FRACASO NOVELA PERUANA POR JOSÉ ANTONIO ROMÁN Concesionario exclusivo para la venta: CASSO HERMANOS-Editores SANTA TERESA, 4 y 6 BARCELONA FRACASO I Lucrecia, al levantarse del lecho, tocó el timbre y pidió a su criada los diarios de la mañana. En uno de ellos leyó un cuento inventado acaso con el maligno propósito de herirla con desapiadada intención. Cuando incluyó su lectura, se puso a meditar un breve rato sobre quien podía ser ese desconocido autor, que se firmaba "José Gutiérrez" a secas. Repasó los nombres de los novelistas más afamados, pero ninguno se le asemejaba. Entonces, pensó que algún amante vengativo se valía de se medio para injuriarla a mansalva. La aventura que se refería en ese cuento, aunque imaginaria, estaba forjada con tan rara habilidad que muchos habrían de creerla a pie juntillas. Quizás en esos mismos instantes los que estuviesen leyéndola harían comentarios escandalosos. Una viva impaciencia se apoderó de su espíritu; quería a todo trance conocer al autor. Sin reparar en lo poco discreto de su actitud, se dirigió a su escritorio, cogió una hoja de papel y escribió nerviosa unos cuantos renglones; en seguida, la metió dentro de un sobre en el que puso un nombre. Lucrecia acababa de solicitar del incógnito escritor una entrevista; pero al punto reflexionó e hizo pedazos el billete, sintiendo intenso rubor por la imprudente acción que iba a realizar. Para alejar de su ánimo el tedio que la dominaba, se entretuvo en hacer por sí misma su tocado matinal, poniendo en ello un exquisito buen tacto. Al cabo de algunos días, cuando a los dorados reflejos de la tarde y reclinada en la testera de su carruaje, pasaba por la calle de Mercaderes, luciendo su belleza y el esplendor de sus ojos abrasadores, Lucrecia tornó a recordar el cuento malévolo de ese escritor desconocido para ella. Instintivamente al transponer el tronco una esquina volvió el rostro, pues se imaginó que alguien la miraba con ahínco desde la penumbra de una tienda. Sintió un calofrío rapidísimo, algo así como un soplo suave que le hubiese acariciado el desnudo cuello. El carruaje siguió rodando, silenciosamente, por entre los tranvías, automóviles ruidosos y simones de alquiler. ¿Por qué tuvo la vaga aprensión de que era José Gutiérrez quien la miró fijamente al pasar su carruaje por aquella bocacalle? La innata coquetería de la mujer, ese deseo enfermizo de ser admirada hasta por el último e ignorado peatón que la tropieza en su camino, le hizo sonreír con íntima satisfacción y figurarse que bien podía atar a su carro de triunfadora al incógnito enemigo suyo. Entonces, mecida por el acompasado trote de sus corceles, Lucrecia pensó en visitar a su amiga y confidente, la señora Rosa María Rodríguez de Fernández, esposa de un senador, ex ministro de Estado y prohombre de la política del país. En el salón de su predilecta amiga reuníanse todos los sábados, a la hora del té, hombres públicos, altos magistrados, ministros diplomáticos de las naciones vecinas, periodistas y literatos. Era posible que Rosa María conociese a ese escritor. Y dió al Cochero la respectiva orden. Para llegar a la casa que habitaba su amiga, el carruaje tuvo que recorrer el paseo Colón. Había muchos coches que al paso daban vueltas en torno de él. Los burgueses, comerciantes en su mayoría, extranjeros adinerados merced a luengos años de labor y de escrupulosa economía, huían de la sombra de sus almacenes para respirar el aire embalsamado del Jardín Zoológico. Los empleados públicos, escasos de dinero para ir en carruaje, sólo podían permitirse el placer barato de discurrir por los umbrosos senderos del Parque vecino y sentarse en los escaños del paseo, desde donde contemplaban el fulgurar de los lampos del poniente sobre los espejeantes vidrios de los coches y arreos de los caballos. Las damas lujosas, las que se ufanan de un ilustre abolengo y que agregan a sus apellidos patronímicos una partícula que huelga en las modernas Repúblicas, linfáticas y neurasténicas las unas, gordas y pesadas en sus movimientos las otras, llenas de afeites y adornadas con joyas, se mostraban en sus carruajes propios. Iban en parejas, acompañadas de un caballero anciano o rodeadas de jovencitas coquetas, cuyas miradas se fijaban en los barbilindos perfumados y galanteadores. Y mientras las señoras, con esa indolencia característica de las mujeres de las comarcas tropicales, tomaban actitudes enhiestas, como ídolos barnizados del Japón, las niñas se pavoneaban, graciosas, de poco juicio, inventando ensueños románticos. Sobre el paisaje distante, que a trechos cortaban las paredes de las huertas, por encima de las copas de los arbolados, caía del cielo un polvillo de oro tenue, que parecia depositarse, impalpablemente, sobre los ramajes de los árboles, en las crestas de los montes y en los ápices de los edificios. Más allá, en el confín, como de un inmenso llar subían a la altura llamas sangrientas, y el ígneo disco del sol se achataba, se empequeñecía y parecía fundirse lentamente... De súbito, el carruaje se detuvo delante de la puerta de un pequeño hotel situado en el mismo paseo Colón. Por aquel entonces las familias pudientes habían empezado a hacer construir edificios en los que resaltaba su capricho o mal gusto. Por lo común, cada frontispicio tenía muestras de varios órdenes de arquitectura y vagos parecidos con las "villas" y "chalets" europeos. El hotel, a cuya puerta llegó Lucrecia, rodeado de un jardinillo cercado con una alta reja de hierro, podía acaso sin desdoro existir en una ciudad del viejo mundo. El portero japonés se apresuró a abrir la verja. El carruaje entró hasta la escalinata de mármol y se paró frente a la marquesina de rutilantes cristales. Sin hacerse anunciar por el criado, que respetuosamente le dió paso, se dirigió de prisa a la alcoba de su amiga. Cuando cruzaba el aposento anterior a ella, la camarera corrió a prevenir a su señora que vino sonriente al encuentro de Lucrecia. Cogidas de las manos, después de besarse con extremado cariño, ambas amigas se sentaron en un canapé. Un biombo de seda china, todo azul, con grullas de plata que volaban sobre áureos trigales, ocultaba un camarín donde había un altarito blanco con filetes rosados. Varias bujías de cera perfumada ardían en un candelabro de bronce en homenaje a una virgen de Lourdes, que en el artístico retablo ostentaba la nívea blancura de su túnica. La dama era devota ferviente, y como buena limeña solía emplear sus vagares en las tardes, que eran los más durante el año, en frecuentar iglesias, rezar novenas y confesarse con el santo padre Ramón o Domingo. —¿Vienes de pasear?—preguntó Rosa María, después de contemplar a su amiga unos cuantos segundos. Y con esa volubilidad característica de la mujer de gran mundo, añadió:—¿Viste a la señora de López y a sus hijas? Salen todos los días en uno de los carruajes del Gobierno desde que el señor López es ministro de Hacienda.—Su ironía de dama elegante le sugirió esta observación:—Nada más propicio que estas democracias de la América del Sur para que la gente de audacia y de pocos escrúpulos ocupe los puestos públicos. ¡Es la marea que sube!, ¡huf! —No he reparado en quienes pudieron estar en el paseo, ni falta que me hace a juzgar por mi estado de ánimo en estos momentos—le contestó Lucrecia con tono negligente, mientras sus finos y marfileños dedos jugueteaban con las cintas de su abanico de vaporosas plumas blancas. —Obervo en ti, querida mía, cierto desabrimiento, algo así como una secreta pena. ¿Qué te sucede?, dilo ya, que me muero de curiosidad. —Estoy nerviosa, casi enferma y he venido donde ti para que con tus luces calmes mi inquietud—repuso Lucrecia. Y hubo entre las dos amigas un silencio prolongado durante varios minutos. Desde la calle llegaban los ruidos que hacían los carruajes y automóviles, dando vueltas en torno del paseo. Un rumor lejano de conversaciones, el murmurio de las hojas de los árboles en el cercano parque y las voces de los chiquillos vendedores de diarios, llegaron a sus oídos, amortiguados, confusos e indistintos. Sobre el brillante de una sortija de Lucrecia, temblaba un purpúreo reflejo vespertino. Las sombras parecían venir de la ancha calle, subir por las abiertas ventanas y envolverlo todo. Apenas, percibíanse, como manchas pálidas, los rostros y manos de las interlocutoras. La camarera entró a hacer luz, oprimiendo el botón de la electricidad. Del techo, esparcida por una magnífica lámpara que simulaba un manojillo de ardientes peonías, cayó una rojiza claridad que puso término al silencio de las dos amigas. Entonces, se miraron sonrientes. Lucrecia se espontaneó. Y el cuento del diario ese, su ira repentina por la crueldad del ultraje y su vivo deseo de conocer a ese escritor, todo le fue narrado a su confidente Rosa María que fruncía las cejas al escuchar los detalles y alisaba con sus rosados dedos sus negrísimos cabellos. Su blanco rostro de mujer de treinta y cinco años; al través del que se adivinaba un temperamento enérgico y sensual, se puso sombrío un rápido segundo. Sus ojos ahincadamente buscaban algo invisible en un ángulo de la estancia. —¿Estás decidida—prorrumpió ella—a verle de cerca, a hablarle? ¿No hay en ese afán otra cosa que una mera curiosidad? Mira que preocuparse así de un hombre ya es un principio de amor hacia él. En sus ardientes pupilas había ansias incógnitas y traslucíase la fiebre secreta de los goces prohibidos. Lucrecia hizo un gesto desdeñoso, respondiendo: —No prejuzgues, Rosa María. ¿Crees tú que yo pueda amar a un desconocido? Solamente quiero que tú, con habilidad, hagas que yo le hable. —¿Has dicho que se llama José Gutiérrez, no es verdad? Espera, déjame hacer memoria, pues conoce una a tanta gente que nada extraño parecería que yo le contase en el número de mis amigos. Y se puso, cavilosa, a repetir por lo bajo "José Gutiérrez"... "José Gutiérrez"... —¡Vaya que no logro recordar!—concluyó con mal reprimido enfado. Al cabo de unos minutos de entregarse a una profunda meditación, durante la cual se oía el leve rumor del péndulo de un reloj de mesa, se alzó del canapé y exclamó: —Ya caí es amigo de mi esposo. Ahora me acuerdo que meses ha, en nuestra casa de Chorrillos, comió con nosotros. Mi marido le invitó, porque decía que ese escritor tenía mucho talento. Sabes bien que mi esposo se dedica al estudio de las antigüedades incaicas. Parece que Gutiérrez participa de las mismas aficiones. —¿Y cómo hacer, Dios mío, para verle en mi casa? —Buscar el medio es asunto de poca monta... Aguarda, locuela, y no te impacientes... ¿No ves?... ya lo tengo... Los diarios anunciaron en su gacetilla social el próximo arribo del doctor Juan López, el sobrino de mi marido, a quien el Gobierno envió a París para estudiar no sé cuántas cosas en los hospitales de esa ciudad. Tenemos que agasajarle cual cumple a nuestro decoro y fortuna. Por eso, mi consorte con varios amigos suyos darán en honor del ilustre médico un espléndido sarao. Hago que sea invitado ese escritor, te lo presento y lo demás corre de tu cuenta;—y en la sonrisa con que subrayó su postrera frase una maquiavélica sugestión de esas que aflojan suavemente los resortes de la voluntad en las mujeres honradas, como los corchetes de un sedoso corsé que los dedos de un amante desabrochan con lánguida y voluptuosa deleitación. Después, conversaron de esas minucias que gustan tanto a las señoras. Murmuraron de los trajes de la señora Ruiz y de su afán en ir contando por todas partes que Paquin, de París, era quien la vestía; de los escotes exagerados de la señora Viera que atraía las miradas de los hombres y les hacía pensar en pecaminosos mordizcos en su opulento y satinado seno; y de la mala ventura del señor Rivas, un hacendado rico, a quien su esposa traicionaba con el adjunto militar de la legación alemana, un rubio de Pomerania, con enormes mostachos guerreros y de corpulencia grotesca. Y así en esta forma prosiguieron su plática maldiciente sin perdonar a ninguna de sus amigas. El reloj dió las siete de la noche. Lucrecia se apresuró a volver a su casa; porque su marido había invitado a comer a un Conde italiano que conoció en Roma el invierno pasado. A ella no le agradaba aquel hombre moreno, bajo de estatura, que en sus ojos tenía un insólito fulgor de neurótico, gran fumador de cigarros habanos y bebedor de "Chianti".—Si los esposos consultasen a sus mujeres su parecer acerca de las personas que desean llevar a sus hogares, muy pocas serían las aceptadas—concluyó filosóficamente Lucrecia. El carruaje marchó al trote por el amplio paseo iluminado por la azulada luz que despedían los altos globos de cristal. En el cielo titilaban las estrellas, escasas, en grupos aislados, merced a unas nubecillas que iban poco a poco cubriendo el firmamento. En el término del paseo, allí donde comienza la plazuela de la Exposición, la estatua de Colón blanqueaba sobre el fondo verdinegro de la alameda Grau. A la derecha de Lucrecia sobresalía, por entre los ramajes grises de los árboles, el grupo de palmeras gigantescas que sombrean un pequeño quiosco en cuya dorada media luna fulguraba un lampo de luz. Antes de entrar en la calle de la Unión, que va a concluir en la plaza de Armas, pasó por delante del edificio de Penitenciaria, masa sombría con su puerta y ventanas cerradas, cuya silueta resaltaba sobre el horizonte azul turquí. A medida que anochecía, los carruajes, automóviles y tranvías se daban prisa para regresar al centro de la ciudad. Por las aceras de la recta y larga calle discurrían mujeres elegantes, pecatrices perfumadas y jóvenes imberbes de maneras desenvueltas, que miraban libertinamente a las damas. Una brisa tibia mezclada con el fastidioso olor del gasoleno sopló levemente. Lucrecia sentía inaudito bienestar; su espíritu se complacía en ver el espectáculo de la gente que paseaba, de los carruajes que en su rodar presuroso hacían destellar sus barnizadas cajas. Al pasar por delante del frontispicio de la iglesia de la Merced, apartó sus ojos para no mirar ese disparate de arquitectura y de escultura que reemplazara a la bella obra de la época colonial. La furia de los soldados, en una de las tantas revoluciones que desorganizan a este país, había destruido la antigua portada. Recordó mal de su grado el terror que en ese entonces sobrecogió a los moradores de Lima, el rudo combatir en las calles, durante tres días de mortal angustia y el pudrimiento de los cadáveres de negros, indios y mestizos, abrasados por un sol estival, fraternalmente amontonados para franquear el paso a la ira de los contendores. Interrumpió sus dolorosas reminiscencias el centelleo de las joyas y piedras preciosas apiñadas en los escaparates de la joyería de Welsch. Las confiterías y tiendas de licores estaban llenas de gente. Las aceras de las manzanas de Espaderos y Mercaderes eran intransitables a causa de que los jovencillos adamados, ociosos, exhalando sus aderezadas personas empalagosos perfumes de aguas de tocador, se recostaban en los quicios de las puertas de las tiendas o se paraban delante de los cristales de las ventanas iluminadas. Y por encima de sus hombros percibíanse reflejos de sedas, brillanteces de pasamanos y demás adornos para trajes de señoras. Sobre el pavimento de madera, lustroso por el uso, reverberaba la claridad que derramaban las luces de los almacenes. Antes de entrar en una de las bocacalles inmediatas a la plaza de Armas, pudo vislumbrar aún, sobre la lejana iglesia de San Lázaro, un celaje maravilloso, última huella de la tarde. Y a los pocos momentos, en la calle de Valladolid, se detuvo el carruaje delante de la casa de Lucrecia. II Al retirarse su amiga, Rosa María tocó el timbre y a la criada que se presentó, le dijo: —No dejes de avisarme cuando llegue el señor. Ten dispuesto el traje color de rosa para vestirme, pues esta noche voy al teatro. Una vez que estuvo sola, cogió un libro que estaba sobre un cercano velador y tendida en un muelle diván, empezó a leer lentamente. Poco a poco su imaginación llevóle a países remotos y le hizo abominar su existencia monótona en Lima. El cotidiano recorrer en carruaje el paseo Colón, las obligadas visitas a tales o cuáles familias más o menos conocidas, los escasos saraos que se solían dar durante el invierno y las audiciones del antiguo repertorio de óperas cantadas por mediocres artistas, todo eso constituía su vida desde hacía muchos años. En cambio, París, Londres, Viena y Roma le brindaron copia de inolvidables goces. En París con otras amigas, juntas transitaban por "boulevards", iban a los Campos Elíseos, merodeaban en las tiendas de la calle de la Paz contemplando sus enormes escaparates donde se amontonan alhajas, aderezos valiosos, telas finísimas, los sombreros caros que trastornan las cabezas de las mujeres sud americanas. En las calles de esa gran ciudad hallaba ella los tipos de las razas más diversas. Veía a las brasileñas, morenas, pálidas con los vestigios delebles de sus antepasados africanos, a argentinas altas, blancas, mostrando en sus rostros resultados de la mezcla de antecesores migrantes, a cubanas luciendo su indolencia, a criollas abrasadas por el sol tropical; y contemplaba pasar en mareadora confusión a las mujeres rumanas, montenegrinas, rusas y norteamericanas, yendo presurosas a ver museos y galerías de cuadros. Por las noches, entre el rebullicio de la gente, los sudamericanos con sus esposas acostumbradas a ir a los cafés. Escogen de preferencia los de Montmartre, en la avenida de Clichy. No sienten el menor sonrojo si acaso son encontrados en aquellos sitios de placeres ilícitos donde la disolución señorea el espíritu de una juventud que hace vicio elegante y refinado el principal objeto de frívola vida. Una curiosidad nociva llevó a Rosa María y a su marido al Molino Rojo, donde ocuparon butacas al lado de un senador de su país acompañado de su esposa, una católica y honesta dama limeña. Hubo un momento de estupor entre ellos al reconocerse. Después, conversaron plácida y alegremente, como si hubiesen estado en la platea del teatro Principal de Lima, oyendo la delicada "Boheme" de Puccini. Y sin embargo, todas esas pudibundas damas sudamericanas, una vez vueltas a sus caros hogares, contaban cosas horrendas de París, lo describían como un verdadero antro de torpezas carnales, como un lupanar infecto, donde la relajación de costumbres era inaudita. Sus esposos modelos, haciendo un mohín de asco, censuraban esa inmoralidad que como formidable ola turbia corría por el ancho boulevard, arrollando triunfalmente todos los buenos principios, base de la existencia de una nación, dejando en el ánimo del observador la triste impresión de que la tercera República francesa se deshacía de puro pudrida. Y lo más original era que estos mismos señores, acompañados de compatriotas suyos residentes en París, de ministros diplomáticos de la América del Sur y de adjuntos de las mismas legaciones, después de opíparas comidas en las fondas de lujo, repletos de manjares recargados de especias y de incendiador champagne, iban a encerrarse en las mancebías para disfrutar del obsceno espectáculo de contemplar a las desgraciadas meretrices, dirigidas por la experta madame Séverine, dedicarse a retozos eróticos y a simulaciones de cópulas, realizados con tan artístico refinamiento, sobre el amplio lecho cubierto de un reluciente tapiz de terciopelo rojo, que los cabellos canos y las luengas barbas nevadas de los espectadores se agitaban a impulso de extraña emoción. Y todo eso se pagaba, fuera de la cuenta del champagne, a razón de un luis por cabeza. Después, excitados, iban a recorrer los cafés de Montmartre y demás sitios donde se divierte la gente. Todos aquellos holgazanes, sedientos de lujuria, como una piara de cerdos se abalanzaban al hozadero de los vicios. Y oían las mismas canciones, repetidas cien veces por tiples escuálidos, cubiertas de afeites y de lentejuelas, que con sus rostros de viciosas y sus gestos lascivos se hacían aplaudir por los crapulosos. En los corredores, en los terrados que cubrían las enramadas de acacias y cerezos, sentadas melancólicamente con guiños expresivos que hacían sus ojos agrandados por la mancha violácea de sus párpados, las rameras esperaban a sus amantes de ocasión. Esas infelices mujeres, extenuadas por el placer venal, roídas por la anemia, vestidas de seda joyante, parecían ufanarse de su miseria moral delante de los hombres atormentados por la sensualidad al rumor de las crujientes enaguas impúdicamente levantadas para mostrar la mórbida pantorrilla o el pie calzado con primor. Y en todas esas mujeres se percibía la misma lasitud resignada y sombría y las mismas palabras salaces para excitar a los burgueses y a los mentecatos. Este era el París de fausto y de placeres que cantaban los poetas de la célebre Butte. Muchas damas limeñas, escrupulosas en su ciudad natal, que se escandalizaban ante el menor devaneo amoroso de sus amigas casadas, daban rienda suelta a sus apetitos en el caldeado París de junio. Y no eran pocas las aventuras que se referían acerca de esto. Rosa María recordó el suceso de la "bella peruana", como la llamó un artículo de "Le Journal" que publicó su retrato. Fue un acontecimiento que hizo bastante ruido. La señora Varas, que en estado de soltera se llamaba Clotilde Stucker, conoció en los baños de Baden al hijo de un afamado dentista norteamericano. La dama caprichosa y frívola y el joven enamoradizo se convirtieron pronto en amantes. El marido quedó abandonado y con tres pequeñas criaturas. Transcurridos algunos meses y exhaustos de dinero a pesar de que ella vendió sus joyas, estos amores acabaron trágicamente. En el cuarto de un hotel de París una mañana escucharon los camareros un disparo de revólver. Al entrar en la estancia, revolcándose en su tibia sangre, vieron al infortunado joven. Su amante, en pie, pálida y convulsa, estaba junto a él. ¿Fue un suicidio a causa de que era forzoso poner término a aquella pasión? Así se creyó, pues se halló una carta del airado padre que amenazaba al hijo, si no volvía al hogar, con privarle de todo recurso pecuniario. Pasó aquello y la gente de París, después de un día de comentarios, no se acordó más del asunto. "La bella peruana", harta de fastidios, continuó su pereginación de amor por las ciudades de la culta Europa. Y este recuerdo le hizo pensar, a Rosa María, en un bizarro coronel turco, Kaled Bey, adjunto a la embajada turca en París. Por delante de sus ojos entornados pasó la imagen del apuesto guerrero otomano, con su casaca cubierta de resplandecientes entorchados y condecoraciones, con su gorro rojo. Era alto, blanco y robusto, un verdadero tipo de esa fuerte raza que destruyó al imperio bizantino. El sultán rojo, Abdul Hamid, se complacía en mandar como adjuntos militares a esos hombres de magnifica talla, de músculos de acero, que ocasionaban en las mujeres de la alta sociedad pasiones inefables que las conmovían con dejos de raras voluptuosidades y las hacían figurarse los tibios y perfumados harenes donde muchas y hermosas mujeres son para el exclusivo deleite de un solo hombre. Le conoció en la platea de la Comedia Francesa durante una noche en que se representaba "Hamlet". Hubo entre ellos sonrisas discretas, luego miradas de ardiente curiosidad; él contemplaba en ella a una mujer de un país exótico y remoto; ella veía en él al hombre de una nación fanática, media bárbara, a uno de esos turcos que, según los diarios de París, degollaban a los armenios, asesinaban a los judíos y violaban a las mujeres cristianas. Y todo eso de desconocido que existía entre ellos los unió con estrecho vínculo. Como súbito relámpago el amor iluminó sus almas. Después, volvieron a verse en el hipódromo de Longschamps y todas las tardes en el Bosque de Bolonia. En torno del lago, dorados por los postreros reflejos vespertinos, en medio de la multitud, se percibían desde lejos; ella hacía entonces que su carruaje fuese al paso a fin de que él, montado en un soberbio caballo, la alcanzase y le dirigiera un fino saludo. Un insólito rubor coloreaba las mejillas de Rosa María y su corazón latía violentamente, como en la época en que era colegiala y se escapaba con otras condiscípulas para ir a hurtar las frutas del huerto, allá en el sombrío colegio de un barrio parisiense. Erase el delicioso tiempo de la plena primavera. Los cafés de los Campos Elíseos, enguirnaldados de luces, resaltaban sobre el follaje verdinegro de la avenida, amplia y recta. Una noche fue Rosa María al "Café de los Embajadores", uno de los más frecuentados por los parisienses. Le acompañaban el cónsul general de Bolivia, el secretario de la legación ecuatoriana y su esposa. El marido de Rosa María había tenido que partir para Londres en el tren expreso de la mañana. Se trataba de ultimar un negocio de minas de oro, situadas en la provincia de Sandia. El señor Fernández, dueño de haciendas en el departamento de Puno, conocía de cerca el lugar donde se ubicaban dichas minas. Por eso y sabiendo que era un buen negocio, tomó un gran número de acciones. Ahora, varios capitalistas del mercado de Londres intentaban formar una poderosa sociedad anónima con medio millón de libras esterlinas. Un amigo del cónsul de Bolivia, joven pintor que empezaba a adquirir fama, llevó al coronel turco al palco donde estaba Rosa María. La presentación fue breve y correcta. Kaled Bey le ofreció un ramillete de lilas blancas. En el escenario bailaba una pareja de rusos, vestidos con sus trajes nacionales. Saltaban, hacían cabriolas inauditas, giraban sobre las puntas de los pies o sobre los talones, mientras la luz brillaba sobre los alamares de sus vestidos, daba intensidad al color verde de la casaca rusa orlada de armiño. Los cartelones anunciaban con una atroz palabra rusa esta danza moscovita. El turco, que conocía el idioma y que había viajado por el país de los zares, procuró explicar a sus oyentes el significado de ese baile. Rosa María le escuchaba embebecida, fijos sus ojos en las pupilas abrasadoras y sensuales de Kaled Bey. Apareció, en seguida una cantante que recitó más bien que cantó una canción sosa, llena de equívocos de mal gusto, que ella subrayaba con ademanes desenvueltos. Sobre el escote exagerado, entre blondas vaporosas, se veían sus pechos como dos níveas palomas acurrucadas en muelle nido. Pero el único afán de la artista era mostrar por la abertura lateral de su corta saya sus muslos mórbidos cuyo terso cutis se advinaba al través de la translúcida media de seda rosada. En su propósito de ser admirada por los hombres, de ser deseada por todos ellos, se movía frenética, agitaba sus desnudos brazos y parecía querer despojarse de su ligera ropa para que la contemplasen desnuda, en la gloria de su carne de lujuria, como lirio sagrado ofrecido en el altar de una sanguinaria y voluptuosa Astarté. Terminó el espectáculo con una jota aragonesa bailada por una pareja de españoles. Una hermosa muchacha sevillana, acaso con la nostalgia de las bellas márgenes del río Guadalquivir, bailaba acompañada por un individuo moreno, feo y con aspecto de baladrón, que verosímilmente era su amante. En la puerta una banda de tziganos tocaba valses lánguidos y melodiosos. Como la noche estaba templada y la luna vertía su claridad sobre el vasto paseo, alguien propuso que regresasen a pie. El carruaje fue despedido, y formando dos grupos se echaron a vagar por los senderos de los Campos Elíseos. Iban adelante Rosa María con Kaled Bey, cuya alta estatura, entrevista indistintamente en los claros del bosque, simulaba un tronco de árbol que se ponía en movimiento. Apenas, si el blanco traje de Rosa María y las flores que adornaban su sombrero lograban atenuar esta sensación. Un sentimiento de repentina ternura dominaba el espíritu de Rosa María, le empujaba insensiblemente al amor. La tibieza del brazo