ARMANDO HERRERA EL ÉXODO (NOVELA NACIONAL) EL ÉXODO (NOVELA) Prefacio de Ladislao F. Meza Empresa editora "EL TIEMPO" -:LIMA - PERU :- 1921 (Propiedad del autor) Al Señor D. PEDRO RUÍZ BRAVO testimonio de aprecio y simpatía intelectual A. H. LIMINAR por Ladislao F. Meza Para las gentes de letras que en Lima viven encerrados en las salas frias de sus egoismos, va a ser una verdadera sorpresa la aparición de una novela firmada por Armando Herrera. -¿Quién es ese?, - preguntará alguno de esos necios que presumen de literatos por llevar las manos cargados de libros, o haber tenido buen éxito con composiciones que, parecido más o parecido menos, fueron celebradas en otros tiempos y en otros países -¿De dónde sale este Herrera? ¿Por qué escribe una novela? ..... ¿Es acaso el seudónimo que ha tomado alguno de los nuestros con el bello fin de darnos un bromazo? - gritará otro, en tanto que sus dedos displicentes, amoratados en sus gemas, canijos en su extensión, volteen temblorosamente las páginas de EL EXODO, para que sus ojos, enclavados en un rostro avioletado por el peso de las noches estilizadas, vean desfilar letras y letras, formando líneas a lo más. -¿Herrera? ¿Armando? ¿No es eso? ¡Ah! Ya caigo ¡Es una buena persona! Sí, señor; una buena persona. Fulano me lo presentó una vez que estuve en la redacción de EL TIEMPO. Y el hombre que a´si hable, - que muchos han de ser, porque necios abundan en Lima, - se encojerá de hombros, pesará el tomo balanceándolo en la mano y lo volverá al montón de los libros del mostrador. Satisfecho de haber comprobado al tanteo tactil el mérito de EL ÉXODO, y de haber sentado escuela para las parvas almas de los que a su sombra se guarecen y que, por una de estas vengadoras ironías de la vida, son también los que sostienen su parvo y artificioso sacerdocio, el infelice seguirá sentenciado en el eterno proceso de no decir la verdad, que le toca cumplir por no tener corazón y por no haberse conocido a sí mismo, ni conocer a los demás. Dentro de la comunión de los que trabajaban en el periodismo, Armando Herrera es un aislado. Su temperamento serio y la experiencia que tiene de la vida, ¿le han llevado a reconcentrarse en sí mismo, a no tener más trato que con las personas que conoce a fondo, a vivir siempre sin comunicar nada de su yó? Seguramente que sí. En esta hora larga de valores convencionales, en que se quiebran las virtudes , cuando los sólidos vínculos se diluyen y se rompen, no ha hallado mejor camino que el que ha escogido para no ser víctima de nuevos desengaños, para no seguir por el mismo sendero de desilusiones que durante largos años le ha tocado recorrer. Pero ese recogimiento en sí mismo le han hecho daño. De su personalidad ha trascendido poco a este reducido exterior limeño, posible de ser encerrado en el diminuto puño de la manecilla de un recién nacido. Se le ha reconocido en él al hombre de trabajo que, silenciosamente, bajo el anónimo de la revista , primero, y en el diario, después, ha ido formándose un bagaje de cultura, que por cierto no ha querido hacer aparecer en estas páginas con que inicia una orientación definida en su carrera de escritor. Porque EL EXODO, narración sencilla, hecha en estilo ameno, sin rebuseamientos para la construcción de frases ni llamadasde auxilio a la erudición de los libros, tenía que aaprecer primero, o que ser quemada; mas como un hombre que escribe no debe tener la cobardía de destruir lo que produjo, sino el valorde dejar, para referencia del progreso que se ha hecho, todo lo que hizo, Herrera empieza por donde empezó. Herrera ha trabado ya hace mucho tiempo conocimiento con el público de Lima, que para brindar sus favores sólo se acuerda de quienes se lo solicitan. Como Herrera no hizo tal cosa con las artimañas que aquí se suelen emplear para consagrar pandorvos y para levantar iglesias, no se los brindó. Mas ello ¿qué importa? Lo principaldel caso es que la realidad, que no admite réplica, es que Herrera es más conocido que todos aquellos sandios que puedan, por hacer teatro y aparecer como de una <<élite sui generis>> fingir que le desconocen- ¡Peor para ellos! En <> empezó por escribir artículos de crítica teatral y trató en broma los asuntos políticos del momento. En la redacción de EL TIEMPO, ocupa hoy alto lugar; y desde sus secciones APUNTES Y MANCHAS DE TINTA, a diario se prodiga, sin que ello haya sido óbice para que hubiera tanteado el teatro, estrenando ADOQUIN Y SU MUJER, SEÑORITA MARGOT y varias otras que por el momento no recuerdo. * * * No voy a tratar aquí de lo que es EL EXODO. Leyendo las páginas del autor, el lector quedará enterado; pero sí creo conveniente hacer notar que las descripciones que allí se hallan contenidas, responden a un verismo absoluto. Nada absolutamente nada, ha sido cambiado. Todo sucede en la novela como ha sucedido en la vida, y quizá si muchos de los que son allí muñecos pueden reconocerse. Esto revela el talento observador de Herrera, que, por cierto, es grande, como se juzgará por la minuciosidad de los detalles, por la coordenación de los sucesos, por la lógica que en todo ello existe. Se peude decir que EL EXODO no tiene nada de pasión, nada de aliento, que el autor ha desaparecido por completo. Pero tal cosa no era precisa. La novela está completa. ¿A qué la pasión, que nos hace ver de distinto color, si se trata de copiar un cuadro de la vida en que todos sus personajes se mueven en un ambiente tranquilo, sin grandes luchas, sin renegar contra el Destino? Esa misma caída de la mujer modelo, no tiene nada que requiera pinceladas violentas. La caída es fatal, es una consecuencia de la presencia del amigo enfermo en la casa donde antes nada había entrado que fuese capaz de turbar la serenidad del hogar. Cuando él parte y ellos vuelven, todo ha concluido. El esposo nada sabe de lo que sucedió, y ella sigue siendo la que fué antes: la compañera abnegada, amorosa. Mas, en el final de la novela, cuando todos vuelven proseritos a bordo de una nave inhospitalaria; siendo objeto de las risas de una bárbara poblada; cuando los héroes de EL EXODO se hallan de nuevo en Lima y no tienen nada que les haga mejor la vida miserable en que les han hecho caer, cuando trazan los planes para el porvenir y el carácter tenaz de Medina se manifiesta siempre anheloso de volver a surgir, de volver a empezar; entonces la descripción es enérgica, el cuadro es sugerente y revelador de un nueva condición que para novelista tiene Herrera. Esta obra, que es la primera de las que ha escrito Herrera, tiene el mérito de su verismo, de su innegable sinceridad. Todo corresponde al temperamento reposado, sereno, del autor, quien, por otra parte, aporta, con la modestia de toda su vida, contingente al acervo de los novelistas nacionales que casi siempre se alzaron entre broncas clarinadas. No trata de quitar rey alguno, ni de servir a ningún señor. Unicamente quiere ser, y como tiene condiciones, si el tiempo lo ofrece, seguramente que mucho más de lo que ya es, será! Ladislao F. MEZA. EL EXODO La situación, en Lima, de José Medina, era, cada vez, más difícil. Años de años trabajando y todo para ganar unos cuantos soles, sin poder hacer pequeñas economías que lo librara, en la vejez, de angustias inconsolables. La verdad era que ya le mortifica eso de ir, todos los días, a una hora exacta, al trabajo, para luego consagrarse a la ruda labor que apenas si le producía lo estrictamente necesario para <> Tenía él otro concepto de la vida. Muchas veces se dijo que no valía la pena matarse por tan poco; y en su afán de lograr relativo bienestar, bucaba un trabajo donde pudiese conseguir remuneración mejor. Sus ambiciones no eran desmedidas. Se contentaba con ganar apreciable sueldo, de acuerdo con su competencia, y de esta manera poder arreglar, cómodamente, una casila para hacer allí tranquila vida en compañia de Domitila, su esposa, a la que adoraba con puro afecto. Este lógico deseo de mejoramiento la había hecho aceptar la oferta de un amigo suyo, peruano, que se hallaba radicado en Valparaíso. La idea, sin embargo, de trasladarse a ese puerto, no dejaba de apenarle. Se trataba de residir en un país enemigo, y esto entristecía un poco su espíritu lleno de nobles y patrióticas rebeldías. Pero, ¡qué caramba!, ahogando sus angustias y dirigiendo su vista, ya en el segundo período de la miopía, hacia lo por venir, resolvió un día aceptar las indicaciones de su amigo ausente y reunirse con él. Una noche, después de la comida, trató con su mujer de esta cuestión. Principió a trazar planes. Se formó un bonito pograma. Demostró completa confianza en su viaje. Y hacía, lleno de sano optimismo, proyectos encantadores que a Domitila no le parecían muy agradables. -Yo me embarco, - le dijo, -y luego de establecer allí, y conocer un poco ese puerto y su comercio, te envío dinero para que te vayas. te aseguro que nos irá bien. ¿Quieres? Su mujer, desconfiaba por temperamento, guardó silencio por breves instantes. La simple idea de una separación, por breve que fuese, la mortificaba cruelmente. Era tan grande y sincero el cariño que a su marido profesaba; se había acostumbrado tanto a sus caricias; tenía arraigado en lo más puro de su alma el afecto de Medina, revelado en mil gratas formas, que imaginarse la ausencia era suficiente para llenar su alma, amorosa y sencilla, de tristeza indecible. Luego, con la mirada baja y mientras hacía pelotillas con la migaja del pan, repuso con suave voz: -Bueno. Si es así .... Pero fíjate que es necesario hacer muchos ahorros. Medina la prometió ser económico. Ofreció cumplir fielmente su palabra. Acercóse a ella y la besó con ternura. En seguida hablaron detenidamente. Y conversando con interés y edificando dulces castillos, fueron pasando las horas. Cerca de la una de la mañana, él se levantó e invitó a su mujer a dormir. Ya era tarde. Se