —Entonces, Ud. está segura de que le debo parecer bien á Eduardo? preguntó Isabel, ya menos tímida, obsequiándole á la vez á la señora con una dulcísima mirada. —Precisamente que sí: y si nó le agradase tanta belleza, y tanta gracia, declararía que es un solemne mentecato. Isabel se sorprendió al oír esa última palabra; mas mirándose luego en una hermosa luna de Venecia que le retrataba todo el cuerpo, pudo contestar en ese momento: —Espero que nó llegará Ud. á hacer esa declaracion. Lo que dá lugar á suponer, que algo conocería la chica el poder de sus encantos, cuando se atrevió á decir aquello; y si nó fue así, nada hemos dicho. XLI. LOS PADRINOS. Por algunos minutos mas, la señora Lucrecia ó Isabel continuaron entretenidas en su agradable charla de dormitorio, cuando al dar las ocho y media de la noche, les pareció sentir que un carruaje se detuvo en la puerta principal de la casa; y al poco rato de aquel ruido que las hiciera callar, una sirvienta les avisaba que el señor Eduardo y tres caballeros mas, esperaban en el salon. Isabel se estremeció al oír aquel anuncio, y en sus lindísimos ojos brilló un relámpago de placer. La señora, tambien se conmovió su poco; pero rehaciéndose al momento, con toda tranquilidad le ordenó á la mensajera que mandase enganchar el coche inmediatamente; en seguida tomó un abrigo de seda, y dándole la mano á Isabel le dijo: —Vamos, hijita; nó nos hagamos esperar. —Vamos, repitió Isabel; y ambas tomadas de la mano se dirijieron al salon, sintiendo la señora á cada paso el sacudimiento nervioso de que era presa la joven. —Que temblor el que tienes! esclamó entonces la futura madrina; parece que te llevara al suplicio. —Y por qué será mamacita? —Nó lo sabes picarona?....pues yo sí lo sé; es que recien vas á poner el pié en el primer escalon, del palacio de tu felicidad: y la que al aproximarse á esa encantadora mansion nó se estremezca de gozo, es preciso que sea de piedra, ó de hielo, ó un monton de carne inútil. —De veras; que es la conmocion del placer la que me ajita....siento el gusto y la alegría con que el corazon me baila, brinca y retoza dentro de mi pecho: parece un loco que se cree feliz en su jaula. —Ojalá que nunca se le quite esa locura! esclamó la señora, comprimiendo la mano de Isabel. En eso llegaron las dos al salon; y Eduardo, despues de darle la mano derecha á su próxima madrina y la izquierda á su novia, se apresuró á presentarles á sus tres amigos, haciendo una mencion especial del que iba á ser el padrino. Inmediatamente se cambiaron las frases de cumplimiento, de indispensable pronunciacion en tales casos, y dos de los amigos de Eduardo en seguida, entablaron conversacion con la señora. El futuro padrino prefirió estar al lado de sus ahijados; y mientras la señora atendía á los otros dos caballeros, él le decía á Isabel. —Aunque Eduardo se ponga celoso, nó puedo precindir de hacerle presente el orgullo y el placer que esperimento á la vez, por haber merecido tener una ahijadita tan interesante como Ud. —Demasiado fervoroso me parece Ud. caballero, en la manera de manifestar sus favores; repuso Isabel al momento. —Pecaría de indiscreto, si dijese lo contrario. —Oh! nó lo crea Ud; y por lo que hace á lo que acaba de decir, respecto á los celos de Eduardo, nó hay por que presumir, siquiera, que los pueda abrigar un instante, quien tan de veras me ama. —Pues por lo mismo, ahijadita, me atengo á mis palabras, sin cejar un solo punto. —El nó es loco, ni vicionario, para nó saber agradecer, quizas aún mejor que yo, la deferencia ó el afecto con que me honren otras personas. —Esa respuesta es muy merecida; nó es verdad, mi querido padrino? añadió Eduardo, golpeándole el hombro á su amigo. —Y por ello me felicito muy de veras; como que ahora, me ratifico con firma entera en lo dicho; repuso el padrino muy alegre. —De veras? preguntó Isabel. —Positivisimamente! Pues juzgo, que bien merecería ser calificado yo de papanatas en grado heroico y eminente, si no supiese estimar cual se debe, el gran hallazgo que hoy he hecho. —Quisiera decir otro tanto, añadió Isabel. —Nó hay por qué, ni para qué: eso sería demasiado exijir de una ahijadita, que tan bien sabe estimarse y estimar á los suyos, igualmente; y en tal virtud, creo que hay siempre razon de sobra para enorgullecerse con su parentezco, y vivir muy satisfecho de su sincera amistad. —Cuidado, mi buen padrinito; con que por tanto mimarla, le vaya á salir la chica respondona; observó entonces Eduardo. —Eso nó podría suceder jamás: nó es así mi querida ahijadita? —Es probable, señor padrino. —Probable, nó mas dice Ud? —Nó soy adivina, para atreverme á decir mas. —Atrévase Ud. que yo respondo! —Soy muy cobarde. —Pero sin embargo, supongo que Ud. deba saber perfectamente, que nó me ha de ser respondona: nó es verdad? —Así tendré de ser, señor padrino, siempre que Ud. nó sea muy pregunton: repuso Isabel sonriendo. —Otra y te pego! esclamó Eduardo soltando la risa. —Y bien merecida, añadió el padrino. —Por lo visto, prosiguió Eduardo, presumo que ya sepas como te tienes de portar; pues por lo que ahora te acaba de decir tu presunta ahijada, ya bien debes comprender lo que podrá ser mas tarde. —Para ti, feliz Eduardo, siempre miel sobre buñuelos: y para su pobre padrino, nó dejará de ser con frecuencia de trato afable y cariñoso. —Haré lo posible, por ser para Ud. como lo dice. —Y para mí nó tratarás de ser, tambien, lo que ha dicho nuestro padrino? preguntó Eduardo muy salamero. —Que trataré, nó te quepa la menor duda; pero que lo llegue á ser..eso, siempre penderá de ti. —Señor, ahijado; parece que tambien Ud. ha merecido su pax-tecum? observó el padrino. —Tambien me confirmaron. —Quizas lo necesitarías. —Y tú, por partida doble. —Por supuesto, como padrino tuyo. Pero, por mas vueltas que le demos á ese cariño episcopal, nó podemos negar que á los dos nos ha medido con el mismo báculo, que destina á los preguntones: nó es verdad mi buen Eduardo? —Agradezco el apunte, señor padrino. —Ud. se lo ha merecido, señor ahijado. —Pues, vaya, que ese tratamiento está gracioso! esclamó la señora Lucrecia, recien terciando en la polémica. Mucho me sorprende oír que, con tanta anticipacion, se prodiguen ustedes títulos de parentezco, que todavía no han merecido. —Esa observacion, me parece muy de zapatito ajustado; replicó el padrino, afectando gravedad. —Si es así, será muy justa; observó secamente la señora. —Eso nó puede ser, ni siquiera escribanilmente lójico, porque lo ajustado nunca fue justo, así como lo holgado siempre fue muy agradable; y sino para corroborar mi asercion, dígame Ud. señora mía, si alguna vez en sus trasportes amativos, nó le dijo el recordado esposo: te quiero como á mi zapato viejo? —Nó me lo dijo jamás, ni yo tampoco se lo hubiera tolerado. —Pobrecito!....Entonces eso prueba desgraciadamente, que siempre lo tuvo Ud. sujeto á la tiránica ley del embudo: Ud. con lo ancho y él con lo angosto; y tanto ajusta y ajusta, tanto lo llegó Ud. á estirar al humilde esposo, que al fin se estiró del todo. Estupenda crueldad tan femenina!..Y lo peor del caso, es que hasta ahora nó se haya descubierto la cuerda, que aguante una tirantez continua: así durarían los maridos un poquito mas....Dispenseme Ud. pues señora Lucrecia. Mas, volviendo á nuestro asunto primordial, por qué se opone Ud. á que nos demos, mutuamente, los títulos de parentezco, que con tanta cordialidad y tanta amabilidad nos estábamos dando? —Porque todavía nó es, justo, ni racional, que así sea. —Que tal modito de ajusticiar! —Es decir, preguntó entonces Eduardo, que Ud. sería capaz de enojarse, si desde ahora, yo la llamase madrinita? —Por supuesto que sí, porque aún nó es efectivo ese título. —Déjese Ud. de efectividades, compañera! interrumpió el futuro padrino; porque desde que ya contamos con el grado, lo demás se viene de por sí; y si nó me quiere Ud. creer, vamos ahora mismo al ministerio de la vicaría, para que allí nos estiendan nuestros despachos. —Y nó hay por qué dudarlo, añadió Eduardo; si se toman en consideracion los muchos y relevantes méritos adquiridos. —Dios se lo pague, ahijado! esclamó el padrino con gran entusiasmo. En ese momento, entraron dos amigos de la señora Lucrecia, y tomándose esta del brazo del padrino, le dijo: —Vamos á recibir á esos caballeros, al otro estremo del salon; y luego, bajando la voz, añadió: Es preciso que nó seamos inprudentes y que dejemos solos á los novios, para que, todavía, gocen de la delicia de tontear un rato mas de solteros, por la última vez de su vida. —Nó puede ser mas acertada y filantrópica la observacion que Ud. me hace; repuso el padrino, ya á algunos pasos de los novios; y por lo que voy viendo, despues de tomar en cuenta sus profundos conocimientos en historia matrimonial y mis pequeñas teorías casamenteras, nó puedo dudar un instante que les haremos un magnífico par de padrinos, á nuestros muy dichosos ahijados. —Si Ud. se hubiese casado alguna vez, nó tendría inconveniente en creerlo. —Gracias, señora, por la falta que Ud. me nota: aunque así defectuoso, parece que me estoy mejor.... Quizás, tambien á mí, me hubieran sujetado á esa terrible ley del caprichoso embudo. —Tanto mejor! le habrían hecho un gran bien, puliéndolo un poquito mas! —Protesto del pulimento: mejor me estoy así en brutto. —Oh! que esterilidad de ambicion! —Para cargar con la cruz? —Nó...para saber guiar á sus ahijados. —Y qué, acaso un soltero completo nó puede estar bien dotado, de las aptitudes necesarias para hacer un buen padrino? —Dificilillo me parece, que pueda servir de Mentor en la florida y espinosa senda del matrimonio, quien nó conoce de aquella ni sus incomparables delicias, ni tampoco sus pesares. —Esa indirecta es muy grave. —Y si el soltero está en vísperas de merecer una N final, añadió sonriendo la señora; creo que por ser ya moro viejo, menos podrá ser buen cristiano. —Cantáridas! Esa es todavía un poquito mas grave. —Mas, nó por eso, vaya Ud. á perder su gravedad, amigo mío: y llegándose en ese momento á los recien venidos, añadió la señora: Tengo el placer de presentarles á mis amigos, al futuro padrino. —Y yo la muy alta honra de proclamar á la presunta madrina. —Nos complacemos, grandemente, de que se haya hecho tan feliz elección; añadió el primer caballero. —En cuanto á la señora, nó puede caber la menor duda de que sea muy