de Kaled Bey, que estrechaba al suyo, hacia correr por sus venas un fuego de inmensa pasión. Su acompañante empezó a galantearla con respeto. Eran sus frases cálidas, dichas con ese ardor fanático del musulmán, mientras sus grandes y negros ojos parecían fascinarla. Involuntariamente, así entregados a sí mismos, no observaron que se habían alejado de sus amigos. Volvieron los ojos para percibirlos, pero sólo divisaron las manchas blancas de los rayos de la luna sobre el húmedo césped. Iban a regresar sobre sus pasos, cuando sintieron ruidos de voces que venían de un apartado sitio, oculto por un grupo de árboles. Fueron a ver aquello. Había un corro de personas y en medio de él presenciaron una cosa estupenda. Iluminada enteramente por la claridad lunar, velada a medias por una sutil gasa, una mujer se ofrecía con raro impudor a la admiración de los espectadores. Su piel relucía blanquísima; sus largos cabellos, negrísimos como ala de cuervo, sombreaban sus carnudas caderas. Empezó a bailar a la usanza árabe, como se acostumbra hacerlo en los cafés del Cairo o de Damasco. A sus pies se amontonaban las gasas y un ropaje de lino azul. Kaled Bey la miraba con avidez, absorto, apretando nervioso el suave y grácil brazo de Rosa María que sentía correr por sus venas una onda de fuego enloquecedor. De repente, hubo un rumor, la gente hizo más reducido el corro y alguien dijo: "¡la policía, cuidado!" En breves segundos, como por encanto, se disolvió el grupo, y dos hombres se llevaron a la mujer que, vestida de prisa, iba abotonándose todavía su abrigo de pieles. Los agentes de policía sólo vieron alejarse a los espectadores y, calmosos, hablando con animación, prosiguieron su camino al través de la desierta avenida. Entonces, volvieron a la realidad y fueron en busca de sus amigos. Al pasar bajo una enramada, junto a una ninfa que en actitud de haber sido sorprendida, inclinaba pudorosa la cabeza y tapaba su sexo con ambas manos, se detuvieron un instante a fin de columbrar el lugar donde podían estar sus compañeros. De súbito, se miraron, sus pupilas se inflamaron con insólito ardor e irresistiblemente, aguijoneados acaso por el imperioso instinto erótico que en ocasiones mueve la voluntad de los seres humanos, se tendieron los brazos y se besaron con pasión. Y conocieron entonces que se amaban. Momentos después, hallaron a sus amigos que les andaban buscando y todos juntos regresaron a sus hogares. Una tarde luminosa, de horas cuatro a seis, fue ella a la tibia habitación de Kaled Bey, situada en un barrio cercano del boulevard, lleno de los rumores de la gran ciudad. En los brazos de su amante olvidó todo Rosa María. Nunca se imaginó que su cuerpo pudiese experimentar nuevas y no soñadas sensaciones. Parece que en el ambiente de París, en aquellas horas de las citas amorosas, flotan dispersos vahos de una extraña voluptuosidad. En los abrigados aposentos, con las cortinas corridas para que más pronto llegue la obscuridad cómplice, las luces rutilan en las copas donde el champagne burbujea con trémulos cambiantes. Los besos cálidos, los abrazos apasionados, como un vendabal, remolina y lleva por encima de los tejados de París la honra de los maridos y el pudor de las doncellas. Y continuaron viéndose dos o tres veces por semana. Rosa María iba y venía por la estancia y lo curioseaba todo. Largo rato solía extasiarse delante de las panoplias, admirando las cimitarras, las gumías y las enormes pistolas con sus culatas cuajadas de artísticas incrustaciones de marfil. La soberbia colección de tapices que poseía Kaled Bey le gustaba a ella sobremanera. Eran telas traídas de remotas comarcas, venidas de Damasco, de Persia o de Esmirna, de primorosos colores, tan suaves al tacto como si fuesen hechas de seda. Cuando ella extendía su bien formado cuerpo sobre el tapiz verde de Bagdad, mullido y abrigado como un lecho, sentía sus nervios sacudidos por calofríos de amor. Y sin embargo, en la amplia estufa ardía el tuero con rojizos resplandores. Kaled Bey le hablaba de su hermoso país, de Constantinopla sugerente de tradiciones y de tragedias sangrientas, del espléndido Bósforo, del Cuerno de Oro tranquilo como un lago donde se pasean en caiques, durante los crepúsculos vespertinos, entre la menguante claridad dorada, las bellas mujeres del Islam. Le describía la antigua ciudad de Stambul y sus mezquitas con los altos alminares. La imaginación de Rosa María daba vida a esas descripciones. Veía las calles estrechas, tortuosas, cubiertas de césped con sus edificios ruinosos en los que hay un silencio místico. Al recorrer esas callejas el viajero se figuraba que descendía sobre su inquieto espíritu la paz profunda y serena de los campos o de la alta mar en las noches de luna. Aparecía delante de ellos el largo puente de madera, por donde pasaban turcos, griegos, judíos y europeos, que une la moderna Constantinopla con la antigua. Por debajo de sus viejos pilares, verdosos y carcomidos por el embate de las olas, el mar se desliza murmurador. Le oyó contar a su amante el paseo que hizo a la isla de los Príncipes en un pequeño vapor. En pie, junto a una de sus enormes ruedas, vió alejarse, confusos, envueltos en una sutil neblina, las cúpulas, los quioscos y los derruidos muros de antiguos palacios y fortalezas del viejo Stambul. Después, percibió varias mansiones señoriales. En sus fachadas lucían el mármol, el mosaico y deslumbraba ese refinamiento minucioso, hecho a manera de delicado encaje, que decora arcos, puertas y balcones de las casas turcas. Sobre las aguas, movedizas, medias borrosas, flotaban sus siluetas, y en más de una ocasión una alta torrecilla enviaba hasta la cercanía de la nave su aérea figura. Poco a poco se fue perdiendo de vista aquel hacinamiento de edificios, de buques anclados, mientras se ensanchaba el mar y en lontananza surgía la isla encantadora de los Principes, una masa gris, sin contornos visibles, casi verdosa a causa de la vegetación lujuriante que la cubre. En la isla, a la sombra de copudos árboles, contempló un soberbio panorama. Las aguas azuladas, límpidas, cuyas irisadas espumas parecían hervir un instante, y se resolvían al contacto del aire, venían a lamer las arenas de la playa. Por entre los claros del bosque, en la lejanía, veíanse las riberas cenicientas, vaporosas, ideales. En ese apartado y umbroso rincón había una paz serena, una apaciguadora quietud, que hacía a uno olvidarse de la maldad humana. Pasó toda la tarde, después de almorzar en un ventorro, bajo una enramada de jazmines florecidos, tendido en la playa, viendo el vaivén de las olas, bañado en una claridad vibrante que vigorizaba sus nervios fatigados por los excesos del harén. Otra vez le dibujó las mezquitas. Bajo las cúpulas, en la media sombra de los anchurosos recintos, brillaban los mosaicos, los versículos del Alcorán escritos con dorados caracteres sobre el rosado mármol de los muros. Los patios adornados con gallardas columnatas, con su fuente para las abluciones de los fieles, cobijada por las palmeras africanas, pasaban delante de su fantasía de oyente. Los sepulcros de los famosos guerreros del Islam, de los sultanes que fundaron el Imperio y lo hicieron fuerte, cubiertos con verdes tapices guarnecidos de oro y plata, le atraían poderosamente, le representaban los tiempos sanguinarios en que los bridones de los turcos corveteaban en el templo de Santa Sofía. Los amores de Kaled Bey con Rosa María concluyeron casi bruscamente. El Sultán creyó oportuno enviar a Kaled Bey a la embajada turca de Viena. Era menester que las hermosas mujeres vienesas admirasen a su sabor al hercúleo adjunto militar turco, a guisa de propaganda para el mayor prestigio de Abdul Hamid. Al mismo tiempo, Rosa María recibió de su marido un cablegrama urgente. Le decía que hiciese sus preparativos de viaje, pues tomaría el próximo vapor de la Compañía de Mensajerías Marítimas para regresar al patrio suelo. Y fue en una tarde melancólica, viendo correr la lluvia sobre los cristales de la ventana de la alcoba, cuando se dijeron adiós. Y acaso, mientras recostado en un mullido asiento del tren expreso, llevado velozmente al través de la Europa, Kaled Bey pensaba en Rosa María, ella, inconsolablemente, apoyada en la borda del trasatlántico, con rumbo a América, tenía añoranza de su amante turco. Y Rosa María, sonriendo tiernamente, puso fin a sus recuerdos del pasado. III Rosa María era hija de padres acaudalados, pertenecientes a esa aristocracia del dinero, formada mediante los negocios, contratas y demás especulaciones, hechos con perjuicio del Estado. Desde el comienzo de la República, junto con esa ralea de coroneles o generales que se disputaban a balazos la Presidencia, apareció el grupo de los políticos aduladores, sin escrúpulos y audaces, que hacían pingues ganancias a costa de la Hacienda pública. El abuelo de Rosa María fue uno de esos ambiciosos, faltos de conciencia pero sobrados de brío para los peculados. Se puso bajo la protección amplísima de un prohombre, amigo del general Echenique que en ese entonces era Presidente de la República. Acontecía aquello en la época próspera del guano de las islas de Chincha, que la rapacidad de los consignatarios pensaba que iba a ser una fortuna inagotable. Este hombre, que se llamó Juan Alonso, desplegó tales artes que su protector obtuvo para él un empleo con buen sueldo en la administración de las mencionadas islas. Su habilidad hizo que el jefe reparase en él; y con bajezas, humillaciones y todo género de ruindades fue haciendo carrera. A fuer de listo aprovechaba las lecciones que le daban sus jefes en lo tocante a la rapiña de los dineros del erario público. Como cómplice no le había más discreto. Ya el jefe de su sección se lo había dejado entender, cuando le ayudó a ocultar un latrocinio que indagaba un inspector fiscal. Y de este modo, de ascenso en ascenso, el humilde abuelo de Rosa María llegó a desempeñar el alto empleo de Gobernador de las islas de Chincha. Para ese entonces ya contaba con la amistad y el valimiento del gran mariscal don Ramón Castilla. Ese empleo estipendiado con ocho mil pesos anuales y ciertos negocios realizados con los capitanes de los buques que transportaban a Europa el rico abono, hicieron aumentar su fortuna. En medio de ese derroche estupendo, todos entraban a saco en la riqueza fiscal. Y desde el Presidente, que jugaba gruesas sumas de dinero, hasta el modesto empleado de aduana, que cerraba los ojos delante del falso tonelaje de las naves fletadas por los consignatarios, todos robaban con descaro. Y hubo algo inconcebible. Esta holgura del Estado, que antes se ahogaba caído en las garras de los prestamistas extranjeros y de los militares ávidos de sueldos, sugirió a algunos especuladores el proyecto de la Deuda Consolidada. Entonces, el escándalo no tuvo límites. En pocos años subió a veintitrés millones de pesos el total de los créditos reconocidos con perjuicio del Tesoro público. Para este propósito se inventaron créditos, se aumentaron las cantidades verdaderas y se exhumaron de los viejos archivos multitud de cuentas quizás ya pagadas. Sin embargo, de que el vencedor de la revolución que puso merecido término al Gobierno venal de Echenique, hizo tachar créditos no comprobados por valor de doce millones de pesos, más tarde se dejó arrastrar por la ola de la corrupción y los hizo declarar válidos. Donde se palpa más a lo vivo esa podredumbre de la nación, es en los contratos del año de 1853 sobre el cambio de trece millones de deuda interna consolidada por igual suma de Deuda externa. Para la distribución de la ópima ganancia de estos contratos, había otros celebrados secretamente en los cuales se estipulaba, impúdicamente, que el provecho del negocio se repartiría por mitad entre los contratantes y las personas que el Gobierno designaría en su oportunidad. Se dice que jamás llegó a saberse quienes fueron los agraciados con este copioso lucro; pero no obstante eso, súpose que uno de ellos fue don Juan Alonso. Después de varios años, los diarios anunciaron el nombramiento del señor Alonso, el ex gobernador de las islas de Chincha, para el cargo de agente del Gobierno en Europa. Se trataba de una de esas contratas de millones de quintales de guano. Sin embargo de los abusos que cometían los consignatarios y de lo oneroso que era para el Perú las comisiones cobradas por ellos, se prefería este procedimiento antes que vender el guano en el país o enviar empleados que se ocupasen de venderlo en los mercados extranjeros. Había para ello una razón poderosa: la falta absoluta de moralidad y de civismo de que adolecían los empleados públicos. Por eso, un ministro de Hacienda no tuvo reparo en exponer en una Memoria enviada a las Cámaras alta y baja el año de 1860, que para la venta del abono en el país o en Europa, existía el inconveniente de no encontrar personas bastante honradas que se encargasen de esta comisión. La influencia de don Juan Alonso creció mucho más; porque merced a sus intrigas un tío suyo fue elegido senador por el departamento de Amazonas y dos sobrinos obtuvieron asientos en el Congreso de los Diputados. En aquellos tiempos, a raíz de una revuelta o de un pronunciamiento, venía un nuevo Congreso o una Asamblea Constituyente. Entonces, claro estaba que se improvisaban senadores o diputados según las necesidades del régimen que imperaba. De este modo el modesto empleado de las islas de Chincha se convirtió en dueño de varias haciendas en el Norte de la República, tuvo carruaje propio y pudo pasear en las capitales del viejo Mundo. Su hijo don José Alonso siguió las huellas del padre. Fue empleado en las mencionadas islas de Chincha. Hizo carrera rápidamente, porque tuvo en su progenitor un auxiliar discreto y un sostén poderoso. Su espíritu de mercader le sugirió el proyecto de asociarse con otros especuladores en la inmigración de los chinos para la agricultura. Esta especie de trata le dió bastante lucro. Todos aquellos negociantes con participación en las contratas del guano, en los empréstitos gravosos y aquel grupo de banqueros que fraguaron emisiones fraudulentas de billetes para empobrecer al país, se unieron para constituir el partido civil. Vistieron el disfraz de políticos para seguir en el latrocinio de las rentas públicas. En verdad que el año de 1872, cuando acaecía esto, estaba distante de aquellas épocas en que militares impulsivos arengaban a un puñado de soldados, se ponían a la cabeza de los rebeldes e iban a arrojar a balazos a los legisladores o a asesinar al presidente. Después, cada jefe de revolución metía las manos en el erario, dejándolo exhausto. Era el robo franco, brutal acaso y con peligro de la vida en el fragor del combate, el que fue reemplazado por el hurto mediante las cláusulas de las contratas del guano y de los empréstitos que imaginó el núcleo de los consignatarios que declararon la guerra a Dreyfus. Lucha de piratas contra un pirata mayor. Cualesquiera ideas que pudo abrigar el fundador de este partido pólitico, el vórtice de la concupiscencia de dinero y las circunstancias del medio en que obró, los hicieron estériles cuando no perjudiciales para el Perú. La juventud imitó el ejemplo pernicioso y se corrompió pronto como la fruta buena en contacto con la dañada por la podredumbre. El partido civil, cual esas criaturas que llevan el virus en la sangre, nació malsano y tenía que desaparecer a la muerte de su jefe. Se presentó en el escenario de la política nacional como una ardiente abominación del militarismo altanero, fanfarrón y asaltador de presidentes. Y sin embargo, legó su herencia a un militar cualquiera. Declamó contra la impudicia de los traficantes de la Hacienda pública, contra los graves errores económicos y la bancarrota que venía como su lógica consecuencia, y a pesar de todo ello siguió el camino recorrido por sus antecesores. Hubo así nuevos empréstitos, nuevos robos de los dineros fiscales contando siempre con los anticipos sobre el guano. Fue más allá, hasta ensayar un plan de desconocidos alcances, sobre la base del salitre de Tarapacá. Entonces, sobrevino el fracaso y con él la temida ruina. Cuidó tan mal de la seguridad del Estado, que fió más en la fuerza de alianzas inciertas o de pactos poco diplomáticos, que en los cañones. Y vino la guerra del año de 1879 para barrer con toda esa inmundicia y para aleccionar a las futuras generaciones. Pardo con todos sus vicios y virtudes era el partido Civil. Muerto este hombre ya no quedaron sino pequeñas bandas famélicas y rapaces, que sin cohesión para reorganizarse buscaron el arrimo de los otros partidos personales. Fueron casi siempre los del partido Civil, satélites o lisonjeros de los caudillos posteriores, a trueque de conseguir la ansiada granjería. Por eso, alguno dijo, con verdad profunda, "que el partido Civil es hoy para muchos, el arte de comer en todas las mesas y meter las manos en todos los sacos". El padre de María Rosa, que era corifeo del partido Civil, pensó que el salitre podía ofrecerle lucrativos negocios. Si don Juan Alonso halló en el guano su actual riqueza, parecía lógico que el hijo buscase la suya en el salitre. Como fracasó el estanco de este abono, el Gobierno intentó comprar las salitrerías. Don José Alonso con otros socios, meses antes de que se promulgase la ley del caso, hicieron adquirir por medio de sus agentes varias de ellas. Sus dueños las vendieron muy baratas, porque estaban llenos de deudas y el precio del salitre no les dejaba beneficio alguno. Por aquel entonces ser salitrero significaba una persona amenazada de una pobreza más o menos próxima. Cuando el Gobierno, mediante un Decreto, expresó las bases con arreglo a las cuales compraría los terrenos salitrales, don José Alonso se apresuró a venderle los adquiridos a vil precio. Al mismo tiempo se gravaba con un fuerte impuesto cada quintal de salitre que se exportara. Era una medida de coacción para que los recalcitrantes cediesen a los deseos del Gobierno que soñaba con un gran monopolio casi universal. Bolivia, cuya alianza con el Perú era un hecho, secundaría el plan del ambicioso politico que lo forjara. En aquella época de corrupción y de envilecimiento de los que lucraban con los empleos públicos, fue cosa fácil para don José Alonso obtener buenos informes sobre los terrenos salitrales ofrecidos en venta por él. En las comisiones de abogados e ingenieros, merced a poderosas influencias, hubo uno o más que cerraron los ojos ante los defectos o nulidades existentes en los títulos de propiedad o en la cabida e inventarios de esos terrenos. Grandes ganancias realizaron el señor Alonso y sus consocios. Pero aún le quedaba al afortunado especulador otra fuente de abundantes utilidades: formar parte del grupo de personas que celebraron con el Gobierno la contrata para la administración de las salitrerías. Puso en este propósito todos sus afanes y supo alcanzarlo. Los delegados de cuatro Bancos nacionales, en representación de éstos, hicieron con el Gobierno ese convenio que les garantizaba el préstamo de dieciocho millones de soles, suma de dinero que se despilfarró en debelar revoluciones y en recompensar a los fieles servidores del partido Civil, sin tomar en cuenta la parte que se evaporó en los latrocinios habituales. Concupiscencias asquerosas e inmoralidad administrativa inveterada, eran las características de aquella época de políticos mercaderes, de prestamistas usureros y de Congresos compuestos de parásitos inconscientes, cuando no de gestores bribones. De este modo se concibe como en el lapso de veinte años más o menos, los señores Alonsos hicieron un par de millones de soles de plata. Y muchos aventureros como éstos se tornaron ricos gracias al derroche desatentado del fisco y a la rapiña descarada. Rosa María nació en dorada cuna. El lujo y el bienestar más amplios rodearon su infancia. La nieta del afortunado advenedizo supo hacer relucir su oro, vistiendo bien y educándose en los colegios más caros de Lima. Cuando ocurrió la bancarrota del país, los especuladores ganaron con ella. Parecía que iba a concluir aquella época vergonzosa de derroches y manejos ilícitos. El pueblo, empobrecido, desmoralizado, viendo en cada caudillo de revolución al jefe de una nueva pandilla que saqueaba el Tesoro público, empezó a sentir enojo y asco. Por causa de unos cuantos centavos que Bolivia aumentó en cada quintal de salitre exportado, Chile le declaró la guerra. El codicioso país vecino había encontrado el pretexto, que largo tiempo buscó, para apoderarse de la riqueza agena. El Perú tuvo que contender también por estar aliado con Bolivia. La noticia de la guerra conmovió a la nación entera. Fue el despertar brusco de un sueño de orgía. Y como los cuervos huyen despavoridos, al menor asomo de peligro, dejando abandonada la presa, muchos de esos políticos enriquecidos por malas artes, muchos de esos negociantes que en los contratos del guano o del salitre obtuvieron opimas ganancias, fueron a esperar en París, Londres o Madrid el resultado de la pelea. Por supuesto que llevaron consigo sus caudales, temerosos de que se les exigiese dinero para la defensa del país que explotaron como su propio feudo durante tantos años. Y la desbandada fue no sólo de los ricos tímidos y egoístas, sino de algunos generales y hasta de un Presidente de República. Era la época de las traiciones criminales y de las cobardías villanas. Un terror pánico enloquecía a la gente. En el destino de las naciones acontecen a veces hechos que parecen ocultar un designio providencial. La guerra del Pacífico, encarnizada, casi salvaje, en la que de las tres Repúblicas beligerantes, dos luchaban por defender sus riquezas y la tercera por arrebatárselas, fue el huracán purificador, salutífero, que aventó las miasmas emponzoñadoras del pueblo peruano. Con los charcos de sangre de las batallas de San Juan, Chorrillos y Miraflores concluyó todo, inclusive la efímera dictadura de un audaz. En esa mascarada del omniscio dictador Pierola no hubo grandeza ni valor, y sólo resaltó la omnipotencia vanidosa del conspirador tenebroso y del signatario de contratos onerosos para el fisco. Se creyó que la guerra terminaría pronto. Y los pusilánimes que buscaron tranquilidad en tierras lejanas, fallidos sus cálculos, decidieron permanecer algunos años fuera de la patria. Cuando el ejército chileno, celebrado el tratado de paz, cesó de ocupar el territorio nacional y desapareció la dura tiranía del vencedor, tornaron muchas familias. Por vergüenza o miedo a la justa ira de los pueblos traicionados, los generales fugitivos se impusieron un exilio voluntario. Rosa María regresó con sus padres a su ciudad natal, triste, recelosa y aún no exenta del espanto que le causara los desmanes de la soldadesca chilena. Como todo pasa con el tiempo, Lima volvió a ser la voluble y alegre capital de los amores fáciles y novelescos. En un sarao le fue presentado a Rosa María el señor Enrique Fernández, dueño de varias haciendas en el departamento de Puno, senador gracias a la voluntad de su amigo, el general Iglesias. El grave hombre público se enamoró de la seductora Rosa María que a sus encantos de limeña mimada por sus padres aunaba toda la coquetería de la parisiense. Se casaron en una clara mañana de verano en la iglesia de la Merced. Y de este modo, la nieta de don Juan Alonso llegó a ser gran dama limeña. IV Lucrecia de Román, que tal era su apellido paterno, descendía de una linajuda familia de la época del virreinato. En los pocos retratos seculares que aún conservaron sus padres, miró ella de pequeñuela la ceñuda faz de un capitán de los tercios de Flandes y el pálido y fino rostro de un abad. Y su abuela le contó haber visto el escudo de sus mayores, de tosca piedra berroqueña, en la ruinosa mansión solariega, que ostentaba un bastón de gules y cuatro flores de lis de azur en campo de oro. La briosa imaginación de Lucrecia hacía volar su espíritu a las pretéritas edades, a los tiempos románticos y sangrientos en que el rendido trovador caía apuñalado al pie de la reja de su amada. Al contemplar en las láminas de un antiguo álbum de los muros grises de los castillos medievales, se le representaba la vida austera, orgullosa, del señor feudal, pronto el bridón para ir a guerrear con el vecino y dispuesta la tajante espada para hendir yelmos relucientes. Narrábale su bisabuela muchas cosas de los saraos bajo el Gobierno de los últimos virreyes. En los viejos caserones con sus balconajes de estilo morisco, en los anchos zaguanes y en los amplios patios pavimentados con guijas del río entremezcladas con huesecillos, Lucrecia revivía una lejana época de fausto. Siempre que iba a oír la misa matutina en el templo de San Pedro, al pasar por delante de la señorial casa de los marqueses de Torretagle, creía ver abrirse de par en par la gran puerta esculpida para dejar salir la dorada carroza de cristales de la anciana marquesa con peluca empolvada y enorme miriñaque. Uno de sus antepasados fue compañero de don Francisco Pizarro y favorecido por éste con tierras en el valle del Rimac. Los descendientes del venturoso soldado de la conquista acrecentaron su fortuna, y de este modo uno de los mayorazgos llegó a poseer en inmuebles rústicos y urbanos cerca de medio millón de pesos. Pero hacia la postrimería del siglo XVIII una mayorazga, huérfana y bajo el amparo de un tutor sin escrúpulos, casó con un capitán de gentileshombres, pendenciero, jugador y enamorado. Pareció morigerarse el hidalgo don Pedro de Araneda; pero al cabo de unos cuatro años, una vez que concurrió a una fiesta de familia, observó que jugaban en un aposento vecino. Le dió un vuelco el corazón y sintió súbitamente que el demonio del juego le tentaba de nuevo. Desde entonces jugó con desenfreno. Su mala suerte le hizo perder gran parte de los bienes de su esposa. Una noche, cuando su último maravedí rodó sobre el fatídico tapete de la mesa de juego, experimentó horror de sí mismo y odió al ganador. Y a deshoras, en una apartada calleja le aguardó para asesinarle. Le formaron proceso y antes de que fuese condenado a la horca, se suicidó en la prisión. La viuda pudo rehacer la perdida hacienda con largos años de economía, pues de otra manera iba a quedar pobre. Vino la guerra de la Independencia. Los patriotas vencedores, persiguieron a los efectos al régimen de la colonia. Muchos españoles, fieles a su Rey, prefirieron emigrar, llevándose consigo sus familias y caudales. Otros perdieron sus puestos y orgullosos para trabajar en menesteres indignos de su posición social, vinieron a menos. Entonces, se empobrecieron muchos, mientras los aventureros de la República, mestizos en su mayoría, disfrutaron de crecidas rentas. Hasta los títulos de nobleza fueron abolidos, y apenas si uno que otro escuchimizado marqués limeño, contemporáneo de la Micaela Villegas, la amante del virrey Amat, se obstinaba en usar el aristocrático "de" antepuesto a su apellido. Los abuelos de Lucrecia se resignaron a soportar el yugo de los patriotas a trueque de no abandonar el terruño natal. Se aislaron voluntariamente encerrándose en la vetusta casa solar de sus antepasados, situado en la calle de Gremios. Salían raras veces salvo cuando había festividades de iglesia, pues para los españoles de ese entonces el altar y el trono, eran en compendio toda su mentalidad. La madre de Lucrecia, acompañada de una negra esclava, embozada en su manto, solía asistir a los oficios. De noche, al toque de ánimas, cerrábase la rechinadora puerta. Después de rezar el rosario, la familia tomaba chocolate antes de recogerse. Al través de los gruesos muros de su vivienda sentían el rebullicio de los motines en las calles y de los pronunciamientos en los cuarteles en favor de tal o cual caudillo libertador. Eran los tiempos de los celos y rencillas entre los padres de la patria y de los