acostaron, en efecto, y, a oscuras, con voz apenas perceptible, continuaron tratando del próximo viaje. Poco a poco, sin que se dieran cuenta, ambos se quedaron dormidos. Al sigueinte día, Medina la dijo a su mujer que había tenido un sueño agradable, haciendo un largo y tranquilo viaje por mar. Domitila manifestó que no había podido pegar los ojos. Pasó la noche en vela. Tres semanas después, José Medina principió a liar sus maletas y a hacer preparativos para la marcha, de la cual ya tenía conocimiento su amigo. Un sábado, a las cuatro de la tarde, tomó el tren central y fuese a bordo. Le acompañó su mujer. iban, en el convoy, muy tristes. El, por dejar a su mujer. Esta, por quedarse sola. Apenas si hablaron. ¡Se les antojaba, en esos momentos, tan amarga la existencia! ..... Llegaron, por fin, a bordo. En la nave todo era laberinto. Los pasajeros subían y los fleteros, expresándose fuertemente en términos grotescos que herían los castos oídos de Domitila, iban, de proa a popa, llevando los bultos de los viajeros. Después, un poco tranquilizados, se fueron a un extremo del vapor. Allí, mirando la inconmensurable grandeza del mar, hablaron quedamente. Se refirieron a su próxima reunión. Se miraron, luego, tiernamente, y con fuerza se estrecharon las manos. Llegó la hora de la despedida. José Medina acompañó a su mujer hasta la escala. Se abrazaron. Se volvieron a hacer gratas promesas. Ella, llevando tímidamente su pañuelo a los ojos, para contener furtivas lágrimas, bajó la escala y tomó asiento en un bote. Medina, desde la borda, presenciaba, con honda tristeza, la dolorosa escena. El bote se alejó lentamente. Ella le hizo, varias veces, adios con el pañuelo. Medina la saludó con el sombrero. Y mientras ella se alejaba, cada vez más, hasta perderse de vista, él yéndose a un rincón del barco, se sentó en su baúl. Sobre sus piernas puso los codos y con las manos se cubrió el rostro. Estuvo así largo rato. Luego exclamó melancólicamente: -¡Qué triste es la vida! ..... * * * Doce días duró el angustioso viaje de Medina. Una mañana nebulosa llegó a Valparaíso. Hizo su desembarque por ese tradicional muelle que, para salvarlo, era necesario hacer ágiles acrobacias. Un fletero, con amable interés, se encargó de conducir su baúl. Medina, con una maleta en la mano, se encontró, a los pocos metros, en la plaza Sotomayor, donde se halla la estatua a Pial, teniendo enfrente el amplio y albo edificio de la intendencia de la provincia. Era la primera vez que iba a ese puerto. Se hallaba desorientado . El ir y venir de la gente; el rápido paso de los autos y coches de proverbial desaseo, con sus aurigas de facha estrafalaria; el incesante movimiento de los estrechos carros de tranvía con sus cobradores de limpio delantal sobre faldas oscuras y llenas de graciosos parches; los pregones extraños de los vendedores ambulantes; todo esto producía, en su nervioso espíritu, rara sensación. Miró, con curiosidad, - a un lado y a otro. -¿Dónde quedará. - se dijo - la plaza Echaurren? En esa plaza vivía su amigo y compatriota, Cayetano Landaeta, que a instancias de él había hecho el viaje. Sintió cierta repugnancia para acercarse a un policía y preguntarle el lugar dónde estaba ubicada esa calle. No quiso, tampoco, preguntarle a un transeunte, por el temor de que conociera su nacionalidad. Conservaba vivo ese natural rencor hacia todo lo que se refería a Chile. Y, por fin, después de cavilar algunos minutos, se resolvió a tomar un coche. Hizo señales a uno que pasaba en esos momentos. Colocó en el pescante la maleta, recomendando especial cuidado al auriga, y con tímida voz le dijo: -Plaza Echaurren .... El cochero sonrió grotescamente. Tiró de las riendas. Castigó sin piedad a los escuálidos jamelgos. Y después de pasar por una estrecha callejuela y pasar por otra, se detuvo en la casa. Medina bajó y cogió su maleta. Sin preguntarle al cochero cuánto le debía por la carrera, se limitó a alcanzarle un billete de diez pesos. El cochero, con aire de satisfacción, lo recibió y dióle la vuelta con uno de cinco pesos. Le saludó complacido y se alejó. Cayetano Landaeta ya estaba levantado. Experimentó agradable aorpresa al ver a Medina. Se abrazaron con efusión. Convwesaron animadamente. Se habló con intenso cariño de la patria. De la bella Lima. De aquel barrio de Monopinta, sucio y apacible, donde juntos hasya que cumplieron los veinte años habían vivido horas de grata recordación. Evocaron, con cariño, esa época lejana cuando ellos y otros amigos le hacían <> al gringo de la pulpería para tener, gratis, pan con jamón del país y cerveza. Landaeta inquirió por la chica Ludomilia, la hija del cobrador de patentes, peli-rubia, a la que le hizo el amor y por la cual, una noche, sufrió la rotura de cráneo al ser sorprendido con ella conversando debajo de la escalera. Landaeta, que trabajaba en Valparaíso más de siete años, estaba dedicado a un negocio de frutos del país, en el que le iba, segpún confesaba con satisfacción, admirablemente bien. Tenía reunido apreciable capital que lo manejaba con orgullo, porque <>, como lo manifestaba siempra a sus amigos. Era un tipo de pura cepa limeña. Locuaz y amable, daba a su persona, tal vez sin saberlo él mismo, cierta simpática arrogancia. Correcto siempre en el vestir, cuidaba con pulcridad encantadora, del lazo de sus corbatas impecables, de suaves colores, y de su corto bigote, fino y negro como sus ojos, de maliciosa languidez - al estilo <>. - que lo cuidaba con larga y grata fruición. -¡Qué días aquellos! - exclamó Landaeta invitándole un cigarrillo- - ¿Verdad? José Medina, entornando los ojos, repuso con aire nostálgico: ¡Ah! No volverán .... Luego, Landaeta se interesó por su amigo. Le preguntó por su equipaje. Por su navegación. Y, lleno de curiosidad, le dijo: -¿Y cómo te la compusiste para llegar del muelle acá? -Tomé un coche -¡Pero si de ese lugar a esta calle sólo hay tres cuadras! ¿Y cuánto pagaste al cochero? -Le di un billete de diez pesos y me dió la vuelta de cinco. Landaeta, agarrándose la cabeza co las dos manos, al propio tiempo que contenía la risa, exclamó: -¡Cinco pesos por tres cuadras! ¡Cinco pessos! Amigo mío, te ha estafado el cochero. Medina, prendiendo el cigarrillo que cada dos segundos se le apagaba, repuso: -¡Bah! Es el noviciado ..... * * * Cuarentaiocho horas después, Medina encontró trabajo en una sastrería de primera clase, situada en la avenida Victoria. Los jefes reconocieron en él, desde el primer instante, un excelente elemento, ya que poseía vastos conocimientos en el arte exquisito de vestir bien a los hombres, merced a su proligidad, a su buen gusto y a la admirable tijera que primorosamente manejaba. Se hizo querer muy pronto. Todos lo estimaban y se disputaban su amistad. Aquella amistad sin reservas, que él la daba con franqueza, como quien de la mano y le dice al prójimo. <>. Y así, con el trascurso de los días, sus amigos no sabían qué admirar más en él: si su bondad puesta a toda prueba, o si su pericia en el arte de cortar y confeccionar las telas. Medina era un hombre que reunía cualidades admirables. De estatura mediana, su espalda estaba algo encorvada por el duro peso de los años y del trabajo incesante todo el día y muchas noches, años tras años, con la cabeza gacha, ya cortando, ya cosiendo. Su suave mirada, de un azul muy desteñido, parecía, a la simple vista, investigadora, por el esfuerzo notable que hacía para ver las personas y las cosas, fatigada cruelmente por la miopía que seguía su marcha y por la rutunda negativa a usar lentes, porque, según afirmaba con aire de absoluto convencimiento, <>>. Usaba largos bigotes con guías rebeldes, en los que predominaba abrumadora mayoría de canas incipientes, tratando inútilmente de domesticarlos, porque notaba con profundo sentimiento, que de todos los líquidos que bebía sólo utilizaba la mitad, pues el resto quedaba en esos pelos largos, casi siempre llenos de cosmético. En la barba lucía, con orgullo recóndilo, unos cuantos pelos dispersos que a fuerza de solicitos cuidados y de arreglos del peluquero, habían tomado la forma de una <>, que él, constantemente, la acariciaba con cierto refinamiento voluptuoso. -El día que yo no use esta pera, -solía decir con frecuencia mientras la soltaba, - no seré el mismo de hoy. ¡Me he acostumbrado tanto a ella! Pero lo que más distinguía a Medina era su carácter. De una suavidad amable, cautivaba desde el primer momento. Jamás se le vió enfadado. Había tal dulzura en sus palabras, simepre tan medidas y tan correctas; tan grata expresión en sus afectos, tanta serenidad en su peculiar modo de ser, que la gente le tenía por un hombre singularísimo y encantador. Su tolerancia había llegado a ser proverbial. Siempre perdonaba con palabras que revelaban un alma llena de nobles sentimientos, a cualquiera que, cometiendo un sacrilegio, le ofendía, ya que él era incapaz de dar motivo para ello. Podría decirse que, en su excesiva mansedumbre había mucho de ingenuidad, puesto que él ponía, con cierto candor infantil, en todos sus palabras y en todos sus actos, marcaba dósis de grata inocencia, que no era otra cosa que hermosos tesoros que guardaba en su espíritu siempre pronto a todas las bondades. Si algún amigo le decía, de pronto, que lo acompañase a dar un paseo a la punta del cerro, Medina, a pesar de los callos, de los juanetes y de los <> que le habían deformado, en forma horrorosa, sus pies, obligándolo a caminar con extraño y curioso rítmo, respondía al punto: -¡Bueno! ¡Con mucho gusto! Asi era José Medina. Un hombre cuya alma era a manera de libro abierto, en el que cualquiera, sin esforzarse, podía leer sus infinitas bondades y sus nobles sentimientos. Machas veces, sin vacilar, ni aceptar, siquiera, los agradecimientos, entragaba a un amigo, en trance difícil, todo el dinero que poseía. Porque él siempre, levantando