feliz la elección; objetó el padrino; mas por lo que á mí toca .... —Nó veo en que pueda Ud. desmerecer; interrumpió el segundo. —Así parece, á la simple vista; repuso el padrino suspirando; pero ¡ay!....para mas pormenores, allá que se los esplique mi muy amable y caritativa compañera, porque yo nó me atreveré á decirlo en todos los dias de mi vida. —Y cual es ese gravísimo requisito? Al oír aquella pregunta, la señora Lucrecia les refirió la pequeña discusion que tuvieron al venir, haciéndoles notar el defecto que le había descubierto á su acompañante, para que pudiera ser buen padrino en toda la estension de la palabra. Inmediatamente que se hicieron cargo de la cuestion los dos oyentes, como fuesen solteros, nó pudieron menos que defender á capa y espada al futuro padrino, y con gran desparpajo sacaron á relucir todos los silojismos de su lójica celibatuna, desde la cuestion de la primera manzana, hasta la del último pero de aquella noche; mas, por supuesto, se entiende que toda la discusion se sostuvo, sin traspasar en lo mas mínimo los límites de los respetos, urbanidad y galantería, que se merece toda señora, cualquiera que sea su edad. Sin embargo la polémica llevaba trazas de ser inacabable, porque ni ella ni ellos se lograban convencer. Pero felizmente, cuando mas empeñadas estaban ambas partes en sostener sus razones, entró al salon una señora amiga íntima de la dueño de casa y de Eduardo, acompañada de tres hijas suyas; y entonces, nó hubo mas que cortar toda discusion é ir, inmediatamente, á hacer las debidas atenciones, á las que recien se presentaban. Sobre la marcha vinieron los abrazos y besos de recepcion, entre el bello sexo, y las ganosas miradas del sexo feo. A los besos abrazados, se siguió la presentacion de los varones, nó conocidos, y estos se derritieron en galantísimos coloquios ante las muchachas. Y finalmente, despues de que todos se conocieron por el forro, ellos en pos de ellas pasaron á ser miembros de la lijera sesion, que tuvo á bien presidir aquella noche, la señora Lucrecia de Montesgordos y antigua viuda de Delgado. XLII. EL Y ELLA. De que la señora Lucrecia y el padrino se separaron de los novios para hacerles la corte á sus huéspedes, como ya sabemos, Isabel y Eduardo se quedaron paseándose del brazo en el estremo opuesto del salon; mas viendo pronto, á la mano, otro saloncito á propósito donde estar libres de testigos, por supuesto que sin pedir permiso á nadie, allá se fueron los dos á continuar sus paseos. Decididamente que aquel retrete les pareció una delicia.. ¡estaba tan á tiempo! Para ellos, quizas el amor batía esa atmósfera con sus alas de placer; y la escasa luz que allí se disfrutaba, debió hacerlo muy encantador al saloncito: eso es mas que probable. Allí, siempre tomados del brazo, locos de gozo y de alegría, á cada instante se estrechaban las manos, como para comunicarse la electricidad del júbilo de sus corazones, cuando al dar la vuelta en una de sus ya muchas paseadas, él le decía á media voz á ella: —Cuan pobre suele ser jeneralmente la lengua, para saber interpretar la grandes sensaciones del espíritu! Yo quisiera poderte decir, todo lo que gozo en este momento; mas, por desgracia, mi razon es inpotente para espresar cuanto deseo. Nó consigo esplicarte esta dicha que siento; este placer supremo en que rebosa mi corazon en sus latidos, al tenerte así, tan cerca, junto á él. —Y sin embargo de que tú nó me dices ¿cómo es esa dicha? yo la siento en toda su plenitud, aquí, dentro de mi alma. —Tampoco me alcanza á sujerir la mente, de que manera podría manifestarle mi reconocimiento al Altísimo, por el gran favor que hoy me hace; por este inmenso bien que hoy me concede! —Adorándole siempre y amándome á mí. —Nó es suficiente la gratitud que me indicas, para la gracia que me hace con la esposa que me dá; pues tú eres una criatura tan completamente á mi gusto, cual si á propósito te hubiera dado vida para el colmo de mi deseo. —Ojalá que nunca tengas otras ideas, ni tu corazon otro sentimiento! —Y nó lo dudes, ánjel mío, que así por siempre ha de ser; porque tengo tal satisfaccion de poseerte, que, fuera de ti, nó hay en el mundo encanto igual para mí: todo en él es un árido desierto, donde nó hallo mas oasis que tu amor. —Así tambien, tú constituyes todo el mundo que deseo, Eduardo mío! —Bendita seas divina luz del alma! le interrumpió el enamorado joven, con entusiasmo febril, oprimiéndola un instante contra su pecho. —Y por esta dicha que respiro á tu lado, prosiguió Isabel, será un perpetuo deber mío rogar á Dios por ti, para que te conceda toda felicidad sobre la tierra; á fin de poder recompensar, en escasa medida á mi deseo, todo el bien y la gracia que me haces, al darme tu querida mano, tu corazon y tu nombre. —Solo la inmaculada pureza de tu amor es capaz de corresponder con tal exeso! esclamó Eduardo, llevándose á los labios una de las manos de Isabel. —El amor y la gratitud que le debo al mas noble de los hombres, me obligarán siempre á proceder así. —Oh! cuanto, cuanto me haces gozar! Al oírte espresar de esa manera, en ti hallo el purísimo cielo, donde bate sus alas sin cesar mi entusiasta corazon, y entonces solo en ti cifro la gloria de mi orgullo. El placer indefinible é incesante con que tu presencia me regala, es algo tan arrobador en su delicia, que nunca por nunca esperimenté en la vida: jamás gozó así tanto este pobre mortal!....Por mas bella, mas intelijente y graciosa que fuera mujer alguna, que nó fueses tú, nunca tendría el poder de atraerme con tal fuerza; jamás alcanzaría á ser para mí, cuanto tú eres; y jamás la podría creer yo, lo que á ti te creo: la realidad del mas bello ideal de amor que la mente pudo forjar. —Nó tanto! nó tanto, Eduardo mío! esclamó Isabel, comprimiendo fuertemente las manos de su próximo esposo. Estás disvariando. Parece que la cabeza se te va, á ese mundo de delicias con el que suele soñar el corazon apasionado. —Delirar? oh! nó....Yo nó deliro; porque nó hago mas que espresar vagamente, sin entusiasmo y sin la verdad precisa, una de las mas sublimes sensaciones que puede esperimentar el alma. Apenas, si atino á bosquejar pálidamente, la dicha que me ajita!.... Podría yo, acaso, compararte á ti con nadie en la tierra?....Ni nada veo, ni nada imajino, que pueda competir con tu belleza, en cuanto Dios creó! —Por favor, nó digas más! suplicó Isabel. —Deja que mi alma se goce! esclamó frenético Eduardo y prosiguió diciendo: Quién sería aquella presuntuosa que osara colocarse á tu lado, que al instante nó desapareciera ante mí, como una pobre estrella ante la luz del sol!..A qué beldad podría yo igualar el precioso ser, á quien las musas y las gracias se empeñaron en colmar de sus encantos! á que ánjel, la mujer en cuyos ojos brilla el fuego divino del amor mas puro, en cuyos labios se saborea el néctar de los dioses, y á quien para darle colores el Altísimo, tuvo que tocar sus pinceles en lo blanco de las nubes y en la púrpura de su cielo!.... —Basta, Eduardo! Basta! esclamó entonces Isabel, tapándole á la vez la boca con su diminuta mano. —Esto me parece demasiada tiranía de parte tuya, Isabel; repuso Eduardo, besándole la mano á su novia. Por qué tanta crueldad?... .Por qué nó concederle esa expansion al alma?....Y en fin, siquiera, por qué nó has de permitir que me dé el gusto incomparable de participarte, aunque, débilmente, la felicidad y la alegría en que rebosa todo mi ser? —Porque el hablar así, me parece que te pudiera hacer mal. —Hacerme mal! el que nó alcance á decir cual yo quisiera, lo que eres tú para mí!....Nó, alma mía! .. Solo perdiéndote á ti, creo que perdería la razon. —Eso, tampoco querría que sucediese jamás. —Que Dios te oiga, anjelito mío! para que cuando El nos quiera llamar á la eternidad, que sea en el mismo dia y en el mismo instante! —Así lo deseo yo, tambien, porque así deben morir los que como nosotros se aman. —Pero, nó me dirás; preguntó Eduardo, despues de una corta pausa y ya con alguna calma; á que conduce el que ahora recordemos nuestro fin, cuando recien estamos al principio de la vida, y cuando tanto mas halagüeño tenemos de que hablar? —De veras, que todo eso nó es para este momento; repuso Isabel, componiéndose una rosa que tenía en el pecho. —Y además, es tan perjudicial, prosiguió Eduardo; que tanto por eso, cuanto por haber estado divagando mi alma por otros mundos, ni supe fijarme en lo divinamente hermosa y elegante que te habías puesto: una vision de amor nó podría ser mas bella de lo que eres tú!.... —Te vuelvo á tapar la boca, Eduardo! interrumpió Isabel, tratando de disimular una sonrisa. —Y qué mas me quisiera yo!....Pero aunque nó lograra que me dieras tan delicioso manjar, nó por eso puedo precindir de hacerte presente, que todo lo llevas con tanta gracia y á ti te viene tan bien, que, francamente, nó hallo un solo pliegue de tu vestido, que pudiera desmerecer el casto beso de un ánjel. —Otra vez vuelves á la misma?.... —Positivamente, que nó veo un solo punto que se pueda desechar, sin pecar de muy punible indiferencia. —Pues todo es obra de la modista francesa: á ella le debo agradecer el hallarme tan á tu gusto. —Es que si la personita nó fuera tan divina, sin duda que todas esas galas nó parecerían mas que terrestres, ó acaso muy vulgares. —Que tal! Siempre lisonjero! —Siempre amante, diría yo; observó Eduardo, en tono que tenía pretenciones de resentimiento. —Nó te enojes; así lo diré. —Dilo, pues. —Siempre amoroso, como él solo! esclamó Isabel con mucha gracia. —Así me gusta que lo digas, con ese acento melodioso; porque con ese tu sinpar modito de decir, insensiblemente me esclavizas á tu yugo encantador....Te juro que nunca en mi vida creí llegar á ser tan feliz, cual tú me haces hoy con tu adorada presencia. Al sentirte aquí á mi lado, y oprimirte contra mi pecho, presumo que pronto se va á realizar, lo que antes de conocerte, nó fue ni remota ilusion.... Mas, á pesar de que en este momento estoy palpando mi dicha, nó me atrevo, aún, á creer en ella: todo lo que ahora pasa en mi derredor, nó me parece mas que un sueño delicioso una especie de dulcísimo éxtasis.... Sin embargo, ya nó es justo divagar así, pues que dentro de pocos minutos deberé convencerme de que nó hay tal sueño, sino toda una felicísima realidad: la iglesia, á nombre del cielo y cual madre amorosa, le va á obsequiar