asesinatos de los ministros como don Bernardo Monteagudo. Hubo un pasajero principio de esperanza en el corazón de los abuelos de Lucrecia, cuando el año de 1823, parte del ejército español entró en Lima. La nueva República se vió amenazada en su libertad. Los realistas evacuaron la ciudad por no poder sostenerse en ella. No obstante esto y el triunfo de las armas españolas en Moquegua, el nuevo estado del Perú se emancipó del dominio de los Reyes castellanos. Bolívar quebrantó definitivamente en Ayacucho la cabeza del truculento dragón hispano. Durante algunas tardes tibias, seguida por su fiel criada negra, antigua liberta, Lucrecia iba a los barrios del Cercado. Gustábale vagar por los callejones tortuosos, de gruesos muros de adobes, desgastados por las lluvias y el sol, llenos de agujeros en cuya obscuridad chispeaban los ojillos de las lagartijas. En la paz y soledad de esas callejas que la hierba alfombraba, por rústicos cauces, corrían las mansas aguas de arroyuelos parieros. El cielo azul, diáfano, parecía envuelto en un sutil polvillo de oro que flotaba a merced de la tácita aura. Recorría la plazuela del Cercado, agreste, con sus toscos escaños roídos por la humedad, dormida a la sombra de sus añosos árboles. Las casas, con sus enormes y carcomidas puertas y sus enrejadas ventanas que conservan aún las huellas del estilo colonial, mostrábanse desiertas. Ni piar de aves, ni ruidos de chiquillos traviesos y alborotadores turbaban el silencio que señoreaba todo aquello. En un ángulo de ese recinto se alza un modestísimo templo, ofrenda acaso de un devoto hidalgo español o de una fanática condesa limeña que en sus venas tendría quizás dos tercios de sangre india. En la ruinosa torre hay una campana cuyos sonidos lánguidos, amortiguados cual si viniesen de remoto lugar, al propagarse por el ambiente, van sugiriendo visiones de cosas que fueron. En esas campanadas lentas y melancólicas parecían revivir sucesos trágicos o romancescos. Es el alma de las leyendas heroicas, de las aventuras amorosas, de los odios mortales perpetuados de generación en generación, la que vibra recordativa en esos sones, sobre todo en los solemnes crepúsculos vespertinos. Con extraña armonía avanza la sombra sobre la plazuela al par que los ecos del campaneo se esparcen sobre los campos aledaños. En la hornacina, adornada con flores de papel, colocada en una pared de una callejuela sombría, tiembla la luz de la lamparilla que alumbra a la imagen de Jesus Crucificado, palidecido el rostro por el dolor y la angustia de la agonía. Varias golondrinas habían hecho sus nidos en una especie de alero que las protegía de los aguaceros. Los pajarillos, moviendo impacientes sus cabecitas, ensayaban sus alillas para volar en busca de sus padres. De noche, en la escasa claridad despedida por los faroles de gas, los reflejos mortecinos de la llama que, no obstante los sucios cristales, el viento estremecía en la hornacina, tenían algo de lúgubre, hacían pensar en procesiones de ánimas que con sayales y capuchas daban vueltas en la desierta plazuela. Contaban antiguas crónicas que después del toque de la queda, a fines del siglo XVIII, los vecinos curiosos solían ver a una penitente arrodillada delante del Cristo. Y decía también que una vez, siendo la media noche por filo, un mozo calavera, aturdido por copiosas libaciones, al abandonar una casa de trato, anduvo extraviado en su camino y llegó casualmente a esa plazuela. Al columbrar a la penitente, cuyo blanco sayal ondeaba a impulso de la brisa, fingióse deleitoso lance extraño. Era emprendedor y de ánimo esforzado y, aunque un poco tambaleante a causa del licor, dirigió sus pasos hacia la sombra. Cuando estuvo cerca de ella la requirió blandamente de amores y se ofreció a acompañarla hasta su hogar. No mereció respuesta alguna, salvo un ligero suspiro suavísimo que llegó a sus oídos. Excitóle el misterio de todo aquello y se propuso averiguarlo. Una tarda lechuza empezó a revolotear junto a la lamparilla de la imagen. En la media obscuridad, sus torpes alas y sus ojos enormes, atónitos le daban un fantástico aspecto de monstruo descomunal. De la faz de Jesús apenas se distinguía un pálido reflejo que temblaba en la barbilla. La blanca visión pareció moverse. Entonces, el galán osado e irrespetuoso avanzó un paso hacia ella y tiró hacia sí el velo que recataba el rostro de la devota dama. Nunca pudo hacer cosa peor, pues vió una horrenda calavera y dos descarnados brazos rodearon su cuerpo. De la tenebrosa calleja salió un grupo de espectros que danzaron en torno del garzón. Sintió crujir las mandíbulas de los danzantes como si intentasen reír, y sofocado por el glacial abrazo del fantasma se desmayó y cayó pesadamente en tierra. Al rayar el día, unos vecinos madrugadores le encontraron tendido al pie del Cristo, enloquecido de espanto y medio muerto de frío. Se arrepintió de su mala vida y tomó el hábito de novicio en el convento de los padres mercedarios. También gustaba Lucrecia pasear por las derruidas murallas de la Lima del virreinato. Aún quedan restos de ellas que los años desmoronan implacablemente. Están cerca de la plazuela del Cercado. Al amparo de esos largos paredones, al través de cuyas grandes hendiduras percibía pedazos de las sementeras circunstantes, se abstraía horas enteras en la contemplación del panorama de los alrededores de la Capital. A su izquierda, en primer término, se alza el cerro San Cristóbal, que el vulgo llama la ciudadela, con su aplanada cima y su destruido reducto. Más allá, rodeándolo, se extendían con graciosas sinuosidades, mostrando sus verdes laderas, barrancos de tierra rojiza, gris, envueltos en el tul finísimo de la lejanía. Después, entreveía a su derecha otros cerros, otros campos y collados que doraba la postrera lumbre del tardecer. En lontananza, divisaba las villas veraniegas de Miraflores, Barranco y Chorrillos y le parecía oír el rumor del mar que bate la acantilada playa. Al alcance de su vista, sobre la campiña, el cementerio todo blanco le mostraba sus sepulcros y sus mármoles casi ocultos por los funéreos cipreses. Una paz inmensa, una dulcedumbre apacible que invitaba al reposo y esa quietud serena y resignada de los que yacen en el olvido, parecían venir hasta ella desde el vasto campo santo. Un poco más allá corre el río Rimac, bullicioso, espumante, haciendo saltar sus ondas sobre los guijarros de su ancho lecho. Todo ese panorama termina en la apartada sierra, cuyos montes azules se envuelven en el capuz de las nieblas. Algunas tardes solía Lucrecia ir a visitar las huertas del Cercado, sitios de las fiestas de los hidalgos y criollos de otras centurias. También, venida ya la República, siguió esa costumbre; pero el correr de los años y las modernas usanzas la han hecho decaer bastante. Sin embargo, aún sirven esas huertas de discretos paraísos para que las Evas de ahora se dejen seducir por la facinadora serpiente. Y cuentan los maliciosos que van a holgar en ellas generales, ministros y sesudos senadores de esta flamante República. Dicen que en cierta ocasión un Presidente no pudo realizar un Consejo de ministros; porque dos de ellos, bajo la sombra de la enramada, con varias mozas de garbo, olvidaban entre sus brazos los cuidados de la cosa pública. Y no hubo más remedio que enviar un edecán a buscarles. Se evitó a tiempo una crisis ministerial y la Patria agradeció a esos ministros el sacrificio de unas cuantas sabrosas horas de placer. Sucedió un día que un ministro de la Guerra, muy aficionado a jaleos en las famosas huertas, no se acordó de que en la mañana siguiente debía asistir a la ceremonia de la jura de la bandera por los reclutas. Llegado el instante del solemne acto, fue necesario que un mensajero saliese en busca del ministro. De prisa se vistió éste y montó a caballo, pero falto de sueño y con dejos de la diversión que acababa de abandonar, estuvo distraído y de mal humor durante el acto solemne. Por eso y porque se le cerraban los párpados a causa de la trasnochada, no advirtió que todos saludaban a la bandera nacional. Alguien reparó en el censurable olvido y le dió con el codo para hacerle enmendar su error. El sueño dominaba al ministro de la Guerra, pero con todo salió de su estupor para desmañadamente llevar la diestra a la gorra. Y sonaron alegremente las cornetas. A los rayos del sol pareció batir con ufanía la bandera de Junín y Ayacucho, la bandera de la República de nuestros abuelos, maternal, bondadosa y tolerante para todos esos altos empleados fandangueros, juglarescos y retozones como un vals de Offenbach. Al recorrer aquellas huertas de estancias grandes, de anchas ventanas por las cuales entraba la luz al través de los ramajes de limoneros duragueros y otros árboles frutales pensaba Lucrecia en los misteriosos enamoramientos, en los caprichos de las devotas damas del siglo XVIII en que el libertinaje y el lujo reinaron en Lima sin que les pusiesen freno bandos de virreyes ni admoniciones del clero. Y sobre el blando césped, acaso iluminados por la indulgente claridad lunar, esmaltados los cuerpos por una lluvia de pétalos de jazmines, las parejas de felices amantes solazaron sus volcánicas ansias de amor. Una tarde, el espíritu quimerista de Lucrecia le llevó a conocer la casa que habitó la famosa Micaela Villegas, la criolla querida del virrey Amat. En los barrios de abajo del puente, en una calle lateral, existe un edificio antiguo, con una puerta ancha, fabricado todo él de adobes. Por encima de sus muros vense copas de árboles. Con el alma llena de remembranzas de otras edades Lucrecia se introdujo en el vetusto caserón. Las dulces tintas del ocaso decoraban el espacioso recinto; un matiz de oro parecía ornar las piedras del patio; el cielo resplandecía mostrando un color azul pálido transparente, en parte ambarino. Era una maravillosa escena para hacer revivir leyendas galantes. Recorrió los aposentos silenciosos, sin muebles, donde las diligentes arañas tejían sus redes, donde el polvo de los años iba cubriendo lentamente las paredes enjalbegadas. Al atravesar el umbral de la cámara que sirvió de dormitorio a la presuntuosa actriz, en esa media claridad que había allí, se figuró que perduraban los recuerdos de los amores del virrey galante y enamoradizo y de la criolla sensual y voluble. En la época disoluta en que el virrey Amat tenía su querida, las costumbres estaban muy relajadas. Se consentía aquello como en la República de hogaño se ha permitido a nuestros Presidentes que tengan manceba a cuyas plantas los palaciegos queman el incienso de la adulación. Se ha sabido algo más, que a la vivienda de la amante del presidente, éste solía ir a deshora de la noche acompañado de un edecán, discreto y confidente y encubridor de tales amores. Lucrecia miraba el estrado donde se alzara el lecho de la Micaela Villegas. Melancólica, se imaginó a la criolla gallarda, de caderas robustas, enteramente desnuda, tendida sobre las albas sábanas, mientras el viejo amante, voluptuoso, fijaba en ella sus ardientes miradas, consumido por oculto fuego. Era la mujer coqueta, felina y astuta, que excitaba los seniles antojos del virrey, que le hacía desesperar con sus extravagancias hasta el punto de que un día la llamase la perri choli, apodo con el que ha pasado a la historia. En la huerta inculta, invadida por la hierba, junto a la cocina con revestimiento de azulejos verdes y amarillos, se encuentra una antigua alberca de mármol musgoso, agrietado, en cuyas linfas un reflejo del poniente dejaba una fantástica pincelada de oro. Un rosal vecino mostraba sus albicantes flores, cuyos pétalos simulaban, al caer, callada lluvia de menudos copos. ¡Cuántas veces, en las horas estivales, se bañó en ese estanque la perri choli! Y Lucrecia se representaba al anciano virrey, sesteando bajo la enramada de pámpanos, esclarecido el rostro de sileno por el rojizo resplandor que arrojaban de lo alto los asoleados racimos de jugosas uvas. Después, la criolla surgía del agua, se envolvía en una amplia toalla e iba a recostarse en la solana, sobre un pedazo de estera, mientras sus negros y profusos cabellos relucían salpicados de cristalinas gotitas. Y su garganta mórbida, su opulento seno, todo su cuerpo encantador entregábalo ella a las abrasadoras caricias del sol... Cuando fue niña Lucrecia, sus padres la pusieron en el colegio de Belén, un edificio monótono y triste, situado cerca de la Penitenciaria. Siempre rememoraba su infancia arrollada por interminables oraciones y cánticos religiosos bajo las bóvedas del templo sombrío, durante las mañanas lluviosas, cuando una pálida claridad entraba por las altas ventanas y convertía en borrosas las alegres caritas de las alumnas. Sentía pesar en su ánimo ese sobrecogimiento místico mezclado de indómito horror, que baja al anochecer de las naves medias obscuras, mientras el desapacible chirrido de las colgadas y bamboleantes lámparas le hacía correr por las carnes temblores de epiléptica. Y el reflejo titilante de la mariposa que en tallado vaso de cristal ardía ante la veneranda imagen de la Virgen María, le representaba crueles visiones de martirios. El pasaje discreto de las buenas religiosas tras los gruesos pilares al cruzar los anchurosos y fríos claustros, le daban pavor, haciéndole pensar en almas en pena que vagaban gemidoras. Los vetustos y polvorientos plátanos del huerto, vislumbrados por ella al través de los deslustrados cristales del ventanaje del dormitorio, despertaban en su mente ideas de cosas malignas, de inauditas desgracias, algo así como amarguras incurables de doncellas desamparadas, gritos y llantos maternales por el perdido hijo, todo en demoniaca pesadilla que bañaba su casta frente en congojoso sudor. Con vivo regocijo veía clarear; los primeros rayos del crepúsculo matutino, tibios y dorados, desvanecían esas espantosas visiones. Entreabría con indolente ademán las frazadas, sacaba afuera sus esculturales y carnosos brazos y dejaba que un rojizo lampo, resbalando sobre su pecho virginal, escudriñase los misterios de aquel nido de castidad. Luego, venía el despertar jocundo de las educandas, los desperezos de aquellos cuerpecitos arrebatados al descuidado sueño de una inocencia ignorante, el rumor de los trajes al ser puestos apresuradamente y el burbujear del agua en el cuadrangular estanque al ser golpeada por aquellas carnes blancas y sedosas. ¡Ah, el rezo! La atediaban de un modo horrible los inacabables rosarios con padre nuestros y ave marías recitados por la gangosa voz de una monja francesa de arrugada y enrojecida faz. Algunas niñas, deseosas de cumplir con sus cristianos deberes, rezaban acaso maquinalmente; pero las demás, distraídas, dando rápidos vistazos a sus compañeras y pensando en esas naderías que preocupan a las mujeres, bostezaban a hurtadillas y querían que concluyese todo aquello. Y cuando la campana del convento con gratos sones llamaba al refectorio, era cosa de ver la desbandada de las colegialas gárrulas y risueñas, mientras la anciana madre, de espantables ojos de búho, musitando aún trozos finales de oraciones, seguía cojeando al tropel de muchachas. Una vez que salió del colegio, sus padres la pusieron en relación con familias pertenecientes a la alta sociedad. Concurrió a fiestas y a comidas. En la villa de Chorrillos, durante un verano, conoció a don Carlos Enríquez, acaudalado dueño de haciendas en el departamento del Cuzco. Aún cuando se acercaba a los cuarenta y cinco años y era de continente reposado, supo conmover el corazón de Lucrecia. La gran fortuna del señor Enríquez removió por ensalmo todo reparo de los padres de Lucrecia a su matrimonio con aquél. Y pensándolo sesudamente la familia de Lucrecia aceptó con alborozo al novio, cuya abundancia de dinero suplía con ventaja la escasez de viejos pergaminos de nobleza. Además, así terminaba para los progenitores de Lucrecia esa decorosa medianía con apariencia de fausto que, a usanza de muchas familias venidas a menos en estos democráticos tiempos, sostenían con sobrehumanos esfuerzos. Y la boda se realizó a fines de un apacible otoño, en uno de los más aristocráticos templos de la ciudad. V En su estudio, durante aquella bochornosa tarde de enero, leía José Gutiérrez el inimitable libro "El Satiricón" de Petronio. Gustaba mucho esparcir su espíritu culto con la prosa sensual, sútil e irónica con la que el literato latino pintaba los vicios de la Roma cesárea y decadente. Un criado interrumpió su lectura. Se acercó a su escritorio y le entregó una esquela. Sin romper el sobre la arrojó encima de un entreabierto y voluminoso diccionario latino-español. Su mirada se fijó en la pared frontera del aposento, forrada de un verde papel esmaltado de aúreos lises. Resaltaba ahí un cuadro con franjas de terciopelo granate, que encerraba su diploma de doctor en Letras. En un ángulo de la estancia, sobre un pedestal de caoba, alzábase un busto de Homero. Sus ojos sin luz y su cabellera copiosa, cayéndole sobre los amplios hombros, daban a su rostro una serenidad y una belleza inmortales. Junto al mármol, sobre un velador, se erguía un búho disecado, con sus anchas y redondas pupilas de cristal fijas en Homero. Al alcance de su mano, a cada lado de su sillón monacal, había un pequeño estante giratorio, lleno de volúmenes, de infolios y libros enormes de consulta. A su derecha, por los dos balcones que daban a la plazuela de la Inquisición, entraban la claridad meridiana y el reflejo verdoso de los árboles que temblaba en las pinturas colgadas de las paredes. El resto del moblaje era de una traza antigua y de primorosa talla. En los anaqueles de un armario, al través de sus cristales, veíanse varios artísticos huacos procedentes del valle de Chicama. Sobre el fondo rojizo de aquellos cantarillos de tierra cocida, obra de la fantasía de su artífice, mostrábanse, entre otros, un altivo jefe guerrero de facciones toscas, con los atributos de su cargo, un hombre durmiendo, acaso remedo admirable del original y un pobre y humilde indio, tal vez el retrato de alguno de los compañeros del artista. Unos ídolos de plata ennegrecida por los años contemplaban la colección de aquellos objetos raros y antiquísimos. José Gutiérrez tenía treinta y cinco años y su tez era morena; sus ojos grandes y negros brillaban con insólito fulgor. En sus manos, casi exangües, había un no sé qué de aristocrático. Eran manos acostumbradas a ojear perezosamente libros o a posarse inquietas sobre el teclado del piano, cuando no a tomar una pluma para escribir novelas de un realismo humorístico y encantador. Su padre fue de carácter duro y altanero, de él provenían la fiereza de su alma, el desdén benévolo hacia los hombres y las cosas. En cambio, de su madre heredó una piedad invencible, una tristeza latente en el fondo de su ser. Fue educado en un colegio de jesuitas. Las doctrinas de sus maestros y las lecturas de Schopenhauer, Nieztsche y Max Stirner convirtiéronle en excéptico. Salió del colegio no creyendo en religión alguna ni en la buena fe de sus prójimos. Cuando se graduó de doctor en Letras viajó un poco para recrear su ánimo. Así aprendió a conocer la vida entre mujeres mundanas y amigos falsos que le ayudaron a malgastar la mitad de su fortuna. Ahora, su excepticismo había perdido mucho de su aversión primitiva a los dogmas y los principios que los hombres acataban, se había transformado en uno suave, contemplativo, lleno de una ironía melancólica, incapaz de todo furor, mezcla de tedio y de piedad ante la irremediable miseria humana. En la soledad de su pieza, oyendo el susurro de las frondas del vecino jardín, recordó de pronto el rostro de una mujer que vió siempre en paseos y fiestas de iglesias. De pronto no supo cómo se llamaba. Después, un amigo le dijo que era la señora Lucrecia de Román de Enríquez. En su rostro oval, pálido, realzado por el fugaz brillo de sus ojos verdemar, adivinó él a la protagonista de su novela en preparación. Los maldicientes desocupados, que destrozan honras de mujeres alrededor de las mesas de los casinos, le contaron cosas horrendas acerca de ella. Era, pues, la mujer de pasiones, de adulterios sin freno, la que soñó su fantasía de novelista. Desde entonces la amó con entusiasmo cerebral. Indagó su vida y tomó interés en todos los sucesos triviales que a ella se referían. Era ella toda su novela meditada largas horas de la noche, entre el humo de varios cigarrillos y repetidas tazas de café. Gutiérrez consideraba las aventuras de la dama, se las representaba lentamente con afán de escritor que pule su obra predilecta. Lucrecia poblaba sus insomnios, haciéndole imaginar episodios y detalles para la mayor perfección de su libro. El alma compleja, diabólica y harta de perversiones, según su entender y las torpes historias de sus amigos de club, le atraía más que su cuerpo sensual de mujer hermosa y deseada. Y esta especie de obsesión le duraba desde hacía meses. Se encerraba en su estudio para pensar libre de los importunos, para inventar en las apacibles tardes el argumento de la novela de Lucrecia. Recordó entonces su último cuento, un capítulo de su libro, que narraba uno de los deslices de Lucrecia con un gallardo capitán de una misión militar extranjera. Estaba escrito con tanto relieve, con rasgos tan característicos de la dama, que la dibujaban enteramente y a tal punto que el más intonso podía poner al pie del cuento el nombre de la adúltera. Tuvo un instante de compasión para ella, señalada por su pluma para ser pasto de los murmuradores de la ciudad. Creía oír los comentarios de los jóvenes escritores o de esa muchachada literaria tan ayuna de erudición como llena de vanidad. El medio intelectual era mediocre. Nadie escribía cosa que valiese la pena. Solamente unas cuantas poesías imitadas de los poetas modernistas o aderezadas con epítetos o frases hallados en los versos de Gutiérrez Nájera, Rubén Darío, Valencia o Casal, publicaban las revistas ilustradas de la capital. Como era raro conseguir un cuento de autor nacional, se recurría a los diarios franceses para traducir de ellos algunos de los mejores. En cuanto a las novelas, casi podían contarse con los dedos de la mano las escritas en el país desde la Independencia. Y para desdoro de los literatos, los más acertados ensayos de novela fueron debidos al ingenio de dos mujeres. La bibliografía nacional no podía mostrarse orgullosa en este género de las Bellas Letras. Algunos jovencillos se metían a escritores. Se figuraban que pasaban por tales con entrar a saco en los libros de cuatro o seis novelistas franceses de tercer orden y con macular el patrio idioma y la sintaxis. Sus cuentos, si ese nombre merecían los frutos de su cerebro, estaban adornados con término de estulta ironía o de grosera lujuria. Sin gramática ni retórica, sin saber escribir, se juzgaban literatos. En su inopia de cultura buscaban en los escritores sudamericanos, en aquellos de falaz renombre consagrado por los periódicos y semanarios europeos, los asuntos de su inspiración, sin advertir su engaño. Sus modelos copiaban mucho de los escritores parisienses y antes de ir a beber en esas fuentes de aguas turbias, debieron estudiar a los grandes maestros como France Mendes, Baudelaire, Leconte de Lisle, Verlaine, Goncourt, Maupassant, Lorrain y Loti. Pero a esos escritorcillos les gustaba más parafrasear a los dioses menores de la literatura hispano americana. Todo lo que producían tenía un no sé qué de hechizo de amanerado en la elección de los vocablos y tenía reminiscencias de autores frívolos, sugeridos por la gracia de los boulevards. José Gutiérrez no se explicaba la afición de esos jóvenes literatos por los toreros y las bailarinas desvergonzadas venidas de España. Toda esas seudo bellas, roídas por los vicios, remozadas por los afeites y famélicas, les inspiraban poesías, cuentos o entusiastas crónicas que se ufanaban de publicar en los diarios. Muchos se dedicaron a componer zarzuelillas semejantes a esas que llegan de ultramar, recargadas de chocarrerías y de cínicas obscenidades. A estos podían agregarse los que cultivaban el género nacional, haciendo que las compañías de cómicos de la legua representasen sus burdos sainetes o sus comedias soporíferas. Y ni teatro, novela o poesía peruanos, nada que cristianamente fuese obra de arte existía en esa casta de charlatanes e ilusos, de gentecilla ruin e indocta. ¡Ah, el periodismo!, pensó de pronto Gutiérrez. Bien podía llamarlo la cloaca máxima en una República en que influyen en su destino hombres audaces o maleantes sin más apoyo que las columnas de los diarios. Y no importa que abunden leyes acaso sabias o justas, cuando no faltan quienes se confabulan para transgredirlas en provecho suyo. Si los osados triunfan, esos diarios encuentran justificables tales métodos inicuos y hasta convenientes para los bien entendidos intereses de la nación. Y son los periodistas los aduladores de todo caudillo patriotero que llega a la Magistratura suprema y los que se sientan, en primer término, a la mesa del espléndido festín. Había uno de verba almibarada, de talante de gentilhombre, que sabía tener soldada de todos los Gobiernos. Era una especie de camaleón político, de modales finos, cuya pluma hacía aparecer hoy blanco lo que ayer conceptuó negro. A menudo en ese linaje de periodistas, los despechados o descontentos se convertían en los vociferadores de la oposición, que hallaban todo malo, en los demagogos de las turbas. Pero un buen día un ministro discreto, conocedor práctico de las impaciencias ventrales de los hombres, encontraba medios persuasivos para acallar los graznidos de esos gansos famélicos. Sin embargo, en ese crepúsculo de almas, en ese aplanamiento de voluntades contra la villanía de los apetitos cobardes, tal o cual varón de enérgicas y honradas convicciones intento hacerse oír. Fue su empeño vano, porque los histriones de la farándula hicieron sonar sus ruidosos cascabeles y le llamaron, reidores y mezquinos, soñador y utopista. La podredumbre moral se había extendido tanto que el diario más serio, el que fingía ser el intérprete del Gobierno y de la opinión publica, acomodaba sus elogios o vituperios a medida de las granjerías que le daba el fisco. Y José Gutiérrez recordó entonces un escandaloso suceso en que tomaron parte periodistas de ese jaez. En esa lucha brutal verificada en el interior de una imprenta, los garrotazos y los disparos de revólveres saciaron rencores y ultrajes. Un infeliz joven quedó muerto; su simpatía le hizo acompañar a los asaltantes sin figurarse que iba a ser la víctima de esa reyerta salvaje. Los sicofantas del periodismo inculparon el homicidio a los asaltados. Hubo proceso criminal. Y se vió entonces que personas, cuya rectitud de conciencia les obligaba a censurar ese hecho, lo aplaudieron y defendieron a los imprudentes retadores. González Prada, uno de los hombres más íntegros y valerosos, supo afrentar los rostros ensangrentados de esos periodistas con estas palabras de fuego:... "¿El motivo? Una cuestión de Prensa, el miedo a un ataque de pluma. ¿Qué personajes, qué semidioses, qué divinidades son estos hombres que no admiten la discusión de sus ideas ni soportan el análisis de sus vidas? Estamos en presencia de unos cuantos individuos que presumen de infalibles y se declaran intangibles. Insultan y no quieren ser insultados, provocan y no sufren la contradicción, perpetran un delito y llaman delincuente a la víctima, acometen con el garrote del palurdo y se quejan de verse rechazados con el arma del caballero. Se les debe preguntar si se muestran audaces y descarados porque se atienen a sus propias fuerzas o porque se hallan seguros de la impunidad, resguardados por los excelsos encubridores de Pazul. Sesenta años hace que el "El Comercio" vive defendiendo todas las malas causas, escarneciendo todos los buenos propósitos, mancillando