Vencida: ensayo de novela de costumbres/ por Marianela Palma, Angélica, 1883-1935. Barcelona: P. Salvat, 1918. MARIANELA VENCIDA ENSAYO DE NOVELA DE COSTUMBRES BIBLIOTECA SALVAT VENCIDA ENSAYO DE NOVELA DE COSTUMBRES POR MARIANELA BARCELONA CASA EDITORIAL P. SALVAT 39 — CALLE MALLORCA — 51 1918 EN LA PRIMERA PÁGINA Vé por el mundo, pobre libro mío, con la ayuda de Dios, en busca de la suerte, que no ha de serte tan próvida como mi querer la desea. Ya lo dijo Campoamor, el excelso: Los padres son tan buenos, que hasta el menos iluso anhela para yerno un noble ruso, o un príncipe italiano por lo menos. Y la fina ironía del poeta tácitamente nos da a saber que a esas ambiciones de los padres responde la realidad burlona haciéndoles suegros de algún infeliz o dejando para vestir imágenes a la niña bonita. Por eso no me atrevo a imaginar para ti grandezas que no mereces, libro mío, producto fatal de esa fuerza oculta dentro de cada ser, guía de toda vida humana, que se llama vocación, y que, cuando por achaques literarios despunta, obliga tiránicamente a coger la inocente pluma, que, según los arrestos de quien la maneje, tanto puede escribir el Quijote como la Biblia en verso del buen señor Carrulla, pues esto de las vocaciones literarias da a sus víctimas tantas sorpresas como a los padres soñadores las ilusiones casamenteras. No te sirva tu nombre de triste augurio, ya que él no encierra ni asomos de símbolo, ni pretendes tú, cuitado, ser apóstol de causa alguna. Sólo intentas narrar cosas de tu época y de tu ambiente, encarnándolas en la historia sencilla de una limeña de estos tiempos,— tan distintos de los patriarcales y fáciles de la saya y manto, — de una de estas mujeres modernas, risueñas y pensativas, locuaces y observadoras, amantes del calor hogareño y ansiosas de las brisas de fuera, cuyos ojos atentos miran evolucionar las sociedades y transformarse los ideales viejos y que, como las heroínas de Maeterlinck, sonríen al hablar, cuando caen las flores, y lloran en la obscuridad, tal vez porque sienten que es ley femenina alegrar, como el sol, el mundo exterior y guardar para las penumbras del íntimo las penas inevitables de la vida, que no es toda prado florido ni zarzal amenazador, sino lo uno y lo otro, para enseñarnos a aspirar el aroma de las rosas y a curar las heridas de los abrojos. Modesto es el empeño, y, sin embargo, poquita cosa tú para cumplirlo; mas, sea como fuere, vé por el mundo, pobre libro mío, con la ayuda de Dios. MARIANELA. DIBUJO 1 Te escribo estas cosas con todo el fervor de mi cariño y a lo mejor me desanimo... I De Florencia a Nelly. La Plata, 18 Diciembre 19... «Con movimientos lentos y callados, arrullándola bajito para no interrumpir su sueño al pasarla de mi regazo a la cuna, he acostado a mi nena; he arropado una vez más a mi primogénito, que, travieso aun dormido, a cada rato arroja con bruscos movimientos los cobertores; y libre ya de estas caras ocupaciones, espero el regreso de mi marido charlando larga e íntimamente contigo, como en los buenos tiempos en que estábamos juntas, y hasta te sermoneo un poquito, a riesgo de que, como entonces, me apodes burlonamente Mentora, feminizando a tu antojo el respetable nombre clásico. Los ruidos callejeros no llegan a la habitación donde te escribo; en la inmediata duermen mis hijos el hermoso sueño de la niñez sana y protegida, y por la ventana, abierta a la brisa nocturna, veo un gran trozo de limpio cielo azul. Quisiera saturar mi carta de la calma profunda de esta noche de verano, del dulce reposo de mis niños, del ambiente de paz que me rodea, para que produjeran su benéfico efecto sedante sobre tu alma querida, atormentada e inquieta. » Me cuentas en tus cartas que desde la muerte de tu buena madrina te es aún más difícil la convivencia con tu tía y tus primas; me hablas de su ridícula vanidad de señoritas pobres, que juzgan desdoroso para el ilustre apellido de Casamayor el que hagas tu vida útil y cómoda por medio del trabajo, al que ellas sólo recurren, cuando las urge mucho la necesidad, de tapadillo, como quien comete una acción vergonzosa; del extraviado criterio con que aprecian su actual posición; de sus rancios prejuicios sobre las más sencillas iniciativas de independencia personal. «Para complementar este relato tragi-cómico,— agregas, ahí va le mot pour rire:— a Hortensia, la menor de las niñas, le ha salido el primer novio a los veintinueve años: ¡imagínate cómo estará! Es, según dicen ellas, un joven muy decente, primer empleado de un gran almacén de novedades, y que tiene el mal gusto de prodigarme piropos cursis, a los que contesto yo cada impertinencia que no sé cómo le quedan ganas de reincidir. Lo curioso del caso es que, aunque mi prima bebe los vientos por él, parece, Dios me lo perdone, que se siente ofendida de que yo no me esponje y me relama de puro satisfecha con las atenciones de su almibarado galán. ¿Comprendes tú esto?» »Sí, lo comprendo, locuela, y tú también a poco que lo intentes. Vamos a ver. ¿Por qué no pones siquiera una apariencia de amabilidad en tus relaciones con ese apreciable spécimen de la clase de horteras? ¿No te explicas que hieres cruelmente a tu enomorada prima cada vez que le dejas notar cuán insignificante encuentras a quien es para ella la flor de la maravilla? » Y, como en este caso, en otros muchos debías ser más sagaz, más condescendiente, Nelly mía. Bien sabes que no quiero decirte que te apartes un ápice de la notable línea de vida que te has trazado ni que modifiques, por ajeno influjo, tu hermosa personalidad íntima, no; sólo te aconsejo más ductilidad. Por desgracia, la vida de las mujeres es transigir, aun la de las que, como yo, han respirado siempre la atmósfera feliz del hogar propio; con más motivo la tuya, pobrecita, que a la muerte de tu madre te encontraste bruscamente transportada a un medio distinto al tuyo, y que, desde hace dos años, vives entre personas que te son fatalmente hostiles por la diferencia de caracteres, de ideas y de educación; pero que te dan ante la sociedad el prestigio de la familia, tan necesario a tu juventud. Por eso, por tu interés, te aconsejo que suavices asperezas, que evites rozamientos, que esquives discusiones inútiles, en las que se escapan frases duras, que lamentamos cuando ya no tiene remedio el daño que han causado, que te muestres complaciente en los detalles nimios de la existencia en común y guardes tu energía para lo que realmente la merezca. En resumen, que seas menos vehemente y más discreta. »Te escribo estas cosas con todo el fervor de mi cariño, y a lo mejor me desanimo y pienso que predico en desierto al evocarte altiva y resuelta, con tu griega cabeza erguida sobre el esbelto cuello y tus labios burlones, sonriendo desdeñosos de mis lecciones de savoir vivre, que no seguirás, indudablemente. Me lo dicen mil recuerdos de nuestro pasado que me gozo en traer a la memoria, hasta llegar, de una en otra añoranza, al día, ya lejano, en que nos conocimos. Aun me parece verte en el gran patio del colegio con tus once años espigaditos dentro del traje de luto, sobre el que brillaba, con reflejos de oro vivo, tu trenza ondulante, y sentir el gentil movimiento con que echaste tus brazos a mi cuello, cuando al saber yo por otra condiscípula quién era la chica nueva, corrí a contarte que fui la alumna predilecta de tu buena mamá. Desde entonces, aunque mi condición de alumna de la clase superior y mis catorce abriles cumplidos me hacían casi una señorita al lado tuyo, fuimos inseparables. Entre nosotras no hubo secretos: yo te hablaba de los mimos de mis padres, de las travesuras de mis hermanos, de las costumbres de mi casa, hasta de Dominga, la vieja criada, hasta de Guardián, el leal terranova: tú me narrabas los recuerdos de tu primera infancia y cuanto de ti y de los tuyos sabías por relatos de familia o por deducciones de tu precocidad observadora. » Me enteré así de que tu padre empleó la parte que le tocara del un tiempo cuantioso patrimonio de los Casamayor, en viajar por los Estados Unidos; recién llegado a Boston fue a presentar su carta de crédito a un Banco y allí conoció a la ayudante del cajero, la más deliciosa girl que jamás haya manejado con sus dedos pulidos los gruesos libros comerciales. En esa prosaica atmósfera de negocios, entre el tintineo de los dólares y los secos tecnicismos mercantiles, nació el dulce idilio que pronto legalizó el alcalde y bendijo un sacerdote católico. Después, ya establecidos en Lima, se dedicó tu padre con ardor al trabajo, ansioso del bienestar del hogar que alegraban tus gorjeos, y sin ocuparse gran cosa de la sequedad con que su encopetada familia acogió a su linda compañera. De aquella época apenas había quedado en tu memoria él recuerdo de una alegre voz varonil, que te decía frases cariñosas, mientras unos brazos robustos te levantaban hasta el techo; pronto cesaron los juegos turbulentos con aquel papá cariñoso y risueño; un enfriamiento cogido al salir en una noche lluviosa, tras varias horas de trabajo extraordinario, y que pareció al principio cosa de nada, trajo consecuencias funestas: el enflaquecimiento, la tos persistente, la fiebrecilla lenta que aniquila, y los médicos ordenaron, como supremo recurso, un viaje a la Sierra; a los cinco meses regresó tu madre, sola y enlutada, y te recogió del lado de tu tía Joaquina, a cuyo cuidado te confió, por haberte tenido en la pila bautismal y ser la única que mostrara cierta benevolencia a la cuñada extranjera. Luego, deseando fortalecerte con el aire del campo, se instaló contigo en el Barranco, en cuyo colegio te dejaba mientras trabajaba en Lima, llevando los libros de una casa de comercio en la mañana y dando lecciones de inglés y de gimnasia después del mediodía. »¡ Ah!, ¡la dulce existencia del home con tu madre amantísima, que ocultaba a tus ojos perspicaces de niña la tristeza del bien perdido y la fatiga de las tareas cuotidianas; siempre activa y animosa, con sus pulcros vestidos negros, rematados en el cuello por una línea de lienzo blanco; tu maestra y compañera de estudios y deportes, dedicada empeñosamente a hacerte fuerte y apta para la vida, como si presintiera que una enfermedad violenta había de privarte muy pronto de su ternura protectoral... A poco de esa desgracia entraste, a petición de la directora, en el colegio donde tu madre enseñara durante mucho tiempo, y desde entonces, y por cerca de diez años, he sido testigo de tu vida. » Al tenerte para sí sola, doña Joaquina concentró en ti todo el cariño acumulado en su larga existencia sin amor, y tú le correspondiste cordialmente. Pero en ese sentimiento intenso y recíproco faltaba la armonía: a ti te chocaban los mimos exagerados de tu madrina, sus cuidados extremosos; a ella le asustaban tus baños fríos a las seis de la mañana, tus largas caminatas, tus juegos turbulentos, tus carreras locas... «Esta niñita debió nacer hombre», decía la buena señora, cogiéndose con ambas manos la cabeza gris; pero todo se arreglaba con dos caricias y tú quedabas contenta mientras no se inmiscuía la entrometida parentela, según tu irreverente frase de colegiala. ¡Esa tía Grimanesa con sus cuatro niñas y sus cargantes consejos! «Pero, Joaquina, no sé cómo consientes... Por Dios, Joaquina, parece mentira que... Tía Joaquina, no debes permitir...» Y por contera el odioso estribillo que hería en lo vivo tu piedad filial: «Esas extravagancias quizás puedan pasar en otras partes, pero aquí no somos gringas.» »Las circunstancias no han hecho sino ahondar esa separación moral al obligarlas a vivir bajo tu mismo techo, desde que enviudó doña Grimanesa y doña Joaquina le ofreció generosamente su casa. Ahora, sin el apoyo bondadoso de la excelente anciana, me imagino la guerra sorda, de alfilerazos envenenados, con que te hostigarán esa aspirante a suegra, que ve en tu lozanía primaveral una ofensa a los marchitos encantos de sus hijas, y esas cuatro ex niñas, envejecidas prematuramente en la espera angustiosa del novio que no llega, obsesionadas por la idea fija del matrimonio á outrance, sin otro anhelo ni otra finalidad en sus vidas grises, faltas de todo recurso espiritual. » |Desdichadas! De esto debí ocuparme, mi Nelly querida, en vez de darme aires de catedrática en diplomacia casera. Debí decirte: piensa en lo que el porvenir reserva a tu juventud florida, a tu inteligencia lúcida, a tu voluntad templada, en todo lo que tú tienes y a ellas les falta, y podrás tratarlas con afabilidad compasiva, sin dejarles, por supuesto, ver la compasión. » Mucho quisiera hablarte sobre este tema, pero mi hija ha despertado, y apenas puedo, my darling, enviarte un beso antes de firmar. — Florencia. »P. S. Amiga mía: Mi mujer me encarga encerrar en un sobre la carta que hace un momento ha terminado y que yo no caigo en la tentación de leer, espantado, ante el número de pliegos ennegrecidos por sus patitas de mosca, del chaparrón de consejos que descargará sobre usted nuestra Mentora. Y ahora, en serio: esas pupilas serenas y aterciopeladas, que con tanta dulzura saben mirarnos a usted y a mí, tienen una clarividencia singular cuando del bien de los que ama se trata. Hay que fiarse de ellas, me consta. Y después de echar mi cuarto a espadas con esta advertencia, me despido; pero, ¿cómo? ¿Con un recio shake-hand, de puro estilo yanki, o besando rendido sus pies, según la galana fórmula de la cortesanía castiza? Perplejidades en que usted le pone a uno con el áureo esplendor de sus cabellos y el misterio de sus ojos, con su tez sajona de leche y rosas y sus finas extremidades de limeña, con su andar resuelto y sus mohines mimosos, con toda la antítesis de su linda persona, tan bien sintetizada en su nombre de caprichosa eufonía, ¡oh Nelly Casamayor! En cualquier idioma y de todos modos, muy su amigo, Gonzalo de La Torre.» II LA SEÑORITA SE ABURRE ¡Oh las monótonas veladas en aquella casita baja de la calle de Santa Teresa! Para sustraerse al tedio, Nelly tocaba distraídamente un Nocturno de Chopin; poco a poco la iba ganando la melancolía intensa del artista enfermo, y bajo sus dedos nerviosos, el viejo piano de la tía Joaquina sollozaba nostalgias. En un sofá, Hortensia cuchicheaba con el novio, cuya presencia le animaba, hasta embellecerla, la cara menudita y descolorida de muñeca japonesa. Frente a ellos, doña Grimanesa y su hija mayor (las otras dos andaban de visiteo por la vecindad) murmuraban de Chopin y de su intérprete: —¿Has visto qué manía de muchacha con esa música tan cansada? ¿Por qué no tocará Rigoletto o La Traviata? No sé qué gusto encuentra... —El de fastidiar,—interrumpió con acritud la hija. El caritativo diálogo fue cortado por dos golpecitos en la puerta de la sala. Nelly la abrió, dando paso a un cartero, que, quitándose la gorra galoneada y alargando una carta, preguntó: —¿Para acá es? —Sí, es para mí, muchas gracias, —respondió la niña, leyendo el sobre con gozosa expresión. —María Julia, —preguntó el joven hortera a su futura cuñada, —¿no le parece a usted sospechosa la alegría de esta señorita al recibir su voluminosa correspondencia? —¿Sospechosa? Naturalísima, puesto que la carta es de Florencia, —replicó sonriendo la aludida. —¡Hum! Pero, si la vista no me engaña, esa letra es de hombre. —Sí, de su marido. —¿Tanto tiene que decirle a usted ese caballero? —No por cierto; a lo sumo habrá algunas líneas suyas. No tengo más ausente que dedique largos ratos a escribirme que mi buena Florencia,—contestó Nelly, que, de excelente humor por la llegada de la carta misiva, daba estas explicaciones con inusitada afabilidad.— Y ahora, con permiso de ustedes, me retiro a leer. Buenas noches. —¿Es cierto, —interrogó el joven cuando Nelly hubo salido, —lo que me cuentan los compañeros en la tienda, que Florencia es preciosa? Doña Grimanesa airada: —¡Preciosa! ¡Qué facilidad tienen los hombres para decirlo!... Agradable, como todas las muchachas. Altita, esbelta, bastante morena... —Con pelo y ojos muy bonitos, —insinuó Hortensia, más indulgente. —¡Quién no tiene en Lima bonitos ojos?— suspiró María Julia, poniendo en blanco los suyos, rasgados y verdes, única belleza de su angulosa persona. —En cuanto al pelo, — agregó la señora,— realmente no es feo, pero no sabe sacar partido de él. Siempre se lo arregla lo mismo: partido en dos mitades por una raya y recogido muy bajo en un moño o unos rulitos. Si, a veces, mirándola de frente, me parecía la de un muchachito su cabeza de ondas alborotadas... Jamás se hacía un peinado elegante, de última moda, —concluyó la señora, mirando con maternal orgullo el complicado edificio que ostentaba la cabecita de pájaro de su Hortensia. Mientras en la sala discutían los atractivos de su amiga, Nelly saboreaba la cariñosa epístola en el retiro de una habitación espaciosa, como ya no se encuentran en las casas nuevas. Una lámpara eléctrica, suavizada por una pantalla color rosa, alumbraba la estancia, sencilla y cómoda, con las paredes cubiertas de papel verde reseda y el piso, pintado de un tono más obscuro, pulido y luciente. Protegían el lecho virginal, pendientes de gruesos cordones de seda, una Dolorosa, grabada en acero, y una ampliación fotográfica, en la que se veía a Nelly, pequeñita, junto a sus padres, jóvenes y felices. La mesa de noche, el tocador y el ropero, con puerta de espejo, eran, como la cama, anticuados, pero en buen uso; no había otro mueble de gusto moderno que un escritorio de madera clara, coronado por un estantito que contendría hasta medio centenar de libros, reveladores, en su caprichosa variedad, de los anhelos nobles, pero indeterminados, de un espíritu selecto, ávido de cultura, necesitado de dirección y apoyo. Algunas de esas obras eran, por su procedencia, doblemente queridas a la niña: así, el Teatro de Shakespeare, la Esclavitud femenina, las Memorias de Stuart Mill y las Poesías de Longfellow habían pertenecido a su madre. Las de pura cepa romántica, como los versos de Zorrilla y la María de Jorge Isaacs, se las obsequió su tía Joaquina; las comedias de don Felipe Pardo y las Tradiciones de don Ricardo Palma, el padre de Florencia; y las producciones literarias de reciente fecha, le fueron regaladas por Florencia o sus hermanos o adquiridas por Nelly, privándose muchas veces de un frasco de perfume, de un velito nuevo, de un broche de moda, de cualquiera de esas pequeñeces bonitas, tan gratas para toda mujer que lo es de veras. Sentada en una butaquita cerca del escritorio, su sitio predilecto, Nelly, con la carta abandonada en el regazo, meditaba: —Condescendencia, tacto, diplomacia... ¡Mi pobre Florencia! Bien sabe ella que me son tan necesarios como difíciles, y aunque sin grandes esperanzas de éxito, me los aconseja en todos los tonos, buscando los lados sensibles de mi carácter, halagándome y estimulándome como a una niña, como me ha tratado siempre, como si los tres años que me lleva dieran a su amistad algo de maternal y protector. Mi situación sería tolerable para ella, siempre olvidada de sí misma, ocupada exclusivamente de los suyos, sacrificándoles sus gustos y deseos con tal naturalidad, que no les dejaba percatarse del esfuerzo que su complacencia le costaba. ¡Cuántas veces la he visto ir a alguna fiesta sin la menor gana, sólo porque a alguno de sus hermanos le convenía que lo acompañara, o escuchar a su padre, por la milésima vez, sus aventuras revolucionarias, sin dejar traslucir ni con una frase ni con un gesto lo pesadas que le parecían esas rancias historias, cuando la consumía el afán de contarme algún incidente de la viva y palpitante de sus contrariados amores! Para defenderlos hasta triunfar, sí, supo ser firme y enérgica, pese a los reiterados sermones de su madre. ¡Pobre señora! Me parece que la estoy oyendo: —Pero, niña, ¿cómo tú, tan juiciosa en todo, puedes obcecarte así? Cuando empezaron estas cosas, creí que lo más prudente era hacer la vista gorda: una chiquilla de quince años y un muchacho estudiante. Mientras menos caso se les haga, más pronto se cansarán, pensaba yo. ¡Ay! ¡Cómo me equivoqué! Siguió él en la Escuela de Ingenieros, acabó la carrera, se marchó al Perené, al Ucayali, a Chanchamayo, a esos sitios endiablados a donde lo mandan siempre, y tú, obstinada, pensando sólo en él, aunque pasen meses y meses sin noticias suyas, esperando, como los judíos la llegada del Mesías, sus raras apariciones por Lima. ¿No comprendes, criatura, que te vas a envejecer de novia, siempre con el novio en las antípodas, y que aun cuando, al cabo de los años mil, llegues a casarte, continuarás lejos de él, pues no ha de tener la poca vergüenza de llevarte a vivir entre salvajes? Mi amiga aguantaba la monserga poniendo una carita seria y preocupada, pero sin estallar en una protesta apasionada, como hubiera hecho yo, o en un raudal de lágrimas, como la mayoría de las mujeres. Por fin, a fuerza de trabajo y constancia, triunfaron Gonzalo y Florencia de todos los obstáculos morales y materiales, y después de seis años de compromiso se casaron para ser muy felices, como en los cuentos de hadas; pero ¡cuánto sufrieron para llegar! Sobre todo ella, que en la pasividad de la vida femenina, no tenía, para engañar sus penas, ni el recurso del trabajo ni el excitante del peligro; sólo tenía el amor, es decir, todo, la fuerza omnipotente y universal de que nos hablan los poetas y los enamorados, quizás con su poquito de exageración; y en prueba de ello, aquí estoy yo, con mis veintidós años... y nada. Realmente, era de escaso interés la historia sentimental de Nelly, pues no merecían figurar en ella los imberbes pollitos que le daban escolta en sus últimos tiempos de colegiala, ni la turbamulta que rendía a su rubia belleza el homenaje vulgar del piropo callejero, tan chocante para las mujeres de otras latitudes y que las nuestras reciben como un tributo sin importancia. En tan blancas páginas sólo se delineaba, con rápidos rasgos, la apuesta figura varonil de Rafael Alvarez. Este joven guapo, enamoradizo y decidor, acostumbrado a ver a la niña en su casa, la trataba con afectuosa familiaridad, pero sin concederle mayor atención, hasta que las primeras faldas largas realzaron la distinción de su figura, y el cambio de peinado la pureza de formas de su cabeza helénica y del blanco cuello, grácil y delicado como el tallo de una azucena. Entonces, aprovechando la confianza que reinaba entre ellos, comenzó a cortejarla asiduamente, entre chanzas y veras, con bromas discretas y galanterías donosas que la muchacha se esforzaba en no tomar a lo serio, aunque se sintiera turbada e inquieta cuando interrumpían las confidencias de su amiga los pasos sonoros y la voz alegre de Rafael, que, tarareando aires de zarzuela, regresaba de la calle para animar la charla de las niñas con la nota viva y simpática de su buen humor viril. Notólo y preocupóse con ello Florencia, en la que el cariño no excluía la observación perspicaz y el juicio claro y certero, y por tanto, conocía perfectamente las grandes ambiciones y el completo dominio de sí mismo, que, bajo su brillante apariencia de mundano, ocultaba aquel gallardo mozo, poseedor del privilegio de tocar los resortes precisos para imponerse hábilmente donde quiera que se hallase: en familia, con ternezas de niño mimado; en los círculos masculinos, con el desprendimiento generoso y la destreza física; en los salones, con la cortesanía exquisita y el chiste oportuno y culto, y en todas partes con un no sé qué de amable y ligero que hacía exclamar, cuando se hablaba de él: «¡Muy buen muchacho! Sí, excelente; pero amante, sobre todo, de su encantador individuo.» Por eso su hermana, cuidadosa de la tranquilidad de Nelly, lo llamó muy seriamente a capítulo: —Oye, Rafaelín; me parece muy mal lo que haces, y estoy resuelta a no permitirlo. —¡Chica! ¡Qué manera de tratar al hermano mayor! Bueno, expliquémonos: ¿qué crimen horrendo es el que fraguo? ¿A qué te opondrás tú mientras alientes? —A que enamores a Nelly. —¡Qué trágica concisión y qué manía de dar a las cosas una gravedad que no tienen! ¿De modo que me consideras un seductor irresistible y desalmado porque le digo bonita a tu amiga, como se lo digo a todas las mujeres, incluso a ti, por quien estoy dispuesto a sostener que Gonzalo es el mortal de mejor suerte? Y a propósito, acabo de estar con él en el club. —Mira, déjame en paz a Gonzalo, que ahora no se trata de él, y hablemos formalmente. —Pues ya que así lo tomas, con toda formalidad te diré, aceptando por un momento tus suposiciones, cuán extraño me parece que si quieres a Nelly como a hermana, te disguste tanto la idea de que llegue a serlo. —¡Qué me ha de disgustar, hombre!... Me gustaría muchísimo... por ti principalmente. Pero no nos vayamos por los cerros de Ubeda, puesto que no has pensado semejante cosa ni es ese el camino, y hablemos franca y tranquilamente, sin irritarte, que yo procuraré que las verdades no te amarguen mucho. Empecemos por el principio: tú nunca habías hecho gran caso de Nelly, y aun tengo presente que más de una vez, cuando papá pronosticaba la futura belleza de la chica, replicabas indignado: « Caramba, papá, no te veo trazas de profeta. ¿Qué promesas de hermosura encuentras en esa gringuita larguirucha y desabrida?...» ¿Te acuerdas? —¡Quién se va a acordar de tales boberías! —Yo. Y ve cómo cambian las cosas: a mí me disgustó entonces lo que a ti ahora. Prosigo. Ella empezó a hacerse mujer y a embellecer de día en día, tus amigos a notarlo y tú a decírselo, en tono de galantería amistosa primero, y ya tan apasionado y ditirámbico, que llega a hacerme temer que impresione de veras a esa criatura tan joven, tan inexperta, tan necesitada de efectos propios, y a ser para ella causa de muchos sufrimientos. —Bueno, pues si tal cosa sucede, me caso, y en paz. —¡Magnífica salida! ¡Panacea universal! ¡El eterno argumento de la vanidad masculina, que cree que esas mágicas palabras que encierran la oferta de su blanca mano y el don... relativo de su preciosa persona, resuelven todos los problemas y merecen admiración y gratitud perdurables!... Y lo peor es que no son ustedes los únicos que tienen esa convicción; hay muchas cándidas que piensan lo mismo. ¿Te imaginas que harías una gracia casándote, y que, dadas tus actuales condiciones, tus planes para el porvenir, tu amor a la independencia, tu afición a las diversiones, podrías hacerle grata la vida a la mujer a quien considerarías como una traba, aunque en realidad no lo fuera muy apretada, pues ya te darías tú buena mañana para aflojarla? Pero no vale la pena de insistir en este punto, porque si las cosas se pusieran serias, te limitarías a volver bonitamente la espalda, puesto que no estás enamorado de Nelly. —Hace una hora que te lo he dicho, pero te empeñas en que lo esté. —En lo que me empeño es en poner las cosas claras. Vamos a ver: ¿qué te gusta a ti en Nelly? Su cara de rosa, su cuerpo elegante, su aire distinguido, su discreteo gracioso... más o menos lo mismo que te gusta en Lola Silva y en la pollita Garcés y en las cinco hermanas López-Henares y en la hija del nuevo ministro inglés, tu maestra de tennis y discípula de flirt, y en qué sé yo cuántas más... Pues confórmate con ellas y no perturbes con asiduidades inconvenientes la existencia de esa pobre niña, a la que, por cariño a mí, debes ver como a otra hermana, más necesitada que yo de consideración y apoyo. Guardó silencio el joven largo rato, atormentándose con mano nerviosa el perfumado bigote: los atractivos de la escaramuza sentimental recién iniciada y la pícara vanidad del sexo, a la que con tan gentil desenfado aludiera su hermana, impulsábanlo a contestarle desabridamente que él no necesitaba consejos de nadie y que haría lo que le viniera en gana; pero su buen sentido, que le aconsejaba ahorrarse complicaciones inútiles, y su instinto caballeresco, excitado por la evocación del desamparo moral de Nelly, moviéronlo a exclamar: —Hablas como un libro, chiquilla; para devolverte la tranquilidad, te ofrezco solemnemente no conversar con tu amiga sino en tu presencia, y, en recompensa, venga un beso, que me marcho a consolarme con alguno de esos flirts nacionales o extranjeros que has enumerado. Cumplió Rafael su promesa, y Nelly, que ignoraba la conferencia fraternal, achacó el cambio del mozo a su reconocida volubilidad, y se esforzó en disimular primero y en ahogar después la mezcla de despecho y desencanto que la huída de sus vagas ilusiones le causara. Y tan bien logró su propósito, que cuando, algunos meses después, acompañó a Florencia a dejar en el vapor a su hermano, que marchaba a Francia como segundo secretario de la Legación, la proximidad de la despedida no turbaba la limpidez de sus ojos ni el timbre cristalino de su voz. Pero estaba tan bonita, tan adorablemente joven y fresca con su ceñido traje sastre y el rostro nimbado por la gasa verde del sombrero, de un tinte luminoso del que sólo podía triunfar la pureza de su cutis de rubia, que el flamante diplomático no pudo menos de decirle, suspirante y rendido: —¡Ay, Nelly! Si las cosas hubieran venido de otro modo, no nos separaríamos ahora y dentro de poco recorreríamos esas grandes ciudades juntos y felices. —Gracias, hijo,—repicó vivamente la muchacha.