ese tesoro á mi corazon.... Oh! que dicha! que dicha!.... Sí, precioso encanto del alma, muy pronto vas á ser mía, desde esa purísima corona de azahares hasta ese zapatito divino. Bendita felicidad la mía! —Nó seas tan egoísta; porque tambien ha de ser mía, la misma dicha de ser tuya. —Pero nó obstante esa grata particion, me veo obligado á pedirte un favor; observó Eduardo, muy afectuoso. —Y es cual? —Que tengas un poquito de cuidado con tu precioso vestido, para que nó se le ajen las plumas á la paloma mas bella, mas tierna y encantadora, que pudo criar el paraíso. —Que atencioso y salamero! —Y el dia que nó lo sea, nó seré digno de ti. —Y el palomo tan galante, nó tiene que componerse? preguntó entonces Isabel con muy cariñoso acento. —Pero qué se ha de componer, quien viste tan sencillamente, como yo siempre lo hice? —Nó falta que hacer, bien mío; ni deja de haber un algo, en todo lo que yo veo. —Que podrá ser? —Por ejemplo: ahora principio por arreglarte la corbata, que se te había ido á un lado. —Sabe Dios por qué sería!...y tú tambien: nó es verdad? —Nó; yo nó sé nada; repuso precipitadamente Isabel, al momento de dejar bien puesta la corbata. Pues prosigue en la cuidadosa tarea, con que tanto me complaces. —Vaya! Estiraremos el chaleco; le desdoblaremos el cuello; le pondremos la cadena en su lugar y....las aletas del frac, tú te las podrás componer para que vueles mejor. —En esa cuestion de vuelo, perdona pues que te diga que muy equivocada estás; porque en esos deliciosos mundos por donde tú me haces volar, solo vuelo con las alas que tiene mi corazon. ------------------- Dibujo: — Oh! nó seas así! esclamó ruborosa Isabel. —Pues entonces, seré así! y sin pedirle permiso, estampó en los labios de novia el beso mas ardoroso que pudo inventar Cupido. ------------------- —Y quiera nuestro ánjel protector, que siempre puedan mecerse en un cielo de delicias! —Donde tú estés, habrá sin duda todo eso, y aún algo mas para mí; y de ello estoy tan seguro, como que ahora hallo mi gloria en besar estas lindas manecitas: y diciendo y haciendo, Eduardo nó dejó de tocar con sus labios, ni un solo de los finísimos dedos de Isabel. —Oh! nó seas así! esclamó ella ruborosa, antes de que Eduardo concluyera. —Pues entonces, seré asá! y sin pedirle permiso, estampó en los labios de su novia el beso mas ardoroso, que pudo inventar Cupido. En ese momento, la señora Lucrecia dejaba por un instante á sus visitas, y sin ser vista, ni sentida, pudo llegar á colocarse de puntillas tras de la feliz pareja; y tocándole el hombro con suavidad á Eduardo, muy despacito le dijo: —Por ahora basta de arrullos, palomitos míos.... Ya han venido á avisar, que todo está preparado y que el cura nos espera. —Estamos listos para cuando Ud. guste; repuso Eduardo algo sonrojado, desprendiéndose al instante del blanco cuello de su novia. —Pues si es así, nó perdamos tiempo; y vamos de una vez á recibir esas santas bendiciones. —Vamos, madrinita mía; balbuceó Isabel; haciendo por disimular su turbacion; y luego añadió: y que Ud. participe con nosotros, de todas las que nos den en la vida. —Siempre tan buena, mi cariñosa hijita! esclamó la señora; y al mismo tiempo hizo sonar un beso muy entusiasta en la frente de la joven. —Vamos, pues! repitió Eduardo, ya sereno; y los tres se dirijieron al salon. XLIII. LO DE SIEMPRE. Luego que aparecieron los novios, las visitas últimamente venidas se apresuraron á felicitarlos, y en seguida de aquella ceremonia todos salieron del salon de la señora Lucrecia, para ir á tomar los coches que esperaban en la puerta de calle. En el primero se acomodaron Isabel, Eduardo y los padrinos; en el segundo, la señora de visita y sus tres niñas; y en los otros dos, los amigos que debían servir de testigos y acompañantes de los novios. Una vez acomodados todos, partió la comitiva nupcial, llamando la atencion de los transeúntes desocupados, y haciéndose seguir de algunos curiosos y curiosas, que adivinaban la fiesta. Despues de cruzar varias calles que corrían en distintas direcciones, el coche delantero tomó la larga calle de la Compañía y, á todo andar, se dirijió á la puerta principal de la iglesia de ese nombre, siendo seguido por los demas con la misma velocidad. Llegados esos vehículos al término de su carrera, Eduardo se apresuró á hacer bajar á su novia, encargándose el padrino de la señora Lucrecia: de las que la primera voló como una pluma y la segunda, como un plomo; mas al notar Isabel la exuberante profusion de luces, con que se había adornado el templo, dirijiéndose á Eduardo le dijo: —Y para qué has mandado hacer todo esto? —Que cosa, hijita? —Esta deslumbradora iluminacion que me acobarda. —De eso tiene la culpa tu padrino, y nadie mas. —Y todavía me parecen muy pocas luces las que veo, para la gran fiesta que celebramos; observó el aludido. —Pues ya lo tendré que reñir, mas tarde; añadió Isabel, al momento, con una sonrisita muy simpática. —Convenido, ahijadita; siempre que se truequen nuestros papeles. —Jesús! Y que multitud de curiosos han venido! esclamó, entonces, la señora Lucrecia. —Dispense Ud. amada compañera, que está Ud. equivacando el sexo, porque mas hay curiosas, que curiosos; le advirtió el padrino. —Pero, sea como fuere, creo que lo mejor será salir del apuro de una vez; dijo precipitadamente Eduardo, tomando del brazo á Isabel. —Nó tan de prisa, señor ahijado; observó el padrino al mismo tiempo, retirando con suavidad á Eduardo, y colocando el brazo de Isabel en el suyo. Por ahora, á mí me toca el honor de conducirla; pero como digo, esto es solamente por ahora, en cumplimiento á lo que manda nuestra santa madre iglesia; que por lo que hace á mas tarde....tendré que darme de baja, y cesar en mi puesto provisional de maestro de ceremonias. —Perdone Ud. señor padrino, mi indiscrecion, atolondramiento, ó lo que pueda ser; contestó Eduardo riéndose, y al momento le ofreció su brazo á la señora Lucrecia. Arregladas las parejas, inmediatamente se dirijieron al altar mayor, llevando á Isabel el padrino y Eduardo á la madrina, seguidos de la pequeña comitiva de sus amigas y amigos; y tras de estos, como un torrente se desbordó la multitud de curiosas arrastrando á unos cuantos curiosos á oír las palabras sacramentales y, mas que todo, á ver la carita que pone la novia en el acto crítico de la ceremonia, es decir, en el remache: inmediatamente, despues del sí la quiero del varon. Por fin, agasajado por sendos codazos y pisotones, ese público novelero acabó de entrar al templo; y al ver á Isabel resplandeciente de gracia y hermosura, junto al referido altar, por diferentes puntos principiaron los cuchicheos y tijeretazos de ellas y ellos. Aquello fue un fuego graneado. Nó lejos de los novios se veía un joven alto, de largos bigotes, quien al fijar en ella los lentes, le decía á su vecino: —Nó es la novia la preciosa peruanita, sobrina de la señora Amalia? —La misma que tan linda ves, repuso el otro. —La que decían que se casaba con Javier, el mayorazgo? —Ni una pestaña mas, ni menos. —Y que dirá de esto, ahora, el orgulloso señor de Altomuro? —Ahora: es difícil que pueda decir algo.... —Por qué razon? —Porque, mas bien, está para que le digan. —Cómo es eso, que nó te entiendo? —Que está para que le digan misas. —Tan mal se halla? —Parece que sin esperanzas de vida. —Desgraciado!...Si la quiso bien, mas vale que nó haya presenciado esto. En ese momento, el señor cura colocaba á los novios en el lugar preciso y á los padrinos á los costados de aquellos, para dar principio á la lectura del consabido sermon, de las obligaciones recíprocas; el que nó sé por que asunto, le será tan satisfactorio al bello sexo, cuando siempre es lo de siempre. Acaso, algunas querrán saber esa leccion de memoria, antes de que llegue el dia, ó la célebre noche aquella? Quizas...puede ser....como el saber nunca está de mas! Y probablemente, era alguna decidida por esa clase de instruccion anticipada, la que despues de fijarse gran rato en Eduardo, le dijo á otra curiosa que tenía á su lado: —Mira, Adelaida, que mozo tan arrogante y tan simpático es el novio! —Con tanta gana lo dices y tanto te saboreas, Elena, que me parece que te pudiera venir tan bien, como buena horma á tu zapato; repuso la otra, sin despegar la vista de Eduardo. —Y á ti un poquito mejor, á pesar de tus remilgos, y las desdeñosas estiradas que le das á la trompita. —Nó soy tan fácil de contentar, como lo podrás ser tú. —Así suelen decir muchas cándidas: nó quiero, nó quiero, cuando nó hay como echárselo al sombrero; y eso es lo que á ti te pasa ahora, Adelaida. —Eres muy grosera, Elena. —Soy muy franca y tú muy hipocritona. —Paz caballeras esclamó entonces una tercera, que se hallaba tras ellas; y al instante las hizo callar á las bravas camorristas. —Que chica tan divina! decía al mismo tiempo un pollo antojadizo, haciéndosele agua la boca al fijarse en Isabel. —Nó hay pero que ponerle añadió un vecino suyo. —Ni tampoco habría Adan que le rechazara su manzana. —Es de lo mejor que se ha visto, desde muchos meses atrás. —Es una diosa griega, vestida á la francesa; observó otro aficionado á esa clase de bellas artes. —Es un modelo divino para un escultor. —Es un cerafin! —Es un ánjel! —Oh! sí: un ánjel muy potable! esclamó con tono majistral un estupendo solteron, jalándose á la vez la pera. En ese momento el sacerdote hacía arrodillar á los novios, quedando los padrinos y testigos de pié. —Y el padrino nó es tan malo, para el papel que desempeña; observó una curiosa con los quince muy á retaguardia. —Te aseguro, que para novio lo habría hecho perfectamente; añadió una chica de lindos ojos. —La que lo dude, que lo ponga á prueba; oyeron decir, en seguida, á una voz de hombre muy ronca. —Que niño tan habilidoso! esclamó una de las aludidas, mirando al intruso inpertinente muy enojada. —Pero mucho menos que Ud. señorita, para poder dar fe del padrino; repuso el hombre, riéndose. —Y la madrina, todavía parece un jamón recien acabadito de guisar; observó un individuo de muy interesante abdomen. —Nó tan recien, le contestó un flaco; porque á pesar de la cuidadosa planchadura de esta noche, nó dejan de notársele algunas arrugas, y nó mal pronunciadas. —Pues, si nó le parece bueno, nó se lo coma. Ud. don Agapito! —Que le aproveche á Ud. mas bien, don Robustiano! Mientras tanto, los novios estuvieron su buen rato de rodillas, despues del cual el señor cura los volvió á poner de pié; y al examinar á Eduardo una romántica, lánguidamente esclamó: —Digan lo que quieran, aquí nó veo cosa mejor que el novio! —Tanto te gusta, Fortunata? le preguntó su hermanita. —Si he de manifestar la verdad de mis sentimientos, te diré que sí; pero solamente....