los hombros, se hacía esta lógica reflexión: -¡Pchst! Hoy por él. Mañana por mí .... * * * Cerca de año y medio estuv Medina en Valparaíso consagrado, con noble afán, a su trabajo. Se instaló con modesta comodidad y trató de conocer bien a fondo, los secretos de la vida porteña. Durante todo ese tiempo, que a él le pareció muchos años no tuvo otra preocupación que a fuerza de heroicos ahorros, juntar apreciable capital para luego hacer is a su lado a Domitila, a la que, en ese lapso, extrañaba con ardientes y castos deseos. Las cartas que le dirigía eran tiernas, llenas de amables promesas, de consuelos, de esperanzas risueñas. El, que manejaba admirablemente la tijera no manejaba, en cambio, con facilidad la pluma, para escribirla cartas apasionadas, en términos elocuentes que tradujeran el hondo cariño que llenaban su espíritu. Hubiera querido escribir tiernos pensamientos; manifestarla en frases poéticas, toda sus inquietudes y sus vehemencias. Pero, ya que esto no le era posible, tenía que contentarse con principiar casi siempre en la misma forma su correspondencia: "Adorada mujercita de mi corazón", y terminarlas por lo regular, diciéndola: "Tu esposo que te quiere y te colma de caricias" Los instantes más hermosos que él pasaba eran aquellos cuando recibía cartas de su esposa. No estaba pendiente sino de la llegada de los varones. Hacía mentalmente la cuenta de la salida de éstos del Callao y de la llegada a los puertos de tránsito, contando, días por días y horas por horas, el viaje. Casi siempre su correspondencia la recibía por la mañana. El cartero, a hora determinada, se acercaba a su casa y le entregaba la carta. Medina, con recóndita satisfacción, la tomaba en sus manos temblorosas. Precipitadamente abría el sobre. Todos esos detalles llenaban su alma de dulce arrobamiento. En seguida palabra por palabra, línea por línea, la leía con emoción creciente y pasaba su nerviosa vista por la carta, toda ella llena de párrafos encantadores y de graciosas fallas ortográficas, que a Medina hacían más sugestiva la comunicación. La leía de prisa, casi sin entender una sílaba. Después volvía a leerla con calma. Y no contento con esto, por tercera, por cuarta, por octava vez, siempre emocionado. La leía con cariño indecible, para terminar por llevársela a sus labios trémulos y besarla fuertemente, con pasión ardorosa. Era grande, también, su placer, cuando la escribía. La víspera de la salida del vapor comía temprano y se encerraba en su casa. Cerraba bien el cuarto y procuraba que nada turbase su atención. Se quitaba el saco. Quedábase en mangas de camisa, cuando era verano. Y después de proveerse de abundante papel y de sobres, comenzaba, con íntima emoción, a escribir la carta. Muchas veces rompía los pliegos de papel porque no le salía bien como era su deseo. Y fumando incansablemente, trazaba, lentamente, releyendo a cada instante lo que acababa de escribir, líneas y líneas, hasta llenar cinco o seis pliegos, con esa letra menuda y muchas veces imcomprensible. Había ocasión en que le daban las doce de la noche sin terminar; pero, al fin salía airosoen su grata tarea. La leía dos o tres veces. Después se quedaba pensativo y continuaba la lectura. Pasaba por sus labios húmedos la parte engomada del sobre y cerraba la carta. Se esmeraba en poner, con letra clara y bonita, el nombre de Domitila y la dirección. En seguida se acostaba, Dormía plácidamente, satisfecho de su trabajo. Al siguiente día, lo primero que hacía, después de lavarse y de tomar su café con pan y mantequilla, era dirigirse al correo, situado en la plaza Sotomayor. Se acercaba al buzón. Echaba en él, con emoción, la carta. Inclinábase para ver si efectivamente había caído bien. Y. gozosamente, se dirigía a su trabajo, haciendo la cuenta de los días que iba a emplear el vapor en llegar al Callao y la fecha posible y el momento exacto en que Domitila recibiría su carta, apasionada y larga. Medina hacía vida modelo .. De su casa por las mañanas iba directamente al trabajo y allí estaba hasta las once. A esta hora salía a almorzar en una casa de pensión, recibiendo solicitas atenciones de "la Chela", que no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Después tornaba a la sastrería. Permanecía toda la tarde, con la tijera en la mano, cortando, con arte y maestría no igualada, las piezas de paño. A las seis abandonaba el trabajo y, en unión de algún amigo, y muchas veces de Landaeta daba un paseo por las calles centrales de la ciudad, deteniéndose de cuando en cuando a beber, con cierta repugnancia de su parte, un aperitivo, porque, según afirmaba "los aperitivos le destrozaban el estómago". a las siete en punto, por reloj, se encaminaba a la pensión y tranquilamente comía, bebiendo únicamente agua gaseosa. De sobremesa conversaba con algunos comensales. Eran charlas tranquilas, sin exaltaciones de ánimo, sin apasionamientos. Comentaban los sucesos del día. Las ocurrencias del cable. Hacían bromas inofensivas. Algunas veces se despedía de todos y se encaminaba a su casa a acostarse. Otras iba a un espectáculo modesto, "para pasar el rato", y que no le costase mucho dinero proque el ahorro era uno de sus más vehementes cuidados. Un día recibió un cablegrama de Lima, de su mujer, anunciándole su próximo embarque. ¡Con qué íntima satisfacción leyó el despacho y con qué infantil alegría comunicó la grata nueva a sus amigos! Se hallaba, así, en estado de que no le cupiese, de satisfacción, la camisa en el cuerpo ..... Pasaron los días. Su nerviosidad iba en aumento. Por las noches, ya acostado, dedicaba al ausente y querido ser sus más dulces recuerdos. Pensaba cómo la recibiría. Grata fruición embargaba su espíritu atormentado. Pasó una semana de cosntantes inquietudes. Por fin llegó Domitila a Valparaíso. Fué a bordo a recibirla y allí, en medio del laberinto de los pasajeros, de los fleteros que pasaban de proa a popa y de las voces de los empleados de la nave, se estrecharon fuertemente las manos y se dieron un prolongado y afectuoso abrazo. -¿Has pensado mucho en mí? - díjole él, mirándola a los ojos. -Sí .... Bastante .... Se volvieron a abrazar. Castamente se besaron. Un fletero zarrapastroso y fornido, que pasaba con un pequeño bulto en el hombro, atropellando a todos, vió rápidamente la escena y exclamó: -¡Mucha vista! Se trasladaron a tierra, y después del reglamentario registro del equipaje, encamináronse a la casita que en el cerro de la Artillería había tomado y arreglado con modestia y buen gusto. Luego conversaron largamente. Hicieron recuerdos cariñosos de la querida Lima. Hablaron de la tía Santos, vieja y reumática, que se pasaba la vida tosiendo y rezando. De la comadre Rosaura, guapa y joven, que una noche, su marido, el boticario Ramírez, la boló de la casa por haberla encontrado con un conductor del tranvía, haciendo no sabía qué cosas. -¿Es posible? - dijo Medina, sin dar importancia a la noticia. -La pobre tenía la cabeza muy mala. Figúrate que engañar a su marido, tan bueno y cariñoso, que se pasaba los días y las noches en la botica, con un hombre insignificante .... ¡Qupe indecencia! Medina se consideró, desde ese momento, un hombre feliz. ¿Qué más deseaba? Había conseguido ganar bastante dinero, como no lo pudo lograr en Lima, no obstante que había trabajado ¡cual un abestía! según su propia expresión. Poseía una libreta de la caja de ahorros, cuya capital aumentaba, encantadoramente, todas las semanas. Era considerado en la sastrería, donde se le apreciaba por sus merecimientos y por su admirable tijera. Sus amigos tenían por él especiales deferencias. Hasta una chica, "la Chela", agraciada y picada de viruelas, sobrina de la dueño de la pensión, lo quería al morir; pero él, respetando el grande y puro amor que profesaba a su mujer , no quería hacerle caso. Y, sobre todo, para colmar su dicha, ya estaba a su lado Domitila eas mujer baja de estatura, de ojos vivaces y decidores, que él siempre los contemplaba con pasión ardorosa, y que tenía una charla frívola, que para él era encantadora. Se encontraba, por fin, en su hogar, ese "tibio refugio de amor", como lo llamaba siempre en las cartas que dirigía a su mujer, semanas antes de que ésta hubiese salido de Lima. Al día siguiente, Medina no fué a trabajar. Estuvo todo el día al lado de su mujer. Por la tarde, a las tres, salieron a dar una vuelta por la ciudad. Paso a paso, muy cerca el uno del otro, recorrieron las principales cuadras, admirando los edificios suntuosos, el de la Bolsa de Comercio, que a Domitila le pareció magnífico.Caminaron pausadamente por la amplia y bella avenida de la Victoria y recrearon la vista en la contemplación de tantas obras buenas. Los dos estaban encantados; sobre todo ella. Por la noche comieron temprano e hicieron un segundo paseo. Los cerros altos y llenos de casas aisladascon pequeños árboles, tenían, para Domitila un atractivo sugerente, en especial cuandolos miraba con los millares de luces que presentaban, de este modo, un gran cuadro fantástico, digno de admiración. -Nunca me imaginé, - decía, - que este puerto fuera así. ¿Verdad que es encantador? -Es una ciudad nueva, - contestóle Medina, - Es el beneficio que logró como consecuencia del terremoto. Porque, aunque parezca mentira, - añadió en tono sentencioso. - del fondo del mal surge siempre el bien ...Si no hubiera sido el terremoto, este puerto no sería lo que es hoy. Después, cambiando ideas, si iban o no a un cinema, resolvieron entrar en un teatro, donde una compañía nacional daba piezas mediocres y muy celebradas. Hasta las doce de la noche estuvieron en ese local. Se aburrieron un poco. Especialmente ella. -Te confieso, José, - le dijo al salir, - que la obra no me ha hecho menor gracia. ¿Esta es la mejor compañia que hay aquí? Medina le manifestó que era modesta. Que los actores, gentes entusiastas, si no