—Quien no te conozca que te compre. Ya me imagino los días aburridos y las largas veladas solitarias en un departamento de hotel, mientras monsieur le secrétaire destroza corazones femeninos por teatros y bulevares. —¡Buena opinión te merezco!, —murmuró él, picado. —Espero que el destino te depare alguien que valga más que yo. Ella, con coquetería mimosa: —No te ofendas, tonto; si tú vales mucho, pero no para marido... por ahora. La llegada de un nuevo grupo de amigos a despedir al viajero cortó a tiempo el peligroso coloquio; y ya en la melancolía del atardecer, al desprenderse del costado de la nave el bote que las conducía a tierra, Nelly, ocupada en consolar a su amiga, no llegó a averiguar si ella estaba triste también. Marchito antes de abrirse aquel capullo de idilio que perfumara sus primaveras con aroma de ensueño, y muy próximo ya el matrimonio de Florencia, entró Nelly en ese período de actividad febril, tan grato para una muchacha, que precede a una boda. Apenas paraba en su casa. ¡Uf, qué ajetreo! Era el factótum de la señora Alvarez, que, fundándose en que sus hijas menores, por chiquillas, y Florencia, por enamorada, de nada le servían, recurría continuamente a ella como auxiliar y consultora. Empleaban el día en visitas a las modistas, a las tiendas, al convento de Santa Eufrasia, en donde cosían la ropa blanca; al correo en busca de los objetos pedidos a Europa, a mil sitios diversos; y las noches en discurrir y arreglar planes, mientras muy juntitos el apasionado galán y la novia extasiada cuchicheaban animadamente, sin percatarse de que los ojos curiosos de su amiga les miraban con malicia y simpatía. Llegó el día solemne. De regreso del templo, la venturosa pareja soportó pacientemente el chubasco de abrazos, felicitaciones e impertinencias, y en cuanto escampó un poquitín, se escabulló a su casita de Miradores. Nelly, toda de rosa, como una rosa humana, con los primeros azahares que quitó Florencia de sus negros cabellos prendidos al borde del escote pequeñito, prodigaba atenciones y sonrisas a las damas encopetadas, a los señores graves, a las niñas elegantes, y también (¿por qué no decirlo, Señor, si es perfectamente lícito y natural?) a los varones de buen ver y mejor gusto que loaban sus gracias abrileñas. Los concurrentes formaban grupos en los salones, en los corredores enguirnaldados, y, sobre todo, en el comedor, en torno a las mesas primorosamente servidas, siendo los más bulliciosos y parleros los compuestos por el elemento nuevo, en los que se oían a menudo las frases de estilo en fiestas semejantes, como aquella de: «Seriamente, Fulanita, ¿cuándo quiere usted que sigamos el ejemplo?» — «Más seriamente aún: ¿cuántas veces ha dicho usted hoy ese chiste flamantito?», coreado por esas risas continuas, acompañamiento obligado de las charlas entre jóvenes y que son el brote espontaneo de la alegría de la mocedad y de la atracción recíproca de los dos sexos, que, más o menos inconscientemente, se regocijan de estar reunidos. Los honores de la casa, que tan donosamente hacía, y el humo del incienso galante que a su paso quemaban, no impidieron a Nelly darse cuenta del mudo homenaje de un desconocido cuyas miradas la seguían tenazmente. —¿Quién será éste que me come con los ojos... y se contenta con que lo presenten a mi tía?,-preguntábase la muchacha. —Seguramente no es de Lima: en mi vida lo he visto, y además, no tendría esas timideces que, por cierto, ya no le cuadran, pues al angelito no le faltarán los treinta y cinco. Ya tarde, cuando se habían despedido muchos de los invitados, salió de su curiosidad al acercársele el incógnito con uno de los hermanos de Florencia, quien, inclinándose correctamente ante ella, le dijo con una seriedad guasona, que la puso en riesgo de perder su formalidad y pasó inadvertida para el interesado: —Tengo el placer de presentarle al doctor Demóstenes Contreras, diputado por Contumazá. —Caballero... —Señorita... Se estrecharon las manos, y, después de cambiar algunas frases, Nelly, a quien le retozaba la risa viendo la turbación del padre de la patria, halló un pretexto cortés para despedirse, y se alejó del brazo del joven Alvarez. —Oye, —exclamó en cuanto estuvieron a cierta distancia, —¿todavía no ha salido del período de la tartamudez este Demóstenes? ¡Vaya un antojo el de clavarle ese nombrecito! —No te burles de las cosas más respetables, frívola criatura. ¿Ignoras acaso que en nuestras serranías todo padre, consciente de su alta misión, lo primero que hace es bautizar a su vástago con un apelativo histórico y pomposo? En Guadalupe fui condiscípulo de dos hermanos pertenecientes a la high life de Cora-cora, llamados Ataúlfo y Atalarico. —¡Mentiroso! —Palabra; pero vamos a lo que importa: este simpático honorable, al que has flechado en toda regla, es un joven juicioso, circunspecto, que hizo con aprovechamiento sus estudios de abogado en nuestra Universidad, que tiene sus realejos y sus chacaritas allá, en el terruño, y que, si no te empeñas en tomarle el pelo, te resultará más que el latero de Pepe Garcés, alias El amor que pasa... —No es malo el apodo. —O que Carlitos Boatti, distinguido sportman y perfecto inútil, o que cualquiera de esos niños bonitos con los que te he visto coquetear de lo lindo. —¡Mire usted al muñeco éste metido a consejero! A poco de esta conversación, dio el representante andino en frecuentar la casa de doña Joaquina, que lo acogió amablemente, así como doña Grimanesa y sus hijas, que no se cansaban de ponderar la buena suerte de esa loca de Nelly. Estos elogios indiscretos, y ligeros detalles reveladores del provincianismo incurable de su pretendiente, predisponían contra él a la muchacha; pero su buen natural se impresionaba favorablemente con las manifestaciones discretas de un sentimiento que ella sabía sincero y leal y con las manifestaciones cariñosas de su tía. En estas perplejidades y preocupaciones, acudió, como siempre, a Florencia. —Hija, la verdad es que no sé qué hacer... ¡Mi tía lo protege tanto, y él es tan bueno, tan constante!... Luego, aunque serrano, es simpático... y no viste muy mal... Es instruido, inteligente... no muy vivo, eso sí. —¡Chiquilla, por Dios! ¡Qué alabanzas tan llenas de distingos!,—la interrumpió riendo Florencia.—Pues mira, yo sé que es excelente persona, y que te quiere mucho; y a cualquiera otra muchacha, de las infinitas que ven en un matrimonio decentito el logro de sus deseos y la coronación de sus afanes, le aconsejaría que lo aceptase; pero a ti no te arredran las dificultades materiales de la vida, tienes carácter, y hasta, por ley de herencia, vocación para luchar contra ellas; y, sobre todo, no amas a tu adorador por más que te empeñes en convencerte de sus cualidades: por eso, con el conocimiento íntimo que de ti tengo y con mi experiencia de casada (no te rías) te aconsejaré siempre que, aunque el Kaiser enviude y se empeñe en compartir contigo el trono de los Hohenzollern, no te cases, mientras no estés enamorada. —¿Qué tanto perora mi mujer?, —preguntó Gonzalo, entrando de pronto. —Le encarezco a esta niña que huya del matrimonio como de la peste... ¡A mí me va tan mal! —¡Ah!, sí, sí; alguna vez habíamos de opinar acordes. ¡Ni el Dante imaginó suplicio semejante! Y estas diatribas contra la sacra coyunda fueron dichas con rostros tan radiantes, que Nelly se convenció de que las teorías de su amiga valían la pena de llevarse a la práctica, y, para empezar, despidió muy delicadamente a su adorador. Después vinieron tiempos de soledad y tristeza. Florencia marchó a la Argentina, donde una empresa dirigida por un ingeniero peruano ofreció a su marido una brillante colocación. Doña Joaquina fue víctima de una neumonía que en pocos días la llevó a la tumba. Al reaccionar, por la fuerza incontrastable de los pocos años, de aquel golpe que tan duramente la hiriera, Nelly sintió la necesidad de rehacer su vida, purificando la atmósfera de tedio y vulgaridad que la rodeaba. No tenía otro recurso que el trabajo, y, si dejaba correr el tiempo, no sólo había de buscarlo como estímulo y distracción para su espíritu, sino por necesidad prosaica y perentoria. ¡Pero se sentía tan débil, tan aislada para luchar contra los aspavientos de su parentela y los prejuicios sociales! Con el codo en el respaldo de la butaquita, la cara apoyada en una mano, el lindo ceño fruncido y la mirada fija en el vacío, permaneció largo rato absorta en sus reflexiones. De pronto se levantó resueltamente, sacudió la dorada cabeza, y, sentada ante el escritorio, trazó en un plieguecillo de papel con rasgos finos y seguros: «Solicita un puesto en una casa de comercio...» III EASTMAN AND COMPANY Nelly salió del baño, envuelta en un amplio kimono, y se dirigió con paso rápido a su cuarto para consultar el reloj. —¡Huy, las ocho y veinte ya! A arreglarse en un periquete, amiguita, sin perfilarse mucho, que a las nueve en punto, con exactitud sajona, debe usted encontrarse en su oficina, donde, por ser hoy primero del mes, empezarán por entregarle seis áureas imágenes del Inca o de su majestad británica, que el personaje es lo de menos. El tono regocijado de este soliloquio probaba que Nelly se hallaba a gusto con sus ocupaciones. Y a fe que vinieron a tiempo, pues ya empezaba a conocer las penosas cavilaciones del ama de casa que se pregunta por qué milagrosos procedimientos estirará la renta hasta hacerla cubrir todas las necesidades domésticas. La pobre muchacha no alcanzó a gozar de la, en una época provervial en Lima, opulencia de los Casamayor. Sus abuelos, que murieron aún jóvenes, dejaron la fortuna ya algo mermada a albaceas poco escrupulosos, que la entregaron muy disminuida a los cuatro herederos cuando llegaron a la mayor edad. El padre de Nelly gastó su parte alegremente, divirtiéndose y viajando, y cuando se estableció en Lima, apenas le restaba lo suficiente para arreglar el domicilio conyugal y abrir su estudio de abogado. Los ahorros que hizo, en los pocos años de labores profesionales, se fueron en los gastos de su enfermedad. El otro hermano, mozo práctico y emprendedor, empleó su dinero en la explotación de unas minas en Bolivia, que le rindieron pingües utilidades; casóse luego con una señorita de la pri¬mera sociedad de La Paz, y allí formó familia, que sólo cultivó con la de Lima relaciones de cortesía. La menor de las dos niñas, Grimanesa, contrajo matrimonio con José Antonio García de Paredes, de empingorotada alcurnia, politiquero, intrigante, elegantón y sin un Cristo; pero incansable fantaseador de proyectos-despampanantes para hacerce millonario. Con las tentativas para poner en planta tales propósitos y la afición al boato de ambos cónyuges, no tardó mucho en llegar a su fin la fortuna de Grimanesa, y el marido recurrió entonces al socorrido recurso de los empleos de gobierno. Como estaba convencido de sus grandes aptitudes financieras, puso la puntería al ramo de Hacienda y llegó a conseguir muy regulares destinos en el Tribunal de cuentas y en la aduana del Callao. A los pocos meses de haber sido, en ésta, ascendido a vista, murió, sin dejarle a su familia sino una módica pensión de montepío. La mayor de las hermanas, Joaquina, no se casó, ni, a pesar de haber sido la más bella, se la conoció nunca novio: adoradores platónicos, enamorados tímidos, sí; pero un pretendiente declarado y correspondido, jamás. ¿Era porque a su correcta hermosura le faltaba el atractivo poderoso de la gracia? ¿Era porque, en el círculo que la rodeaba, no encontró a nadie digno del excelso don de su persona? ¿Era, en fin, porque alguien la inspiró un sentimiento que ocultó pudorosa y tenazmente?... La única explicación que, ya en la vejez, daba, cuando, al ver su noble aspecto y su rostro todavía hermoso bajo los blancos cabellos, le decían las muchachas con graciosa impertinencia: «¡Qué tontos serían los jóvenes de su tiempo, señora, cuando usted no se casó!», era ésta: «Hijitas, matrimonio y mortaja, del cielo baja.» Aunque doña Joaquina no tuvo grandes obligaciones, tampoco conservó su fortuna. Capitales de mujer que se consumen y no se trabajan, poco duran. Además, como limeña de los buenos tiempos, no conocía el valor del dinero, y, generosa hasta el derroche, su bolsa estuvo siempre abierta a propios y extraños. Al morir sólo dejó a su ahijada y única heredera algunas alhajas de familia, la casa en que habitaban con la pulpería (1) anexa, que rentaba veinte libras esterlinas, y la recomendación de no desamparar a su tía y a sus primas mientras necesitaran de ella. Cuando falleció el ínclito economista inédito García de Paredes, doña Joaquina dijo a su desolada hermana: —Sólo puedo ofrecerte mi mesa y mi casa. Desgraciadamente es pequeña y no tendrás la libertad apetecible; pero con los cambios que ha hecho Nelly en la disposición de los cuartos, quedan dos para ti y tus hijas, sin perjuicio de que consideres toda la casa como tuya. (1) Bodega. Así, sencillamente, la abnegada señora echó sobre sus cansados hombros de anciana el peso de una nueva familia, cuando ya su achacosa vejez sólo demandaba reposo. Naturalmente, a Nelly le quedó la misma carga, y, por toda renta para sostenerla, las veinte libras del arrendamiento de la pulpería. Es verdad que doña Grimanesa y su prole tenían, para sus necesidades personales, los treinta y tantos soles del montepío; pero esto andaba siempre vendido a usureros, y ellas ponderando en sus lamentaciones su precaria situación y la buena suerte de ciertas personas que disfrutan de herencias que, en ley de Dios, no debían pertenecerles exclusivamente. La aludida jamás descendió a contestar tales pullas, y llevó su orgullosa delicadeza hasta no dejarles sospechar las preocupaciones pecuniarias que amargaban su juventud. No pudiendo prescindir de la parentela, deseó, siquiera, independizar sus gastos, y en sus primeras tentativas para lograrlo, sólo consiguió paladear las hieles del desaliento, pues ninguna propuesta aceptable contestó a sus avisos del Comercio. Por fin, tras larga espera, recibió una carta en que se le invitaba a presentarse en el escritorio de la compañía minera Andahuaico, calle de Beytia, 370, a la mañana siguiente, de diez a once. Una hora antes de la indicada salió de su casa, diciendo que iba a oír misa. Entró en San Pedro con intención de hacerlo, pero no acertó a seguir las oraciones del sacerdote y se arrodilló en el primer altar de la derecha, ante una Virgen blanca y buena que extiende dulcemente, sobre sus devotos, las manos protectoras. Largo rato permaneció Nelly prosternada, absorta en sus recuerdos y en sus anhelos, hasta que, en lo alto de la torre vetusta, sonó diez veces la campana del reloj. Salió entonces lentamente y se detuvo un rato en la puerta, entornando los ojos, que, acostumbrados a la discreta penumbra del templo, se sintieron deslumbrados por la cruda blancura de la plazuela destartalada y grande, inundada de sol. Atravesó el atrio diagonalmente y la detuvieron unas amigas para hablarle de los próximos ejercicios de las Hijas de María, a los que asistiría todo Lima, con el mismo tono regocijado e idénticos términos que al tratar de una partida de recreo. En la esquina, unos gomosos la saludaron muy finamente. Más allá, un viejecito, que no podía con su alma, la dijo un piropo, y ella siguió calle arriba, con paso ligero, confortada por la oración, gozosa de sentir su juventud en aquella clara mañana estival. Maquinalmente iba fijándose en las casas por donde pasaba, y en una de ellas leyó, sobre una plancha de cobre bruñido: «Compañía minera de Andahuaico.» La sensación de inconsciente bienestar desapareció, y se dijo, disgustada consigo misma: —¡Casi me había olvidado! Ahora, con que esto tampoco resulte... Hizo un gesto de desaliento, y cruzó el patio, silencioso y desmantelado, sin macetas y pájaros que lo alegraran ni banquetas que invitaran al descanso, y llamó a una puerta que tenía el mismo rótulo de la calle. La respondió un conciso: «¡Adelante!», y la muchacha, disimulando su nerviosidad con un airecito de indiferencia desdeñosa, entró en la oficina, donde un viejecillo flaco y sarmentoso abandonó la caja para salir a su encuentro, y dos empleados jóvenes la atisbaron tras de las rejillas del alto escritorio, encantados por aquella inesperada visita que inclinaba ligeramente, saludándoles, la gentil cabeza, que parecía más rubia bajo el ligero encaje de la mantilla. El cajero, al enterarse de lo que deseaba, la invitó a pasar al gabinete donde trabajaba solo el señor gerente, delante de una mesa atestada de papeles. Nelly, al verle, se dijo: «¡El padre de las Eastman! ¡No conocía, otra cosa!», y recordó las muchas veces que lo había encontrado en el paseo Colón en un espléndido milord, al lado de una señora gorda y lujosa, y frente a dos muchachas muy parecidas entre sí, altas y delgadas, de aspecto frío y orgulloso, de esos tipos que abundan en las clases altas de todas las sociedades y que, a falta de belleza, ostentan, gracias a la opulencia de sus hábitos, elegancia y distinción. Nelly se sintió más tranquila al hablar con aquel señor, seriote y de pocas palabras, pero afable y cortés, y que le pareció muy simpático con sus sesenta y cinco años tan bien llevados, su cuerpo alto y derecho y su rostro rasurado, de facciones abultadas y color encendido, que denotaban la ascendencia sajona. La entrevista fue corta y satisfactoria para la niña, que quedó aceptada como secretaria de la gerencia, compro-metiéndose a desempeñar sus funciones desde el lunes siguiente. Mientras regresaba a su casa iba preocupada con la escena que en ella se le esperaba, cuando declarara su resolución irrevocable, del todo inesperada para la familia, pues la saludable modificación introducida desde hace algunos años en nuestras costumbres, y que admite que las solteras salgan solas, sin la mojigatería de enfadosas custodias, le había permitido hacer sus gestiones con toda reserva. De antemano sabía que tenía que oír, corregido y aumentado, lo que había escuchado tantas veces al exponer las teorías que ahora se proponía llevar a la práctica. «¡Una señorita decente! ¡Ni que no tuvieras pan que llevar a la boca!... ¡La pobre Joaquina nunca lo hubiera consentido! ¡A tiempo se la llevó Dios! ¡Qué dirían las amigas, qué diría la sociedad!...» ¡Ay! ¡Allí dolía! Era Nelly demasiado joven, demasiado bonita para que no la lisonjearan los halagos que por su preclaro abolengo y por su encanto primaveral recibía de aquella sociedad en la que había nacido, que era la suya, a la que amaba, aunque juzgándola con la suficiente imparcialidad para estar segura de que, en cuanto empezara su vida de trabajo, habían de manifestarle frialdad y despego muchas de aquellas lindas amiguitas que tan cordialmeute le hablaban de rezos, de piquines (1) y de vestidos, y de aquellos jóvenes apuestos que ya no serían tan galanes con ella... o lo serían con exceso; y a pesar de la herencia y (1) Galanes. el ejemplo maternos, y de la firmeza de sus convicciones, aquellos argumentos, que contradecía irritada al escucharlos de la agria voz de sus parientes, la afligían íntimamente cuando a solas se los confesaba. Con estas preocupaciones llegó la niña a su casa, resuelta a librar inmediatamente la batalla; pero doña Grimanesa había salido, y, mientras regresaba, entró en su cuarto para cambiar el traje negro de calle por uno de batista lila, fresco y holgado, y, sin duda, para hacer tiempo, se miraba y remiraba al espejo, ocupación a la que, preciso es confesarlo, gustaba de entregarse con frecuencia. No pudo, en esta ocasión, dedicarle mucho rato, pues la interrumpió la voz de la criada, que llamaba: —Niña Nelly, el almuerzo está servido. —Se aproxima el momento,—pensó; y la emoción avivó las rosas de sus mejillas. Al notarlo en el espejo, se apostrofó indignada: —¡Si seré yo tonta! ¡Cualquiera creería que tengo miedo! ¡Como si no fuera libre de hacer y decir cuanto se me ocurra! Y animándose con estas seguridades de independencia y resolución, entró en el comedor, donde ya estaba reunida la familia. La saludó, se sentó a la mesa, se decidió a tomar la palabra... y empezó por tomar unas cucharadas de caldo mientras elaboraba, in mente, su discurso. Por fin, terminado el primer servicio, lo soltó, y, contra todas sus previsiones, no suscitó las vivas protestas que había imaginado, tal vez porque el tono mesurado y firme con que habló dejaba comprender claramente la inutilidad de las objeciones, o porque, con una diplomacia digna de Talleyrand, empezó por rogar a su tía que se encargase del gasto diario de la casa, pues en adelante sus nuevas ocupaciones se lo impedirían. En respuesta, escuchó algunas lamentaciones afectuosas: —Hijita, es muy duro verte trabajar, sometida a voluntades ajenas. Por nuestro gusto bien sabes que nunca lo harías; bastante te hemos aconsejado, pero puesto que no podemos impedirlo... Y con estas generalidades, y el descartarse de algunos cuidados caseros, quedó satisfecha Nelly. De buena gana hubiera entregado a su tía el manejo completo de las rentas domésticas; pero harto conocía sus hábitos de desorden y despilfarro para saber que le saldría muy caro. En las pequeñeces cuotidianas poco podría derrochar, y ese poco lo perdía con gusto la muchacha por verse libre de coloquios con la criada y la cocinera: —Niña, que el azúcar ha subido. Niña, que la fruta está muy cara. Niña, venga usted a tomarme la cuenta de la plaza. Y Nelly, aburridísima, tenía que instalarse en la cocina, convencida de que esos alardes de honradez de la fámula se basaban en la convicción de la ignorancia del ama, y empezaba la fastidiosa relación, que oía sin entenderla, deseosa de acabar de una vez: —Tanto de arroz... tanto de huesos... Y ella, con voz cansada: —Sí, Manonga, está bien, está bien. A veces reflexionaba que esa actitud la rebajaba ante la Maritornes, y decía muy seria: —Estas papas están muy caras, Manonga. —Así está todo en la plaza, niña, por las nubes, vea usted... Y entraba en minuciosas explicaciones, que Nelly, arrepentida de sus pujos de menagere, se apresuraba a contener repitiendo: —Está bien, está bien. Y escapaba en cuanto podía, acusándose interiormente de frívola, sin pensar que la necesidad y la rutina hacen tolerables a la mayoría de las mujeres tan enfadosos pormenores. Empezó, pues, bajo auspicios mejores de lo que pensó, este nuevo género de vida, que le agradaba porque era una afirmación de su personalidad a sus propios ojos y el primer paso para formarse una existencia conforme a sus ideas y a sus gustos. Sólo la preocupaba la opinión de los conocidos. ¿Cómo la juzgarían? ¿La considerarían déclassée? Su altiva reserva le impedía inquirirlo directamente, haciendo visitas o provocando confidencias, y esperaba impaciente una ocasión propicia para saber lo que tanto le interesaba. No tardó en presentarse. Una mañana, al dirigirse a su oficina, notó, al aproximarse a San Pedro, gran número de devotas, que, tocadas con la mantilla de blonda y en la mano el libro de oraciones, se encaminaban a la aristocrática iglesia de los jesuitas. —Primer viernes de mes, —pensó.—Me voy a encontrar con medio Lima. Y se preparó a contestar a los saludos en la medida exacta en que se los hicieran. Creyó encontrar en unos sequedad, curiosidad en otros, en muy pocos franqueza, y, entregada a estas cavilaciones, siguió su camino, cuando sintió tras ella un taconeo ligero, unas manos que se apoyaban en sus hombros y una vocecita plateada que le decía alegremente: —Sólo de casualidad se te puede ver, ingratísima. —¡Elvirita! ¡Qué simpática sorpresa!, —exclamó Nelly, respondiendo al cariñoso saludo de Elvira Garcés, hermana de aquel guapísimo Pepe Garcés, más conocido por El amor que pasa. —¿Qué es de tu vida, chica, que hace un siglo que no te veo? —Estoy muy ocupada. Y tú, ¿por qué no has ido a casa? —¡Con qué frescura lo dices, y me debes un millón de visitas! Pero no importa; iré muy pronto. —¿Cuándo? —¿Cuándo, cuándo?... Espérate... Esta noche Pepe estudia con un amigo que vive en tu misma calle y haré que, de paso, me deje en tu casa. —¿Entonces, no faltarás, corazón? —No, no; de ningún modo. Y antes de separarse, siguiendo la costumbre invariable entre amigas de exteriorizar el resultado de su observación minuciosa con frases más o menos halagadoras, se dijeron: —¡Qué bien estás! —¿Pues, y tú? Ese peinado te queda admirablemente. Y se separaron con efusivos apretones de manos, que mezclaron en profana confusión el tintineo de los dijes de las pulseras con el de las cuentas del rosario. Elvirita cumplió su promesa. Antes de las nueve de la noche entraba en la sala de su amiga; le indicaba, con algunos codazos disimulados, a la pareja de novios; charlaba con las parientas, y llevaba con mucha maña la conversación a las pasadas épocas en que las dos corrían y paseaban por el patio. —En edad de pasear todavía estamos, —dijo Nelly, cogiendo al vuelo la insinuación,—así es que si quieres... —Sí, sí; con permiso de ustedes. Y cogidas del brazo salieron las niñas, sin reparar en el gesto avinagrado de las García de Paredes. Como en la mayoría de las antiguas casas limeñas, en ésta la sala daba a un corredorcito embaldosado, rodeado de una baranda de hierro labrado y que, sostenido por dos altas columnas, daba a un patio no muy amplio, con un caminito de mármol en el centro, con grandes macetas de helechos y palmeras enanas a ambos lados, y, trepando por las columnas, una multiflor cuajada de rositas levemente rosadas y una madreselva, que exhalaba su intenso aroma en la noche tibia. Elvira, jugando con un gajo de las perfumadas flores, murmuró: Volverán las tupidas madreselvas... Así dirás tú cuando te acuerdas de Rafael Alvarez. —Hija, con los mismos motivos lo dirías tú; pero ninguna de nosotras cometió la tontería de tomar en serio a ese picaflor. En cambio, si hablamos de mi vecino, el que estudia con tu hermano... —¡Ay, que atrasada de noticias andas! ¿No sabes que lo planté? Pues, sí; ahí donde lo ves, tan moderadito, tan fino, con esa carita de San Luis Gonzaga, me resultó muy liso (1). Tuve que despacharlo. (1) Fresco, atrevido. Nelly reía, saboreando el parloteo gracioso, mientras recorrían una y otra vez el senderito de mármol. De pronto hubo un largo silencio, que interrumpió Nelly exclamando: —¡Qué calladas nos hemos quedado! —Y con tanto cómo hay que decir, —respondió Elvira, como hablando consigo misma. —¿Si?, ¿tienes muchas cosas que contarme? Empieza, que soy toda oídos. —Contarte, precisamente, no; conversar largo contigo, preguntarte algo, sí; pero no me decido, porque temo que achaques mi amistoso interés a curiosidad indiscreta. —¡Ah!, —dijo Nelly, poniéndose en guardia: —ya veo dónde vas a parar, y para sacarte de apuros, yo misma formularé la pregunta que hace rato pugnas por hacerme: por qué trabajo así, franca y declaradamente, sin que la urgencia de la necesidad me disculpe, pues, indudablemente, entre nosotras la mujer que trabaja debe alegar circunstancias atenuantes. ¿No es eso lo que querías decirme? —En resumidas cuentas, eso es. —Mira, Elvirita; yo conozco lo suficiente tu carácter ingenuo y bondadoso para hablarte sin altanería y sin recelo, como lo haría con cualquiera otra. Somos contemporáneas; pero créeme, aunque sea igual el número de años que se ha vivido, no es lo mismo la vida para quien tiene un padre que le da posición y prestigio social, una madre que la rodea de cuidados y mimos, hermanas mayores que la solicitan como el mejor adorno de sus hogares nacientes y hermanos que la protejan y la paseen, que para quien apenas conoció a su padre, vio marchitarse la juventud y la vida de su madre en la lucha ruda por el pan de cada día, necesitó acogerse en la niñez a una protección generosa y se encuentra, en plena juventud, sin el calor del hogar propio, con muchas obligaciones, poca renta y un apellido linajudo y sonoro, que significó mucho cuando lo ostentaban quienes lo hacían valer y no es nada ahora, que sólo lo lleva una pobre muchacha desamparada. Todo esto lo he visto fríamente, lo he meditado despacio, y, para no verme dentro de diez o doce años, consumida mi modesta herencia, obligada a recurrir, como mi tía Grimanesa, al auxilio ajeno, siempre humillante para mi orgullo, me decidí a trabajar, ahora que tengo fuerzas y deseos de hacerlo, para no malbaratar lo que me dejó mi pobre madrina. —Perfectamente; pero tú hablas como si toda tu existencia hubiera de ser idéntica a lo que es en estos momentos; como si no fueras joven y bonita y no pudieras, por lo tanto, esperar... —¿Que un varón de ánimo noble y esforzado se dignara hacerme feliz? Pues para eso he tomado el mejor camino, según afirman muchas de mis buenas amigas que se imaginan que en mi oficina llueven millonarios, y que yo soy como ellas, y como casi todas, que no ven en la vida de la mujer otro objeto... —¿Que el amor? —Ojalá fuera ése ¡qué finalidad más humana y más bella! Pero no, hija de mi alma; no es el amor, es simplemente la pesca, y he ahí otro de los males que he querido evitar, procurando bastarme a mí misma. No tengo afición a manejar la caña y el anzuelo; y si me caso, lo haré por obedecer a mis sentimientos y a mi voluntad y no por transigir con las circunstancias, como muchas de ésas que me motejan de extravagante y me esquivan el saludo. Allá ellas; yo a nadie busco ni nadie me hace falta. —Supongo que eso no va conmigo, Nelly,—murmuró quejosa la amiguita. —No disparates, tontuela. Después de que me he confesado contigo y espero la absolución... —Dala por recibida y cumple la penitencia que te impongo. Acompáñanos a comer el sábado. Inauguramos las recepciones semanales y después se bailará un rato. No te me niegues. —Hija, ¡que voy a negarme! Pero si mi tía no puede ir por mí, ¿con quién regreso? —Yo procuraré comprometerla, y, si no lo logro, te acompaño con uno de mis hermanos. —Pues acepto de mil amores. Nelly consideró esta invitación como su verdadera entrada en sociedad, y, en consecuencia, estudió detenidamente la conducta que debía seguir. Correspondió con graciosa dulzura a la benevolente de los dueños de la casa; acogió con perfecta naturalidad a las que la trataron como antes; extremó la indiferencia desdeñosa con las displicentes; bailó mucho y quedó satisfecha de haber probado que sus actuales labores no habían perjudicado la ingeniosidad de su charla, la distinción de sus modales ni la elegancia de su atavío, pues el traje blanco y negro que llevaba la sentaba a las mil maravillas, según le afirmó el espejo y le ratificaron muchas voces galantes. Desde entonces reanudó, aunque con parsimonia, la asistencia a fiestas interrumpidas por el luto. Los padres de Florencia, cuando iban al teatro, le reservaban un asiento en el palco, entre las dos niñas menores, que ya comenzaban a lucir sus encantos de capullos tempraneros, y Nelly se consideraba un poco vieja, al ver a esas chicuelas, a las que había tenido en brazos, apresurándose a tomar su puesto en el mundo. Solía también concurrir a los sábados de las Garcés, y algunas tardes a un club de tennis, invitada por el tenedor de libros de la Andahuaico y su esposa, una de esas hamburguesitas con cara redonda y colorada de manzana, que por la mañana manejan furiosamente escoba y plumero, y por la noche, sentadas al piano, se conmueven hasta las lágrimas, entonando los lieds nacionales de un sentimentalismo nebuloso y dulzón. Después de estas reuniones, Nelly escribía a Florencia: «Soy un ser híbrido, una especie de anfibio, que nunca está del todo en su elemento. En nuestra sociedad censuro la malicia siempre despierta, la intención malévola, la frase irónica y pronta. Cuando me encuentro en este círculo anglogermano, aturdida por las risotadas frescotas que estallan a cualquier simpleza, siento la nostalgia de la sonrisa fina y burlona, de la frase acerada y perversa, de la impertinencia disimulada con la cortesanía del gesto.» Los esparcimientos de Nelly no robaban tiempo a sus labores, que, por cierto, no eran muy recargadas. El gerente, suavizando por ella el tono seco y autoritario le aconsejaba el trabajo medido, el ahorro de fuerzas, el cuidado que impone este clima limeño, tan enervante y debilitador por su misma suavidad. —¡Como tiene hijas de mi edad!... —pensaba Nelly aquella mañana, recordando los consejos de su jefe, al recorrer las calles, bajo la caricia de un sol pálido de otoño, que iluminaba con sus tibios rayos la esbelta figura vestida de un traje mezclilla, cuya falda corta dejaba ver los piesecitos calzados de gamuza gris. Cuando entró en la oficina, el tenedor de libros le dedicó una reverencia rígida de puro estilo alemán, acompañada del señorrita más amable de su repertorio. Con sonrisa bonachona le extendió el recibo el cajero, y su hijo y ayudante, un zanquilargo de diez y ocho años, mientras ella firmaba, la devoraba con los ojos, estirando el pescuezo cuya nuez sobresalía del cuello almidonado. La niña guardó el dinero; y sola en la gerencia se despojó de los guantes, del sencillo sombrero negro, que tan dulce sombra prestaba a sus ojos, de la americana, cuyo corte masculino ocultaba la delicada redondez de sus formas, y estirando maquinalmente los plieguecitos de la blusa de batista incrustada de valencianas, se sentó ante su Underwood a contestar una carta a Vedder & Sn., 35, Madison, Avenue New York. A poco llegó el señor Eastman, cerró tras sí la puerta, saludó y se quedó de pie junto a la gentil dactilógrafa. Esta sentía ese malestar que nos causa la observación tenaz de una mirada fija, aunque no sospechaba que los ojos que ella creía atentos al papel se posaban ansiosos en su cabeza rodeada de pesadas trenzas, en su cuello inclinado, en su espalda, blanca y llena bajo los encajitos transparentes. —¡Qué aburrido encontrará usted todo esto! —exclamó el gerente señalando con ademán desdeñoso el cartapacio de correspondencia. —No, señor,—contestó con sencillez la muchacha.