la honra de todas las personas honradas; pero ya no le basta el lodo y pide sangre: el escatófilo quiere transformarse en tigre". Era posible que los espíritus altivos de ese entonces hubiesen perdido ahora el heroico desenfado para decir muy alto sus pensamientos "hieran los intereses que hieran, subleven las iras que subleven". Por los síntomas de los actuales tiempos, Gutiérrez se figuraba que ese crepúsculo de almas se había convertido en noche cerrada de servilismos y de claudicaciones tanto de los gobernantes como de los gobernados. Y reflexionó melancólicamente en que la República fue acaso un error de los libertadores. Tuvo sus dudas acerca de la sinceridad de los proyectos de San Martín o de Bolívar al imaginar que la forma republicana no convenía a esta muchedumbre compuesta de ex vasallos de la España fanática, con todos los prejuicios y supersticiones de la época, y de siervos del Inca llenos de añoranza por los felices tiempos del imperio. Asomó a sus labios el epíteto despreciativo con que solía calificar a los políticos de su desventurado país, les llamaba la piara que se revolcaba en el mismo estercolero. En medio de su abstracción, sus ojos se fijaron en la esquela que arrojara sobre la mesa. Entonces, rasgó el sobre y leyó. Era una invitación para asistir a una fiesta que los esposos Fernández daban en su hotel del paseo Colón. Su carácter retraído le apartaba de toda mundanal diversión. Las personas que le conocían no ignoraban esta circunstancia. Por eso, Gutiérrez experimentó gran sorpresa al releer dicho convite. Se quedó perplejo y meditabundo largos instantes. De súbito, vino a su memoria el recuerdo de Lucrecia y le pareció encontrar un misterioso enlace entre esos hechos. Y se acordó, asímismo, que Lucrecia y la señora Rosa María Alonso de Fernández eran amigas íntimas. Viólas juntas en un palco del teatro Principal y a veces las halló casualmente en los paseos públicos. Agradeció de todo corazón la galantería del senador don Enrique Fernández, que le proporcionaba el goce de ver a Lucrecia en sus salones y acaso de hablar a solas con ella. Por esta vez aceptaría, rompiendo su voluntario aislamiento. Le era preciso admirar de cerca a la heroína de su novela, verla actuando en su medio social. Su instinto de novelista le hizo desear con ahínco que llegase la noche en que pudiera estudiar a esa gente elegante, a esas mujeres del gran mundo que, tal vez, bajo los destellos de las joyas, la reluciente seda y los finísimos guantes blancos, ocultan toda su podre moral. Aquellas reflexiones exacerbaron su pesimismo. Y pensó que en esta galera de la vida cada uno es galeote y hay que remar duro para que ande el barco... Anochecía afuera. Un comienzo de obscuridad hacía confusos los objetos de la estancia. Un carruaje rodó con estrépito e hizo retemblar los cristales de sus balcones. Y sobre el busto de bronce de Petronio, enhiesto sobre el escritorio, brilló un lampo rojizo despedido por los reverberos del coche, y pareció entonces que la sonrisa irónica del romano tenía un no sé qué de satánico y reprendedor... VI Desde hacía varios días las gacetillas de los diarios anunciaban la gran fiesta de los señores Fernández. Los periodistas mundanos, después de publicar la invitación, referían pormenores de la suntuosidad del sarao que se realizaría para agasajar al sobrino del senador Fernández. El renombre y distinciones que dicho sobrino, el doctor Juan López, obtuvo en Europa, motivaban todo aquello. Después de una espléndida comida, se bailaría y se jugaría. La cena iba a ser cosa superior, al decir de los gastrónomos. Los anfitriones eran gente de dinero y habían convidado a las personas de más viso en la capital. José Gutiérrez quiso ser puntual. Era la media noche cuando su carruaje se detuvo delante de la escalinata de la lujosa mansión del senador Fernández. El salón principal, con sus cortinajes de terciopelo rojo, sus grandes espejos con marco dorado y los jarrones de porcelana de Sevres colmados de flores, resplandecía iluminado por la copiosa claridad que difundían las arañas de luz eléctrica. Una orquesta, tras un bosquecillo de palmeras enanas, empezó a tocar la primera cuadrilla. Al punto principió la fiesta. En los giros lentos, mecidos por el aire suave de los violines, de los bailadores, había cierta elegancia cuando no afectación en los ademanes de las damas. Gutiérrez fue a situarse en el hueco de una ventana, junto a una enorme maceta de loza azul, de la cual desbordaban fragantes jazmines. Veía el revuelo de los trajes, el fulgurar de los centelleantes tocados y de las ensortijadas manos y el brillo de la joyante seda. De súbito, sintió un leve rumor. Miró hacia la puerta de entrada y observó que aparecía Lucrecia. Un murmullo benévolo saludó a la recién llegada. La vió gallarda, bella, apoyada indolentemente en el robusto brazo de su marido, un caballero bajo, moreno y de cabellos entrecanos. Lucrecia avanzó majestuosa por entre los invitados para ir a cumplimentar a los dueños de casa. Desde su sitio, Gutiérrez la siguió con la mirada, reparó que los hombres la contemplaban con deseo y que las mujeres fijaban en ella sus pupilas ávidas y escudriñadoras. Una vez que Rosa María y Lucrecia se abrazaron, el esposo de esta última se retiró con calma, dirigiéndose a la sala de billares. En seguida las dos amigas se pusieron a conversar animadamente, sentándose en un sofá cercano de un balcón. Los sones de un vals se esparcieron por el salón. Las parejas se deslizaron raudas, alegres, llevadas por el torbellino de aquellas voluptuosas armonías. Doncellas soñadoras y jóvenes ardientes, libres de la severa vigilancia de las madres, acaso se dijeron ternezas o cambiaron juramentos de amor. En el blando estremecimiento de los senos y en el mal disimulado fuego de los ojos, Gutiérrez creía adivinar la manera como se preparaba, merced a astucia de los instintos, la renovación continua de la especie humana. Le pareció a Gutiérrez que Rosa María y Lucrecia hablaban de él. Así lo juzgó al advertir un incipiente rubor que coloró el rostro de Lucrecia y la sonrisa maliciosa que asomó a los labios de su interlocutora. Hubiese querido escucharles, pero no hallaba el medio de aproximárseles. Se acordó entonces que aún no había presentado sus respetos a la señora de la casa. Gutiérrez se valió de ese pretexto y se acercó al grupo de las dos amigas Se inclinó delante de ellas. Rosa María le tendió la mano que él besó rendidamente. En seguida, se disculpó por su tardanza en felicitarla por la fiesta de esa noche. Mientras hablaba Gutiérrez, Lucrecia clavaba en su rostro sus ojos investigadores, casi impertinentes. Rosa María hizo la respectiva presentación. Momentos después, Gutiérrez se despidió de las dos damas para tornar a su sitio. El ambiente tibio, las luces y el vertiginoso girar de los valsadores, le hicieron acuciar aire puro y soledad. Vió un aposento que daba a una terraza. Dirigió hacia allí sus pasos y se repantigó en un cómodo sillón de mimbre. Al través del corrido cortinaje se deslizaba un reflejo vivaz que temblaba en las puntas de sus zapatos. Por delante de sus ojos, en la penumbra, se columbraba la masa sombría del jardín. Una fontana desgranaba el rosario de sus argentinas notas sobre la resonante pila de bronce. Un aroma embriagador, que conmovía deliciosamente sus nervios, parecía flotar en el espacio y envolverle en sus ondas, trayéndole la imagen seductora de Lucrecia. De súbito, sintió un ligero ruido en un ángulo de la terraza. Vislumbró dos siluetas, muy juntas, apoyadas en la barandilla de piedra. Un murmurio de frases ininteligibles seguido de un beso, le hizo comprender que eran dos enamorados. No percibía sus rostros, y sólo adivinaba la nuca pálida de la mujer y la mano del hombre que la estrechaba contra su amoroso pecho. Y el vértigo de la pasión les poseyó por completo. Era el erotismo que les consumía en su pira voraz. El hombre, con ansia, enloquecido por el instinto, la recostó sobre la balaustrada. Entonces, con ambas manos la cogió de la cabeza y empezó a besarla sensualmente. El sátiro oculto que hay en todo hombre reclamaba sus sagrados derechos, esos que le diera la época pagana cuando perseguía con ímpetu salvaje a las ninfas de la floresta. La civilización, pensó Gutiérrez, ha hecho que desaparezca la posesión sana y prolífica de la hembra sobre el césped florido, bajo la caricia luminosa de esos mediodías estivales. En los tiempos modernos ha aparecido la voluptuosidad, invento de los hombres-sátiros, falsificación grosera del ayuntamiento brutal y heroico, pero casto. Y vino, refinado, sabio en maneras de deleites, el vicioso cisne de Leda. Gutiérrez se figuró que los amantes se olvidaban del mundo y creyó necesario volverles a la realidad. Tosió bruscamente. La pareja, llena de sobresalto, huyó medrosa. Al cruzar un cuarto contiguo, al través de la cortina de una puerta, reconoció en ella a la señorita Suárez y en él a un joven Pérez. Minutos más tarde, desde su sitio, vió Gutiérrez que la joven bailaba con un petimetre. Había un ingenuo rubor en las mejillas de la doncella al oír las palabras del galán. Una sonrisa pudibunda regocijaba su cara. Y sus rubios cabellos formábanle una especie de nimbo de dulce castidad. Y al contemplar este cuadro, acaso semejante a otros muchos, recordó él las vírgenes a medias que poblaban el salón, anchuroso e iluminado, que dirigían miradas puras y buscaban, a veces, la discreta complicidad de los rincones obscuros para gustar caricias prohibidas honestamente. Interrumpió la abstracción de Gutiérrez una parla animada. Eran varias señoritas que conversaban en la estancia vecina. Distinguía perfectamente sus faces angelicales, sus trajes de baile y sus tocados de irreprochable buen gusto. Una de ellas, que parecía más empeñada que las otras en murmurar de sus amigas, decía: —¿Han visto ustedes el magnífico collar de perlas que lleva la señora de Camporredondo? Eso cuesta un dineral. ¡Qué vergüenza, amigas mías, que se luzca así, delante de la gente honrada, el precio de un adulterio! —Y hay entre esas señoras casadas—prorrumpió una rubia de ojos picaros,—algunas que no se recatan para sus deslices. —¿Tú que sabes de eso, pequeña?—le contestó una morena, con los rasgos típicos de la mulata. —Mira, Ricardina, que si yo contase lo que he oído decir, muchas de esas señoronas y petimetras aparecerían, con todas sus ínfulas, como unas perdidas. Y la que empezara el coro de murmuraciones, volvió a exclamar: —¡Con qué cinismo se presentan en todas partes las Alvarez! Son tan feas y quieren asistir a todas las fiestas de buen tono. La hermana mayor compra, en la mañana siguiente, todos los diarios para leer los nombres de los invitados. —Es menester que hallen novios; porque de lo contrario vamos a tener tías solteronas para mucho tiempo. Y todas rieron de la maligna observación. La rubia zahirió a una dama, vestida de seda color verde pálido, con adornos valiosos, que cogida del brazo de su marido atravesaba el salón. —No acierto a explicarme cómo hay gente que vive con boato, sin tener dinero y sin que nadie sepa de donde viene todo ese fausto. —Esos son los misterios de Lima—repuso una, sonriendo maliciosamente.—El buen parecer tiene sus dolorosas exigencias. Conozco algunos de las trapazas de ese matrimonio a que te refieres. En ese hogar no se paga al cocinero ni a la lavandera. La otra mañana, y esto me lo ha contado su criada negra, los proveedores amenazaron con un escándalo mayúsculo si no recibían algún dinero a cuenta de lo que se les adeudaba. Hubo que empeñar varias alhajas. Así se vive de pura apariencia, queridas mías. Al ver que una pareja de jóvenes se encaminaba a la sala de los refrescos, la morena, con aviesa intención, dijo: —Ese par de tortolillos todavía no forma su nido. Los noviazgos de estos tiempos, hijas mías, comienzan cuando somos niñas y concluyen, los que al legal término llegan, con las primeras canas. Me cuentan que un caballero, cuyo nombre no diré cuando era estudiante de medicina celebró esponsales con una linda joven, y que a pesar de correr los años y de obtener el diploma de doctor, no se casó. Fue preciso que llegase a ser ministro de Estado, después de viajar por Europa, para que las nupcias se realizasen. Es chistoso que una se resigne a esperar año tras año para que a la postre los desposorios tardíos... como sucede a veces... ya no le sirvan de provecho a una.... Y varias manitas aterciopeladas, exángües, acallaron en los labios de la interlocura el final de la frase. Pero, con todo, sobre sus ojillos verdosos, relampagueantes, pasó la cárdena vislumbre del libertinaje que anidaba en los senos de aquel grupo de vírgenes a medias. Un vals de opereta vienesa derramó sus plácidas armonías por la estancia. Entonces, cada una de las murmuradoras se apresuró a buscar a su pareja para bailar. Gutiérrez las vió perderse entre los bailadores, risueñas y adorables con sus trajes claros. I Media hora después, Gutiérrez contemplando las fúlgidas estrellas, pensó que debería ir a la sala de juego. En la mesa de "pocker" jugaban dos ministros de Estado, un general y varios diputados. Les miró durante largo rato sin que el espectáculo le distrajese. Sobre la reluciente calva del militar, rodeada de grises cabellos, la luz eléctrica arrojaba reflejos tembladores. Los criados, diligentes y corteses, traían refrescos para los jugadores. En la cercana mesa de billar rodaban las lustrosas bolas de marfil. En un diván de cuero marroquí, varios amigos de Gutiérrez fumaban, mientras descansaban de las fatigas del baile. Eran jóvenes ociosos, hijos de ilustres familias, cuyas ocupaciones consistían en asistir a los casinos, a las fiestas y a vestirse elegantemente. Podía encontrárseles en los camarines de las artistas o tendidos en las meridianas de las mancebías. Cuando Gutiérrez se acercó a ellos, se dedicaban a mancillar honras de mujeres, el placer favorito de aquellos holgazanes. Maldicientes y vanidosos, afirman que son los amantes afortunados de todas las mujeres hermosas. Había uno que siempre contaba, en secreto se entiende, su última aventura de amor. Una vez pronunció el nombre de un dama honesta. Su interlocutor no quiso creerlo. Entonces, él repuso que podría mostrarle esquelas perfumadas, lazos y hasta un guante de gamuza. Por casulidad pasó la dama del cuento por delante de ellos. Su belleza deslumbró al seductor de oficio, quien preguntó por ella a su amigo. Y éste, sonriente, a manera de reproche, le respondió: "Esa es tu víctima, la dama a que acabas de referirte. ¡Y no la conoces!" Así como ese galanteador fatuo eran los demás. Y sin embargo, entre esos barbilindos algunas mujeres del gran mundo buscaron sus amantes. Recordaba Gutiérrez el lance de la mujer de un senador, acaso más tarde presidente de la república, que hizo su amante a un gallardo mozo. Un joven escritor narró el suceso. Fue en Chorrillos, después de la comida, en un jardín pequeño y florecido, bajo la discreta sombra de una enramada. Y en ese sitio, conmovido quizás por una resplandeciente luna y por la fragancia de los jazmines y rosales, el garzón le declaró su ardiente amor. Al oírle, la dama disimuló su asombro fingiendo un acceso de hilaridad; pero al reparar que él, fuera de sí, extendía suplicante sus brazos, no pudo contenerse y se arrojó en ellos para ser suya. Y pasaron por la memoria de Gutiérrez los recuerdos de inauditos casos de la estúpida fragilidad de algunas linajudas señoras limeñas. Esa infeliz histérica que solía fugar con histriones o toreros, la que llena de afeites para defenderse de los estragos de los años abandonaba en los cuartos de los estudiantes su pantalón de encajes, y las que en los canapés de los ministerios dejaban la huella tibia y perfumada de sus espaldas... y todas esas con otras más formaban el triste rebaño de las desequilibradas y las prostituidas. Y al pensar en semejante pudridero moral, en esa sentina de cínicas perversidades, una sensación de náusea estremeció el cuerpo de Gutiérrez. VII Al cruzar el fumadero, Gutiérrez oyó que una voz le llamaba. Entre la humareda de los cigarros reconoció al señor Bazo, un viejecillo de rostro completamente rasurado, de ojillos perspicaces, que lucía una gardenia en el ojal de su frac. —Eh, don José, ¿a dónde va usted de prisa? Hombre, venga a conversar conmigo unos cuantos minutos. Y al ver que Gutiérrez se le aproximó continuó: —Es usted un novelista temible. La gente le va a mirar como si fuese usted un monstruo. Leí su último cuento. Está admirable la pintura de la dama. Gastón, el que escribe crónicas teatrales, me dijo que tampoco le parecía mala. ¡Habráse visto ganso igual! Todo el mundo sabe ya que es la señora... Gutiérrez se apresuró a interrumpirle: —¡Por Dios, cállese, Bazo! No sea usted mal intencionado. El viejecillo le contempló al través de sus espejuelos y se echó a reír sarcásticamente. —Hombre, ¿no recuerda usted que fui yo quien le refirió la aventura, la otra noche, cuando nos sentamos en un escaño de la plaza de Armas? Y entonces recordó Gutiérrez que el señor Bazo le narró el suceso. —Por cierto que en el Club Nacional le dije yo al almirante Contreras: "Este Gutiérrez es un demonio. Atreverse a poner en letras de molde eso de que a un marido le han hecho cornudo. ¡Vaya con el desenfado del escritor! Y pensar que fui yo quién se lo contó". Y el almirante, apurando su grog caliente, se reía. Desde hacía varios años conocía Gutiérrez a don Guillermo Bazo, síndico de conventos de monjas, afable con todos, de voz meliflua y siempre vestido de negro. Era preciso saber con quien trataba uno para no imaginársele sacristán de parroquia. Era cuentero y aficionado a averiguar los chismes del vecindario. Su ademán habitual consistía en frotarse las manos, unas manos descarnadas, pálidas, cuyos dedos engarabatados remedaban las garras de un ave de rapiña. De convento en convento, peleando con las abadesas, sea a causa de las rentas o de los gastos para las refacciones de las fincas, se pasaba la vida el señor Bazo. El arzobispo le protegía y varias veces intervino para tranquilizar los ánimos exaltados de las humildes siervas de Dios. Las malas lenguas decían que el señor Bazo se mostraba tacaño para las monjas, pero pródigo para su familia. Además, con sus economías había comprado varios bienes inmuebles. El devoto señor no obstante de oír misa todos los días en la iglesia de las Descalzas y de comulgar en las fiestas de guardar, tenía esposa rolliza y ocho hijos, de ellos tres hombres y cinco mujeres. Las cinco mozas empleaban el tiempo en asistir a novenas y sermones en todos los templos de la capital. Cada una de ellas era ahijada de alguna reverenda madre superiors. Y cuando llegaba la festividad del patrón, todas las hijas del señor Bazo tomaban habitación en el convento o iglesia hasta el día en que terminaba. Como solteronas eran enredadoras, y entre rosarios y jaculatorias se daban tiempo para contar a sus vecinas el último escándalo del convento tal o cual o la reciente barraganía de un capellán de monjas descalzas. Gutiérrez solía verlas en las procesiones, con los amplios mantos ondeando en torno de sus cuerpos, llevando sendos cirios, contritas. Detrás de ellas iba el sacerdote con su capa pluvial, fulgurante, bajo palio y entre nubes de incienso. Y seguía la muchedumbre de mujeres, el triste y piadoso rebaño, rezando en confuso son. —Ahora, don José, daré a usted una sorpresa. Voy a contarle la aventura de la señora de Márquez con el señor Daniels. Pero siéntese, hombre. Está usted de pie como si fuese un quinto. Gutiérrez tomó asiento junto a su intelocutor. Al través de los cristales de una ventana veía el invernáculo con sus plantas exóticas y las manchas rojas o blancas de sus flores. Una luz eléctrica titilante y exigua daba un aspecto fantástico al jardín. Oíase el ruido de las bolas de marfil al chocar con las barandas de la mesa. Un rumor de conversación llegaba de la sala de juego. Gutiérrez, indiferente, dijo: —Ya le escucho, don Guillermo. Cuente usted ese lance. Y el señor Bazo, sin rodeos, se lo refirió. Era, como siempre, el insubstancial adulterio. Esta vez tenía caracteres de perversión de sentimientos en el marido traicionado. La señora de Márquez, acaso con la complacencia de su esposo, reunía en su casa a varios amigos ricos para jugar al "pocker". Ella conocía bien el juego y ganaba a menudo. Esto constituía un medio indirecto para conseguir dinero para los gastos de la casa. Con el transcurso del tiempo, y a pesar de las tazas de té y de los sabrosos pastelillos, cada noche disminuía el número de los asiduos concurrentes. Por casualidad, fue una vez el señor Daniels, persona acaudalada, gerente de varias sociedades industriales y profesor de una Universidad del Estado. Como de costumbre se jugó al "pocker". Durante los diversos incidentes del juego el señor Daniels se mostró galante para con la señora de Márquez. El marido sonreía contentísimo. Esa noche, para festejar al nuevo invitado, se bebió un vaso de ponche. En el recipiente de platino, adornado con primorosos bajos relieves, el líquido despedía fascinadoras llamas temblorosas y azuladas. Cuando concluyó el juego, a eso de la una de la madrugada, la señora de Márquez, afortunadísima, le había ganado al señor Daniels la suma de tres libras peruanas. Este sacó de su bolsillo una lujosa cartera de gamuza verde, con un enorme monograma de oro, y de ella una libreta de cheques. En uno de ellos escribió una cantidad, lo firmó y se lo entregó, risueño y rendido, a la señora de Márquez. Al día siguiente, fue el marido a cobrar el cheque. Era una suma de diez mil soles que el señor Daniels regalaba, con largueza, a su hermosa ganadora. Lo que sucedió después, ya es fácil de comprender. La señora de Márquez fue la amante de tan generoso galán como el señor Daniels. En lo sucesivo cesó el juego de "pocker" en su casa. Y de este modo, el amancebamiento, con la tácita aprobación del esposo, se convirtió en un matrimonio de tres. Por eso el señor Márquez paseaba en el automóvil del amante, gastaba el dinero de éste y le tuteaba. Y cuando los amantes y el marido comían juntos en el Estrasburgo, en medio de una parla jovial, ella no sabía a quien mimar más si a su cónyuge o al otro. Ese adulterio mostrado en los palcos de los teatros y en los paseos, era para el marido, la paz conyugal, el hogar bien abrigado, la mesa llena de suculentos manjares y hasta sus bordados pantuflos de terciopelo bien calientes en las noches de invierno. Y al concluir de narrar el señor Bazo ese peregrino acontecimiento, Gutiérrez pensó involuntariamente que, como aquel hogar, había muchos otros asentados sobre movedizas capas de detritos sociales; muchas familias que, a manera de incurable lepra, perpetuaban al través de sus generaciones sus vicios hereditarios; y nauseabundos adulterios consentidos por esposos sin escrúpulos o pusilánimes. —Ya ve usted, don José—terminó el señor Bazo,—las cosas que pasan en este Lima de mis pecados. Si le digo a usted que el mundo está perdido. Y todo se debe, señor mío, a la impiedad reinante, a ese sibaritismo de costumbres, que aleja a la gente del sano temor de Dios. Hoy por hoy, nuestras hijas ya no se visten con recato, sólo sutilizan su entendimiento para saber desvestirse con más o menos descaro, que no otra cosa significan las nuevas modas femeninas y si... Un acceso de tos le impidió continuar. Con todo, fijó los ojos en lo alto, alzó las manos y movió tristemente su blanca cabeza. Por el salón, apoyada en el brazo de su marido, risueña y gentil cruzaba Lucrecia. Al divisarla Gutiérrez sintió una extraña alegría y pareció olvidarse de las lamentaciones del viejecillo. Al observar éste la emoción de Gutiérrez, exclamó irónicamente: —¡Con qué, amigo mío, está usted enamorado de la señora Lucrecia de Román de Enríquez! Eso se le conoce en la mirada con que sigue usted sus pasos. ¡Y las aventuras que cuentan por ahí acerca de ella. Dios inmortal! Ya hablaremos de ello otro día. No quiero detenerle, sé que desea usted hablar con ella.—Y el viejecillo, paternalmente, disimulando su risa, le empujaba con suavidad. Gutiérrez estrechó la mano que le tendía el señor Bazo, y sin responderle se dirigió al salón. Al verle, Lucrecia anduvo despacio como si quisiese que la alcanzara. El esposo, sorprendido, miró a una y a otro. Gutiérrez se aproximó a ella y la saludó amablemente. Entonces, Lucrecia se adelantó a presentarle a su marido. Insensiblemente continuaron andando, mientras Gutiérrez, fino y locuaz, loaba la magnífica fiesta de los señores Fernández. Lucrecia observó negligentemente: —Usted, señor Gutiérrez, aparece rara vez en esta clase de fiestas, ¿no es verdad?