hacían nada mejor, era porque carecían de condiciones para ello. Pero que, en en su concepto, siempre es conveniente conocer todo. Continuaron caminando. Llegaron a la casa . Con la gran solicitud, ella preparó un poco de té con rebanadas de pan y queso. Mientras lo tomaban, charlaron agradablemente. -¿Estás contenta aquí? - la preguntó. -Sí. Me ha causado buena impresión la ciudad. Es otro ambiente, ¿verdad? Pasaron varios días. Trascurrieron semanas. Ante los ojos de Medina y de Domitila se presentaban días de dulce armonía y de grata placidez. Vivían confiando en el porvenir. Medina se consideraba un hombre dichoso. Pero había, sin embargo, algo que enturbiaba muy levemente el cielo de su amor. Era la falta de un hijo. En los ocho años que llevaban de casados, la Providencia, siempre atenta y justa, no quiso darles ese grande y querido bien. Y a medida que pasaba al lado de su mujer, los días, con todas las comodidades, sentía, cada vez con más urgencia, la necesidad de un vástago que alegrara la soledad de los dos .... Muchas veces, cuando Medina se encontraba solo en su casa, por haber salido su mujer, se dedicaba a meditar en la felicidad que le traería un hijo. Dirigía, entonces; su cansada vista, hacia la imagen de San Antonio, que en la cabecera de su cama tenía. Compasivamente ponía los ojos en claro. Y señalando con el dedo índice d ela mano derecha, murmuraba, en tono muy bajo, con acento de tierna súplica: - Uno .... ¿Ah? Sólo uno ..... * * * Plácidos días pasaron Medina y su mujer, no obstante de que ésta encontraba horrorosas las costumbres del país. Las comidas eran, para ella, pésimas. Sobre todo notó, con repugnancia invencible, que el lenguaje que la gente hablaba estaba reñido con los más elementales principios de la moral. -¡Qué libertad para expresarse! - decía, algunas veces, haciéndose rápidas cruces en la boca. -¡Nunca me acostumbraré! Las expresiones con claros y rotundos aditamentos; las interjecciones que hacían vibrar horriblemente sus castos oídos; las frases familiares llenas de adjetivos de suavidad estremecedora; todo esto hería su espíritu, amoldado a las sanas prácticas de una moralidad pura. No sucedía, sin embargo, lo mismo, con Medina, quien, a fuerza de escucharlas cincuenta veces al día, habíase acostumbrado a ellas, que le entraban por un oído y le salían por el otro, sin producirle el menor efecto desagradable. Vivían encantados de la vida. Todo iba, según la expresión de Medina, "viento en popa". Ella misma estaba allí más a su gusto. De cuando en cuando echaba una mirada a los meses anteriores, cuando, al lado de su madre, en la calle de Siete Pecados, cerca de las Carrozas, hacía vida monótoma y muchas veces angustiosa, sin imaginarse que todo variaría de un momento a otro. Recordaba, también, sus ajetreos constantes, todo el día cosiendo y luego a dejar el trabajo para ganar unos cuantos centavos que de poc servían para aliviar la situación de ambas. Pero, a pesar de las penurias que soportaba, había en su espíritu una fuerza oculta que la animaba a continuar en esta vida, en espera de mejores días, que, por fin, llena de satisfacción, veía ya realizados. Trascurrieron varios meses. Al cabo de un año resolvieron, en vista del cambio favorable de su situación, dejar la casa y trasladarse a otro barrio. Porque eso de subir y bajar, cuatro y cincoveces al día, el ascensor, para llegar a su casa, en el cerro de la Artillería, era mortificante. Por las noches, sobre todo, no se podía resistir. Muy raras veces gozaban de un espectáculo cinematográfico, por el cual Domitila "se privaba", como, con frecuencia, decía ella. Había cierto peligro, en efecto, en atravesar las calles a las doce de la noche. Nunca faltaban hombres malos ni rateros audaces que, por quitarle a un transeunte unas cuantas monedas, daban puñaladas y dejaban en el sitio a sus víctimas. -Así no podemos seguir, - decía Medina - El día menos pensado nos va a suceder una desgracia. ¿No ves la relación que los diarios hacen de los asaltos que cometen a cada rato esos facinerosos? Domitila aprobaba las observaciones que le hacía su marido. Las encontraba muy razonables. No era posible continuar en ese estado. Al fin y al cabo, mediante las economías que habían hecho, podían trasladarse a otro barrio y alquilar una casita más decente. Así, al menos, tendrían más desahogo y fácilmente recibirían a sus amistades. Resolvieron tomar una casa en la calle de Clave, a pocos metros de la plaza Echaurren. Allí sí se podía vivir. -Cierto es - decía Medina. - que aún habitando en este barrio no nos vamos a librar de los asaltos; pero, al menos, aquí siquiera hay policía y el lugar es bastante concurrido hasta altas horas de la noche. Se instalaron cómodamente. Con decencia. Así les apreció mejor la vida. En la nueva casa, Medina logró pronto conquistar muchas simpatías entre los vecinos. Su mujer consiguió, merced a su atropellada conversación y a su vivacidad, ser respetada y querida por sus amistades. Y a medida que el tiempo transcurría, era más intenso y afectuoso el cariño que profesaba a su esposa. Se recreaba mirándola a los ojos; aquellos ojos grandes y negros que le parecía hablaban .... Una noche, después de la comida, en que bebieron un rico vino Rhin chileno que Medina conservaba como reliquia, hicieron, a propósito de unas cartas que habían recibido de Lima, recuerdos amables de la lejana y querida tierra. Evocaron los días encantadores durante los cuales se conocieron por primera vez; y cómo él, con amoroso afán, la había hecho tiernas declaraciones de amor. -¿Recuerdas, - dijole él, - todos esos incidentes agitados y dulces, a la vez, que dieron por resultado nuestro enlace? Domitila, sonriente y ruboroza, hizo algunas gratas revelaciones que su marido ignoraba. Le refirió que una tarde, momentos antes de la comida hallándose en su dormitorio, echada en la cama, su amoroso papá le dió una terrible bofetada que la hinchó la cara, porque las sorprendió que estaba leyendo una carta que Medina la ha´bia escrito. -¡Pero tú nunca me digiste esto! - repúso- tomándola de las manos. -¿Para qué? En esa ocasión, que siempre la recordaré, tomé la firme resolución de entrar en un monasterio y encerrarme allí para siempre y consagrarse a ser la dulce esposa de Nuestro Señor .... -Al menos si tu me hubieras referido el caso ..... Le relató, en seguida, el percance que le ocurrió una mañana cuando estaba esperándolo en el parque zoológico. Se hallaba sentada en una banca, esperando su llegada, cuando, al levantarse, su vestido se enganchó en un clavo y se le cayó al suelo, causando el estupor de un guardian viejo y víctima de los bornquios, que se le salían los ojos al contemplarla con caducos deseos. Después la conversación rodó hacia cosas íntimas e interesantes. Se relataron, con viva complacencia, los proyectos que tenía para lo por venir. La esperanza que abrigaban en mejores días, que colmaría la felicidad de ambos. Ella, en seguida, con voz muy baja y tierna, dijole algo vacilante: -Tengo que decirte una cosa ...... -¿Qué cosa? - preguntó él con curiosidad. Domitila se levantó del asiento. Lo invitó a trasladarse al dormitorio. Se sentaron en la casa. A la tenue luz de una lámpara de kerosene que lentamente parecía agonizar, se miraron con dulce terneza. Ella, de pronto, abrazándolo fuertemente, le besó, con pasión, en la boca. -¡Soy feliz! Domitila, acercándose bien al oído, y como quien dice un secreto encantador, le hizo esta grata revelación: -¿Qué cosa? - inssitió Medina. -Vas a ser ...... Medina, abriendo así de grande los ojos, quedóse como petrificado. Era la dicha que, de golpe, entraba en su cuerpo por todoslos poros, alegremente, con infinita pasión la abrazó hasta hacerla daño. I así, en ese estado de rápida y santa locura, permanecieron breves instantes, presa de plena arrobamiento amoroso. Después, nervioso, agitando, besándola en el cuello, en la boca , en la frente, donde podía, la invitó a acostarse. Ella, febrilmente, se desnudó. * * * Hacía seis años que vivían en Valparaíso, siempre en la misma casa, gozando de ese tibio ambiente que les proporcionaba una existencia quieta y apacible. Los gratos anhelos de la paternidad no se realizaron, desgraciadamente, porque aquella secreta revelación que hizo Domitila, después de la comida con vino del Rihn chileno, no fué sino una dulce presunción, desvanecida muy pronto. Una partera anciana y grave, les había sacado de tal error. Medina no cesaba de lamentarlo. Si era verdad que no podía enorgullecerse de poseer un heredero, en cambio, nada había en sus vidas que les mortificara. Los gustos de uno eran los del otro. Podría decirse que un sólo espíritu animaba sus cuerpos. Diariamente, con edificante religiosidad, él se consagraba a su trabajo, mientras ella, dueña y señora del hogar modesto y tranquilo, dedicábase a los quehaceres domésticos, disponiéndolo todo con refinado gusto para que la casa presentara un aspecto amable. La pequeña sala de recibo estaba arreglada con especiales cuidados. No había allí, ciertamente, grandes comodidades ni muebles valiosos; pero, al menos, el buen gusto suplía las deficiencias que pudieran notarse. Retratos de amigos colocados en marcos finos; cuadros al óleo representando lindos paisajes y dos o tres marinas; chineros muy monos se hallaban en los rincones d ela habitaicón; la alfombra, rojo pálido, y el papel del mismo color, daba la impresión agradable de un cuartododne predominaba, ante todo, esmero y pulcritud. Luego estaba el dormitorio, con amplia cuja de metal, luciendo siempre las albas fundas de las grandes almohadas, y una colcha de color celeste. En la cabecera estaba colgada una grande imagen de San Antonio, que, de día y de noche, les obsequiaba con su beatifica sonrisa, tan llena de promesas venturosas. Un gran ropero, con luna biselada, guardaba la ropa