—Empleo el tiempo que de otro modo se me haría muy largo, obtengo utilidad y pongo las bases para el porvenir. —¡El porvenir! No sea usted niña, Nelly, —replicó familiarmente el grave capitalista sentándose cerca de su empleada y suprimiendo, por primera vez, el tratamiento ceremonioso. —Este no puede ser su porvenir. Supongamos, y es mucho suponer, que no se deje usted vencer por la hostilidad del medio ni por las palabritas de miel de cualquier barbilindo. ¿Qué conseguirá usted con ese triunfo? A lo sumo, que, después de diez o doce años de deformarse el cuerpo encorvada sobre un escritorio, le den a usted un puesto de cajera o secretaria general de cualquiera empresa con veinticinco o treinta libras mensuales, en pago de un trabajo abrumador y de haber marchitado en flor su juventud, encerrada entre las cuatro paredes de su oficina. Es la triste verdad; no me mire usted con esos ojazos asustados y atienda a la voz de mi experiencia. Usted , por haber nacido en esta tierra privilegiada, por llevar mezclada con su sangre hidalga la rica y vigorosa de una raza nueva, por mil causas que han dado a su cuerpo y a su espíritu las excelencias que hacen de usted una maravillosa flor humana, merece, necesita otros goces, otros horizontes, otra existencia. Viajar, lucir, ostentar su hermosura entre las ruinas legendarias de las muertas civilizaciones y entre los esplendores del progreso moderno; saborear los refinamientos del lujo, del arte, lejos de estos convencionalismos mezquinos y tiránicos; vivir, vivir, en fin, ¡oh, Nelly! Todo esto sería para usted muy fácil y para mí... para mí sería la felicidad. Y extendió los brazos con un movimiento de súplica desesperada. Nelly había escuchado silenciosa, sin comprender al principio, y después, pálida e inmóvil, con los ojos fijos y la respiración anhelante, clavada en su sitio por el estupor, y la vergüenza. Pero galvanizada por el gesto apasionado del viejo, se levantó de un salto, con mano temblorosa se puso el sombrero, recogió el abrigo, y al encontrar la puerta cerrada prorrumpió en un:—¡abra usted!—tan alterado, tan resuelto, que el plutócrata, temeroso de un escándalo, le franqueó el paso. Ella atravesó por entre los empleados atónitos, casi corriendo, sin pensar en disimular, deseosa sólo de huir pronto de aquel sitio donde se le había revelado como una ignominia el poder de su sexo y de su belleza, perseguida por la voz impura que había escarnecido y profanado sus nobles aspiraciones, sus pudores de mujer. IV POR NUEVOS SENDEROS Nelly nunca llegó a darse cuenta de cómo había recorrido las calles aquella mañana memorable. Sólo sabía que las atravesaba, rápida y ciega, sin otra idea ni otro deseo que el de llegar pronto a su casa. Como el animal herido que corre desatentado a guarecerse en su cubil, ella sólo ansiaba encerrarse en su cuarto, a pensar en eso, sola, sin hablar con nadie, sin que nadie la viera ni pudiera sospechar por su rostro descompuesto la ofensa que había recibido. Con luz vivísima surgió entonces entre las tinieblas de su espíritu perturbado la necesidad del secreto y moderó el paso y corrigió con sus dedos febriles el tocado descompuesto, exhortándose a disimular, a pretextar una indisposición cualquiera para explicar, con frases comedidas y tranquilas, su regreso intempestivo. Sí; ella sabría dominarse, hablar con calma, afectar su serenidad habitual para no despertar recelos. ¡Ay, ilusa Nelly, manojito de nervios vibrantes! ¡No eran para ti esas sutilezas diplomáticas! A las primeras preguntas que sus parientes, todas a un tiempo, le dirigieron, contestó con acento cansado y suave: —Nada de cuidado... un vahído... bastará con un poco de descanso... Pero tantos aspavientos le hicieron y con tantas oficiosidades la acosaron, instándole a aceptar un caldo, un sorbito de coñac, una taza de té, que sus buenos propósitos terminaron en un arranque de chiquilla mal criada: —¡No me da la gana de tomar nada! ¡He dicho que me dejen tranquila! Y se entró en su cuarto dando un portazo. Las otras se quedaron rezongando algo relacionado con la conducta de su prima y el pavimento del infierno. Nelly, encerrada en su habitación, se quitó el sombrero y se deshizo el peinado, que le pesaba como si fuera de plomo; luego se dejó caer en una butaca y, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados, gustó un instante, sin pensar en nada, el alivio físico del reposo y la soledad. Pronto el recuerdo de la reciente escena le arrancó un sollozo ronco, sin lágrimas, que sacudió violentamente sus miembros y le desgarró la garganta seca. Con su recto criterio de mujer honrada, que llama desgraciada a la que cae y mala a la que se vende, se preguntaba, indignada y dolorida, por qué había sufrido ella la cruel humillación de escuchar la afrentosa propuesta, y por más que, con angustia febril, rebuscaba en su memoria y examinaba sus actos, no encontraba la más ligera provocación, la más inocente coquetería. Sólo se acusaba, furiosa, de inexperiencia y candidez. ¡Cómo pudo imaginarse que un hombre tan fríamente autoritario con todos, la rodease de consideraciones por un sentimiento de noble benevolencia! La frase que, emocionada y agradecida, se había dicho muchas veces para explicarse esas deferencias, acudió a sus labios: —¡Como soy de la edad de sus hijas!, —dijo casi en voz alta. Y una sonrisa acerba, una de esas sonrisas que envejecen y afean la cara más angelical, porque con ella sube a la superficie el revuelto poso de todas las asquerosidades de la vida, le contrajo el rostro. —¡Sus hijas!, —continuó.—A ellas nadie las tratará como a objetos en venta ni las ultrajará con proposiciones deshonrosas. Las tan defendidas por el dinero de su padre y, sobre todo, por él, el mismo que pretendió infamarme y que es para ellas protección y guía, en tanto que yo estoy sola, sola... La conciencia del aislamiento, tan cruel en las crisis de la vida, trocó el amargo rencor de Nelly en profunda y desgarradora pena, que se resolvió en un raudal de lágrimas. Para apagar las quejas que se le escapaban, se arrojó sobre la cama, hundiendo la cara en las almohadas, que empapó con su llanto hasta que, como los niños, fatigada de llorar, se quedó dormida con un sueño inquieto, agitado por sollozos convulsivos. Antes de una hora, un escalofrío intenso la despertó. Como suele acontecer en casos tales, no comprendía, en los primeros momentos, por qué se encontraba vestida sobre la cama; pero su memoria no tardó en despejarse de las brumas de la somnolencia y una expresión de hondo disgusto se pintó en su cara. —¡Ay!,—se dijo; —ni siquiera puedo quedarme aquí, encerrada, sola, con mis sufrimientos; tengo que borrar las huellas del llanto, dejarme ver, inventar explicaciones, disimular, mentir... ¡Qué suplicio! Si no tengo valor para soportarlo, ¡qué suposiciones, qué comentarios, qué investigaciones quizás!... ¡Y como resultado de ellas algún vislumbre de la verdad!... ¡Qué horror, Dios mío! Todo antes que eso; a dominarme, a vencerme, a martirizarme para fingir; pero que nadie sospeche. DIBUJO 2 Nelly, encerrada en su habitación, se quitó el sombrero y se dejó caer en una butaca... Decidió levantarse. Al intentarlo, sintió la cabeza ardorosa y dolorida y el cuerpo quebrantado, como si hubiese caído de gran altura. —Bueno, —pensó,—ya está aquí mi huésped constante de los últimos inviernos; este año se ha adelantado usted algo, señora influenza, y ha sido oportuna al hacerlo, pues me trae la solución provisional del problema. Y volvió a tenderse en la cama con cierta voluptuosidad. A poco se oyeron unos golpecitos discretos en la puerta, y la voz de la criada, que preguntaba bajo: —¿Se puede, señorita Nelly? —Pasa, hija. —Dicen las señoritas... ¡Jesús, niña!, ¿qué le pasa que está usted con los ojos inyectados y la cara echando lumbre? —Debo tener fiebre, porque me siento influenzada. —Segurito, y con una ronquera que apenas se la oye. Yo venía a preguntarle si va al comedor; pero ¡imposible! Ahora mismo debe meterse entre sábanas. —Sí; avisa a las señoritas que pueden venir cuando gusten; pero antes entorna esa ventana y baja las cortinas de la puerta. Me molesta la luz; así está bien. Después que hubo salido la sirvienta, se escucharon unos pasos apresurados, y una voz, que se esforzaba en poner sordina a sus notas chillonas, interrogaba con cierta alarma: —¿Qué es esto, criatura? —¡Psch! El ataque anual de grippe, Grimita. Quien por el diminutivo se hubiese hecho la ilusión de contemplar una figura juvenil, llevaba chasco. Los treinta y cinco años de Grimanesita parecían cuarenta bien cumplidos, por la gran cantidad de grasa que deformaba su cuerpo de escasa estatura e invadía su cara hasta casi ocultar las facciones finitas y los ojos chicos, obscuros y vivos. Era la segunda de las señoritas García de Paredes y Casamayor y la de carácter más franco y sencillo. Se pirraba por asistir a espectáculos y diversiones, y cuando su madre y sus hermanas se oponían, enrostrándole la modestia de su indumentaria, contestaba muy fresca: —Mientras no me presente con rotos o descosidos... ¡Ya para lo que se fijan en mí! Era la única que por ciertos rasgos de benevolencia protectora, parecía darse cuenta de los pocos años de Nelly, y, a mostrarse ésta menos vehemente y más conciliadora, hubiesen sido excelentes amigas. Con todo, era con la que mejor se llevaba, sobre todo desde que con el aumento de años y de carnes se había resignado a la doncellez. Manifestó Grimita mucho interés por la salud de su prima, inquiriendo síntomas, pulsándola, tocándole la piel seca y quemante y obligándola a acostarse, mientras llamaban al doctor Gómez Pérez, antiguo médico de la familia, que llegó a la tarde, atronando la casa con sus voces: —¿Qué tiene esa muñeca? Atraquitis de seguro. ¡Claro! A estas niñas de ahora todo se les vuelve hacer melindres en la mesa, y luego, ¡venga petits-fours, y vengan alfajores, y vengan bombones, y vengan chancaquitas! ¡Una alianza francoperuana de repostería! A ver ese pulso: ¡hum!, agitadillo anda. Apuesto a que éste señala cerca de 39°. Y sacó el termómetro de un estuche de oro cincelado, obsequio de un cliente agradecido. Este don Mariano Gómez Pérez fue uno de los galenos más afortunados entre los que salieron de las aulas de San Fernando en el primer quinquenio del 70. Su certero ojo clínico, como él mismo decía con disculpable inmodestia, su trato campechano, su franqueza cariñosa y hasta el presentarse siempre tan gallardo y bien puesto, hicieron que los pacientes acudieran a él desde sus comienzos profesionales y no le abandonaron en la vejez, aunque pertenecía al número de los que, al salir de la escuela, no vuelven a acordarse de los libros, y que dejara percibir cierta compasión desdeñosa por las investigaciones de la ciencia moderna. Por supuesto, que no llegaba al extremo, propalado por los estudiantes de Medicina, de llamar a Pasteur el franchute ese de los microbios, ni de aconsejar a los aprensivos la supresión de los cortinajes para evitar que treparan por ellos tan inmundos bichejos; no; tales dicharachos de gente maleante carecían en absoluto de verosimilitud. Era, sí, cierto que cuando se clareaba con alguno, solía decirle: «Mi amigo, los doctorcitos de estos tiempos se traen mucha lata; en los nuestros no se necesitaban, para diagnosticar una enfermedad, caldos de cultivo, ni microscopios, ni garambainas, ni se abría en canal a todo el que se quejaba de un dolorcito de barriga, ni se aburría al género humano con la monserga de la higiene y la antisepsia y de hervir todo lo hervible; y sin embargo, no tropezaba uno a cada paso con un tuberculoso, ni nos diezmaba la tifoidea, ni la peste bubónica se nos había metido como Pedro por su casa.» Agregaba a esta inofensiva manía la inveterada afición a las faldas, explicándola como consecuencia de su condición de viudo sin prole. En realidad, se imaginaba que aún le caían bien los arreos de conquistador por conservar mucho de su antigua gallardía, que fue grande, según doña Grimanesa. Solía llegar esta señora a la hipérbole del elogio cuando describía a su amigo en el esplendor de su mocedad, recorriendo las calles de Lima caballero en un hermoso zaino, para visitar a sus enfermos. Si había muchachas en el auditorio, no faltaba alguna que, cediendo a esa tendencia característica en la juventud de ridiculizar las modas y costumbres que no ha conocido, manifestase que eso de los médicos en caballito debía ser atrozmente cursi. —Te equivocas,—replicaba doña Grimanesa, acalorándose;—era del mejor gusto: un jinete elegante, con su finísimo jipijapa... —Parecería un lechero, —interrumpía la chica, entre las risas de sus contemporáneas. —Resultaba mucho mejor que esos mequetrefes que les gustan a ustedes y que van dando saltos de a media vara sobre la silla, y tienen que acostarse sobre el pescuezo del animal si quieren galopar un poquito, —concluía la señora, indignadísima. Aparte de estas debilidades, era el doctor excelente sujeto, honorabilísimo, desprendido, servicial y amigo a toda prueba. Contaba entre los fundadores de su clientela a la familia Casamayor, de quien había recibido honorarios generosos y ricos obsequios; pero hacía mucho tiempo que se negaba a aceptar remuneración alguna, asegurando que se ofendería mortalmente si, por escrúpulos tontos, ocupaban a otro médico. Aquella tarde sometió a Nelly a un minucioso interrogatorio, mientras se cumplía el tiempo del termómetro; hizo luego constar con una sonrisa de satisfacción que el tal chismecillo era un lujo para él, pues, como podían verlo, acertó al calcular la temperatura; en seguida auscultó a la enferma, le examinó la garganta y dejó una receta y varias descripciones de terapéutica casera para combatir el enfriamiento. —Naturalmente, —saltó la tía. —¡Sí regresó a eso de las once, en talle gentil, con una blusita de muselina y el abrigo al brazo! —Malas gracias para ese tiempo; ya a esa hora se había puesto el sol, que salió temprano y de mala gana,—gruñó el galeno, despidiéndose de la paciente con una palmadita en la mejilla. Lo acompañó Grimanesita hasta la puerta de la sala, preguntándole con gran interés: —¿Es algo serio? —¡Psch! Necesita cuidarse; tiene un pulmón obscuro; no me pongas esa cara de susto, que ya lo aclararemos. ¡Ah! Si la fiebre sube mucho y se queja de dolor al costado, avísame en el acto. ¡Ea! Hasta mañana. Cinco días más permaneció Nelly en cama, atormentada por la fiebre y por una tosecilla áspera y frecuente. Al segundo de ellos, le avisó una de sus primas que sus amigos alemanes, el tenedor de libros y su mujer, habían ido a inquirir noticias de su salud. —Agradecidísima... diles que estoy agradecidísima a su atención, —murmuró la enferma; y además, suplícale en mi nombre a ese señor que avise en el escritorio que no regresaré y que en cuanto pueda levantarme enviaré mi renuncia en la forma debida. —¿Por qué no pides una licencia? —Porque tendría que ser indefinida. Dios sabe cuándo podré salir a la calle a la hora que se me antoje y reanudar mi vida acostumbrada. Y como no me gusta solicitar gracias, que quizás no conseguiría, dejo el puesto y me libro de preocupaciones. Así rompió Nelly, ante los que podían ocuparse del caso, el lazo que aparentemente la unía aún con aquella casa, donde, en vez de encontrar, como creyó, el punto de apoyo para crearse una existencia independiente y útil, sufrió el sonrojo de despertar una pasión ilícita, desbordante, en un borbotón de frases cálidas que su pudor herido y su hermosa exaltación juvenil consideró como mancilla indeleble. La depresión moral y física inherente a la enfermedad había amortiguado sus punzadoras preocupaciones; pero en la convalecencia retornaron tenaces y sombrías, sumiéndola en un abatimiento morboso que retardaba la reacción favorable, con gran disgusto del buen doctor. Quejábase de ello amargamente a la señora Alvarez, a quien encontró cierta tarde acompañando a Nelly, y la dama propuso, como solución, llevársela a Chorrillos, donde, por achaques mimosos de una de las niñas, prolongarían aquel año su residencia hasta Junio. Se negó la muchacha con pretextos especiosos, por no confesar que, en la apatía que la denominaba, la simple idea de cualquier esfuerzo le resultaba penosísima. Insistió la señora, apoyada calurosamente por el médico, y con tal acopio de razonamientos cariñosos la abrumaron, que, al fin, por complacerlos, accedió. Tres días después escribía a Florencia: «Mil veces he leído u oído ponderar lo doloroso que es, en las grandes crisis de la vida, comparar la serenidad del mundo externo con las angustias íntimas que nos agitan, y me ha parecido una de tantas frases hechas. ¡Ay! Ahora, bien a mi costa, lo compruebo. Como sabes, estoy convaleciendo en Chorrillos, afectuosísimamente obligada por tu familia, que ocupa el mismo rancho (1) en que pasaste tu último verano de soltera. Te escribo en una mesita, ante la ventana del saloncito, y, cuando separo los ojos del papel, veo el corredor con sus muebles de bambú, sus maceteros de porcelana japonesa, y, en un ángulo, la hamaca donde, casi acostadas, charlábamos, meciéndonos blandamente. Delante se extiende el hermoso malecón, dominando el mar, tan tranquilo hoy que, como un arrullo, llega hasta mí el rumor de sus olas. Todo es paz en torno mío; y en mi pobre alma... ¡ay, Florencia! Dicen que una esposa amante y feliz no puede callar (1) Con este nombre se designa a las casas de los balnearios, sean sencillas o lujosas. nada a su marido. Yo te pido que, en obsequio a mí, dejes de ser, en ese detalle, la Perfecta Casada y guardes para ti sola, lo que voy a contarte, porque me moriría de vergüenza si otro que tú lo supiera.» Pintábale a renglón seguido el suceso de la memorable mañana del I.° de Mayo con los más negros colores, y agregaba: «Ahora, ¿qué hago? ¿Busco un nuevo empleo y me expongo a una afrenta análoga? ¿Me declaro vencida y me encierro a vegetar entre las cuatro paredes de mi casa, o, armada de todas armas, emprendo la conquista del valiente mancebo que me ofrezca su mano y su apellido? Créeme que estoy del todo desorientada y que necesito esforzarme en acallar mis preocupaciones para gozar de la salud que vuelve y del ambiente bendito de este hogar, tan lleno de ti, donde tan dulcemente suena tu nombre en boca de tus padres y de tus hermanos, especialmente en la purpúrea de Rosita, que contesta con ingenuidad adorable cuando elogian sus lindos quince años:—Dicen que estoy pareciéndome mucho a Florencia...¡Oh, ausente Florencia, que sabes amar de tal modo que nunca estás lejos de los que te quieren! Ayúdame, aconséjame, ríñeme y vuelve la lucidez y la calma a mi cabeza loca.» Ya la familia Alvarez había abandonado Chorrillos, y Nelly, de regreso en su morada, se aburría de firme, cuando llegó la respuesta: «Haces bien en llamarte loca, Nelly de todas mis culpas, y no seré yo quien te desmienta. ¿A quién que esté en sus cabales se le ocurre considerarse humillada y perdido para siempre el rumbo de la vida, por el insolente atrevimiento de un viejo licencioso? Si un bicho inmundo te ensucia con su baba, ¿te desesperarás creyéndote indeleblemente manchada? No, por cierto: dominando la sensación de asco y disgusto, te limpias, y en paz. Pues es lo mismo, y no pienses que trato a la ligera la dura prueba que has sufrido. Aunque no se tratara de ti, sino de una desconocida, mi decoro de mujer se sublevaría ante indignidad tal; pero exagerar la nota trágica, como haces, es enervante y desalentador. Pura e incólume del fango que amenazó salpicarte, debes sentirte más fuerte y más segura de ti; y si tu salud permite y tu virtud reclama volver al trabajo, hazlo, pero adaptándote mejor al medio y a las circunstancias. No busques un punto semejante al que has dejado, que los hombres, hombres son siempre, y por muy saturados de circunspección y frialdad sajona que los creamos, se portan como cualquier Tenorio criollo, si no los refrena la severidad de las leyes y de la sanción social. Dedícate, mejor, a la enseñanza, no a la abrumadora de los colegios, que agostó a tu pobre mamá, sino a pulir y abrillantar la educación de las niñas bien, como dicen por acá. Por si te decides, he escrito a mamá que te presente y te recomiende, para que vean que no eres tan sola y que es tuyo el hogar de D. José María Alvarez, vocal de la Corte superior y ex mi¬nistro de D. Nicolás de Piérola, pues el mundo se paga mucho del oropel. Con esto y con el airecito de displicencia aristocrática que, como medida preventiva, sabes adoptar con los desconocidos, y que tan conveniente es cuando se alterna con gentes que no tienen más ventaja que la del dinero, tendrás mayor éxito y más independencia que en tus anteriores ocupaciones.» Parecióle a Nelly de perlas el consejo y aquella misma tarde encontró a la señora Alvarez en el cuarto de costura, con las antiparras caladas y zurciendo medias, acompañada de su hija Leonor, que calcaba de un periódico de modas un pañuelo de encaje. De la sala venían los acordes lejanos de una sonata desganadamente ejecutada. Cuando llegó Nelly, cesó bruscamente la música, y Rosita, la displicente pianista, fue corriendo a saludarla. —Ni media hora has estudiado, niña, —la reconvino la madre, aparentando severidad. —¡Ay, mamacita! ¡Si es atroz de difícil! —Mayor razón para que estudies más, —replicó la señora. Y luego, cambiando de tono, se dirigió a la visitante: —Mucho se ocupa de ti, mi hija, en su última carta. —Precisamente por eso he venido. Usted, ¿qué opina? —Que tiene razón; y si a ti también te lo parece, quizás pronto puedas poner en práctica sus consejos. —¿Sí? ¿Cómo? Hable usted, señora, hable usted, que no pierdo una sílaba. Y con el codo sobre la mesa, la barba apoyada en la enguantada mano y una expresión profunda de seriedad e interés en los obscuros ojos, era la muchacha la más linda imagen de la atención. —Pues, verás, hijita, ¿tú no has conocido aquí a la señora Alamos? —Alamos, Alamos... No recuerdo. —No la habrás visto, quizás, pues sólo hemos cambiado un par de visitas. De poco tiempo a esta parte, la he encontrado en muchos de los sitios que frecuento, y me ha demostrado tanta amabilidad y deferencia, que me creí en el deber de ofrecerle mi casa. Dice mi marido que el motivo de tantas atenciones es cierto asunto de intereses que debe verse en la Corte Superior, y sin duda se imagina la buena señora que su amistad con las familias de los magistrados puede ayudar a la justicia, si su causa la tiene, o dársela, si carece de ella. Sean éstas o no suposiciones maliciosas de José María, lo cierto del caso es que me manifiesta cierta predilección y confianza, y hace pocas tardes en que llevé a las niñas al cinema y la tuve de vecina, me contó sus preocupaciones para terminar la educación de sus hijas menores, dos pollitas contemporáneas de éstas. Las ha tenido hasta el año pasado en el colegio de San Pedro, y, si quieren continuar, deben pasar al internado, a lo que no se resuelve, porque será todo lo frívola y ambiciosa y amiga de aparentar que se quiera, pero es madre amantísima. Me habló de un profesor muy famoso, de una fraulein de las hijas del ministro alemán, que termina pronto su contrato, y de otras institutrices extranjeras de familias empingorotadas, sin saber por cuál decidirse; pero sin confesar, por cierto, que la causa de sus perplejidades es que ella no puede pagar los sueldos que están acostumbradas a ganar esas misses de alto copete. Yo no me interesé mucho por la cuestión; pero ahora, la carta de Florencia me la ha recordado, y, si quieres, puedo hablarle de ti el viernes, su día de recibo, y si manifiesta que puedes convenirle, te presento a ella. ¿Qué te parece? —Que ocupándose usted de mí, no tengo sino dejarme llevar tan tranquila, segura de que voy bien. Pero déme usted más noticias de la familia: ¿es de Lima o de provincias?, ¿son elegantes? —Eso sí, —saltó Leonor con la suficiencia de quien es autoridad en la materia. —Tus futuras discípulas visten muy bien; y lo mismo la hermana mayor Victoria, la que sufre manía de persecuciones. —¿De dónde sacas esos cuentos?,—preguntó asombrada la madre. —No son cuentos, mamá,—afirmó Rosita, acudiendo en auxilio de su hermana. Y, arrebatándose una a otra la palabra, refirieron, en apoyo de su aseveración, que muchas veces le habían oído decir, por algún transeúnte de buen ver o por cualquier joven de quien se hablaba incidentalmente: «Ese me sigue a todas partes»; «Fulano ha dado en la flor de escoltarme.» —¡Qué datos tan insubstanciales!, —exclamó la señora, mientras Nelly reía. —No tanto como crees, mamá; ahora da tú los que faltan. —Bueno, continuaré; la familia no es larga; la madre, que enviudó hará seis u ocho años, tiene, como yo, tres hijas... —Pero no cinco gallardos mancebos, como tú,—interrumpió Rosita, subrayando con un guiño picaresco la gallardía de sus hermanos. —Sólo tiene uno, —contestó sonriendo la mamá, —que administra una chácara que les dejó el padre, por el lado de la Magdalena, y que es su principal fuente de recursos. —¿Será el primogénito? —Creo que sí. —Y yo creo que no, —arguyo Leonor; —le conozco, y me parece menor que Victoria. —¡Hoy la han tomado ustedes con esa pobre Victoria! —Mamá, es muy cargante con sus vanidades y sus pretensiones. Ya nos darás tu opinión, Nelly; en cambio, las chicas son muy simpáticas, alegres, francas, graciosas; un poquito disforzadas (1), como es natural. —Claro, —apoyó la hermanita con profunda convicción. —Clarísimo, —agregó Nelly riendo, —y me marcho con el gusto de ver aceptada tan peregrina teoría. —¿Por qué no te quedas? —Imposible; no me lo perdonarían jamás en casa. Imagínense ustedes que esta noche recibe Hortensia la primera visita de su suegra y de su cuñada en ciernes. —¡Ay, eso no puede perderse! ¡Va a ser el acabóse! Nos vamos contigo, Nelly,—dijeron a dúo las muchachas. —¡No faltaría más!, —replicó la madre; —las expulsarían a las tres de la sala, y con muchísima razón. — Indudablemente; y, para evitar tamaño bochorno, me voy sola. (1) Mimosas, engreídas, con muchos dengues y monadas. —Nosotras te acompañamos hasta afuera. Cogidas del brazo, risueñas y parleras, atravesaron las niñas el patio, invadido por las primeras sombras del crepúsculo, y se detuvieron en la puerta. Rosita asomó la cabeza y paseó por la calle sus grandes ojos curiosos. De la esquina próxima se desprendió un mozalbete espigadito que contaría hasta sus diez y nueve años, y pasó ante ellas descubriéndose muy galán. Leonor, mostrándoselo con un gesto malicioso a la amiga que ya se despedía, observó gravemente: —Parece que cunde ese mal de las persecuciones; y no siempre es imaginario... —No la creas, Nelly, no la creas, —saltó apuradísima la chiquilla.