LAS COJINOVAS COSTUMBRES LIMEÑAS CURSIS POR M. Moncloa y Covarrubias MANUEL MONCLOA Y COVARRUBIAS (CLOAMÓN) LAS COJINOVAS Costumbres limeñas...cursis PRÓLOGO DE Don José Santos Chocano Dibujos de Gueby y Narváez LIMA BADIOLA Y BERRIO, EDITORES LIT. É IMPRENTA, CALLE DE BAQUÍJANO. 784 1905 Dedicatoria A MIS QUERIDOS AMIGOS Carlos G. Amézaga y Federico Blume EN PUERTAS Lo único serio, de toda seriedad, que en este libro aparece, es mi prólogo. Ley de contraposiciones hace que un poeta con humos épicos, prologue la novela de un prosador humorístico. Quien jamás pudo hacer reir con la pluma, mete ésta resueltamente en el tintero de los chistes; y como un prólogo mío en libro semejante es asunto chistoso, comienzo, por lo original de la idea, á reclamar para mi ahijado el primer aplauso envuelto en una carcajada. * * * Conozco desde hace años á Moncloa y Covarrubias; y en esta su primera novela lo reconozco. No soy dado á hacer psicologías; pero me parece que toda su gracia es triste. El humor inglés? No tal: el humor limeño. Consiste el humorismo clásico en una alegría que conoce que es triste: el humorismo criollo no tiene conciencia de su tristeza. Nosotros nos reímos irreflexivamente; pero dentro de nuestra irreflexión, somos tristes sin que lo conozcamos. El ojo que en nosotros se ríe nunca se da cuenta de que el otro ojo está llorando... * * * Esta novela de "Las Cojinovas" es característica en tal sentido: los superficiales se reirán de sus chistes; los taciturnos se entristecerán de sus cuadros. La cursilería limeña, como la cursilería española, inspira lástima. Quien la pinta, provoca á entristecerse; pero quien la quisiera pintar con pinceles empapados en lágrimas, cursi resultaría. Hay que hacer el cuadro entre chistes, por más que conozcamos cuán triste es el cuadro, de la misma manera que los chiquillos en un cuarto oscuro rompen á reir con estrépito como para demostrar que no sienten miedo. * * * Indefinidos caricaturescos, viudas de gravedad nostálgica, niñas de crespos en la frente, horteras de ropas chupadas, mozalbetes de raya hasta el cogote, policías de capotes invulnerables, celestinas de veinte céntimos, mataperros desencuadernados, chiquitines golosos, gatos dormilones; todo ese conjunto de los barrios finales, de las casas de vecindad, de las calles sin baldosas y desempedradas, entra á ser materia esta vez del comentario murmurador de un humorista criollo, que en su espíritu, afilado como la punta de un alfiler ó como una preguntita intencionada, siente, sin darse cuenta, las nostálgias de los opíparos tiempos coloniales, de la buena mesa en que cenó la Patria su primera noche de bodas y hasta del ojo picaresco con que á través de un manto le hace guiños la misteriosa tapada de las aventuras de amor. * * * Moncloa y Covarrubias ha escrito para el teatro con éxito, que hubiera sido todavía mayor en las épocas de la mazamorra y del champús; porque el criollismo, casi, casi “murió de amor” ya, como la Elvira de Espronceda, entre los brazos hercúleos de un yankeesmo que, á la manera del otro, prefiere no perder el tiempo en hacer el amor sino que lo compra hecho. Todo lo cual es muy gracioso; pero también muy triste. Por eso, repito, este libro hará reir á un ojo y hará llorar al otro. * * * Vale por un prólogo. José Santos Chocano. Las Cojinovas I Antecedentes y consecuentes Corrían aquellos felices tiempos en que los ladrones de caminos trabajaban con toda libertad y aseo, hasta el punto de que cuando las casas de comercio de Lima tenían que enviar dinero al vecino puerto, les proporcionaba la autoridad escolta armada hasta los dientes, y, con todo, algunas remesas no llegaban á su destino; tiempos en que solían andar los hijos del país á trancazo limpio por un quítate tú para colocarme yo, y había cada batalla campal que temblaba el hemisferio, no siendo raro que á lo mejor mandara un coronel por la noche, en clase de presidente, y amaneciera al día siguiente un general con la banda. Las costumbres eran patriarcales: los vástagos de la antigua nobleza colonial, aficionados en extremo á sus interiores, no andaban como ogaño, en busca de amores callejeros; dedicaban sus requiebros y entregaban el corazón por entero á las vástagas de la vieja mandinguería; y, no era difícil, por ende, tropezar á cada paso, con retoños dulcemente acaneladitos, aunque crespos. La vida era baratísima y el sér que poseía un par de cuatros podía tenerse por rico momentáneamente. En las tertulias alumbradas por velas dentro de guardabrisas, ó por artísticos candiles de aceite; sólo se consumían mistelas variadas. La amarga cerveza y el loco champagne, no habían tomado aún carta de ciudadanía en esta muy noble y leal ciudad de Pizarro. Los salones, suntuosamente decorados, de confites y lo otro, tan frecuentados hoy, no se conocían; pero en cambio la tienda de champús, mistura, mazamorra y papas rellenas de Juan José, era todos los días un jubileo; en la plaza de Acho le faltaban manos, y en el portal su puesto era la mar: aquel zambo flaco, sandunguero, de voz atiplada y marica de suyo, vendía como un loco, haciendo con pesos, señas, medios y cuartillos, un capitalito muy decente. Nada, que la vida se deslizaba entonces, como una ilusión dulce y tranquila, sin enfermedades modernas ni suicidios: una que otra viruelita negra, algún sarampión inocente, tabardillos casi inofensivos aunque mortales á las veces, y, pocos cólicos misereres, era cuanto ponía en cuitas á la economía animal de los limenses. Los conventos estaban repletos de frailes, gordos y hermosos, y los monasterios, de monjas jóvenes y bonitas como soles de verano, que vivían en santa paz mientras no había capítulo para elección de prior ó abadesa, porque entonces se rompían el alma con toda elegancia y esmero. Las niñas eran, casi todas, analfabetas velis nolis, á fin de que no pudieran mantener correspondencia con los piquines, y no padeciera la moral. Y el ahorro reinaba en las familias hasta dejarlo de sobra: de las capas viejas de los mayores, se hacían ternos elegantes y nuevos para la chiquillería, y los sombreros con un periódico dentro del tafilete, hacían á todas las cabezas. Las modas de París de Francia no pensaban aún en entronizarse en Lima, y la saya y manto imperaba en todo su vigor. La limeña abroquelada con el manto, lanzaba con el ojo que quedaba descubierto, rayos mortales sobre los pacíficos y enamoradizos transeuntes, volviéndoles el seso si acertaban ainda mais, á mirar la diminuta cintura, la espléndida cadera y la escultural pierna, que la acanutillada saya dibujaba á través de su rico tejido de seda. Los barberos ponían sanguijuelas que era un primor, arrancaban muelas á las veces con mandibula y todo, y afeitaban á los parroquianos con fruición, metiéndoles en la boca un huesecillo circular, un si es no es aseado y seco; los cigarros corbatones quemaban la garganta, pero eran de tabaco; y, en el teatro no había las exigencias de hoy: venían los cómicos, en buques de vela, ó nadando, se estrenaban, se aplaudían ellos mismos desde los comunicados de los periódicos, y ya podían echarse á dormir; pues el público los soportaba tres ó cuatro años seguidos: cuanto más cantaban los versos y más largas eran las tizonas que sacaban, más eminentes eran, y todos contentos. No había necesidad de relojes nocturnos ni de termómetros, pues los serenos desde las esquinas, con voces acatarradas de bajos cómicos del género chico, cantaban: "¡Las doce han dado, viva el Perú y sereno!",-lo cual para quien se hallaba en vela, á causa de algún dolor dental, ó buscando los consonantes de un acróstico, era un consuelo patriótico-temporal-atmosférico. En lugar de las carreras de caballos, de los corsos, de los matches de foot ball y demás deportes modernos, tenían entonces los limeños bastante con los fuegos artificiales que se quemaban en la plaza de armas, en las grandes festividades, y en las plazuelas de las parroquias y demás iglesias en celebración de vírgenes y santos. Y qué podía igualarse á los buscapiques, y á las palomas de los castillos, que llenaban el alma de contento y alegría, pregonando por los aires la supina sabiduría del zambo pirotécnico? Y qué decir de los gigantes y papahuevos, que salían en las procesiones como heraldos de las andas, y eran el mayor regocijo y sano contento? Hay acaso, ahora, procesión que pueda, ni por soñación, compararse con aquella de las quince andas, que, vista de lejos, semejaba la marcha de un ejército haciendo fuego en retirada, pues el humo de los sahumadores y de las velas, envolvía el largo desfile en inmensa nube gris. En materia de paseos, con el puente de piedra por las noches, la alameda de los descalzos en la Porciúncula, y, la pampa de amancaes por San Juan, no se necesitaba más. Esos casinos, clubes y grandes hoteles modernos, maldita la falta que hacían: allí estaban para darse un rato de bureo las huertas urbanas, más ó menos centrales. Y la hombría de bien, la inocencia y el candor, se traslucían por todas partes con signos inequívocos de bienaventuranza y felicidad. ¡Oh, dichosos tiempos, idos para siempre! Don Pedro Cojinova, tronco de la ilustre familia cuyas hazañas vamos á relatar, fué, allá por aquellos años, cabo de serenos de esta tres veces coronada ciudad de los Reyes. Casó muy joven aún, con una linda mulata, criada en casa de la condesa de Pasto Seco. La mujer de don Pedro murió al dar á luz á Juanito, único y auténtico fruto de estos amores. En reñida acción de armas que libró la policía con una partida de ladrones por la huerta perdida, fue mortalmente herido don Pedro. Cuatro días después exhaló el último suspiro dejando solo en el mundo á Juanito Cojinova. Este, desde muy niño, dió, como los personajes ilustrados con biografía, marcadas muestras de que andando los tiempos, llegaría á ser un cumplido...alcornoque, dicho sea sin ánimo de ofender los manes del benemérito cabo de serenos. En la miga logró, ña Panchita, después de dos años y medio, enseñarle á leer letra de imprenta, pues en la de proceso no pudo Juanito, por más esfuerzos que hizo la maestra, distinguir las enes de la equis, ni las jotas de las aches. Ya mocetón entró Juanito, que lo tenía en la masa de la sangre, en el ejército, llegando después de varias refriegas y encuentros con los montoneros, en todos los que estuvo siempre en el puesto que sus nervios le señalaron, á la clase de capitán graduado. Entonces se casó con Mercedes Pelogrís: una guapa doncella, hija de un chacarero, quien puso al capitán Juanito entre la espada y la pared una noche que le encontró hablando en la puerta de la casa con su hija. —¡Ud. perjudica á mi hija!—gritó el padre. —Pero, señor... balbuceó Juanito. —Nada. Todo el barrio le ha visto á Ud. hablando con ella, y cualquiera tiene el derecho de pensar lo que se le antoje: si no se casa Ud. con ella lo mato de un pistoletazo! Y, Juanito, sin duda, por no montar en cólera, tirar de la espada y atravesar como un anticucho al chacarero, dobló la cabeza y se casó. De esta unión nacieron Aurora y Emilia, dos pimpollos como dos rosas... pálidas. Pero no adelantemos los acontecimientos, como dicen los novelistas. Cuando da comienzo esta verídica historia, el capitán Cojinova habia muerto ya, víctima de la extracción de un pique, por haberse lavado los pies de noche y con luna llena. Quedaron, por ende, solas sobre el planeta doña Mercedes Pelogrís viuda del capitán Cojinova, y sus dos retoños en estado de merecer, pues cuando las presentamos á nuestros lectores tienen, respectivamente, dieciocho y veinte años. II La familia de un general.—Interior...flamenco Son Aurora y Emilia dos genios opuestos, dos caracteres encontrados, dos naturalezas refractarias. Mientras la una tiene en su cuarto toda clase de flores y es muy dada al pan frío y á los chicharrones, la otra sólo se alimenta con la lectura de las novelas de Luis de Val, Pérez Escrich, Alvaro Carrillo y demás autores peninsulares, aunque por entregas. Aurora quiere casarse con un hombre rico, así sea más feo que un recluta; mientras Emilia sueña con un joven de peluca rizada, ojeras postizas, lentes de oro y camelia en el ojal. Aurora piensa á toda hora y en todo momento en los banqueros y en los dueños de fincas. Sueña con tener coche propio, palco en la ópera, diez sirvientes, muy buena mesa y un diluvio de trajes, sombreros y guantes; y mientras se realizan sus sueños, anda por la casa sin medias, con zapatillas enchancletadas, cubierta con el trajecillo de percal lleno de rasgos y lamparones y dando dentelladas á cuanto encuentra á la mano. Una mañana tiró un soberbio mordizco á un pan de jabón blanco, creyendo que era un manjarblanquillo, y le sobrevino un torozón que costó Dios y ayuda para salvarle la vida. Pero, ella es así; y de un apetito más abierto que catedral en día de Tedeum. Emilia, en cambio, como hemos dicho, es romántica por entero. Días hay en que no entra para nada al comedor, preocupadísima con la lectura de alguna novela conmovedora, como “El manuscrito de un desinteresado ó las angustias de un corazón.” Pero, luego se mete en la cocina y arrimadita contra el batán, se come cuatro panes con pescado frito, dos chicos de aceitunas camanejas y toda la carne sobrada del sancochado. Por supuesto que este tente en pie lo devora sin abandonar el libro, cuyas páginas se ven salpicadas de manchas de manteca. Pero ella dice: —Me conmuevo tanto con la lectura, que lloro como una tonta; ¡así están mis libros llenos de las huellas de mi llanto!... Con todo, estas dos criaturas no parecen hermanas, pues conservan entre sí la mayor armonía. Ni se han arrebatado los novios, ni en materia de telaje hay en esa casa tuyo ni mío; los bienes son comunes por entero. Las faldas y las blusas, los sombreros y las medias, las camisas y guantes, todo sirve á ambas hermanas por igual. Y esta armonía se traduce en público por bienestar, por desahogo monetario; todo el mundo cree que tienen los trajes y sombreros por pares, por medias docenas. Sin embargo, en casa de las Cojinovas se hacen milagros con las telas baratas de don Nicolás, el del jardín de la Aurora. Hay traje que después de haber servido para las dos muchachas y la madre, desempeña sobre la mesa de la sala el vistoso oficio de sobremesa, no siendo raro que en compromiso de santo, bautizo ó cosa así, deje la mesa para volver á servir en clase de blusa á la derniere á una de las niñas ó la respetable mamá. Un cachenez hay en la casa,—que se dejó olvidado una noche cierto dependiente de Bar hermanos, pretendiente desahuciado de Aurora,—que ha sido pechera, lazo de la cintura, adorno de sombrero, y hoy es marco de una oleografía de á peseta, procedente de uno de los arcos del portal de Botoneros. Las medias completamente inservibles llenan también una segunda misión: pasan de los pies á las manos convertidas en mitones muy propios. En cierta fecha, santo de una comadre de doña Mercedes, hicieron las muchachas con azúcar cande, mostacillas, jabón de Windsor, franela y guindones, unas armas de la Patria que estaban hablando; y, otra vez, un San Antonio de Padua con cisco y esterlín, que era un primor. Con cuentas de rosario y alfileres torcidos hay, para uso de la familia, aretes, que á segunda vista parecen de la mismísima casa de Welsch. Las niñas tienen, como suele decirse, manos de ángel, manos curiosas para arreglarse con el forro de su colchón, si viene al caso, una sobrefalda á