de ella y de él, confeccionada en abundancia. Un pequeño y simpático velador, donde se hallaban un reloj y un marco de metal que encerraba el retrato de la madre de Domitila, que ésta siempre lo contemplaba con amoroso recuerdo. El comedor, que estaba en la pieza contigua, era claro, con algunas plantas cuidadas con esmero, y colgaba én la pared se hallaba una jaula con un canario de fina raza que alegraba, con sus estridentes gorjeos, la quietud maravillosa de esa mansión donde todo, para ellos, sigmificaba reposo y felicidad. Una tarde que Medina estuvo con Landaeta, - quien, como buen amigo y compatriota, lo visitaba con frecuencia. -éste le dijo que tenía noticia de hallarse en Santiago una sobrina de Medina, casada con un caballero chileno. El tío se interesó vivamente por su parienta a la que no veía por lo menos quince años. Supo, luego, la calle donde habitaba. Inquirió datos exactos. Y se decidió a escribirla. Porque, como él decía, a los compatriotas, y, sobre todo, a los parientes, es preciso buscarlos y apoyarlos hasta donde se pueda. Así hacía obra digna. Medina conversó con su mujer sobre este asunto. Ella también se alegró muchísimo de que, a pocos kilómetros, hubiese una parienta a la que era urgente escribir y noticiarle que en Valparaíso tenía familia. -Debes, sin pérdida de tiempo, . le dijo a su marido, - escribirle y ofrecerle nuestra casa. Ella te lo agradecerá. Así lo hizo. Le puso unas líneas muy cariñosas. Le manifestó el vivo deseo que él y su mujer tenían para verla, o, por lo menos, escribirse con frecuencia. Le rogó que saludara atentamente a su marido, negociante en maderas, y que esperaba recibir su pronta respuesta. Para terminar, dijole que hiciera muchos cariños en su nombre y en el de Domitila, a sus hijos, "si es que los tenía". Quince días después recibió contestación. En una carta escrita con mucho cariño y con muchas fallas de sintáxis, la sobrina "le agradecía su recuerdo y que tenía ansia de verlos y conversar con ellos". Les ofreció, en su propio propio nombre y en el de su marido, su casa. Le expresó la creencia de que, en lo sucesivo, las cartas serían más seguidas. Y terminó diciéndole "que tenía ocho hijos, tres hombres y cinco mujeres; que todos los días le preguntaban por su tío José y por su tía Domitila". Así, escribiéndose cada cuatro o cinco semanas, estuvieron durante dos años. Al principio era sólo Medina el que escribía. Luego fué Domitila. En seguida la correspondencia, poco a poco, se hizo más frecuente con el marido de su sobrina Enriqueta, don Pablo Jordana, que en la calle de Manuel Rodríguez tenía su casa propia, puesta, en más de una ocasión, a las órdenes de Medina y de su esposa. En una carta muy extensa y cariñosa que Jordana le escribió a Medina, le decía, entre otras cosas, en tono amable: - "¿Cuándo viene usted? Mi mujer y yo tendríamos mucho agrado de recibir la visita de ustedes. Usted me dirá que por qué no vamos nosotros. ¡Ay, mi querido Medina! Ustedes no tienen hijos. Nosotros tenemos ocho, y uno que está ya en camino. Por eso es para ustedes más fácil venir y más difícil para nosotros ir. Resuélvase usted y avíseme el día de salida para prepararles todo lo necesario. Porque supongo que no han de desairarme. Pueden estar aquí una semana, o dos, como deseen. Enriqueta y yo estamos deseosos de verlos, lo mismo que mis hijos, que preguntan por ustedes". Siempre, Medina y su mujer, estaban pensando hacer un rápido viaje a Santiago. Deseaban conocer la capital. Tenían verdadera curiosidad por pasear la gran ciudad, de la que tanto y tanto oían decir. - Deberíamos aprovechar esta buena oportunidad, -dijo Medina a su mujer, - para pasar unos cuantos días en Santiago. Tenemos la facilidad de contar con cariñosos parientes. Tenemos casa a nuestra disposición. -Y sobre todo, - repuso Domitila, . no tenemos el estorbo de los hijos, si es que ellos son tal cosa. Pasaron las semanas y los meses. La idea de un breve viaje los preocupaba mucho. Tenían ansiedad por dar ese paseo. Hasta que, por fin, depués de consultar lo necesario para la marcha, resolvieron escribirle a don Pablo Jordana, anunciándole que dentro de quince días estarían en Santiago y que sentían verdadero placer en anunciárselo. Jordana comunicó la nueva a su mujer. Esta comenzó a arreglar el dormitorio para los huéspedes. Lo dispuso todo. Nada faltaba. Mientras tanto, Medina trazaba admirables planes. Domitila sentía dicha inefable. -¿Qué te parece, José, mis vestidos? - ¿Con cuál crees que debo ir en el tren? ¿El negro? ¿El azul? ¿El de color acero? ¿Y el sombrero? Medina se consideraba feliz al tratar de estas cosas que él no entendía ni jota, pero que le encantaban porque se referían a su esposa, a la que, cada día, estimaba, más. -Sí, sí. Es necesario que nos presentemos correctamente. No tanto por mí, sino por tí. Ya sabes que hay que cuidar de las apariencias. No vayan a suponer en Santiago ...... Hablaron de estos asuntos largamente. Cambiaron ideas. Domitila, después de un hora de interesantes observaciones y de consultar la comodidad y la estética, resolvió, con la aprobación tácita de su marido, hacer el viaje a Santiago con el vestido color acero y con el sombrero negro, adronado con flores rojas desteñidas, que hacía apenas dos meses le obsequiara su esposo, en su cumpleaños. -Pero hay otra cosa importante, - dijo ella. -¿Cuál es? - preguntó Medina. -¡Las joyas! ¿No crees que es conveniente que las lleve? -Sí, sí. Es necesario que te presentes correctamente. Le llenaba de satisfacción, a Medina, todo ésto, porque, de tal manera, en Santiago verían que él sabía cuidar bien a su mujer. Pensándolo así, se sentía completamente dichoso. -Conviene que lleve mis alhajas. ¿Verdad, José? Porque ¡figúrate! no vayan a creer en Santiago que no tenemos nada. Que somos unos pelados. .... * * * La noche del 15 de julio trabajaron hasta cerca de las once. El arreglo cuidadoso de las maletasles embargó el tiempo. No desantendieron ningún detalle por nimio que hubiese sido. Trabajaban con incontenible entusiasmo, con esa desordenada actividad que produce, casi siempre, cuando uno se halla en víspera de viaje. No prepararon grandes bultos, porque, según le habia avisado el señor Jordana, en su casa tendrían todo lo necesario para pasar unos quince días, que eran los que dedicaban para conocer muy a la ligera la capital. Solamente arreglaron, con solícito esmero, ropa interior y exterior. Después que quedó todo terminado, Domitila, gozosa, llena de febril entusiasmo, sentóse en un cómodo sillón, donde solía, durante sus ratos de ocio, con la cabeza levantada y arrimada al respaldar, permanecer en perezoso abandono. Medina, fumando un cigarrillo tras otro, descansó también. Hablaron de cosas sin importancia. Hicieron cuentas sobre la cantidad de dinero que era preciso llevar. Los regalos que iban a hacer a los dueñosde casa. Los juguetes para los ocho chicos. Y de muchas otras tonterías más. Domitila, luego de descansar por espacio de media hora, se levantó con cierto trabajo. -Voy a preparar, - dijo, - un poco de chocolate. Nos hará muy bien. Hace mucho frío. ¿Lo sientes? -¡Caramba! ¡Que si hace! Medina, bien arropado, comenzó a frotarse rápidamente las manos después de soplarlas fuertemente. Ella, con una bufanda color plomo, se arrebozó bien, hasta taparse la boca. Cogió el anafe y se preparó a hacer el chocolate. Allí tenía la leche. Las rebanadas de bizcochos con mantequilla. Media botella con legítimo aguardiente. Quince minutos duró la labor. En seguida, muy solícita, arregló dos tazas. Y comenzaron a beber el líquido, espeso y humeante, que neutralizaría el frío que cada vez era más intenso. Penetraba hasta los huesos. Y entre sorbo y sorbo, Medina y Domitila seguían tratando del viaje que emprenderían en la mañana siguiente. -Vamos a pasar días muy alegres, - dijo él. -Yo me siento feliz de hacer el viaje, - exclamó ella .. Terminaron de tomar el chocolate. En el reloj de pared sonaron las doce de la noche. -¡Ya es tarde! - anotó Medina, consultando la hora en su reloj de bolsillo -Vamos a dormir. Domitila se enjuagó la boca con un poco de agua. Se limpió los labios con una servilleta a colores. Luego se acercó a él, que continuaba sentado, y después de mirarle tiernamente y pasarle las dos manos por la cara áspera por la crecida barba, lo besó levemente en la boca. -¿Vamos a acostarnos? -Sí, - repuso él - Mañana tenemos que madrugar. Se levantó del asiento y cogió del brazo a su mujer. Se encaminaron al dormitorio y se acostaron. Durmieron beatíficamente. Al día siguiente, a las seis, los dos estuvieron de pie. Continuaron, a pesar de estar todo completamente arreglado, las agitaciones. Y mientras entraban y salían, de una habitación a otra, sin necesidad, pasaron los minutos. A las siete salieron de la casa. Cerraron bien la puerta. Llegaron a la estación, situada en la plaza Sotomayor. Medina se acercó a la boletería y compró dos boletos de primera clase. Pretendieron subir al coche. Un brequero los detuvo. Las dos maletas sí podían llevarlas consigo; pero no una pequeña jaula con un canario, que Medina llevaba de obsequio a su amigo Jorquera. -La jaula. - dijo el brequero con áspero acento, - debe ir en la bodega. Medina, cansado y víctima de los callos, corrió. Dejó en la bodega al canario. Luego regresó. Y, junto con su mujer, tomó asiento confortable en un coche de primera. -¡Qué impertinencia! - dijo- ¡No permitir que ese animalito inofensivo vaya con nosotros! -¡Si esta gente es intratable! - repuso Domitila haciendo ascos. A las siete y media en un punto partió el tren ordinario. Ella, cerca de la ventanilla, contemplaba, con emoción creciente, los gratos paisajes que ante su vista desfilaban. Llegaron, pocos minutos después, a Viña del Mar. A través de la ventanilla los dos pasajeros admiraron, o, mejor dicho, aguaitaron ese admirable rincón veraniego de recobecos risueños y de perspectiva plácida. Luego siguió su marcha el tren. Corría velozmente. Los campos ora eriazos, ora fecundos por la mano del hombre, pasaban ante sus vistas cual desfile armonioso de sugestivas visiones que encantaban la retina. Así trascurrieron poco más o menos tres horas. Domitila, de pronto, acercándose al oído de su marido, le dijo que se hallaba un poco mal del estómago. -¿Sabes? Siento retortijones .... -¿Te sientes mal? - preguntóle él -Mala, no. Pero me mortifica. Créeme. No me siento bien .... Hablaron de este asunto. El opinaba que ese malestar era producido, sin duda, por el chocolate que en la noche anterior había tomado. -¿No crees que sea eso la causa del mal? -Tal vez. Es posible ..... -Quién sabe si la mantequilla no estaba buena .... La fisonomía de Domitila variaba a cada instante. De cuando en cuando, cerrándo los ojos y agarrándose el vientre, mientras se mordía los rosados labios por el exceso de pintura, hacía gestos reveladores de que el malestar iba en aumento. Pasaron así varios minutos. El tren seguía su marcha veloz. La tomó de las manos. Las acarició dulcemente. Luego, mirándola a los ojos, dijo: -¡Caramba!