¿cómo qué te diré?.... como una especie de figura, que tiene ciertas probabilidades de agradar, así, medianamente, en su conjunto. —Y cómo nada más? —Desde que aquí nó venimos mas que á ver, creo que nó te puedo decir mas. —Ya, ya; repuso la hermana de Fortunata, haciendo á la vez cierta muequecilla picarezca. —Pero, mira chico ese aire de reina de la novia! esclamó un jovencito lampiño que se hallaba cerca de las anteriores, al notar un gracioso movimiento de Isabel para componerse la cola del vestido. —Y esos ojos! que ofuscan el brillo de sus mejores joyas! añadió otro. —Y ese pecho, como para soñar despierto! —Y esa boca! donde apenas cabrá un beso! —Entonces será boquilla; observó un dependiente de tienda de artículos de moda. —Y que ricos serán los cigarros que con ella se fumen! —Allá te lo dirá el novio. —Gracias por la noticia. —Quien fuera él! —Pues declaro solemnemente, que de muy buena gana me habría cambiado con ese feliz mortal. —Y á mí, quizas nó me hubiese pesado.... hacerle ese favor á la novia; añadió con indolencia flemática, un estudiante de filosofía. Estas y otras frases de observacion, mas ó menos tontas ó picantes, se dejaron oír con frecuencia durante la ceremonia; tanto de los labios de la multitud de curiosas, cuanto de los curiosos á quienes atrajo la novedad del matrimonio. Nunca falta concurrencia profana para esa fiesta clásica, por mas modesta que se quiera hacer. Parece que siempre fuera nueva, á juzgar por el modo con que atrae á las jentes. Y si se toman en cuenta los actores, así lo es en realidad. Mas nó, por eso, deja de ser la representacion absolutamente la misma, desde que se echan esa clase de bendiciones. Nada se ha adelantado. Concluido el acto de la ceremonia matrimonial, tanto ellas como ellos, al ver que se iban apagando las luces, prudentemente resolvieron dejar el templo, antes de que los novios hubiesen salido. Sin embargo, siendo muy natural que todavía quisiesen pagarse de su curiosidad, hasta donde fuera posible, gran número de jente se quedó formando calle en el atrio de la iglesia, para darles siquiera una miradita mas, ó tambien, algun buen tijeretazo á los novios y comparsa. Con esas caritativas intenciones, allí se quedaron ellas y ellos, con los ojos en apunte y las lenguas preparadas. Pero tan luego que la feliz pareja nupcial pudo notar, que les habían despejado el campo y dejádoles libre el camino, en el acto salieron del templo radiantes de placer y de alegría, sin fijarse una sola vez en la novelera multitud: estaban demasiado ocupados, para perder así su tiempo. Tras los novios siguió el padrino algo apurado, por la lentitud con que le permitía avanzar su compañera; á quien, por haberla rendido demasiado la larga parada, él tenía que arrastrar á duras penas, improvisando fuerzas extraordinarias. Por qué suplicio pasaba el infeliz! Cómo las piernas se le hubiesen laxado á la señora Lucrecia y sus inpertinentes callos la acosaran con furiosas estocadas, á cada paso que daba, por mas que hacía la martirizada señora, nó le era posible avanzar con la rapidez que quería su compañero: pero como tambien urjiese la salida, debido á las risas y pullas de la mosquetería, así, entre querer y nó poder, nó tuvo mas que resignarse á que la sacasen á remolque, y dejarse llevar al antojo y voluntad de su prójimo; el que, dicho sea de paso, solo despues de muchos trabajos y sofocones competentes, logró al fin colocar á esa gran mole en un asiento del coche. Cuando llegaron los padrinos, ya hacía un cuarto de hora, que los novios y convidados estaban esperándolos. Si le parecería largo el camino á la respetable pareja! En fin, á la conclusion de aquella vigorosa y renombrada hazaña del padrino y de las tremendas cuitas de la madrina, pudo partir la comitiva nupcial, dejando boquiabiertos á los curiosos del atrio; pero un instante antes de que los coches principiaran á rodar con velocidad, Isabel, recostada sobre el hombro de Eduardo y escondiéndose temerosa tras él, le hacía notar á lo lejos otra comitiva oscura, triste y silenciosa, que acompañando un cadáver se dirijía, entonces, al templo. Cosas del mundo!.... Mientras los unos rebosan de placer, los otros se retuercen de dolor. XLIV. UN ATAUD. El coche de los novios ya se había retirado á mucha distancia del templo donde recibieran las bendiciones, cuando gran parte de la curiosa multitud, que aún se hallaba en el atrio, vió venir una pequeña comitiva conduciendo un ataúd. Los hombres hicieron campo, respetuosos; las mujeres corrieron despavoridas, por miedo al difunto; y de que la caja mortuoria pasaba el dintel de la puerta de la iglesia, con la claridad de las pocas luces que salieron á recibirla, se pudo distinguir que en grandes caracteres de oro ostentaba las iniciales F. J. de A. i R. Al ver aquellas letras uno de los curiosos del noviazgo, jalándole la manga de la levita á su vecino, apresurado le dijo: —Si nó me engaña esa marca mercantil del otro mundo, allí lo tienes ya al pobre ex-Javier para que le digan misas, como yo te decía hace poco. —Efectivamente, repuso el otro: esas iniciales nó pueden pertenecer á otro cadáver que al suyo .... Pobre Javier!.... Probablemente, nunca soñaría verse muerto en la misma noche del matrimonio de Isabel. —Quien sabe, si alguna vez tuviera tan interesante pesadilla! —Sin embargo, sea como sea, este suceso es bien orijinal en mi concepto. —Aunque nó así en el mío, pues nada de particular le hallo. —Nada hallas que te estrañe, qué se hayan reunido así, la muerte del pretendiente y el casamiento de la pretendida? —Pues nó le veo importancia alguna al tal episodio. —De veras? —Desde que los acontecimientos nó son mas que los antojos del filosólico tiempo, y este los deja en completa libertad para hacerse presentes, cuando y cómo les dé la gana, creo que nó tenemos por qué fijarnos en su adecuado ó intempestivo acaecimiento. —Así es que tú lo dejas rodar al mundo, sin que nada te llame la atencion? —Como nó está en mi mano el detenerlo, qué he de hacer? —Esa es demasiada filosofía! —Y harta comodidad, tambien! —Pero dime; nó notastes, si los novios echarían de ver la comitiva del difunto? —Me parece que los coches todavía estaban próximos al atrio, cuando el cortejo fúnebre se hallaría á unos cien pasos de distancia; y si nó ha estado ciega la nueva pareja, ó muy entretenida, es casi posible que hayan visto alguna parte, de la triste procesion. —Entonces, quizas ya sepan, quien y cómo entró á la misma iglesia, y á la misma hora en que ellos salieron. —Por esta noche y mañana, juzgo que será algo dificilillo que así sea, pues mas que atareados y divertidos deben de estar los felices novios, con los importantes problemas que tendran que discutir y resolver; y si tomamos en consideracion, que recien principia á nacerles su dulcísima luna de miel, creo que bien merecería el calificativo de torpe con T (mayúscula), quien hoy les fuese á dar ese tan grosero mal rato. —Así lo creo yo, tambien. —Sin embargo, como las malas noticias se infiltran hasta en el aire que uno respira, es muy probable que pasado mañana sepan lo sucedido. —Oh! y que impresion tan tremenda les hará la fatal noticia! —A ella, bien podría ser: si fuera cierto lo que se dijo, de que hubiese concedido alguna aceptacion á las pretenciones del mayorazgo; mas por lo que hace á él, me parece que, mas bien, se alegrará de librarse del odioso estorbo, que siempre los hombres hallamos en el intruso pretendiente de la mujer que nos gusta. —Tocante á ese particular nó puedo decir otra cosa sino que te sobra razon: nó tiene otra lójica el corazon humano. En iguales ó parecidos términos siguieron conversando los dos amigos, en voz baja, hasta que vieron depositar el cadáver de Javier sobre un pequeño túmulo, cubierto con un paño negro, y en derredor del cual se colocaron varias ceras encendidas; y al oír cantar el final del tercer responso, todos se retiraron del templo, dejando en medio de la pavorosa soledad de sus oscuras bóvedas, al único que allí debía quedar: solo, completamente solo, y sin que nadie supiera en el mundo, donde habría tenido á bien el Creador colocar al pobre espíritu, que allí dejaba abandonado su tosco y pesado ropaje terrenal. Junto con los acompañantes del difunto se marcharon los curiosos fúnebres y, formando la cola de estos últimos, maquinalmente siguieron los dos amigos á quienes conocemos de palabra. Nó se hallarían á muchos pasos del atrio nuestros dos conocidos, cuando, de súbito, les llamó la atencion una vihuela muy bien tocada: su aficion á ese instrumento los hizo detenerse un instante, para escuchar aquella música que, á veces, suele ser tan grata, y á la par de los dulces acordes de tierno yaraví peruano, nó tardaron en oír una agradable y sonora voz que cantaba: Yo nó sé lo que le pasa A este pobre corazon, Que como loco lo siento Despedazarse en mi pecho. Quizas alguna esperanza Presiente que va á perder; Y si es que te pierde á ti.... Que se pierda todo él! Si tú te casas con otro, Segun lo dicen las jentes, Han de juntarse ese dia Mi muerte y tu casamiento. Allí se quedó el cantor; y despues de dar dos rasgueadas que muy potentes vibraron, se echó la guitarra al hombro, y tomó en seguida el portante, sin esperar mas aplauso que su propia satisfaccion. —Rara coincidencia! esclamó entonces, el que parecía mas aficionado á esa clase de melodías americanas. —Cual? preguntó el otro, distraído. —Que nó te has fijado, en el último verso? —Ah! ya caigo! —Si parece como mandado hacer á propósito, para esta noche y este caso. —Bien puede ser que el difunto dejase ese encargo, en alguna cláusula testamentaria, por vía de antojo póstumo. —Si tal hubiese sucedido, indudablemente que lo habrían mandado al cantor donde ella lo pudiese oír. —Y una serenata de ultratumba debe ser de gran efecto! esclamó, riéndose uno de ellos. —Y nó lo dudes que así sería, mediando las relaciones que dicen han habido, entre Isabel y Javier; porque si ella ya supiera la muerte del mayorazgo y, en