—Y sus pupilas, amplias, fascinadoras, estremecieron todo su ser. —Ciertamente, señora mía, que muy de tarde en tarde me presento en los saraos. Soy un poco misántropo aunque ello no redunde en elogio mío. —Antes de conocerle yo—interrumpió el marido,—mi esposa me habló de su persona. ¿Usted escribe novelas? Leo mucho los buenos libros, señor Gutiérrez. En mi casa poseo una regular biblioteca. Ya llegará la vez en que usted hojee sus volúmenes. En aquel momento vino hacia ellos el señor Fernández para invitarles a ver su colección de flores. —Y verán ustedes soberbios crisantemos del parque Heno de Tokio, raros tulipanes y unos lotos de Delhí, que me han costado bastante dinero. Fueron al tibio invernáculo. Antes de entrar en él, repentinamente, descendió del techo de cristales una deslumbradora claridad. Entre bosquecillos de arbustos exóticos, en grandes macetas crecían las flores. Un vaho oloroso, que se adhería a la piel, flotaba en ese ambiente de estufa. Admiraron unas orquídeas, esas altivas princesas de las flores, delicadas y trémulas de frío. Vieron plantas cuyas hojas y cálices parecían artificiales que simulaban el cinc, el bronce, la porcelana y la percalina. Ya era una colección de "Caladiums" con sus tallos rectos y cubiertos de pelusa u otra de "Alocasia Metallica". Esta última remedaba de un modo sorprendente lo ficticio, mostrando un color bronceado sobre el cual temblaban reflejos de plata. Además, había Amorphophallus, de Cochinchina, de hojas de forma extraña y largos tallos negros atravesados por costurones; Echinopsis con sus flores rosadas y el Nepente de un verde metálico sombrío. Aquellas plantas mezclaban sus frondas, parecían combatientes que cruzaban sus armas; y sobre los tallos hostiles, como orgullosos pendones lucían las flores de colores brillantes y variados. El aire del invernáculo se hacía pesado. El señor Fernández y sus invitados abandonaron el recinto a punto que un criado venía a anunciarles que la cena estaba servida. Alrededor de una mesita se sentó el grupo de los cuatro amigos. Lucrecia estaba frente a Gutiérrez. El marido tomó asiento junto al anfitrión. En torno de ellos pasaban presurosos los sirvientes, llevando los platos. En otras mesitas, bajo el fulgor de la luz eléctrica, espejeaban los trajes de las damas y centelleaban sus joyas. En los rostros había un tono tan marmóreo que la imaginación se representaba aquel cuadro como un festín de convidados de piedra. Durante la cena se miraron Lucrecia y Gutiérrez. Este habló poco. En cambio, los señores Fernández y Enríquez conversaron de negocios, de política y hasta de los eternos litigios que sostenían con las comunidades de indios. Cada uno de estos hacendados, en su apetito voraz por las tierras de sus infelices vecinos, se impacientaban por la lentitud de los pleitos. El despojo violento se compadecía mejor con el afán de agrandar sus heredades. —Y usted, señor Gutiérrez—le preguntó el señor Fernández,—¿no piensa ser político, diputado, pongo por caso? Y a propósito podría usted presentarse en las próximas elecciones. —Mire usted, amigo mío, siempre he pensado muy mal de la política. Creo que eso que se llama política es feudo de cuatro o cinco señorones tan influyentes como tontos, y usted perdone la dureza de mis palabras, para rodearse de personas maleantes. Es preciso estar a su lado para conseguir algo aquí donde no existe pueblo consciente ni vergüenza en los demás. Y luego hay que gastar tiempo y saliva en ineptos discursos dirigidos a unos más ineptos electores, bobos que no se desengañan de esta farsa electoral. Tampoco me resigno a adular a figuras sin decoro, que no otra cosa son esos corifeos de partidos. ¡Quite usted allá, amigo mío! —Y sin embargo, insisto en que sea usted diputado. Le servirá para estudiar a los políticos. Algo irá usted ganando en ello. —Es decir, que para conocer a la farándula debo ser farandulero. He ahí un argumento, que si no me convence, podrá inclinar mi ánimo a ser político. Y si para formar parte de la piara tengo que ser cerdo lo seré. —Entonces—concluyó el señor Fernández,— le convido a almorzar en el casino de la Unión. ¿Le conviene a usted que sea pasado mañana a las doce en punto?... Le presentaré a dos amigos míos, personas principales en sus provincias, y déjeme usted hacer que yo me encargo del resto. Entre tanto, el señor Enríquez sonreía con benevolencia. Lucrecia parecía estar pendiente de los labios de Gutiérrez. Al beber todos sendas copas de "champagne", un gratísimo bienestar regocijó sus almas. Gutiérrez sintió la dulce embriaguez de la hermosura de Lucrecia. La halló incitativa. Y sus pies, por debajo del velador, fueron insensiblemente a tropezar con los de aquella mujer. Al apretar entre los suyos, esos piececitos mórbidos, tibios, palpitantes de emoción, conmovió sus nervios una voluptuosidad refinada, perversa... Ella sonreía soñadora y levemente enrojecida por el licor. Cuando llegó la hora de recogerse, Gutiérrez acompañó al matrimonio hasta el aposento que servía de guardarropa. Antes de subir a su automóvil, marido y mujer se despidieron de él afectuosamente. En las calles clareaba. Una niebla sútil envolvía las fachadas de las casas. En su camino vió dos carros que llevaban hortalizas para el mercado. La luz eléctrica palidecía. Y en el oriente un matiz de oro y grana se extendía sobre las cumbres de los cerros aledaños. Las campanas de un antiguo convento de monjas llamaban a la misa matutinal. VIII En la mañana siguiente, cuando el sol iluminaba la alcoba, el criado de Gutiérrez se introdujo de puntillas para no despertarle y fue a abrir las ventanas. Un raudal de luz entró súbitamente e hirió los cerrados párpados del durmiente. Al punto despertó Gutiérrez e incorporándose en su lecho, preguntó: —Dime, Juan, ¿qué hora es? —Hace rato que el reloj de la Municipalidad dió las once, señor. Entonces, se cubrió de prisa con una bata y fue al cuarto del baño. Minutos después, fresco y ágil, se vistió. El criado le sirvió el almuerzo en su estudio. Tenía poco apetito. En seguida, se ocupó de arreglar sus papeles y de corregir unas cuartillas que escribió semanas ha. Desde hacía tiempo experimentaba una invencible pereza para continuar lucubrando su novela. Horas enteras, abismado en sus ensueños, pasaba mirando las blancas hojas de papel, sin el deseo de llenar las lineas irregulares, con tachones gruesos, toscos, como acostumbraba antes. Para entretenerse abrió un libro y leyó unas cuantas páginas que le atediaron. Un reloj de pared dió las cuatro de la tarde. Melancólicamente encendió un cigarrillo y se puso a contemplar las vagarosas ondas de humo que subían al techo. Se repantigó en su sillón y cerró los ojos para que nada le distrajese. Acudieron a su mente los recuerdos de la noche anterior. Vió el rostro de Lucrecia y revivió la deliciosa hora que pasó al lado de ella. Le atraía lo novelesco de su existencia, todos sus lances de amor que le contara el señor Bazo y otros como él. Desde el fondo de su espíritu, fatigado por la monotonia de las cosas, surgía, vibrante de entusiasmo y enardecía la imaginación, el rudo analizador de las miserias humanas. Como sabueso lanzado sobre la pista de la caza, Gutiérrez con salvaje apasionamiento estudiaba a la sujeto que iba a ser la protagonista de su novela. Gutiérrez no amaba a Lucrecia, porque su escepticismo le apartaba de toda afección sincera por las mujeres. Buscaba en ella el asunto de su libro. En cambio, gustaba de los bellos miembros, de los cuerpos desnudos que remedaban las estatuas de la Grecia pagana. Era sensual como un heleno de los tiempos de Pericles o como un florentino de la época sangrienta de los Médicis. Hubiesen recreado su alma latina, de gozador de emociones fuertes y artísticas, las fiestas de los circos romanos, las luchas con los leones de Africa o con los tigres de la remota India, el espectáculo de las vírgenes cristianas desgarradas por las fieras. Y recordó una página del último libro suyo: "En el marco de la puertecilla de un torreón, en pie sobre el umbral, apareció el Centurión con un rollo de papiros en la mano. La apostura del romano, el gesto displicente de su rostro, apaciguaron un momento el clamoreo de la multitud. El romano preguntó secamente: —¡Eh, por Jehová! ¿qué ocurre? —¡Este es el Cristo! ¡el Mesías!—le respondieron. El Centurión, como si no comprendiese aquello, alzó los hombros con indiferencia. Nada de extraordinario sucedía contra la autoridad del César; y en cuanto a dioses él no conocía otros que los del Olimpo. Y mientras seguía el vocerío por las calles de la villa, el fuerte romano, desceñido el cinturón, a los postreros reflejos de la tarde, se tendió sobre un triclinio, desarrolló los papiros y repitió, cadencioso un bello verso de Horacio". Estos renglones eran el retrato de Gutiérrez. Las horas siguientes hasta que le sorprendió las sombras de la noche, las empleó en leer las elegías de Ovidio. En el día fijado vino a buscarle el señor Fernández para almorzar en compañía de dos amigos. Entró jovial, satisfecho, en el estudio de Gutiérrez, y apenas le dió un cordial apretón de manos, exclamó: —Vamos, querido literato, que el almuerzo nos aguarda. ¿Se acordaba usted de mi invitación? Entre libros, amores y sueños, los hombres de letras olvidan las cosas que se relacionan con la vida cotidiana. Gutiérrez dióle la respuesta con una sonrisa irónica. —No se imagine usted, amigo Fernández, que los literatos andamos, hablando de un modo figurado, con la cabeza en las nubes sin ver los obstáculos del camino. Cuando era niño un maestro me hacía leer en un libro de esos para los chicos de las escuelas, que había un hombre que andaba más con la cabeza que con los pies. Y mi inteligencia infantil no acertaba a explicarse aquel enigma. Después, en un colegio me hicieron comprender que mi cabeza estaba más distante del centro de la tierra que mis pies. Una vez hombre ya, en medio de las decepciones que causa el mundo, experimenté fiero orgullo al considerar que siempre mi cabeza, que altanera encanece, estaría por encima del lodo que hacen salpicar las botas de mis semejantes. El señor Fernández le miró con asombro, se encogió de hombros y repuso: —¿Y todo eso qué tiene que hacer con el almuerzo? Yo no entiendo esas fantasías de literatos. Y cuando no quiero ensuciarme con el lodo de las calles, subo a mi automóvil y regreso tan limpio como salí. Y a propósito, ahí, a la puerta nos está aguardando. Juntos se dirigieron al automóvil, cuya portezuela abrió, respetuosamente, el lacayo. Partieron entre ruidos secos y nubes de humo que apestaban a gasoleno. Una viejecilla andrajosa, reumática, se detuvo en el canto de la acera. Suspensa, alzando sus manos flacas y arrugadas, con sus ojos dilatados por el espanto como si viese pasar un monstruo infernal, se estuvo queda hasta que el automóvil desapareció en la próxima bocacalle. Unos chicuelos descalzos, dando grandes saltos, corrieron unos minutos detrás de él. Cuando llegaron al club, después de subir la escalera de mármol, encontraron muchos socios que bebían "coktails" o jugaban al dominó. Eran jóvenes, vestidos con manifiesta afectación, afeitados los rostros, que hablaban de toros y de amores. Por el abierto ventanaje divisíbanse las copas de los árboles de la plaza de Armas, la estatua de bronce que domina la antigua fuente y el ruinoso frontispicio del palacio arzobispal. El cielo azul y sereno ponía una paz dulce melancólica, sobre aquel cuadro. Los chiquillos pregonaban la edición matutina de "La Prensa". Otros, con trazas de mendigos, sentados al pie de los arcos de los portales, ofrecían lastimeramente a los paseantes billetes de la lotería semanal. En aquel instante sintió rumor de pasos a sus espaldas. El señor Fernández se volvió prestamente y sonrió al ver que se acercaban dos caballeros, morenos, de facciones indias, bajos, gordos y de hirsutos cabellos y barbas. El señor Fernández avanzó hasta ellos y les saludó amistosamente. —Les estoy muy agradecido, amigos y colegas míos—exclamó,—por la puntualidad suya. Acabo de llegar con el señor Gutiérrez. E inmediatamente hizo las respectivas presentaciones. Los dos recién venidos eran el senador Villaverde y el diputado Pando. El primero con sus sesenta años, de los cuales veinticinco pasara en los asientos de las Cámaras legislativas, tenía mirada viva y mostraba una inteligencia sutil acompañada de una reserva instintiva. Parecía, cuando escuchaba a su interlocutor, que buscaba en los giros de sus frases en su titubeo para elegir las palabras, la oculta intención de ellas o los pensamientos que se le quedaban en el cerebro. Era uno de los corifeos del partido civil. Siempre se le consultaba en los momentos en que sobrevenían dificultades para su progreso. Había sido presidente del Senado, ministro de Estado, magistrado. Sus correligionarios elogiaban sus dotes de habilidad para engañar a la gente con falsas promesas y, sobre todo, su sangre fría para no vacilar en los medios a trueque de aplastar a sus adversarios en política. Unía a la duplicidad del habitante de la sierra la labia insinuante y jactanciosa del limeño. Era, en fin, la personificación del partido civil. El segundo era de palabra tarda y de ademanes lentos. Representaba a una lejana provincia casi por derecho hereditario. En la Cámara de Diputados, un gracioso, mostrando el vacío sillón del diputado Pando, dijo cierta vez: "Ahí se han sentado de padres a hijos cuatro generaciones. El cuero marroquí que han calentado las posaderas de varios Pandos y cuyos sudores acaso lo humedecieron, es algo así como la piel de la familia". Pertenecía al partido constitucional. El amor al caudillo Cáceres era una tradición en la familia de los Pandos, desde que un tío coronel, viejo y tartamudo, peleó bajo sus órdenes. Si el diputado Pando no pronunciaba largos y eruditos discursos a usanza de sus colegas que entraban a saco en los tratados de Derecho internacional y de economía política, en cambio su aire sesudo y su laconismo hicieron creer que tenía talento. En los debates de mucha importancia, en medio de las tempestades parlamentarias, cuando se le preguntaba su opinión, él, ladino, receloso decía: "Ello hay que pensarlo... lo pensaré maduramente... sí, hay que pensarlo..." Y satisfecho, con cierta solemnidad, volvía a sentarse, mientras sus colegas se miraban unos a otros, atónitos, cual si se dijesen: "¡Este, sí, que tiene talento!" Además, el diputado Pando tenía gran prestigio en su partido. Asistía a las reuniones del directorio. Figuró dos veces entre los candidatos para ministros de Estado. Estaba seguro de serlo cualquier día. Como su provincia era la más poblada y la que daba el triunfo en las elecciones de senadores, el partido aceptaba, deferente, su recomendación en favor de tal o cual candidato a diputado. Transcurridos unos cuantos minutos de estudiada reserva por parte de los hombres públicos, Gutiérrez les fue simpático. Para conseguir semejante efecto contribuyó de buen grado el señor Fernández con sus elogios sobre la personalidad literaria de Gutiérrez. Uno de ellos, para aparecer como persona de gusto literario, observó: —El señor Gutiérrez me era ya conocido de nombre. He leído algunas de sus hermosas novelas. Sus cuentos me deleitan grandemente. Y diga usted, amigo mío, ¿todo eso es visto u oído? —Visto y oído—repuso Gutiérrez.—La vida es así y no es bella que digamos. El señor Pando estuvo a punto de soltar su consabida frase de "Ello hay que pensarlo... lo pensaré maduramente... sí, hay que pensarlo...", pero no lo juzgó oportuno en ese momento. Un camarero se les acercó para decirles: —Los señores están servidos. Cuando quieran ustedes pueden pasar al comedor que les está preparado. Una vez sentados a la mesa, la conversación se hizo expansiva. Al principio, se habló de cosas fútiles. El señor Fernández, discretamente, discurrió sobre las próximas elecciones de diputados. Los políticos expresaron que sin su voluntad poco haría el Gobierno en favor de sus candidatos. —En mi departamento—añadió el senador Villaverde,—dispongo de todos los medios necesarios para que mis protegidos obtengan feliz éxito. Mi fortuna, mis amigos y parientes, unos en la Corte superior y otros en el ministerio, hacen que si me place, se nombren nuevos prefecto y subprefectos. En una elección pedí al ministro de Gobierno que trasladase a otra subprefectura a un subprefecto que podía serme adverso y lo conseguí. Créame, amigo Fernández, que los ricos hombres de las provincias y los subprefectos hacen diputados y senadores, como nosotros podemos modelar figurillas con migajones.—Y al decir estas palabras, maquinalmente, juntó las migajas, las amasó entre sus rollizos dedos y formó un diminuto oso. En un espejo grande, cuadrado, que estaba en uno de los muros laterales, Gutiérrez vió reflejada la imagen del senador Villaverde con su robusta cabeza y sus fuertes espaldas de gañán. Y sus manos velludas de labriego le hicieron evocar uno de aquellos hacendados del moderno Perú republicano y democrático. Después, el señor Pando se ufanó de su influencia política. Contó que en las elecciones pasadas, Villar, el diputado de la oposición, debió a él su nombramiento. La Junta de Registro, la Junta escrutadora, en una palabra, toda la andamiada electoral era siempre nueva. Entonces, Fernández les expuso su proyecto. Quería que su amigo Gutiérrez, de quien les hablara antes, fuese diputado y que ellos le protegieran. En el grupo de la derecha, que era el de ellos tres, había una diputación vacante. Pensó en Gutiérrez por creerle de talento y enérgico. Parecieron reflexionar un rato mientras concluían de tomar su taza de café. Es posible que el señor Pando hubiese prorrumpido en su consabida frase "Ello hay..."; pero le decidió el gesto de aprobación del señor Villaverde. —Aceptado por nuestra parte; el señor Pando y yo le haremos diputado. Precisamente, la provincia de Aymaráes debe elegir pronto su representante. Cuente usted, señor Gutiérrez, con nuestro apoyo. Esperamos que será usted de los nuestros. Y como todos le estrechasen efusivamente las manos, Gutiérrez se resignó a aceptar siquiera en obsequio a su estudio de los hombres y de las cosas. IX Una semana después, Gutiérrez reflexionaba en la soledad de su estancia si verdaderamente le convenía ser diputado. Nunca tuvo ambición política. En los patios de la Universidad sus condiscípulos, en los días de ruidosas interpelaciones a los ministros, discutían con calor las ideas de éste o aquél de los diputados que iban a intervenir. El callaba, prefiriendo leer una buena novela antes que asistir a la Cámara a proferir voces destempladas. La otra tarde le había dicho el señor Fernández que su elección estaba segura. Sólo se necesitaba algún dinero para los gastos. Y sería legislador él, que se imaginaba que era un privilegio en pugna siempre con las costumbres. Iba a ser hombre politico él, que juzgaba todo eso una comedia, acaso grotesca, pero jamás sentimental. Verdad era que con esos escrúpulos infantiles con su sinceridad de espíritu, no haría labor provechosa. Sería un rebelde, quizás un soñador exaltado y sus colegas le llamarían un mal político, lo que significaría ser persona honrada según su recto criterio. Pero si él no pensaba luchar por mejorar a los hombres, ya que esto se hacía imposible en el tiempo presente, podía observarles en sus actos políticos, en ese medio de ambiciones, egoísmos y miserias morales. Y esa consideración le convenció. Abandonó su asiento, diciendo para sus adentros que sería diputado por la provincia de Aymaráes, una provincia distante, media civilizada y de cuyo nombre no se acordara desde que aprendió geografía. Entró en su estudio para escribir unas cuantas cartas a los prohombres de dicha provincia. En una pizarrilla de mármol rosado estaban escritos los domicilios de sus principales futuros electores. Al poner una pluma nueva en el mango, se le ocurrió una cosa peregrina. ¿Y qué iba él a decirles en aquellas cartas? Le sorprendió que hasta ese momento no hubiese reparado en semejante dificultad. Meditó largo rato, se frotó la frente con visible muestra de enfado y no pudo pasar, en la primera carta, del encabezamiento. Hizo un borrador, pero le disgustó a las pocas líneas y lo arrojó al canastillo de papeles inservibles. Decididamente, no sabía redactar esas frases insulsas, halagüeñas en las que se solicitan votos y se hacen promesas que no se cumplirán, a trueque de que se le elija a uno diputado. Hay que escribir docenas de cartas, hay que escribir a todos desde el rico-hombre de la provincia hasta el humilde gobernador de un villorrio de indios o el párroco holgazán y pedigüeño para la derruida iglesia de su lugar. Tomaría un secretario. Y se sonrió al advertir que aún no era hombre politico y ya necesitaba un secretario, como cualquiera de esos personajes que ponían pavor en el ánimo del Ministerio. Gutiérrez escribió unos cuantos renglones en una esquela, la metió en un sobre y puso en él una dirección. Tocó el timbre y ordenó a su criado que la fuese a entregar inmediatamente. Empezaba a anochecer y dió luz en el estudio. Caía una incesable llovizna que abrillantaba las aceras. La gente caminaba de prisa. Una mujer joven pasó, ligera y graciosa en sus movimientos, contoneándose, mientras que con su mano derecha recogía la falda y mostraba un pedazo de pantorrilla fina, mórbida, vislumbrada bajo la calada media de seda negra. En el charol de su calzado rieló la luz de los reverberos de un carruaje. En las bocacalles, altas, las lámparas eléctricas arrojaban una claridad radiante y parecían envueltas en nimbos violáceos. Gutiérrez sintió frío y el contacto desapacible de los cristales estremeció su cuerpo y le hizo retirarse. Las campanas de la vecina iglesia de la Caridad llamaban a los fieles para el rosario. Dos viejas con rotos mantos, gargajientas, rencas, andaban trabajosamente. Entonces, recordó la mendicidad nocturna, vergonzante, en los atrios de los templos. Ancianos inválidos, mujeres haraposas y niños famélicos, amontonados bajo las portadas de las iglesias, temblando de frío, se estaban ahí horas enteras, implorando lastimeros una limosna. Y largo rato porfiaban para apiadar a las personas que se hacían las sordas ante sus súplicas, que aceleraban el paso para librarse de aquellos importunos. La miseria oculta de la capital, verdadera o falsa, consentida y acaso alentada por la indiferencia de la gente, es una de sus lacras, que hace pensar en las villas musulmanas. Y en las noches de luna, recatados en la sombra de labrada puerta de antiguo convento, los mendigos de híspidas barbas blancas, de faces demacradas y de pupilas que relucen siniestras bajo el ala enorme de sus grasientos sombreros de fieltro, inmóviles, simulan figuras de un impresionante grabado al agua fuerte de Goya. En cambio, las mendigas, los rostros cubiertos hasta los ojos, extendiendo sus manos descarnadas, gemidoras, hacen pensar en un aquelarre celebrado al pie de los muros de un santo recinto. A mediodía por filo en algunos conventos y a las dos en otros, vese el mismo cuadro de mendicidad delante de las porterías. Los andrajosos, llevando sendos jarros de hoja de lata, se apiñan alrededor de los legos que les reparten indiferentes la sopa conventual, que hierve en grandes peroles. Y pelean, se injurian, porque notan que algunos han obtenido mejor parte o un buen trozo de carne. Van a devorar su escasa pitanza a la sombra de los árboles, agrupados por familias, rodeados por los perros sarnosos que les siguen y a los que alimentan con los desperdicios. Sestean ajenos de cuidados y se levantan para volver a mendigar. En los días viernes, que son los suyos, van por las calles, siempre en hileras, los infelices ciegos, con sus toscos bastones y sus vetustos violines, entran en los zaguanes y cantan para conseguir algunos centavos. Y parecen alegres, satisfechos, bajo la caricia luminosa del sol que nunca verán. Dos días más tarde un joven buscó a Gutiérrez. El criado le hizo pasar al estudio. Apenas le vió Gutiérrez, exclamó: —¿Por qué has tardado tanto en venir, Ricardo? Este se disculpó, pretextando quehaceres de familia. Ricardo Martínez fue condiscípulo de Gutiérréz, escribía en las revistas poesías románticas; pero su temperamento de vago incorregible le hizo abandonar la carrera de abogado. Tuvo querellas con su padre, un viejo periodista, que miraba con horror las aficiones de su hijo. Por fin, Ricardo debió alejarse de la casa paterna. Desde entonces vivió vida independiente, frecuentó las tabernas donde compuso sus mejores y más sentimentales versos. Gutiérrez le veía de vez en cuando en las redacciones de los diarios que publicaban sus cuentos. Siempre huraño, reconcentrado, rebelde a todo consejo, así corrieron los años para Ricardo. Un día supo que se había casado. Quizás el pobre, atediado por su soledad, acucioso de caricias femeninas que entibiasen su alcoba de soltero, buscó en el matrimonio confortación para seguir luchando por sus ensueños. Ricardo se detuvo cerca del escritorio, turbado dando vueltas al sombrero entre sus manos. —Dime para qué me necesitas. —Ante todo—contestó Gutiérrez,—¿quieres trabajar? —Eso no se pregunta al ver mi traje viejo y mis zapatos estropeados por el uso. Y Gutiérrez reparó entonces que su antiguo amigo debía haber experimentado reveses de la fortuna. —Vas a ser mi secretario. Has de saber que la provincia de Aymaráes va a elegirme su diputado. Hay que escribir muchas cartas, pues debo mantener con mis futuros electores una constante correspondencia. He pensado que tú me servías para el caso y por eso te llamé. No habrá inconveniente en lo relativo al sueldo que te pagaré. Ese lo fijarás tú. ¿Está aceptado? —Ya lo creo que acepto. Con tal que no me pidas muchas horas de labor todo irá bien. Oye ¿es serio eso de la diputación tuya? Porque mira tú, y no lo tomes a mal, que los hombres de letras servimos para cualquiera cosa... hasta para escribir cartas a los palurdos electores de Aymaráes... pero para políticos juzgo que no. Y ¿qué harás tú en la Cámara? —Haré literatura con los hombres y las cosas de los políticos, que es ya bastante ocupación, si no encuentro mejor empleo para mis facultades. Mira, Ricardo, me he figurado el mundo como una inmensa tela blanca, tendida de polo a polo, sobre la cual el cinematógrafo de la vida arroja sus imágenes, sus visiones alegres o tristes, cómicas o trágicas, que ello importa poco a mi acendrado escepticismo. El caso es ver, observar, analizar y luego contar todo lo que pasó por delante de los ojos de uno. Empécemos la comedia. Prepara papel y tinta. A ver, qué ingenias para escribir esas cartas a mis lejanos electores. Y desde entonces, Gutiérrez y su amigo Ricardo se dedicaron de lleno a obtener los sufragios de los electores de la provincia de Aymaráes. Al mes, comenzaron a llegar las contestaciones. El terreno había sido bien preparado por el señor Fernández y los dos personajes influyentes. Y vinieron, abundantes, las actas, esas actas de las remotas provincias que ofrecen apoyar la candidatura del señor Pérez o del señor López, suscritas por indios para ser publicadas en la cuarta plana de los diarios de la Capital. Las actas firmadas por los electores de Gutiérrez, aunque hechas del modo usual, tenían viso de ser verdaderas. Aparecían, en primer término, los nombres del alcalde, del tesorero fiscal, del párroco y demás empleados públicos de la provincia. Luego, seguían los de los más conspicuos vecinos del lugar. Y después llegaron las actas de los distritos, pueblecillos perdidos en la selva o asentados sobre agrios montes. Al pie de las actas se mostraba la firma irregular, grosera en sus caracteres, del señor gobernador o del juez de paz. En seguida, como patitas de moscas, confusos, acaso escritos con palitos de fósforos, muchas veces ilegibles, venían nombres de pronunciación gutural, de sílabas hostiles con el "a ruego" antepuesto y repetido hasta la saciedad. Una mañana dijo Gutiérrez a Ricardo: —Esta tarde lleva esas actas a "La Prensa" y hazlas publicar. Y le entregó un rollo voluminoso y amarillento. —Y todo esto vale bien poco, amigo mío. —Creo más que tú. Nada vale; pero la fuerza de la costumbre exije esa publicación para que los electores de apartadas comarcas puedan leer sus nombres estampados en los diarios de la Capital. Y aquí mismo, todos esos imbéciles dados al ocio, pensarán mal de un candidato, cuyas actas de adhesión no salen en letras de molde. Ve de prisa, mi joven secretario y amigo, para que la gente frívola, esa gente que bulle y discurre por la calle de Mercaderes y los portales, de seis a ocho de la noche, sepa manana temprano que la ilustre provincia de Aymaráes desea que yo la represente en la Cámara de diputados. Ellos acaso no la conozcan ni geográficamente, en cambio, yo sé que existe desde hace meses. De todas maneras, habrá un diputado más de los de esta especie y los diarios ganarán unos cuantos soles, publicando actas insípidas. Un buen día Ricardo le mostró algunos diarios en los que estaban impresas actas de adhesión, provenientes de la misma provincia, en favor de un señor Morales. Por espíritu de curiosidad se puso a comparar los nombres y advirtió que la mayor parte de ellas eran iguales tanto en sus actas como en las de su presunto rival. —¿Y qué piensas tú de todo esto?