lo María Antonieta. Hay que decir la verdad: son muchachas que para todo se pintan solas. A propósito. En esto de pintarse son artistas consumadas: Sarah Bernhardt tendría no poco que aprender. Donde ellas se ponen un lunar no hay quien lo mueva,... ni deje de conocer que es apócrifo. ¿Y la madre? ¡Ah! doña Mercedes es en eso una especialidad. Tiene, para su uso particular, un par de cejas de terciopelo que dan la hora; y un carmín para los labios que cuando se los pinta parece que en vez de labios naturales tuviera en la boca dos tiras de cápsula de botella de Burdeos, ó que se los hubiera cortado con una navaja de barbero del país. En el dormitorio redondo de la familia se ven cosas verdaderamente primorosas: el lavabo, lleno de cortinas, flecos y recortes, tiene por alma un cajón vacío de cerveza inglesa; la cama de la madre que es manca de la derecha, está sustentada por ese lado con una lata de petróleo de Zorritos y dos adobes; de cama á cama se ven soguitas muy lustrosas destinadas á colgar ciertas prendas menudas; sobre la mesa de noche con tablero de mármol hechizo, se ve una botella para agua, que antes fué de Pilsen, con estrellitas de papel dorado graciosamente pegadas con goma de membrillo; dos sacuaras en aspa y en el centro una corona de cartón forman la coronación de la cama de matrimonio. Las fundas de las almohadas, las sobrecamas hechas de retazos surtidos de paños, las sábanas morenas como el pan de avena, todo, en fin, es digno de ser conocido. Cuando el sol entra por la ventana teatina y pasea sus rayos por estos muebles y prendas, parece que sonriera irónicamente, y es lo que dice doña Mercedes: —Caramba! Este sol es muy indiscreto: siempre se para sobre las sábanas, como para avergonzarla á una. Pero, la verdad es que en aquella casa nada falta, porque hasta tienen un ropero hecho con dos tablas puestas de pie—que, cuando llega el caso, sirven para planchar— y siete escarpias clavadas en la pared, y todo cubierto con una sobrecama que por su dibujo, como dice la Cojinova viuda, es una verdadera puerta otomana. Las Cojinovas no cuentan con más entrada que la modesta pensión que les da el Gobierno por la indefinida del difunto capitán, de modo que hay días que en la casa se pasan hambres en toda la extensión de la palabra. Sin embargo, diremos á nuestros lectores, por supuesto encargándoles el mayor secreto sobre el particular, que las tres cosen para la calle. Ellas no quieren que esto se trasluzca, y dicen á todo el mundo que viven del montepio de papá, que era general de división, por más que todo el mundo sepa que jamás ha existido un general de ese nombre. Pero ellas lo dicen, y seria prueba de malísima crianza entrar en averiguaciones y, mucho más, desmentirlas. Por manera, pues, que para todas las visitas de la casa, doña Mercedes es la viuda del general Cojinova. Cuando alguna amiga llega por casualidad de visita al medio día, es de ver los apuros de la señora y de las niñas para hacer desaparecer los menores vestigios de la costura y presentarse con la corrección de una familia decente y acomodada. ¡Es claro! ¡La familia de un general de la República!... III El Santo de Aurora. Los botines nuevos Era el diez de diciembre. Ese día cumplía años Aurora, y se proponía la señora Mercedes festejar cumplidamente, tal acontecimiento, con un baile. Al efecto habían sido invitadas muchas personas. Más, por cierto, de las conocidas por la familia; pues los jóvenes, especialmente, habían recibido encargo de invitar á su vez, á sus amigos, á fin de que hubiera "bastantes jóvenes" en la tertulia y resultara ésta animadísima y se hablara de ella, en todos los círculos quince días después. La lectura de periódicos españoles que un amigo les había prestado, les sugirió la idea de invitar á algún cronista con el objeto de que saliera en la prensa un buen rasguito dando cuenta del santo de Aurora, en el que la llamaran resplandeciente de belleza y demás piropos de estilo y dijeran que la tertulia había sido “comm’il faut”. Se proponía, pues, la viuda de Cojinova hacer las cosas en toda regla. Pero.... Es ya cosa sabida que nada en este pícaro mundo puede hacerse sin tropiezos é inconvenientes, es decir, que todo tiene sus peros. Y el de la distinguida familia de nuestra historia, consistía en la carencia casi absoluta del servicio indispensable para la “soirée”; pues no contaba sino con dos cuchillos, un tenedor, tres cucharas, cuatro pocillos, cinco platos, dos botellas blancas, siete cucharillas de té, y una escupidera de cartón piedra. Y como estaban invitadas, por lo menos, sesenta personas, no acertaban á dar cómo salir del atolladero. Emilia tuvo, de pronto, una idea salvadora: se pediría prestado todo lo que se necesitara á los vecinos del principal del frente y del interior. No tenían por qué enterarse de esto, los invitados. Aceptóse la idea; y empezaron á llegar con procedencia de los vecinos, sillas de esterilla, de madera, escupideras, cubiertos ordinarios completos y finos mancos ó cojos, tacitas de té de todas clases y colores, dos lamparines de kerosene más ó menos en buen estado y otras muchas cosas, como cuadros, repisas y hasta fotografías en marquitos plateados con papel de plomo de las botellas de cerveza. La madre, las dos hijas y dos ó tres vecinas se dieron con todo ahínco al arreglo adecuado de la casa, que era un departamento de reja de tres habitaciones, un pasillo, un recovequito ó antesala de la cocina, de metro y medio cuadrado y corral no mayor que la cocina. Las paredes se cuajaron de cuadritos, las sillas se distribuyeron por todas partes, el seudo aparador quedó atestado de copas, vasos, tazas y platos de todas formas, calidades y colores. Aquello era una especie de arco iris echado á perder. La señora Mercedes sacó del fondo de la cómoda de columnas con patas de león, enchapada de caoba, un retrato de Aurora, al carboncillo, obra de un artista desconocido, y lo colocó en lugar preferente del salón de recibo. Pero la obra de romanos fué la trasación á la ventana de reja, del piano inglés que la del principal les había prestado: doña Mercedes, sus hijas y dos vecinas más tomaron parte en esta hazaña. Comenzaron por cerrar la puerta de la calle y luego echaron mano por el piano, pero ¡qué si quieres! el piano parecía enclavado en el suelo y no pensaba en moverse. Por fin, y, con auxilio de dos vecinas más lograron ponerlo en movimiento, no sin que la dueña recomendara cada dos segundos, que fueran con cuidado, porque tenía una pata delantera algo resentida, á causa de una caída que tuvo por unas escaleras, en una mudanza, hacía veinticuatro años; y además, que a tocarlo, lo hicieran con finura, porque era un instrumento muy susceptible y á lo mejor se quedaba con un fa adentro ó con un pedal inmóvil y no había santo que lo volviera á su ser normal. Poniendo en el patio una sobrecama, dos bufandas, varias entregas con láminas al cromo y un sobrecorsé, para que no se lastimara con el empedrado, y después de hora y cuarto de esfuerzos casi sobrehumanos, entró el piano en la salita de las Cojinovas. Pero, éstas daban lástima. A doña Mercedes, con las fuerzas gastadas, se le había puesto la nariz como una amapola silvestre; Emilia tenía chafado el moño y una oreja; Aurora pálida como un papel de té, había perdido una zapatilla y el hombro derecho de su polca. Se dejaron caer en el suelo á descansar, delante del piano, y radiantes de alegría lo estuvieron contemplando cosa de catorce minutos y medio. Una vecina que sabía tocar “Me gustan todas” con el índice de la derecha, lo probó: —¡Espléndido, soberbio!—aulló la Cojinova madre. Con efecto, el instrumento inglés tenía unas voces que daba gusto oirlas: los altos parecían quejidos de criaturas constipadas, y los bajos disparos de cañón de á cuatro; algunas notas tenían trémulo, otras, como campanillas, y más de diez eran sordo-mudas. Lo dicho, el instrumento era una alhaja. Así las cosas, y habiendo sonado en el reloj de pared las cinco de la tarde, se dedicaron las Cojinovas al arreglo de la toilette. Una hora y media larga emplearon en ella las muchachas, especialmente; pues aquel era un dia clásico y era menester ponerse de veinticinco alfileres y algunos más. La dueña del santo se hizo un peinado japonés que parecia una verdadera madama Chrisanthéme, y se puso un traje color de tórtola enamorada. Adornó sus orejitas sonrosadas con finos aretes de oro dudoso, con piedras verdes que querían ser esmeraldas. Estrenó unos zapatitos muy cucos, que nadie les hubiera negado la paternidad legítima de Jolly; aunque procedían de un chinito de Copacabana. Púsose en los redonditos brazos pulseras de doublé con cuentas azules y medallitas de plata de bautizos y casamientos variados. Tocóse con suavidad y aseo los pómulos y los labios con un poco de carmín que esfumó, á guisa de artista consumada, con una pata de cabra. Calóse sobre el pecho, como venera, una cinta rosada de la que pendía una medallita de N. S. de Lourdes, falsa, regalo de Arturito, y, sacó del baúl un abanico de Pigmalión con versos decadentes y corazones atravesados por flechas, que, así á primera vista, parecían riñones á la brochet. Una vez armada salió á la salita, y se sentó con mucho cuidado para no ajar el vestido de tórtola, en él único sofá que, ese día había sido cubierto con limpia sobremesa, á fin de tapar ciertas manchas y desperfectos de la tela. Emilia estaba vestida de verde mar y doña Mercedes lucía traje tornasol escocés, con cuello y puños de blondas, que parecía una ave de rapiña, mal comparada. Pronto dieron las ocho de la noche y empezaron á llegar los invitados. Salieron los azafates con copitas de aguardiente de melocotón, y la conversación, un tanto fría y ceremoniosa al principio, fué animándose hasta que la llegada de Gómez, que por compromiso voluntario iba á actuar de pianista, recibido con aclamaciones por la gente moza, rompió el hielo, y se bailó la primera cuadrilla francesa. Anilina que estaba hecho un Adonis: había estrenado botines de hule que le apretaban los juanetudos pies, y corbata suelta color sangre de toro padre. Demás nos parece indicar que lanzaba cada mirada á Emilia que parecía indefinido de tiempos pasados ante un escaparate de restaurant francés. Las copitas de melocotón menudeaban sin cesar. Ya algunas señoritas de la reunión se sentían completamente amelocotonadas, y empezaban á reirse con toda la boca, sin cuidarse de tapársela con el pañuelo, de modo que no era raro ver dientes desiguales ó echados adelante como trompas de máquina de ferrocarril, ó claros en las filas, y, á las veces, verdosidades poco higiénicas. El baile era á cada momento más animado. De pronto se oyó un ligero crac sospechoso. Era el tubo de una de las lámparas de kerosene que se había roto, á pesar de haberlo resguardado con la consabida horquilla. Se ocupaba la familia en arreglar el desperfecto del lamparín, cuando se oyó un grito espantoso. Mejor dicho, se oyeron dos gritos. Uno dado por un hombre y el otro por una mujer. La tertulia se alarmó con estos gritos. Averiguadas las cosas, era esto lo que había pasado: No pudiendo Arturito resistir más el dolor agudo que le producían en los empeines y juanetes, los botines nuevos habíase ido al cuartito de la cocina, habíase sentado en una canasta de ropa y se había quitado los botines. (Imagen 1) —¡Ah!—exclamó para sí—¡qué bien estoy así; de aquí no me muevo ni en un siglo!...y respiró con fuerza. Momentos después había entrado en el mismo cuartito, que no estaba alumbrado sino con el débil resplandor del soidissant salón comedor, una de las jóvenes del baile, con el propósito de arreglarse el corsé que se le había aflojado, y puso los tacones de sus botines sobre los adoloridos juanetes de Arturito. Este lanzó un ¡ay! profundo como su dolor; y ella, al sentir el ¡ay! de Arturito, se creyó, cuando menos, en los brazos de un cosaco y lanzó, á su vez, un chillido de ninfa sorprendida y echó á correr encerrándose en el corralito. Arturito quiso entonces ponerse de prisa y corriendo los traidores botines; pero, qué si quieres....Los pies se le habían hinchado y los botines no entraban. En esa equívoca actitud fué sorprendido por los que precedidos de Gómez, que llevaba una vela, entraron á averiguar el origen de los gritos. Emilia al verlo así, tan prosaicamente sentado sobre la ropa sucia, con los pies como dos batanes gordos, y rojo como un camarón cocido, por los esfuerzos hechos para calzarse, sintió hacia su novio cierto movimiento de expontánea repugnancia. Luego se advirtió que faltaba una señorita. Se le buscó por todas partes sin encontrarla. Hasta que un chico, repórter, novio de la referida, la halló en el corralito, encojida en un rincón, con el traje echado á perder y temblando como una azogada. Puesto todo en claro, siguió el baile hasta las cuatro de la mañana en que se retiró el pianista y se acabó el melocotón, y la cerveza del país. Nuestros apuntes no nos dicen como regresó á casa Arturito: si calzado y cojeando ó en medias....rebajadas. IV Las Cojinovas en el mercado. El Cancán Uno de los paseos favoritos de nuestra interesante familia, era la plaza del mercado mayor de la Concepción, en las mañanas de los domingos. Se armaban con la última remonta, se rociaban con kananga del país; y dirigían sus pasos á la plaza, dispuestas á todo. Entraban en ella por la puerta de la calle de Presa y escogían como campo de maniobras, el sitio de las floristas donde ya habíanse situado muchos pollos de la clase de dependientes de botica, cobradores de mojonazgo, vendedores de cintas y sedas y escribientes más ó menos ortográficos y con sueldo. Y pasaban ellas, con una sonrisa matadora estereotipada en la boca y en los ojos, vivos, aunque con ojeras artificiales; y entonces, ellos, los irresistibles gomosos de menor cuantía, las acribillaban al pasar con un surtido á la rústica de piropos trasnochados, aunque en vigencia. Mientras tanto las vendedoras de flores se decían: —¿Ves, Chabela? Ninguno de estos tipos es capaz de comprarnos un ramo, para regalárselo á esas niñas. —¡Qué van á comprar, Mica! si entre todos no deben tener ni un real! Y las cholas, gordas, frescas, relucientes, muy peinadas y almidonadas, con grandes dormilonas de oro y sortijas de plata, soltaban la risa abriendo toda la boca, como para vengarse de los pobres que no podían comprarles sus flores. Y este ir y venir de las muchachas por las estrechas calles del mercado duraban hasta las once del día. Medio desfallecidas se dirigían entonces esquivando las miradas de la pollería, al café Cancán, y ocupando una mesa, frente á dos lecheras, un panadero y un celador franco aunque tuerto, pedían dos cafeses para las tres. —Yo no tomo!—decía en voz alta la madre, para disimular; pero el italiano dueño del Cancán, que las conocía de memoria, les servían los dos cafés y tres platillos. Algunas veces tomaban tostadas: una para todas. Concluido el café, doña Mercedes, á un descuido del dueño, se echaba en un guante sucio y manchado, todo el azúcar sobrante. —Dio!—decía el del café—ustedes no toman café, sino miele! —Ah, sí; le contestaba la Cojinova anciana, yo he sido toda mi vida, desde niña, muy dulcera. Me acuerdo que una vez, cuando aún no tenía doce años, me serví en una taza de café libra y media de azúcar y una chancaca! —¡Santa Madona! Voi siette terribile, é dite ¿portaba lei sempre loro ganti?