el silencio de la media noche, oyese cantar bajo su ventana el verso que acabamos de oír, de seguro, que se figuraría que su antiguo amante abandonaba el sepulcro, para demandarle estrecha cuenta de su notoria perfidia. —Pero en realidad, aquí nó hay rastro de tal perfidia, ni cosa parecida; porque algunos aseguran que ella nunca lo quiso, y que jamás la pudieron inclinar á que lo mirase con agrado. —Aunque así fuera: ella supo que él la quiso muy mucho, hasta con locura; y, desde luego, bien podía juzgarse criminal, al pensar que sus desdenes y este último rudo golpe, quizas, le daban muerte á Javier. —En tal caso sufriría el mas injusto martirio. —Por qué? —Primeramente: porque ella nó estaba en la obligacion de quererlo, si nó le gustaba; y en segundo lugar, porque nó ha sido golpe de amor el que le quita la vida á Javier, sino el tremendo porrazo de un caballo....Ese mozo era de mucho temple, para que se fuera á morir así, por semejantes pamplinas. —Sin embargo, muchos casos se cuentan de hombres que fueron leones en su jenio y que, al perder á la mujer que amaban, cayeron muertos de pesar. —Porque fueron leones les pudo suceder aquello; pero como nuestro buen difunto Javier fue, mas bien, un poquito peor que el tigre en sus sentimientos, ya puedes calcular si tal cosa le podría acaecer. —En fin, fuese lo que fuere; añadió el otro con seriedad; ahora media todo un mundo de misterio entre él y nosotros y, por consiguiente, ya nó tenemos derecho alguno para juzgarlo. Dichas esas palabras, concluyó la conversacion de esos dos amigos y, despues de despedirse, cada uno se fue por su camino, entreteniendo la imajinacion con el recuerdo de la escena orijinal, que acababan de presenciar. El último verso del cantor les quedó vibrando, por gran rato, en los oídos. XLV. MISA Y LIMOSNAS. Al dia siguiente de aquella noche que tan diferente fuera para Isabel y para el mayorazgo, el capellan de la señora Amalia decía á las diez una misa en el altar mayor del templo de la Compañía, por el descanso del alma de Javier. Ese acto, con el que la iglesia tributa un recuerdo á los que fueron y en el que, al mismo tiempo, eleva sus preces por ellos, desgraciadamente nó fue muy concurrido; quizas, porque las atenciones que muchos le dispensaron al vivo, probablemente nó las creyeron de la misma utilidad, al dispensárselas al muerto. Ya este nó era mas que un cadáver, que solo gusanos podía dar de sí. Qué lucro podían esperar, entonces, las lisonjeras sanguijuelas, que con tan arrobador magnetismo supieron desangrar al vivo? A su ilustracion y su fina perspicacia, solo se les ofrecía un repugnante desengaño. Ante sus ojos, nó existía mas que una mina fenecida: un abismo, cuya profundidad nó puede sondear el hombre. Cómo, pues, habían de arrojar allí su capital! Eso sería una locura inperdonable. Sería un cargo terriblemente pesado para su blanda conciencia. Por cuya modesta razon, su mimada delicadeza nunca les podía permitir proceder de otra manera. Y menos: su esquisita sencibilidad. Una vez que ya nó les cabía duda alguna, de que el difunto nó era el que fue, qué mas deberían hacer que dejar que otros lo enterraran? Segun su avanzado criterio, ese procedimiento era de lo mas natural y mas justo. Su caritativa mision había concluido, desde el momento en que Javier estuvo mal, pues ellos, á fuer de inmejorables, nó vivían sino para el bien. La pulcritud de sus sentimientos les imponía dejar para otros la tarea de roer de muerto, á quien ellos tan bien supieron roer de vivo. Podían tener mayor abnegacion! Ya nó existía el que ayer fuera dueño de magnífica fortuna, para pagar con largueza la lisonja y tirar con abundancia el dinero, á la cara del vil adulador. Hoy, aquel nó era mas que un cadáver: nó poseía nada y, por consiguiente, tambien de nada, podía ya servir. Era acaso capaz de dar algo de sí? Desde luego, toda la atraccion de su poderoso imán había fenecido. Todo había acabado! El que antes fuera el muy mimado mayorazgo de Altomuro, ese dia nó era mas que un poco de despreciable y asquerosa basura. Era pasto de gusanos. Ya nada valía, ni nada era digno de merecer el tan festejado ídolo de ayer. Su transformacion nó podía ser, pues, mas desgraciada, mas miserable. Que prestidijitacion tan horrenda es la de la muerte! Siempre será admirable la facilidad que tiene, para poder convertir en nada al que ayer algo fuera. El talento, la belleza, el poder: todo cae ante su infalible guadaña, como la débil hoja seca que arrebata el capricho de la brisa. Basta su fatídica presencia, para que, cual fugaz relámpago, desaparezcan al instante todas esas galas de la humanidad. Asombroso escamoteo!.... Y nó menos notable es el efecto que ella hace, muchas veces, en el pobre espíritu de la raza humana. Cuanta transparencia le suele dar á su miseria! Inmediatamente la pone en relieve. Mas tambien, por qué se ha de sorprender uno de que nó sepan acordarse de los muertos, los que saben adular á los vivos? A qué tachar ese proceder tan ilustrado y, si se quiere, tan de última moda entre el vulgo vividor? Para qué hacer mencion alguna de lo que sucede todos los dias y en todas partes? Eso sería perder tiempo. Toda crítica á ese respecto, nó puede ser mas que un desatino, una locura. Tratar de oponerse á que tal cosa suceda aquí, en la tierra, sería lo mismo que querer luchar contra la impetuosidad del huracan, ó empeñarse en cortar con frájil pluma el empuje de las aguas de poderosa corriente. Sí; tal sería la muy osada pretencion, de querer ponerle dique á ese aleve y cenagoso río de la humanidad que se llama Egoísmo; á ese caudal de miseria, que tan íntima y sigilosamente circula por todo el mundo, y que en todo corazon humano nó le falta un manantial que sea mas ó menos constante. Dichosos los que, en todo el espacio de su vida, nó hayan contribuido al aumento de su traidora corriente, ni con una sola gota!.... Acaso algo muy parecido pensó el buen capellan, despues de concluida su misa, al recordar el muy escaso auditorio que tuvo; y á poco rato de salir del templo, abrumado por tan penosas ideas, se dirijió á saludar á la señora Amalia con el objeto de participarle que todo estaba arreglado, para que mas tarde se trasladaran los restos de Javier al cementerio jeneral; y le advirtió á la vez, que hasta allí lo acompañarían los dos jóvenes que le asistieron durante su enfermedad, y que estos invitarían á otros amigos suyos para que concurrieran á ese acto. La señora agradeció la fineza con todo el sentimiento de que fue capaz, y le ofreció que nó se olvidaría de manifestarles su reconocimiento á esos dos nobles jóvenes, que tan caballerosamente se habían manejado hasta el fin, con su muy querido y siempre recordado sobrino. En seguida de aquella oferta espontánea de la señora Amalia, el capellan le hizo presente que ya veía llegado el tiempo de cumplir con la benéfica promesa que hiciera de socorrer á esos desgraciados, que nó tienen mas amparo en el mundo que la caridad de sus semejantes. Felizmente, dicha observacion nó la sorprendió á la donadora; pues como ya se hubiese preparado para ese gran caso, le fue fácil sacar un paquete de su secreter, y entregarle á tan solícito apoderado de los pobres quince cheques de casi igual valor, contra los principales bancos de Santiago, recordándole á su vez, que á él era á quien entonces le tocaba cumplir lo que había prometido, haciendo la conveniente distribucion de ese dinero. —Así se hará, señora mía, repuso emocionado el sacerdote; y quiera la Providencia iluminarme para que logre llevar el bien donde mas se necesite, permitiendo Ella, al mismo tiempo, que utilice estos papeles de la manera mas eficaz, á fin de que con su producto se pueda favorecer á la mayor cantidad de esos seres desvalidos, que nunca gozaron nada de lo que tantos otros disfrutan en la tierra. —Cuento con su virtud y buen tino, señor capellan; observó la señora; y nó dudo que, mediante su entusiasta cooperacion, se conseguirá el beneficio que nos proponemos. —Dios lo quiera! Mientras tanto, yo me complazco en bendecirla á nombre del Altísimo, por el abundante bien que Ud. le va á proporcionar á sus pobres hijos, y nuestros infelices hermanos; y agradecido á la vez por el distinguido favor que se me dispensa, me felicito de poder servir de instrumento para la realizacion de tan grande y laudable obra, como la que ahora tiene por objeto el empleo de este bendito dinero....Ya que hoy se nos ha concedido la dicha de poder mitigar las dolencias de los que sufren mas, sirviéndoles de Providencia en este dia, bien debemos esperar de esa misma madre de amor sublime y sin límites; de esa Providencia, que todo lo vé y todo lo recompensa siempre con creces, que Ella procure la bienaventuranza del alma de Javier, en gracia de la ofrenda que por él hacemos. —Que Dios le oiga! —Y así será, añadió con entusiasmo el capellan; y despues de despedirse de la señora, con menudos y lijeros pasos salió á hacer las dilijencias necesarias, para cumplir debidamente el precioso y delicado encargo que se le confiara. Y el buen sacerdote nó se portó como canónigo, en ese particular. A los pocos dias de la entrevista con la señora Amalia, varios órganos de la prensa chilena daban parte del gran obsequio que había hecho esa matrona á diferentes establecimientos de caridad, á nombre de su sobrino Javier; y los periódicos mas ilustrados y circunspectos de aquella república, aplaudiendo con gran entusiasmo tan filantrópica y generosa accion, rogaban á los que pudiesen imitarla nó dejaran de hacerlo en la primera oportunidad que se les ofreciera, pues que el testimonio de tan benemérita obra siempre serviría para probar el mejor timbre de nobleza, que justamente se pudieran preciar de poseer. Mas ó menos, tales fueron tambien las ideas del público sensato, á ese respecto: todo el mundo hizo grandes elojios de aquella tan laudable accion, cuyo único fin era procurar el bien de los que mas padecen; y nó siendo menor de treinta mil pesos fuertes la suma que importaba esa limosna, se logró distribuirla convenientemente, entre varios asilos de caridad de la república de Chile. Inmediatamente que aquellos establecimientos recibieron ese rocío de maná providencial, que de tanto provecho les fuera, sus directores le enviaron á la señora Amalia los mas elocuentes y espresivos agradecimientos por su