¡Qué contratiempo! Estoy mortificado. - Vé, - repuso ella - ¿Sientes la frialdad de mis manos? -Sí, sí. Las tienes bastante frías. Te hallas pálida. ¿Sigues mala? -Sí, - repuso ella con voz apenas perceptible, poniéndose en los ojos los dedos pulgar e indice de la mano derecha. Medina la miraba entristecido, sin poder disimular su dolor. Permanecieron así durante largo rato. Ella resistiendo el malestar. El contemplándola. -Ya pasará. Espera, hija mía, algunos minutos. No te desesperes. .Me siento mala .... Medina, a manera de dulce consuelo, acercándose bien al oído de su mujer, la dijo: -Aguanta, hija. Aguanta un poco .... .Es que la cosa apura ..... Domitila sudaba frío. El se hallaba nervioso. No podía estar quieto en el asiento. Pero, por felicidad, a los pocos instantes el tren se detuvo en la estación de Llay-Llay, término medio entre Valparaíso y Santiago. -Bajemos un momento, . dijo él - Aprovechemos la parada del tren. Apresuradamente, casi sin tiempo, abandonaron el convoy, dejando en el asiento las maletas. El se puso en el brazo su grueso abrigo. Del andén regresó al carro, corriendo, por una indicación de Domitila y del asiento cogió un número de El Mercurio, que en Valparaíso había comprado para leer durante el viaje. Violentamente arrancó dos o tres páginas y se las entregé a su mujer. -¡Toma, toma! - la dijo, mientras le alcanzaba las páginas del diario - Corre . Yo te espero. Domitila, con acelerado paso, se dirigió al sitio conveniente para allí satisfacer su urgente necesidad orgánica. Medina, mientras liaba un cigarrillo, hacía, con orgullosa satisfacción, la guardia reglamentaria, esperando el término de la grata labor de su mujer. Trascurrieron algunos minutos. El, con las manos hacia atrás y el cigarrillo en los labios, se paseaba lentamente. Después acercándose muy despacio a la puerta del cuarto, dijo: -Domitila ....¿Ya? -¡Un momento! - repuso ella en tono fatigado. Se trataba de una labor pesada y larga. Medina, siempre fumando y resignado esperaba el momento preciso para regresar al tren. De pronto sonó el silbato d ela locomotora. En seguida sonó otro silbato, más angustioso. Medina se acercó a la puerta. - Domitila .... Domitila ... ¿Has oído? -¿Qué cosa, hijo? -Que ya va a partir el tren. -¡Caray! Espera un momento. Ya voy .... Sesenta segundos después el tren, previo el tercer silbato, se puso lentamente en marcha. Aceleró el viaje. Hasta que, a los pocos instantes, se iba perdiendo de vista, quedando sólo en el cielo el humo negro que la locomotora despedía por la gruesa chimenea. Domitila, nerviosa, arreglándose de cualquier manera el vestido, salió del cuarto. Medina, cruzándose de brazos, se limitó a decirla: -¿Ves? ¡No hay remedio! -¿Nos dejó el tren? -Sí, - repuso moviendo lentamente la cabeza - ¡Hemosperdido el tren! -Y ahora ¿qué hacemos? -¿Qué hacemos? No lo sé. Esperar. -¿Pero vamos a esperar aquí, parados, todo el día y toda la noche? ¡Qué rabia! Se acercaron donde el jefe de estación y le relataron lo que les había ocurrido. El empleado repuso: -Pueden esperar el tren rápido. -¿A qué hora pasa por aquí? - averiguó Domitila con exaltada nerviosidad. -A las tres en punto. Es cuestión de cinco horas. -¿Cinco horas? ¡Qué rabia! Se resolvieron a esperar. Medina, desde entonces, resignadamente, no cesaba de fumar. Domitila, en cambio, caminando de un lado a otro, y dando, cada tres minutos, graciosas pataditas en el suelo, exclamaba con natural disgusto: - ¡Cinco horas! ¡Qué rabia! * * * El tren rápido pasó, con rara precisión, a las tres en punto. Medina adquirió, anticipadamente, dos pasajes de primera clase y, con su mujer, se instalaron cómodamente en sus respectivos asientos. El convoy partió a los pocos minutos. -Lo que más siento, - dijo Domitila, - es la pérdida de las maletas. ¡Sabe Dios cuál será la suerte de ellas! -No lo creas, . repuso Medina, mostrando cierta confianza- Seguramente las encontraremos. Toda esta gente es buena. Lo que sí me apena es el canario. ¡Pobrecito! COn el frío que hace .... - Sí, sí. Tú eres demasiado confiado. Crees encontrar las maletas. ¡Ya veremos! Dos horas después el tren llegó a la estación Central de Santiago, casi en el término de la avenida de las Delicias. Medina y su mujer abandonaron el tren. Se dirigieron donde el jefe de estación y le relataron lo que les había ocurrido. Quien más hablaba era Domitila. A todo trance quería convencer al empleado para que les hiciera aparecer sus maletas. -¡Figúrese usted! Venimos de Valparaíso y nos vamos a quedar sin ropa: ¡Oh, es horrible! Yo le suplico ..... El empleado, atentamente, llamó a varios mozos y dió algunas órdenes. Se hizo indagaciones. Transcurriero algunos instantes . La labor resultó infructuosa. Las maletas no parecían. Era inútil buscarlas. -¿Y qué nos vamos a hacer ahora? - exclamó Domitila, cruzando los brazos .. -¡Pchst! Lo ignoro, señora .... Se resolvieron a la pérdida. No había remedio. -¡Esto es atroz! Medina, sin pronunciar palabra, aceptando tácitamente la desgracia, se encaminó a la sección de equipaje para rescatar la jaula con el canario. Al fin y al cabo conservaba la papeleta y de esta manera pudo recogerlo. Fuera de la estación la lluvia era terrible y el río intenso. Por lo menos, según observó Medina, el termómetro marcaba dos grados bajo cero. -¡Qué tiempo éste! - exclamó. -¡Bonita llegada la de nosotros! - dijo su mujer. Tiritando de frío y mojándose hasta el alma- porque no tenían paraguas con qué librarse del agua, - llamaron a un cochero. El auriga, acurrucado en el sucio pescante, con amplio sombrero y un pequeño poncho hecho trizas, accedió, con cómica seriedad, a la solicitud. Medina y su mujer se metieron rápidamente en el coche. -¿Dónde, patrón? - preguntó el cochero. Medina, sacando la cabeza por la ventanilla dijo: - Manuel Rodríguez 1,059 Partió el coche. Recorrió, lentamente, algunas calles de la avenida Delicias. Luego dobló por la calle de Manuel Rodríguez, recta y bien cuidada, con su limpio pavimento de adoquín y sus casas pintadas la mayor parte de blanco. -No puedo conformarme con la pérdida de las maletas. ¡Qué rabia! Y fijate que he perdido, también, las alhajas. ¡Las alhajas! -¡Caramba! ¡Tienes razón! Es una verdadera lástima. -¿Y qué voy a hacer ahora? -De veras.... El carruaje siguió su marcha. Pasó una cuadra, dos, tres, cuatro, ocho, diez, hasta el término del jirón, en el principio de la avenida Centenario, a pocos metros del río Mapocho. El cochero detuvo el vehículo por breves instantes. En seguida dió media vuelta y continuó el viaje por la misma calle hasta llegar a la avenida Delicias. -¡Caramba!- dijo Medina - Qué distante está la casa .... -¡Y qué grande es Santiago! - contestó Domilita. El auriga detuvo el coche. No encontraba por más que buscaba, el número que Medina le había indicado. -Patrón .... No encuentro el número que usted me ha dado. José Medina sin bajarse del coche y sacando la cabeza por la ventanilla, contestó: - El número es exacto. -Sí, sí; - añadió Domitila - Es el mismo. No puede ser de otro modo. Medina, para cerciorarse mejor, sacó, del fondo de un bolsillo, una cartera vieja y querida, y entre los papeles buscí un apunte. -Aquí está la dirección. Es la misma. Vea; vaya despacio. El cochero, resignado y malhumorado, dió media vuelta. Volvió a recorrer, muy lentamente, pegándose al lado derecho, la calle.Llegó hasta el final. Luego hizo la misma observación. -No encuentro, patrón, el número. -¿Es posible? - dijo Medina bajándose del coche y quedando, repentinamente, hecho una sopa como consecuencia de la lluvia torrencial. -¡Si la numeración está correcta!