—observó Gutiérrez. —Que en provincias se redactan y firman actas de adhesión a gusto de los candidatos y sin átomo de vergüenza. —¿Concibes racionalmente que sean las mismas personas, representadas por sus propios nombres, las que declaran que darán sus votos por el señor Morales, cuando antes expresaron que sufragarían por mí? —Es posible que tanto las firmas de unas actas como las de las otras no sean auténticas. Recuerdo que un vez fui secretario de una subprefectura. Entonces vi muy de cerca esas trapazas a que recurren los electores para engañar a los candidatos. Conocía a un individuo que, en época de elecciones, sólo se ocupaba de hacer actas de adhesión. Los borregos, ese rebaño de almas, que manejan los curas, los gobernadores y los jueces de paz, aparecían suscribiendo documentos que nunca vieron o leyeron. Infelices indios analfabetos, el conjunto de los apellidos Quisma, Quispe, Condori, Mamani y qué sé yo cuántos más son los desconocidos electores de un diputado como tú o las dos terceras partes de tus futuros honorables colegas. Gutiérrez no se enfadó ante la virulencia de las frases que pronunció Ricardo. Le pareció cómica esa indignación y sonrió al pensar que su escepticismo no le permitía tomar la vida en serio. Y si no le elegían a él, saldría elegido otro; igual daba. La Cámara necesitaba tener completo su número. Eso no le dijo a Ricardo. El pobre mozo no le hubiese comprendido. En el fondo de su alma altiva latían vibrantes sus rebeldías de antaño, acaso su ansia de justicia para todos y sus rencores contra la sociedad hipócrita y rutinera que requería ministros de Estado y magistrados para dominar a las estúpidas greyes humanas, para conducirlas por el sendero del progreso, tal como lo entendían ellos, los guiadores de pueblos. Y largo rato se quedó meditabundo. X Vino la época de las elecciones en toda la República. Los diarios las juzgaron correctas o incorrectas, según eran adictos al Gobierno o a la oposición. Como de costumbre se publicaron copiosos artículos relativos a los atropellos de los subprefectos y gobernadores en favor de tal o cual candidato. Los personajes de las provincias se reían de todo ese alboroto que causaban los diarios de la capital. En el pleno desbarajuste politico en que se vivía, en ese medio de caracteres débiles o faltos de dignidad, el querer del gobierno constituía la única ley. Necesitaba contar en las Cámaras con voluntades sumisas y para conseguirlo no vacilaba en recurrir a la fuerza o al fraude. Una mañana recibió Gutiérrez su acta de diputado. Había vencido a su rival. Los señores Villaverde y Pando cumplieron su promesa. Ricardo que estaba sentado frente a él, exclamó: —Ahora que estás elegido por el pueblo de la muy ilustre provincia de Aymaráes, prepárate a trabajar por el venturoso destino de esta patria que nuestros abuelos hicieron tan libre como pequeña nosotros. —No me siento con ansia de regenerar a mi país. No sirvo para eso, porque carezco de fe. No tengo el egoísmo de los redentores, egoísmo fecundo, y acaso una hermosa ilusión que les presta ánimo para ir a la conquista de su soñado ideal. Cristo, Mahoma, Napoleón pertenecen a esa casta de hombres fanáticos del dominio de las almas o de los cuerpos. Amo mi soledad y prefiero la humareda de mi pipa a los aplausos de la muchedumbre... Apenas, si procuraré ser sincero, en el supuesto de que se me deje serlo, en ese ambiente de disimulos, de bajezas, de harén con sus rencillas de odaliscas y eunucos. Ricardo hizo un gesto de asombro. Su naturaleza batalladora no se resignaba a esa actitud de mero espectador de los hechos. Con los lobos se lucha a dentelladas, a palo, para que no le devoren a uno. Claro estaba que con los hombres-lobos era menester emplear el mismo procedimiento. Y si él fuese diputado, pensó, diría, sin ambages la pura verdad, hablaría lo que creyese necesario y justo sin reparar en las consecuencias, sin temor de herir farisaicas conciencias o mezquinos intereses. Llamaría a los ladrones, mercaderes y a los imbéciles cretinos. Claridad y energía, eso pondría él para apuntalar tantas espinas dorsales de cortesanos, tantas voluntades titubeantes como había en la Cámara. Gutiérrez seguía en su rostro pálido, en el feroz relampagueo de sus pupilas, el curso de sus reflexiones, y sonreía, tranquilo, benévolo. —Y tú, nada harías de eso que piensas, mi querido Ricardo. En mis viajes por el remoto Oriente peruano, recuerdo haber visto unas hormigas rojizas, no muy grandes, dotadas de una actividad incansable para arruinar las casas desde sus cimientos. Los tenaces animalitos, partícula tras partícula, desmenuzaban los muros de ladrillos, reducían a polvo las maderas y concluían por derribarlas. Y lo que las hormiguillas voraces hacen allá con los más sólidos edificios, estas hormiguillas-hombres, más implacables que las otras realizan idéntica labor con los caracteres altivos, viriles y combatidores. ¡Oh!... ¡las terribles hormigas rojizas y destructoras de!... Y le interrumpió el criado que traía los diarios de la mañana. Ricardo cogió uno de ellos y se puso a leerlo de prisa. De súbito, dijo sorprendido: —Aquí tienes un artículo en el que se te injuria a roso y velloso. Se trata de tu elección de diputado. Debe de ser algún despechado. No está firmado como acontece con esta clase de libelos. —¿Y qué diario inserta eso, Ricardo? —"El Comercio", edición de la mañana. ¿Quieres leerlo? Habrá que contestar a ese articulista. Yo me encargaré de decirle cuatro palabras que le escuezan. —Nada hagas, amigo mío. Nunca perdones los agravios, pero tampoco los contestes. El insulto viene siempre de los labios de los afeminados.Y cuando te odien, no temas tanto al que te denosta como al que calla, porque ese acaso acaricia ya la idea de matarte. Yo concibo el odio que va hasta el exterminio del adversario, y si no logra despertar en mí tal sentimiento, me es indiferente. En los tiempos de los Borgias hubiese traspasado con mi daga el corazón de mi aborrecido enemigo. Ahora, en esta época de decadencia y cansancio moral, me contento con sonreír y desdeñar. —Bueno; yo, quizás, obre como tú, pero en forma más práctica: cerrando con un recio puñetazo la boca que me injuria. Parece brutal, pero siempre resulta eficaz para poner coto a la diatriba. —¿Decías, Ricardo, que era "El Comercio", el diario que publicaba ese libelo contra mí? ¿No te acuerdas que al anunciar a sus lectores la noticia de mi triunfo en la provincia de Aymaráes, se mostraba complacido de ello? —Esa complacencia aparecía en la primera página, pero al presente permite que se te injurie en la cuarta, recibiendo paga por ello. En los diarios sucede eso. La idea del lucro lo señorea todo. Convicciones arraigadas, simpatías y dignidad quedan barridas por el vórtice del dinero. A la multitud envilecida todo le da igual. Por eso, nuestros más descarados bribones, nuestros más insignes canallas enriquecidos con perjuicio del fisco, todos siguen muy tranquilos, viviendo sobre la incurable miseria de este país. A veces algún exaltado grita, pero se le ahoga la voz por tales o cuales medios, o se cansa. Quiero un espíritu valiente de verdad que piense y diga, muy alto, las cosas dentro de la tibia y sofocadora niebla del convencionalismo y de la hipocresía reinantes. —¡Y fue "El Comercio"!—prorrumpió Gutiérrez—Sí, Ricardo, en todos los diarios pasa eso; pero "El Comercio" lo hace siempre con un estrecho espíritu mercantil, ya que por eso se llama así. Repetiré, entonces, las palabras que uno de nuestros austeros pensadores escribió en cierta memorable ocasión: "Sesenta años hace que "El Comercio" vive defendiendo todas las malas causas, escarneciendo todos los buenos propósitos y mancillando la honra de todas las personas honradas". Y esa es la triste verdad. "Ecce" "El Comercio", y con gesto de desagrado cogió el diario, lo contempló un instante y lo arrojó sobre la mesa. Llegó la época en que debían principiar las sesiones del Congreso. Gutiérrez, oportunamente, envió su acta a la secretaría de la Cámara de Diputados. En las juntas preparatorias, anteriores al 28 de julio, fue aceptado. Entonces, recibió un oficio en el que se le decía que podía incorporarse, previo el juramento de estilo. Gutiérrez contestó que una vez celebrada la reunión solemne del Congreso lo haría. No deseaba presenciar el ceremonial monótono y fatigoso de aquel día, ni ver los uniformes de los militares y ministros diplomáticos. Le causaba horror el aspecto fúnebre de los honorables diputados y senadores, vestidos de rigurosa etiqueta, espetados y sin moverse de sus sillones, mientras el Presidente de la República leía un largo y molesto mensaje en el que describía el estado próspero del país, merced a su hábil dirección. Y era una cauza política el hecho de dársele las gracias, en conceptos grandilocuentes, por ese ilusorio progreso. Los aplausos de los oyentes le irritaban y entristecían sobremanera por significar un comienzo de rebajamiento, algo así como la adulación cortesana a los monarcas de la vieja Europa. Un jefe de Estado y un trabajador eran para él dos ciudadanos iguales, a veces más digno de estima el segundo que el primero. Una tarde, después de prestar el juramento reglamentario, fue a sentarse junto al señor Pando. Durante la sesión se distrajo mirando a sus colegas y examinando las actitudes afectadas de los diputados de la oposición. Había pereza para discutir los asuntos. Unos pocos, casi sin levantarse de sus asientos, murmuraban unas cuantas frases ininteligibles. En seguida, se oía la voz apagada, soñolienta, del Presidente musitando "se va a votar, señores". Y luego, una serie de recios taconazos que remedaba vagamente la coceadura de las bestias en un establo, hizo comprender a Gutiérrez que el proyecto de una nueva ley estaba aprobado por unanimidad. Se le figuró demasiado primitivo el método y no pudo reprimir una ligera sonrisa. El señor Fernández y otros colegas, a quienes fue presentado Gutiérrez, le convidaron a comer en el club Nacional. Los socios, que vió allí, eran en su mayor parte personas ancianas, sesudas y llenas de experiencia. Conoció en esa ocasión a un jefe de partido, un viejecillo con brío juvenil no obstante los iniviernos que habían plateado sus cabellos y barba. Su mirada dominadora y su aire aristocrático, que se adivinaba en su pulcro modo de vestir, hacían que se asemejase a alguno de esos vejetes coroneles bonapartistas, que pasearon sus vistosos uniformes y sus brillantes cruces y medallas por los salones de las Tullerías y que hoy viven recordando las grandezas del segundo imperio. Por eso se maravilló Gutiérrez cuando le contaron que ese viejecito era el conspicuo conspirador de varios lustros, el ídolo de las muchedumbres en los días de motines y revueltas. Y con todo eso, ufanándose de amar al pueblo, nunca hizo algo por él, acaso más bien le trató con la dureza de un señor feudal o con la altanería del amo que arroja a puntapies al lacayo pedigüeño e importuno. Como Gutiérrez vivía apartado del mundo político, si oyó referir las hazañas del caudillo, no tuvo empeño en conocerle. Uno de los corifeos jóvenes del partido civil, periodista y catedrático, explicaba difusamente a un grupo de jovencillos una teoría sobre las garantías parlamentarias. Les hablaba de Inglaterra, de Francia y de los Estados Unidos de la América del Norte. Sus oyentes aparentaban escucharle con profunda atención; pero en sus caras de idiotas se veía que no lo entendían. En esas cabezas peinadas a la Cleo, relucientes de perfumados aceitillos y de pomadas, buenas para ser colocadas en la vidriera de una peluquería sólo había pensamientos frívolos acerca de las últimas carreras de caballos o de las damiselas con las que estuvieron de regocijo en la semana pasada. En un sofá, cómodamente arrellanados, conversaban dos señores de edad. Uno de ellos fue ministro plenipotenciario del Perú en varias Repúblicas sudamericanas. El otro era gerente de un Banco nacional. Hablaban de la probabilidad de una crisis ministerial. En el último Consejo de Gabinete habría ocurrido un grave desacuerdo entre el ministro de Guerra y el de Hacienda. Se debía dinero en Europa a los fabricantes de armamento. El Tesoro público estaba exhausto. La copia de empleados y el afán del Gobierno de conceder destinos a sus protegidos, iban a convertir al Estado en una especie de asilo de ociosos. Cada ministro daba ocupaciones a sus amigos, a los hijos de éstos y hasta a los parientes de su cocinera. Nepotismo sin pudor e inopia en las clases plebeyas, agobiadas por los impuestos, eran el fiel retrato del país que moría lentamente, como un cuerpo que se desangraba... —¿Y qué hacer, amigo mío?—prorrumpió el ex diplomático,— cuando todos sólo piensan en vivir bien y mantener queridas y lujo en daño del erario. Es la malhadada política el medio más seguro para conseguir todo eso. Y la ola de la inmoralidad de costumbres sube a tal punto que en varias familias de Lima, para que alguno de los suyos tenga las manos metidas en el Tesoro público, sucede hoy que mientras unos hermanos se afilian al partido demócrata, liberal o constitucional, los otros siguen adictos al civil. No sé si recordará usted que hubo un ministro que, a trueque de no perder el empleo, dejó que aprehendiesen a su hermano como a un vulgar conspirador. Nadie vituperó este acto de cobardía que era el olvido de los sagrados vínculos de la sangre, y creo que más de un periódico loó esa muestra de indigna adhesión política. El banquero, viendo que subía la escalera un señor gordo, de continente reposado, de negro y espeso bigote, que saludaba con afectada urbanidad, repuso: —Ahí le tiene usted. Y dicen que va a ser propuesto para una cartera en el nuevo ministerio. Le juzgan de talento y de rara energía. —Algunos de esos saltabancos de la política, de esos pulchinelas ridículos, que no ven más allá de sus narices; pero que en cambio, tienen olfato de perdiguero para saber donde está su provecho personal. Cuentan que un humilde pastor llegó a ser Papa. En esta República, corrompida por la ruin política, acaso veré a un hortera o empleado de Banco de Magistrado supremo. Y el antiguo diplomático, con un mohín despreciativo, concluyó: "República de trágicos, de comediantes de baja estofa..." En un saloncito vecino, alrededor de varias mesitas, se veían grupos de socios que jugaban. Los ruidos de los dados y de las piezas en los tableros de ajedrez y de damas, llegaban hasta ellos. Y la luz eléctrica parecía alegrar los tapetes verdes y los cuadros de las paredes. XI Aquella mañana despertó Gutiérrez con ansia de amar. Un rayo de sol atravesó los blancos visillos de la ventana de su alcoba y fue a fulgurar en la luna de un espejo y en los adornos de bronce de sus maletas de viaje. Y entre desperezos, disfrutando de la dulzura de su tibio lecho, se acordó de Lucrecia. ¿Qué habrá sido de ella? se preguntaba a sí mismo. No la había visto desde la noche de la fiesta en casa de los señores Fernández. Pensó en hacer una visita a la señora Fernández, la próxima tarde del viernes en que recibía de cuatro a seis, para saber de Lucrecia. Si él pudiese amar sinceramente a alguna mujer, amaría a Lucrecia. Su egoísmo le hacía frío, inactivo, frente al tráfago mundanal. Su cerebro de novelista investigador, implacable irónico delante de las tonterías de sus prójimos, le incapacitaba para las grandes pasiones. Sobre todo, le atormentaba una incredulidad connatural que aletargaba las facultades de su ánimo. Vivía dentro de su yo, como vive un príncipe loco a quien la flexible razón de Estado encierra en un castillo roquero, que salpican las irisadas espumas de un mar azul o que doran los reflejos postreros de un invernal sol de ensueños. Gutiérrez se consideraba un individualista con la pujanza que alienta al yo de Max Stirner. El creía como el héroe de uno de los dramas de Ibsen, que el hombre más fuerte era el que estaba más solo. Por eso se mostraba impasible, desdeñoso, delante de los dogmas y las tradiciones. Y sin embargo, le atraía la carne, joven aún e incitativa, de Lucrecia. Era su alma pagana que deseaba deleitarse con esos miembros tan puros y blancos como los de una estatua. Si se conocía impotente para formar y educar el espíritu de una mujer, en cambio se sentía con vigor para convertir su cuerpo en un salterio inédito de goces, en una lira de voluptuosidades inauditas, que sus ojos leyesen o que sus tardos dedos pulsaran bajo el artesonado de una alcoba oriental o bajo la paz infinita, adormecedora, de una argentada noche de luna. Y mientras se vestía, oyendo gorjear sus canarios en las doradas jaulas colgadas en el balcón, pensaba en la gracia inefable de tener a Lucrecia entre sus brazos, de dormirse sobre su palpitante pecho sin inquietarse del transcurso del tiempo. Y le pareció que un aroma de amor, casi imperceptible, se difundía por la estancia y que por arte de encantamiento se le presentaba Lucrecia y le ofrecía, hechicera, el rojo cáliz de sus labios para que bebiese hasta la embriaguez el quemante filtro de la libídine. Sobre la mesa vió las cuartillas de su novela. Desde hacía semanas escribía tres horas diarias. Las impresiones recogidas en el cotidiano trato de sus semejantes, lo que observaba en el mundo de la política, al que le llevó su afán de nuevas experiencias y hasta sus amores con Lucrecia, que él imaginaba en la soledad de su estudio, le servían para hacer dicha novela. La protagonista con sus vicios y él mismo con sus reflexiones sobre las cosas y los hombres, eran el pretexto para la descripción del medio social en el que actuaban los personajes de su libro. En la novela de sus noches de insomnio, la que le inspirara la bella y frágil Lucrecia, según la crónica escandalosa de la sociedad, colaboraban todos sin percatarse de ello. Figurábase él que cogidos de la mano y en corro, danzaban en torno suyo. Y sus rostros de burla o de dolor, sus actitudes humildes o altaneras, iba él dibujando en un gran bastidor que no era otro que su cerebro. Y así la labor de Gutiérrez se reducía a copiar lo que sus sentidos percibían, sin más esfuerzo que ordenar sus pensamientos y trasladarlos al papel. Y bajo su pluma ágil, pintoresca, retozona a veces y satírica otras, al conjuro de su estilo lleno de imágenes, la farándula se presentaba a la mente de los lectores. Una tarde llegó Gutiérrez a la Cámara a la hora reglamentaria. Delante de la puerta, el centinela, adusto y calmoso, se paseaba aburrido. En el zaguán, los soldados para entretener el forzado ocio de la guardia se daban bromas los unos a los otros. Gutiérrez cruzó el patio, rodeado por una galería cuadrangular, en cuyo promedio se alza la estatua del soldado que, antaño, murió en defensa de los fueros del Congreso. Al entrar en la anchurosa sala contigua al salón de sesiones, distinguió algunos corrillos de diputados que departían animadamente. En los raudales de luz, que entraban por las altas ventanas, se remolinaban moscas zumbadoras y átomos de dorado polvillo. Los ujieres iban y venían presurosos y atareados. En un ángulo de la vasta sala, iluminadas las espaldas por la claridad de una puerta vidriera, divisó al señor Méndez, director de un diario, que peroraba ante un grupo de diputados provincianos que le oían absortos, mudos, casi fanatizados por la verba del orador. Eran diputados que vestían con cierto desaliño, venidos desde lueñes comarcas, con su expresión desconfiada, aturdidos por el ruido de los carruajes y recelosos de las intrigas de la capital. Uno de ellos, grotesco, con su cara de payaso que ostentaba una enorme nariz roja, corto de piernas y tripudo, parecía un cerdo bien cebado. Pestañeaba a cada instante y con indecible asombro, metidas las manos en los bolsillos de su gabán color verde botella, seguía risueño las inflexiones de la voz declamatoria del periodista. Con todo, una vez disipado el encanto de la parla fluida del señor Méndez, advertíase en los rostros de esos hombres una vaga desazón, una especie de temor de que aquél fuese a pedirles sus votos para algún asunto. El instinto suspicaz, cauteloso, del provinciano arrancado a la quietud de sus haciendas o de los campos, surgía avasallador. Del salón de sesiones, vacío, venía el rumor de los plumeros que sacudían los asientos. Un reloj de pared dió las cuatro y media de la tarde. Hasta ese momento, fuera de los diputados provincianos, no había aparecido persona alguna. De súbito, se sintieron ruido de armas y batir de tambores. Un ujier entró a anunciar a las personas que allí reunidas, la llegada del Presidente. Transcurrió media hora más y aún no había quorum. Otro ujier recorría el patio, los pasillos y demás aposentos, tocando incansable una campanilla. Como escolares, a quienes se les llama a clase, los diputados con paso perezoso, conversando entre sí, ingresaban en el salón de sesiones. El Presidente hizo que uno de los secretarios les contase para dar comienzo a la sesión. Tampoco hubo número para ello. Entonces, llamó a un ujier y le susurró al oído una orden. Este se dirigió a la sala de refrescos. Junto al mostrador, sin importarles la sesión, bebían varios diputados. Uno de ellos, joven y gallardo, hablaba con inusitada locuacidad de las altas dotes parlamentarias del ministro de Hacienda, de quien se decía amigo sincero. Otro, a quien los repetidos tragos de licor empezaban a trastornarle, con empecinamiento de ebrio, afirmaba que iba a proponer un voto de censura al ministro de Relaciones Exteriores; porque no había nombrado a un primo suyo canciller de un consulado en Asia. Y moviendo la cabeza con melancolía, murmuraba: —¿Y para qué me sirve ser diputado si no puedo obtener para mi pariente un puesto insignificante? Iré a la oposición. Combatiré al ministro descortés y ya verán ustedes como hay crisis. Y su embriaguez aumentó a tal punto que fue necesario enviarle en un coche a su casa. El ujier agitó fuertemente la campanilla y les gritó que la sesión iba a principiar. Y rezongadores, con fastidio, entraron a ocupar sus asientos. En este instante el reloj dió las cinco y media. Se encendieron las luces. Concluida la lectura del acta, aprobada con los taconazos de costumbre, empezaron los pedidos interminables de los diputados provincianos. Gutiérrez vió que uno alto, cenceño, con gutural pronunciación de indio aimará, se levantó, habló del progreso y concluyó recomendando el pronto despacho de un proyecto suyo. Era que en el Presupuesto se fijase una suma de dinero para adquirir una campana para la iglesia de su pueblo. Otro, de voz meliflua, con sonrisa aduladora, rogó a sus honorables colegas que eximiesen del pago de los derechos de aduana a un armonio destinado a un templo de la ciudad de Tarapoto. Y fundó su petición en que era menester cultivar en el espíritu del pueblo el arte de la música. Y los más de ellos solicitaron que a la viuda de un militar cualquiera o a un capitán retirado le concediesen mayor pensión. Por espacio de una hora, Gutiérrez, sorprendido, consideraba este lastimoso derroche de tiempo en cosas tan frívolas como incongruentes para el interés nacional. Y hubo uno que medio palurdo, con tono brusco y airado, amenazó con interpelar al ministerio si no se le daba explicaciones concretas acerca de una paliza que el gobernador de una villa había dado a un tío suyo, honrado agricultor y padre de una numerosa familia. Dos sacerdotes de la sierra, con mansedumbre, restregándose las manos, pidieron dinero para las reparaciones de sus iglesias y la restauración de dos altares e imágenes. Y Gutiérrez, pensaba que nadie demandaba un camino, una escuela para los analfabetos o un hospicio para los desvalidos. Era la política lugareña, la que no pasa de la linde de pueblo ni se eleva a más altura que el campanario de la villa, la que se sobreponía a toda idea de progreso o cultura general. Miró a todas partes. Los corifeos de los partidos, silenciosos, leían los diarios o sus cartas. A veces escribían algunos renglones en sus libretas de apuntes, acaso para recordar la hora de una cita o los detalles de algún negocio. Parecían despreocupados de los incidentes de la sesión. Y cuando algún correligionario les hablaba, sonreían y aprobaban sus palabras con un leve movimiento de cabeza. No era otro el gesto de los prohombres de la política, desdeñosos de las minucias que interesaban a sus amigos, indolentes para desplegar los labios, cuando no se debatían cuestiones de suma importancia para el prestigio de su partido. El Presidente anunció que se pasaba a la orden del día. Y con gran asombro suyo, observó Gutiérrez que las comisiones no habían evacuado sus dictámenes en los proyectos presentados a la consideración de la Cámara. Y así transcurrirían varias semanas, según le explicó un vecino suyo, al reparar en su sorpresa. Había que contentarse con esto, pues, acontecía a menudo que terminaba el periodo de sesiones sin que hubiesen sido discutidos por la Cámara. Sin embargo, algunos de ellos, cuando favorecían a paniaguados del Gobierno o a parientes de los diputados, en pocos días estaban discutidos y aprobados. Después de conferenciar unos momentos el Presidente y los secretarios, iba aquél a levantar la sesión por falta de asunto de que tratar, cuando se halló un proyecto de ley con dictamen favorable. Se concedía a un señor Rodríguez una pensión vitalicia por relevantes servicios prestados al país. El diputado, autor del proyecto, expuso en su defensa las razones que justificaban la aprobación del dictamen. Otro apoyó las palabras de su colega, ofreciendo su voto. Gutiérrez, encontró sospechoso el calor con que ambos diputados pidieron su aprobación. Ya sabía él, por haberlo leído en el "Diario de los Debates", la prodigalidad con que sus honorables colegas daban pensiones, montepíos o acrecentaban sueldos. Entonces, creyó que sus principios económicos incompatibles con semejante largueza, le prescribían como un deber oponerse, y se opuso. Apenas, hizo tal cosa, cuando sintió que el señor Pando le tiraba de la manga y oyó que le decía por lo bajo: —¡Oh, colega!, ¡qué imprudente ha sido usted! ¿No sabe que el favorecido con esa pensión es primo del diputado que presentó el proyecto de ley? Cállese, pues, de otro modo perderá usted el aprecio de sus amigos. Gutiérrez se sentó reflexivo sin saber por qué sus palabras disgustaban a sus amigos de la Cámara. Le parecía natural y honrada su actitud. El diputado, sustentante del dictamen, refutó los argumentos de Gutiérrez, esforzándose por demostrarle la justicia de su petición. El señor Pando insistió: —No replique usted y dese por convencido, amigo mío: Gutiérrez se encogió de hombros y nada repuso. Pensó que no valía la pena de desazonar a sus colegas por unas cuantas monedas más que el fisco pagaría a ese famélico. Y sonrió plácidamente al diputado que con faz amenazadora movía los brazos con ademanes de ardorosa y convincente oratoria. Se aprobó por unanimidad el dictamen, y el Presidente dió por terminada la sesión. Eran las seis y media. Los diputados salían contentos como chiquillos para quienes ha sonado la hora del recreo. Gutiérrez se dirigió a su casa donde estaba esperándole Ricardo que ponía en limpio los borradores de su novela. —Y la sesión, ¿estuvo buena? ¿hablaste? Y al ver el mohín de desagrado que hizo Gutiérrez, continuó: —Tú vienes pensando que son rudos todos tus honorables colegas, quizás alcornoques. Y son así, amigo mío. —Lo que me aflige es ese aplanamiento, esa voluntaria inconsciencia que les hace incapaces de defender una idea, de concebir algo noble que esté por encima de lo terreno. Y al verles, disciplinadamente, obedecer a los corifeos o acatar las opiniones del ministerio, paréceme serviles o lacayos. —¿Ignoras acaso la historia vergonzosa de los Congresos peruanos? Claudicaciones villanas, rendimientos inconcebibles y venalidad torpe, he ahí en resumen su vida desde la Independencia. Diríase que la indignidad fue su pecado original, desde el que rogó sumisamente a Bolívar que se erigiese en amo del país hasta el que permitió la expulsión violenta de un grupo de diputados que no quiso transigir con la infamia. Y en el curso de nuestra historia política, sea aceptando los mandatos de un cabecilla revolucionario como el general Santa Cruz, sea sancionando tratados y pactos internacionales que han causado la desmembración del territorio de la Patria, su labor ha sido perniciosa. En las Cámaras, compuestas de una aglomeración de individuos ineptos o con tendencia de mercaderes y obedientes a la dirección de unos cuantos audaces o sin escrúpulos, siempre hubo la repugnante feria de apetitos personales y muy pocas veces la lucha por un principio salvador. Y omito lo demás para no entristecer tu espíritu con este relato. —Y tal vez seguirán las cosas así. ¿Qué podría salvar al Perú? —Ni tú ni yo lo salvaremos. Puede ser que nuestros nietos alcancen tiempos mejores. Por ahora, pensemos en divertirnos. ¿Quieres acompañarme al teatro chino de la calle del rastro de la Huaquilla? Te ofrezco un espectáculo curioso y singular. Después de San Francisco de California, a nosotros los peruanos, nos está dado a admirar a los comediantes de la gran China. En mis años de vagancia pasé en él muchas noches y gasté algunas monedas de plata en sus mesas de juego. Se pusieron los abrigos y salieron juntos. Un vientecillo frío les azotó los rostros y les obligó a levantar los cuellos. Una buscona, con bastante carmín en las mejillas, le dió un codazo