oportuno donativo; participándole al mismo tiempo, que en gratitud al beneficio que hacía habían ordenado que, durante un mes, todos los habitantes de las casas de misericordia elevaran diariamente sus preces al Altísimo, por el descanso del alma de su recordado sobrino; y que al manifestarle aquel extraordinario bienestar que esperimentaban, le rogasen de todo corazon que, en gracia de los muchos males mitigados con esa limosna, se apiadara del que tuvo la inmensa dicha de representar á Su Providencia un solo instante. La señora Amalia leyó con gran cuidado esas notas palpitantes de gratitud y encomio á la vez, pero todo cuanto allí vió y sintió, nó fue suficiente para satisfacerla, pues ella, de mejor gana, habría preferido que se llevase á debido efecto su espléndida funcion funeral; mas como nó le faltasen algunas personas juiciosas entre los amigos que todavía le quedaban, estos pudieron proporcionarle algun alivio para su tristísima decepcion, aplaudiendo muy sinceramente y con toda claridad lo que ella había hecho en memoria y beneficio de su recordado sobrino; y al mismo tiempo que tales cosas le decían, procuraron llevarle el convencimiento, de que esa obra de caridad era de lo mejor que se podía hacer en tales casos. Ella escuchaba con poquísima atencion todo su raciocinio y á veces, por política, solía concederles algo de su aquiesencia; pero, otra cosa era la que le quedaba adentro: nó se le podía borrar de la imajinacion, el que su mas acariciado proyecto se hubiese frustrado así, de un modo tan insípido, sin hacer eco en el mundo elegante, y tan sin lucimiento alguno. Sin embargo, con tanta frecuencia le repitieron aquellas palabras de satisfaccion y tanto las oyó la desconsolada señora, que al fin y al cabo tuvo que resignarse á su inmerecida suerte; y solo, mediante ese constante halago, fue que se consiguió hacer el milagro, de que, siquiera, nó se volviese á lamentar de haber perdido la mas brillante oportunidad, para la muy anhelada realizacion de su estupenda y rimbonbante fiesta. XLVI. MISION PENOSA. Por el mismo tiempo en que un algo de conformidad restableciera la calma al decepcionado espíritu de la señora Amalia, su buen capellan vino á saber casualmente la enemistad que entonces había surjido entre ella é Isabel, á consecuencia del reciente matrimonio de esta última. Tan penoso y á la vez grave desacuerdo, en una familia á la que ese buen sacerdote estimaba con toda sinceridad, nó pudo menos que causarle un profundo sentimiento; y á fin de volver á restablecer la paz y la union á la mayor brevedad en aquella casa, en el acto que le dieron la fatal noticia resolvió abandonar sus ocupaciones de ese dia, solo por hablar con la señora á ese respecto, y, si posible era, á su sobrina Isabel. Como él nó hubiese vuelto á ver á la condesa, desde el dia en que le entregaron el dinero, ya repartido, al presentársele esa vez, despues de saludarla y felicitarla por la importante mision de caridad que había llevado á debido efecto, prosiguió diciéndole, que todavía le restaba otra gran obra por realizar: otra que le tocaba mas de cerca y que, tambien, era absolutamente del agrado de la siempre bondadosa Providencia. —Y cual será esa señor capellan? preguntó con calma la señora, saboreando muy gustosa una narigada de polvillo. Entonces el cariñoso sacerdote le manifestó, en breves y sentidas frases, cuanta pena le hacía esperimentar el saber la fatal enemistad que se había interpuesto entre ella y su sobrina, acaso por causa de esta; pero que á pesar del resentimiento que pudiera guardar en contra de la joven, le suplicaba hiciese algo de su parte por desechar ese mal que la atormentaba, pues el goce continuo de la paz y tranquilidad del alma, era el mayor beneficio que la criatura se podía proporcionar en el mundo; y despues de bastante razonar en ese sentido, concluyó observándole, que si se preciaba de ser buena cristiana, había necesidad de manifestarlo de corazon y con obras, imponiéndole al orgullo el sacrificio de la reconciliacion, á fin de que el ánjel de la paz volviera á batir sus alas benditas sobre los seres desdichados á quienes había abandonado. Con harto disgusto oyó la señora esas últimas palabras, y despues de una lijera pausa, por toda contestacion se redujo á decirle, muy fastidiada, que aquello le era absolutamente inposible, pues nó podía rebajarse tanto, solo por acceder á su antojadiza solicitud. Bastante herido se sintió el sacerdote por esa descomedida y muy despótica respuesta, pero sin embargo de tan amarga decepcion, él nó desmayó en su santo propósito; por el contrario, cual verdadero apóstol de paz volvió á insistir en ello, tomando á su cargo, y con gran empeño, el llevar á debido efecto tan laudable cuanto cristiana empresa. Desde entonces, soportando humildemente el altivo y casi siempre punzante lenguaje de la orgullosa señora, dia por dia nó cesó de predicarle con dulcísima uncion, á cerca de los incomparables beneficios que reporta el alma en el goce de la tranquilidad y del amor al prójimo, y en que escala se hace acreedora á la misericordia divina, cuando se manifiesta humilde de todo corazon; y así, sin hacer uso jamás de las terribles amenazas que brotan de ciertos labios eclesiásticos, prosiguió en su noble conquista con verdadera caridad evanjélica y cada dia con mayor afan, influyendo siempre benéficamente en el rebelde y caprichoso jenio de la señora Amalia, á fin de que ella se animara á dar, ó aceptar el primer paso, en el terreno de la reconciliacion. Con tal de inclinarla á ceder á lo que tanto le suplicaba, él se ofrecía á allanar todos los obstáculos y á arreglarlo todo, del modo que á ella le fuese mas satisfactorio. —Considere Ud. señor capellan, que yo soy aquí la ofendida; repuso, esa vez, la señora muy colérica; y nó comprendo, cómo es que á pesar de ser yo la víctima, todavía tenga Ud. el descomedimiento de proponerme que me humille, sin tomar para nada en consideracion, los respetos que siempre se ha merecido mi muy distinguido señorío! Es preciso que sepa Ud. que si alguna vez accedí á su solicitud, nó siempre puedo estar dispuesta á hacer lo mismo, y mucho menos, cuando se tiene la insolente exijencia de pedirme una bajeza, á la cual, ni debo, ni puedo prestarme jamás. —Calma, señora Amalia! Calma! esclamó el capellan, al notar la furia con que la señora concluyó su replica. —Cómo quiere Ud. que me avenga á tener calma, ante su indigna propuesta! repuso rabiosa la condesa. —Aplacando al orgullo y considerando un momento, que, por nuestro propio bien, muchas veces hay necesidad en la vida de sufrir las flaquezas del prójimo. —Pero estas, ya son mas que gorduras! —Mayor será el mérito, entonces. —Nó se burle Ud. de mí, señor capellan! —Nó es burla la mía, sino el deseo de conquistarla para el bien. —Pues vaya Ud. á conquistar, á su gusto, á otra mas necia, y nó á mí. —Es que ahora, Ud. es quien necesita mas de mi consejo. —Pero, si yo nó se lo pido, á que es Ud. tan intruso? —Aunque así lo fuera, nó me es posible precindir de la mision que me he propuesto. —Creo que ya le he dicho, que nó lo necesito para maldita cosa. —Y yo sé, que nó es así. —Entonces, yo miento! —Nó tal; pero está Ud. equivocada. —Caramba! Esto es insoportable! gritó furiosa la señora en ese momento, llevándose las manos á la cabeza. —Calma! Calma, por Dios, hija mía! observó con suavidad, el capellan. Nó hay por qué alterarse, ni dejarse arrastrar así, tan solo por dar pábulo á una pasion, que jamás nada bueno nos proporciona. Nunca es tan necesario saber ser dueño de sí propio, como en los momentos en que esos ímpetus fatales nos arrastran al borde del abismo de la desgracia: en ese instante, es preciso verlo todo con calma y aún saber perdonar, para nó tener que sufrir despues las terribles consecuencias de la ceguedad de nuestra cólera; y de igual manera se hace indispensable, en todo caso, esforzamos por aprovechar de la primera feliz oportunidad que se nos presente, para saber conducir al alma por el camino del bien. La mansedumbre y la humildad siempre fueron guías de preciosa luz, en esas tan tenebrosas circunstancias de la vida! Esos dos ánjeles de bondad siempre nos librarán de todo el mal repentino, que nos pueda causar nuestra cólera.... Tambien debemos tener muy presente que, en compensacion de las malas palabras y obras para con nuestros semejantes, nada valen ante Dios esos actos de ostentacion relijiosa, con cuyo velo tratamos de disimular nuestras tendencias: toda esa falsa representacion es inútil; desde que El todo lo vé, precisamente ha de notar en el alma las manchas del rencor y del odio que tanto la envilecen, que tanto la degradan. Es preciso que seamos buenos del todo, exterior é interiormente. Si nó hay la benignidad y bondad necesarias para perdonar las injurias y tolerar á nuestros prójimos, nó nos puede ser de utilidad alguna la frecuente repeticion de sacramentos; y sí, mas bien, deberán de ser de efecto contrario, si antes y despues de disfrutarlos, solo tenemos palabras y acciones hirientes para con los seres que nos rodean. Esa manera de amargar la vida de otros, por medio de la ponzoña, de nuestra lengua, debe ser juzgada en todas partes con la mayor severidad; especialmente, cuando tenemos la avilantez de creernos escudados por la falsa apariencia de nuestros actos, para poder engañar al mundo entero. Ese miserable proceder hipócrita, es de lo mas infame é inicuo que puede existir en la criatura: eso es aún peor, que envilecerse en la aceptacion del Ateísmo; porque él que con tan falsa y abominable conducta procede, comete el horrendo sacrilejio de querer engañar á Dios! á quien nó es posible engañar, porque ni aún El mismo se podría engañar!....Por nuestra propia felicidad nos es, pues, de todo punto indispensable, ser relijiosos de buena fe, y en todo y por todo; es decir: nó solamente relijiosos de aparato, sino tambien de alma, de corazon; como que quien tan leal doctrina profesa, logrará vivir constantemente tranquilo, gozando de la dulcísima atmósfera de la verdadera virtud; de esa virtud, que siempre bendijo la Providencia, llena de inefable placer y con toda la santa efusion de su cariño celestial. Qué nó haya, pues, nada de apariencias en nosotros y que todo sea realidad! tanto exterior, como interiormente; y sobre todo, que siempre rebose en nuestro corazon la