¡Está bien dada! - dijo, con cierta indignación, Domitila. -No la encuentro, - contestó el cochero. El contratiempo les mortificaba lo indecible. Decididamente llegaban a Santiago con mala suerte. Primero la pérdida del tren en Llay-Llay. Después las maletas .... Luego la lluvia y el frío ...... En seguida el viaje en ese coche inmundo, sin encontrar la casa. - ¡Oh! Es increible .... ¡Caramba! Domitila, que le brillaban los ojos de indignación, dió una palamada sobre sus piernas y exclamó: -¡Caray! ¡Qué rabia! Medina no atinaba a comprender, cómo, con ese mismo número, todas sus cartas llegaban a poder de Jordana, desde años atrás. Nunca hubo dificultad alguna. Luego, serenándose, dijo al cochero: -Pero, hombre de Dios: ¿usted no conoce a don Pablo Jordana, que vive en esta calle? Aquí tiene su casa propia .... Trabaja en maderas .... Al escuchar este nombre, el cochero, sonriente, exclamó: -¡Ah! ¿Don Pablito Jordana? ¡Acabáramos! ¡Si no vive aquí! Tinee su establecimiento en la calle de Santo Domingo, a la vuelta. Vaya si lo conozco! Medina subió, de nuevo al coche. El auriga, confiado, fustigó a los rocinantes y siguió la marcha. Pocos minutos después, el vehículo se detuvo a la puerta de una tienda de la calle de Santo Domingo, en un establecimiento de zapatería que tenía don Pablo Jordana. -Aquí es - dijo el cochero. Medina y Domitila se bajaron y entraron en la tienda. Vieron a un empleado que se entretenía en cortar la suela, mientras hacía graciosos gestos y sacaba la lengua. -¿Está aquí el señor Jordana? - preguntóle Medina. -Sí, señor. Esperen un momento. Voy a llamarlo. El empleado entró en las piezas interiores para avisar a su principal. Mddina y su mujer tomaron asiento. Se hallaban ansiosos de ver a su amigo y de abrazar a Enriqueta. Rápidamente contemplaron la tienda, establecimiento para la venta de calzado, bien ordenado y que demostraba que el negocio iba en buen camino. Medina, sin decir una sílaba, aguardaba el instante de la presencia de Jordana y media con la vista la importancia de la zapatería, diciendo para su coleto: - "Esto va bien!. Muy pronto apareció don Pablo Jordana un señor de cincuentaicinco años, de barba blanca y crecida, que usaba lentes. Traía en una mano un pedazo de cabritilla y ne la otra una enorme tijera. Los miró detenidamente. -Servidor de ustedes .... -¿Don Pablo? - preguntó con risueña curiosidad Medina. -El mismo. -¡Amigo Jordana! - exclamó lleno de satisfacción - ¿Cómo está usted¡ Aquí tiene usted a Domitila .... Jordana se quedó mirando el cuadro con extrañeza. No atinaba a comprender lo que ocurría. -¡Vengan esos brazos! Alegremente le abrazó con efusión. Después le dió otro abrazo . Domitila mostrando en su semblante dulce sonrisa, abrazó, también, a Jordana. -¡Qué alegria! - exclamó Domitila. Don Pablo Jordana, mientras tanto, se dejaba abrazar. Pero, para él, era muy curioso todo lo que pasaba. No atinaba a comprender la razón de tantas y tan cariñosas demostraciones de aprecio. Medina iba a referirle el percance de Llay-Llay y a contarle, de paso, la pérdida de las maletas. Jordana, de pronto, sin darle tiempo para que comenzara a hacer el relato, díjole: -Perdonen: ustedes .... Yo no tengo el gusto de conocerlos ... Tal vez alguna equivocacipon ... -¡Cómo! ¿No es usted don Pablo Jordana? -Sí, él mismo. -Yo soy José Medina y mi mujer es Domitila. ¿No recuerda usted? Además, Enriqueta, la esposa de usted, es sobrina mía .... ¿Recuerda? -Perdonen ustedes .... Yo no soy casado .... Medina y su mujer se quedaron con la cara larga. Ahora eran ellos los que no atinaban a comprender lo que ocurría. Era un enredo, no cabía la menor duda. - Ya comprendo, - dijo Jordana sonriéndo - El Pablo Jordana que ustedes buscan no soy yo. Los visitantes abrieron tamaños ojos. Se quedaron como abobados. -Ustedes buscan a Jordana que vive en la calle de Manuel Rodríguez, ¿no es eso? -¡Exacto! ¡El mismo! . dijo Medina. -Sí, sí. Esa e sla persona que buscamos. ¡El mismo! -¡Ah! Yo soy amigo de él, aunque no pariente. Vive, en efecto, en la citada calle. Nos conocemos mucho. Le pidieron mil perdones a Jordana. Este, riendo amablemente de la broma, les acompañó hasta el coche, lamentablemente muy sinceramente el error. Luego le dijo al cochero: - Es Manuel Rodríguez 10,59 .... El cochero. luciendo grotesca sonrisa, se dió una fuerte palmada en la frente, como quien exclama un glorioso ¡eureka! -¡Acabáramoa! Si el señor me había dicho que era en el número 1,059. Ahora sí. Voy corriendo..... Don Pablo Jordana, buen conocedor de los hombres y de las cosas de su tierra, comprendió inmediatamente lo que había ocurrido. Y conteniendo la risa y en voz baja, metiendo bien la cabeza por la ventanilla del coche, les dijo: -¿Saben ustedes? Este imbécil no sabe leer .... Le dieron ustedes la dirección y él sacaba la cuenta por las calles que recorría y claro, el 1,059 no podía encontrarlo nunca .... Este no entiende de ese número, sino de 10,59, porque sabe que a la décima cuadra está la numeración que busca .... Mientras que el 1,059 .... era cosa, para él, de no encontrarlo nunca y romperse la cabeza .... y de recorrer mil cuadras. Y como él sabe que Manuel Rodríguez sólo tiene diez .... Medina y Domitila, tiritando de frío, rieron fuertemente. Jordana también. -¡Qué quieren ustedes! Es la consecuencia de ser analfabeto. Se estrecharon las manos. Fueron amigos. Se despidieron calurosamente. El cochero, orgulloso de su triunfo, siguió, pausadamente, su marcha, mortificado por la lluvia que sin cesar caía .... Tres o cuatro minutos después, el coche se detuvo a la puerta de la casa auténtica de don Pablo Jordana, el otro, en Manuel Rodríguez. Al ruido de la parada del carruaje, Enriqueta y su marido, seguidos de varios chiquillos, se asomaron. Abrieron la portezuela del coche. -¡Tío José! ¡Domitila! - exclamó Enriqueta mientras los abrazaba con profundo cariño. Pasen, pasen ..... Todos entraron a casa. Se cambiaron abrazos. Hubo las presentaciones de estilo. Pararon al comedor. En el semblante de todos se dibujaba plena satisfacción. Domitila, parlanchina, refirió lo que les había acontecido. La parada en Llay-Llay. -Nosotros fuimos a la estación a las doce, hora de la llegada del tren y como no los vimos, supusimos que no vendrían. -¡Caramba! - exclamó Medina ¡Qué mortificación! Luego explicaron la pérdida de las maletas. La falta de ropa interior y exterior. Las alhajas ..... -¡Oh! - dijo Jordana - No tengan cuidado. Todo se arreglará. Medina se levantó de su asiento y salió al patio. Cogió la jaula que había traído y se la entregó a Jordana. -Aquí tiene usted este obsequio mío. Es un lindo canario que canta como un ruiseñor. Especialmente lo he estado cuidando para traérselo. ¿Es precioso, verdad? -¡Gracias! ¡Gracias! ¡Cuán amable es usted! Jordana levantó la jaula para apreciar de cerca la preciosidad del bello animal. Se quedó sorprendido. El pobre canario estaba muerto. -¡Cómo! - dijo Medina - ¿Hamu erto? Caramba! Todos se acercaron para ver la jaula. Y después de lamentar tan sensible pérdida, estuvieron de acuerdo en que el frío había acabado con los días del infeliz canario .... * * * Enriqueta, tomando de las manos a Domitila, la preguntó con interés creciente por toda la familia y si tenía noticias del progreso de la Lima querida. Hasta indagó por los asuntos políticos. -Precisamente, - repuso, - hace tres días recibí carta de mi mamá. Todos están bien. Lo que es la política, hija, ahí va. Dando saltos. ¡Qué pena! Medina y Jornada conversaban con esa gravedad propia de las personas que por primera vez se conocen. Trataron, primero, de la situación económica en Valparaíso. Del progreso del puerto. De la vida que allí se hacía. Luego, poco a poco fué tomando otro giro la charla, hasta que volvieron a tratar del viaje y de los contratiempos que los viajeros habían sufrido. Cuando Medina le refirió, con detalles completos, la vía crucis que habían sufrido para llegar a casa , Jordana, poniéndose la mano derecha en la boca, tratando de contener la risa, le dijo: - Nive si son brutos los cocheros .... Trascurrió una hora de amena conversación. Los chicos de Enriqueta entraban y salían, unos llorando y otros corriendo, con las caras sucias y tiritando de frío. La madre, a cada instante, llamaba a uno a su lado y lo sentaba en sus faldas para que dejara de llorar. Después acariciaba a otro. Reprendía al más grandecito. -¿Y qué razón me dan de la tía Santos? ¿Siempre es tan devota? -¡Ay, hija! La anciana no vive sino en la iglesia. Es ahora, según me escriben, presidenta perpetua de la "Súplica", en la vieja y querida iglesia de San Francisco de Paula el Nuevo. ¿Recuerdas? -Sí, sí- ¡Cómo no! ¡Ah! Esos días en que, juntas, a escondidas de la familia, nos íbamos a pasear, haciéndole creer que habíamos estado en la iglesia. Evocaron esa época plácida de una amistad íntima y risueña, cuando, por las mañanas, se dedicaban a hacer compras, que nunca realizaban, y luego regresaban a la casa seguidos de "mozos" que las decían, casi al oído, elogiosos piropos que ellas los escuchaban con agrado. -¿Recuerdas, Domitila? -¡Ay, hija! ¡Qué vida aquella! ¿Verdad? Jordana ordenó a su hija mayor que quitara de la habitación el bracero lleno de carbón con brasas como fuego, que servía para neutralizar un poco el frío. Cerca de las ocho, Enriqueta anunció que ya estaba lista la comida. -Pueden pasar. Con confianza. -Pase usted, amigo Medina, - dijo Jordana. Pase usted .... -No. Usted primero .... -No. Usted ...... Así estuvieron varios segundos, hasta que, por fin, Medina se resolvió a entrar en el comedor. Era un cuarto pequeño, pero muy aseado. Hicieron los honores a unos platos agradables que por orden de Enriqueta había preparado la cocinera. Bebieron un rico vino tinto que Jordana había comprado. Al dueño de casa le parecio, haciendo extraños gestos, que el licor era malo. -Parece agua .... dijo. Medina, saboreándolo, repuso: -¡No, hombre! ¡Si es bueno! Tiene agradable gusto ..... Charlaron largamente. Hicieron nuevos recuerdos. Contaron algunas anécdotas. Se refirieron muchas y gratas tonterías. Trataron de las bellezas de Valparaíso, que Jordana no conocía. De los encantos de Santiago, que ni Medina ni su mujer conocían tampoco. -Ya pasearemos ...... decía Jordana. Resolvieron ir a dormir. La noche, para los viajeros, no fué muy tranquila. La ubicación de las camas; el cuarto distinto; el extraño ambiente la terrible frialdad de la noche; todo esto les impidió conciliar inmediatamente el sueño. Al siguiente día, muy temprano, Enriqueta se levantó. Hizo compras. Preparó el desayuno. Pan, galletas, mantequilla, un trozo de carne fría, varias empanadas calientes. Cerca de las nueve, Medina y su mujer se levantaron. -¿Qué tal han pasado la noche? - preguntó Jordana. -¡Expléndida! ¿Verdad, Domitila? Esta, frotándole las manos y quejándose del frío, respondió que la