a Gutiérrez. La mujer volvió la cabeza y le miró con sus ardientes ojos; pero como ninguno de los dos hombres la siguió, desapareció en una sombría callejuela. A los pocos minutos entraban en el anchuroso zaguán del teatro chino. XII Gutiérrez y Ricardo, antes de atravesar el umbral, vieron a ambos lados de la ancha y antigua puerta unos cartelones amarillos con gruesos caracteres chinos. Eran, sin duda, el anuncio del drama o comedia que debía representarse aquella noche. La luz eléctrica desvanecía un poco la media obscuridad de la calle húmeda, con su empedrado destruido a trechos. La alta pared, frontera a la entrada del teatro y que es uno de los muros del hospital de Santa Ana, tfenia un aspecto fantástico. De las casas contiguas, con sus puertecillas de madera apolillada, salían las mujeres o los chicuelos a sentarse en el canto de la acera. Unos cuantos perros hambrientos revolvían, gruñidores y recelosos, un montón de basuras arrojado al medio de la calle. Sobre un tejado dos gatos peleaban con estridentes maullidos. La escasa claridad que había en las habitaciones apenas dejaba entrever a chinos en cuclillas delante de un brasero, tomando tazas de humeante té o fumando en unas minúsculas pipas. Todo eso aparecía envuelto en una sutil nubecilla de humo con dejos de opio. Antes de llegar al vestíbulo, observaron que había a la derecha grandes salas, bien alumbradas, con mesas de juego. Bajo la amplia pantalla, en el círculo luminoso, rodaban las monedas de oro y plata, que un chino de faz enigmática, silencioso, fijas en ellas sus escudriñadores ojillos, recogía al instante. Y se renovaban con prisa nerviosa las puestas, mientras las pupilas de los jugadores seguían, afanosas, el voltear de los dados sobre el verde tapete. En el lado izquierdo veíanse unas toscas mesitas rodeadas de una especie de rejillas de madera. Delante de cada una de ellas estaba sentado un chino con la cabeza afeitada en torno de su parte inferior y con rodete de pelo en su vértice. La luz de una lámpara daba vida extraña a sus pálidas facciones. Encorvado, murmurando ininteligibles y ásperos monosílabos, escribía con un pincelillo en las hojas de un amarillento y voluminoso cuaderno verticales columnas de palabras chinas. A sus espaldas, mujeres del pueblo, chinos mugrientos y chiquillas de aspecto vicioso, miraban una misteriosa cajita roja de madera pendiente del techo. De vez en cuando, alguno del grupo le decía: "Dame diez centavos de gato". El chino sonreía afable, cogía su pincelillo que mojaba en una tinta negra y espesa y escribía en su cuaderno. Después le daba un pedazo de papel escrito a manera de comprobante. Era un juego de azar a modo de lotería, que se repetía cada noche. Los jugadores, dominados por la superstición, se pasaban horas enteras contemplando la cajita que guardaba la figura que iba a obtener el premio. A ratos, el chino alzaba el rostro y fijaba la mirada en la cajita, que se balanceaba sobre su cabeza, cual si quisiese ver lo que estaba representado en la oculta tablilla. Entre sus dedos sarmentosos, de uñas largas y negrísimas, se movía con insólito temblor el pincelillo, mientras él, ceñudo, la barbilla apoyada en el dorso de su mano izquierda, hacía cálculos mentales acerca del posible lucro de esa noche. Sobre sus pómulos salientes y nariz chata, un poco sudorosos, pasaba un fulgor que, con la instantaneidad del relámpago, hacía resaltar la fealdad del asiático. Después, había pequeños figones para la venta de viandas. Alrededor de las mesas, varias personas comían arroz, asados y legumbres. En el vestíbulo, sombrío y alto, oyeron los sones discordantes de una orquesta. Compraron dos billetes y entraron en la sala espaciosa, escasamente iluminada, llena de estaños para los espectadores. Al principio vieron una masa de individuos que fumaba y comía frutas, hablando un idioma gutural y monótono. Unas cuantas mujeres mestizas, vestidas con modestia, asistían a la función, llevando en brazos a sus hijitos. En el fondo aparecía un vasto escenario. Hacia un extremo de él, varios músicos tocaban los instrumentos más inimaginables, chilladores y bulliciosos, que ponían de punta los nervios. No había telón de boca. En ese instante empezaba un espectáculo de magia, inverosímil y larguísimo. Biombos con brillantes recamos, cojines y abanicos descomunales admiraron Gutiérrez y Ricardo. Entre llamaradas surgió por escotillón un guerrero de faz tremebunda, de hirsuta cabellera, con casco pavonado sobre el cual fulguraba un gerifalte de bronce, que blandía un ancho sable. De un palanquín, custodiado por seis monjes, bajaron dos princesas lujosamente ataviadas. Era un continuo deslumbramiento de sedas y de joyas en medio del cual se distinguían sus rostros de porcelana. Hablaron de prisa, angustiadas. Oyóse un súbito trueno, y una turba de genios gesticulantes, malignos, se abalanzaron sobre las princesas. Entonces, el guerrero arremetió contra ellos, pero una diosa alada y armada con una reluciente hoz le cortó la cabeza. Nuevos truenos, más guerreros, mujeres desmayadas sobre los cojines y genios saltones, eso constituyó el argumento de esta escena, una de las muchas de esa obra teatral. Sobre todo, una música horrísona, sin armonía, mezcla de maullidos y de sones secos en un tamboril, era la que sin cesar acompañaba los diálogos de los actores. Sin la menor lógica en los sucesos y sin que Gutiérrez y Ricardo lograsen entender cosa alguna, vieron desaparecer todo aquello. Nuevos personajes ocuparon el tablado. Se realizaba el matrimonio de una bella princesa. El rey, su padre, se mostraba delante de su corte rodeado de una pompa inaudita. Cortesanos, pajes y lacayos con suntuosas libreas hacían rendidas reverencias. Durante dos horas, Gutiérrez y Ricardo presenciaron un espectáculo maravilloso, de cuento de hadas, donde la seda de los trajes era sutilísima y las piedras preciosas rutilaban como los astros en el descogido manto de una noche azulada. Como la representación parecía seguir de esta manera por muchas horas aún, Gutiérrez y Ricardo se retiraron. Cuando pasaban por la calle del Capón, volvieron a sentir los sones de instrumentos chinos, que venían del interior de un caserón, cuya gran puerta estaba iluminada. Ricardo, al verlo, exclamó: —Esta es la entrada de la casa de vecindad llamada de Otaiza. Recuerdo que ahora años la pasé acompañado de un agente de policía. Corrían rumores de desconocidas tragedias acaecidas en esos tabucos mal olientes, donde seres humanos se amontonan en degradante confusión cuál si fuesen cerdos. ¡Oh, todo aquéllo daba asco! Y figúrate que en el espacio reducido de tres metros cúbicos se procrea, nacen criaturas deformes y mueren los padres, tísicos, roídos por enfermedades infecciosas. Y la Municipalidad tolera ese pudridero en medio de la capital, cuando con una tea y unos cuantos litros de petróleo podia acabar con él. ¿Quieres que entremos? Conozco al chino portero. Por precaución, que nunca está de más en este sitio, prepara tu revólver. Y ambos amigos desaparecieron en el sombrío portal. Un chino viejo, claudicante, con los cabellos desgreñados, les detuvo. —Aquí no se puede entrar, caballeros. —Mira, Ajón—dijo Ricardo,—soy yo que vengo con este amigo. Déjanos pasar y toma estos tres soles para tabaco y licor. Los ojillos del portero brillaron codiciosos delante de las monedas extendidas en la palma de la mano de Ricardo. Y aunque pareció vacilar un segundo, se apresuró a guardárselas risueño y reverente. Entre tanto, ellos prosiguieron su camino. Antes de orientarse en medio de aquel laberinto de pasadizos, tristemente esclarecidos por el gas, divisaron una diminuta casa de juego. Desde la puertecilla vieron indistintas, varias siluetas que se agitaban alrededor de una mesa. Eran los jugadores que con gritería confusa disputaban entre sí, mientras rodaban suavemente unos blancos fréjoles. Entraron animosos en una húmeda callejuela, tortuosa y llena de hoyos. Por entre las cortinas de las puertecillas percibían, hacia el fondo de los aposentos y sobre altaritos, al Buda barrigudo, de ojos oblicuos y sentado sobre una flor de loto. El dios, abstraído en la contemplación de su ombligo, entre ramos de flores y ardientes palillos odoríferos, velaba por la paz de los hogares. A veces le acompañaban, pegadas a las paredes, estampas de papel verticales y en forma cuadrangular, con monstruos de una fauna mitológica, como imágenes de estupendo delirio. En la revuelta de un pasadizo transversal, perdido en la sombra, avistaron un edificio iluminado casi con profusión, si se le comparaba con los otros contiguos. Era un café con una terraza que rodeaba una rústica balaustrada. Los parroquianos bebían en jarros de hoja de lata. Las columnillas, el mostrador y los endebles muros estaban pintados de un rojo sangriento. Sobre ese color uniforme resaltaban las faces demacradas, de un palidez cadavérica, de los chinos con sus pantalones azules y sus chaquetas de una tela impermeable, obscura y que brillaba al ser herida por los reflejos de la luz. Al lado había un templo, en cuyo recinto tenebroso una lamparilla arrojaba una mortecina claridad. Y los rojos cortinajes y los dorados altares, entrevistos vagamente, daban singular espanto. El ruido de los ratoncillos al morder la madera y el chirrido de los grillos, parecían armonizarse con las notas plañideras, alargadas, que de obscuros rincones el viento traía a sus oídos. Y volvieron a recorrer más recónditas callejuelas, a andar rozando muros de tablas polvorientas; y al paso miraron de soslayo dos peluquerías guarnecidas con muebles exóticos y varias tiendas con sus anaqueles encarnados y sus macilentos horteras que cerraban sus puertas. —Vamos a ver un fumadero de opio—dijo Ricardo.—Conozco varios que existen en este local. Iremos al mejor por su aseo y por la clase de individuos que lo frecuentan. A poco caminar, se encontraron delante de una tiendecilla mal alumbrada, con dos series de tarimillas a ambos lados, una encima de otra. En el fondo, impasible, percibieron el ídolo protector de la casa, con sus vasos llenos de rosas blancas y sus encendidos palillos que exhalaban un perfume oriental. Gutiérrez y Ricardo no pudieron ver cosa alguna a causa del humo que ocupaba el espacio libre. Sin embargo, sus ojos, paulatinamente, fueron acostumbrándose y entonces distinguieron varios seres dormidos, echados de espaldas o de costado en las tarimillas, con divisiones a modo de literas de camarote. Junto a la puerta, un chino taimado, con su cara de mono viejo, que temblaba al levantarse de su escabel, les sonrió amistosamente. Buscó dos minúsculas pipas, avivó la lumbre de un braserillo y abrió una cajita de bronce para cojer, entre el pulgar y el índice de su mano derecha, una bolilla de una pasta verdosa, mate, para llenarlas. Entonces, Ricardo le cogió el brazo, moviendo negativamente la cabeza. Sobre las tarimillas yacían, en confusos grupos, varios fumadores de opio, las pequeñas pipas sujetas entre sus rígidos dedos. Estaban inánimes, con los rostros convulsos, como si fuesen horribles máscaras de cartón; algunos tenían las caras amoratadas como de ahogados o de envenenados; y otros, pálidos, sudorosos, se estremecían con gestos de epilépticos bajo la acción del opio. Todos mostraban el tronco desnudo y los pies descalzos, que resaltaban sobre las rotas mantas en las que estaban recostados. Gutiérrez, inducido por insólita curiosidad, avanzó hasta colocarse junto a uno de los fumadores. Largo rato contempló sus desencajadas facciones, sus párpados pesadamente caídos y su boca jadeante. El cuello se le ensanchaba con una respiración fuerte, angustiosa, que engrosaba sus tendones. El infeliz debía ser víctima de una horrenda pesadilla a juzgar por el desesperado esfuerzo con que llevaba sus manos al pecho que subía y bajaba como un fuelle. De súbito, otro fumador saltó como un pez sobre su litera, dió un chillido y rodó estrepitosamente por el suelo. De bruces, con las costillas hundidas y los omóplatos relevantes, de una flacura inverosímil, quedó ahí sin que el flemático chino se levantase de su escabel. Gutiérrez experimentó asco y terror. Y de prisa asiendo del brazo a su amigo Ricardo, salió con él de ese tugurio de repugnante vicio. Pared por medio había un inmundo lupanar. Desde la puerta, vieron una larga tarima de madera sin pintar, dividida en lechos por cortinillas de percalina azul. Seis mujeres estaban tendidas, vueltas de espaldas y ligeramente vestidas. Sólo se veían sus nucas trigueñas, sus hombros robustos y sus caderas carnosas de hembras holgazanas. Embrutecidas, gordas, esas rameras allí vivían y dormían, sin cambiar de postura, resignadas a los caprichos salaces, a las fantasías obscenas del chino sensual y jugador. Y Ricardo le contó a Gutiérrez como algunas de esas meretrices, idiotas por causa del licor y la lujuria, gangrenadas por las enfermedades sifilíticas, fueron a un hospicio de dementes incurables o a la fosa. Al atravesar una especie de plazuela, divisaron una alberca bajo un cobertizo de cañas. Ricardo lo señaló como el sitio donde se bañaban los moradores del caserón. En un extremo había una pila. Dos mujeres indias lavaban en él sus ropas. En aquel momento asomó la luna por encima de un tejado. Un añoso castaño se alzaba en un ángulo de la plazuela. A la dudosa claridad del astro nocturno, las mujeres que lavaban, el castaño y la pila parecían visiones de un cuento de Hoffman. Y ambos amigos abandonaron presurosos aquel recinto, mientras un distante reloj daba la media noche. XIII Antes de almorzar, Gutiérrez se puso a leer los diarios de la mañana. Por lo común, carecían de interés. El sempiterno artículo de fondo que era, ora una laudatoria al Gobierno y a sus ministros, ora una diatriba contra éstos; la trivial gacetilla anunciando el matrimonio o el fallecimiento de tales o cuales personas; y los avisos redactados en pésimo castellano; todo eso se publicaba monótonamente en los diarios de la Capital. Y la rutina hacía que un ejemplar de "El Comercio" de ahora se asemejase a otro de antaño, salvo la natural variación de tiempos y hábitos. Sin embargo, en un diario que editaba un diputado de la oposición, leyó el relato de las tropelías que sufrían los indios de las remotas provincias del Perú. También se enteró de los inauditos despojos de sus tierras, merced a las maquinaciones de los orgullosos ricos-hombres ayudados por las autoridades. Y de esa servidumbre forzada, especie de esclavitud a que estaban sujetos los indios en las minas o en las labores agrícolas, además de los malos tratamientos de obra que se les daba, ocupábase asímismo el artículo aquél. Concluía haciendo un llamamiento a los hombres de buena voluntad para que defendiesen a esa raza triste, huérfana del cariño y protección paternales del Inca, que acaso eran los únicos y legítimos peruanos por tradición y patriotismo. Gutiérrez juzgó que el articulista tenía muchísima razón. Hasta entonces, viviendo la vida muelle de las grandes ciudades y gustando sus placeres, no había parado mientes en que tras los empinados Andes, en la sierra agreste o en los tórridos valles de la montaña, a orillas de sus caudalosos ríos, la mayoría de sus hermanos soportaban los vejámenes y las vergonzosas expoliaciones de un puñado de audaces, con o sin cargo; porque sabían un poco más que sus víctimas o porque su cutis era un poco más blanca que la de ellas. Ricardo, que escribía silenciosamente, preguntó: —¿Qué cosa lees con tanta atención? —He encontrado un artículo que refiere las torpezas de la República, respecto de la humilde raza de los aborígenes peruanos. —Entre los duros encomenderos de la colonia y los actuales gobernadores con sus mitas para los trabajos públicos, los indios fueron y continúan siendo los mansos siervos de sus compatriotas. Sus míseras congojas y el huracán de rencores que ruge en sus pechos, los apaciguan con el alcohol o con los dolientes sones de sus quenas en el frío picacho o en la profunda quebrada. ¡Ojalá nunca llegue el despertar de esa raza de oprimidos, sedientos de justicia! El criado de Gutiérrez entró a anunciarle que un grupo de cuatro indios quería hablar con él. Ambos amigos se miraron con asombro. Hubo que hacerles pasar. —¿Sabes, Ricardo, qué es singular esta aventura? Hablábamos de la condición de los infelices indios, y he aquí que representantes de esos desvalidos vienen a mí. Entre tanto, los indios aparecieron delante de la puerta, ingresaron cautelosos y en medio del aposento se detuvieron irresolutos, tímidos, acaso temerosos de un brusco recibimiento. Eran bajos, cobrizos los rostros e hirsutos los cabellos. Vestían pantalones y chaquetas de lana. Desde las gruesas medias hasta el sombrero, de la misma materia que sus trajes, todo era tejido por sus mujeres. Unas sandalias recias protegían sus pies contra los guijarros de los caminos. Gutiérrez, con gesto afable, les dijo que se sentasen. Dieron las gracias y obedecieron. Cuando Ricardo les interrogó acerca del motivo de esta visita, antes de responder inquirieron ellos si hablaban con el diputado por la provincia de Aymaráes. Ricardo les señaló la persona de Gutiérrez. Entonces, un anciano de barba blanca, arrugada la faz y encorvado por los numerosos inviernos que viera transcurrir en los pastizales de su serranía, con voz cascada, lastimera, prorrumpió: —Señor, queremos justicia. Buscamos a alguno que hable por nosotros, por nuestros desventurados hijos, en la Cámara de diputados. Diga usted que cesen ya las crueles violencias, las odiosas persecuciones para obligar a los mitayos al trabajo gratuito, las inicuas extorsiones en nuestros ganados cometidas por todos los que tienen mando en nuestras aldeas y, por último, las inconcebibles usurpaciones de nuestras tierras, esa lenta y cotidiana absorción de los terrenos de las que realizan los grandes hacendados comunidades al amparo de los subprefectos y los jueces de primera instancia. Es inútil que intentemos hacer la defensa de nuestros derechos a los fundos que poseemos de padres a hijos y desde época inmemorial; porque los abogados y magistrados dilatan los procesos civiles y nuestros vástagos tienen falta de pan. Los tenientes gobernadores, para castigar nuestras quejas, nos aprisionan y amenazan con azotes. Y hay que huir a otros parajes para respirar aires de libertad, abandonando nuestras chozas y las sagradas tumbas de nuestros antecesores. Somos las aves sin nido que llevan consigo a sus polluelos. Gutiérrez y Ricardo no pudieron reprimir un grito de indignación. Los indios, apacibles y melancólicos, les miraron. Después, el indio siguió contando las iniquidades verificadas con sus compañeros. Al través de sus frases sencillas, llenas de honda amargura, Gutiérrez se representaba los dolores de esa raza hostigada a manera de bestia feroz, de alimaña dañosa, por los mismos que deberían protegerla. Y esa masa de indios, siempre expoliada, arreada como rebaño para formar en las filas del ejército o para votar en favor de tal o cual candidato, a guisa de políticos corrompidos o de cínicos logreros, no había recibido más elementos de cultura que las revoluciones, el licor y el fanatismo. Sobre ellos pasó como una tromba devastadora el castellano hosco y sanguinario, el cura ignorante y concupiscente y el juez rapaz y sin escrúpulos. Y hubo villanos que les reputaron en irremediable decadencia, a ellos los legítimos señores del suelo, los guardadores de los restos de una maravillosa civilización, a los que hacen pacer sus rebaños en torno de las derruidas fortalezas y de los palacios en escombros de sus poderosos y magnánimos monarcas. A Gutiérrez se le antojaba irónico llamar decadentes a los que adoraron como dios al sol, que valía mucho más, como mito, que el soñador Jesús de Galilea. Y en la historia del Perú independiente, ¿quiénes fueron los más ilustres de sus hijos? ¿Los que descendieron de esos indios desdeñados como seres de casta inferior? Era menester que la posteridad execrase a esos que, ufanos de su pellejo blanco, a partir desde el comienzo de la conquista, hicieron de la población regnícola, la plebe indigna, buena sólo para dar siervos afectos a la gleba, braceros a las minas y soldados a los cuarteles. Y, sin embargo, eran superiores a los escuchimizados retoños de los marqueses limeños, viciosos y degenerados a tal punto que en los tiempos actuales acaso no sea mayor el ángulo facial de un gorila que el de cualquiera de los señoritos adamados que frecuentan los clubs o las pastelerías de las calles de Mercaderes y Espaderos. Entre esos hallábanse a veces tipos de inversión sexual o seres de un raquitismo hereditario. Y la miseria de la raza duraría hasta que los explotados arrojasen a los explotadores, hasta que los buenos destruyeran a los malos. Gutiérrez, al contemplar aquellas faces medrosas y la indecisión que se adivinaba en esas pupilas, se figuró el heroico esfuerzo que tendría que hacer esa multitud sana e ingenua para librarse de las garras de una minoría ambiciosa y dominadora. Gutiérrez recordó que en Ilave y Huanta se les mató sin piedad; porque se resistieron a consentir un injusto impuesto, cuyos frutos malditos desaparecieron, merced a la rapiña y a las revoluciones. Le parecía ver a los infelices indios separados violentamente de los suyos, de sus ovejas y de su amado terruño, para ir a perecer en la insalubre montaña al hacer un camino tan costoso como inútil. En toda la República se imaginaba él que resonaban los lamentos de los desposeídos contra los usurpadores, de los desheredados contra los ricos que les expulsaron de sus fincas. Y era la hacienda que día a día agrandaba sus términos, mientras que los predios rústicos de los indios o de las comunidades disminuían poco a poco. Cuando no bastaba aquello, el codicioso terrateniente destruía cerca y cabaña y se apoderaba de la última parcela del indefenso indio, que se convertía en nómada con su familia y su escaso rebaño. Sucedió en una ocasión que la modesta hacienda de la época en que vivían los abuelos del indio, creció tanto que consumió la aldea, teniendo él que abandonarla con los suyos. Si los indios, en medio de su natural apatía, se rebelaban ante el despojo y derribaban los nuevos linderos, el hacendado castigaba semejante insolencia con el auxilio de los gendarmes que la bajeza de un subprefecto ponía a su disposición. Era estéril empeño recurrir a la justicia, querellándose del brutal acto. El juez, cuando no estaba unido con el delincuente por parentesco espiritual, temía atraer sobre su cabeza la ira del poderoso que contaba con el valimiento de un senador o de dos diputados. Y la debilidad de carácter de algunos jueces llegaba a tal extremo que las dádivas o la promesa de un próximo ascenso, les hacían cerrar los ojos ante la maldad. En las Cortes Superiores tampoco los infortunados indios lograban encontrar defensa para sus derechos vilmente vulnerados. Esos tribunales se componían de magistrados egoístas, complacientes e ignorantes, cuando no de mercaderes de la justicia humana. Y llegó la vez en que uno de sus vocales fue acusado de despojador de los terrenos de una comunidad. Gutiérrez recordaba haber leído en los diarios de la Capital el escandaloso suceso y la excusa del magistrado que conculcó los derechos de los indios, a quien sirvió de cómplice un subprefecto concusionario. En la Cámara de Diputados alguien quiso deslindar responsabilidades, pero la política de contemporizaciones y el deseo de no mortificar al Gobierno, convirtió en ilusorio ese hermoso anhelo de sanción. Y con todo eso, el vocal continuó administrando justicia en nombre de la república y sin el menor reproche de sus colegas. De las Cortes Superiores se contaban casos inauditos. En un Departamento, un prefecto dió de balazos a un juez a quien después puso preso. Esos hechos sólo podían ser efectuados por un desequilibrado. En verdad que tal lo era, pues meses más tarde se le encerró en el manicomio de Lima. Aunque el juez vejado malamente se quejó, la respectiva Corte Superior no se atrevió a enjuiciar a ese truculento prefecto y quedó impune el atropello. El agraviado se presentó a la Corte Suprema. Su decepción fue inmensa al convencerse de que los más altos magistrados de su país no quisieron o no pudieron hacerle justicia. Porfió tanto que uno de los más ancianos vocales, a solas con él en la casa de una respetable señora, le dijo: "Usted tiene sobrada razón, pero no insista, porque nos pone en duro aprieto. El Presidente de la república, bajó amenaza, nos ha prohibido ocuparnos de este asunto. Usted comprende... nuestros sueldos... nuestra propia tranquilidad..." Y el desdichado juez tuvo que resignarse. La ola de la podredumbre subía, subía sin que nadie supiese hasta donde. Gutiérrez, poniendo punto final a sus reflexiones, se dirigió a los indios para decirles: —Cuenten ustedes con mi promesa de que hablaré por ustedes. Haré lo que pueda por remediar su condición, si es que algo me dejan hacer. Los indios sonrieron y, después de darle las gracias, se retiraron. Entonces, Ricardo que no había desplegado los labios durante la entrevista, murmuró: —¿Piensas tú hacer algo por ellos? Y ante el ademán de afirmación de su amigo, agregó: —Creo que nada harás. Al dar las cinco en el reloj de su estudio, Gutiérrez se preparó para ir a visitar a la señora Fernández. Era el día en que recibía a sus amigos. Pensaba ver allí a Lucrecia. En el salón de la señora Fernández, en un corrillo de amigas, estaba Lucrecia que sonrió discretamente al reparar en él. Con disimulo, después de conversar algunos minutos con la dueña de casa, llegó hasta ese grupo. Al punto, Lucrecia, con elegante naturalidad, le tendió la mano, inquiriendo por su salud y el porqué de su alejamiento. El pretextó quehaceres, su labor literaria; pero no por eso la había olvidado. Ella, sintiendo halagada su vanidad de mujer hermosa, dijo: —¿Por qué no ha ido usted a visitarme? —Temí ser acaso importuno. Y como solamente fuimos presentados el uno al otro en la fiesta de los señores Fernández, no me pareció correcto, sin previa venia suya, ir a visitarla. —Nunca le juzgué tímido ni pegado a las fórmulas de la buena sociedad. Veo que me equivoqué. Entonces, ahora le pido que me visite. ¿Podré esperarle el viernes entrante a las tres de la tarde? —La voluntad de usted es ley para mí, señora. Iré. Un relámpago de triunfo brilló en las amplias pupilas de Lucrecia. En ese momento un criado le ofrecía una taza de té. Tomó otra de la bandeja para dársela a Gutiérrez que en aquel ambiente iluminado, tibio, experimentaba una inefable sensación de bienestar. XIV Aquella tarde había rebullicio en la Cámara, cuando entró Gutiérrez a ocupar su asiento. Desde el día anterior, en los pasillos del local y en los clubs, se anunciaba que los diputados de la oposición iban a interpelar al ministro de Gobierno a causa de un sangriento suceso acaecido en una de las provincias del norte. Un diario hizo la horrible revelación de que un prefecto mandó fusilar, sin que se les juzgase, a varios bandoleros. El horrendo crimen se realizó en un paraje desierto. Los diputados de la oposición causaron gran alboroto. Uno presentó un pliego de preguntas para que el ministro de Gobierno concurriese a la Cámara a contestarlas. Aunque la mayoría quiso impedirlo, no hubo medio de evitar la interpelación. En ese momento, ingresaba el ministro, un señor gordo, de cuello corto y de ancha cabeza, que miró sonriente a todos los diputados. El que iba a interpelar se puso en pie. En los rostros de los corifeos de los partidos que eran enemigos del Gobierno, lucieron una alegría maligna como si estuviesen seguros del escándalo y de la caída del ministerio. El orador de la oposición, con ademanes teatrales, fulgurantes los ojos, comenzó a acusar al ministro y al ministerio entero por su vergonzosa