bendita caridad del cielo, para derramarla sobre nuestros semejantes, con todo el amor que se nos prescribiera desde el Sinaí....Esto le hago presente, señora mía, porque nada creo que haya en la tierra que eleve mas á la criatura, como el acceder á tiempo á la súplica que se le hace; como que solo entonces parece que purificado el espíritu se dilata dulcemente, por las rejiones de mayor expansion y felicidad, que el Creador se dignara conceder á los mortales. Ademas, tanto halaga el perdonar, que se me hace difícil concebir haya nada mas delicioso y mas grato en la vida, para el corazon que es noble: esa tan sublime sensación se me figura, cual si una ráfaga celestial nos conmovióse! cual si Dios mismo se dignara bajar hasta nosotros en ese instante, para hacernos la gracia de tocar nuestra alma con un rayo de su exelsa bondad! Dichas aquellas palabras, el capellan guardó silencio por un momento; y al notar preocupada y meditabunda á la señora y en actitud resignada, al parecer, nó tardó en volver á proseguir con mayor ahínco en su caritativa conquista; pero, aunque redobló sus reflexiones y sus ruegos, fatalmente nada pudo conseguir en cuanto á que se reconciliara con Isabel, siendo tan desgraciado en ese dia, como lo fuera en el anterior. Pero, nó obstante aquel tristísimo desengaño en su campaña espiritual, al dia siguiente él repitió su visita, y sin que sintiese desmayar en nada su buena voluntad, siempre resuelto continuó trabajando en el ánimo de la señora, sufriendo con resignada paciencia todos los tempestuosos arranques de su cólera; hasta que después de mucho razonar y regañar, y constantemente de ofrecer y suplicar, pudo apagarle los humos de la soberbia y convencerla al fin, de que muchas veces en la vida hay necesidad de obligarlo á ceder al amor propio, para poder alcanzar la felicidad de vivir en paz, union y armonía, aún con los mas próximos de nuestros semejantes. Tal fue el desenlace de la ruda contienda de muchos y amargos dias! Cual el domador de fieras subyuga al tigre y la pantera, despues de mucho trabajo, así logró al fin la caridad cristiana espléndida victoria, sobre las fuerzas indómitas de la soberbia; mas con la notabilísima diferencia entre aquel y esta, de nó haberse hecho uso, jamás, de rigor, ni de crueldad de ninguna especie, para lograr el objeto deseado. Ese dia fue vencida la señora Amalia y, casi á mas no poder, tuvo que resignarse á aceptar la propuesta de su bondadoso capellan. Solo la gota de la constancia la pudo hacer ceder á la orgullosa condesa, conquistándola para el bien. XLVII. CONCLUSION. Una vez conseguido el tan anhelado y rogado sí de la señora Amalia, para la futura reconciliacion, el capellan nó dudó, un instante, de que ya pudiese recojer todo el apetecido fruto de sus caritativos esfuerzos, conociendo perfectamente á Eduardo y tambien, el magnífico corazon que latía en el pecho de Isabel. Con esa bendita esperanza y el alma llena de indecible placer, por el bien que ansiaba alcanzar para sus semejantes, contentísimo se dirijió el buen sacerdote á casa de los nuevos esposos, llevándoles la oliva de paz, que por medio de su mano bienhechora les ofrecía la señora Amalia. La aureola de alegría que en ese momento adornaba su bondadoso semblante, parecía embellecerlo mas; y en la precipitacion de sus menudos y vacilantes pasos, se echaba de ver el afan que bullía en su pecho, para que cuanto antes se realizara la nueva obra de amor y caridad, que tanto tiempo le traía empeñado, y por la que tanto él había sufrido. Las rodillas se le estampaban á cada instante en la sotana, el manteo se le convertía en alas, y con las manos puestas en su largo sombrero, siempre avanzaba, á pesar del viento contrario que soplaba en aquel dia; pero nó obstante esos lijeros inconvenientes, el siguió inpertérrito su camino, hasta que al cabo de muchas fatigas y opresiva ajitacion, pudo llegar al fin, sano y salvo, al punto donde lo llevara su verdadera caridad evangélica. Gozoso, cual soldado que acaba de conseguir una victoria, entró á casa de los novios, y cómo si algun ánjel de su proteccion se hubiese anticipado á anunciarles á estos su santa visita, tuvo la suerte de hallarlos riéndose á mas y mejor, en el nuevo alojamiento que había hecho arreglar Eduardo. —Hijos míos! esclamó al verlos, vengo á felicitaros, por haber alcanzado el bien que tanto anhelabais, y ruego á Dios, que siempre con mano pródiga os colme de sus divinas bendiciones; y tan luego que así los saludó, ellos se adelantaron á recibirlo para estrecharlo al mismo tiempo, y él á ellos, uniendo suavemente contra su pecho, las gozosas cabezas de Isabel y Eduardo. Los nuevos esposos, palpitantes de gratitud por el amor que les manifestaba, le retornaron del modo mas tierno y elocuente su cariño paternal; y tomándose luego de las augustas manos del sacerdote, en seguida ambos lo condujeron abrazado, hasta sentarlo en un sofá al medio de los dos. —Mucho halaga siempre al corazon, el sentir que así, tan bien, á uno se le trate! esclamó el capellan, acomodándose en el asiento donde lo colocaron. Así esperimento el dulcísimo gozo de hallarme entre los seres que tan verdaderamente amo y de quienes me creo de igual modo amado; entre los que quiere mi Dios darle un rato de expansion á esta alma ingrata, y para quienes yo quisiera alcanzar todo el bien posible, con que el Cielo suele bendecir á sus hijos predilectos. —Qué Dios le pague sus buenos deseos! esclamó Isabel emocionada. —Así será, hijita: ya que tan de corazon lo dices....Bien, hijos míos: ahora me cabe la dicha de anunciarles que soy portador de una mision agradabilísima, pues que ella tiene por objeto principal, el por mí anhelado complemento de la felicidad de ustedes. —Y qué nos traerá Ud. señor, que nó sea una bendicion! interrumpió Eduardo. —En verdad, que ahora es así, porque me empeño en proporcionarles la paz con todos; que es la verdadera alegría del alma, y desde luego, el bien supremo á que la criatura puede y debe aspirar en la tierra. —Cómo que nó es posible que haya mayor bien en la vida, observó Isabel al momento. —Cuanto me alegro, hijita, de que abundes en esas ideas! esclamó el santo varon. Mucho me regocija el que así pienses; para que tambien contribuyas y me ayudes, con todo el poder y el encanto de tu amor, á la coronacion de mi obra; y luego variando de tono y dirijiéndose á los dos esposos, prosiguió: Ustedes nó deben ignorar que los que de todo corazon nos quieren, muchas veces se duelen y sufren por nuestros desgraciados percances, aún mas que nosotros mismos; pues, por lo jeneral, quien verdaderamente ama, desea mas bien el mal para sí propio que para el objeto amado, y.... esto es ahora lo que á mí me pasa, respecto al bienestar de ustedes. —Es posible que, nosotros, esté Ud. sufriendo? preguntó Eduardo con suma estrañeza. —Sí, hijos míos; y tambien fue por otra persona; mas, á Dios gracias, que ya está salvado ese obstáculo; y cumpliendo con una de las misiones principales que el Cielo encomendara al sacerdote, debo decirles ahora que: vengo plenamente autorizado para ofrecerles la paz y reconciliacion, de parte de la señora Amalia. Al oír repetir ese nombre, Eduardo hizo un jesto muy significativo de desagrado; el que probablemente nó notó Isabel, porque al mismo tiempo preguntó sorprendida: —Conque ya nó nos guarda rencor mi tía? —Ninguno, hijita; repuso inmediatamente el capellan; y así espero que quien siempre fue tan accequible al bien, como tú, nó necesitará de que yo prolongue mas mi súplica, para aceptar la paz que se le ofrece; y volviéndose al joven añadió: lo mismo que creo, sucederá con este inmejorable esposo: nó es así, mi querido Eduardo? Eduardo nó contestó palabra, y sin hacer movimiento alguno de aceptacion ó negativa, se quedó con la vista fija en el suelo. —Nó es cierto, mi buen Eduardo; prosiguió el capellan, colocando su santa mano sobre el pecho del joven: que aquí hay un corazon que sabe perdonar las ofensas? En ese momento Eduardo se pasó la mano por la frente, como para arrancarse alguna idea que atormentaba, y despues de una larga pausa, sin mirar á nadie, contestó penosamente: —Cuando todavía sentimos el quemante rubor en la mejilla, por la herida que nos causó la injuria...por mas humildad y abnegacion que se tenga, el perdonar así... es un sacrificio muy difícil para el hombre. Aquella respuesta inesperada y nada satisfactoria, lo dejó perplejo al capellan; pero nó obstante, él volvió á insistir y volvió á rogarles á los dos novios encarecidamente, que lo complacieran en su empeño, siquiera por el cariño paternal que les profesaba y, sobre todo, para que nadie fuese á notar nube alguna que empañara el cielo de su felicidad; advirtiéndoles ademas, que ya que la anciana señora era quien, por su mano, se anticipaba á ofrecerles la oliva de paz, nó solo era de necesidad, sino tambien un deber en ellos el aceptarla, aunque solo fuera en mérito y gracia de la muy deliciosa época de la vida, por la cual entonces atravesaban. Y en ese sentido, y siempre con muy dulce afabilidad, prosiguió el caritativo sacerdote suplicando y razonando al mismo tiempo, con el santo fin de que nó fueran á desatender la jenerosa oferta de la señora Amalia; y despues de hablarles por largo rato á ese respecto, concluyó rogándoles que nó lo desairasen, tambien á él, siquiera fuese para nó privarlo del goce sin igual que se le esperaba, con motivo de tan deseada reconciliacion. De que el afectuoso sacerdote concluyó de hablar y aguardó á que le contestaran, aguardó inútilmente, pues Eduardo siguió en su penoso silencio, pensativo y cabizbajo sufriendo una tortura indecible; á la par que Isabel parecía tener en los labios una respuesta afirmativa, que probablemente nó se atrevía á pronunciar, por ver la pesarosa actitud de su esposo. La situacion se iba haciendo, pues, mas crítica á cada momento; pero tan luego que á ella le vino un destello de luz y pudo acordarse del poder de su amor, dejando á un lado al capellan, inmediatamente pasó á sentarse junto á Eduardo. Una vez que lo tuvo entre sus manos á ese intransijente rebelde, llena de febril entusiasmo lo abrazó y besó repetidas veces; y al mismo tiempo que reconcentraba en dulcísimo acento, todo el encanto de su ternura, le rogó en frases apenas perceptibles que nó trepidara ya mas en su capricho, y que accediera, por