—Esta, por fastidiarme, inventa mil tonterías; pero no vayas a creerle ni una palabra, ni te imagines... —Nada, absolutamente nada me imagino,—respondió Nelly sonriendo; y besando la tersa mejilla ruborizada, preguntó: —¿También en esto quieres parecerte a Florencia? V OTROS PERSONAJES Fue allá por las postrimerías de 1876, y en un sarao palatino, cuando el inflamable corazón del capitán Alamos, edecán de su excelencia el general Prado, ardió de amores por la belleza opulenta y un tantico llamativa de Micaela Sendoa. Decir que ella recibió idéntico coup de foudre, sería bastante exagerado; pero acogió gustosamente las asiduidades del gallardo militar, que la libraban del peligro de la plancha, tan temible para las que se encuentran en círculo social que no es el suyo, y replicó a sus requiebros apasionados con agudezas y dengues; reprimió unas veces sus avances, los adelantó otras, y, con diestra coquetería, lo dejó mareado y cogido en sus redes, sin haber soltado prenda. Pasaban los días y aumentaba con ellos el amoroso afán de Alamos, que se dedicó con gran empeño a la táctica de uso en semejantes casos: paseos por la calle donde ella vivía, encuentros en los sitios que frecuentaba y múltiples y exquisitas atenciones con el viejo coronel Sendoa, quien, agradecido a tantas finezas del brillante edecán, se creyó obligado a ofrecerle su casa; y, desde entonces, visitas frecuentes, en las que la muchacha lo enardecía con alternativas de calculadas esquiveces, sonrisas prometedoras y palabritas de dulce ambigüedad, y él, poco avezado a discreteos y fraseología, apretaba el cerco, exigiendo una respuesta perentoria. Vio a su tiempo Micaelita los inconvenientes de prolongar el juego, y pidió un término de ocho días, que el galán, a quien las horas se le antojaban años, hubo de conceder a regañadientes. Obedecía este plazo sólo al plan preconcebido de hacerse desear, pues desde que Micaela se convenció de la pasión que inspiraba, trazó su plan de conducta, deduciéndolo de las enseñanzas del pasado. Como la de todos los niños que viven entre ancianos, su infancia fue aburrida y tristona, sin más compañía que la de su abuela y dos criadas viejas. A pesar de la ternura extremosa de aquélla y de las efusiones de su padre, que cuando llegaba a Lima, después de alguna correría revolucionaria o de alguna comisión del servicio, la colmaba de cariños y de regalos, sentía, sin llegar a comprenderla claramente, la falta de una mamá joven y risueña que jugara con ella como con una muñeca grande, meciéndola, paseándola, adornándola con galas frescas, cubriéndola de besos ruidosos y caricias locas. Cuando dejaba traslucir algo de su vaga nostalgia filial, le decían que los mismos ángeles que la trajeron del cielo se llevaron a su madre, y la chiquilla, sin formularlo en palabras, por esa intuición poderosa que hace callar a los niños muchas cosas que los mayores no llegarían a comprender o no sabrían contestar, pensaba que allá arriba habían sido muy malos al no dejarle a su mamá. Cuando tuvo ocho años, la pusieron en un colegio de monjas, y allí pudo conocer la alegría de los juegos en común, el estímulo de los estudios en competencia y también el escozor de los primeros rasguños de la malevolencia mundana. No olvidaba la cruel iniciación: una tarde, a principios del año escolar, regresando a su casa con otra condiscípula que llevaba el mismo camino, quejábase Micaela del desvío de otra que, hasta antes de las últimas vacaciones, fue su inseparable compañera. —Yo sé por qué, —exclamó la chicuela, inconsciente o mal intencionada, —en su casa no quieren que se junte contigo: porque dicen que tu mamá era una chola (1), y no estaba casada con tu papá. Micaelita protestó indignadísima y, a no ser porque la naciente vanidad de sus doce primaveras la imponía recato y compostura, le pega en plena calle a (1) Mestiza de india y blanco. la lenguaraz; pero después inquirió mañosamente, ató cabos sueltos, meditó despacio y sacó en limpio que había nacido en un pueblecillo de la Sierra, de donde su padre la trajo pequeñita a casa de la abuela, sin que la aldeana hermosota y cerril que la echó al mundo se opusiera gran cosa ni diera después señales de acordarse de ella; la brusca transformación de la célica leyenda de su infancia en realidad baja y grosera, la inculcó el germen de un obscuro rencor contra los que la trajeron a la vida en tan desventajosas condiciones, y de prevención y hostilidad contra el mundo que injustamente la humillaba por culpas ajenas; se tornó curiosa y observadora, averiguó mucho, analizó más, y se convenció de que, no ya irregularidades, sino verdaderas faltas se disimulan y se doran con el prestigio de la elevación social o del dinero. Con el fácil optimismo de esa edad en que creemos segura la realización de nuestros deseos, se ofreció a sí misma conquistar privilegios cuando el tiempo completara su hermosura incipiente, y así, entre desengañada e ilusa, llegó a la juventud. Su figura recordaba entonces, aunque sin igualarla en delicadeza y distinción, la de su abuela paterna, que hizo raya, allá en los buenos tiempos de Gamarra y Orbegoso. Era rubia, de estatura aventajada y formas opulentas; tenía los ojos azules, agrandados y obscurecidos por artificios de tocador, el óvalo de la cara prolongado y lleno y la boca fresca y carnosa; sólo denotaban la ascendencia materna lo corto de las manos y de los pies, defectos que disimulaba, cuidándoselas mucho y calzándose con primor. Llevaba vida retraída y monótona, pues los achaques de la abuela la obligaban a salir poco de su casa, frecuentada tan sólo por varios militarotes, compañeros de Sendoa; algunas ancianas, que añoraban todavía la saya y manto, y unas cuantas amigas de la infancia. En cuanto a jóvenes del otro sexo, ni por casualidad se veía uno en aquella morada; pero eran muchos los que gastaban las losas de la calle y se estacionaban al pie del balcón, en horas propicias para cambiar con Micaela ardientes miradas, sonrisas de miel y hasta ramilletitos y misivas incendiarias, por intermedio de una mulatilla pizpireta dedicada exclusivamente al servicio de la niña, y que parecía mandada hacer para tales menesteres. Distrayendo el aburrimiento con estos galancetes callejeros, a los que nunca concedió importancia, llegó Micaela a los veintiún años, y, a poco de cumplirlos, pasó por el doloroso trance de perder a su abuela. Con tan triste motivo, recibieron los Sendoa las visitas de algunos parientes que se hallaban distanciados por quisquillas fútiles, y, entre ellas, la de una sobrina de la difunta y su hijo, mozo de unos cinco lustros, de agradable figura y trato moderado, sin pecar de encogido, el cual dedicóse a frecuentar la enlutada mansión, prodigando delicadas atenciones a Micaela, quien hallaba en su compañía alivio y distracción a su pena. Dado el egoísmo inherente a la condición varonil, es innecesario decir que el sentimiento que inspiraba las asiduidades del joven no era la compasión, sino otro más dulce y ardiente. No tardó en darlo a conocer a la primita, que lo comprendió a media palabra, y, pasajeramente sentimental por el reciente sufrimiento, no puso otra condición para la reciprocidad que la de una reserva absoluta con parientes y conocidos. Al bueno del coronel Sendoa, más entendido en los asuntos de cuartel que en los del corazón, no fue difícil mantenerlo en ignorancia paradisídica; en cambio, la vecindad y las amiguitas pronto estuvieron al cabo de la calle, y no escasearon bromitas y comentarios, intencionados, que exasperaban a Micaela, arrepentida, en cuanto reapareció su natural ambicioso y frío, momentáneamente adormecido, de haberse comprometido con un muchacho formal y bueno, pero de poco vuelo y no muy largos alcances. No se decidía, sin embargo, a romper, y cuando conoció a Alamos, había pasado ya cerca de un lustro sobrellevando el yugo amoroso con variantes de entusiasmos fugaces y largos desabrimientos. Al presentársele un nuevo pretendiente, estudió con toda calma e imparcialidad la situación, dirigiéndose a sí misma los más persuasivos discursos: «Miquita, hija de mi alma, tienes que ver las cosas como son, y no dejarte llevar de fidelidades románticas que después te pesarán; no te eches tierra a los ojos y examina el asunto despacio, que no es puñalada de pícaro. Tu primo Esteban es muy bueno, cierto, y te quiere a morir el pobrecillo; pero, ¿qué consigues con esa bondad y ese amor, si el infeliz es tan tímido y tan poquita cosa que ni aun por el afán de unirse a ti ha podido lograr, en todo este tiempo, un ascenso en su modesta carrera? Y aunque lo consiguiera, ¿qué? Bonito porvenir te esperaba con un marido atenido sólo a un sueldo ridículo. Tú no eres de las de contigo pan y cebolla; te gusta vivir bien y vestir mejor, lucir, figurar... todo lo que no te dará jamás el pobre Esteban y con lo que has soñado siempre; y la verdad es que para sacrificarle esas aspiraciones tendrías que estar locamente enamorada, y no te da tan fuerte. Déjate de escrúpulos sensibleros y plántalo bonitamente; eso sí, con mucha maña y mucho aquél, para que no pueda tomarlo por la tremenda, como suelen hacerlo estos mansitos, y armarte un escándalo de cuyas resultas te quedes sin soga y sin cabra.» A pesar de repetirse a cada rato tan sesudos razonamientos, no acababa Micaela de encontrar el modo de salir airosa del atolladero, y, como el ingenioso hidalgo, se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, combinando y desechando planes. Ocurríasele unas veces presentarse como víctima de la tiranía paternal, que le imponía despóticamente un buen partido, obligándola a renunciar al elegido de su corazón; mas ¿quién iba a comulgar con tamaña rueda de molino, cuando a nadie se le ocultaba que el buen Sendoa, tan autoritario y bravucón en lcs cuarteles, era un corderito con los caprichos de su niña engreída? Otras veces se le antojaba pretextar que su abnegación le imponía sacrificarse para dar a su padre holgura y riqueza en la vejez; pero no era tan opulento el bravo capitán ni tan apurada la situación de Sendoa, que con su sueldo de coronel y tal cual extraordinario de alguna comisión, cubría cumplidamente los gastos de su casa, para hacer la explicación verosímil. Tras de mucho cavilar, dio con un medio vulgar y de fácil éxito: maliciosa, observadora y nada romántica, Micaela sabía que aun el más rendido galán halla vagar para distracciones non sanctas; puso en acecho del suyo a aquella lista correveidile de sus coqueteos de adolescente, que, aunque madre de dos retoños, continuaba a su servicio, y no tardó en dar nueva prueba de sus relevantes aptitudes para el caso, sorprendiendo al pobre Esteban en una fiestecilla de medio pelo, adonde fue de puro aburrido, arrastrado por algún amigo. Naturalmente, la novia, herida con tal crueldad en sus sentimientos púdicos y amorosos, se mostró inflexible; no consintió en verlo, ni en escuchar sus súplicas humildes y fervientes, ni en abrir siquiera las cartas lacrimosas y desesperadas; y, libre ya la vía de obstáculos engorrosos, pudo recibir tranquila a su nuevo adorador, darle el sí cuando le convino, y casarse con él pocos meses antes de cumplirse el segundo aniversario de haberlo conocido y flechado. Por su edad y sus achaques no concurrieron a la boda los padres de Alamos, vecinos de Chiclayo, donde tenían sus modestos intereses, pero enviaron a uno de sus hijos y a la niña menor, que lució en la fiesta nupcial el primer traje largo. La radiosa luna de miel de la feliz pareja se vio pronto opacada por los sombríos nubarrones de la aciaga guerra con Chile. Sendoa, aunque ya viejo y valetudinario, se empeñó en hacer la campaña del Sur a las órdenes de su antiguo camarada el coronel Bolognesi, y a su lado cayó en esa magna epopeya del Morro, donde los peruanos supieron, como dijo con sencillez estoica su jefe inmortal, cumplir con su deber hasta quemar el último cartucho. Alamos, obligado a quedarse en Lima, prestando sus servicios en el Estado Mayor, se batió por primera vez en San Juan, se replegó a Miraflores, salió ileso en ambos combates y, salvado milagrosamente de caer en poder del enemigo, huyó, sin poder despedirse de su mujer ni besar a su pequeña Victoria, cuyo nombre, adoptado como presagio y esperanza cuando aún podían alentarse algunas, era, en esos momentos, de una ironía despiadada. Mientras Alamos, unido a un puñado de valientes mandado por el general Iglesias, luchaba con heroica obstinación contra un ejército numeroso, bien equipado y enorgullecido por el triunfo, Micaela, sola con su hijita y su fiel criada, devoraba todas las angustias y las humillaciones que agobiaban a Lima, enlutada, con sus paseos abandonados, sus casas cerradas, sus calles silenciosas, por las que transitaban, como sombras dolientes, sus hijos, lívidos de vergüenza y de impotente cólera, y sus hijas, con las pupilas brillantes de indignación entre la penumbra de la manta austera. Por fin se hizo la paz, el invasor dejó la capital, el símbolo sagrado de la patria volvió a flamear sobre la vieja casa de Pizarro, haciendo asomar lágrimas a muchos ojos varoniles, y el país empezó lentamente a reaccionar bajo la honrada administración de Iglesias, quien premió con un alto cargo en el ministerio de la Guerra los leales servicios del ya sargento mayor Alamos. Libre entonces Micaela de las penas que en los últimos tiempos habían pesado sobre su juventud, pudo satisfacer muchos de sus gustos, y se la vio pasear del brazo de su gallardo marido, recibir y corresponder visitas, comprar galas y juguetes a su bebé y preparar una bonita canastilla para otro que no se hizo esperar mucho, y a quien su progenitor se empeñó en bautizar con su mismo nombre grave y viril de Javier. Triunfó en esto la revolución del general Cáceres, y Alamos, por razones de delicadeza y personal consecuencia con el anterior gobernante, quiso renunciar su empleo. Su mujer no tardó en quitárselo de la cabeza; él no era servidor de Fulano o de Zutano, sino del país, que precisamente necesitaba del concurso de sus buenos hijos, y, antes bien, su deber consistía en agarrarse a buenas aldabas para evitar que algún paniaguado viniese, con sus manos lavadas, a ocupar el puesto que tan atinadamente desempeñaba. No contenta con este triunfo sobre los escrúpulos de su cónyuge, emprendió Micaela después una campaña más seria: inculcarle que pretendiera la prefectura de alguno de esos ricos y lejanos departamentos donde tan buenos ahorros se hacen. Claro que él se negó rotundamente. —Ni pensarlo. Una cosa es que siga en el puesto que me otorgó mi amigo y jefe, y otra que pida favores a quien tan tenazmente lo combatió. —Y que a ti te trata con todo género de consideraciones, tanto en el ministerio, según me has contado, como en algunas casas amigas donde hemos solido encontrarlo. —Sí, sí, es muy cumplido; particularmente, le estoy agradecido, la verdad, pero no debo pasar de ahí. No insistió entonces la señora, pero en posteriores ocasiones, y aprovechando momentos de expansión, volvió a la carga: —Hay que pensar en todo, Javier. El tiempo pasa volando; la familia aumenta, las necesidades crecen, y ¿cómo nos veremos dentro de poco para satisfacerlas? De los realitos que dejó tu padre, casi nada queda, pues nos los comimos cuando la invasión chilena; de este empleíto pegado con saliva te echa cualquier ministro nuevo y te quedas, de la noche a la mañana, de indefinido a disposición del gobierno, con tercera parte de sueldo. ¡Horror me da pensarlo! No por mí, que a todo me resigno y sé pasar trabajos, sino por las criaturas... La niñita tan delicada, tan debilucha, siempre necesitando tónicos y convalecencias, y Javierito, cuya educación ha de ser seria y costosa, porque ¡es tan inteligente! Esto de la inteligencia asombrosa del chiquitín era artículo de fe en la casa; verdad que en la mayoría de los hogares sucede lo mismo, pero vamos al caso. Parecía mentira todo lo que sabía aquel arrapiezo de quince meses. Si el papá colgaba en la percha la gorra doméstica, ya estaba tendiendo los bracitos y pidiéndole con pucheros expresivos que lo llevara a la calle; si veía un caballo, aunque fuese en pintura, gritaba al punto: Upa, upa, y producía con su boquita mona un chasquido tan gracioso como hípico. Pues ¿y el oído músico? Era algo admirable; en cuanto escuchaba los acordes de un piano o de un organillo callejero, empezaba a dar vueltas como un trompito, pero con muchísimo compás. Tras de largos discursos persuasivos, y de poner en movimiento a sus relaciones, logró Micaela la satisfacción de verse como reina y señora en la prefectura de Moquegua. Se les murió allí un nene de pocos meses, y los afligidos padres resolvieron no exponer en adelante a su prole a los peligros de viajes y estadías en lugares escasos de recursos. Así, en las sucesivas ocasiones, en las que Alamos desempeñó puestos análogos, dejó en Lima a la familia, convirtiéndose Micaela, por la fuerza de las circunstancias, en una Sevigné, positivista e iliterata. «Déjate de candideces, —escribía a su marido, —y aprovecha de la situación; yo no te digo que hagas mal a nadie, ni que abuses, ni comprometas tu autoridad, sino que no desperdicies las ocasiones por dártela de puritano, y hagas lo que hacen todos, a quienes después vemos llenos de consideraciones porque tienen cuatro reales, que a nadie le importa cómo los han adquirido. Piensa en el porvenir de nuestros hijos, mi mayor y constante preocupación. » No exageraba la dama; ella, que se había dejado querer por su padre y su marido, adoraba con ilimitada ternura a sus hijos, y ningún sacrificio le hubiera sido penoso por proporcionarles todos los goces de la opulencia, indispensables, a su juicio, para la felicidad humana. Indignábase a veces Alamos con tan sanchopancescos y utilitarios consejos, y proyectaba responderle con dureza en nombre de la probidad y del deber cívico; pero luego reflexionaba:— ¡Pobrecilla! Tiene por todo horizonte el hogar y por interés exclusivo la familia, ¿a qué voy a contradecirla? ¡No me comprendería! —Si alguien hubiese dicho entonces al bravo discípulo de Marte: —Pues evita que tu hija tenga criterio tan estrecho e interesado; eleva su espíritu y cultiva su inteligencia, enséñale que el honor, la rectitud, el altruismo no son ideales para el uso exclusivo del sexo fuerte, y que el cariño a la familia no ha de circunscribirse sólo a su bienestar material,—habría respondido indignado: —¡No quiero marisabidillas! Que mi hija sea, como su madre, sólo mujer de su casa, que se entretenga con modas y rezos, y pare usted de contar. Esa educación está buena para mi Javier y los hermanitos que Dios se sirva enviarle. Al cabo de una docena larga de años de rodar por los departamentos, con sólo cortos intervalos de descanso entre los suyos, Alamos, nostálgico del calor de la familia (aunque, a decir verdad, no le había faltado tan en absoluto como su media naranja hubiera deseado), renunció la prefectura de Chachapoyas, donde había estado largo espacio de tiempo. Al radicarse en Lima, tuvo la buena suerte de que un agricultor italiano, que regresaba a su hermosa patria, le vendiera en condiciones cómodas una chacarita cerca de Magdalena Vieja, más valiosa por su proximidad a la capital que por la extensión y feracidad del terreno; y, criollo Cincinato, abandonó las faenas de la administración pública por el cultivo de la madre tierra. Para que pudiera su mujer pasar algunas temporadas de campo, hizo, a gusto de ella, varios arreglos en la vieja y sólida casa. Micaela se dio la satisfacción de decir a sus amigas con cierta displicencia de buen tono: —Hijas, por Dios, cuéntenme lo que pasa en Lima; no sé nada, metida más de quince días en la hacienda... Organizadas las nuevas labores y terminadas con el mejor éxito las gestiones para obtener el coronelato, vivía nuestro buen Alamos en el mejor de los mundos posibles, gozando de las gracias infantiles de sus dos últimas pequeñuelas, Eva María y Catalina, a quien él llamaba Catita en recuerdo del diminutivo cariñoso que daban a su difunta madre, y su hija mayor Victoria la llamaba Kitty, por lucir el inglés aprendido en el aristocrático colegio de San Pedro. Sólo experimentó alguna decepción con Javier, en el cual su vanidad paternal soñó un portento. No es que el chico fuera malo, ni torpe, al contrario; era el tipo corriente del muchacho limeño, travieso, listo, ocurrente, de comprensión fácil y vivísima imaginación, pero inconsciente y perezoso para cuanto significa esfuerzo continuado y trabajo perseverante. Además, había sido educado con blandura y mimo exagerados por la mamá, que al menor amago de severidad de su cónyuge ponía el grito en el cielo y le acusaba, con las frases más agrias de su repertorio, de tratar a un niño decente como a recluta de cuartel. Con todo, Javier, tanto porque su padre sabía imponerse en casos dados, como porque naturalmente era bueno y afectuoso, procuraba no disgustarle. Acabó a trompicones la segunda enseñanza, se matriculó en Jurisprudencia y se dio pisto hablando hasta por los codos de la Universidad, de los catedráticos, de las arideces del Código Penal y de las elevadas abstracciones de la Filosofía del Derecho. Era de ver entonces la ingenua admiración y el cándido orgullo pintado en el rostro todavía hermoso y marcial de don Javier ante la gárrula charla, que al tosco soldado se le antojaba el summum del saber humano. —Cuando este muchacho acabe su carrera y consiga una diputación, —se decía, obsesionado por la manía nacional de la politiquería, —habrá que oírlo. No tuvo ese gusto. Una antigua y descuidada afección al hígado, consecuencia de su agitada vida militar, asumió bruscamente caracteres de gravedad y concluyó en breve espacio de tiempo con su robusta naturaleza. Calmados los primeros transportes de dolor, la viuda y los hijos mayores examinaron su situación económica. Aparte de la modesta pensión mensual, que, como a familia de militar, les daba el Fisco, sólo les quedaba la hacienda, que, para ser productiva, necesitaba trabajo asiduo e inteligente. —Buscaremos un buen administrador, —insinuó Micaela. —No, —respondió Javier; —eso significaría para nosotros un verdadero sacrificio. Yo ocuparé el lugar de mi padre y, como lo hacía él, dirigiré las labores ayudado por los mayordomos. —¡Niño, por Dios! ¿Y tus estudios, y tu porvenir?,—argüía la madre sofocada. Nada; todo eso para el joven eran minucias comparado con el bienestar de la mamá y las hermanitas. Y tanto se conmovió la madre, y de tal modo elogió la conducta de su vástago, que éste llegó a persuadirse de que, en su decisión, para nada había entrado el deseo de no volver a abrir en la vida los indigestos Códigos y de alejar de sí para siempre la terrible pesadilla anual de los exámenes. VI PRELUDIOS DE IDILIO Leyó Nelly la esquelita de la señora Alvarez y se dijo: —Decididamente, voy sola; no puedo esperar indefinidamente hasta que el reumatismo permita a esta señora salir de su casa, y ya estoy anunciada para hoy a las tres: los malos tragos, pasarlos pronto. Dicho y hecho; a las tres de la tarde descendía de un coche ante una casa de la calle de Chota; en la calzada, un chicuelo sujetaba del diestro a un alazán criollo de mediana alzada, bonita estampa, lustroso de crines, inquieto y braceador. Nelly, con el dedo sobre el timbre, pero sin decidirse a apoyarlo, examinaba muy atentamente al caballo, para retardar, sin confesárselo, el momento de la entrevista. Antes de que hubiese llamado, abrióse bruscamente la puerta, dando paso a un joven ataviado con la airosa indumentaria del jinete nacional, ligeramente modificada por algunos detalles a la europea: altas botas de charol rematadas en espuelas de plata, calzón de gamuza, flotante y finísimo poncho tabaco listado, de colores vivos, y flexible jipijapa, que se quitó cortésmente ante la niña, turbada por su inesperada aparición. —¿Es ésta la casa de la señora Alamos? —Sí, señorita; tenga usted la bondad de entrar. Subieron la escalera silenciosos, mirándose a hurtadillas; él, muy fino, sombrero en mano; ella pensando:—Por lo visto, éste es el príncipe de Gales, y no tiene nada de feo. Terminaba la escalera en un vestíbulo al que daban las puertas de varias habitaciones; levantó el caballero el cortinaje de una de ellas, invitó a sentarse a su acompañante y se internó en la casa llamando: ¡Mamá! No tardó en presentarse la señora de la casa, todavía hermosa a pesar de su mucha corpulencia y de las numerosas canas que matizaban su antes profusa cabellera rubia. Saludó amablemente a la visitante, preguntóle por la familia Alvarez, lamentó acongojada la enfermedad de la señora, tan distinguida, tan simpática. ¡Lo que ambas habían congeniado! ¡Si parecían ya amigas antiquísimas! Y lo que es cuando hablaba de Nelly se deshacía en elogios. —Elogios que pecan de parciales, señora—interrumpió la muchacha. —¡Oh, no, no!; merecidísimos; a primera vista se comprende. ¿Hace mucho tiempo que ustedes se conocen? —Desde que tenía yo once años y entré en el colegio donde estaba Florencia. —¿En el de San Pedro, naturalmente? —No; en el de la señora Pearl, donde mi madre fue maestra. —¡Ah! —repuso con cierto desencanto Micaela, que en su puerilidad de advenediza sólo consideraba gente distinguida a la educada en el Sagrado Corazón. Luego siguió con las averiguaciones: —La pobre Florencia ya estará aburrida por allá. ¡Como no vive en el mismo Buenos Aires! —Pero sí muy cerca y en una ciudad preciosa; está contentísima. Su marido tiene allí una posición brillante que le asegura un porvenir espléndido,—contestó la muchacha, dándose el gusto de exagerar un poquito la nota para deslumbrar a su interlocutora. —¿El mayor de los Alvarez sigue en Europa dedicado a la diplomacia? —Sí, señora. —¿Y los otros jóvenes? —Aquí, en Lima, —respondió Nelly, aparentando no entender la pregunta; y agregó para sí:—Si esta vieja preguntona se imagina que he venido a enterarla de la vida y milagros de mis amigos, chasco se lleva. Ahora entro en materia y le corto el interrogatorio.— E inmediatamente, sin dar tiempo a nuevas averiguaciones, preguntó: —¿Son ya grandecitas las niñas a quienes usted desea que enseñe? —Ah, sí: este año debieron entrar en el internado de San Pedro; estaban adelantadísimas; las Madres encantadas con ellas, locas porque se las dejara; pero yo no sé vivir separada de mis hijas y prefiero que terminen sus estudios en casa. No pretendo hacer de ellas unas sabias... —Naturalmente, —replicó Nelly con fina sonrisa, —puesto que ha pensado usted en mí. Usted deseará, sin duda, que refresquen y amplíen sus conocimientos en todo lo que constituye el barniz de cultura indispensable en sociedad. —Exactamente, —exclamó Micaela, gozosa de hallar tan bien expresado su pensamiento.