complicidad en ese atroz asesinato. Relató con acentó trágico el alevoso crimen y la manera cómo llegó a descubrirse. El Gobierno también lo supo; pero no quiso castigar a ese prefecto de instinto de hiena, un viejo degenerado e irascible. Su verba violenta, llena de imágenes, con dejos de sarcasmo, vibraba en el ambiente e iba a rebotar en la mofletuda faz del ministro que, impávido, le oía. Gutiérrez admiraba a ese joven orador, alto, moreno y nervioso. Tenía fuego y sinceridad, cualidades raras en sus demás colegas, los de la mayoría, tardos, irresolutos y acomodadizos. Era uno de los principales en ese puñado de censores, siempre vigilante, de los actos del Gobierno. Si a veces eran apasionados, nunca les halló hipócritas ni cobardes. Cuando concluyó el orador, el ministro rebatió, con lenguaje campanudo y petulante, la acusación de aquél. Dijo que los enemigos del ministerio usaban contra éste de las armas más vedadas sin retroceder ni delante de la calumnia. Explicó a su manera la actitud del Gobierno en ese lamentable acontecimiento. Terminó asegurando que sería castigado el prefecto si aparecía realmente culpable. Ruidosos aplausos de la mayoría acallaron las últimas frases del ministro y las voces airadas de la oposición. Cuatro o cinco diputados abandonaron sus asientos para ir a felicitarle. Un corifeo del partido Civil, pálido, barbilampiño y zalamero, le estrechó calurosamente las manos. El ministro sonreía satisfecho, agobiado por los parabienes. Y ese corifeo fue el que habló, elogiando el proceder del Gobierno respecto de ese crimen. Gutiérrez sabía que su labia meliflua, sus gestos de comediante, ese fingido apasionamiento por los pequeños asuntos de su interlocutor y, sobre todo, su eterna sonrisa sobre los labios, remedo de la que ostenta el retrato de la Gioconda, le habían hecho adquirir una inmensa popularidad. Además, era amable y prometía todo lo que sus colegas o amigos le pedían, claro está que sin la menor intención de cumplir tal promesa. Gutiérrez recordó que una vez en su estudio de abogado, estando él presente, entró un modesto estudiante a contarle una desventura que le sucedió en el proyecto que el joven y otros condiscípulos formaron para publicar una revista literaria. El corifeo, grave, guiñando sus ojillos, le escuchó paternalmente. De súbito, dió un puñetazo sobre el escritorio y una cólera terrible demudó sus pálidas facciones, mientras musitaba: "¡Ah, los miserables, los miserables!" El estudiante, confuso, acaso temeroso de haber incurrido en su enojo, se atrevió a murmurar: "La cosa no es para tanto; no se enfade usted, doctor". Y al instante volvió la sonrisa a florecer en sus exangües labios de roedor. Ese era el hombre que loaba al ministerio, que con aspavientos de histrión, con visajes de polichinela, procuraba convencer a su auditorio. Al concluir le aplaudieron sus colegas. Habló, en seguida, otro de los corifeos, periodista, uno de los directores del partido Civil, de modales afectados, envanecido. Su prestigio en la Cámara no lo debía al lustre de sus antepasados, laboriosos emigrantes, ni a su escaso talento, sino a su continente de persona sesuda que dirigía uno de los primeros diarios de la Capital. Tenía su ambición política, y decía el vulgo que cada vez aumentaba su engreimiento hasta imaginarse él la posibilidad de llegar a la presidencia de la república. Era la pompa de jabón, irisada, frágil y vaporosa, que al contacto del aire se deshacía. También fué aplaudido. Por último, habló otro corifeo, adicto al Gobierno merced a los puestos con lautos sueldos que ocupó durante su vida política. Su discurso era elocuente, erudito, dejando adivinar al hombre que en las bibliotecas, con calmoso afán, leyó muchos libros de historia y de sociología. Sabía muchas cosas, pero sabía decirlas mejor, que en los tiempos que corren sirve más que la sinceridad de los pensamientos. Y, sin embargo, Gutiérrez le encontraba el grave defecto de ser voltario, tornadizo, algo farsante; y lo comparaba a uno de esos juglares que en las plazas divierte a la muchedumbre, cambiando de juegos de manos a medida que se renovaba el público. El llamaba a esto la evolución de las ideas, pero Gutiérrez juzgaba que era más bien su disolución. Propuso un voto de aprobación para el ministerio, y la Cámara lo dió casi por unanimidad. Cuando iba a retirarse el ministro, un diputado de la oposición expresó que quería hacerle un pedido. Incontinenti, dió lectura a un telegrama en el que varias comunidades de indios se quejaban a su diputado por el despojo de sus pastizales por orden del ministro de Fomento, que se decía su comprador. Su objeto era que el Gobierno diese amplias garantías a los dueños de esos terrenos, adoptando para ello las providencias que estimase necesarias. Al oír esto, Gutiérrez se levantó de su sillón y, casi interrumpiendo a su colega, pidió la palabra. Sus compañeros le miraron sorprendidos y el señor Fernández hizo un gesto de disgusto; pero nada le contuvo. Entonces, pintó los sufrimientos de la mísera raza, hostilizada por los mandones de las aldeas, explotada por los terratenientes sin conciencia, fanatizada y envilecida por los párrocos con bacanales religiosas y siempre sedienta de justicia desde los tiempos coloniales. Narró cómo la insaciabilidad de los ricos hombres de cada comarca, no contenta con transformar en siervos a sus hijos, les arrebataba sus campos sembradíos para ensanchar sus posesiones. Y pueblos enteros, las veneradas tumbas de sus mayores, los derruidos santuarios de sus dioses, todo quedaba, lenta pero fatalmente, dentro de los límites de los fundos, mudables a voluntad de sus dueños. Los antiguos señores de la tierra, sin sus chacras para la subsistencia de los suyos, tenían que huir a las alturas, donde no había hombres-lobos, donde podían respirar aires de libertad. Y la ola de la concupiscencia no se detenía al pie de la sierra, proseguía invasora, llegaba ya a los agrios montes, más inclemente que la inundación que arrolla hombres y animales. Y Gutiérrez continuó dibujando los dolores de la raza desdichada y vituperó con palabras fogosas a sus crueles opresores. Su acento invehió contra la usurpación de ese ministro, que era el colmo de la injusticia. Y sintetizó su petición expresando que la Cámara desaprobase la conducta del ministro de Fomento y manifestara al Gobierno que ella vería con agrado que, en lo sucesivo, impidiera tales violaciones de los derechos de los indios. Un murmullo de asombro se dejó oír. En seguida, un silencio, casi sepulcral, hizo comprender a Gutiérrez que reprobaban sus conceptos. Al mismo tiempo, el señor Pando le susurraba: —¡Qué imprudente ha estado usted! Antes debió usted haber conferenciado con los jefes de los partidos para evitarse este fracaso. Sin embargo, algunos de los diputados de la oposición parecieron apoyar sus ideas; pero uno de los corifeos habló y convenció a todos de que el ministro de Fomento se portó correctamente en este asunto de los pastizales de las comunidades de los indios. Exhibió varios documentos oficiales para probarlo. Entonces, el ministro interpelado replicó y finalizó dando las gracias a la Cámara por la confianza que dispensaba al ministerio y declarando el deseo de que el señor Gutiérrez quedase satisfecho en vista de las explicaciones dadas. Gutiérrez miró a sus compañeros de la mayoría, vió que el señor Fernández hablaba con los corifeos de su partido y movía los brazos, desolado. Y entendió que estaba solo. Y entonces, el corifeo de palabra meliflua y de la eterna sonrisa sobre los labios, le preguntó: —¿Retira su pedido el honorable colega? Gutiérrez, decepcionado, vaciló un instante, contempló perplejo la masa de espectadores y al ver entre ellos los rostros de los indios por quienes nada pudo hacer, contestó con ironía: —Quedo convencido, honorables colegas, y retiro mi pedido por deferencia al señor ministro y porque no puedo hacer otra cosa—y al decir esto miró severamente a los impasibles rostros de sus colegas de la mayoría;— pero esa raza india, nuestra propia raza, continuará su sueño secular en el sepulcro de nuestro convencionalismo, hasta que, como a otro Lázaro, venga un Cristo y le diga: "¡Despierta y anda!" Y andará, honorables colegas míos, y entonces, ¡ay de nosotros los maleadores, los civilizados! Y en su profunda indignación pensó decirles otras frases. Tenía un violento deseo de injuriarles para hacerles enrojecer; pero conoció que para ruborizar aquellas faces era menester abofetearlas repetidamente. Gutiérrez, como otro Cronwell, podía pararse delante de ellos para afrentarles sus vicios. A uno le hubiese dicho que era borracho y jugador; a otro, que recibía pingüe soldada de una sociedad comercial extranjera para que en la Cámara cohonestase todas sus tropelías con los indios; a otro, que con sus arterías se había enriquecido en la recaudación de los impuestos; y a otro, que cierto género de servicios, so pretexto de su profesión de abogado, le fue pagado en relucientes libras esterlinas. Por último, a muchos de ellos, a esos que, a modo de rebaño, seguían ciegamente las inspiraciones de los corifeos, también les hubiera dicho que, inhábiles para lucrar en negocios lícitos, recibían del ministerio de Gobierno sumas de dinero como gratificaciones por su adhesión incondicional a la política del Presidente. Y la misma mano que daba al espía su salario, entregaba al diputado el precio de su servilismo. Y Gutiérrez experimentó invencibles náuseas al considerar la suciedad moral de esa Cámara, y pensó que para limpiar toda la inmundicia de este nuevo establo de Augías se necesitaba el río cuyo curso desviara Hércules en caso idéntico. Y desde ese instante se prometió a sí mismo apartarse de la política y no poner más los pies en la Cámara de Diputados, otra cloaca máxima de la república. Abandonó el salón sin mirar a sus colegas. En la puerta de la calle subió a un carruaje para llegar más pronto a su casa. Ricardo escribía a la luz de una lámpara. Se ocupaba de copiar las cuartillas de los últimos capítulos de la novela de Gutiérrez. —Acabo en este momento—dijo Ricardo sin dejar de escribir,—el capítulo relativo a los indios, a los que llamo "aves sin nido". ¿Y qué tal ha ido hoy en la Cámara? —Muy mal. Nada he podido hacer por mis defendidos. Ricardo, filosóficamente, añadió: —Sucedió como te lo vaticiné, amigo mío. En ese instante, un criado entró y dijo que los indios venían a despedirse del diputado. Taciturnos y resignados se despidieron de los dos amigos. Partían el siguiente día, muy temprano, para su remota provincia. Habían perdido dos meses, traginando de oficina, en oficina sin conseguir que el Gobierno atendiese a su reclamación. La única vez que pudieron hablar con el Presidente, éste les ofreció muchas cosas. Sabían que nada haría por ellos, como de costumbre. Gutiérrez, al atravesar los indios el umbral, les prometió ir al Callao para verles por última vez. Los desventurados sonrieron agradecidos. A la mañana siguiente, mojados por una persistente llovizna, Gutiérrez y Ricardo, en pie junto a un montón de fardos de mercaderías, veían alejarse el vapor en el cual los indios tornaban a sus hogares. Les contemplaron temblando de frío, envueltos en sus grises ponchos, apoyados en la borda del buque, mirando melancólicamente la ciudad que se perdía en la bruma. Minutos más tarde, sólo había sobre la superficie del soñoliento mar una masa obscura y un grueso penacho de humo. Y Gutiérrez cogiendo del brazo a Ricardo, murmuró: —Ahí tienes el último capítulo de esta novela republicana de miserias y villanías. Hiciste bien en llamar a esos pobres indios "las aves sin nido". Pero, ¿sabes tú quiénes son los alcones? Los alcones son ellos los civilizados, somos nosotros... XV En el día fijado para recibir la visita de Gutiérrez, Lucrecia le esperaba impaciente en un saloncito. Cuando un reloj de campana dió las tres, un criado le anunció su llegada. Gutiérrez entró y avanzó con paso firme hasta el sillón que ocupaba Lucrecia, cogió una de sus suavísimas manos y puso en ella un ligero ósculo. Antes de que ella hablase, el literato se apresuró a decir: —Soy puntual, señora mía; heme aquí dispuesto a satisfacer sus menores deseos en lo que buenamente pueda. Lucrecia, que por espacio de tantas semanas anheló esta entrevista, sonrió sin atreverse a pronunciar la frase que debía llevar a ambos interlocutores al terreno de las francas explicaciones. Y un temblor involuntario extremeció todo su cuerpo, apareciendo una leve palidez en su bello rostro. Gutiérrez comprendió la turbación de Lucrecia y con maña rompió a hablar de cosas frívolas. Sus palabras desvanecieron todo género de recelos en el ánimo de ella. Al cabo de unos cuantos minutos, Lucrecia parecía haberse olvidado del verdadero motivo de la presencia del novelista en aquel tibio y perfumado aposento. Entonces, quiso esmerarse en agasajarle de modo cumplido y pidió té para ofrecérselo con sus gráciles manos más blancas que el pan candeal. Después de haber bebido juntos sendas tazas de té, Lucrecia le suplicó que fumase; porque no quería privarle de uno de sus placeres favoritos, ni le molestaba el humo. Gutiérrez accedió y encendiendo un rico cigarro habano fumó con deleite de sibarita. Entre tanto, ella mordiscaba un pastel y contemplaba con aire reflexivo las vagarosas bocanadas de humo que iban a remolinarse bajo el decorado techo. Sobrevino un largo silencio. Gutiérrez se entregó a una profunda meditación. Tenía muy cerca de sí, abismada en sus propios pensamientos a aquella mujer, elegante y seductora, que tanto admiró en las calles de la ciudad cuando la encontró a su paso; y ahora, ajeno a toda pasión impura, movido por una súbita piedad hacia ella por los repugnantes extravíos que le achacaban, empezó a dudar de todos esos rumores que circulaban de boca en boca. Recordó, mentalmente, varios casos ocurridos meses ha y entre ellos al que dió origen a un cuento suyo publicado en uno de los diarios de la capital. Un amigo, uno de aquellos con quienes se conversa en los clubs y cafés, le refirió el suceso; él, que conocía de antemano a Lucrecia por haberla visto en los espectáculos y paseos más concurridos, que varias veces al divisarla en los solitarios jardines públicos la había seguido horas enteras, presa de la curiosidad de averiguar a dónde iba, que parte por interés artístico y parte por un principio de inconsciente enamoramiento, la había convertido en sujeto de estudio, aprovechó la oportuna ocasión de dispararle un certero dardo que la hiriese en mitad del pecho. Al considerar la presente entrevista pedida por ella, notó que comenzaba a experimentar algo así como un asomo de remordimiento, y en su espíritu brotó la sospecha de la injusticia de su acción. A esto, vió que Lucrecia le miraba dulcemente y sintió al mismo tiempo sobre su rostro, a manera de una caricia suave y delicada hasta lo indecible, el fulgor de sus pupilas. Entonces, tuvo la vergüenza del reo y no se atrevió a levantar las suyas fijas con pertinencia en las pintadas rosas de la alfombra. Gutiérrez se reportó al punto, y recobrando su aspecto de habitual indiferencia pareció examinarla con sus miradas que, despedidas por sus ojos impasibles y negros, tenían cuando él lo deseaba el centelleo de un ágil florete o la flexibilidad de un látigo que descargase rudos golpes. No quiso reparar en la postura lánguida y casi sensual que Lucrecia había adoptado desde que comenzó la conversación; porque le preocupaba en sumo grado ese cúmulo de historietas pecaminosas que acerca de ella relataban en los corrillos de los hombres. Esos lances de refinadas voluptuosidades la convertían en la anhelada protagonista de su novela. Y de lo íntimo de su ser brotó entonces el literato apasionado de su arte, que con secreto gozo veía ya cercana la conquista de su ideal. Por eso, Gutiérrez apartó de sí toda conmiseración a trueque de hallar en la vida de esa mujer el argumento de la novela a la que hacía tiempo dedicaba sus noches de labor en la soledad de su estancia. Casi estuvo tentado de lanzar un grito de triunfo, y sus ojos se hicieron severos, fijándose escudriñadores en la faz de Lucrecia. Aunque ésta, abstraída, no había podido seguir paso a paso el curso de la cogitación de Gutiérrez, su perspicacia femenina le hizo vagamente entrever algo. Por otra parte, esas miradas frías, esa austeridad que se percibía en las facciones del literato, le sirvieron de indicios para descifrar el oculto pensamiento de Gutiérrez. Y llena de amargura, comprendió para su desdicha que ese hombre era inexorable con ella. Entonces, se decidió a usar de un medio extremo inventado por su coquetería, para ver si de este modo transformaba en esclavo sumiso al que osaba presentarse como despótico señor. Principió por dirigirle halagadoras sonrisas, en tanto que sus grandes y lindos ojos le hablaban un misterioso y ardiente lenguaje de amor. Después, con movimiento involuntario se arrellanó en el sillón, y con esa seductora habilidad del sexo hizo que el suelto vestido ciñese las redondeces de sus carnosas caderas, a la par que un ligero temblor agitaba su seno, dando a la seda que cubría esos visos metálicos de las aguas estancadas, que recatan en su fondo sombrío peligros sin cuento. Cual si Lucrecia hubiese hecho estudio especialísimo en artes de esta clase, su diminuto pie calzado con incomparable elegancia se bullía inquieto bajo la orla de su amplia bata. Si a todo esto se agrega las ardorosas miradas de sus pupilas verdemar, tenazmente clavadas en eL rostro de Gutiérrez, se comprenderá entonces los sobrehumanos esfuerzos de éste para escapar a la tentación de arrojarse a las plantas de aquella incitadora mujer. Cuando Lucrecia observó que Gutiérrez la contemplaba risueño y escéptico, conoció que el adversario con quien medía sus fuerzas estaba avezado a esta clase de lides; pero no se resignó a ceder fácilmente, llamó en su auxilio a toda su energía mental y en unos cuantos minutos forjó un diabólico plan. Hacía rato que el reloj había dado las cuatro de la tarde. El ambiente del aposento era un poco sofocante; al través de los cristales de las ventanas el cielo aparecía sereno, límpido, sin que el menor soplo de brisa conmoviese los ramajes de los árboles del jardín de la casa. Lentamente, Gutiérrez se dejó dominar por una especie de grata pereza que daba cierta vaguedad a sus conceptos y sintió junto a esa hermosa mujer, cuyo cuerpo muelle exhalaba un perfume exquisito, el voraz apetito de hacerla suya, de saciarse en la completa posesión de aquella carne, producto fino de la labor de varias generaciones. Y excitaban sus deseos esa entrevista a solas con ella y la plácida tarde tibia que aceleraba en sus venas la circulación de la sangre. Entonces, casi subyugado por el singular atractivo de Lucrecia, el novelista cerró los párpados como si reflexionase hondamente. Así estuvieron ambos durante largos instantes sin pronunciar la menor palabra; parecían dos rivales que, rendidos por el combate, cejaban un punto para adquirir nuevo brío. De pronto, Lucrecia se levantó para abrir una de las ventanas, y antes de que Gutiérrez saliese de su repentino asombro, vino a sentarse a su lado, trayendo un diario que desdobló con delicada calma. En él estaba publicado su cuento y recordó haberlo visto sobre un velador al tiempo de entrar. En seguida, con voz cadenciosa, subrayando las palabras cual si quisiese darlas la maligna intención con que había sido escrito el cuento, empezó a leérselo de cabo a cabo. El acento de Lucrecia, la gracia con que recalcaba la ironía de sus párrafos, agradó a Gutiérrez, haciéndole experimentar una dulce satisfacción. La contemplaba con vanidad, mientras sus delgados labios se contraían con sarcástico mohín. Lucrecia se entusiasmaba a medida que proseguía en la lectura y los períodos partían de su boca a manera de envenenadas saetas que iban a hincarse en la faz de Gutiérrez; porque ella, al leer dicho cuento, se proponía tomar del ofensor una cumplida venganza, reprochándole su cobarde proceder, al difamarla así. Sin embargo, más pudo en Gutiérrez su orgullo de literato que su remordimiento de hombre compasivo, y lejos de arrepentirse del mal que había causado a aquella mujer, se solazó con su obra, lisonjeado por el tono melodioso de la bella lectora. Y el cuento terminaba así: "Esa tarde estuvo desdichada la señora Cifuentes al acudir a su cita amorosa, pues, al bajar del carruaje se le figuró distinguir en las cercanas bocacalles, rostros de personas que parecían espiarla; pero su desventura llegó a lo sumo, cuando al ir a empujar la puertecilla del consabido departamento, la encontró herméticamente cerrada. A pesar de ello, forcejeó unos segundos intentando abrirla, pero viendo la inutilidad de su esfuerzo se enojó interiormente contra la estupidez de su amante. Pensó que acaso los vecinos de las contiguas casas estarían atisbando su actitud, y ante esta idea, un súbito rubor encendió sus mejillas y un calofrío de vergüenza la agitó de pies a cabeza. Maldijo semejante contratiempo, y con reposado ademán, confusa y desalentada, subió al carruaje que rodó hacia el centro de la ciudad. Ya había caído la tarde; las luces alumbraban las aceras y hacían relucir el pulido asfalto de las calles. El carruaje se deslizaba con suavidad y en breves instantes llegó a la próxima esquina; pero antes de doblarla la dama salió de su estupor, volvió la cabeza rápidamente y se puso a mirar por la portezuela del vehículo. A su derecha, borroso, perdido en el hacinamiento de fachadas, percibió el discreto albergue que le servía de nido para ocultar sus amores con el gallardo militar; a su izquierda, el edificio de la Acumulativa, enorme, a medio construir, desaparecía detrás de la andamiada de madera por encima de la cual sobresalía su techo gris. Hacia el fondo de la calle se columbraba la pared enjalbegada del antiguo convento de San Francisco. Una congoja infinita sintió la dama cuando perdió de vista todo eso. El corazón le latió con violencia y un dolor agudo la traspasó. Para no desmayarse tuvo que apoyar ambas manos en el respaldo del asiento y unos cortos instantes permaneció quieta, escuchando el ruido sordo de la sangre que afluía con fuerza a sus sienes. Desde adentro le salía un molesto estertor, mezcla de sollozo y de gemido. Estaba a tal punto trastornada que parecía sufrir el peso de una horrible desgracia. Sólo entonces pudo comprender cuán necesarias para su reposo eran las caricias de su amante. Horas después, sentada a la mesa, conversando con su marido, cuyo rostro resplandecía iluminado por la luz eléctrica, volvió a sentir la añoranza de sus adulterinos amores. Al acabar de comer, el esposo insinuó la idea de recogerse, entonces ella, con desabrimiento, repuso: Vete a dormir, tú solo. Y tú, ¿vas a leer? A esto sonrió con feroz ironía y reticentes las palabras, añadió: —Con permiso de mi señor marido, voy a hacer castillos en el aire. Y el cónyuge, sin percatarse del alcance de esta frase, se fue a acostar". —De esta manera finaliza su cuento, señor Gutiérrez; pero aunque bello y artísticamente imaginado, es de una absoluta falsedad. Gutiérrez calló y como única respuesta movió la cabeza en señal de duda. Luego, como hombre de humor reparó: —Señora, no haga usted caso de fantasías de novelistas. Eso nada importa. Lucrecia se indignó al adivinar el propósito de burla que encerraban esas palabras y supo encontrar en medio de su enfado conceptos que diesen una cabal medida de él. —Es usted injusto y, sobre todo, demasiado cruel con una infeliz mujer que ningún daño le ha hecho. Calumnia usted con torpeza indisculpable en un hombre de talento como usted. Gutiérrez pestañeó ante la rudeza de la injuria; pero al instante recuperó su habitual aplomo y con una punzadora inflexión de sarcasmo, prosiguió: —¿Verdad, señora mía, que he calumniado? No me lo repita usted, porque me causaría un gran pesar. Pero, ¿quiénes calumnian aquí? ¿ellos que lo divulgan, yo que lo refiero en un cuento o usted que...? Perdóneme, señora, que no continúe. Al oír esto, una excitación nerviosa acometió a Lucrecia que se tapó la cara con las dos manos y rompió a llorar con violencia. Gutiérrez sabía de sobra lo que significan las lágrimas de las mujeres cuando se afanan por sincerarse ; por eso, no concedió mucha importancia a aquel acontecimiento. Tan luego como la dama se reportó, Gutiérrez quiso poner término a esa situación de suyo embarazosa para ambos interlocutores; pero ella le suplicó con la mirada que siguiese sentado unos momentos más. En seguida, Lucrecia habló así: —Voy a ser ingenua aunque peque de inconveniente; voy a abrirme con usted como si se tratase de mi confesor. Después que me haya usted escuchado, piense lo que guste que yo quedaré con mi conciencia tranquila. Gutiérrez se recogió en lo íntimo de su alma ante la halagadora promesa de tan sabrosa confidencia. Surgió en él, con inaudito arresto, el escritor de raza, el observador realista por temperamento y estudio, a quien la casualidad iba a convertir en el depositario de los secretos de aquella dama de escandaloso renombre. Y se dispuso a oír decidido a no perder una sola silaba de esa interesante confesión. Entonces, Lucrecia comenzó a narrar su vida con ingenuidad enternecedora, como si pretendiese mover a compasión a aquel flemático hombre de letras que la contemplaba con creciente pasmo a medida que avanzaba en su relato. Esa narración fue un completo desencanto para Gutiérrez. Ni grandes vicios ni refinadas depravaciones, ni esas inconcebibles voluptuosidades que la presentaban a sus ojos rodeada del dañoso prestigio de la corrupción; nada de eso halló en la historia de Lucrecia. Todo lo que bajo la forma de rumor o cuento había llegado hasta él, era pura fábula fraguada por envidiosos o malquerientes. Vió, pues, desvanecido su caro ensueño de novelista y destruido el argumento de su libro. Al considerar esto último se exasperó de tal manera que aborreció la estulticia de aquella desventurada mujer. Pensó, además, que con una adúltera por amor como lo había sido Lucrecia que, sin reincidir en el delito, buscó con ahínco el perdón divino, dedicando sus vagares, a los rezos y a las obras piadosas, no podía escribirse una novela tal como él la forjara en sus nocturnancias. ¿A quién culpar de semejante fracaso? Y no acertando con la respuesta se entristeció sobremanera. Desde el fondo de su alma, sintiéndose melancolizado, dió un patético adiós a sus noches de labor consagradas al arreglo del preciado argumento y durante las cuales empleaba horas enteras en adornarlo con hechos tomados de la vida real. Y lleno de amargura se dijo entonces que estaba desvanecido el caro ensueño de su existencia. De este modo fue poco a poco exaltándose hasta olvidarse de sí mismo. Y cuando advirtió que Lucrecia le miraba con afabilidad como si aguardase de sus labios una frase de consuelo, que fuera bálsamo eficaz para curar las heridas de su atribulado corazón, recrudeció su encono contra esa mujer, causa indirecta de su engaño. Entonces, sucedió una cosa terrible. El novelista se alzó de su silla bruscamente, y puesto en pie se encaró con Lucrecia; y antes de que ésta pudiese atinar lo que iba a acontecer, Gutiérrez, airado el semblante, la ultrajó con estas palabras: —Es usted, señora, de tal modo infeliz, que la naturaleza la ha hecho tan incapaz de la virtud como del vicio. Después, le dirigió una mirada de profundo desprecio. Y mientras ella caía sobre el sofá, aterrada, confusa, sin saber qué pensar de todo aquéllo, Gutiérrez abandonó el aposento, con lentitud, como si caminase agobiado con un grave peso, y antes de atravesar el umbral un rayo de luz iluminó fugazmente su austero rostro pálido por el dolor... FIN De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Alejandra Rivera Hermoza