-le decía sonriendo el italiano, á lo que doña Mercedes, sin duda por ignorar la lengua de Garibaldi, no daba respuesta. Para pagar, esperaban que acertase á caer por el café algún conocido aunque de inferior esfera. Cuando esto no ocurría, llamaba la madre al patrón y poniendo sobre el amarillento mármol nueve centavos, le decía: —Vea Ud. don Pippo, me he venido sin suelto, y no me alcanza....! El patrón echaba los cobres en el cajón, sin decir palabra, pues sabía que la Cojinova madre padecía todos los domingos de estos olvidos. Por fin salían del café, daban una vuelta por la plaza, por el lado de las mondongueras, á ver si conseguían algún mondongo barato y en buen estado de salud, y se dirigían á la casa, comentando las peripecias del paseo. Con todo, cuando se ofrecía- contaban á sus amigas que unos conocidos suyos, caballeros muy ricos y diputados, las habían invitado á un paseo en el campo, donde el almuerzo había sido soberbio, el café exquisito, la mantequilla superior, y que, hasta habían llegado á entusiasmarse de tal modo que los taponazos del champagne las tenían todavía medio sordas. Y no era raro, que á lo mejor del cuento, se sintieran esas gorgoritas que hacen las tripas, huérfanas de alimento, como indicando á sus poseedores que ya es tiempo de pensar en ellas. ¡Oh, indiscreciones internas de la materia incivil! V Las conquistas de Arturito. La dama rubia La infancia de Arturito Anilina se deslizó sin mayores novedades. Le bautizaron á los dos años de nacido y el agua de la dila bautismal le produjo un constipado que, cuando el muchacho berreaba, parecía una tiple después de cenar con amigos. Sólo rompió á andar á los tres años, á consecuencia de un tumor blanco que se le formó en la rodilla, por efecto de cierta caída que se dió una tarde que el padre—cobrador del serenazgo y borracho por hábito—le meció la cuna con inusitada fuerza, dando el angelito de bruces contra la mesa de noche. A los once años conoció de corrido todas las letras del alfabeto, incluso la w, y en el santo de la mamá—una antigua corista de ópera, que había cantado con la Rossi y la Pantanelli, como ella decía,—recitó de memoria la fábula de los conejos. Cuando cumplió los quince, le dieron viruelas locas, después angina, y, más tarde, tres bofetadas por equivocación, una noche, al salir de su casa. A la edad de la emancipación le ocurrieron dos cosas notables: la cocinera de su casa, una chola gorda, bizca y pelona, le amó; y, en el colegio de Mayurí rindió exámenes lucidos; pero lo desaprobaron los examinadores, porque no tenía padrinos, según decía la familia; pero, en puridad de verdad, porque confundió á Abraham con Putifar, á la reina Sabá con Herodías, é hizo una ensalada de los sustantivos, verbos y ríos tributarios del Amazonas. Esta injusticia, y el abandono de la cocinera, que el mejor día no cocinó más, porque contrajo nupcias completamente católicas, con un celador moyobambino, sumiéndole á él en la más honda pena, le obligaron á dejar las aulas y dedicarse corporal y expontáneamente al comercio. En el roce con el cajero ó dueño del almacén donde trabajaba, había aprendido algunas palabras de francés y en el mostrador algunas de italiano é inglés; de suerte que cuando venía al caso solía exclamar: —¡Poseo cuatro idiomas! Arturito, que así le llamaban en casa y todos sus amigos, á pesar de tener 30 años cumplidos y ser más largo que un poste de telégrafo, se enamoraba atrozmente de todas las mujeres. Eran estas su gran pasión. Arturito andaba siempre alicaído y mustio como un sauce llorón, no porque amores contrariados le trajeran á mal traer, sino porque así, decía, inspiro más de prisa el amor de las mujeres. Yo no puedo soportar esas pasiones de larga duración—lo comprendo, es mi defecto, en mí todo es pronto, repentino, violento. Veo á una mujer, me pongo interesante, y conquista hecha. Así solía hablar Arturito. El creía que poner cara de asno contrariado, era estar interesante, y que ninguna mujer, si él se lo proponía, tenía fuerzas ni energía para resistírsele. Así hay seres que se pasan la vida como imbéciles auténticos y son felices. Arturito era obligado asistente á los bailes de colegio, á las retretas de la plaza de armas y á la casa de la señora viuda de Cojinova. Al teatro solía ir los domingos por la noche, cuando no había matinées, y nada más. El resto de su vida se la pasaba en el almacén, contando en los ratos que el mostrador se lo permitía, interesantes episodios amorosos á sus compañeros. Estos por lo general se burlaban de él. —¡Qué feliz es este Arturito! -le decían todos. El se lo creía, hacía un gesto desdeñoso encogíase de hombros como dando á entender con los ojos, los labios y los hombros, que todo lo que les había contado y que causaba tales admiraciones lo estimaba él en poco. Que lo que valía, lo grande, lo bueno, lo de chuparse los dedos, lo que les haría caer de espaldas era....lo que se callaba; porque era todo un caballero y no era dueño de contar ciertas cosas, ni hidalgo revelar nombres. Que él no perdía nada, pero que en cambio...ellas... Todo esto quería decir Arturito con sus gestos y sus sonrisas preñadas de malicia, cuando sus compañeros se admiraban de sus afortunados lances de Tenorio sin segundo. Cuando Arturito conoció á las Cojinovas, se enamoró como un caballo de tropa de Aurora, primero, y luego de Emilia; y durante una semana entera anduvo pensando si doña Mercedes merecía ó nó la pena de que él la sedujera con tres ó cuatro miradas, dos suspiros y aquella caída del labio inferior que, en tales casos, era su recurso supremo é infalible. Arturito, como ya lo habrán adivinado nuestros lectores, era incapaz de seducir á nadie; pero, á fuerza de contar á cada rato á los compañeros de almacén sus supuestas aventuras, había concluído por creer que eran efectivamente ciertas. Despertábase muy temprano, entre cinco y siete de la mañaña. Como su hora del almacén era las ocho, cotidianamente se pasaba su horita, cuando menos, arropadito en la cama, ya despierto con los ojos cerrados, pero fingiendo allá, en su imaginación, verdaderos lances amorosos con mujeres divinas, ora rubias como el oro, ora morenas como la noche, que le hablaban de amor y le daban besos (Imagen 2) apretados; y él los contestaba, empleando su lenguaje más florido. A veces lanzaba exclamaciones de júbilo que alarmaban de veras á Napoleón, el cual se ponía á aullar creyendo, el animal, que su amo, tenía dolor de estómago ó que le habían hecho daño los fréjoles, y era que Arturito creía caer en los brazos de una sultana bella como un cielo de primavera, que lo estrechaba contra su corazón, lo colmaba de dulces caricias, lo cubría de riquísimas piedras y ambos volaban por los aires en un carro de nácar y oro, tirado por pavos reales y guiado por Cupido en persona....y, daban las ocho, y Arturito saltaba de la cama, se lavaba en un balde de zinc, se peinaba con la escobilla de los zapatos y salía volando para su almacén. Por la calle, solía, á veces, ir dialogando solo, en supuestas conversaciones sostenidas con mujeres á las cuales daba disculpas ó requería de amores. Una de esas mañanas—era el mes de junio—caía con fuerza la lluvia, que había convertido las aceras en verdaderos lodazales, cuando Arturito que iba como una exhalación con chaqué diagonal, camino de su almacén, figurándose que sostenía animada conversación con una ingrata, como él decía, exclamó en voz alta: —¡No;...tuyo toda la vida!...abriendo violentamente los brazos, con los que bañó en sangre á un panadero que en esos momentos se apeaba de su caballo, y que recibió en plenas narices un codazo de Arturito. (Imagen 3) El panadero puso el grito en el cielo y arremetió contra Arturito armado con un costal de pan, con el que le estuvo dando durante siete minutos en las narices. Arturito tuvo que volver á su casa á refeccionarse el rostro, faltando, por ende, aquella mañana al almacén. Después decía con mucho misterio á los compañeros de mostrador, que esa mañana había faltado, retenido por una dama hermosísima, aunque picada de viruelas y rubia. VI La representación del “Fausto” —¡Chist! ¡cochero!... —Listo, patrón. El zambo cochero de un escupitajo tira el pucho de la boca; salta del pescante y abre la portezuela. Un joven alto, flaco, vestido de plomo claro, con tongo negro, botines de charol y bastón de gancho, ocupa el coche. Lleva en el ojal una flor blanca que parece la tapa de una mantequillera de loza. —Calle de la Pólvora. —Al punto. Sube el cochero á su asiento y los caballos arrancan, azuzados por el zambo que no deja de gritarles y de hacer tronar en el aire su látigo á fin de que se convenzan los menguados animales de que si les falta yerba en cambio les sobra castigo. Diez minutos después el coche llega á la calle de la Pólvora y se detiene ante la puerta de una casa grande, cuyas paredes resquebrajadas acusan una respetable ancianidad. Salta airosamente el joven del coche. Saca una bolsita de plata apócrifa y paga al cochero con dos pesetas. Este se quita el sombrero para saludarle, cierra con fuerza la portezuela, sube á su alto asiento y váse calle abajo hasta tomar la alameda Graú por donde envuelto en una nube de polvo, desaparece. El joven entra en el zaguán de la casa y llama con el puño del bastón en la mampara de la ventana de reja. Mientras le vienen á abrir se arregla la corbata, la flor blanca y el chaleco, sirviéndose de los vidrios de la mampara como de espejo. Da vuelta el tirador y se abre la puerta. —¡Arturito! —¡Misia Mercedes! —Pase Ud., pase Ud, hombre; casualmente, no hace media hora que estábamos hablando de Ud. —¿De veras? —Sí; y decía Emilia que estaba deseosísima de que viniera Ud. porque quería pedirle un favor. —Oh, sabe Ud. señora que conmigo no hay favores, sino órdenes...dijo galantemente Arturito estirándose los puños para lucir los gemelos de níquel y piedras verdes que estrenaba ese día. —Arturo, buenos días. —Emilia!—exclamó el joven y le estrechó la mano. Se sentaron: Arturito y Emilia en el sofá, que crujió en señal de protesta, y, doña Mercedes en una mecedora de madera pintada de verde que había al lado de la mesa de centro. —¡Qué día el de hoy!... —Si hoy creo que hace más frío que en los anteriores. —Ay, mucho frío está haciendo. Vea Ud., por las noches, y eso que soy poco friolenta, tengo que poner en la cama además de la ropa que uso siempre, y que por cierto es muy buena, una capa de Cojinova y además cuatro ó seis números de “La Ilustración Americana”: sólo as consigo poder dormir. —Emilia. —¿Qué? —Me ha dicho misia Mercedes que deseaba Ud. ordenarme no sé qué cosa. —Ay, yo....no. —Sí, niña; vamos, á qué vienen estos disfuerzos ahora. —Pero, mamá.... —Pues si tú no se lo dices. —¡Mamá! —Se lo diré yo. —Exacto. Sí señora: ¿qué es ello? —Pues, nada, que Emilia—y de esto tienen la culpa los periódicos por los rasgos tan insinuantes que ponen—tiene vivos deseos de ir al teatro, á la ópera....y quería decírselo á Ud. para que nos acompañara....Ya ve Ud., señoras solas!.... —Oh, con mucho gusto,—dijo Arturito temblándole la barba; y, después de un breve momento de silencio, se puso de pie con la mirada extraviada por entero. —¡Cómo, se vá Ud. ya? —Señora, voy á buscar un palco. —No; eso no; de ninguna manera se lo consentimos. Tenga Ud.—no faltaba más—¿cuánto vale? —Oh, señora, jamás. Voy por el palco. A las ocho estaré aquí por ustedes. —Pero, Arturo... —Nada; hasta luego. Y Arturito salió de la salita tropezando con los pocos muebles, después de dar la mano á doña Mercedes y Emilia. Una vez en la calle nuestro joven se pasó la mano izquierda por la frente, bañada en sudor frío, donde le hincaban quinientas agujetas, y la derecha por el bolsillo del chaleco, donde sólo tentó un sol y unas cuantas pesetas. —¡Ay! dijo con un soplido de ballenato. Pero, echó á andar á todo vapor; había hecho una resolución heroica. Cuando había caminado seis ó siete cuadras, un granuja que venía repartiendo programas de teatro, le dió uno. Arturito pasó la vista por el papel impreso, sin darse cuenta de la ópera que se anunciaba. Sus ojos fueron á clavarse en la lista de precios. ¡Cielos! ahí decía bien claro: palcos, sin entradas, 15 soles; entradas á palco, 1 sol. El, la señora de Cojinova y sus hijas hacían, no era difícil la cuenta, un total de cuatro personas, de modo que necesitaba diecinueve soles redondos y cabales. Le faltaban, pues, nada menos que dieciocho. Y para el coche, para un refresco, para un dulce, para cualquier cosa que pudiera ofrecerse....Nada; necesitaba veinticinco soles por lo menos. Arturito llegó á su casa, entró en su cuarto y se dejó caer de cara sobre su cama. Allí, bajo la influencia horrible de la situación en que se hallaba, acabó por dormirse como un bastón de estoque. Cuando se despertó eran las siete de la noche. Se lavó la cara de prisa y corriendo, abrió el baúl y empezó á sacar la mar de ropa: un saco azul, un pantalón negro, dos chalecos blancos, tres camisas sin cuello, nueve corbatas, el baúl quedó desierto. Luego echó mano á las joyas: una leontina de plata, dos guardapelos de oro francés, tres alfileres de corbata surtidos, un reloj de níquel y un limpiadientes. Hizo de todo un lío y se fué con él á la casa de préstamo. —¿Cuánto quiere Ud. por todo esto? —25 soles. El prestamista soltó una carcajada—que hubiera envidiado en sus buenos tiempos el mismísimo don José Valero—que desconcertó á nuestro hombre. Gruesas gotas de sudor empezaron á correrle por el cuerpo, como si se lo restregaran con un drama ampuérico. —Ocho soles; ni un centavo más: todo está usado y rotito, dijo el de la agencia, y empezó á empaquetarlo como para devolvérselo. —¡Démelos Ud!