— Sobre todo el estudio de los idiomas. ¡Oh, el inglés! —Me es tan familiar como el castellano, pues en él exclusivamente hablaba con mi pobre mamá y, después, siempre lo he practicado. El francés no lo conozco tan a fondo, pero sí lo suficiente para atreverme a dar lecciones de él. —¿Podría usted, entonces, dedicar a mis hijas un par de horas dos veces por semana? —Sí, señora. Sólo quedaba por arreglar la cuestión peliaguda de los honorarios. Hubo un silencio embarazoso. Nelly pensaba: ¡Qué fastidio! Yo no hablo del pago por nada. ¡Si no sirvo para estas cosas! Por fin Micaela, aparentando naturalidad y despreocupación, ofreció doce soles. El primer impulso de Nelly fue contestar con una negativa perentoria y marcharse; pero simultáneamente pensó que la señora no se conformaría, que insistiría, que aumentaría su oferta con alguna pequeñez, obligándola a discutir por realitos, a regatear, y que quizás las oían de alguna habitación próxima; prefirió pasar por el aro para acabar de una vez, y, contrariada por su incapacidad para poner en práctica la famosa máxima: The bussines is bussines, dijo secamente, poniéndose de pie: —Está bien. ¿Qué días? —Exceptuando los viernes, mi día de recibo, los que usted prefiera, los que mejor le acomoden, y a las horas que usted elija. A usted le toca disponer y a mí aceptar. —¿Miércoles y sábados, de dos a cuatro? —Con mucho gusto, pero no tenga usted prisa, no me prive tan pronto de su amena compañía; siéntese otro ratito, quiero presentarle a mis hijas. Mandólas llamar, y entraron las futuras discípulas de Nelly, saludando las dos, entre tímidas y sonrientes, con gracia un poco desmañada de colegialas. Bastante crecidas, faltaba aún a sus cuerpos, en pleno desarrollo, acabar de modelarse. Muy próximas en edad, aumentaba su notoria semejanza la igualdad de atavío: faldas azules, blusas de batista, dejando al descubierto los brazos rollizos y las blancas gargantas, y grandes lazos negros sujetando en la nuca el rodete de pelo castaño claro. De facciones más finas y colorido más delicado la menor, más fresca y gallarda Eva María, ambas pareciéronle a Nelly muy simpáticas, con sus límpidos ojos de agua marina y sus dientecitos marfilinos que un reír ingenuo mostraba a cada rato. Apenas iniciada la charla entre las muchachas, la interrumpió un ruido argentino de espuelas, anunciador del que Nelly designaba para sus adentros como al príncipe real de la dinastía Alamos. —Javier,—exclamó la madre con sincero asombro, sin notar que sus hijas se miraban conteniendo la risa: ¿tú por aquí todavía? Yo te hacía ya muy cerca de la chácara; en fin, me alegro de este retraso, que te proporciona el gusto de conocer a la señorita Casamayor. Se estrecharon las manos, murmurando frases urbanas; esbozó el joven un principio de conversación; pero comprendiendo la inoportunidad, se despidió de Nelly, besó a su madre y dijo a sus hermanas: —Hasta dentro de unos días, chicas. —Te acompañamos—contestaron ellas. Salieron juntos, y durante un rato oyéronse en el hall cuchicheos y risas sofocadas, luego la voz de Javier, diciendo entre risueño e impaciente: —Me voy por salir de ustedes, insoportables, maliciosas —y sus pasos rápidos y sonoros bajando la escalera. Volvieron las niñas a la sala, aparentando seriedad, hízoles la futura maestra algunas advertencias y se marchó, agradeciendo las mil afectuosidades con que la abrumaba la dueña de casa. Terminó Nelly la calle de Chota y siguió por el centro del paseo Colón, concurrido a esa hora sólo por algunos vagos que, tumbados a la bartola en las bancas, gozaban de las caricias de un sol tibio, anunciador de la primavera próxima, y de chiquillos de todas edades, gorjeando los bebés plácidamente en sus cochecitos y correteando los mayorcitos bajo la vigilancia, no siempre muy cuidadosa, de sus criadas, mestizas y negras en la mayoría, sin que faltara tal cual sajona, colorada y pecosa, muy emperejiladas todas con delantales almidonados, joyas rutilantes y cintajos en los cabellos lacios o lanudos. Había también, como en todas partes y a todas horas, granujas, muchos granujas. Uno de ellos, caballero en uno de los leones de mármol que rematan la escalinata del palacio de la Exposición, blandía con gesto heroico un palo, claveteado de ramitos de violetas tempraneras; latía, sin duda, bajo su blusita sucia y remendada, un corazón como el de los antiguos fenicios, comerciantes y guerreros, pues al ver avanzar a una señorita, descabalgó de un salto y corrió a ofrecerle, cambiando las voces bélicas por el tono insinuante del vendedor, su fragante mercancía; prendió Nelly las flores en la piel sedosa del manguito, y continuó a pie, camino de la casa de las Alvarez, para relatarles la reciente entrevista. —Se van a reír de mí,—pensaba. —Me he lucido. Acepto calladita una remuneración mezquina por vanidad, por falsa vergüenza, por qué sé yo qué sentimiento digno de mi tía Grimanesa, y ridículo en mí, que me la doy de muy moderna, y muy enérgica, y muy sin escrúpulos pueriles. Cualquiera diría que soy una princesa disfrazada que trabajo por altruismo, o que me doy por bien servida con el placer de ver a esa señora Catecismo y recibir sus elogios melosos. ¡Vieja más cargante! Las chicas, sí, son guapitas y simpáticas... y el hermano también. El día convenido dio la flamante institutriz su primera clase, y quedó muy contenta, no del aprovechamiento de sus alumnas precisamente, sino de lo expansivas y cariñosas que se mostraron en el franco abandono de su adolescencia feliz. Impresión opuesta le causó Victoria, quien aquel día se dignó dejarse ver y dedicarle unas frasecitas displicentes y una sonrisa más displicente aún, en las que Nelly creyó ver este pensamiento: —¿Eres tú esa con cuyas alabanzas me han mareado las tontuelas de mis hermanas?... Pues no era para tanto, hija de mi alma. ¡Poquito vales! —Menos vales tú,— contestó la niña en el mismo mudo lenguaje,—porque con esas facciones acentuadas como las de tu madre y un busto casi tan exuberante como el de ella, necesitabas unas piernas de tamaño decente y no esos botijitos. En la plaza de la Exposición tomó Nelly un tranvía que la llevara al centro de la ciudad, y, ¡oh, curiosa coincidencia!, al mismo subió Javier Alamos, que le fue dando palique con gran naturalidad y desembarazo hasta la esquina del portal de Botoneros, donde ella bajó; ayudóla el mozo muy cortés, pero muy serio y respetuoso, y subió de nuevo al carro, el que sin duda abandonó al poco rato, pues luego, en su mariposeo por las tiendas de los portales y las calles del centro, se lo encontró Nelly varias veces. Al salir de la segunda lección, la joven profesora, persona prudente y juiciosa como pocas, decidió utilizar el tranvía que, atravesando calles apartadas, la llevara hasta Santa Teresa, no tanto por espíritu de precaución, pues los encuentros casuales no se repiten a cada instante, sino porque no tenía compras ni ocupación alguna que la retuviera fuera de su casa. En cambio, Javier debía tener algún asunto urgente por aquellos barrios, pues en cuanto el vehículo se puso en movimiento, subió de un salto y se colocó gentilmente junto a su nueva amiga. Y es el caso, según cuentas las crónicas, que el hecho se repitió en los miércoles y sábados sucesivos, con gran inquietud y turbación de Nelly, que no dejaba de decirse muy apurada: —Esto no puede continuar así; hoy se lo digo... se lo digo de todos modos; pero ¿qué le puedo decir yo sin exponerme a que me conteste: Amiga mía, está usted curándose en salud, porque a mí no se me ha pasado por las mientes enamorarla a usted, ni la he dicho media palabra que la autorice a creerlo? Él se maneja con una corrección intachable; lo único sospechoso es que no separa de mí los ojos ni un instante; tanto me mira, que yo no sé adonde mirar; pero, en fin, nunca me ha dicho nada, nada, absolutamente nada, ni el menor piropo. Bueno; tanto como eso, no; algunos creo que me ha dicho, pero de una manera tan discreta y tan sencilla, que no se puede hacer hincapié en ellos. Sea como fuere, mi situación respecto de su familia me impone una circunspección exagerada. ¡Bonita se pondría la mamá si supiera las asiduidades del niño! Digo, ¡y la sin par Victoria! Lo menos que saldría cantando a quien quisiera oirla, es que yo había entrado en su casa con la exclusiva y dañada intención de tenerla por cuñada. Necesito hacer un buen ánimo y cortar por lo sano, antes de que empiecen los comentarios inevitables en esta Lima novelera y curiosa, donde todos nos conocemos y vivimos averiguando el por qué de los actos más insignificantes del prójimo. —¿Por qué no se verá ya juntas a Fulanita y a Zutanita, que han sido siempre inseparables? ¿Habrán peleado por causa de Mengano? ¿Por qué no irá ya Perencejo a la tienda tal? Sin duda deberá un mundo de cuentas y no le fiarán ni un centavo... ¿Qué tanto hará X en la calle Cual? Por la de la esquina no es, porque tiene un novio que es un Otelo y no le deja asomar las narices al balcón; por las del frente, menos: son unas beatas solteronas, más pobres que las ratas; por las de la casa siguiente, tampoco: son cursis y feas, y él siempre ha tenido buen gusto.—Y así seguimos sacándole los trapitos al sol a todo el vecindario, hasta que alguno mejor informado resuelve el problema prosaicamente, asegurándonos que en la calle Tal vive el dentista de X. Con esta inveterada costumbre es imposible que no se note la frecuencia con que me acompaña un muchacho tan conocido y tan simpático como Javier Alamos, y que no circule por todas partes la noticia corregida y aumentada. Antes de que me acaben con bromitas y hablillas, canto claro, no hay otro remedio. Una conversación con sus discípulas la obligó al fin a ejecutar la resolución tantas veces meditada y abandonada en el momento preciso. Kitty, muy aficionada al dibujo, le mostró un retrato que estaba haciendo de su padre, al lápiz, copiándolo de una fotografía. —Era muy hermoso, —exclamó Nelly. —¡Ah! sí; ninguna de nosotras tiene su tipo, sino el de mamá; sobre todo Victoria, que es la más rubia; el único que se le asemeja un poco es Javier. —Por cierto que está muy orgulloso de eso,—interrumpió Eva María.— Yo le digo que él se parece a papá como los cuadros que copia Kitty al original, y los dos se pican. Nelly, en su fuero interno, protestó de la comparación; no negaba ella que habría sido guapísimo el señor aquel con su estatura prócer, sus ojos a flor de la cara y la corrección de líneas del rostro, encuadrado por largas patillas rizadas, a la moda de su juventud; pero quien supiera apreciar algo más que el vigor material y la fría regularidad de las facciones, preferiría al hijo, delgado y elegante; con sus aterciopelados ojos azules, dulcemente imperiosos, y su fisonomía inteligente y fina, vigorizada por la línea ondulante y estrecha del bigote negro. —Invenciones tuyas, —decía entre tanto Catalina a su hermana.—¡No te hacemos caso! ¡Buen trabajo tendría el pobre Javier si fuera a molestarse por todas las boberías que le decimos! —No le dejamos en paz, ni él a nosotras, por más que Victoria regañe y encuentre ridículo que, como chiquillos, alborotemos la casa con risas y carreras. —Hoy sí se nos enfadó,—dijo la menor cortando la palabra a la otra;—llegó de la hacienda y nos pusimos a majaderearle para que nos contara una cosa; nos echó con cajas destempladas; le escondimos el sombrero para que no saliera de casa mientras no fuera franco complaciente, pero tuvimos que entregárselo porque lo pidió con mucha seriedad. —Sería muy serio el asunto,— arguyó la otra chica con las de Caín. La novel profesora soportaba con forzada sonrisa este epílogo de la clase, sintiendo que le ardían las mejillas bajo las miradas escrutadoras y risueñas de las niñas, y adivinando todo lo que la burlona suspicacia y la malicia, siempre despierta a esa edad, ocultaban bajo la apariencia ligera y descuidada de la charla. Despidióse en cuanto halló resquicio para ello, salió nerviosa y preocupada, y en la plaza de la Exposición subió a un tranvía, al mismo tiempo que, como llamado con campana, subía por el lado opuesto Javier Alamos. No tardó en percatarse el mozo del estado de ánimo de su amiga ni en interrogarla con mucho afán y solicitud. —¿Qué tiene usted, Nelly? No está usted como siempre; la noto taciturna, disgustada. ¿Le ha ocurrido alguna novedad desagradable? ¿Alguien la ha ofendido? Le suplico que sea usted franca conmigo, y que crea que no la interrogo por curiosidad, sino con el más vivo y sincero interés. —Ni me han ofendido, ni es nuevo el motivo de mi preocupación; es algo que hace muchos días debo y deseo decirle a usted; pero temo que juzgue usted mis palabras con criterio exagerado y le causen tal vez enojo. —Nada que venga de usted puede serme enojoso, Nelly; doloroso, quizás; pero de todos modos, lo aceptaré con placer si logro evitarle a usted hasta la sombra de una contrariedad. —Mire usted, Javier,—dijo la niña más alentada, y sin fijarse en que por primera vez le llamaba por su nombre de pila; él sí lo notó, y sonrió levemente. —Mire usted, en nuestra sociedad, mientras más sola y más independiente sea una muchacha, ha de ser más escrupulosa en sus actos, y no dar pretexto a suposiciones y comentarios, por pueriles que los considere; estos encuentros nuestros en el tranvía... usted sabe cómo somos aquí... usted no ignora cómo se juzgan las cosas... usted comprende mi posición en su casa... —Comprendo, comprendo, —interrumpió el joven un poco pálido y en tono fosco. —No dé usted tantos rodeos y dígame paladinamente que mi compañía le desagrada. —Lo que digo es que debe cesar, —replicó ella con la misma sequedad. —Entonces, —preguntó él con una humildad capaz de ablandar, no ya un tierno corazón femenino, sino una piedra berroqueña, —¿me prohíbe usted que la acompañe? —Se lo ruego, —murmuró la muchacha, apartando sus ojos delatores de los ardientes y suplicantes que la perseguían. —Obedecer es amar, —respondió él lanzándose de un salto a la calle, sin esperar a que el tranvía, que ya cercano a la esquina disminuía su velocidad, se hubiera detenido del todo. Nelly, ahogando el grito que casi le arranca lo inesperado y peligroso de la acción, avanzó la cabeza, mirando con ansia. De pie en la acera, Alamos la saludó quitándose el sombrero. Nelly creyó ver en sus labios una sonrisa de triunfo. —¿Se ríe de mi ridículo susto,—se preguntó malhumorada y mohína, —o de lo que cree que lo ha originado? ¡Vaya una tardecita! Primero las dichosas niñas haciéndome sus confidencias fraternales, con peores intenciones que un toro bravo, y luego el hermanito con las explicaciones y el resentimiento y la frasecita final y el brinco y mi estúpido sobresalto. ¡Lo que se imaginará el muy tonto!... ¡Que se imagine lo que quiera! Lo principal es que tuve valor para cantarle la cartilla, y que ya esto se acabó, se acabó y se acabó. Este se acabó lo siguió repitiendo mentalmente sin descanso, como si se tratara de convencer a algún incrédulo. Y tres días después, al salir de la clase, ¡con qué febril inquietud se lo decía, mientras atravesaba el paseo Colón, rumbo al paradero del eléctrico! —Se acabó, no estará, no puede faltar a lo ofrecido. ¿Y por qué había de faltar si no le importo? No lo he encontrado desde esa tarde ni por casualidad; hoy, menos; no está, no está; apuesto a que no está. En efecto, no estaba... ¿Nelly quedaría muy contenta? Sí, mucho. Tanto, que al llegar a su casa se encerró en su cuarto y no le dio cara a nadie. Pasaban los días, y con su monótono transcurrir iba, poco a poco, entrando en caja el conturbado espíritu de Nelly. Es cierto que al llegar a casa de sus discípulas, sus ojos buscaban involuntariamente en la percha del hall el sombrero de paja o el fieltro flexible que tan bien conocía; es cierto que ardía en deseos de que aquéllas anudaran el hilo de las referencias fraternales para averiguar, como quien no quiere la cosa, por aquel amigo tan exageradamente dócil a sus indicaciones, que no se había dejado ver por ninguna parte; es cierto que sus obligadas excursiones en tranvía antojábansele largas y desabridas, pero ¡bah! ya iría perdiendo esas malas mañas. Felizmente tenía ocupaciones serias para desimpresionarse de futilidades. Dedicaba las mañanas a la instrucción de los hijos de un matrimonio inglés, dos gemelas de siete años y un muñeco de cinco, rosados y rubios como ángeles de Reinholds. Nelly se encontraba a gusto en aquel hogar británico, pulcro y metódico; los padres se mostraban tan generosos como corteses; los niños, obedientes y cariñosos, alzaban confiadamente a ella sus cándidos ojos interrogadores, límpidos espejos de sus almitas tiernas; y la pobre muchacha, con la mejor voluntad del mundo, se empeñaba en convencerse de que esas atenciones y esos afectos bastaban a su rica e inquieta juventud. Así las cosas, departía Nelly cierta tarde, terminada ya la clase, con Micaela y las dos niñas, cuando apareció inesperadamente Javier en la salita de estudio. Acogióle su madre con grandes muestras de cariñoso regocijo. —Muchacho, ¡gracias a Dios que te veo la cara! Un siglo que no asomabas por aquí, Disculpóse el joven con la cantidad de labores urgentes que lo habían retenido en la hacienda, y luego, dirigiéndose a Nelly, pidióle mil perdones por la interrupción. —Francamente, —agregó, provocando un cambio de ojeadas incrédulas entre sus hermanas, —no recordaba que era hoy día de clase, y como aquí oí voces, aquí entré. —No necesita usted excusarse, —dijo Nelly.—Hacía un buen rato que terminamos y ya iba a despedirme. —No; no se despida usted tan pronto, —replicó con presteza Javier. —Precisamente tengo que solicitar un favor de su amabilidad; pero, ¿por qué estamos de pie? Sentémonos. Obedeciéronle todas, disponiéndose a escucharle. Nelly, intranquila; la madre, sonriente; las hermanillas, devoradas por la curiosidad. —Desde anoche, —empezó Javier dirigiéndose a su madre,—había resuelto venir hoy a almorzar contigo; pero esta mañana fue a buscarme el propietario de Santibáñez para arrendarme unos potreros de pasto colindantes con su hacienda, pues quedan al extremo norte de los Pinares. —Los Pinares es la nuestra; se llama así por una avenida de hermosísimos pinos que conduce a la casa, —explicó Micaela a Nelly, sin caer en la cuenta de que era, por lo menos, la décima vez que le hacía igual relación y en idénticos términos. —Terminado el asunto, —prosiguió Alamos,—ya muy cerca de las doce y frustrado, por lo tanto, mi plan de venir temprano a Lima, emprendía la vuelta a casa cuando me encontré a Carlitos Boatti, paseando a caballo con su hermana, la menor, la que ha regresado de Europa hace poco... Rosalba... Rosalba... —Rosalía, hombre, —corrigió Kitty impaciente por llegar al grano, sobre todo desde que oyó el nombre de Carlos Boatti, que, por si acaso, le subrayó con un codazo disimulado Eva María. —¿Y qué más? —Bueno, pues que al hallármelos en mis dominios, les invité, naturalmente, a recorrerlos y a acompañarme a almorzar; se excusaron, insistí, y, por fin, convinimos en realizar el domingo almuerzo y paseo con asistencia de mi familia y de esta señorita, cuya amabilidad espero no desaire mi modesto convite. ¡Aquí de los apuros de Nelly! Roja y aturrullada, empezó a ensartar un rosario de excusas incoherentes. —Ay, muchísimas gracias, pero me es imposible, completamente imposible; tengo un compromiso para ese día; si no, con el mayor placer; desgraciadamente no puedo, de veras que no puedo,—repetía sofocadísima, sin atinar con una negativa cortés y categórica, balbuciendo cien veces la misma frase, completamente mareada por las instancias bulliciosas de Micaela y de las chicas, y por los ojos de Javier, que, sin dejar de mirarla, esperaba en silencio que se calmara el barullo femenil y los insistentes: —Eso del compromiso es acabadito de inventar. —Ganas de desairarnos. Tendríamos un resentimiento eterno, —y otros decires semejantes con que asediaban a Nelly las niñas, temerosas de que, sin la asistencia de aquélla, se les aguara la proyectada fiesta, y la madre, deseosa de presentar como institutriz de sus hijas a persona de tan elevada alcurnia y exquisita finura como la señorita Casamayor, y de que ésta viera sus relaciones con gente tan acaudalada como los Boatti. La aristocracia de la cuna y la del dinero reunidas a la mesa de la familia Alamos. ¡Ahí es nada! La cosa les costaría algunos realejos, de los que no andaban muy sobrados; pero cuando se vive en sociedad y no en una cueva, como los topos, hay que esforzarse por rayar a la debida altura, sin contar con que tales sacrificios muchas veces producen ciento por uno. Algo le daba que pensar a ella la estadía tan prolongada de Javier en los Pinares y su regreso con la historia del encuentro casual, ¡casualidades, eh!, con Rosalía Boatti y el proyecto de paseo dominical, sin duda con el objeto de buscar ocasión propicia para larga y sabrosa plática con la rica heredera. En fin, ya todo se pondría en claro; entretanto, ver y callar. Micaela, como la generalidad de los padres que se empeñan en considerar a los hijos sólo como una prolongación de su mismo ser, y se gozan en suponerles ideas, sentimientos y gustos idénticos a los propios hasta que la realidad los desengaña, destinaba a Nelly en la intriga amorosa que sospechaba en su hijo, el papel de lucida comparsa; y de tal modo extremó la exigencia en su invitación, que la muchacha se encontró precisada a aceptar. Javier manifestó su gratitud en breves frases; las niñas, que trataban con gran confianza a su profesora y hasta la tuteaban fundándose en que, como era tan muchacha, no podían hablarla de usted, con mimos y algazara. —Vencida la mayor dificultad del asunto, que era convencer a esta recalcitrante, —dijo Eva María, —sólo nos falta acordar sitio y hora de reunión. Tú, Javier, no estés ahí como un figurón sin despegar los labios y di lo que hayas pensado. —Creo que si a ustedes les parece pueden tomar el eléctrico a las nueve y media de la mañana; yo las esperaré en la estación de Magdalena Vieja con el faetón y caballos, y elegirá cada cual el medio de transporte más de su gusto para recorrer la distancia hasta Los Pinares. —Yo voy en coche con mamá, —dijo Eva María. —¡Ay, qué tonta!, —replicó su hermana. —Nosotras iremos a caballo, ¿verdad, Nelly? —Con mucho gusto, pero no tengo amazona. —Ni nos hace falta; el camino es solo y corto; de cualquier manera vamos bien. —Entonces, de acuerdo,—exclamó Nelly, poniéndose de pie para despedirse. —De acuerdo, —replicaron las Alamos a una voz; —si hay alguna novedad, iremos a avisártela. Los días que faltaban para los de la excursión, se los pasó Nelly reconviniéndose severamente por haber aceptado un convite cuya oculta finalidad no se le escapaba. ¡Vaya si había resultado mañoso el tal Javier! A la mamá podía engañarla con los cuentos del compromiso inesperado para organizar el paseo y la llegada casual a la hora precisa en que terminaba la clase; pero Nelly sabía a qué atenerse y era, por lo tanto, más censurable su debilidad al acceder a las exigencias de la señora Alamos, la que la había metido en un callejón sin salida, o, mejor dicho, sin otra salida que la incorrectísima de una excusa a última hora; sería muy feo, es verdad, una mala crianza impropia de toda persona que tuviera nociones de cultura social, pero, con todo, era lo más prudente, y aunque avergonzándose de su acción, la realizaría, indudablemente; entretanto, y por si no encontraba escapatoria a la situación, se ocupaba en arreglar toilette adecuada a una fiesta campestre: capelina de paja azul con un haz de lirios, vestido de alpaca, también azul, con rayitas blancas, chorrera plegada de alba muselina, guantes y zapatos de gamuza gris, todo sencillito para que nadie se imaginara que se había preparado, si acaso llegaba a ir. La víspera del día causante de tantas preocupaciones recibió Nelly estas líneas de sus discípulas: «Espéranos lista mañana a las nueve; vamos por ti para evitar que nos dejes plantadas a la hora de la hora, y nos reuniremos con mamá en la estación.» ¿Qué podía hacer la pobre muchacha? Dejarse llevar por la corriente, que tenía para ella tan halagüeños murmullos, como en su lugar lo hubieran hecho muchas de mayor experiencia y energía, y formar serios propósitos de poner oídos de mercader a la dulce palabrería tan temida como deseada. Para Micaela no se inició bien el domingo. Desde las siete de la mañana anduvo en cuestiones con sus hijas, calificando a Victoria de aguafiestas y desabrida porque se hacía de rogar para asistir al paseo, augurando que no iba a resultar; y a las otras de pesadas y presuntuosas, que no acababan de mirarse al espejo. Vinieron a aquietársele los nervios, excitados por el ajetreo de los preparativos, cuando el tranvía se puso en movimiento, y pudo entregarse, mientras sus niñas y Nelly conversaban, a tejer con fantásticos hilos de oro y rosa la red en que su irresistible Javier, ayudado por los sabios consejos maternales, aprisionaría el corazón virginal de Rosalía Boatti... y las esterlinas que le dejó el papá. ¡Oh!, cuán merecedor era su adorado vástago de librarse de esa vida de destierro... a quince minutos de la ciudad, y de pesada labor... para sus mayordomos, y gozar al fin de las regalías que proporciona la fortuna, y del amor de una mujer hermosa y rica, es cierto, pero cuyo padre comenzó su fortuna como mercachifle, vendiendo blonditas y cintas por las calles de Lima, y había, por lo tanto, de considerarse enaltecida al llevar el apellido de un hombre tan decente por sus cuatro costados. (Micaela, arrebatada por su exaltada imaginación, olvidaba completamente el costado aquel de la abuela materna del presunto novio.) Seguramente que encontrarían a la gentil pareja muy amartelada, esperándolas en la estación, pues como los Boatti estaban de temporada en su espléndida quinta de Magdalena del Mar, se habrían reunido temprano con Javier. Así fue: en cuanto el eléctrico se detuvo, acudieron Alamos, Rosalía y Carlos Boatti a recibir con cariñosa algazara a las recién llegadas; éstas no se quedaron cortas en responder a tales manifestaciones, sobre todo Micaela, que no se cansaba de ponderar su satisfacción por encontrarse en tan grata compañía. —Pues yo me temí mucho que nos diera usted chasco, Rosalía, —dijo Javier, interrumpiendo los ditirambos de su madre. —¿Por qué?, —preguntó la aludida. —Por algo que leí en El Comercio de anoche. —¿Sí? ¿Anunciaban en Notas sociales que una repentina indisposición me impediría concurrrir a este paseo? —No fue en esta sección donde encontré la noticia, sino en otra titulada, según creo, Ejército y Armada. —¡Ejercito y Armada! ¡Yo nunca la leo! ¿Qué fue, Javier? Cuenta, cuenta, —dijo Eva María con los ojos brillantes de curiosidad. —Pues la salida del Almirante Grau, rumbo a Mollendo. ¿No es alférez de ese barco el más feliz de los mortales, Rosalía? —Alférez, no; teniente desde la última promoción,— contestó con cierto énfasis la muchacha. —Y después de brillantes exámenes, —agregó Alamos con la misma solemnidad. —Precisamente; pero eso, ¿qué tiene que hacer con mi venida aquí?... ¿O cree usted que estamos todavía en los tiempos en que una muchacha, en cuanto se le alejaba el novio, no podía salir a la calle, ni recibir visitas ni acicalarse, y se pasaba el día en bata y chinelas, peinada de una trenza muy apretada... como si cuanto más se estirara el pelo, sintiera más la ausencia? Ya ese sistema está mandado retirar. No sea usted demode. Escuchando esto, se le cayeron a Micaela las alas del corazón. ¡Cómo, aquella coquetuela se permitía ya estar de novia... y no con Javier! Pero, ¿qué tiempo había tenido para comprometerse, Señor, qué tiempo? ¡Apenas hacía tres meses que regresara de Europa, después de una estadía de algunos años! Antes de la marcha, imposible, porque era una mocosa con el trajecito corto. ¡Verdad que las niñas de ahora son tan precoces y tan descaradas! Y si había tal noviazgo con un marino, ¿a santo de qué se metía el tonto de su hijo a gastarse el dinero en convites? ¿Tan sobrado de él estaba? Era tal la indignación de la señora al ver frustradas sus esperanzas de ser pronto suegra, que no oyó el diálogo, que quizás se las hubiera reanimado, que cerca de ella sostenían a media voz su hija Kitty y Carlos Boatti. —Usted,—preguntaba el joven, aludiendo a lo que acababa de decir su hermana, —¿por cuál de los dos sistemas está? ¿Por el antiguo o por el moderno? —¿Le interesa a usted saberlo?,— replicaba la chica, haciendo un mohín coquetón. —Muchísimo, bien lo sabe usted. Vamos a escoger caballos para colocarnos a la vanguardia y por el trayecto hablaremos libremente de esos métodos y de otras cosas relacionadas con ellos. Después de mucho alborotar y discurrir, ocuparon un cochecillo desvencijado la señora Alamos, Victoria y Eva, montaron ágilmente los caballeros, después de ayudar a las damas a hacerlo, y la bulliciosa cabalgata atravesó las calles silentes de Magdalena Vieja, pasó ante la iglesia de humilde aspecto que encierra altares maravillosos por sus dorados, y talladuras, y ante la amplia casona que conociera la pompa virreinal y la cortesanía algo rígida de los militares del séquito de Bolívar, y apagando con su algazara los rumores misteriosos de las arboledas umbrías, llegó a los Pinares. Después que sus invitados repararon el desorden causado en su atavío por la travesía, Javier les invitó a conocer la hacienda; Micaela, cansada y de mal humor, se negó a acompañarlos, y el grupo juvenil se dedicó a recorrer la no muy extensa propiedad hasta la hora del almuerzo, que se sirvió en la huerta y fue animadísimo. Nelly había desechado las preocupaciones que la persiguieron desde que se anunció la fiesta, y contagiada por la cordialidad y alegría que todos mostraban, gozaba de una feliz disposición de espíritu que le hacía juzgar cuanto la rodeaba con una benevolencia que no le era habitual: las viandas criollas eran tan agradables al paladar por su sabroso condimento como a la vista por su primorosa presentación; la mesa estaba colocada a la fresca sombra de árboles añosos, poblados de pájaros inquietos y cantarines; los comensales... ¿podía acaso Nelly quejarse de ellos? Rosalía Boatti, a quien por primera vez veía, la acogió con esa simpatía espontánea y sin reservas propia sólo de los años primaverales; Carlos, que en otras ocasiones la importunara con galanterías, las dedicaba todas a Kitty, que parecía encantada del homenaje; Eva María dejaba oír a cada rato la melodía de sus risas; Victoria había perdido su displicencia acostumbrada y Micaela su melosa locuacidad característica; en cuanto a Javier... ¡Oh!, Javier, colocado entre las dos señoritas invitadas, se comportaba discretísimamente, prodigándolas por igual sus atenciones, pero no sus miradas, que continuamente encontraba Nelly fijas en ella, produciéndole deliciosa turbación. Después de almorzar pasaron a la sala, amplia y destartalada, con muebles viejos de esterilla, y un piano vetusto en uno de los ángulos. La señora Alamos se dejó caer en una mecedera y declaró perentoriamente: —Lo que es ahora no pensarán ustedes salir a asolearse. —¡Si el sol es muy débil, señora!, —objetó tímidamente Rosalía. —¡Qué va a ser débil! Y de todos modos, sería un disparate irse por esos campos acabando de almorzar. Mejor hagan un poco de música; oiremos a Nelly. La muchacha se sentó al piano y empezó de mala gana una melodía de Schumann; antes de concluirla, se levantó exclamando: —¡Qué cosa tan atroz! En mi vida he tocado peor. Se interrumpió, sorprendida y risueña, alen¬contrarse a Micaela profundamente dormida en su mecedora, y a Victoria que, sentada cerca de una mesita, con Kitty y Boatti, cabeceaba sobre unas ilustraciones. De puntillas, para no despertar a los que dormían y a los que soñaban, salió Nelly al corredor, donde la llamaban con señas insistentes las otras dos niñas. —Ahora sí, —dijo Eva en cuanto la tuvo cerca. —Abramos la sombrilla y en route. —Criatura,— replicó Nelly, —¿qué dirá tu mamá? —¡Bah! ¡De aquí a que despierte! Entretanto, la dejamos con tres acompañantes y nos vamos nosotras tres. —Nosotros cuatro—corrigió Javier, acercándose. —Como te habías eclipsado hace rato, prescindíamos de ti. —Tuve que dar algunas órdenes, pero estoy ya a las de ustedes. ¿Qué rumbo tomamos? Después de breve deliberación se convencieron de que ya habían conocido todos los sitios que valían la pena en la hacienda, y quedaron un rato silenciosos y cariacontecidos, hasta que Eva María, como si se le ocurriera una idea, propuso: —Vamos a la huaca (1), que queda cerca de Santibáñez. —¿Te sientes arqueóloga?,—preguntó Nelly riendo. —Aunque se sintiera, —respondió Javier, —ya no encontraría absolutamente nada en esa huaca; pero el paisaje que se domina desde esa pequeña eminencia no es feo, ¡y como queda cerca! —Pues en marcha, —decidió Rosalía. Nelly se cogió de los brazos de las otras dos muchachas, y Javier, mohíno y contrariado por la maniobra, se colocó al lado de su hermana, contestando lacónicamente a las bromas maliciosas que sobre su repentina seriedad le dirigía Rosalía. Al cuarto de hora de marcha llegaron al sitio elegido y subieron al pequeño montículo; pero casi inmediatamente Rosalía, que se había hecho cargo de la situación y sabía lo que es necesidad, lo volvió a bajar corriendo y arrastrando consigo a Eva, mientras gritaba a los otros: —Espérennos un momento, que vamos a traerles cerezas de un arbolito que conozco por aquí. Nelly intentó seguirlas, pero Javier la detuvo con un: «¡No se vaya usted!» tan ardoroso (1) Pequeños montículos o elevaciones de terreno donde están las tumbas de la época incaica. DIBUJO 3 Nelly y Javier quedaron largo rato silenciosos. con un: «¡No se vaya usted!» tan ardoroso y suplicante, que la dejó sin ánimos para desobedecerle. Quedaron largo rato silenciosos; ella, inquieta y turbada por la soledad en que se encontraban y por la proximidad de lo inevitable; él, sin poder disimular su agitación, rompiendo en menudos trozos una rama que arrancara en el camino. Por fin, la muchacha, fingiendo mal tranquilidad, por decir algo preguntó, señalando un grupo lejano de palmeras: —¿Son de esta hacienda o de alguna de las inmediatas? —De ésta,—respondió Javier, asiendo la ocasión por los cabellos, —de Los Pinares, pues, como dijo Chocano al cantar a Lima: Tan sólo aquí se juntan, cual si un milagro fuera, los dos enamorados: el pino y la palmera. ¡Si eso fuera un símbolo bendito para mí, que aquí logro al cabo hablar un momento con usted, que tanto lo ha evitado, que tanto me ha huído, que con tanta dureza me ha impuesto el alejamiento! Y yo me he sometido a esas órdenes crueles con la esperanza de que mi humildad disminuyera la odiosidad que le inspiro. —¡Oh!, no piense usted eso... ¡Odiosidad no!, —exclamó Nelly, impetuosa e irreflexivamente. —Entonces, ¿por qué es usted tan mala conmigo? Ese temor al qué dirán sería verosímil en cualquiera otra; pero en usted, que en sus actos manifiesta la independencia de su carácter y la elevación de su criterio; en usted, que sabe demasiado lo que vale para no comprender con cuánto orgullo proclamaría yo a la faz del mundo los sentimientos que llenan mi alma, sólo puede estimarse como pretexto para esquivar compañías que la desagradan y que quizás alguien tiene el derecho de prohibir. —Nadie tiene ese derecho. —¡Usted sí que los tiene todos sobre mí! No me diga que ni los ha buscado ni los necesita, ya lo sé; pero también usted sabe todo lo que anhelo decirla y se empeña en impedirlo, en evitar todo encuentro conmigo, y hoy mismo, en que realizando prodigios de astucia he logrado verla aquí, ha sabido usted ingeniarse en todo momento para que no nos hallemos solos. Eso no es digno de usted, Nelly, porque no es noble ni leal; sea franca de una vez, que por cruel que su franqueza sea, es preferible a la agonía de la incertidumbre. —Regresemos volando, —gritó detrás de ellos, con bastante inoportunidad, Eva María, que llegaba corriendo agitadísima. —Mamá ha mandado a buscarnos, porque dice que ya es hora de preparar la vuelta a Lima. —Ni tiempo para cumplir lo ofrecido nos ha dejado, —agregó Rosalía.