ella, á lo que tanto le pedían. Por algunos minutos, ambos esposos tomaron una parte muy activa en ese importante y muy estrecho coloquio; y aunque el decirlo parezca mentira, mucho mas pudo el prestijioso discursito de Isabel para que se hiciera el milagro requerido, que todo el razonamiento de nuestro santo varon. A poco rato de hallarse Eduardo bajo la influencia de aquel magnetismo sublime, con el que siempre embriaga la mujer amada, nó solo fue cediendo poco á poco, sino mucho á mucho; y de adusto y taciturno que estaba el hombre, desde ese feliz momento fue poniéndose como una seda, hasta que al fin, ya sin poder soportar mas tiempo tan deliciosa conquista, casi manifestando alegría en el semblante, con plena voluntad esclamó: —Ya que así debe de ser, que así sea pues, anjelito mío! haré todo lo que tú quieras! —Y nó, lo que yo quiero? preguntó con dulce sonrisa el muy amable capellan. —Desde que ambos dos conspiran por hacerme del todo feliz, creo que al darle gusto á la una, tambien se lo doy al otro; mas para que nó haya el mas leve resentimiento de parte alguna, declaro muy placentero que haré lo que ustedes quieran. —Conqué, al fin, se me da gusto! esclamó el sacerdote, estrechando entre sus amorosos brazos al noble joven. —Y tan de corazon, mi querido capellan; repuso conmovido Eduardo; que ahora, que se ha disipado la aciaga nube que tanto me ofuscara, creo hallarme en la indispensable obligacion de manifestarle, que todo el bien que disfrutemos en adelante, por la paz que hoy nos ofrece, siempre y por siempre se lo deberemos á Ud.; y quiera Dios iluminarnos y dispensarnos larga vida, para que durante toda ella sepamos agradecerle el obsequio inapreciable que nos hace. —Y si posible es, recompensar cual se merece ese divino regalo; añadió Isabel con entusiasmo. —Que gocen de él mientras vivan, es mi deseo, hijos míos! esclamó fuera de sí el benéfico sacerdote y, sin despedirse, voló á poner en conocimiento de la señora Amalia el resultado feliz de sus afanes; la que al recapacitar en ese momento, cuanto había hecho sufrir á Isabel y Eduardo con su desmedido capricho, y contemplar, á la vez, la nobleza con que ellos sabían olvidar las injurias, nó pudo menos de conmoverse y rogarle al portador de tan plausible nueva, que hiciera poner su coche y se los fuese á traer inmediatamente. Que mas se quiso el capellan! Tan solícito y bondadoso mediador nó necesitó que le hicieran otra indicacion, pues al instante y sin ver á otra persona, el mismo salió muy lijerillo á hacer enganchar los caballos; y tan luego que el carruaje estuvo listo en la puerta de calle, subió y se acomodó en su asiento dándole la dirección al cochero, mientras le encargaba se despachase con prontitud, por la gran urjencia que tenía. En el acto el cochero les comunicó la misma orden á sus inteligentes servidores, por medio del golpe eléctrico del látigo, y tan luego que recibieron aquel sensible parte, en pos de una sacudida á la cola partieron á todo galope. Por felicidad, en el trayecto nó hubo inconveniente alguno que tuviese uniforme de policía, tropezon, ó de cosa parecida. Todo fue bien; y cuando el carruaje se detuvo en el número indicado, con mucha ajilidad bajó el capellan; y sin gastar mas tiempo que el necesario, para un corto y afectuoso cambio de palabras con los dueños de casa, contentísimo volvió á subir al coche, acompañado de Isabel y Eduardo: estaba el pobre viejo que nó cabía de gusto. —A casa otra vez! gritó entonces el activo sacerdote, lleno de alegría: y el cochero, con su táctica acostumbrada, volvió á influir poderosamente en sus trotones, á fin de que se portaran tan bien al regreso, como lo hicieron á la ida. Con dos ó tres latigazos bien tronados y unos cuantos gritos animadores, á los pocos minutos se vieron de nuevo los caballos al frente de su casa, llamando á los suyos con los golpes de sus cascos y sus relinchos entusiastas. Parecía, que ellos tambien querían tomar parte en la fiesta del capellan, ó por lo menos, coadyuvar á que se regocijaran cuantos lo viesen ese dia. Y así fue en realidad: qué alegría instantánea la que hicieron brotar en el palacio de la condesa! A la ruidosa llegada de los novios, inmediatamente surjió una algazara de júbilo jeneral, en la que todos los sirvientes se afanaban á porfía y á cual mas, por hacer demostraciones de placer extraordinario; y á pesar de su atronador alboroto, y de los incesantes vítores que dieron arrojando al aire sus delantales y sombreros, todavía fue de notarse lo mucho que descollaba entre toda esa jente dichosa, la desmedida alegría de la pobre guasita Celia y del buen negro Ramon: locos de gusto, bailaban, brincaban y gritaban á cual mas, sin cansarse un solo instante de acariciar á los felices novios, como dos perros leales que al cabo de larga y penosa ausencia, volvían á ver y palpar á sus queridísimos amos. Ese patio se convirtió entonces en un manicomio de felicidad. El aire que allí se respiraba, parecía estar impregnado de placer! Y en medio de aquel júbilo delicioso que conmoviera toda la casa, y cuyo eco se repetía sin cesar, atraída por tan contajiador regocijo se presentó temblorosa la señora Amalia en la puerta de su salon, apoyándose en la inseparable Casimira; y todo fue verla asomar allí con una sonrisa en los labios, que al instante Isabel y Eduardo juntos corrieron hacia ella, para echarle los brazos á la vez: ella los miró, cariñosa besó las frentes de ambos, y doblando la cabeza en medio de ellos, se unió con los dos jóvenes en un solo y muy estrecho abrazo. Qué gozo fue el de aquel abrazo triple! En ese momento, un grito conmovedor de ¡gracias á Dios! partió del pecho del bondadoso sacerdote, repercutiéndose en toda la casa. ¡Dios! repitieron las paredes, y todo el mundo quedó en silencio. La señora y los dos jóvenes permanecieron estrechados largo rato, derramando abundantes lágrimas de satisfaccion y de alegría. Sin duda, que esa preciosa lluvia del sentimiento debió purificar sus almas, para hacerlas meritorias ante la divina Providencia! El capellan, tambien se hallaba atareadísimo entonces, con su pañuelo y con sus ojos, que nó le dejaban gozarse en lo que el pobre tanto ansiaba: la exijencia del gusto sin igual que sentía, nó le daba lugar para nada; mas tan luego que le fue posible, ver con claridad y mediano sociego ese su cuadro favorito, y convencerse, al fin, que ya los tres formaban allí, la compacta y afectuosa union que él tanto había anhelado, radiante de placer, lleno de júbilo santo esclamó: —He aquí, Dios mío, el grupo con que corono mi obra! Bendito seas eternamente, Tú que guiastes á mi espíritu para su ejecucion! Bendito Tú, á quien los ánjeles alaban con el célico candor de su pureza, á quien el Orbe entero glorifica por doquier, y á quien deben toda la hermosura de su luz los soles que pueblan tus espacios! Apiádate de estas tres criaturas á quienes hoy une el amor!....Derrama el bien sobre sus cabezas, para que sus corazones te devuelvan su gratitud, así como las flores de la tierra envían al cielo sus perfumes, despues del rocío que les das. Apiádate de ellos, gran Dios!....Si ellos en su debilidad como mortales pecaron, perdónalos Señor, como quien eres! Concédeme Señor ese perdon, siquiera sea en gracia del fervor con que mi alma te lo pide; ya que nó porque yo lo merezca, ni menos esta mi humana miseria, ni tampoco mi propia y osada pequeñez.... Hijos queridos! Quiera el Dios de bondad y misericordia hallaros así siempre, tan unidos, como El os mira en este instante desde el solio de su gloria! A nombre suyo os doy mi bendicion! y agradecido cual ninguno, por el incomparable bien que hoy se me concede, hago los mas fervientes votos por que la Providencia fomente, sin cesar, la santa llama del amor recíproco en vuestros corazones, para que jamás Ella os aparte su vista bienhechora, y para que vosotros nunca la olvidéis!....Vivid pues, constantemente, así, en tan dulce y estrecha union, cual ahora mi alma se goza al contemplaros; á fin de que por esa virtud, y por toda vuestra vida, os hagais dignos y perpetuos merecedores de gozar de esa bendicion suprema, que constituye la felicidad del hombre y la delicia del ánjel, y que tanto en el cielo como en la tierra se llamará siempre PAZ!....Y aquí, acaso felizmente, la pobre pluma se quebró y....la historia concluyó. INDICE. Capítulos: Títulos. Pájinas I. PRELIMINARES 6. II. GALANTERÍA y DIPLOMACIA 18. III. DEMASIADA CONFIANZA 82. IV. UNA ESCARAMUZA 43. V. EL BAILE DE LA CONDESA 51. VI. SIGUEN BAILANDO 67. VII. DESPUES DEL BAILE 86. VIII. VISITA INESPERADA 98. IX. CHARLA DE MUJERES 106. X. HOSTILIDADES ROTAS 121. XI. UN PROYECTO 139. XII. CONVERSACION CASUAL 151. XIII. OTRA TENTATIVA 163. XIV. VIAJE IMPREVISTO 172. XV. UNA CONFERENCIA 181. XVI. UN POCO DE LUZ 191. XVII. AZAR, Y AZAHAR 205. XVIII. LA EMBAJADORA 218. XIX. ENTREVISTA OBLIGADA 227. XX. UNA HISTORIETA 244. XXI. JAVIER SE DIVIERTE 260. XXII. EL PASEO 268. XXIII. OBSERVACIONES ANTOJADIZAS 282. XXIV. MÚSICA MAESTRO!! 292. XXV TRAS EL PLACER 304. XXVI. DUDA Y ESPERANZA 319. XXVII. LO QUE ES EL MUNDO! 329. XXVIII. APUROS NOCTURNOS 337. XXIX. EL PASAJERO 354. XXX. UN PILOTO 366. XXXI. PERCANCES MATINALES 374. XXXII. EL DESCUBRIMIENTO 385. XXXIII. EL DELIRIO 393. XXXIV. LA CARTA 401. XXXV. EFECTOS DEL ESPIONAJE 411. XXXVI. REMINISENCIAS 419. XXXVII. PRELUDIOS FUNERARIOS 432. XXXVIII. PROTECTORA Y PROTEJIDA 446. XXXIX. A SOLAS 456. XL. LA MODISTA 470. XLI. LOS PADRINOS 481. XLII. ÉL Y ELLA 490. XLIII. LO DE SIEMPRE 498. XLIV. UN ATAÚD 507. XIV. MISA Y LIMOSNAS 513. XLVI MISIÓN PENOSA 521. XLVII. CONCLUSIÓN 529. ERRATAS NOTABLES EN ESTA 1a. EDICION. PAJ 8 LIN. 20 LÉASE: vestidos á la moda " 24 " 18 " : le hicieran sus mimos " 25 " 2 " : nó sé si calificarla " 29 " 2 " : tales sandeces escuchaban " 44 " 24 " : llégate á mi lado " 49 " 29 " : contigo y que te " 61 " 25 " : por inclinar del todo " 66 " 6 " : nó lo dudes un solo " 94 " 3 " : y bajar del coche " 108 " 23 " : daban su brazo á torcer " 237 " 6 " : el dejar de amarla ahora " 275 " 2 " : coloradotes mofletes que " 357 " 24 " : Liberanos Domine! " 377 " 34 " : principió á rociarles " 885 " 14 " : y así prosiguió en su " 396 " 12 " : tenga rayos mi lengua " 398 " 27 " : desesperadas imprecaciones " 427 " 2 " : y al otro medio, le constara " 470 " 6 " : nadie los tuviera por