—dijo Arturito, con voz de actor de carácter auténtico. —¿Qué nombre? —Fausto—dijo Anilina sin darse cuenta de lo que decía. El prestamista se encogió de hombros, echó detrás del mostrador las prendas de Arturito, se sentó á su escritorio y escribió, firmó y selló la papeleta respectiva. Arturito sin leerla se la echó en el bolsillo, recibió los 8 soles y salió de la casa como un demente. A la media cuadra se dió de manos á boca con el cajero del almacén. —Hola, don Arturito, á dónde bueno? —A una cita, monsieur Garnier, á una cita. —¡Cagamba! Ud. siempre tan afortunado.... —Y aprovecho la oportunidad para pedirle á Ud. un favor, dijo nuestro héroe dando diente con diente como si acabara de salir del baño. —¡Un favor! —Sí; présteme Ud. dos libras que necesito: este mes me las descuenta Ud. —¡Cagamba! ¡Dos libras!....bueno; pero, como va Ud. á componerse después, porque le queda bien poco que recibir. —Ya me las compondré; y Arturito con la lengua afuera y los ojos bizqueando horriblemente, esperaba la respuesta del cajero. —Bueno: tome Ud. dos libras. —Gracias, gracias, un millón de gracias. Hasta mañana Mr. Garnier; ya contaré á Ud.... —Bueno, adiós. Buena suerte. Y Arturito se dirigió al teatro como un conejo perseguido, dando saltitos consecutivos. A las ocho en punto entraba triunfalmente en casa de las Cojinovas, que ya lo esperaban en toilette de teatro: de tórtola, canario y repollo crudo, respectivamente. Fuerte olor á agua de Florida falsificada despedían las tres. Subieron al coche y un cuarto de hora después llegaban al Principal. En la puerta había un montón de gente: esos curiosos que no faltan nunca en la puerta del teatro, que no van á ver la función, sino por si se cae algo, ó por ver si se cuelan al descuido. Un granuja vino á abrir la portezuela. Bajó Arturito, luego las niñas, y por último, la señora. Dió el joven un real al granuja, y entraron en el coliseo. Una vez en el palco, se le antojó á Aurora un vaso de agua, y Arturito salió para la cantina. Al pie de la escala de los palcos dió, sin querer, un encontrón á un individuo de malas pulgas, el cual le atizó una bofetada que se oyó hasta la Merced. Arturito vió las estrellas, alzó el palo y lo descargó sobre el ciudadano aquel con tan mala suerte que le rompió la cabeza. Se arremolinó la gente, vino la guardia, y el celador municipal mandó presos á los dos, por alterar el orden en el teatro. Cuando Arturito salió de la comisaría, daba en el reloj municipal la una de la noche. Con todo, se dirigió al teatro. Ya estaba completamente vacío. Cinco minutos estuvo dudando entre si se iba á dormir ó á casa de las Cojinovas, quienes debían estar preocupadísimas esperándole, pensaba él. Por fin resolvió tomar el camino de casita, pensando en la pignoración, el adelanto del sueldo y el modo cómo había él gozado del “Fausto” aquella noche, y al entrar oyó á Napoleón que aullaba, mirando á las estrellas, como un barítono auténtico. VII El mejor artista un perro Días más tarde se consiguió Arturito un palco al gratén, para las tandas del Olimpo, y fuése como disparado á casa de la familia de nuestra historia, y después de contarles una idem, acerca de los esfuerzos inauditos y no cortos desembolsos que le había costado conseguir aquél palco, las invitó y ellas, naturalmente, aceptaron. A las ocho y cuarto de la noche yá se hallaban instalados en el palco. En la platea se veían cosa de treinta personas, que no se veían por ser tan pocas. Dieron las ocho y media. Sonaron las prevenciones de reglamento. Los profesores de orquesta, que eran hasta una docena mal contados, en que todos sumarían, lo menos, setecientos y pico de años, empezaron á templar sus instrumentos con gran contentamiento de los del paraíso que lo esteriorizaron con un pateo infernal. A la platea entraron entonces hasta diecinueve personas más, en clase de paganas, y unas ciento cincuenta de la benemérita de los huanchacos, es decir, de gorra; pero entraron descubiertos. El maestro tomó la batuta y....empezó Dios á padecer. Pero....no había más palcos ocupados que el municipal, el de la autoridad política, dos ó tres de la empresa, y el de la familia Cojinova. Tres ó cuatro gemelos de teatro que había por el patio se clavaron en nuestras heroínas que estaban resplandecientes: Doña Mercedes, de negro con descuidos; Emilia, de azul de río, y, Aurora, de café solo. La función fue magnífica, como decía la señora. Hubo canto flamenco y El Rey que rabió. El artista que más le gustó, fue el perro. —¡Caramba!—añadía — ese animal ha sido esta noche un verdadero O’Loghlin. Qué propio, y qué natural! Acabó cerca de la una de la madrugada, la representación; y Arturito, dando el brazo á la Cojinova madre y precedido por las niñas que se habían puesto sus abrigos: unos mantones de Manila manchaditos que eran, en la casa, sobremesas, salieron triunfalmente del transportado Odeón, recibiendo en el patio alguno que otro piropo del género chico, es decir, provenientes de las zarzuelas más en boga. —Pero, dijo Emilia, cómo es que estaban los palcos desocupados; si casi no hemos sido sino dos ó tres familias.... —Pues,....por...que á última hora, se ha sabido que han intentado asesinar en el teatro al Presidente de Francia, y esto, como es natural, ha retraído á las familias. Emilia hizo como que se conformaba con la razón de Arturito, pero, para su peto de fulard volteado pensó que la causa sería otra. Por los alrededores de las dos de la mañana llegaron á la calle de la Pólvora, dieron á Anilina significativos apretoncitos de manos, y nuestro héroe tomó el camino de su casa silbando el coro de los doctores, y pensando en la mirada húmeda y brillante de su adorado tormento, y en el mal olor que le había dejado la madre en el brazo derecho: un olor á rapé viejo mezclado con vinagre nuevo. VIII En el Paseo Colón—El Tranvía Son las seis de la tarde. El sol empieza á despojarse de su terno amarillo para sumergirse, allá, en el mar. La banda de música, en la glorieta central, ejecuta con gran calor y mucho cobre, un potpourrí del Mefistófeles de Boito, arreglo de un fraile, gran músico y jugador de dominó. Los coches particulares y de plaza unos tras de otros, al paso, en improvisado corso, llevan á elegantes damas, apuestos caballeros y jóvenes más ó menos anémicas y vestidas de colores varios, desde el amarillo melón hasta el rojo subido de punto. Por las veredas del paseo se codean ellas y ellos, hablando en voz baja, unos, y como cotorras sin educar, otros. Cordones sanitarios hasta de seis muchachas, seguidas por otros tantos pollos de monóculo, cuellos altos y junquillos que parecen hebras de estambre, se ven á cada paso. Jamonas de cabelleras teñidas, y capas idem; viejos de chaqué, serios como magistrados supremos; mujeres de treinta, frescas, hermosotas, de ojos negros, provocativos; elegantes de guardarropía y de los otros; dependientes de almacén, con los tacones de los botines torcidos y los puños con flecos; meritorios crónicos; costurerillas bonitas aunque mal comidas y angulosas; cigarreros y escribientes; militares y paisanos (no la comedia de Mario); toreros de moda ó de los friolentos, es decir, de invierno, seguidos de granujas bien trajeados ó casi en cutis vivos; en una palabra, una concurrencia excepcional que va y viene en flujo y reflujo constante, mientras los coches pasan, vuelan las bicicletas, y las notas falsas de los instrumentos de la banda hieren los oídos como latigazos. Y allí vienen ellas: la madre, toda de negro con una flor roja entre las grises trenzas que parece un gallinazo camaronero; las hijas de color de cielo raso pasado por la lluvia; y, Anilina por detrás, piquichoneando y con chaleco de fantasía de fondo amarillo floreado como mantón de corista pobre. Dan una vuelta completa al paseo Colón. A Emilia le asaltan de improviso agudos dolores epigástricos, y es fuerza volver á casa de prisa y corriendo. Toman por asalto un carro de tranvía. Pero Arturito (Imagen 4) al sentarse pisa á un alemán alto, aunque cambista, que lo empuja lanzándolo contra una señora completamente en cinta, que estuvo á punto de dar á luz, ahí mismo, sin Dios ni ayuda. Grita el alemán, grita Anilina, grita la embarazada, gritan las Cojinovas, la banda pasa al pie del carro tocando un estrepitoso paso doble que por el ruído parece triple, grita el cochero á los caballos que se niegan á arrancar y se encabritan dando tres coces surtidas que hacen saltar los lamparines, por lo que gritan en furioso concertante los hombres, las mujeres y los chiquillos, rociados por el oloroso petróleo; silba el tren de Chorrillos, y durante cinco minutos aquél carro parece un rincón del manicomio. Mientras tanto, Emilia con las emociones y la batahola se siente gaseosa.... IX Pelando la Pava Los amores de Anilina y Emilia seguían su curso natural sin contratiempo alguno. Los días se deslizaban para ellos sonrientes y tranquilos como las aguas de murmurador riachuelo. Ni una nube empeñaba el cielo de su felicidad. A las 12 de la noche llegaba Arturito á la ventana, daba tres aullidos de perro triste y la ventana se abría. Emilia sacaba la mano izquierda, la mano del corazón, pues así se lo había exigido el galán y éste, después de llenarla de babas con sus besos, se quedaba con ella acariciándola á su sabor, mientras duraba la conversación que era por demás insípida y sin mayor consecuencia. Una hora después se despedía Arturito. (Imagen 5) La ventana se cerraba y Emilia tenía que darse fricciones de ron en el brazo que con la forzada posición se resentía proporcionándole agudos tirones con vistas al reumatismo. Mientras esto pasaba en la ventana, Aurora subida sobre una silla colocada en la mesa que descansaba sobre el catre, hablaba por la ventana teatina con un capitán de caballería, vecino de los altos. Este capitán, que tenía el buen gusto de llamarse Eduardo y el mal gusto de apellidarse Relleno, se hallaba en la graciosa condición de indefinido; y se pasaba las horas muertas haciendo telégrafos á Aurora con los dedos de ambas manos, la cual se había enamorado de él apasionada y resueltamente, desde una tarde en que lo vió en calzones de cuartel y camiseta parchada. —¡Qué hermoso es!—pensó Aurora y dióse al amor, soñando casi todas las mañanas, recostada contra una esquina de la cómoda, en que Relleno podía llegar á ser presidente de la República, y ella la presidenta!... Mientras hablaba cada una de las hermanas, por el hueco respectivo con su piquín, doña Mercedes, la viuda del general Cojinova, roncaba en su cama como un puerco mayor, soñando con la suerte de á veinte mil soles que le había tocado. Así es que la señora daba saltitos en la cama que rechinaba como si ya fuera á desbaratarse; se reía, se arqueaba sobre los talones, sacando á relucir por la caída de las colchas — léase la capa verde del difunto Cojinova,—la no muy limpia barriga que parecía un lío de ropa sucia, daba vueltas nerviosas, estiraba las piernas, manoteaba y luego quedábase quieta tomando los ronquidos nuevamente su compás de contrabajo en acompañamiento de romanza de barítono. X La Procesión de Ramos—El pan de dulce Pero tiempo es ya, como dicen los novelistas, de que sepan nuestros amables lectores, cómo y cuándo conoció Arturito Anilina á la, por más de un concepto, interesante familia Cojinova. Fué un domingo de Ramos. Acababan de dar las cinco de la tarde, hora en que sale la procesión. La plazuela del Baratillo y las calles adyacentes presentaban un continuo flujo y reflujo de gentes que dificultaban el paso. Las aceras eran ya inaccesibles; y el centro de la calzada, convertida en amplia vereda era, asimismo, estrecha. Los balcones ofrecían hermoso golpe de vista: no había una celosía desocupada. Preciosas cabecitas negras ó rubias se apiñaban por todas partes. Y abajo....la costurera que luce traje de seda color de melón triste, seguida del novio; la negra cocinera que estrena traje negro rameado de rojo; el indefinido de profesión que ha gastado cinco centavos y media hora justa en darse lustre á los zapatos, medias inclusive, pues por algunas partes del calzado se asomaban éstas con curiosidad vergonzosa; el zambo tamalero con pantalón y chaleco blancos, corbata morada, sombrero plomo de copa alta y bastón de puño y regatón de marfil; la familia coronguina con trajes rojos, mantas bordadas y pañuelos de seda rociados con agua florida, ellas, los chicos llorando á poquitos, pues los zapatos les duelen y los guantes de hilo les entorpecen las manos para comer el pan de dulce, el padre con terno negro de saco, pañuelo rojo á guisa de corbata, sombrero de paja recién lavado con harta cal y luciendo una sortija de plata con labraduras hecha en Ayacucho; por grupos, muy peinados, con la cara lavada á restregones hasta salir colores vivos en las mejillas, estrenando za-patos y ternos de munición, van los “hombres de mañana” matriculados en las escuelas municipales; alguna ama seca de casa grande va abriéndose paso á puro codo, con traje de seda, polvos de arroz crudo, toques de carmín ordinario y bandolina en sienes y moño, que deja al pasar un olor especial, mezcla de patchouli y sudor viejo; un joven hermoso él, todo razurado, con una ligera línea obscura bajo los ojos, dos fugaces toques de bermellón en los labios, polvos en la cara, aceitillo en la bien peinada melena, flor roja en el ojal, terno plomo tirando á blanco plata botines amarillos, bastón de gancho, corbata de color de ilusión primera y una caída de ojos....mortífera; la cholita ñata, de ojillos negros y risueños, boca siempre abierta que luce espléndida dentadura, carrillos sonrosados, traje verde y manta negra azulada, que lleva cargado con la izquierda el retoño que es casi blanco, y con la derecha un lío con pañales y calzones; los elegantes de dudosa procedencia, aunque á primera vista se les tome por crema....de vainilla; los tinterillos que así, de lejos, parecen seres completamente inocentes; los militares con sus uniformes nuevos; los toreros; los artistas parados; los jóvenes sin señales particulares; y éste, aquél, el otro; medio Lima; y, como nota típica, la negra de esponjada cabeza, fustán almidonado que suena fuerte al chocar con las piernas, los ojos que blanquean y los iguales dientes que parecen teclado de piano nuevo. Y en medio de este mar, como velas á merced del viento las palmas que llevan los granujas, y los sombreros de algunos devotos sobre la punta de los bastones. Doña Mercedes y sus simpáticas hijas acudieron también á la procesión del borriquito, y Anilina que se hallaba comprando un pan de dulce con azúcar coloreada, levantó la vista y se halló con Aurora y Emilia. El corazón le dió un vuelco como si se le hubiera caído de espaldas, abrió las manos, cayeron por el suelo los centavos y el pan de dulce, y por la barba abajo le rodó un hilo de saliba que fué á mancharle la corbata. Emilia lo miró con ojos lánguidos como si no hubiera almorzado. La familia Cojinova siguió puente abajo y Anilina se fué tras ella, completamente bizco de amor súbito y candescente. En la esquina de San Lázaro, Aurora no fué dueña de exclamar: —¡Qué hermoso pan! —Aquí lo tiene Ud. señorita,—dijo Anilina, cojiendo el pan con la mano derecha y presentándoselo con una sonrisa rasgada que era todo un poema. —Gracias. —Niña—dijo la madre—no desaires á este joven que con tanta finura te ofrece el pan de dulce. Gracias caballero; y cogió el bizcocho con ambas manos. —Señora, no vale la pena. Dieron algunos pasos. —Señor. —Eh! Era el bizcochero que tiraba á Arturito por los faldones del chaqué para que le pagara. —Ah, sí: cuánto? —Un sol. Arturito sintió en el pecho algo así como la hoja acerada de un puñal damasquino, metió mano al bolsillo y pagó. A partir de aquel recordado Domingo de Ramos, visitó la casa y, como hemos dicho, fué primero enamorado de Aurora, estuvo dudando si lo sería después de la madre, y acabó por dedicar absolutamente su amor á la sentimental Emilia. XI En el almacén Con esta pasión que se le había entrado hasta lo más hondo del ser, no hacía nada á las derechas en el almacén el consecuente empleado de mostrador, don Arturo Anilina. Una tarde entró una señora á comprar tres carretes de hilo azul y Anilina le presentó una maleta de viaje. Hay que disculpar al mozo; acababa de recibir un anónimo horrible. —Anilina, le dijo el patrón—como vuelva Ud. á padecer equivocaciones como la de hoy, le tiro á Ud. con una pieza de olán, y si reincide le expulso del almacén. Arturito oyó como un autómata la reprimenda del jefe de la casa, dió seis ó siete suspiros in crescendo, se arrinconó contra el estante de las peinetas de cuerno y allí se estuvo arrimado cerca de hora y media, hasta que entró un comandante de caballería buscando navajas de barba inglesas, de Rogers. Anilina fué y presentó al militar un álbum para retratos. —¡Se burla Ud. hombre!—gritó el comandante. —Dispense Ud. No lo había oído bien. —¡Navajas, navajas! —Si señor, al punto. Y dió tres saltos, cogió la escalerilla de mano, subió y con una cajita en la mano bajó sonriente abriéndola ante los asombrados ojos del comandante, que rujió como un león hambriento: —¿Qué es esto? ¡jabones de lechuga!.... —¿Qué pasa?