—Tan poquitas cerezas pudimos sacar, que nos las comimos todas; apenas hemos cogido unas flores para desenojar a la señora, y para Nelly esta azucena, que se parece a ella, sobre todo cuando está, como ahora, con la cabeza inclinada, penserosa, como dicen mis semipaisanos. —¡Qué zalamera! Muchísimas gracias,—respondió la aludida, aceptando el regalo. Emprendieron el regreso; por delante las dos muchachas, ligeras y parlanchinas; detrás, Nelly y Javier, lentos y callados, como si el sentimiento que los invadía no les permitiera apresurar el paso ni despegar los labios. Veíase ya blanquear la casa entre los pinares cuando el joven aventuró una tímida demanda. —Es cierto que esa flor se le asemeja, Nelly. ¿Quiere usted dármela? —Tómela, —respondió ella, animándose a fijar en Javier sus ojos, velados por la emoción. Y fue así como dio su vida toda, bajo la sombra protectora de los árboles añosos, en la quietud campesina de la tarde primaveral. VII PLÁTICAS DE FAMILIA No temas, lector benévolo, que te empalague con las mieles del idilio de Javier y Nelly. Sin que te lo narre mi prosa humildísima, te serán harto conocidos, por personal experiencia o por envidiosa observación, los encuentros casuales en las casas amigas, el sí vendrá mil veces repetido que precede a las citas, las epístolas ditirámbicas, consoladoras de los ratos de separación, los resentimientos por futilidades, la ternura de las reconciliaciones, todas las dulcísimas naderías que aroman de poesía la juventud. Javier Alamos, en sus frecuentes soliloquios, se confesaba, con cierto asombro, que jamás, ni en sus aventuras donjuanescas ni en sus amoríos por lo fino, había sentido nada comparable a la pasión que ahora le dominaba, y de cuya inmutabilidad y perduración se hacía a sí mismo las más serias protestas. A Nelly, ¡pobrecilla!, no se le ocurría darse semejantes seguridades. —«En su pensamiento el amor siempre es eterno», —según la intensa frase de Maeterlink, al hablar de los sentimientos femeninos. Había hallado, al fin, la esencia de su vida y soñaba guardarla, como en urna cerrada, en lo íntimo de su corazón, para que no trascendiese a la atmósfera extraña. Pero en este mundo de curiosos impertinentes, los secretos, por divinos que sean, no pueden permanecer en tal estado. Las primeras que así se lo demostraron a Nelly fueron sus discípulas, acosándola con alusiones transparentes y preguntas claras, que ella aparentaba no entender, aunque la delatara el vivo rubor de sus mejillas, hasta que a un airado:—Eres insoportable con tanta reserva; antes mártir que confesar, —tuvo que arriar pabellón, aunque encareciéndoles muchísimo a las confidentes a for¬tiori, por todos los santos de la corte celestial, que guardaran el más absoluto silencio, especialmente con su propia familia. Esta era la nubecilla negra que solía asomar en el radiante cielo de Nelly, la actitud que tomaría Micaela al conocer los amores de su hijo. Era la muchacha digna sin ensimismamiento y orgullosa sin vanidad; a pesar de su ciego enamoramiento, comprendía que valía lo bastante para cautivar a cualquiera que fuese superior a Javier en fortuna y posición social, únicas cosas en que otros mortales podían aventajar a su novio, y ser acogida por la más encopetada y rica familia con cariñosa satisfacción; pero conocía demasiado el snobismo frívolo y la ambición de figurar de las Alamos, —pues aun en las menores, a través de su amable alegría, se notaban ciertos rasgos que acentuaría la edad, — para no darse cuenta de que no era una niña pobre, y que, para mayor agravante, deslustraba, trabajando públicamente, su apellido preclaro, la que ellas conceptuarían digna del heredero de la casa. Sin embargo, no era la perspectiva de estas dificultades, de las que en el fondo se burlaba, lo que más preocupaba a Nelly, sino su condición en el hogar de su amado. Eso de estar a sueldo de la madre de él, repugnaba profundamente a su delicadeza; mas por mucho que en ello daba y cavaba, no encontraba la manera de solucionar, pronta y discretamente, el enfadoso problema. ¿Inventar algún pretexto para poner término a las clases? Además de que la obligaría a una mentira, contraria a su lealtad, no hallaba ninguno aceptable para Micaela, quien cada día se mostraba más satisfecha de los progresos de las chicas bajo la dirección de tan competente institutriz. ¿Decirla francamente: «Señora, si usted se empeña en que siga enseñando a sus hijas ha de ser gratis, ya que lo d'amore es asunto de Javier y mío?...» ¡Imposible! No había otro remedio que continuar así mes y medio más, hasta que arreciara el verano y los fuertes calores la autorizaran para pedir vacaciones. Terminadas éstas, ya era fácil no reanudar las clases. Entretanto, como una transacción con sus escrúpulos, no permitía que Javier la acompañara cuando iba a las lecciones, ni que la enviase recados con sus hermanas, y, orgullosa de tal heroísmo, vivía sólo para el sueño de su amor, dejando el arreglo de prosaicos detalles a la obra lenta y bienhechora del tiempo. En cuanto a Micaela, no se había percatado aún de estas travesuras de Cupido, porque otras del infatigable diosecillo la traían a mal traer, desde el día del paseo a Los Pinares, que, ¡estaba escrito!, había de ser para ella fuente de inquietudes y cavilaciones. Aquella famosa tarde, cuando despertó de la siesta provocada por lo inusitado del ejercicio y lo suculento del almuerzo, lo primero que vieron sus ojos, aun cargados de sueño, fue a su Catalina en íntima y almibarada charla con Boatti. Este descubrimiento, en vez de estimular su vanidad y sus planes ambiciosos, causóle no poca zozobra. Era, ante todo, madre, y el pensar en los sufrimientos que podía originar a su niña el tomar en serio a un Tenorio tan corrido como Carlos, le quitó todo sosiego. —¡Siquiera se tratara de Victoria! —se decía.— Tiene edad, tiene experiencia, y podríamos maniobrar sin gran peligro. ¡Pero esta muchacha tan inocente, tan chiquilla! Se me enamora de veras y la tendré siempre con el alma en un hilo por los devaneos del otro, que no lleva camino de formalizarse ni de soñar en matrimonio mientras no esté para que lo saquen a tomar el sol. ¡Buen peine! Y una niña de tan pocos años no entiende de tira y afloja, ni ésta tiene genio para dejárselo enseñar. Por lo pronto, sólo puedo vigilarla, sin que ella se dé cuenta, e intervenir, si el coqueteo se prolonga, que puede ser que no pase de aquí. Dedicóse, pues, Micaela a observaciones y averiguaciones disimuladas, de las que sacó en limpio lo que ya presumía: Carlos era un picaflor, que tanto se posaba en las plantas abandonadas del arroyo como revoloteaba sobre las cuidadas de los invernaderos, sin detenerse en ninguna; y Kitty, que no lo ignoraba, y aseguraba dársele un ardite de ello, pues sólo era una de tantas amigas de Boatti, tenía alternativas de alegría bulliciosa y mal humor reconcentrado, cuya causa no escapaba a la penetrante mirada materna. Pero sí hubieran escapado por mucho tiempo los amores de Javier y Nelly si la chismografía social no hubiera sido en ésta, como en tantas otras ocasiones, el diablo que tiró de la manta. Ello fue que una tarde de Enero, con el pretexto de hacer compras, lucían sus galas estivales por las calles más concurridas de Lima, Eva María y Victoria. Salían de la joyería de Welsch, donde habían gastado cuarenta centavos en cambiar la luna rota de un relojito, y pasado media hora en hacerse mostrar alhajas, cuando, a la puerta de la misma, bajaban de su automóvil la señora López Henares, esposa de un diplomático ya retirado, y su hija menor, Paquita, grande amiga de Eva en el externado de San Pedro. Las dos condiscípulas se detuvieron, saludándose efusivamente. Victoria no cabía en sí de gusto: ser vista por todo Lima, el todo Lima de ese sitio y de esa hora, a la puerta de tan lujoso establecimiento, en tan distinguida compañía, junto a un auto reluciente, elegantísimo, tapizado de gris pálido, con sus ramilleteros floridos de rosas de Francia y su monísima lamparita de luz eléctrica en el techo... Vamos, que era para dar envidia a más de cuatro. Para colmo de venturas, acercáronse a ellas dos sobrinas de la señora López Henares, dos muchachas de esas emperifolladas y vistosas, con mucho taconeo y mucho crujir de sedas, mucho movimiento y muchas risitas. La conversación se animó más; los numerosos transeúntes proporcionaban abundante y sabroso tema. Al lado de las parlanchinas pasaron, saludándolas, Elvira Garcés y Nelly. —¿Quién es esa preciosa muchacha vestida de blanco, a quien cogiste la mano cuando pasó?, —preguntó a Eva la señora López Henares. —Nelly Casamayor,—respondieron todas, mientras Victoria decía, inflando las narices: —La institutriz de mis hermanas. —Casamayor, —repitió la dama; —¿hija de Agustín o de Juan Manuel? La mayoría manifestó, con un gesto, su ignorancia de tales antiguallas. Eva, mejor enterada, contestó: —De Juan Manuel. Le he oído decir que así se llamaba su papá. —El hombre más distinguido y más simpático que ustedes se pueden imaginar,—dijo la señora.—Fue condiscípulo de mis hermanos y su grande amigo... y mío también. Recuerdo que en Bruselas recibí la noticia de su muerte y la sentí muchísimo. ¡Pobre Juan Manuel! Muy caballero, muy galante, muy guapo, aunque no tanto como su hija. ¡Qué linda muchacha! —¡Psch! Así, vista a la ligera, —argüyó Victoria con displicencia. —Y vista despacio también, —replicó Paquita. —Yo la conozco perfectamente hace tiempo; es una preciosidad. —La verdad, no me parece tanto,—insistió la mayor de las Alamos, acentuando el gesto desdeñoso. —Pues a tu hermano sí se lo parece, —dijo riendo otra de las muchachas. —¡Qué disparate!, —exclamó muy convencida Victoria. —¿Disparate? Fíjate en el pavo de Eva María, que debe de estar mejor enterada que tú. Chica, no seas tonta, no te pongas colorada por cuenta ajena. —Es que no me gusta que estén propalando sin fundamento esas voces, que pueden mortificar a Nelly si llega a saberlas. —¡Mira, no me vengas a mí con ésas, que estoy cansada de encontrármelos en el tennis del Casino, y los sábados en casa de Elvira, y de ver a Javier derritiéndose por ella! Cuidado que mil veces lo he visto hecho un caramelo con Fulana y con Zutana, pero nunca como ahora. Nelly, como tiene ese modito orgulloso, parece a primera vista que sólo se dejará querer; pero ¡ quiá!, también le da muy fuerte. —Victoria, —dijo Paquita, entre las risas de sus primas, —que se te pase el susto, hija; estas cosas la última que las sabe es la familia. —Y en casos como el presente, sólo tiene motivos para felicitarse, pues se trata de una niña que, por el apellido que tiene y por sus atractivos personales, puede contentar al más exigente, —terminó, con mucha finura, la señora López Henares, despidiéndose de las Alamos. Estas fueron peleando hasta su casa. —Que tú y Kitty habéis sido las encubridoras. —Que ¿de dónde sacas eso? —Que ahora verán con mamá. —Que nadie te mete a ti, chismosa.— Que a ser insolente es a lo que te enseña esa maestrilla intrigante. —Que la intrigante serás tú...—y patatín y patatán. En la casa se armó la gorda. Victoria entró como una tromba, y sin tomar aliento, arrancándose, más que quitándose el sombrero y los guantes, refirió a su madre, con voces descompasadas y aspavientos de indignación, lo que acababa de saber. Micaela puso el grito en el cielo, sin metáfora. —¡Ah hipócrita, farsante, coqueta solapada! ¡Vea usted las tramas maquiavélicas que escondía bajo esos aires de princesa! ¡Estas señoritas sabias, bonitas cosas saben! Y también el otro, el babieca de mi hijo... Caer en la red como un estúpido, él, que puede pretender a la mejorcita de Lima. ¡Si es para deshacerlo! Pero ya vería, ya vería la parejita adonde le daba el agua con ella, —y por este estilo siguió enjaretando lindezas la irritada señora, secundada por su primogénita, hasta que, cansada de vociferar contra los ausentes, increpó a sus hijas menores, que habían aguantado en silencio el chubasco, pensando sólo en librarse de él. —Y ustedes, mentecatas, encantadas, sirviendo de lleva y trae... Se necesita no tener un adarme de sesos ni pizca de vergüenza para prestarse a esos oficios. ¡Y con quién, Señor, con quién! No saben ustedes respetarse, ni respetar su casa, ni a su madre, cuando, a espaldas mías, se han prestado a una intriga indecente... Las muchachas no soportaron más; interrumpieron a su madre, probándole que tenían tan buenos pulmones como ella y como Victoria: —Oye, mamá: si ésos se entienden, allá ellos; a nosotras no nos metas, ¡pues está bueno que vengan a regañarla a una por los amores del prójimo! ¡Tiene gracia! Y ni siquiera sabes si los tales amores son ciertos o si son bolas que le hacen tragar a ésta por el gusto de verla rabiar, porque saben que a las solteronas las enfurecen esas cosas. —¡Mamá!, —chilló Victoria en el paroxismo de la ira, —si consientes que estas deslenguadas vuelvan a insultarme, las hago callar a soplamocos. —¡Solterona, solterona!,—canturrearon las otras, chasqueando los dedos con ademán burlón de granujas. ¡Dios sabe dónde hubieran llegado las cosas sin la oportuna entrada de Javier, a quien, en el ardor de la reyerta, no habían sentido llegar! —¿Qué escándalo es éste?, —prepuntó ceñudo. —Desde la calle he oído la gritería. ¿Quieren ustedes que la vecindad se imagine que aquí vive gentuza del codo a la mano? —Habla, habla tú, —respondió la madre, encendiéndose más en ira. —Sólo eso faltaba; que encima vinieras a reconvenirnos cuando eres el culpable de todo. —¿Yo?, —interrogó el joven estupefacto. —Tú, tú, por la insolencia de escoger para tus devaneos tu propia casa y a tus inocentes hermanas para... ¡Jesús, lo que iba a decir!... para intermediarias. —Ya te he dicho que no es así, —gimió Kitty, cuyos bríos decaían. —Cállate, mal criada, que nadie habla contigo... ¡Vaya que tienes descaro!, y más que tú esa mosquita muerta, que pensaba meternos el dedo en la boca con sus ínfulas de dignidad y aristocracia; pero ella tiene que venir aquí, porque para eso le pago, y entonces va a oír de mi boca. —Y de la mía, —agregó con intención Victoria. —Ustedes liarán lo que quieran,—replicó Javier, esforzandose por no estallar; —solamente tengan en cuenta que si esa niña recibe algún desaire de ustedes, no vuelvo a poner los pies en esta casa. Y sin escuchar más, salió de la habitación, bajó de cuatro trancos la escalera e hizo retemblar la casa al cerrar, con violento golpe, la puerta de la calle. Para evitar encuentros con los vecinos, que a esa hora regresaban a comer a sus casas, Alamos, en vez de continuar por la acera, se dirigió al centro del paseo, y precipitadamente, aguijoneado por la indignación, lo recorrió hasta su término, dejándose caer en una banquita. Poco a poco la indignación que lo arrojara de su hogar, donde tan inusitada acogida recibiera, iba calmándose para dejar paso a un profundo abatimiento. Niño mimado, sin experiencia de las contrariedades de la vida, la primera que surgía en su fácil camino, y que preveía grave y duradera, lo sublevaba como una injusticia y le desalentaba la magnitud de los obstáculos que habría de vencer. ¡Los vencería!... ¡Claro! ¡Qué no haría él por su Nelly, tan dulce, tan bella, tan enamorada! Como un bálsamo suave venía a refrescarle el alma dolorida el recuerdo de la encantada sonrisa que iluminó el rostro de la niña aquella misma tarde, al encontrarlo inopinadamente. Pasearon juntos, charlaron deliciosas tonterías, y al separarse, en la puerta de Elvira Garcés, prometióle él solemnemente volver a las nueve en punto, antes de que llegaran los habituales tertulianos de los sábados. Ella lo esperaría, contando los minutos, sin sospechar los ingratos acontecimientos que habían ocurrido mientras estuvieron separados. ¿Cómo decírselo? Y ¿cómo ocultárselo, exponiéndola por ello a cualquier desagradable incidente? Entretanto, el tiempo avanzaba, y él, en el silencio del paseo solitario, se dejaba invadir por la quietud de la noche sin adoptar ninguna resolución. Al fin, el rodar de un coche lo sacó de su apatía, hizo seña al auriga de que se detuviera, y, después de darle la dirección del Club Nacional, subió al vehículo, diciéndose con esa falsa confianza de los débiles, que siempre esperan la contingencia feliz del último momento: —¡Bah! Sobre el terreno decidiré lo que debo hacer. Comió en el Club, sin más compañía que la de un periódico, en cuya lectura aparentó interesarse mucho para evitar importunos, dedicó unos minutos a perfiles de tocador, y en seguida se dirigió a casa de Elvira. Hallábase ésta sola en la sala, arreglando unas flores, y lo acogió bromeando. —Javier, es usted el fénix de los amigos. ¡Qué asombrosa puntualidad! Yo, agradecidísima; en prueba de ello, voy a llamar a Nelly, que subió con mi hermana a acostar a los niños. —No, déjela todavía; precisamente me alegro de encontrarla a usted para contarle una desagradable novedad, y que me dé usted sus buenos consejos amistosos. Elvira decidió que ella era, indudablemente, una gran persona. ¡Verse solicitada a los veinte años, apenas cumplidos, no ya como confidente, sino como guía y consultora en achaques amorosos por personas de mayor edad y experiencia! Indudablemente, pocas de sus contemporáneas podrían contar otro tanto. Poniéndose a la altura de las circunstancias, dio a su carita morena, toda hoyuelos y sonrisas, una expresión inverosímil de atención seria y concentrada, y a su voz cristalina graves inflexiones para decir: —Vamos a ver, Javier, sentémonos y hable usted pronto. ¿Qué ocurre? El joven hizo un relato, no del todo exacto, suavizando rudezas y suprimiendo detalles que le avergonzaban. Elvira le interrumpía de cuando en cuando con frases de asombro y de pena. Al final exclamó: —¡Qué dirá Nelly cuando lo sepa! —Mejor es que lo ignore; es muy delicada, muy susceptible; daría, sin duda, al asunto mayor importancia de la que en realidad tiene y se mortificaría demasiado. —No, no, —opinó con mucho juicio la muchacha ;—eso se podría hacer provisionalmente en cualquiera otra circunstancia; pero desde que Nelly va con frecuencia a casa de usted, es imposible, por mucha discreción y tacto que muestre su familia, es imposible que ella, tan perspicaz, no note algo de anormal, de hostil en el ambiente y de falso y tirante en su situación. —También eso es cierto, —murmuró Alamos perplejo. En esto entró Nelly, linda y esbelta con su vaporoso vestido blanco. Sus ojos aterciopelados, su boca risueña, el timbre cálido de su voz, el púdico abandono de sus actitudes, todo en su ser irradiaba tan amorosa alegría, que Javier juzgó un sacrilegio perturbarla con la narración de vulgares rencillas, y, dándolas al olvido, se dedicó por completo a saborear la fugaz dulzura del momento presente. A poco empezaron a llegar los habituales asistentes de los sábados, entre ellos doña Grimanesa Casamayor de García de Paredes con su hija Hortensia y su presunto yerno, muy orondos los tres, luciendo ellas sus galas trasnochadas y él la cursilería innata e irremediable de su figura y su lenguaje. Si alguien hubiera querido aquilatar la intensidad del cariño de Nelly por su novio, habríale bastado observar la complacencia resignada con que se exhibía en sociedad en tal compañía. ¡Adiós puntillo orgulloso, temor al ridículo, exigencias severas del buen tono! Todo lo sacrificaba, sin percatarse siquiera del sacrificio, contenta y agradecida por la protección que a sus amores dispensaban las parientas. No le escasearon éstas al principio indirectas y consejos impertinentes; pero conocieron a Javier, y éste derrochó con ellas tanta finura y galantería, que se las metió en el bolsillo. Nelly solía decirle, cuando exageraba la nota amable: —¡Hijo, no adules así! —Todavía me quedo corto. Por ti soy capaz de llamar esbelta a Grimita, distinguido miembro de la élite social al futuro de Hortensia, y a tu tía... —¿Ruina augusta? —No; belleza crepuscular. Era aquella noche poco numerosa y del círculo íntimo la concurrencia en casa de Garcés, lo que permitió a la enamorada pareja permanecer, durante toda la velada, en su rincón favorito. En dos o tres ocasiones parecióle a Nelly ver ensombrecido el rostro de Javier. —¿Qué tienes?, —preguntaba solícita. Respondía él con alguna frase apasionada, y ella, tranquilizada y risueña, reanudaba el dulce coloquio. A las doce se acercó a ellos Hortensia, diciéndoles: —Es tarde ya. Mamá quiere retirarse. —Hortensia, ¿tiene usted valor para transmitir un mensaje tan cruel, que no pierde su dureza ni al pasar por la boca de una muchacha bonita?,— preguntó Javier, mientras decía para sus adentros:« ¡Cómo se va ajamonando ésta! » —El enviado no es culpado, —contestó Hortensia haciendo dengues. —Por mi gusto aquí nos quedaríamos hasta muy tarde, pero mamá se empeña en irse. —Y tiene razón, —intervino Nelly, poniéndose de pie. —No le conviene recogerse a hora avanzada; voy por mi chal y en seguida nos marchamos. Elvira, al ver a su amiga salir de la sala, fue tras ella, y cogiéndola por un brazo cuando entraba en el tocador, averiguó con vivo interés: —¿Qué me dices de lo que te ha contado Javier? A pesar del tono ingenuamente cariñoso de la pregunta, Nelly sintió que de algo grave se trataba, y con voz ahogada por los violentos latidos del corazón, interrogó anhelante: —¿Qué ocurre? ¡Habla, por Dios! Nada sé. Ahora recuerdo que cuando yo entré, ustedes hablaban con aire de misterio, y callaron al verme. Javier me ha parecido preocupado a ratos; se lo he dicho, y lo ha echado a broma. ¿Qué es lo que me ocultan? Dímelo de una vez, que todo es preferible a esta angustia. —¡Jesús, criatura, no te pongas así!; no es para tanto. Todo ello se reduce a que alguien fue a casa de Javier con el cuento de lo de ustedes, y que la mamá y la hermana mayor... —¿Se pusieron como unas furias contra mí? —No me ha dicho eso, sino que las ha encontrado muy excitadas, y a las chicas llorosas; él se manifestó muy enérgico, muy decidido a imponer su voluntad a la familia... Eso es todo. Yo le aconseje que te lo contara inmediatamente; él se resistía, alegando que eres demasiado sensible e ibas a exagerar la importancia del asunto; insistí, dándole diversas razones, y creí haberle convencido; pero ahora veo que tenía razón al guardarte secreto... exageras demasiado. —¿Te parece?, —preguntó Nelly con cierta ironía, dirigiéndose a la sala, donde su tía la llamaba nuevamente. Despidiéronse y salieron a la calle; por delante iban Alamos y su amada; detrás, doña Grimanesa y su hija, colgadas de los brazos del feliz hortera. Cuando se distanciaron un poco de ellos, preguntó Nelly con voz trémula: —¿Por qué me has ocultado lo que ocurrió hoy en tu casa? Como primera respuesta, el joven, aprovechando que doblaban una esquina, besó tiernamente la rubia cabecita que se inclinaba pensativa; luego murmuró mimoso: —No hagas caso de esa tontería, nenita; es sólo resistencia aparatosa que desaparecerá porque yo lo quiero, y si no fuera así, ¿qué importa? ¿Podrá alguien nada contra nosotros? ¿Hay algo en el mundo más grande que nuestro amor? Llegaban ya a la casa, y se detuvieron en la puerta, esperando a sus acompañantes, cuyos pasos turbaban el silencio del barrio dormido. La noche era tibia y serena; sobre el terciopelo azul del cielo parpadeaban innúmeras estrellas. Todo hablaba de paz y de reposo. Nelly, agitada por sombríos presentimientos, pensó que aquella calma era fingida y que rugía a lo lejos sordamente la tempestad. VIII TRABAJO DE ZAPA La brusca partida de Javier trocó como por ensalmo la cólera aparatosa y bullanguera de su madre en mutismo y zozobra. Durante la comida casi no despegó los labios, a pesar de los sarcasmos acerados de Victoria sobre su taciturnidad e inapetencia. Eva y Catalina comían de prisa y en silencio, deseosas de levantarse de la mesa para comentar lo ocurrido. En esto, y con gran disgusto de Micaela, deseosa de soledad y reposo, llegaron visitas: una señora de la casa vecina, con sus hijas, y algo más tarde Carlos Boatti, quien monopolizó el interés y las atenciones de la juventud femenina, inclusive Victoria. Naturalmente, el joven supo estar a la altura de las circunstancias, aunque demostrando su predilección por Kitty, que parloteaba y reía gozosa, completamente olvidada de sus lágrimas de pocas horas antes. Las otras dos hermanas también parecían haber perdido por completo el recuerdo del pasado disgusto; tal era la feliz despreocupación con que bromeaban. La madre las consideraba asombrada... ¿Era posible que un rato de frívolo coqueteo y charla insubstancial borrara en sus hijas las huellas de las intensas, recientes emociones? ¿No repercutía en sus cerebros, amenazadora y despiadada, la frase cruel proferida por Javier al salir? ¡Ay, no! Lo único que en tales momentos hallaba eco en aquellas cabecitas bien peinadas eran la galantería alada, la frase chispeante, el chismecillo social, incisivo y malévolo. Felizmente los visitantes se retiraron temprano, y a las once y media ya la casa estaba en completo silencio. Micaela hubiera querido quedarse en el balcón de su cuarto, esperando el regreso de su hijo; pero tenía por compañera de dormitorio a Kitty, y para no inquietarla hubo de acostarse y permanecer casi sin moverse, para no impedir a la niña conciliar el sueño. Cuando la sintió dormida, se sentó en la cama, con los nervios en tensión y el oído presto a percibir, entre los mil ruidos nocturnos, el tan conocido de los pasos de Javier. De cuando en cuando, los de algún vecino retrasado sonaban en la bocacalle y continuaban paseo arriba, o, más raramente aún, doblaban la esquina; pero se apagaban antes de llegar a la puerta de los Alamos, o seguían más allá, sin detenerse en ella. El reloj del comedor dio una campanada; ¿las doce y media, la una, la una y media? No podía precisarlo Micaela, perdida la noción del tiempo en la angustia de la espera. Acostumbrada estaba a que su hijo se recogiera tarde; muchas veces, a altas, horas de la noche, le interrumpía el sueño el sonido de la llave en la puerta de la calle, y volvía a dormirse, murmurando bonachonamente: —¡Cómo trasnocha ese badulaque! —No era, pues, la tardanza lo que la torturaba, sino el temor de que el joven, instigado por la cólera y el resentimiento, que lo hicieron salir violentamente de su casa, tomara alguna resolución descabellada. ¿Quién aseguraba a la atormentada madre que su Javier no hubiera corrido a contarle a Nelly lo que pasaba, y que, aconsejado por ésta, no hubiera decidido marcharse inmediatamente a la hacienda, hacer creer a la familia que no se movería de allí en una temporadita, y mientras la adormecía con esta confianza, venirse ocultamente a la ciudad, a despachar los trámites para realizar de prisa y corriendo un casamiento que sería la ruina del pobre muchacho, sí, la ruina indudable? No porque la novia fuera mala, eso no; bien podía tener mayor belleza que Venus, y más virtudes que las que se veneran en los altares, y superar en talento y ciencia a... bueno, al sabio más famoso; pero nada de eso impedía que, si el consorcio se efectuaba, pudiera aplicarse aquello de: «Matrimonio santo; él sin capa y ella sin manto... » y ya sabemos lo que aprovechan las santidades en el mundo. No; Micaela sabría impedir tamaña locura, haciéndole con ello un favor efectivo a la misma Nelly, que, bien miradas las cosas por el lado práctico y dejando a un lado candideces de enamoramientos, más perdía que ganaba al casarse. ¡Había de abandonar sus lecciones, claro! ¿Qué marido consiente que su mujer trabaje? Y ¿qué le quedaba? Una casucha de mala muerte, quizá cargada de hipotecas irredimibles, como lo estaban Los Pinares; un marido renegando de serlo, al verla descuidada y mal vestida, y un regimiento de muchachos, a quienes llevar en brazos y limpiar los mocos todo el santo día. Crispábansele los nervios a Micaela al imaginar actor en esa tragicomedia de pobreza y vulgaridad a Javier, tan gallardo, tan galán, nacido para todos los refinamientos del bienestar y el lujo. Pero ella sabría evitarlo, sabría apartarle suavemente del sendero peligroso, sabría llevarle a puerto seguro delicadamente, sin que él se diese cuenta, poniendo en juego todas las artes sutiles y discretas tantas veces empleadas con éxito, y olvidadas, desgraciadamente, en un momento de exaltación, expiado cruelmente con ese atroz suplicio de la espera inactiva, que pesa sobre las mujeres como una maldición. La laxitud del largo aguardar la invadía, y dudando ya de distinguir, entre los mil rumores que llenaban su cerebro fatigado, el de la llegada de su hijo, quedóse un rato transpuesta, sin descansar del todo, vigilante siempre el espíritu entre las vaguedades de la somnolencia. El chirrido de una puerta que se abría sacóla de su ligero sopor; se incorporó en la cama, abriendo los ojos y redoblando la atención auditiva; por las rendijas del balcón se colaba un rayito de la pálida luz auroral; en la escalera sentíanse unos pasos cautelosos. —Él es. ¡Gracias a Dios! —pensó la madre, tranquilizada, y se durmió al fin. Realmente era Javier. Al separarse de Nelly tomó, con la mejor intención del mundo, el camino de su casa; mas la picara casualidad le hizo encontrarse con un automóvil, donde un amigo suyo acompañaba a dos conocidas de ambos; invitáronle los tres a subir, para ir juntos a cenar; negóse él flojamente, insistieron los otros hasta vencer su débil resistencia, y accedió el joven a pasar en alegre compañía unas horas que fueron para su madre de cavilación e insomnio, y para su novia de agitados sueños en los que se veía separada de él a viva fuerza. A la mañana siguiente, después de las diez, entraron las hermanitas a despertarle, llevándole el desayuno, y platicó con ellas largamente sobre los sucesos de la víspera. Satisfecha su curiosidad y agotados los comentarios, las despidió para bañarse y vestirse. Estaba ya anudándose la corbata ante el espejo cuando entró su madre con una carta, en la que reconoció él inmediatamente la letra firme y alargada de Nelly. —Lee esa esquelita, —dijo con mucha dignidad la señora. —Si acaso la ha motivado alguna indiscreción, habrá sido tuya, porque yo no he tenido intención ni tiempo para cometerla. Ya solo, el joven leyó una y otra vez el satinado plieguecillo; decía en él la muchacha con respetuosa urbanidad, no del todo exenta de altanería, que sentía muchísimo verse imposibilitada de continuar sus lecciones en casa de la señora Alamos, a quien quedaba profundamente agradecida por la benevolencia que le había demostrado. Desagradó a Alamos la lacónica misiva.