—intervino el patrón. —Que este empleado es un bellaco. He pedido á gritos navajas inglesas y me trae un álbum primero, y luego jabones de olor! —Ud. Ramírez, atienda al señor; dijo el jefe. —Anilina: venga Ud. —Arturito siguió al jefe sin darse cuenta de lo que pasaba. Llegaron al escritorio, y allí el jefe habló así: —Oiga Ud. Anilina: Ud. ha sido siempre un buen dependiente de la casa. Pero hace quince días que no hace Ud. sino estupideces. Parece Ud. un asno. Arturito que miraba á su patrón con los ojos muy abiertos sin comprender nada,—en ese momento sólo pensaba en el anónimo que tenía en el bolsillo, donde le decían que Emilia estaba en amores con un capitán, vecino de la casa,—preguntó: —¿Y Ud.?.... El patrón cogió una pieza de 40 yardas y le dió con ella doce golpes seguidos en la cabeza; luego le rompió una barrita de lacre en las espaldas en el sitio donde el espinazo cambia de nombre. Arturito estaba como insensible. Cuando el patrón acabó de pegarle, alzó la vista y le dijo muy tranquilo: —¿A cómo podremos vender esos corsés de acero que nos han llegado en el último vapor? El jefe lo miró fijamente. Luego metió la mano en su caja y dándole dos soles, le dijo: —Tenga lo que me ha pedido. Váyase á su casa; y mañana aquí á las ocho en punto. Arturito cogió los dos soles y salió del almacén como disparado. XII El anónimo fatal Doña Mercedes y sus dos hijas se hallaban ocupadísimas en concluir un traje de baile para la consecuente señora de Cabañejo, que esa noche tenía que asistir á un baile que daban los miembros de una sociedad modesta de auxilios mútuos, y de la que era fiscal el esposo de la referida. Como esta señora era una de las mejores parroquianas de las Cojinovas, no querían éstas quedar mal con ella, y, al efecto no daban paz á la aguja, sudando como negras, con la lengua afuera por el calor, que parecían perras auténticas. La salita se hallaba llena de recortes, hilachas y moldes. La falda del traje yacía en el sofacito; las mangas sobre la mesa enganchadas en un florero de loza; la canastilla de costura por aquí; un dedal por allá: aquello parecía un campo de batalla. Las tres mujeres cosían y cosían sin despegar los labios casi. Sólo doña Mercedes de cuando en cuando, daba algunos suspiros que parecían pifias de cornetín de pistón. En esto, se oyen dos golpes secos, violentos, en los vidrios de la mampara. —¡Ya están ahí otra vez!—dijo Emilia. —Y esto no estará listo hasta las siete de la noche por lo menos. —¡Qué siete! Con tal de que esté á las ocho. Dos golpes más fuertes sonaron en la mampara. Doña Mercedes se levantó y fué á abrir. —¡Artu...rito!....— dijo la señora poniéndose amarilla como una bandera china. —¡Oh!—exclamó Emilia y se tapó la cara con el monillo del traje. Cuanto á Aurora, de un salto se refugió en las habitaciones interiores. Arturito entró, y se quedó mirando á Emilia que con el monillo aquél por la cabeza, parecía una corvína abierta en dos y sangrando. —Buenas tardes. —Siéntese Ud. Arturito, siéntese Ud.—dijo ya repuesta de su asombro la señora, quitando del sofá el traje para hacerle sitio al estupefacto Anilina. —Qué le parece á Ud. el capricho de estas niñas: se les ha ocurrido hacerse ellas mismas un traje de baile. Ya sabe Ud. que estamos invitadas para el baile del señor Mucho-trigo, je jé!....y, aquí nos ha sorprendido Ud. con la labor. —Ajá. —Y qué torpes tengo las manos, Jesús si le digo á Ud. que como no cogía una aguja desde el colegio, cuando asistía á la clase de costura, no acierto ahora á dar puntada buena. Emilia se serenó también. Sacó la cabeza de debajo del monillo, lo tiró sobre la mecedora y fuése á sentar en el sofá, junto á Arturito. Este, serio y callado como un inspector de crucero, le presentó á Emilia el terrible anónimo. Emilia leyó presa de la mayor estupefacción: “Señor Anilina: un amigo que le quiere de Beras,y que le duele que sea Ud. viptima de una muger cin corazón, le avisa que emilia cojiNova le hengaña con el capitán de los Altos, que vive en la Misma casa. Todas las noches ce ben por la ventana teatina del dormitorio, yo los é Sor prendido llá dos beces concequtivas. Un amigo Leal.” —¡Oh, que infamia!—exclamó Emilia y rompió á llorar á moco tendido, sonándose repetidas veces con la delantera del traje de la señora de Cabañejo. Ver esto doña Mercedes y dar un grito que le hizo perder el equilibrio, fué todo uno. Cayóse la generala patas arriba. Arturito sintió como un puñetazo en el estómago. Lo que veía era para desilusionar á cualquiera. Esas costuras, la huída de Aurora, el llanto de Emilia y la caída de la señora, fueron como si una mano invisible empeñada en borrarle todas las ilusiones le hubiera echado de pronto por el cogote, tres ó cuatro baldes de agua fría. —¡Adios! dijo, poniéndose de pie y dirigiéndose á la puerta. En este punto queriéndose incorporar doña Mercedes, se asió del chaqué de Arturito y así logró ponerse de pie, pero casi desnudando al atortolado mancebo, pues se quedó con un faldón del chaqué entre las manos. En esto llamaron á la puerta. La mampara que estaba sin el picaporte se abrió. Apareció un criado. —Dice la señora que si ya está concluído el traje, se lo lleven en el acto; y que vaya una de las niñas para probárselo en la casa. Anilina no pudo más. Perdió el color, abrió los brazos, apretó los dientes y cayó por tierra come corpo morto cade. Las tres mujeres dieron un grito agudo, que pareció el calderón de un terceto de zarzuela chica. Y el cholo sirviente preguntó desde la puerta: —¡Qué! ¿es il muerte repentino?.... XIII A obscuras Arturito estuvo tres días entre la vida y la muerte. Cuando las Cojinovas, ayudadas por el sirviente de la señora Cabañejo, levantaron del suelo á nuestro joven, estaba auténticamente privado de sentido....común, y los otros. Le llevaron á la cama de Emilia—que era la más limpia y aseada —y allí le acostaron. En sus bolsillos hallaron un sol fuerte y setenta centavos en pesetas y cobres, el reloj de niquel, tres tarjetas, un lápiz, un programa de las tandas del Olimpo y una medalla de plata del 14 de julio. Doña Mercedes le aplicó sendas botellas de agua caliente á los pies; luego le puso un redaño untado de manteca rancia en la boca del estómago; después le dieron durante media hora friegas en las corbas con una escobilla de betún rociada con aceite de lámpara, y nada, Arturito roncaba como una caballería y no volvía en sí.... ni en no. Entonces Emilia se puso su manta y fué á buscar á un médico barato que por chiripa acertó con el diagnóstico, no tomando por dolor de muelas ó escarlatina el mal de nuestro héroe. Arturito tuvo un ataque al cerebro que por poco no lo cuenta. El anónimo, los golpes en la cabeza que le dió el patrón y lo que presenció en casa de su adorado tormento casi lo matan de una vez. Cuando abrió los ojos el mozo y se dió cuenta de lo que le había pasado, estuvo á punto de morirse de veras; pero halló á su cabecera á Emilia que le miraba con sus hermosos ojos negros y sintió gran refrigerio y dulce placer. No podría estar allí, á su lado, con tal interés, la mujer que lo engañaba. Sacó una mano de entre la ropa de cama, que parecía un manojo de peregil, cogió la mano de Emilia y se la estuvo besando furtivamente largo de cincuenta y tres segundos mal contados. —¡Gracias!—dijo con voz de ventrílocuo. Emilia lloraba casi enternecida, Aurora se sonaba con la punta de la sobremesa, porque estaba muy constipada; y, la señora tosía, carraspeaba y estornudaba para aparentar gran emoción, y, lo que es más, para evitar una respuesta si á Arturito se le ocurría pedir su ropa. Para atender á la curación y comer la familia esos días doña Mercedes había empeñado el reloj, primero, y luego el terno y hasta los zapatos del mancebo. A os cuatro días dijo el médico que podía abandonar el lecho, y aquí fueron los apuros de la Cojinova madre. Arturito pidió la ropa. Emilia salió del cuarto á buscarla, y se encontró en la cocina con su madre y su hermana. Tras viva conferencia se acordó que doña Mercedes abordara el punto. Al enterarse Arturito de los hechos, estuvo á pique de que le volviera el ataque cerebral. No podía levantarse. Su ropa toda, como recordarán nuestros lectores, estaba empeñada. Se dejó caer en la cama y cerró los ojos como esquivando ver la horrible realidad. Al cabo de un rato pidió papel y tinta para escribirle á su jefe. Cogió la pluma y con mano débil escribió: “Estando de visita en una casa tuve un ataque al cerebro que me puso al borde mismo de la tumba fría. Para atender á los gastos fué menester empeñar toda mi ropa, de modo que para salir á la calle necesito desempeñarla, para lo cual me es indispensable la suma de diez soles, que espero de su nunca desmentida amabilidad, me mande Ud. con la señora portadora. Mañana á la hora de costumbre estaré en el almacén. Suyo muy afectísimo.” La Cojinova viuda del general, cogió el papel y se encaminó al almacén. Serían las cuatro de la tarde. Pasó una hora, luego otra, y otra, y doña Mercedes no volvía. Arturito empezó á inquietarse. Llegó la noche; y qué noche! Negra como un abismo; pues como no había dinero en la casa, estaba ésta completamente á obscuras. Las Cojinovas jóvenes tuvieron miedo de hallarse solas con el enfermo y las tinieblas, y llamaron para que las acompañara á Manuela, una zamba, vecina de la casa que, de cuando en cuando, solía traerles de la casa donde cocinaba, algunas sobras del pescado, fritura ó ave. Pronto dieron las 8 en los campanarios, después las 9 de la noche, y doña Mercedes no llegaba. —Emilia!—llamó Anilina. —¿Qué?—le contestó una voz ronca cerca de su cama. —¿Y tu madre?—preguntó Arturito. Emilia no le contestó ni una palabra. Pero una mano gruesa y ligeramente saturada de un olor acre como de cebollas, sí que también de ajos y peregil, le oprimió la diestra con suavidad y cariño. XIV En la Comisaría —¿El señor Garnier? —Pase Ud. señora. En ese escritorio del fondo, á la izquierda. —Gracias, caballero. Doña Mercedes atravesó con ademán triunfante todo el almacén, mirando con aire de protección á los diversos empleados, como diciéndoles: “no todos los días tendrán Uds. honra igual, que les visite la viuda de un general de la Republica....” —¿El señor Garnier? —Servidor. —Gracias, caballero. La viuda de Cojinova le entregó la carta de Anilina. El señor Garnier se cabalgó los anteojos de oro, leyó rápidamente la cartita, y volviéndose á la señora, le dijo: —Puede Ud. decir al señor Anilina, que no le mando el dinero que me pide; y que si mañana no está en el almacén será reemplazado. —Pero caballero.... —Nada más tengo que decir, señora—concluyó Mr. Garnier y cogiendo la poco antes abandonada pluma se acostó sobre un gran libro, donde empezó con mucha calma á poner cantidades. —¡Qué grosería!—murmuró doña Mercedes. —Señora; haga Ud. el favor de retirarse. —¡Eh, qué dice Ud.! ¡Se atreve este hombre á tratar mal á la viuda del general Cojinova!.... Al oir el apellido los dependientes no pudieron contenerse y soltaron la risa. Enfurecióse doña Mercedes y les gritó: —¡Sinvergüenzas, ladrones! Un empleado saltó del mostrador y volvió con el inspector de la esquina. ¡Cielos divinos! Cómo se puso la Cojinova viuda!.... De resultas del desacato á la autoridad, pues llegó hasta llamar cachaco al inspector de policía, doña Mercedes fué conducida á la comisaría donde permaneció hasta las doce de la noche, hora en que llegó el comisario y enterado del incidente la puso en libertad. Encaminóse para la casa la señora viuda de Cojinova, morada de rabia y desesperación. Cuando llegó, todo el mundo dormía: Aurora en su cama, Arturito en la de Emilia y ésta en el sofá de la sala. La zamba Manuela también se había ido á dormir. Como no habían comido tenían el sueño ligero, así es que á los primeros toques que dió la madre en la ventana, saltó Emilia del sofá y fué á abrir la puerta de calle, bostezando despiadadamente, no de sueño, por cierto, sino de necesidad. —¿Y?....preguntóle. —Malas noticias. Ese gringo animal no manda ni un centavo y además despide á Arturito. Lo insulté y me llevaron presa. —¡Jesús, mamá...! —Ay, hija, no pude contenerme. —Y, ahora qué hacemos? preguntó Emilia con ansiedad. —Mañana buscaré de debajo de la tierra para desempeñarle su ropa al....tonto ese, y que se vaya de esta casa para siempre. Emilia sintió una aguda punzada en el estómago y gruesas lágrimas le rodaron por las mejillas. Como estaban á obscuras no pudo doña Mercedes advertir el desfallecimiento de su hija. Aquel día no habían almorzado ni comido. Decididamente esa noche fué fatal para nuestros personajes. (Imagen 6) XV El Caso de Conciencia Cuarenta y ocho horas permaneció todavía Arturito en casa de las Cojinovas. Doña Mercedes no pudo conseguir como lo pensaba, á vuelta de la primera esquina, el dinero para sacar de la peña la ropa al galan. Asi es que éste andaba por la casa con polleras verdes de la viuda, una polca colorada de Aurora, el sombrero puesto y calzado con unas botas rotas del difunto, que tenían torcidos los tacones y el cuero reseco y estirado; las cuales botas le desollaron los pies de un modo horrible. Por fin le trajeron la ropa. Arturito se vistió de prisa y volando y se marchó á la calle como una exhalación, aunque cojeando un poco. Lo primero que hizo fué presentarse en el almacén, donde el jefe, á quien contó con pelos y señales todo lo ocurrido, le perdonó. —Vaya Ud. á su puesto, le dijo, y cuidado con que se repita; pues entonces pierde deveras su destino. Cuando se enteraron de los sucesos sus compañeros de almacén, rieron á más y mejor, especialmente Gutiérrez: un capitán de ejército que había colgado la espada hacía cuatro años, y tenía fama entre sus amigos de ser capaz de jugarle una broma al mismísimo lucero del alba. Este capitán que era antiguo amigo y compañero de armas de Relleno, sabía por éste sus conversaciones por la ventana con Aurora, y por reirse á costillas de Anilina le dirigió el fatal anónimo que conocemos. Durante un mes largo no volvió Arturito á hablar de aventuras amorosas con sus compañeros. Andaba serio y preocupado como un adoquín. Hasta entonces todos sus lances habían sido, como lo saben nuestros lectores, pura ficción; pero este de las Cojinovas, el primero realmente de su vida, le había dejado tan mal parado y, sobre todo, le traía á la imaginación el recuerdo de Emilia, no como una caricia, sino como un remordimiento, de modo que el infeliz tenorio de oídas no podía ni dormir tranquilo, preocupado con las consecuencias que todo ello podía traerle. El pobre mozo tenía, como lo pensaba á cada rato, enorme carga sobre la conciencia. “Yo tengo que casarme indefectiblemente con Emilia, si señor, tengo que casarme”; y se quedaba con los ojos y la boca abiertos que parecía un perro cansado. Pero, pasado un mes volvió á las andadas, á contar á los dependientes sus conquistas, sus lances, sus aventuras. Mas, si alguno, y este alguno era por lo regular Gutiérrez, le recordaba lo de las Cojinovas, Arturito se ponía serio y variaba en el acto el curso de la conversación. En su mente aparecía el caso de conciencia, y volvía á tomar aspecto de perro cansado y triste. XVI Cambio de decoración. En el Barranco. El baño de la Cojinova madre. Han pasado seis meses. Las Cojinovas no viven ya en la calle de la Pólvora, y su situación financiera ha variado mucho. Ahora tienen en el salón de recibo, como dice con toda la boca la señora Mercedes, un piano, dos sofás, una mecedora