—Nelly ha procedido con precipitación, —pensaba.—Tratándose de mi madre, debió ser más considerada y menos orgullosa; sobre todo, no debió hacer nada sin consultar conmigo. Es verdad que sabía que hoy no nos veríamos; ella me cree en la hacienda desde muy temprano, pero mañana nos encontraremos en el tennis, y aunque se enfade, le reprocharé francamente su conducta. ¡Vaya si lo haré! No lo hizo. Mirándolo con calma, encontró cómodo el alejamiento definitivo de Nelly, que evitaba todo peligro de choque con su familia; y aunque herido en su vanidad masculina por una resolución tomada sin su anuencia, prefiririó no hacer hincapié en el asunto, por no entrar en querellas, desagradables a la bondadosa indolencia de su carácter, capaz sólo en contadas ocasiones de arranques violentos y aparatosos, como las rabietas de los niños mal criados. Entretanto, Micaela maduraba sus planes y preparaba sus armas para una gran empresa en proyecto. Como primera medida, conferenció en reserva con Victoria. —Oye, —le dijo. —Tenemos que contestar por el vapor del lunes la carta de tu tía María. (Esta tía María era la hermana menor del difunto coronel Alamos, aquella que asistió al matrimonio en representación de sus padres, y que, casada pocos años después con un rico comerciante, no había vuelto a salir de Chiclayo, donde residía con su marido y sus dos hijas; la mayor, ya casada y madre, y la segunda, aún en estado de merecer). —¡Hum!,—respondió Victoria, acentuando la habitual acritud de su gesto.—Ya me carga la tal tía María con su afán de endosarnos aquí a Maruja, pretextando la operacioncita en la garganta. ¡Operarse! ¡Pasearse es lo que quiere! Dile que llame a otra puerta. —No podemos decirle eso, hija, —contestó con mucha paciencia Micaela.—No nos conviene indisponernos con los parientes, y menos con los que, como María y su esposo, prestaron más de un servicio desinteresado a tu padre. Ahora nos dejan comprender su deseo de que alojemos por algún tiempo a su hija, y debemos complacerlos. —Pero, ¿no conoces, mamá, los gastos y las molestias que causa siempre un hospedaje? Ni la casa ni la renta son lo bastante amplias para permitirlo. —Haremos un sacrificio, —decidió la madre.—Nos conviene, te digo que por todos conceptos nos conviene. Antes de ahora, los padres de Maruja nunca han sido sordos a nuestras llamadas; hay que evitar que lo sean en el porvenir. Además, tú conoces a Javier; en cuanto ve un palo con faldas se entusiasma; la presencia continua de una muchacha, que no debe ser fea, puede distraerlo de su afición caprichosa por esa Nelly de mis pecados. —¡Bueno! Ya te imaginas a tu niño bonito manejando los millones del tío, porque tú creerás que tiene millones. —Bien sé que serán ciento cincuenta o doscien¬tos mil soles a lo sumo; tampoco es una bicoca, habiendo solamente dos herederas; pero, en fin, yo no hablo nada de matrimonio, sino de un pasatiempo que nos libre de un peligro serio. En la mesa, reunida con todos sus hijos, volvió a tratar Micaela del mismo tema. —Mañana le escribo a mi cuñada que puede mandarnos a Maruja cuando quiera. —Sí, sí; que venga la chica, —opinó Javier. —¡Claro!, —saltó Victoria. —A ti en nada te estorba. ¡Como no has de compartir tu cuarto con ella! —¡Ya lo creo! ¿Qué diría la gente? Sin ese reparo, yo, abnegadamente, me sacrificaría. —No es sólo el alojamiento, —hijo, dijo Eva María.—Yo paso por eso, aunque ya me notificó mamá que debo ceder mi cómoda y mi mesa de noche; lo que me crispa los nervios es imaginarme las sonrisitas de los conocidos cuando nos encuentren con nuestra provinciana por esas calles. —Lo mismo me sucede a mí, —apoyó Kitty.— Te digo que ya la veo por Mercaderes, deteniéndose ante los escaparates, señalándolos con el dedo, hablando a toda voz y muy oronda con un sombrerete lleno de colorines, con sortijas encima de los guantes, y un traje de esas sedas tiesas y crujientes, restos del trousseau de su mamá. —Están ustedes hablando por ganas de hablar, —dijo la madre, un poco impacientada por las risas que acogieron la descripción de Kitty. —¿O es que no se acuerdan ya de Maruja? Sólo hace cinco años que salió del colegio de Belén, donde estuvo desde muy niña, y ninguno de ustedes estaba por cierto en edad de olvidar cómo era entonces. Tampoco era ella una criaturita en estado de sufrir un cambio radical en este espacio de tiempo. Bien tendría ya diez y siete años. —Lo menos diez y ocho... —intervino la primogénita con su benevolencia característica. —¿Diez y ocho? Más en mi abono. Gastaba mucho en vestirse y no le faltaba gusto. No era de una belleza deslumbradora... —Bastante simpática, sí, —interrumpió Javier.—¡Lástima que amenazaba engordar mucho! —¡Cómo se habrá puesto allá!, —dijo Eva, provocando nuevas risas de sus hermanos. —Gorda o flaca, —dijo Micaela, sonriendo también,—nuestro deber, al tenerla en casa, es agasajarla todo lo posible, pasearla, entretenerla... —Para que no sufra demasiado por la separación del novio. —No seas cándida, Eva, —dijo la otra chica.— No querría venir si tuviera novio allá. —Puede ser que lo tenga hace tiempo y ya le esté cansando, —replicó la muchacha con igual criterio. En activa correspondencia y preparativos de recepción iban pasando las Alamos el verano, que fue para Nelly delicioso, con las consabidas entrevistas semanales en casa de Garcés y las excursiones matinales a los balnearios, acompañada por Elvira unas veces, y otras por alguna de sus primas, y además, naturalmente, por Javier. De la familia de éste se iba despreocupando; no había vuelto a ver a Micaela, pero sí, algunas veces, a las niñas; Victoria torcía el gesto en cuanto la veía; las otras la saludaban sonrientes, agitando las manos con movimiento cariñoso. Nelly sentía mucho no haber encontrado ocasión de hablar con ellas; pero lo hacía frecuentemente con su hermano, y por cierto que no se quejaba del cambio. Con la entrada de Abril coincidieron las dificultades para las entrevistas: la familia Garcés se marchó por un par de meses a Huacachina, cuyas aguas habían prescrito los médicos al jefe de la casa. ¡Cuánto lo lamentaron los enamorados! ¡Adiós, dulces charlas en el rincón propicio de la sala amiga! ¡Adiós, alegres partidas de tennis, inolvidables five ó dock en el casino de Chorrillos! La única amiga íntima que podía llevar a Nelly a ese lugar era Elvira, por ser su hermano socio de él, y aunque Javier también lo era, no vivimos en los Estados Unidos para que una señorita se presente tan campante sin otra compañía que la de un caballero, llámese amigo o novio. Quedábales sólo aprovechar las postrimerías de la estación de baños, y hacíanlo muy contentos los días de trabajo llevando como chaperon a Grimanesa, la más bondadosa y servicial de las primas; pero en los días festivos empeñábanse en exhibirse con ellos Hortensia y el novio, ostentando todo el amaneramiento cursi que su gusto horteril le sugería. Por si era poco, un domingo, al tomar el tranvía para la Punta, las dos amarteladas parejas encontráronse con que en él los esperaban dos futuros cuñados de Hortensia, una polla de diez y ocho años y un pollo de veinte, luciendo tales atavíos domingueros, que era imposible mirarlos sin reirse... o sin llorar, que fue lo que por poco no hizo Nelly al encontrarse condenada a semejante compañía. Javier, que había permanecido silencioso durante todo el trayecto, sin tomarse el trabajo de disimular su mal humor, dijo a Nelly en voz baja, al llegar a la Punta: —Si quieres nos quedaremos en el muelle, mientras ésos se bañan, para poder hablar libremente. Llegados al establecimiento de baños, despacharon a los otros en busca de indumentaria náutica, y esquivando la charla de algunos conocidos, que los detenían, recorrieron toda la extensión del muelle en busca de un banco libre. Halláronle, y ya sentados en él, se miraron con tan cómica desolación, que acabaron por soltar la risa. —¡Nos ha partido el señor Garcés con el antojo del viajecito!, —dijo Alamos. —¿A quién se lo cuentas, hijo mío? Hemos quedado reducidos a tus visitas a casa, nunca muy repetidas... —¡Y de las que siempre salgo furioso! Tu tía y tus primas se imaginan que voy por ver sus lindas caras, se deshacen en melosidades para atenderme y no me dejan un segundo a solas contigo... ¿Para qué voy a ir con más frecuencia? Preferible es que nos veamos en la calle; eso sí, sin estos compañeros. A la consabida parejita de novios cursis ya me había resignado; pero por los attachés de hoy, flor y nata de la más genuina huacha feria (1), no paso de ningún modo. Créeme que cuando los encontré esperándonos en el carro, no me faltó nada para tirarlos por la ventanilla. ¡Lucidos estamos! —¡Vaya si lo estamos! Nos vemos pocas veces, y cuando al fin lo logramos, sólo sabes quejarte de las continuas dificultades, en un tono como si me creyeras a mí culpable de ellas y no su primera víctima. —Perdona, chiquilla, si no puedo disimular mejor mi disgusto; si no estuviera tan enamorado, sobrellevaría más filosóficamente la situación; pero ¡me hacen tanta falta los buenos ratos pasados, nuestras tardecitas del Casino! —¡Quién nos diera volver a ellas, Javier! (1) Clase social pobre y presuntuosa, caracterizada por su mal gusto ingénito. —Pues mira, no es tan difícil: podrías acompañarte con Kitty. —¿Crees que se prestase a ello? —Así, de bóbilis bóbilis, probablemente no; pero como ella sabe que Boatti es habitué al Casino, no sería difícil arreglar la combinación. Nelly quedó un rato silenciosa, sin saber qué forma dar a su respuesta que no fuera un reproche demasiado severo para Javier. —No me parece bien, —dijo al fin resueltamente. —Si se tratara de alguno que mereciera fe, nada de censurable tendría que lo protegieses con tu hermana; pero Boatti es un picaflor de la peor especie, de la de los jactanciosos. Me han contado de él cosas... Quizás tú las ignores; ve, bastaría que la mitad de ellas fueran ciertas para procurar alejarlo de Kitty. —Las malas lenguas exageran mucho, —replicó secamente el joven. —Demos de lado a este asunto. Guardaron silencio, sintiendo crecer el malestar que pesaba sobre ellos. Al cabo de un rato habló Alamos, aparentando despreocupación: —Dentro de pocos días llega nuestra huésped, la prima de quien te hablé. Iremos al Callao mis hermanas y yo para recibirla. —¿Es bonita? —¡Psch! Cuando dejé de verla era una pollita con el atractivo de los pocos años. Ahora no sé cómo estará. —¿Por cuánto tiempo viene a tu casa? —No sé; no lo ha indicado ni a nosotros nos toca preguntárselo. —¡Ya lo creo!, —respondió Nelly, volviendo a quedar silenciosa. Alamos, atribuyendo, con explicable vanidad, ese mutismo a un incipiente sentimiento de celos, dijo afectuosamente: —¿Espero que no te inquiete la estadía de una muchacha en mi casa? Nelly le miró con cierto asombro. Su viva fe amorosa no concebía dudas ni vacilaciones, e incapaz por su rectitud e inexperiencia de fingirlas por cálculo o de aparentar suspicacias celosas, tan halagüeñas para la facultad masculina, contestó ingenuamente: —No se me había ocurrido; como yo sólo tengo ojos para verte, creo que a ti te pasa otro tanto. —Y crees bien, —replicó el joven, sonriendo con cierta condescendencia de la inocencia de su novia. La pobrecilla se imaginaba que la medida sentimental es la misma para los dos sexos; él la creía más avisada. Cierto es que no se le pasaba por las mientes galantear a Maruja ni a nadie, estaba demasiado enamorado para hacerlo; pero tal alarde de confianza absoluta demostraba excesivo candor... o demasiado absolutismo dominador. Por cualquier lado que se la mirara, ¡buena había estado la mañanita! Y todavía quedaba el delicioso epílogo, el regreso a Lima, lado por lado de aquellos tipos infectos. ¡Qué se le iba a hacer! Un buen ánimo y en marcha... ¡A salir pronto de eso! —¿Vamos, Nelly? IX A DOS ASES La familia Alamos estaba entusiasmadísima con Maruja. Desde que la divisaron en la cubierta del vapor, tan correcta en la sobria elegancia de su vestido de viaje, las niñas sintieron desaparecer los temores que les inspiraba la idea de una prima encogida y mal trajeada. Conforme fueron conociendo que era tan alegre, tan parlanchina, tan aficionada al paseo y al galanteo como ellas mismas, no cesaban de repetir: «¡Es un encanto! ¡Es una simpatía!», y las demás frases de exaltado encomio que su novelería dedicara a Nelly cuando la conocieron. La conquista de Victoria también fue pronta y completa. La vanidad pueril, nota predominante de su carácter borroso y frívolo, encontrábase vivamente satisfecha con las atenciones que se apresuraron a dispensar a Maruja las familias oriundas del Norte que por sus antecedentes y fortuna ocupaban alto rango en Lima. Visitas, fiestas íntimas, manifestaciones de afecto antiguo; diríase que tales finezas eran exclusivamente para Victoria, según lo que se esponjaba con ellas. En cuanto a Micaela, resuelta de antemano a querer locamente a su sobrina, de más está decir que no se cansaba de verter pródigamente sobre ella todo el tesoro de sus mimos almibarados y de ponderar las gracias de la niña a todo el que cogía a tiro. Su oyente más buscado era Javier. —¡Qué criatura!, —le decía con voz emocionada. —¡Sí es la alegría de la casa! Todo el día cantando, riendo, saltando de aquí para allá; tiene la inocencia y la placidez constante de una chiquilla de cuatro años. ¡Y tan delicada en todo, tan conforme, tan cuidadosa de no molestar! Hoy me la encontré leyendo con mucha atención un programa del teatro. «¿Piensas ir esta noche?, —le pregunté. —No, —me contestó, poniéndola carita triste; —ir a esos sitios no es fácil, porque se necesita compañía masculina. —Pero, tonta, ¿y Javier? —No, no, tiíta, —me dijo muy apurada. —¿Cómo voy a importunarlo a cada rato? ¡Sería demasiado majadería!» —¡Qué disparate! Tendría mucho gusto en llevarla con una de mis hermanas. —Eso mismo le dije yo; pero ella, que no, que no, y que no le gusta fastidiar. ¿Sabes? He notado que te tiene así como cierta vergüenza, cierto respeto. —¿Y por dónde anda ahora?,—preguntó el joven, aparentando no dar importancia a la observación de su madre. —Salió con Victoria a hacer unas visitas; ha estrenado una toilette de exquisito gusto, como todas las suyas. ¡Te digo que iba lindísima! Javier no protestó del calificativo por no aparecer ante su madre como reo de lesa galantería. ¡Lindíma! Entonces, ¿qué epíteto merecía su Nelly, a quien él había visto salir del mar, con los cabellos desrizados y pegados a la cara por la caricia brusca de una ola, mal envuelta en la capa de baño, y sin perder nada de su delicado colorido ni del limpio fulgor de sus pupilas? ¡Que Maruja no gastara tanto en corsetera, modista y sombrerera, y dedicara menos tiempo al tocador, y veríamos! No es que a él le pareciera fea, no; lejos de eso, la encontraba muy agradable y aplaudía su instinto seguro para hacer resaltar sus atractivos y aun sacar partido de sus defectos, como lo probaba con aquel modo de arreglarse el pelo, que, recortado por la frente y encuadrándole las mejillas como una melena de paje, afinaba su cara, algo ancha en los pómulos, y daba cierta gracia picante de granuja a sus ojos vivos y brillantes, a su naricilla remangada y a su boca no muy chica, roja y reidora. Porque reía continuamente y por cualquier motivo; cuando hablaba, se interrumpía a cada rato con carcajadas argentinas de chiquilla feliz y despreocupada. En realidad, como a una niña considerábala Javier por su sencillez de espíritu y su franca alegría, y se dejaba arrastrar sin resistencia por el encanto trivial de su prima, seguro de que no ofendía con ello el sentimiento profundo y grave que Nelly le inspiraba. Cuando no había paseo en perspectiva ni tenía Javier esperanzas de ver a su prometida, las sobremesas eran largas y amenas. Micaela salía del comedor con cualquier pretexto, para no coartar las expansiones juveniles. —Oye, —preguntó en una de esas ocasiones Javier a Maruja:—¿cuándo te operas la garganta? —Probablemente nunca. Me examinó el especialista y poco le faltó para preguntarme: «¿Y usted a qué ha venido?» Por el buen parecer, me dio una recetita para cuando sintiera alguna molestia y me despidió asegurándome que estoy perfectamente. Casi le contesté que ya lo sabía. No me mires con esos ojos asombrados, como quien piensa: «Entonces, ¿a qué te nos has descolgado aquí?» —¡Chica, por Dios, cómo voy a pensar tal cosa! —En la cara te lo conozco. Te haré la historia: estaba yo, hacía tiempo, loca por venir a Lima. ¡Es tan fácil! Pero a mis señores papás no se les puede hablar de separarse de este dije. En esto me dieron unas anginitas providenciales y aproveché la ocasión para ponerme muy nerviosa y muy preocupada con el temor de tener alguna afección a la garganta, a la nariz o a los oídos, de esas que pueden hacerse muy graves si no se ejecuta a tiempo una ligera operación. ¡A cuántas de mis amigas de Lima se la habían hecho! Naturalmente, yo aseguraba que, para cuestión de cirugía, tenían que mandarme a Lima, ya que a Europa era más difícil. Tratándose de mi salud, ¡de qué no se habría de convencer mi mamá! Convenció a papá a su vez, escribió a la tía, se arregló el viaje y aquí estoy. —Con tanto placer de nosotros como aflicción del pobre novio abandonado. —¡Cómo se conoce que ignoras lo que es la vida en las ciudades provincianas; no sólo en la mía, en casi todas! ¡Novio! Por ahí escasea mucho ese género. Mira, la juventud masculina se divide así: unos, que se vienen a estudiar a la Universidad, pasan como un meteoro por la tierruca en la época de vacaciones, terminan la carrera y se quedan aquí ejerciéndola; y los otros, a los que no les tira el estudio, se dedican a trabajar al lado de sus padres y éstos los casan por la posta para que no se pierdan. —¿Y lo consiguen? —¡Hombre, qué pregunta tan inconveniente! ¡Claro! Pero, en cambio, con esa vida burguesa y estrecha se aboban y envejecen prematuramente. Sin ir más lejos, mi cuñado: tiene tres años largos de casado y sólo veinticuatro de edad, y si se pusiera al lado tuyo parecería tu padre; es verdad que tu tienes un tipo muy juvenil. No faltan tampoco algunos jóvenes de buena familia y en disponibilidad; pero tan incultos y tan aficionados a frecuentar relaciones nada distinguidas, que no pueden tratar con señoritas. Ahora imagínate lo que será la vida de las muchachas, que por cierto merecen mejor suerte, elegantes, perfectamente educadas... —Por la muestra me las imagino y se me hace la boca agua; pero en la pintura de mis congéneres creo que recargas mucho la nota negra. ¿No hay, por casualidad siquiera, algunos solteros formales... como yo? —Solteros formales, por excepción, alguno; como tú, no. Por ejemplo, un hermano de mi cuñado es un modelo; se dedicó a la agricultura desde muy temprano y con su solo esfuerzo ha reunido una regular fortuna. Allá todos los padres de familia cuentan la historia con lujo de pormenores y se la ponen de ejemplo a sus vástagos. Bueno, pues este espejo de virtudes me conoció y... —¿Flechado? —Así se lo contó a su hermano; a mí no. Mi cuñado, cumpliendo los deberes fraternales, nos invitó a los dos a almorzar en su casa. El joven en cuestión se presentó con ropa flamante, hecha expresamente en Lima, que no quiero decirte cómo le caía. Yo, aconsejada juiciosamente por mi familia y por mi aburrimiento, me había propuesto ser indulgente y afable, y desprecié detalles de indumentaria. Durante el almuerzo no se mostró muy locuaz ni muy ameno, pero yo, firme en mis buenos propósitos, lo atribuía a la natural emoción. Después fuimos a tomar el café al jardín, y al cabo de un rato, como quien no quiere la cosa, nos dejaron solos. Hijo, se nos hubiera creído dos frailes cartujos: ¡qué silencio! Al fin, yo, por entrar en materia, dije señalando al cielo y con un tonito romántico de partir los corazones: «Vea usted qué nubes tan sombrías.» El galán se levantó con ese andar vacilante, propio de los que están mucho a caballo, se puso a mirar largo rato hacia arriba y, con tono concluyente, exclamó: «¡Bueno para los arrozales! De seguro que está lloviendo en Chongoyape.» Chongoyape es el lugar donde tiene su hacienda. Naturalmente, a Chongoyape lo mandé. Acogió su oyente el relato con risas y algazara. Maruja prosiguió: —Con tan gran acopio de datos te habré convencido de que no he dejado tal novio nostálgico, idea, ciertamente, muy lógica en ti, por aquello de: Cree el ladrón que todos son de su condición. —¿Quién te ha dicho eso!, —preguntó Javier con involuntaria gravedad. —La voz pública, primero, y después, éstos.— Maruja señaló graciosamente sus ojuelos parleros.—Estos, que te vieron ayer, ya casi de noche, en la puerta de una casa de Santa Teresa, despidiéndote de una señora y de una niña. Desgraciadamente, el coche me llevaba muy de prisa y ya empezaba a obscurecer, de modo que apenas pude verla; pero ya la conoceré perfectamente cuando sea mi prima. —Adelantas demasiado tus juicios. A esa señorita (ya te habrán contado quién es) la conocí aquí mismo, en mi casa; tengo gran aprecio por ella, somos muy amigos... y nada más. —Sí, sí, —respondió la muchacha, riéndose más que nunca. —Muchas veces he oído esa misma explicación de la amistad, y siempre he pensado... o he dicho, según los casos: ¡Señor, tengo cara de tonta para que se imaginen que voy a comulgar con tamaña rueda de molino? —Pues, en este caso, no es sino la verdad,—contestó Alamos con cierta sequedad. —Ya. Basta ver lo serio que te has puesto repentinamente. Muchas otras veces volvió Maruja al mismo tema, sazonándolo con donosas burlas sobre el malestar visible que sus bromas causaban al primo, quien, cuando no lograba escurrirse por el terreno florido de los galanteos, persistía en sus negativas para luego arrepentirse de ellas. —¿Por qué no soy franco con esta chica, vamos a ver?, —se decía disgustado.— ¡Si hasta podría convenirnos! Y por más propósitos que hago de espontanearme en cuanto ella vuelva a la carga, llegado el momento me desanimo, no sé por qué, pues aunque yo estuviera libre, no se me ocurriría enamorarla: no es mi tipo. Eso sí, para charlar con ella las horas muertas y decirle tonterías más o menos audaces, y para que se ría de ellas y las conteste con mucha sal, no hay otra. Sería una estupidez, ya que por urbanidad tengo que estar con ella a cada rato, desperdiciar la ocasión de pasarla agradablemente, inocentemente a la par, puesto que no soy capaz de otras intenciones, ni con ella las cosas pueden tener trascendencia. ¡Es una chiquilla! En prueba de ello, no tendré el menor escrúpulo en contárselo todo a Nelly esta noche, que la veo en su casa. ¡Ay, en su casa! ¡Qué le vamos a hacer! ¡Séame la parentela ligera! No llegó a hablarle del asunto a Nelly, ni tampoco ella, a pesar de las toses y guiñadas significativas de su tía, le dijo lo que ésta le repetía continuamente y en todos los tonos. Ya llevaban loca las parientas a la pobre muchacha con sus consejos llenos de sentido práctico, que el romanticismo amoroso y la delicadeza exquisita de Nelly la imposibilitaban de seguir, pero que estaba obligada a escuchar pacientemente, pues, privada del auxilio de Elvira, por la ausencia, y del de las Alvarez por prohibición de la madre, que, chapada a la antigua y cuidadosísima del buen nombre de las niñas, miraba con malos ojos los noviazgos no consagrados por la petición oficial, no contaba en sus amores con otras protectoras que las García de Paredes. Estas, inconscientemente, abusaban de la situación, mareando a Nelly con la monserga repetida a coro: —Niña, fíjate en lo que haces; estás perdiendo el tiempo lastimosamente; hace ya como diez meses que no vives sino para este joven; todo el mundo se ha enterado, te has indispuesto con su familia, la gente lo sabe y lo comenta; te comprometes más cada día... y entretanto él, ¿qué? Mucho jarabe de pico, y gracias. No es esto dudar de que él sea muy caballero y te quiera mucho, aunque no dé señales de formalizar el noviazgo ni de forjar proyectos para el porvenir. Hijita, en estas cosas las mujeres son siempre las que pierden; los pocos años se hacen muchos sin sentir, el tiempo vuela y puede traer muchas mudanzas. Los hombres, aunque parezcan muy interesados por una, necesitan siempre que los apuren, que los estimulen; estás en la ocasión propicia para hacerlo. Mírate en el espejo de Hortensia; ella supo ver las cosas en su oportunidad y seguir los consejos de la experiencia. ¡Ya ves qué bien le ha resultado! En efecto, se aproximaba ya para Hortensia la época soñada de oirse llamar señora. El futuro esposo, con su innato e irremediable mal gusto, había escogido como fecha de la ceremonia nupcial la del 28 de Julio, aniversario de la independencia patria; y en esos días, los primeros de Junio, andaba en grandes ajetreos con la compra de muebles y la elección de domicilio. Una tarde, al llegar Nelly a su casa, de regreso de una lección, le dijo Hortensia: —¿Sabes? Hemos visto una casa acabadita de construir en la avenida de la Magdalena, el departamento alto de la izquierda nos convendría muchísimo ; pero ni mi novio ni yo nos decidimos a tomarlo sin conocer tu opinión. Confiamos mucho en tu buen gusto, así es que si puedes acompañarnos hoy a las seis... —Ya lo creo. Con el mayor placer, —respondió la niña, pensando al mismo tiempo que, si en la mañana le hubieran hecho esta petición, habría podido avisarle a Javier para que fuera de la partida. —¡Hum!,—rezongaba en tanto doña Grimanesa. —¡Vaya con la moda de vivir por donde Cristo dio las tres voces! Avenida Piérola, avenida de la Magdalena, avenida del Sol, todo se vuelven avenidas ahora. A mí denme mis antiguas calles en el cogollito de la ciudad: Gremios, la Virreina, Plateros de San Pedro, el Quemado... —Si, —interrumpió su hija, —y que te den también rentas para pagarte el gusto de habitar por allí. —Hay barrios modestos sin ser apartados: Albahaquitas, las Nazarenas, las Cruces... ¡Uf, tantos! Pero no, señor, eso ya no se usa, sino irse al fin del mundo para tener que gastar en tranvías y coches más de lo que se economiza en el alquiler. En fin, allá ustedes: Aúja sabe lo que cose y dedal lo que arrempuja, como decía la negra vieja que me crió. A pesar de la antipatía de la señora por la presunta morada de su hija, ésta y su novio, con el gentil árbiter elegantiárum, fueron a visitarla a la hora convenida. Cuando llegaron, la obscuridad, que ya se iniciaba en las calles, era completa en las habitaciones. Hortensia, con aires de ama de casa, hizo girar la llave de la luz para comenzar la inspección. Nelly llenó concienzudamente su cometido, examinando los cuartos uno a uno; apreciando, con mirada de arquitecto, la altura de los techos y la colocación de las ventanas, detallando minuciosamente las comodidades interiores y emitiendo, por último, un fallo entusiastamente aprobatorio, no sin decirse con cierta tristeza: «¡Cuándo nos ocuparemos nosotros del nidito!» Luego salió sola al balcón. La noche había cerrado por completo. Los altos focos del alumbrado público aclaraban a trechos la amplia y callada alameda, dejando grandes trozos en la sombra; de vez en vez pasaba veloz la mancha luminosa de un tranvía; las vocecitas límpidas de unas pequeñinas que jugaban a la puerta de su casa, ponían una nota de dulce regocijo en la melancolía de la noche; al poco rato entraron, llamadas por una voz femenina, y todo quedó en silencio. Después oyó Nelly el rodar lejano de un coche, por el lado de la Magdalena; por hacer algo, miró en esa dirección, y su vista perspicaz no tardó en descubrir los puntitos rojizos de los faroles y la forma del carruaje, que se iba precisando gradualmente. —Parece el faetón de Carlitos Boatti, —pensó la niña. —Cuando pase junto a esa luz, me convenceré ; sí, es el mismo, y él lo guía. ¿Quién viene a su lado? ¡Hola! ¡my little Kitty! ¡Cómo progresan! En la banqueta de atrás hay otra parejita. ¡Cualquiera los conoce, si él va con la cara escondida bajo las alas del sombrero de ella! Deben ser Rosalía y el marino, aprovechándose de la soledad del camino, aunque no es tanta como a ellos les parece. Si no tuerce el carruaje por esa esquina, he de satisfacer mi curiosidad. Continúa derecho; viene hacia aquí... ¡Virgen Santa! ¡Si es Javier! ¡Javier con su prima!... Maquinalmente, la pobre niña se frotó los ojos y movió la cabeza como para ahuyentar una visión de pesadilla. Pasó el vehículo ante el balcón, y la cruda claridad del foco eléctrico le mostró, cruel y distintamente, el brazo de Alamos apoyado en la barandilla posterior del faetón y rodeando la cintura de Maruja, lánguidamente reclinada en él. Nelly, aferrada al barandal, el busto echado fuera del balcón, seguía con trágica mirada el coche que se alejaba rápido. Había desaparecido largo rato hacía y ella continuaba en la misma actitud, como si siguiera viendo lo que ya no podría dejar de ver, lo que ningún poder humano lograría que sus ojos no hubieran visto. Irguióse al cabo penosamente, paseó sus pupilas, dilatadas en las sombras de las ojeras súbitamente agrandadas y hundidas, por la avenida, muda y desierta; se sintió sola, irremediablemente sola bajo el cielo negro y vacío, y, como el gemido de una niña abandonada, subió a sus labios en un sollozo el llamamiento desesperado, la queja suprema de todas las desolaciones: «¡Mamá!» X Para Florencia. Lima, 10 de Noviembre de 1913. « Para Florencia, —asi me decía nuestra pobrecita Nelly cuando yo, temerosa de que se fatigase, le preguntaba: —¿Qué tanto escribes, niña? —Es para Florencia, —me contestaba con su pálida sonrisa de los últimos tiempos.