de Viena y escupideras. (Imagen 7) En la pared, sobre el piano, se vé un retrato al óleo del difunto capitán Cojinova, pero de paisano, á fin de poder seguir llamándole general. Aurora y Emilia no se quitan del cuerpo, ni para dormir, los trajes de seda, ora verdes, ora azules, ora amarillos. Cuanto á la señora mamá lleva siempre traje negro lleno de cuentas de vidrio, cordones y flecos Su carácter de viuda de general no le permite usar otra cosa, dice. Y así como la mise en scéne y la indumentaria han variado, también las costumbres de la familia han sufrido transformación completa. Anilina no visita ya la casa, ni Aurora conversa con el capitán Relleno. Ya las Cojinovas no cosen para la calle, ni para la casa: tienen costurera y sirvienta de mano, cocinera y profesor de piano. Aquella es ahora una familia que vive de sus rentas. Por las noches van al teatro. Si Arturito las viera, talvez no las conocería. Aurora y Emilia han echado carnes y colores: están hechas unas reales mozas. El día del santo de Emilia hubo en la casa una verdadera soirée dansant. Cuánta diferencia con la que tuvieron en la ventana de reja de la calle de la Pólvora. Los vinos y licores, los helados y pastas, todo fué clase superfina, como decía doña Mercedes, y los convidados mismos pertenecían á círculos más elevados. Naturalmente, como que quien los invitó fué Mr. Garnier. Dominaba el elemento europeo. Las cuadrillas y valses se sucedían sin interrupción. Un pianista, gran ejecutante, aunque un tanto acanelado, no dejó un solo momento las teclas. No hubo marineras, ni melocotón, ni horquillas en los tubos. Fué una soirée digna de la crema, frase del primer dependiente de una de las más acreditadas y consecuentes confiterías francesas de la capital, con despacho de copitas, entre seis y siete media y mesas de mármol fingido. Hasta ocurrió que á la noche siguiente un cronista de menor cuantía y seis soles hebdomadarios, diera cuenta, en un rasguito, de la “espléndida fiesta, cuyos convidados se retiraron con las primeras luces del día, llevando gratísimos é imperecedores recuerdos.” Nada, las Cojinovas eran otras, completamente. El dinero del francés había operado en ellas una verdadera y cuasi radical transformación, que hasta en el modo de andar se les advertía. Eran más majestuosas, más firmes sus pisadas. Llevaban, ahora, levantadas las colas de sus vestidos, sin temor á que las obscuridades de sus fustanes delataran interioridades barrosas y en riña con el jabón, ni á que se vieran remontas importunas. Hasta doña Mercedes, tuvo una mañana conatos de teñirse el pelo de rubio subido, siguiendo la moda; pero desistió por respeto á la memoria de su difunto “el general”, que era apasionadísimo por las negras... cabelleras, que parecían, según recordaba ella que él decía, chorros de tinta en hebras. Llegó el verano y la Cojinova madre hizo que Mr. Garnier alquilara un rancho en el Barranco. Mr. Garnier frunció el entrecejo, se quitó la pipa de la boca, y sólo dijo: —¡Cagambá! Pero fué y alquiló el rancho. En tren de las dos de la tarde, se trasladó al balneario la cojinovería completa. Había obscurecido ya, y todavía andaba en la casa todo revuelto: un cajón en la cocina, las zapatillas de la madre sobre el piano, un par de guantes de Emilia dentro de un calcetín rebajado, la sombrilla y dos escupideras sobre el escritorio del francés, un colchón en la mesa de centro y el mármol de ésta puesto de punta sobre un retrato de l´empereur lo había desperfeccionado positivamente. Llegó Mr. Garnier en la noche, y casi no pudo entrar en la sala. Ningún catre estaba armado: se había perdido la llave inglesa. Dieron las doce, y la familia durmió aquella noche como pudo: Aurora y Emilia en un sofá arrimado contra el piano, doña Mercedes sobre la mesa de comer, y, Mr. Garnier en un colchón de paja puesto sobre una silla, la mesa de noche y cuatro ollas grandes. Pero al día siguiente, antes que pensar en poner los muebles en su sitio, fué necesario buscar burros para ir á Surco. Las familias del Barranco habían organizado un paseo en burro. Se enteró doña Mercedes y á Surco se ha dicho: —Pero, mamá, si á nosotras nadie nos ha invitado... —¡Cállate, niña! Desde que somos familia y vivimos aquí, claro está que debemos ir. Mas hubo un inconveniente. No podía hacerse pato con arroz por falta de pato, es decir, no había burros en disponibilidad: todos estaban comprometidos. Tuvieron, pues, que resignarse y ocuparse en el arreglo de la casa. A la hora del baño había que ver á nuestra interesante familia. Mr. Garnier, en seco, fumaba su pipa. Las niñas nadaban como dos peces de guardarropía, cogidas á la soga, y doña Mercedes, luciendo sus redondeces gelatinosas, apoyada fuertemente en el bañador, parecía una boya mal comparada, ó si se quiere, un almofrez mal hecho. Y al salir del baño, una tras de otra, dando saltitos, mojadas y chorreando, llamaban la atención, como que eran muchas capas las que gastaban: azul y rojo, las de las niñas y amarilla la de la madre. Cierta mañana ocurrió que una ola mal intencionada hizo dar á doña Mercedes una vuelta de campana prolongada, por lo que tomó cerca de siete litros de agua salada: el bañero que se había descuidado por ver unas pantorrillas nuevas en la playa, procedentes de Chincha Baja, la sacó á arrastres hasta la orilla, y dándole media docena de talonazos seguidos en la misma boca del estómago, la hizo arrojar hasta la última gota del agua marina. Luego, para que volviera en sí por entero, le atizó tres mojicones entre la cuarta y quinta costilla de babor y un puntapié final, y la Cojinova madre quedó como si en su vida hubiera tomado agua de Janos, ni bicarbonato, ni ninguna agua salerosa, como ella decía al contar el hecho. Para demostrarle á aquel hijo del agua, su reconocimiento, la Cojinova le obsequió con un retrato al daguerreotipo con dedicatoria manuscrita, y tres reales y medio en cobres chicos de la primera emisión. El bañero le dió las gracias, entre dientes, tradujo los cobres en pisco rayado y tiró al agua el retrato con dedicatoria y todo. Por las noches, como nadie las visitaba, pasaban las veladas aburridísimas: armadas de sendos naipes de Olea, se dedicaban con ahinco y paciencia á sacar solitarios y matar pulgas. Pasada la temporada, volvieron á la capital, sin más novedad, que un grano del tamaño de un mango de rodillo que le salió á la Cojinova viuda, en pleno cogote, de resultas de los baños, y es lo que ella decía: —Como una se baña en quorum con toda laya de gentes, no es raro que se le adscriban los males agenos. Pero... preguntará el lector. ¿Cuál había sido la causa de esta transformación? Pues señor, es el caso que... Pero esto merece capítulo aparte. XVII Mr. Garnier chez las Cojinovas Mr. Louis Raou Garnier cajero del almacén de Anilina, había venido al Perú muy joven, trayendo debajo del brazo una gran cartera y en ella varias docenas de anteojos. Instalóse en uno de los arcos del portal de Escribanos. Cuatro ó cinco meses después hubo de alquilar una pequeña tienda donde siguió vendiendo el artículo de su comercio. Así las cosas, se estableció en Lima la casa Fourtain y Ca. Precisamente á las 24 horas de abierto este almacén de efectos de todas clases, se encontró Mr. Garnier con el candado de su tienda en el suelo. No le habían dejado los cacos ni una luna. Mr. Garnier estuvo reflexionando sobre su situación largo de 45 minutos. De pronto se encaminó á la casa que acababa de establecerse. Al día siguiente estaba instalado en ella en clase de cajero, puesto en que le hemos hallado treinta y dos años más tarde. Pues bien, cuando Arturito contó á Mr. Garnier su aventura con la Cojinovas, pensó nuestro hombre que había estado un tanto descortés con esa señora, y resolvió ir el próximo domingo á hacerle una visita. Con efecto, llegado el domingo, Mr. Garnier, cuidadosamente afeitado y peinado y después de haber rociado su pañuelo con media docena de gotas de Jockey Club, tomó un coche y se trasladó á la casa de la calle de la Pólvora. Doña Mercedes al verlo estuvo á punto de ponerse en jarras y escupir por la boca unas dos ó tres gruesas de improperios, recordando su escena en el almacén y su prisión en la comisaría, pero se desarmó toda cuando Mr. Garnier empezó con las más finas maneras á excusarse por aquello y á significarle que sólo por eso se había tomado la libertad de hacerle esa visita. Doña Mercedes llamó á las niñas y se las presentó al cajero. Este indicó entonces, siempre del modo más fino, que tendría mucho gusto en poder invitarlas á tomar un refresco. —No podemos salir, dijo la señora. —Ah! —No podemos, repitieron á dúo las Cojinovas vastagas. —Entonces.... —Una idea, añadió doña Mercedes. —¿Cuál? —Podemos, si Ud. así lo quiere, y que conste que lo hago sólo por deferencia á Ud., mandar á comprar el refresco. —Brava, bravísima! dijo el francés, que tenía los ojos puestos en Aurora y sentía que allá en el fondo del pecho le comenzaba á brotar rápidamente una gran pasión por la joven Cojinova;—¡brava! que venga la sirvienta. —La sirvien... Pues como hoy es domingo le hemos dado permiso para que vaya á pasearse... ¡Qué contratiempo! —Oh, no hay contratiempo; el cochero. Y Mr. Garnier llamó al cochero, hízole varios encargos en voz baja, le dió algunos soles y le despidió diciendole: —No te embromes, eh? —Al acto, patrón. A las 8 de la noche comían en un salóncito particular del hotel italiano de Santa Teresa, las Cojinovas y el cajero de Arturito. Emilia hizo cumplido honor al menú. Doña Mercedes por poco estalla esa noche del atracón que se dió: rebañaba los platos y se chupaba los dedos. Cuanto á Aurora, después de la sopa había olvidado por completo al capitán Relleno y soñaba con las alhajas de brillante y trajes de seda que entre copa y copa le ofrecía el francés, con los ojos muy abiertos y la nariz roja como un banderín. A partir de aquel día iba todas las noches, de 8 á 10, Mr. Garnier á la calle de la Pólvora. Empezó por llevarle á la mayor de las Cojinovas dos frasquitos de olor fino, luego media docena de cubiertos de plaqué, después un espejo de luna de Venecia con marco de terciopelo y nikel y, por último, un corte de traje de sedo y un par de aretes con chispitas de brillantes. Aquí ya no hubo fortaleza. Y como la casa quedaba muy lejos del almacén, la familia se mudó á unos altos de la calle de la Soledad. XVIII Anilina y la bella Albertina Mes y medio justo había corrido desde el día en que Arturito sufrió el ataque cerebral en casa de la familia de nuestra historia, cuando un domingo pensó el mozo que su conducta no tenía nombre ni apellido, y que debía ir á ver á Emilia, y con efecto dirigióse á la calle de la Pólvora. Por razones de economía fué á pie. Llegó y tocó la mampara como de costumbre. Al cabo de dos ó tres minutos, una joven delgada, de ojos negros, dormidos, y elegantemente vestida, abrió la puerta. —¡Señorita! —Caballero. Pase Ud. adelante. —Dispense Ud.... venía... una familia;... pero veo que me he equivocado. —Yo vivo aquí desde hace ocho días. —Con permiso, y... Ud. dispense. Arturito se disponía á marcharse, cuando ella acercándole una silla le dijo. —Siéntese Ud... descanse Ud.... esto está tan lejos... —Gracias, dijo Anilina, y se sentó maquinalmente. Hubo un momento de pausa. Arturito recorrió con la mirada las paredes de la salita, y vió un espejo redondo, muchos retratos debajo, sujetos con tachuelas: todos de hombres. En los ángulos, abanicos japoneses de papel, y bailarinas de cartón con faldas de muselina. Sobre la mesita de centro, un naipe aún alineado como si la dueña de casa hubiera estado sacando un solitario; y, hacia el fondo, sobre un trípode de madera de sauce, dorado con papel de plomo, un quinqué ordinario con pantalla de percal. —¿Vivía aquí, antes, alguna amiga de Ud.? —No, señorita—mintió él—era un amigo. —Ah!... y, es Ud. soltero? —Sí. La joven lanzó un suspiro, y estiró el pié derecho dejando ver un zapatito amarillo, como una cáscara de nuez partida y una media escocesa abrumadora, aunque caída. La joven aquella despedía un olor tan exquisito, era su mirada tan dulce y su voz tenía un timbre acariciador, que Arturito se sintió subyugado. ¡Cuánta diferencia entre esta bellísima joven y Emilia Cojinova! pensó el galán y se quedó cosa de medio minuto mirándola con los ojos muy abiertos y la boca torcida. En esos momentos su cara parecía un puño de bastón. La joven lo miraba también, entornados los voluptuosos ojos negros, dejando escapar por entre los delgados labios fugaz sonrisa. Volvió en sí Anilina y después de ofrecer con las mejores palabras que halló en el repertorio, sus servicios á aquella joven, salió de la antigua casa de las Cojinovas, trastornado, medio loco. A las cuatro cuadras cayó en la cuenta de que las Cojinovas se le habían perdido; pero pensando en la nueva inquilina de la calle de la Pólvora—que se llamaba Albertina, según le había dicho,—hasta se felicitó de lo que había sucedido. XIX Plan de campaña. El Primo Relleno Desde que la anciana Cojinova comprendió que el amor de Mr. Garnier por Aurora era sólido, se propuso que aquél lo legitimara casándose con su hija con todas las reglas del arte, es decir según lo manda la Iglesia. Una noche, á la hora del té, abordó resueltamente la cuestión. —¡Cagamba! ¿Y esto paga qué?... fué la contestación del francés, con la que comprendió doña Mercedes que el ataque había sido prematuro. Esperemos, pensó, y varió de táctica. Cogió á Aurora por su cuenta y le hizo ver esto, y lo otro, y lo de más allá, hasta que, con efecto, despertóse en la muchacha el mismo deseo. Pero, Mr. Garnier cada vez que le hablaban del asunto, decía que no veía la necesidad y que no se casaba. Dále con la puerta en las narices, aconsejaba la madre á la hija; pero ésta temía que el francés se molestase y fuera á perderse soga y cabra. De modo, pues, que todo el trabajo de la generala viuda abortaba. Pero no era posible que ella se diera por vencida; así es que le cruzó por el magín un plan diabólico: escribir á Relleno, dándole una cita á nombre de Aurora. —Vendrá, vaya, si vendrá! y entonces ó capitula el gringo ó aquí hay una de Dios es Cristo; porque, vamos á cuentas, monologaba doña Mercedes, si no se casa, el mejor día no vuelve más y volvemos á la agujita, y al hambre, y á esperar á Manuela por si le ha sobrado algo de la cocina... No señor! Es necesario coger de veras al francés. Y luego que no hay libertad para nada; no se puede presentar la muchacha en ninguna parte con la frente levantada,... y si derrepente salimos con... Nada, nada, ó el francés se casa ó yo me quito el nombre que tengo. Y doña Mercedes lo hizo como lo dijo. Una noche, serían las 8 y 30, cuando llamaron á la puerta. La madre y las hijas disponían la comida para el día siguiente, sentadas al rededor de la mesa, y Mr. Garnier acostado en el sofá leía unos números de LE PETIT JOURNAL. Fué á abrir Emilia y cuál sería su sorpresa al darse de manos á boca con el propio capitán don Eduardo Relleno, vestido de uniforme con relucientes galones de oro. —Relleno!-exclamó. —No me gusta-dijo distraído Mr. Garnier, creyendo que le consultaban la comida. —Buenas noches, -dijo Relleno entrando resueltamente en la sala. Aurora dió un grito y se dejó caer sobre la mesa botando el tintero que manchó la lista de la comida, la sobremesa, y empezó á gotear sobre la alfombra. —¿Qué pasa?