—Para Florencia o para el fuego; pero si alguien llega a leerlos, sólo debe ser ella. » Cumpliendo su deseo, te envío hoy, por seguro conducto, los papeles que te destinaba. He agregado a ellos el que te escribía cuando un golpe de tos, seguido de una incontenible hemorragia (¡cuánta sangre, Dios mío, en ese infeliz cuerpo!), la dejó sin vida entre mis brazos. Solas estábamos las dos en la tristeza de un pobre lugarejo de la sierra, y de tal modo me habían apegado a ella el aislamiento y la pena, que creí que era una hija la que se me moría. »No tengo ánimos para trasladar tantas amarguras a esta carta. Si algún día regresas, ¡cómo me consolará hablar contigo, que tanto la quisiste, de ella, que tanto te quiso! Enseña a tus hijos a recordarla en sus oraciones inocentes y tú no olvides a tu vieja amiga: Grimanesa García de Paredes.» 29 de Junio. Cuando te conté, Florencia mía, la traición de Javier, mi acerbo desencanto y la carta brevísima en que, sin un reproche, le devolvía su libertad, exigiéndole en cambio sólo olvido y paz, te aseguraba que esa larguísima epístola era, a la vez, resumen y punto final de mi triste novela amorosa, y que no volvería a ocuparme de ella. Sin embargo, como sólo contigo puedo hablar con entero abandono y tengo tanta, tanta necesidad de expansión, quebranto hoy ese propósito, pero sólo a medias, para satisfacer en algo a mi orgullo, a ese orgullo que tanto me enrostran ahora y que me hizo prometerte y prometerme silencio y prescindencia, cuando, por mucho que me avergüence el confesarlo, no puedo callar ni prescindir. El medio que he hallado para transigir con las dos fuerzas opuestas que en mi batallan, el amor y el orgullo, es pueril, muy pueril, y, quizás por eso, consolador. Te escribo, pero no te envío las cartas aún; quizás no te las mande nunca; quizás algún día las leeremos juntas y lloraremos sobre ellas... o nos reiremos, según que la mueca que la vida haya dejado en nuestros labios cansados sea de tristeza o de burla. ¡Quién sabe! He sufrido un trastorno tan grande en mi vida, en mis creencias, en mis sentimientos, en todo mi ser, que ya nada me parece imposible ni inaudito. Vendrían a contarme el hecho más ilógico y absurdo y lo creería; me referirían el caso más sencillo y natural y lo pondría en duda. Nada es como era, como yo pensaba; todo está alterado e invertido; la existencia es un perpetuo engaño y un error continuo; no hay otra manera de pasarla regularmente que la indiferencia absoluta; y aun así, chi lo sa! Esta frase italiana me martillea continuamente el cerebro y su ambigüedad misteriosa es el fiel reflejo de mi espíritu. Las cosas vulgares y las elevadas, las materiales y las abstractas, me inspiran el mismo comentario: chi lo sa! Por ahora sólo sé que me alivia y me complace escribir estas líneas incoherentes y confusas. ¿Llegarán a verlas tus ojos? Chi lo sa!... Entretanto, el mucho divagar me ha dado sueño. ¿Lo ves? Duermo, como, hablo, me visto, me peino, exactamente como antes, como si nada me hubiese sucedido. ¿Es que no estaba enamorada de Javier, ciega, locamente, concentrando en él mis ilusiones, mis anhelos, mi orgullo, mi alma entera? Chi lo sa!... ¡Ay! ¡Yo sí lo sé! Junio, 30. Es admirable la multiplicidad, la riqueza y la percepción exquisita de nuestras facultades para no perder uno solo de los leves matices, ninguna de las infinitas gradaciones del sufrimiento. Cuando hemos recibido uno de esos duros golpes que aturden y anonadan, creemos, en nuestra sed de esperanza y consuelo, que esa misma rudeza nos insensibilizará para dolorcillos de menor cuantía. ¡Ni siquiera eso! Abierta y sangrando la honda herida de la puñalada trapera, no nos pasa inadvertido el escozor de los arañazos. ¡Y cuántos de estos rasguños envenenados recibe tu pobre Nelly! Compasiones humillantes, curiosidades indiscretas, consideraciones sobre la vanidad juvenil que cree no necesitar las lecciones de la experiencia, aspavientos sobre el tupido velo con que el amor y la inocencia ocultan lo que los ojos indiferentes ven con claridad meridiana, nada se me escatima; cada amiga, cada persona que se me acerca, vierte su gotita de almibarada ponzoña en este cáliz siempre colmado. Quizás soy injusta y exagerada al medir a todas con la misma vara; quizás en alguna la intención es buena y sincero el deseo de curar la llaga, pero carece de finura en el tacto y sólo logra enconarla, y obligada a fingir o a lastimar por el celo inoportuno de las unas o la malévola impertinencia de las otras, me voy volviendo falsa y agria. Sin embargo, hoy he tenido un momento de alivio y de franqueza. Vino a verme Elvira Garcés, que, desde antes de llegar a Lima, sabía ya la historia con todos los detalles ciertos y falsos que corren en boca de la gente. Estaba yo sola cuando ella entró, y, te lo confieso, mi primera impresión fue de disgusto al pensar que debía representar una nueva escena de la ingrata comedia; pero mis ojos secos y hostiles vieron brillar en los suyos tan sinceras lágrimas, que, sorprendida y emocionada por tan rica y generosa sensibilidad, dejé a mi orgullosa reserva deshacerse en llanto refrigerador. Después hablamos, hablamos mucho. Nuestra conversación me causó nueva sorpresa. Elvira no condena inapelablemente a Javier. —¿Sabes tú, —me dice con aires de persona experimentada, —lo que es para un hombre vivir a pan y manteles con una muchacha coqueta? Mi hermano me ha contado ahora muchas cosas que antes me callaba, observadas por él unas y narradas por Alamos otras, y puedo asegurarte que la prima se le metía al pobre muchacho por los ojos, secundada con alma y vida por las arpías de doña Micaela y Victoria, y también algo, inconscientemente o no, por las chicas noveleras. —Acepto por un momento que hayan sido así las cosas, —le contesté. —Con todo, a esa muchacha, por coqueta que la supongamos, hemos de concederle siquiera que es una señorita como nosotras, es decir, que puede reír, conversar y flirtear con mucha desenvoltura, pero sólo hasta cierto punto; para llegar a lo que yo he visto es preciso que él haya logrado inspirarle mucha fe, pues... a una... manifestación tan... tan significativa, no se presta una mujer de nuestra condición por puro pasatiempo. —Hay de todo, —replicó Elvirita, con tanta formalidad que no pude menos de reirme. Ella, sin hacerme caso, volvió con ardor a la defensa. —¿Nadie te ha hablado de la conducta de él desde entonces? Se metió en la hacienda, y no volverá a su casa mientras siga en ella Maruja. Dice que sólo vive para que le perdones. ¡Le ha escrito a Pepe unas cartas!... ¿Quieres verlas? —No, —grité espantada, levantándome de un salto.—No quiero ver nada, no quiero saber nada; sólo quiero que me dejen en paz, que no me martiricen. Basta de luchas, de inquietudes, de esperanzas mentirosas. El olvido, el olvido es lo único que deseo. Sí, Florencia de mi alma; olvidar, dormir, morir. No tengo fuerzas para creer ni para desear. ¿A qué volver al combate si de antemano estoy vencida? Julio, 4. He pasado varios días sin tomar la pluma para hacerte mis tristes confidencias, porque me he sentido tan cansada, Florencia querida, que aun de ese pequeño esfuerzo me he encontrado incapaz. No sabe Elvira el daño que inocentemente me hace. Ya estaba yo aprendiendo a vivir en un desierto moral, sin oasis, pero sin tempestades; y ella, con el cándido optimismo de quien desconoce el dolor, se empeña en mostrarme espejismos engañosos de felicidad. No comprende que no puedo tener fe, que aunque quisiera tenerla no lo lograría, porque la fe no depende de la voluntad. Hoy me llevó a su casa, y entre Pepe y ella se propusieron convencerme, buscando atenuantes a la traición de Javier, obligándome a leer unas cartas en que le entona a su amigo el mea culpa, y sacando a relucir, como último argumento, el regreso de mi rival a su tierra. —¡Velas y buen viento!, —fue toda mi respuesta. Acabaron por enojarse conmigo, por motejarme de rencorosa, de seca, de fría y no sé cuántas lindezas más. Yo les dejaba hablar sin ganas de defenderme, importándome poco que atribuyeran a orgullo lo que es sólo enervamiento e impotencia para expresar lo que pasa en mí. No son mi amor burlado y mi dignidad ofendida los que me imponen esta conducta, no; el amor perdona siempre y la dignidad no se degrada por ello... No es tampoco que mi cariño haya desaparecido, como los fantasmas nocturnos cuando raya la aurora, ante la cruda luz del desengaño; eso está bueno para heroínas de novela; en la realidad se necesitan muchos años para poder borrar un amor verdadero, si es que se llega a borrarlo... Es que ya no puedo creer ni esperar en Javier, no puedo; ¿qué quieres que haga? Con la mejor voluntad, con el mayor esfuerzo humano, me sería imposible. Es algo más fuerte que yo, y más fuerte que este amor no extinguido, tormento de mi vida; más fuerte que el amor, la desconfianza. Yo, con la falsía de Javier, he llegado a ver claro lo que siempre percibí vagamente, a través de mi afán de idealizarlo: su moral inconsistente, su vanidoso egoísmo, su falta de energía para resistir a la tentación o a la conveniencia. Es de esos hombres que de la infancia sólo pierden la ingenuidad y la sencillez, pero que, por la inquietud del espíritu y la debilidad del carácter, son niños eternos, propensos a caer en falta con frecuencia, necesitados de perdón continuamente. Dicen los que pretenden conocernos que los seres así son los predilectos de las mujeres, porque les dan ocasión de verter sobre ellos todos los tesoros de abnegación, benevolencia y consuelo de sus almas eminentemente maternales, y de satisfacer su necesidad de sacrificio, pues está visto que para los hombres es una verdad inconcusa y muy cómoda eso de que las mujeres necesitamos sacrificarnos. ¡Ya se encargan ellos de complacernos! No estoy para entrar ahora en psicologías que poco me importan. Sólo sé que no he nacido para pasarme la vida diciendo: —Ego te absolvo, como los confesores; que estoy muy desalentada para esperar milagros y que sólo un milagro podría convertir a ese muchacho engreído en el hombre enérgico y leal, capaz de reanimar, con la intensidad de su querer y con el ardor de su fe, la mía agonizante. Si así son las cosas, y no por culpa mía; si lo conozco y me conozco lo bastante para saber que carezco de las cualidades que él necesita, y él de las que podrían devolverme mis pobres ilusiones volanderas; si todo fue un sueño ya pasado, ¿cómo he de empeñarme en prolongarlo cuando por desgracia tengo los ojos tan abiertos? Sí, por desgracia; porque mis reflexiones y mis desengaños y mis desalientos no me libran de amarle con todas las fuerzas de mi alma dolorida y de mi cuerpo quebrantado. Sólo me animo a confesártelo, así, de lejos y a plazo incierto. Julio, 8. Por sangrienta burla de la suerte, ahora que sólo anhelo tranquilidad y quietud, vivo en constante agitación. En primer lugar mis lecciones, mucho más numerosas de lo que yo quisiera, siendo tan modestas mis necesidades cuando no estoy en ánimos de paseos ni adornos; mas por lo mismo que no lo deseo, me llueven discípulas. Las mamás dicen que aprovechan mucho conmigo, ¡Así pudiera yo aprovechar las duras lecciones de la vida! Menos aún encuentro sosiego en mi casa, revuelta y trastornada con la proximidad del matrimonio de Hortensia. ¿Comprendes lo que significa para mí una fiesta nupcial? Y, a pesar de todo, debo asistir a ella, ocuparme del vestido que he de llevar, del regalo de boda, presenciar los arreglos de la casa, las últimas puntadas del trousseau, los mil preparativos de un casamiento. Mi familia procura ahorrarme estos pequeños tormentos continuos, y aunque no lo consigue se lo agradezco de corazón. Juzga por este detalle: yo había prometido a Hortensia que le haría el pañuelo de novia, de encajes de bolillos; lo había comenzado hace tiempo, pero estaba atrasadito. En estos últimos días me dediqué empeñosamente a terminarlo; ayer, al volver a casa, busqué mi labor sin encontrarla. Grima me sorprendió en estos afanes. —¿Buscas el pañuelito?, —me dijo, disimulando con la brusquedad del tono lo delicado de la acción. —Se lo llevé a las monjas para que lo concluyeran. Hortensia no está para fijarse en eso, y si se fijara le parecería que he hecho bien. No estás tú para tonterías de tejiditos... La verdad es que no estoy para nada. Estos brumosos días invernales me producen intenso malestar; al acostarme siento un frío que me penetra hasta los huesos y me abrigo de tal modo que despierto, varias veces durante la noche, bañada en sudor. Mi sueño es tan agitado que por las mañanas estoy molida y necesito heroicos esfuerzos para decidirme a dejar la cama. ¡Cómo me gustaría pasarme los días enteros con los ojos cerrados, tendida en el lecho o en la chaise longue! Ya Campoamor lo dijo: De que se está, estoy muy cierto, mejor que de pie, sentado; mejor que sentado, echado, y mejor que echado, muerto. Julio, 9. Hace cinco días que no sé de Elvira ni de Pepe ni de nadie. Mejor es así. Julio, 10. No sé quién dijo que lo peor de este mundo son los hombres y las mujeres; y yo agrego que lo peor que tienen es la manía de meterse en los asuntos del prójimo. Ahora le ha dado a todo el mundo en asombrarse de lo que me adelgazo, y averiguar la causa, e inquirir detalles de mi salud y preocuparse por una tosecilla insignificante que me viene a ratos, ¡con una intención! Poco les falta para diagnosticarme tuberculosis miliar originada por un desengaño amoroso. ¡Si supieras que una vieja estúpida, de las muchas que vienen donde mi tía, tuvo la grosería de decirme: —¡No hay que tomar las calabazas tan a pechos, niña! A rey muerto, rey puesto. Las muchachas bonitas siempre tienen el recurso de atrapar a otro.—No pudiendo matarla, le volví la espalda y la dejé con la palabra en la boca. Ya ves, para colmo de desdichas, ni del ridículo me salvo. Julio, 12. Acaba de irse Pepe. Hemos hablado mucho. Esta noche vinieron muchas visitas a casa y el barullo que formaban nos permitió conversar libremente. Empezó por decirme: —Hoy se embarcó Maruja. Según ha dicho en sus visitas de despedida, porque había prolongado más de lo convenido su estadía aquí, y sus padres la llamaban con insistencia; según mi humilde opinión, despechada porque no había vuelto a verle el pelo a Javier. Este me ha escrito que, ya sin temor de dar a usted motivos de sospecha, abandonará su Tebaida, y supongo que desde mañana, todo el que lo necesite debe buscarlo en la calle de Santa Teresa. —Que no haga eso, —exclamé muy agitada, o me condenará a no moverme del interior de mi casa. No quiero volver a verle. —¿Tanto miedo tiene usted?, —me preguntó socarronamente. Me esforcé en convencerle de que estoy perfectamente segura de que un encuentro con Javier no me haría vacilar en mis resoluciones. Podría, sí, producirme mil pequeñas contrariedades que perturbarían la calma tan necesaria a mi fatigado espíritu, y si recurría a un medio tan poco caballeresco como el de la persecución impertinente, sólo lograría que llegara a despreciarlo. Pepe habló tanto y con tan gran fervor, que parecía empeñado en desmentir su apodo de el Amor que pasa. Se lo dije riendo, y me replicó muy indignado que no era oportunidad de bromitas. Tanto calor puso en su defensa y de tal modo me atosigó y me estrechó, que acabé por espontanearme completamente con él, confesándole sin ambages mi opinión sobre Javier y la incurable desconfianza que había substituido a mi antigua fe, a la cual sólo un milagro, imposible en estos impíos tiempos, podría volverme. No sé qué idea se le ocurrió; variando de expresión y de tono, me interrogó risueño: —¿Y si el milagro se hace? —No se hará. —Esa respuesta es terriblemente herética. Conteste usted categóricamente: ¿si el milagro se hace? —¡Oh, si se hiciera!, —murmuré imprudentemente. —Bueno: no diga usted más. Me voy contento con esa esperanza. —Esperanza, no, Pepe, de ningún modo. Déjeme usted explicarle... Nada, no quiso oír más. Se marchó sin dejarme hablar, erre que erre con lo de la esperanza. Créeme, Florencia; son interpretaciones caprichosas de ese loco. Yo no he dado ninguna esperanza, ninguna. No quiero que Javier las tenga: sobre todo, no quiero tenerlas yo. Julio, 16. ¿Por qué no me dejarán tranquila, Florencia mía? Es lo único que anhelo: calma, reposo. No se debe perturbar la paz de los muertos, y mi esperanza y mi fe bien muertas están. Se afanan en resucitarlas y sólo consiguen, con estos empeños, enervar mi espíritu y poner en morbosa tensión mis pobres nervios. Elvira se muestra ofendida, como si le hubiera inferido un agravio personal, de encontrarme tan rencorosa. —No es rencor, —me esfuerzo en explicarle, —aunque si lo fuera, estaría perfectamente justificado. Es impotencia absoluta para volver a creer en él. Nada, no me entiende. —Yo en tu lugar, —me asegura con ingenuidad infantil, —le sometería a pruebas durísimas, terribles ; por ejemplo... Bueno... ahora no se me ocurren; llegado el caso, ya sabría encontrarlas. Él las cumpliría indudablemente, y yo, entonces, le perdonaría. —Lástima que la vida no sea como las novelas de la Biblioteca Rosa,—le dije con desgana. Ella intenta replicar, y entonces interviene Grimanesa, que, desde que se ha resignado a ser jamona, se dedica a mimarme. —Lo que debías hacer, —dice con acritud a Elvira,— es aconsejar a Nelly que se distraiga, que pasee, que se luzca, y entonces le saldrán a porrillo partidos muy superiores a ese canalla. (Este es el calificativo más suave que ahora le merece Javier, a quien no cesa de predicarme que reemplace en el acto.) La pobre me quiere mucho, pero tampoco me comprende. Lo peor es cuando llega Pepe y con aires misteriosos y a medias palabras me insinúa los grandes proyectos de Javier para la reconquista... ¡Proyectos! ¡Y todo lo que sabe es mandarme recaditos con los amigos y pasearme la calle como un colegial! ¿Cómo no tuvo esas timideces en el coche con la otra? Decididamente, nuestra reconciliación es imposible. Veo demasiado claras sus pequeñeces, su puerilidad. Yo, desengañada, fatigada, enferma, tengo mucha más energía que él para el sentimiento y para la vida. 17. Florencia querida, ¡qué dicha tan grande entonar el yo pequé! Ayer, cuando te escribía, era injusta en mis apreciaciones, exagerada, mala. ¡Era tan desgraciada! Hoy todo florece en mi alma, todo canta, todo espera... Voy a contártelo concisa y ordenadamente, sin circunloquios ni comentarios. Hoy, casi obligada por Elvira y Pepe, consentí en recibir una carta de Javier. Decía así: «Cuando tus ojos adorados lean estas líneas, Nelly de mi alma, estaré muy lejos. Me voy sin el consuelo de tu palabra de perdón y aliento. Es justo. Me marcho a las selvas amazónicas, a luchar a brazo partido con esa naturaleza espléndida y salvaje, a rehacer, trabajando, mi vida, o a rendirla como bueno en la ruda faena, llevando como lema tu nombre, como estímulo tu recuerdo, como ideal el renacimiento de tu amor. Sólo imploro de ti unas líneas misericordiosas y que creas que, a pesar de todo, nunca has dejado de ser el supremo amor de tu Javier.» No puedo expresarte la sensación de ventura y de orgullo que me embarga. Tú que sabes, por las muchas lágrimas que te ha costado, cómo se vive en nuestras regiones orientales, lejos de los centros civilizados, luchando contra las inclemencias del clima, contra las asechanzas de los salvajes, careciendo de todo, entre penurias y peligros, puedes avalorar lo que significa la resolución de Javier, acostumbrado sólo a los regalos del hogar, a los goces sociales y al trabajo fácil y a voluntad. Como supondrás, me he hecho explicar con toda minuciosidad el itinerario del viaje, y, ateniéndome a esos datos, le he escrito, no las líneas que me pide, sino una larga carta que encontrará al llegar a La Merced. Es lo menos que puedo hacer para recompensar la felicidad de que me colma la seguridad de su energía, de su hombría de bien y de su amor. Me parece mentira que pueda ser tan dichosa quien no hace muchas horas no tenía otro consuelo que el de recordar, al mirarse pálida, y ojerosa y demacrada por el continuo malestar moral y físico, que sus padres murieron jóvenes. La mágica carta ha hecho desaparecer instantáneamente mi decaimiento. Apenas si me molesta un poquito de tos. Es que no me he ocupado de ella. Ahora sí voy a curarla seriamente y a cuidarme mucho. ¿No te parece que yo debo pensar en vigorizarme, por si nos conviene establecernos en alguna de las ciudades amazónicas? Agosto, 6. Nunca he sido fatalista, siempre he profesado el culto del esfuerzo personal, de la voluntad consciente y batalladora; pero hoy, aniquilada por el desengaño irremediable y definitivo, no puedo menos de pensar, con supersticiosa amargura, que hay lugares infaustos donde nos acecha la desgracia. Tal es, para mí, la casa de Hortensia. Me invitó hoy a almorzar con ella, a visitarla por primera vez en el domicilio conyugal. No puedo ocultarte que al avistar los balcones, me oprimió penosamente el corazón el recuerdo de lo que desde ellos había presenciado; pero la fe había vuelto a mi alma tan robusta y potente, que, desechando sin dificultad tristes remembranzas, entré, sonriente y feliz. Ya de sobremesa, ponderando el marido de mi prima la dicha de que gozan, me dijo, bromeando: —Si usted quisiera, disfrutaría pronto de igual felicidad. Precisamente anoche, que encontramos en la calle a Alamos, hablaba de eso con mi mujer. —¿Tienen ustedes seguridad de que era él?,— pregunté sin gran inquietud, persuadida de que, ignorando por completo su viaje y cuanto con ello se relacionaba, les había engañado alguna semejanza. —¡Vaya si la tenemos!—contestó Hortensia; —salía del club con varios amigos, entre ellos Pepe Garcés, y nos ha saludado. No tuve ya otro pensamiento que hablar con Pepe. En cuanto pude despedirme, fui a su casa y sólo encontré a Elvira. A mis primeras ansiosas preguntas se le llenaron de lágrimas los ojos, como a una chiquilla que es, y me dijo, gimiendo: —No nos guardes rencor, Nelly... Mi hermano y yo sólo deseamos tu felicidad. ¡Quién podría imaginarse este nuevo desengaño! ¡Javier estaba tan decidido a todo por volver a tu gracia! El pobre no se atreve a presentársete mientras no encuentre otro camino de salvación. Ese era imposible. ¡Cuántas dificultades, cuántos peligros! ¡Un horror! Iba a regresar de La Merced, y cuando le entregaron tu carta continuó viajando dos días... —No le duraron más los bríos que mis letras le dieron,—le interrumpí con una mala sonrisa.— No te preocupes por lo que no vale la pena, y ten en cuenta, Elvira, por si llega el caso, que el amor no es omnipotente, como cuentan por ahí. Ya ves, no ha logrado transformar en hombre a un niño bonito. Y tras el epílogo mezquino, bajo, cobarde, de mi amorosa historia, aquí me tienes. ¿Irritada?, ¿triste?, ¿desesperada? No: sólo con una gran sensación de vacío a mi alrededor y en el fondo de mi ser. Es que ya nada queda en mí, ni ánimos para la indignación o el sufrimiento. Cuando pienso en el vigoroso reflorecimiento de mis ilusiones, tan pronto tronchadas; de mi ideal, muerto de miedo, sí, de miedo, no puedo afligirme, créelo; la cosa es demasiado prosaica. Pude yo perdonar la infidelidad amorosa, el pasajero arrebato que le impulsó donde otra mujer; pero no este ruin apego al bienestar material, este olvido canallesco de la palabra de honor, esta deserción antes de la lucha, este triste contraste entre el propósito y la acción; el primero, que dice: —Largo y peligroso es el sendero; por ti podré atravesarlo; —y el hecho de retroceder ante los primeros escollos, significando crudamente: «Es demasiado; no vales tanto, hija; a ver si buenamente encontramos algún camino facilito...» ¡Qué ridículo sería todo esto si no fuera tan triste! Quizás porque desde el principio fue avara conmigo, muy poco le he pedido a la vida; pero ni eso me ha dado. Sólo quise ser leal conmigo misma y con los demás. Por lealtad rechacé un cariño honrado y sincero al sentir que no podía compartirlo. Porque la terrible prosa de la existencia no pudiera llevarme, en circunstancias análogas, a claudicar de esas íntimas convicciones, estudié y trabajé, no por pretensiones de supermujer ni de apóstol del feminismo, sino porque lealmente no encontraba en mí las condiciones de humildad y adaptación necesarias para depender de otro sólo por la ley de la necesidad; y esta lealtad, norma de mi vida, se ha visto derrotada en lo más grande y trascendental de ella, en el amor, por la perfidia solapada, por la debilidad, por la mentira, fuerzas rastreras aunadas para aniquilarme. Lo han logrado. Desorientada y vencida, no me queda ni aun el recurso de refugiarme en mis labores educadoras. ¿Cómo aconsejar a esas almitas tiernas, confiadas a mi cuidado: «Sed honradas, sed leales, sed nobles», si hoy creo que es lo mismo que decirles: —Sed desgraciadas? ¿Cómo renegar de mi credo íntimo, enseñándoles el culto de lo utilitario y de lo conveniente, las malas artes triunfadoras? No podría. ¿Qué me queda? Deponer las armas inútiles y echarme rendida en el surco. Matucana, 3 de Octubre. ¡Cuánto tiempo sin escribirte ni una línea, por laxitud primero, después por los achaques que ya conocerás detalladamente! Este invierno he sufrido no uno, sino dos ataques de influenza, y, en la convalecencia del segundo, una ligera hemoptisis, producida, sin duda, por congestión pulmonar, asustó al bueno de don Mariano, que, creyéndome probablemente tísica traspasada, me mandó a tomar aires de sierra, imponiéndome un terrible régimen de sobrealimentación y ociosidad. Felizmente ya he mejorado mucho, y el médico de aquí, a instancias mías, me ha dado permiso para escribir, muy moderadamente. Vuelvo, pues, hoy a estas expansiones que tanto bien me hacen y que no sé si llamar autoconfesión o confidencias. 5. Ayer no escribí; ya ves si soy juiciosa. Quiero sanar pronto, para que no se imagine Javier que soy una romántica démodée, que, a causa de un desengaño sentimental, se tuberculiza y muere de amor. ¡Morirme yo por él! ¡No faltaría más! Me han contado que demostraba gran preocupación por mi enfermedad, y, por distraer su pena sin duda, pasaba dos o tres días en Los Pinares, haciendo que trabajaba, y el resto de la semana en Lima, equitativamente distribuido entre los casinos y las confiterías de moda. Sus hermanitas estuvieron en casa, a hurtadillas de la familia, a averiguar por mi salud. ¡Pobrecillas! De doña Micaela sé que escribe con frecuencia a su sobrina invitándola, con grandes instancias, a pasar otra temporadita en su casa. Ya verás cómo el éxito corona sus esfuerzos y hace un negocio redondo. El mundo es de estas mujeres intrigantes, ambiciosas, positivistas, que no reparan en lo tortuoso de la ruta ni en lo innoble de los medios para llegar al fin deseado. ¡Qué me importan ya estas pequeñeces! Prefiero hablarte de mi visible mejoría, del sistema curativo que observo. Lo haré mañana; hoy estoy fatigada. 9. En las horas de sol salgo a dar largos paseos apoyada en el brazo de Grimanesa, que me cuida con solicitud maternal. El pueblo es apacible y triste, rodeado de altos cerros, por cuyas verdes laderas descienden, apacentadas por indios, las llamas, que luego encontramos en las calles, tan gentiles con su sedoso pelaje rubio, sus largos cuellos, sus cabezas pequeñas, sus ojazos asombrados, su aristocrática esquivez que rehuye mis caricias. Estoy aprendiendo a vivir en comunión con la naturaleza, ya que aquí no se puede hacer otra cosa ni yo lo deseo tampoco. 25. Volvieron a ganarme la pereza y el cansancio, y he pasado largos días sin tomar la pluma. Hoy me ha reanimado tu carta querida. Si entre nosotras no disonasen las fórmulas vulgares de agradecimiento, ¡cuántas gracias te daría por tu fraternal convite para trasladarme a tu lado en cuanto me halle restablecida! Sí, lo haré, no te quepa duda. En esa progresista nación, en un medio nuevo para mí, en la atmósfera de tu hogar feliz, bajo tu dulce influjo, reharé mi vida. ¡Tengo tantos proyectos! Ya te hablaré largamente de ellos; mañana, sí, mañana... De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Alejandra Rivera Hermoza