—preguntó Mr. Garnier. —¡Sobrino mío! -exclamó doña Mercedes y abrazó al capitán, á quien dijo al oído: “dígame Ud. tía.” —¡Tía del alma! -gritó el capitán abrazando á la Cojinova madre. —¡Prima! y dió la mano á Emilia, que miraba á su madre con asombro cada vez mayor. —Aurora, prima mía!... y corrió para abrazarla también, pero el francés se interpuso diciéndole: —Caballero primo. Perdone Ud. pero Aurora acaba de ponerse enferma. Si le dá lo mismo, me abraza á mí... —¡Eh! tía ¿qué dice este caballero, y... con qué derecho? —Soy su marido. —¿Marido... de quién? —¡Cagamba! de Aurora. —Y cómo... no he sabido yo nada? ¿Cuándo se han casado? —Hace un mes, dijo Mr. Garnier. —Sí, eh? Pero tía, podía Ud. habérmelo escrito. Ya sabía Ud. donde me hallaba con mi regimiento. Hubiera tenido gran placer en asistir á la boda de mi primita... Ea! venga un abrazo, primo; y le dió un apretón que por poco lo ahoga; pues Mr. Garnier era hombre, como sabemos, ya viejo y algo débil, y el capitán Relleno era un mocetón de 26 años fuerte como un Hércules. Relleno manifestó que quería celebrar el acontecimiento, y que se destapara una botella de cerveza. Todos aceptaron la idea y doña Mercedes puso sobre la mesa un par de botellas. Estaba la Cojinova viuda reventando de satisfacción al ver que Relleno le había secundado tan admirablemente en su plan. El capitán Relleno, que era un mozo alegre y divertido, no se explicó, de pronto, lo que la carta de la Cojinova quería decir; pero como veía que en todo aquello había sin duda, un lío del que quizá podía sacar partido, se dijo: la señora me invita á que vaya á la casa, que ella me explicará el motivo,... bueno, vamos allá, que lo que fuere tronará. ¿Yo qué pierdo con ir? Así como así, tanto me dá el amor de esa cursi como el del caballo de Bolívar!... Tras de las dos primeras botellas vinieron otras dos, y dos más, y luego dos, y á eso de las once de la noche todos estaban ya algo punteaditos. Relleno tomó del brazo á su prima Aurora y la llevó al piano. —¡Ingrata! -le dijo al oido. —Eduardo, por Dios! —A ese francés... lo mato yo! —Toca un vals, dijo Mr. Garnier. —Sí, agregó doña Mercedes, ese que es tan bonito. —¿Cuál? —Las semillas del diluvio. —Si no lo sé: tocaré una polca, dijo Aurora. Y arremetió contra el piano de modo tan despiadado que aquello más que una polca, era una carga de caballería. Tres ó cuatro cuerdas saltaron durante la ejecución, y un vecino preguntó si había temblor, pues cuando Aurora la emprendía con los bajos temblaba toda la casa, y Mr. Garnier sonreia diciendo: “ahora suenan los golpes de cañón.” En honor de la verdad debemos decir que Aurora tenía una ejecución muy poderosa; en el piano era varonil, atlética. Algunas teclas parecían tocadas con el puño cerrado. Siguieron menudeando las botellas y á un descuido del francés doña Mercedes dijo á Relleno: “vuelva Ud.” —Pero, señora, si Aurora... —No sea Ud. tonto: vuelva Ud.; vuelva Ud. no más. Cuando el capitán se despidió y se fué, Mr. Garnier preguntó á Aurora: —¿Por qué no me habías dicho que tenías un primo Relleno? —Porque, como estaba fuera de Lima, y nos había dicho que no volvía más, creímos innecesario decircelo, explicó doña Mercedes. Todos se fueron á dormir. Aurora y Emilia no se explicaban claramente el fin que se proponía doña Mercedes con la presentación del capitán en clase de pariente. Cuanto al francés, no volvió á hablar más del asunto; pero le contrarió bastante la aparición de aquel relleno con uniforme. XX Albertina en el almacén Faltaban cinco minutos para las seis de una tarde de enero, cuando entró en el almacén de Anilina una joven elegantemente vestida con sombrero, de paja de Italia y el velo echado sobre la cara. (Imagen 8) Arturito que, como él decía, era el dependiente de las damas, abandonó el rincón donde estaba sentado sobre una pila de piezas averiadas de percal amarillo, esperando que dieran las 6 para cerrar el almacén, y se dirigió á atender á la elegante que había entrado. Cuál seria su sorpresa al reconocer á la vecina de la calle de la Pólvora, á la espiritual Albertina. —¿Ud. por aquí? ¡qué feliz soy! —Ya ve Ud. que no lo he olvidado; aunque Ud... —¡Oh, yo...! y Anilina tosió fuerte como para llamar la atención de sus compañeros; pero, oh desgracia, ninguno estaba en el almacén. Habían emigrado al depósito á cambiarse de ropa. —¿En qué puedo servirla?... preguntó Anilina cantando como los galanes jóvenes amatorios de la antigua escuela. —Necesito una maleta y un necesaire de viaje. —Al punto. —Ah,... y además, media docena de frascos de olor, del más fino que tenga Ud. y... —¿Qué otra cosita? —Y algún objeto de lujo, de fantasía, que sea muy bueno, artístico: es para un regalo. —Qué mujer tan distinguida y tan hermosa, y... creo que no le soy indiferente!—pensaba Arturito mientras presentaba á Albertina todos los objetos pedidos. Esta lo halló todo á su gusto, tan á su gusto que en vez de media llevó una docena de frascos de olor y dos maletas. Llamó al cochero que la había traído, y entregándole las compras, dijo á Arturito. —Ya conoce Ud. mi casa: le espero... esta noche, con la cuentecita, eh?... —Perfectamente, iré. —Qué no falte Ud... ¡ingrato! le dijo Albertina al escapar del almacén que ya los mozos comenzaban á cerrar. Arturito sintió como un vahído, y se quedó mirando la portezuela por donde acababa de salir la elegante joven, con los ojos bizcos y la boca caída del lado de la epístola. Luego fué donde el jefe y le pidió la cuenta para cobrarla él personalmente esa noche. —Ud. conoce esa señora? —Si, señor. Es una persona muy distinguida. Yo respondo. —Está bien. Tome Ud. Y el jefe le entregó la cuentecita, como había dicho Albertina, que ascendía á 218 soles. Arturito se echó la cuenta al bolsillo y se fué á comer radiante de felicidad. XXI ¡Fuego violento!... (Imagen 9) Un día del mes de junio ocurriósele á la Cojinova viuda hacer un paseo al Cercado. Puesta la idea en conocimiento de monsieur Garnier, la aceptó éste, después de rumiar varias palabras en francés que ella no entendió, pero que la tuvieron sin cuidado, puesto que el paseo se llevaba á cabo. Naturalmente el primer invitado fué el capitán Relleno. Mr. Garnier sólo se enteró de ello á última hora y cuando, como decía doña Mercedes, hubiera sido un pecado suspender el paseo. Entrando en el Cercado á la derecha, estaba la huerta elegida: una sala enladrillada, con mesa, sofá largo de cerda, tres sillas y una alacena; un comedor vacío de muebles; dos dormitorios; comedor interior amplio y con enredaderas que trepaban por las columnas y por los balaústres de las ventanas; y, más allá, la huerta con estanque, conejeras, glorietas, poyos, árboles frutales y de los otros, algunas flores, rosas y claveles, y mucha piedra, mucha arena y mucha hoja seca. Sobre las matas verdes, servilletas y pañales tendidos, y cerca de la casa, sobre las piedras, un colchón venteándose. En dos coches llegaron. En uno la familia, y en el otro, los invitados. Doña Mercedes entró por delante y dando voces como para significar que ella era la anfitriona. Las niñas se sentaron en el sofá, Relleno y los otros invitados se acomodaron en las sillas, y Mr. Garnier quitándose la pipa de la boca, exclamó al ver la blanqueada y no muy limpia salita: —¡C’est sale! —Sí, esta es la sala, dijo la madre, creyendo que Garnier preguntaba por el nombre de aquella pieza. Salió la primera bandeja con copitas de pisco con amargo. Todos tomaron, menos el francés que pidió un bittér. Se oyó una carcajada. La zamba Manonga, que había servido las copas, muy peinada de moño, con diamelas en la cabeza y fustán limpio, se dirigió á Mr. Garnier con estas razones: —Oigasté, cabayero, en mi casa manque nunca pobre, cuantimás la preferida, hay de todo y fino; pero de eso que usté pide, precisamente, carezco! —Peró.... —Y aquí vienen á pasar el día, cabayeros de la flor y señoras muy decentes, y á naide se laocurrido pedir vílter... —Bravo, Manonga! — dijo el capitán — sirve otra. —General? — preguntó la zamba frunciendo el hocico. —Y con amargo. Volvieron á beber. Garnier pidió entonces cerveza, y Manonga lo acompañó con una rayada de pisco, poniendo los ojos en blanco y dando al acabar una media vuelta que lució hasta las corvas. El francés repitió. Relleno sacó la botella y un vaso, y la etiqueta de los primeros momentos desapareció. Media hora después el pisco imperaba, y por aquí y por allá, se oía: ¡Mi amor con Ud. se vá!, ¡Correspondido será!, ¡Sin corona, que no soy hijo de fraile!, ¡Hasta verte, Cristo mío!, ¡Quiero conocer sus secretos!, ¡No sea Ud. liso!....y demás voces de combate. Mientras tanto, Mr. Garnier medio sarazón, abrazaba á Manonga, que le decía al oído: — Monsiú, si eres Francisco, muestra las llagas. —Yo soy buen, y sano, cagambá! no haber llagás. —Pero tendrás ojos de buey? —Nom de Dieu! Tú me insultas. Y la cosa se hubiera puesto climatérica, si no interviene uno de los convidades y le explica al francés, que esas llagas y esos ojos de buey, querían decir soles de plata. Pasaron á un cenador de la huerta. El que más y el que menos, veía dobles los árboles y repartía besos y copas á granel. Se sirvió la comida: pato con arroz, huevos con ají, lomitos de puerco, carapulcra, chicha y pisco en abundancia, vino para el francés, cancha y mote, camarones, queso, aceitunas, y lo demás deducido... A media comida ya se habían derramado dos botellas de chicha, se habían roto seis copas y doña Mercedes cantaba la conga á toda voz. Uno de los convidados, teniente él, aunque indifinido, ageno á cuanto le rodeaba, comía como un fraile; y se dejaba pellizcar, sin protesta, por la vieja. Cayó la tarde. Cerró la noche. Y por el suelo cayeron varios. La destemplada vihuela del negro Mateo, sonó en la sala dejando oír los preludios de una marinera, y la gente que podía andar, allá se fué. Redobló el cajón, sonaron las palmas y empezó el baile. (Imagen 10) Manonga y Relleno estaban frente á frente. Los cantores soltaron la afónica y aguardentosa voz y los bailarines dieron los primeros pasos. La vihuela subió de punto: las manos chocaban como latigazos, los cantores se desgañitaban y los gritos de ¡hora! ¡hora! animaban á la pareja. Relleno zapateaba vertiginosamente batiendo su pañuelo por encima de la cabeza de Manonga, como en señal de triunfo; mientras ella con la derecha levantada y casi envuelta por el suyo, y sosteniendo con la izquierda el almidonado traje, movía las redondas caderas con rapidez y lascivia de bayadera de profesión, y bajando, bajando, llegaba casi á tocar el suelo... ¡El delirio! Las manos estallaban, la vihuela amenazaba hacerse trizas, las voces eran aullidos, los gritos bestiales... y el pisco pasaba triunfante entre cachete y cachete, acabando de trastornar los cerebros y convirtiendo la fiesta en una verdadera bacanal. Y así siguieron hasta la media noche, hora en que nadie pudo tenerse en pie. A la mañana siguiente aquello parecía un campo de batalla: restos de comida, platos rotos, sillas chorreadas, servilletas llenas de pringue, cuchillos caídos y Mr. Garnier, todo manchado de vino, salsa y ají, se veían por el suelo. Sobre la mesa ardía todavía una lámpara de petróleo con luz amarillenta y débil, y el gato de la huerta, un hermoso felino, negro, con gran delicadeza metía el hocico en las fuentes y platos. En el sofá de la sala dormían las niñas, y la madre roncaba en un poyo de la huerta, fuertemente abrazada al teniente indifinido. Relleno y la zamba Manonga se habían acomodado en los dormitorios en sendas camas. Despierto todo el mundo y tomado el “anda vete”, que doña Mercedes repitió para componerse el cuerpo, se disolvió la reunión, haciendo todos buenos comentarios del paseo, menos el francés que gruñía otra vez, algunas frases en el idioma de Racine. —Todo ha estado espléndido, comentaba la vieja, y lo mejor ha sido, que no ha habido pleitos, ni botellazos, ni nada. —Pero, mamá, esas son cosas de la gente ordinaria... —¡Bah, bah, bah!—argüía doña Mercedes, que se sentía medio cogida por la perseguidora, pues el “anda vete” le había removido los conchos,—hasta en los bailes del rey hay escándalos y bofetadas... —Mamá! —Nada; y en casa, á seguirla... ¡Caramba, qué contenta estoy!—y empezó, dentro del coche, á palmotear, gritando con voz de pardillo viejo: ¡uy, uy, uy!... ¡fuego violento, mi alma! El francés quiso tirarse por la portezuela; pero, á poco se calló la vieja, acostándose sobre él, y rompiendo á roncar como una bestia auténtica. Mr. Garnier soplaba, medio ahogado por la Cojinova, y á pesar del frío de junio, sudaba betún y tinta de copiar, jurando para sí, y en francés puro, que primero lo aspaban que cogerlo en otra. XXII El Sábado de Carnaval En casa de las Cojinovas las cosas siguen, con pocas variantes, como la dejamos en el capitulo XVI. El capitán Relleno las visita á menudo con la esperanza de que Aurora le corresponda. Hasta ahora doña Mercedes no le ha explicado el secreto de la carta de marras; pero á él le importa aquello muy poco, pues se divierte, bebe buena cerveza, y Aurora es chica apetecible. Así las cosas llega el mes de febrero y las niñas manifiestan á Mr. Garnier su deseo de jugar carnaval. El hombre dice que sí á todo, mientras no le hablen de casamiento, aunque por momentos se le pasan ganas de hacerlo para tener legítima autoridad en la casa y echar de ella al Relleno aquel que lo tiene de punta en la boca del estómago. El sábado por la tarde salen las tres Cojinovas con la cartera llena de soles, á comprar útiles para el juego. Es una delicia ver los almacenes de carnaval: los dependientes no se dan punto de reposo para atender á las innumerables marchantas; los hombres se multiplican mostrando cajas de chisguetes, de polvos, máscaras, trompas de sorpresa, bastones de bombilla, revólveres de jebe, serpentinas, macitos de papel picado, anillos rociadores, caretas de seda... la mar! Y la gente entra y sale, y los soles ruedan por el cajón con tintineo simpático; y á lo mejor un pollo de cuello doble á lo Bolívar, pechera á cuadros color de idilio y monóculo, destapa un chisguete y moja á una señorita que oculta la cara defendiendo los ojos del olor, y acaba por escapar de la tienda oliendo á media docena de esencias diferentes y completamente mojada la vistosa blusa de seda. Las muchachas van y vienen, vestidas de claro con la cabeza descubierta, provocando á los mozos como dicen las viejas... que ya no pueden jugar... y, los elegantes pollos, prematuros en el juego, al paso, como quien no quiere la cosa y aun sin mirarlas á la cara ¡zas! les largan un chisguetazo. Y no es raro ver al lado de un grupo de señoritas mojadas por dos ó tres jóvenes gomosos, á una cholita que escapa regando el portal con sus polleras empapadas y perseguida por un cochero, un vendedor de periódicos y un sastre del país, que le descargan á su sabor las bombillas llenas de agua de Kananga y algunos chisguetes de olor dudoso, aunque penetrante. Por supuesto que ya, desde estos preliminares, los vidrieros empiezan á ver el juego con malos ojos, con ojos de comerciantes arruinados, porque el carnaval moderno, con sus adelantos y refinamientos á la europea ha hecho desaparecer el negocio de vidrios que antaño, con los cascarones, era pingüe. El hecho es que el aspecto que presentan el sádado de carnaval las calles del comercio y los portales, no es para descrito ni pintado: hay que verlo y olerlo. A cosa de las cinco y media hicieron su entrada las Cojinovas en un almacén de la calle Mercaderes, que ostentaba en la puerta, á guisa de anuncio, grandes máscaras de cartón, sonrientes y coloradas como burgueses bien comidos y completamente satisfechos, de descomunales narices y rechonchos carrillos. Estuvieron cerca de media hora en el almacén, donde compraron la mar de útiles de juego, tanto que tuvieron que tomar un coche para volver á casa. Dentro de la tienda, primero, y al tomar el coche, después, recibieron las niñas algunos chisguetazos que les mojaron atrozmente las blusas. A doña Mercedes le despintaron un carrillo y el labio inferior. XXIII ¡Agua va! Mr. Garnier evacua la plaza Llegó el domingo. Mr. Garnier desde temprano se ocupó en pasar revista á la despensa para ver con cuántas docenas de botellas se contaba. Había diez docenas, lo cual hizo sonreír satisfecho al cajero. A eso del medio dia comenzó el juego en casa de las Cojinovas. Apareció en la calle el capitán Relleno acompañado de dos amigos; y empezaron los tres á lanzar globazos al balcón. Salieron las niñas, y ayudadas por doña Mercedes, contestaron con algunos globos y jarros de agua. (Imagen 11) Cayeron al suelo, convertidos en polvo, dos ó tres vidrios y uno de los amigos de Relleno que resbaló y por poco se desnuca auténticamente. Llega el momento supremo. El capitán y sus amigos se disponen al asalto. En la escalera recibieron un diluvio de agua de todos colores y procedencias, pues entusiasmada también la negra cocinera fué y cojió el líquido que halló á mano y allá va, sin cuidarse de ver si era proveniente del desagüe de los fréjoles ó del aseo de las ollas y cacerolas. Pero Relleno y sus acompañantes toman la casa, y empieza el forcejeo, y los achuchones, y los gritos, y el rodar de muebles, y los vasos que se rompen, y los asaltantes que caen como latigazos. ¡El delirio, y el diluvio! Se oye una voz:—¡A la tina! Y nadie hace caso ya de chisguetes, ni de polvos, ni de papelitos. Reúnense las Cojinovas, la cocinera y la sirvienta de mano y cojen á Relleno, lo alzan en vilo y dan con la chorreante humanidad del capitán en la tina llena de lavaza, que en la mañana había servido para el baño hebdomadario del francés. Relleno se agarra con uñas y dientes de Aurora, y cae con ella dentro de la tina, que se desborda. Es una delicia ver correr el agua por toda la casa, y caer á chorros sobre las habitaciones del piso bajo. Las vecinas protestan de la inundación á grito herido, pero nadie les hace caso. Mr. Garnier que ha estado encerrado en su cuarto fumándose tranquilamente una pipa, aparece, por fin, en medio de aquel campo de Agramante, con la cara un tanto seria y dice: —Vamos, niñas, basta de juego! Que vengan estos señores á tomar un vaso de cerveza. Se dirigen todos al comedor donde empiezan á remojarse por dentro ya que lo han hecho tan cumplidamente por fuera. Como Relleno está hecho una sopa, doña Mercedes lo lleva á su cuarto y le proporciona una muda completa... de Mr. Garnier. Los amigos del capitán se despiden de la familia y se van regando la calle con sus vestidos, de los que destila una deliciosa agua color de chocolate. Relleno aparece en la sala completamente seco. Al verlo no es dueño Mr. Garnier de soltar una carcajada, pues al capitán parecía que lo hubieran vestido sus enemigos. Empieza de firme el cerveceo. A eso de las 7 de la noche, cuando van al comedor, ya Aurora está hecha una Angelita del Chateau Margaux. Emilia tiene un fuerte dolor de cabeza, doña Mercedes cuenta, con la nariz muy roja y soplando fuerte, las grandes hazañas de su difunto el general; Relleno está alegrón y ocurrente, y el mismo Mr. Garnier quiere hasta cantar una marinera. En la mesa las cosas llegan á su mayor apogeo; con las copitas para abrir el apetito y con el vino que se bebe como agua, llegan á los postres todos borrachos. Doña Mercedes da un beso en la nariz á Mr. Garnier, que ríe con toda la boca, y se bebe de un trago media botella de vino; se le cae la pipa por el suelo y doña Mercedes que quiere recogérsela pierde el centro de gravedad y va á hacer compañía á la pipa. Mr. Garnier saca tranquilamente del bolsillo un habano y se pone á cantar la Marsellesa. Emilia dobla los brazos sobre la mesa y apoyando la cabeza sobre el izquierdo se duerme completamente. Aurora se levanta dando traspiés y se va á la sala; el capitán la sigue tarareando: “no cantes más la Afri...” Aurora se deja caer en el sofá. Eduardo se acerca.... cuando Mr. Garnier que aparece en la puerta. —¡Muy bien!—dice—Usted sale en el acto de mi casa. —Mr. Garnier!... primo! —Yo no soy primo de Ud. —Eh! ¿cómo? —Que no soy casado, y por esto no soy su primo! —Entonces, dice Relleno rehaciéndose, quien sale de esta casa... eres tú, franchute! —Bueno... Ud. puede decir á su tía que yo no vuelvo más... Y Mr. Garnier se acercó á Aurora ya dormida sobre el sofá, y tocándole en un hombro: —Aurora, me voy; me voy para siempre!... —Bueno—masculló la muchacha que estaba chispa como guinda en aguardiente; puede Ud. irse cuando quiera... yo, á quien amo... es... á Eduardo. Soltó un taco redondo en francés, Mr. Garnier, y salió de la sala tirando con fuerza la puerta. El capitán se echó á reir como el Mefistófeles de la ópera de Gounod, y se asomó al balcón. Momentos después sonaban pasos por el corredor y luego un portazo en la escalera. El francés se marchaba decididamente. Mientras tanto en el comedor roncaban, como un dúo de violín y contrabajo, Emilia y doña Mercedes. Y allá, en la cocina, se oían las roncas risas de la sirvienta y la cocinera, que chupaban, se mojaban y se besaban entre ellas. XXIV La zamba Manuela. Anilina padre. Apenas probó bocado Arturito aquella tarde, preocupado con la cita de la elegante Albertina. Los fréjoles con arroz—su plato favorito—le parecieron balines legítimos; la carne asada, un trozo de colcha; el dulce de oregones, pedazos de papel secante; y, el café, tinta de copiar. Salió de la fonda, tomó un coche; y á la calle de la Pólvora. Antes de bajar del coche notó que no había luz en la salita. —No importa, pensó, es mujer adorabilísima. Me espera á obscuras: es más poético. Llamó á la mampara, con el alma en un hilo y el corazón en la boca. Pasó un minuto. Volvió á tocar con más fuerza. Pasó otro minuto. Entonces, y sintiéndose desmayar, empezó un verdadero repique en la mampara con el puño del bastón. Por el callejón de la casa salió una mujer: —Ahí no vive nadie, señor. La vecina que había se mudó esta mañana. Era una... —¿Qué dice Ud? —¡Señor Arturito! —¿Me conoce? —Pues ya lo creo; y por cierto que pensaba ir á su casa en estos días; porque... aunque una es de color, pero... como... —Y dice Ud., -preguntó Anilina sin hacer caso de lo que la mujer le decía,-que la señorita que vivía aquí se ha mudado? —Sí señor; esta mañana, se ha ido al Callao. —¡Ay! gimió Arturito, dándose cuenta de su infortunio. Había sido robado. —¿Qué tiene Ud? —¡Ay! me va á dar algo; lléveme al coche!... Y la mujer lo llevó al coche medio cargado donde subió con él. —¿A donde vamos? —Salud, 19. El coche arrancó, y Arturito rompió á llorar como un faldero recién nacido. La mujer aquella lo cojió cariñosamente por el cuello y le dió dos ó tres besos que, con el movimiento del coche, le cayeron por las narices. Arturito estaba completamente anonado. Si él no encontraba á Albertina estaba completamente perdido; 218 soles! Tres meses y medio de sueldo... Pensaba en esto Arturito, cuando la mujer que lo acompañaba, acertó á besarlo en la boca. —¿Qué hace Ud?—preguntó, dándose entonces cuenta de que no iba solo. —Quererte mucho, Arturo; porque soy tu mujer! —¡Eh! —Sí, tu mujer. No te acuerdas de mí, de Manuela, la que te veló una noche cuando estuviste enfermo en casa de las niñas Cojinovas?... —¡Manuela! —Sí, tu Manuela, porque tú eres el padre de mi hijo! Arturito dió un grito espantoso, abrió la portezuela del coche y se tiró, cayendo de cabeza sobre el buzón abierto de la esquina, en momentos en que una criada vaciaba en él un balde de aguas un tanto achocolatadas. Paróse el coche. Llegó la policía; se arremolinó la gente. Lo levantaron desmayado. Lo secaron por completo con un papel de estraza. Lo volvieron á colocar en el coche y éste siguió su marcha. En la casa, Manuela corrió por un médico. Anilina estaba bajo la acción de un violento ataque cerebral. La ciencia pronóstico que si salvaba la vida quedaría malogrado, convertido en idiota auténtico. Y Arturito Anilina salvó la vida!... CONCLUSIÓN Ha pasado un año. Son las siete de la mañana. A esa hora el puente de la Palma, á guisa de enorme manguera que arrojara agua sin cesar, va lanzando sobre la parte alta de la ciudad, todo el barrio de Abajo del Puente. Al ver este incesante atravesar de personas de todas edades, sexos y colores, se diría que el antiguo arrabal de San Lázaro se despuebla por entero. Son los obreros que van á su trabajo: unos al paso; otros como rayos; otros, haciendo escalas por el camino: donde el chino que fríe los chicharrones, primero, con el pretexto de comer algo como desayuno, algo que se rocía con un latigazo de pisco malo; luego, porque la mañana está fresca, entran en la pulperia de la otra calle y se atizan otro latigazo; de suerte, pues, que cuando llegan á las fábricas ó al taller, van completamente flajelados; otros disputan con los compañeros, oyéndose entonces frases dignas de ser recordadas. Salta en estos casos esa chispa natural del pueblo, que es el gran filósofo, el gran poeta, y el gran cómico. Y es de ver la indumentaria de algunos. No gastan blusa, como en otras partes; sino ternos de chaqué ó levita... imposibles. ¿Y ellas? También pasa por el puente gran cantidad de doncellas más ó menos de labor, que van á sus fábricas, con pasos menudos de perdiz las unas, y con precipitados pasos las otras. Por lo general, van de dos en dos; á veces van tres. Ya se sabe, van hablando las tres. Escala donde el chino de los chicharrones; y se sigue el viaje, sonriendo, charlando, dando mordiscos al pan y al camote frito. Infelices criaturas que van á la fábrica á dejar lentamente los pulmones, por miserable jornal. Dándose tropezones con unos y otros se ve subir también el puente, á una mujer andrajosa, chorréada, con la pollera llena de chafarrinones y la manta verde surcida con hilos de colores. En la mirada estúpida de crapulosa consuetudinaria, en las afonías de su garganta, y en el aspecto repugnante que presenta, se ve á la mujer que ha descendido al último peldaño de la degradación. Llega donde el chino de los chicharrones, dá un traspiés y con lengua difícil dice: —Antonio, dame una taza de té, pronto! Y se deja caer sobre un banquillo mugriento. —¿Tú tlae plata?—pregunta el chino. —¡Imbécil!—dice ella, y se vuelve á un negro viejo, que toma su desayuno en un rincón de la mesa.—Ve Ud. como tratan estos animales á las personas decentes!... —¡Hum!—gruñe el negro sorbiendo el descolorido té del chino. —Negarme una taza de té... á mí? á la viuda del gene-Cojinova!... y sigue gritando hasta que el dueño del tenducho llama al inspector de la esquina, quien lleva á la comisaria por ebria y escandalosa á Mercedes Pelogrís Cojinova, como reza el parte. Con la marcha de Mr. Garnier, las Cojinovas tuvieron que empeñar, para comer, las alhajas, los trajes y los muebles. La desaparición de Mr. Garnier fué una verdadera debacle para la familia. Aurora y Emilia echaban en cara á su madre la culpa de su triste situación, cuyas consecuencias acabamos de ver. El capitán Eduardo Relleno partió de la ciudad el Miércoles de Ceniza. Iba de guarnición á Trujillo. Aurora le escribió hasta ocho cartas; pero Relleno se hizo el noruego. Varias mañanas, entre siete y media y ocho menos cuarto, pensó Aurora en un suicidio con fósforos chalacos, pero ante la idea de que quizá andando los tiempos podía llegar á ser madre, desechó fin tan trágico y optó por permanecer incólume y con respiración normal. Arturito se levantó, por fin, de la cama, convertido, según el fatal pronóstico de la ciencia, en idiota de cuerpo entero. (Imagen 12) Por las noches salía de paseo, cogido de la mano de la zamba Manuela, madre de su retoño, que era un mulatillo feo como un tintero de barro, y seguido por su fiel Napoleón que, á lo mejor metía el hocico con gran interés en las basuras amontonadas en mitad del arroyo, como buscando alguna alhaja preciosa. Por último, las niñas Cojinovas, se dedicaron al teatro. Ingresaron en una compañía de zarzuela del género chico en calidad de tiples colectivas con sueldo corto; donde después de dar algunas caídas—aunque sin consecuencias tangibles—acabaron por ser las señoras del avisador y del cuartelero, respectivamente. Estos señores, cierta noche que ellas admitieron una cena de dos chicos recién llegados de París, las pusieron verdes de una paliza; pero la empresa las obligó, verdes y todo, á lucir aquella noche sus pintados encantos ante el público. Meses después murió Aurora en el hospital de Santa Ana, víctima de la tuberculosis; y Emilia siguió en el teatro haciendo la “Calle Ancha” de La Gran Vía y otros papeles de igual importancia... Un francés la vió, la amó y la sacó del teatro poniéndola al frente de una tienda de modas del país y agencia de diarios populares y revistas ilustradas, donde Emilia, transformada en “Madama Cojineuve”, echó carnes abundantes, buenos colores y fué completamente feliz, aunque machorra. ÍNDICE Capítulos Páginas I-Antecedentes y consecuentes.............................................1 II-La familia de un General-Interior...flamenco............................5 III-El Santo de Aurora-Los botines nuevos...................................9 IV-Las Cojinovas en el mercado-El cancán..................................14 V-Las conquistas de Arturito-La dama rubia...............................16 VI-Representación del Fausto..............................................21 VII-El mejor artista un perro..............................................26 VIII-En el paseo Colón-El tranvía......................................... .27 IX-Pelando la pava........................................................29 X-La procesión de Ramos-El pan de dulce..................................31 XI-En el almacén..........................................................34 XII-El anónimo fatal.......................................................35 XIII-A oscuras..............................................................38 XIV-En la Comisaría........................................................40 XV-El caso de conciencia..................................................42 XVI-Cambio de decoración-En el Barranco-El baño de la Cojinova Madre.......44 XVII-Mr. Garnier chez las Cojinovas.........................................48 XVIII-Anilina y la bella Albertina........................................ ..50 XIX-Plan de campaña-El primo Relleno.......................................52 XX-Albertina en el almacén................................................56 XXI-¡¡Fuego violento!!.....................................................58 XXII-El sábado de carnaval..................................................63 XXIII-¡Agua va!-Mr. Garnier evacua la plaza............................... ..65 XXIV-La zamba Manuela-Anilina padre.........................................69 Conclusión.............................................................72 De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Alejandra Rivera Hermoza