noche había sido encantadora. Almorzaron. A las tres de la tarde los dos matrimonios salieron. Los chicos quedaron al cuidado de la hermana mayor. Resolvieron, en primer lugar, ir al cerro de Santa Lucía, famoso por su belleza. Tomaron la calle de Manuel Rodríguez. Luego la de Compañía. Admiraron, a la ligera, el palacio legislativo y el edificio de los tribunales de justicia, en la plazuela donde se halla la estatua del eminente gramático venezolano, don Andrés Bello. Siguieron la ruta hasta llegar a la calle de Estado, una de las principales arterias de la ciudad con sus amplias veredas y sus casas de varios pisos. Y poco a poco, al pasar por la avenida Delicias, se encontraron con la entrada al cerro ... Medina y su mujer lo contemplaron, así a la distancia, algunos minutos admirándolo. Subieron. COn atenta curiosidad contemplaron todos los rincones. -Para nosotros, - dijo Jordana, - los que hemos nacido acá y no conocemos otros lugares, ni hemos tenido la suerte de admirar otros bellos paisajes, este cerro tiene el encanto admirable de un lugar donde el espíritu se entrega a recogimientos sutiles. Los paseantes, en especial Medina y su esposa, miraban todo con atenta curiosidad. A él, sobre todo, se le antojaba ese cerro, eternamente verde, ubicado en el centro mismo de la ciudad, un sitio bello y tranquilo, que convidaba a las excursiones matinales, a los vagares del atardecer, a los paseos nocturnos, gozando de esa perspectiva tan suave y dulce, donde sólo se ve frondosidad y se siente perennes y gratos aromas delicados. Encontró muy bellos los caminos en zig.zag, estrechos y en pendiente; las encrucijadas risueñas que abundan; los vericuetos lozanos y solitarios.Estaba encantado. Se le antojaban todos los paseantes personas que formaban parte de una grata peregrinación que, en éxtasis de amor a la naturaleza, escrudiñaban todo con la mirada y que todo lo admiraban en silencio evocador de hermosos recuerdos. Después llegaron a la pequeña glorieta que hay en la cumbre del pequeño cerro. Dirigieron la mirada investigadora por todos los lados. Vieron la cordillera de los Andes, que parecía estar a pocos kilómetros, presentando hermoso golpe de vista, toda ella blanca cubierta por la nieve. Medina respiró fuertemente. Nueva vida parecía entrar en su cuerpo algo gastado. Y miró, desde ese sitio, la ciudad, grande y llena de torres, de templos, contemplando el vasto panorama. -Antiguamente, - dijo Jordana mientras descendían, -los índigenas daban a este cerro el nombre de "huelén", que, en dialecto mapuche, quiere decir dolor. Hablaron de la hsitoria del cerro; de las trasformaciones que había sufrido; del encanto que poseía. Y, en seguida, lentamente, conversando de mil cosas interesantes, Enriqueta y Domitila, juntas, por delante, y Medina y Jordana del brazo, por detrás, siguieron el camino hacia la casa. Al siguiente día pasearon la Quinta Normal, que a Domitila no le llamó la atención. -Es grande, sí, - decía, - pero nada más. No tiene animales de toda clase como nuestro parque zoológico. ¿Verdad, José? Otra tarde estuvieron en el Parque Cousiño, enorme y frondoso, donde las parejas amorosas, libremente, se perdían de vista por entre los muchos vericuetos, en actitudes sospechosas, que Domitila, haciendo gestos de repugnancia, las abominaba con el pensamiento, dado el alto concepto que ella tenía de la moral. Después fueron al Parque Forestal. Este paseo les agradó mucho. Así pasaron varios días, visitando algunos edificios públicos, siempre demostrando completa satisfacción. Por las noches no faltaban nunca a un espectáculo, sobre todo los cinemas, porque Jordana era gran admirador de Francisca Bertini. ¡Cómo le encantaba esta genial artista! Una tarde, a la hora del crepúsculo vespertino, mientras Domitila y Enriqueta, en el dormitorio, cosían y conversaban, Medina y Jordana, en el cuarto de trabajo de éste, trataban de asuntos trascendentales. Largamente se ocuparon d ela política, de las luchas partidaristas, de las convulsiones religiosas, de los conflictos sociales, de la tirantez, cada vez más acentuada, entre patrones y obreros. -¿A dónde vamos a parar? - decía Jordana algo alarmado . - Es preciso poner inmediato remedio a todo esto que socava el edificio de la estabilidad social y política. Lo que más nos preocupa, por ahora, es la cuestión social; no así la cuestión política. Hizo, luego, una breve historia desde la época de Balmaceda, que se rebeló contra el congreso y que dió origen a la revolución que lo derrocó y terminó el gobierno con el suicidio de ese hombre público. -Desde entonces, - continuó, - la vida del país se ha desarrollado en forma tranquila y grata para nosotros. EL orden quedó completamente consolidado. El ideal democrático, desde esa fecha, es aquí una gran verdad y todos estamos firmememente decididos a sostenerlo. Los gobiernos son respetuosos y el pueblo tiene en ellos su mejor defensa. ¿Qué más queremos? Fíjese usted, amigo Medina, en el progreso que hemos alcanzado merced a nuestra labor constante y asidua. Todo resulta aquí grande. La enseñanza pública progresa que es una maravilla. La industria se desarrolla en forma envidiable. La agricultura va a pasos agigantados. Las líneas férreas se multiplican que es un encanto. Medina escuchaba. De vez en cuando interrumpía a su amigo. Hacía algunas observaciones. Se interesaba por diversas cuestiones. -Lo que más nos distingue, ante los extranjeros, - agregó Jordana. - es el respeto que aquí se tiene por la verdad y por los sagrados fueros de la justicia. Esto no lo verá usted en ningún otro país. Y así como nos hemos revelado fuertes a la vez que respetuosos nos revelamos también, amantes de la paz interna y externa, que es nuestro mejor orgullo. No estoy apartado de la verdad al decirle que en este país más garantías tienen los extranjeros que los nacionales. Esto puede ser curioso, pero es una verdad hermosa que nos llena de satisfacción. Eran frecuentes las conversaciones que sobre estos tópicos sostenían. Nunca, justo es decirlo trataron de la cuestión pendiente entre el Perú y Chile, como consecuencia de la guerra del 79. ¿Para qué? Jordana era una persona respetuosa del dolor ajeno y no quería causar a su buen amigo la menor impresión de disgusto. Le había llamado a su casa para tener el gusto de conocerle, lo mismo que a su esposa. Y, hombre razonable pensaba que tocar este punto era ingrato, por lo mismo que su mujer, amante y sencilla, era peruana. ¡No; no hablaría nunca de este asunto! Pasaron unos días.Llegó 28 de julio. Jordana había recomendado, la víspera, a su mujer, que preparara algo para celebrar ese aniversario, ya que tenía huéspedes de nacionalidad peruana. Domitila y Enriqueta se levantaron ese día muy temprano. Madrugaron. Juntas se encaminaron a la iglesia de la Merced para oir misa. Cuando regresaron, quitáronse los vestidos de calle, reemplazándolos con un delantal, consagrándose, con entusiasmo, a preparar ellas mismas, el almuerzo. Después de las 12 y 1/2 del día pasaron todos al comedor. Este se hallaba arreglado con gusto, si no exquisito, por lo menos de manera agradable, que impresionaba bien a los comensales. La mesa lucía blanco y limpio mantel, recién sacado de la lavandería. En el centro de ella, un florero con una gran ramo en el que predominaba flores rojas y blancas. Comenzaron a gustar de los potajes casi todos ellos peruanos. Almorzaron con grata satisfacción. Medina recordó a la lejana y querida patria. -¡Cómo estará hoy Lima! ¿verdad? - dijo Enriqueta. -¡Figúrate, hija!- repuso Domitila - ¡Un infierno! -Es natural, - contestó Jordana. A la hora de beber el rico vino que especialmente había comprado Jordana, éste se paró. Todos se pusieron serios. -Yo tengo, - dijo, - mucho gusto de que ustedes estén en mi casa, que es de ustedes también, sobre todo en este día. Mi satisfacción es intensa por estar reunido con seres tan queridos; y hago votos porque la felicidad les sea siempre propicia y vengan pronto días de ventura para todos. Enriqueta permanecía con la mirada baja, lo mismo que Domitila. Medina con la cabeza hacía signos afirmativos. Cuando Jordana, después de pronunciar unas cuantas frases, todas muy sentidas, se sentó. Medina se levantó para agradecer la gentileza de su amigo. -Mil gracias, amigo Jordana. Mil gracias .... Del fondo de mi corazón, - y del fondo del corazón, también de Domitila, - agradecemos esta prueba de amistad y de cariño. Nunca pensamos pasar en esta ciudad días tan agradables en tan grata compañía, que siempre tendremos que recordarlos con satisfacción .... ¿cómo dice? con satisfacción profunda y emocionante. Y sobre todo, por brindarnos esta fiesta, muy modesta, es verdad, como usted acaba de decir, pero cuyo significado es muy bello. Porque el día de hoy tiene, para nosotros, especialmente por encontrarnos lejos de la patria, recuerdos placenteros y ¿por qué no decirlo? de nostalgia también ..... Domitila y Enriqueta tenían la mirada fija en determinado punto. A los ojos de ambas se asomaron timidamente, algunas lágrimas que con mano temblorosa por la emoción, trataban de enjugar. Jordana, que había notado la escena, hizo un brindis gracioso para evitar que continuara el cuadro. Todos rieron. Desde ese instante la alegría fué comunicativa. EL ambiente se tornó propicio para las gratas expansiones. De pronto, Enriqueta se levantó del asiento. Los chicos no querían estar quietos. Uno metía horrorosamente las manos en el plato. El otro dibujaba con un trozo de carne figuras en el limpio mantel. Uno, de cuatro años, con las manos sucias, se había acercado donde Domitila y le ensució el vestido. -¡Cochino! . exclamó la madre - ¡Eso no se hace! Domitila, limpiándose el vestido y sonriendo, dijo: -¡Oh! No le pegues. ¡Déjalo! Si es criatura. Pocos días después, los huéspedes resolvieron arreglar el viaje de regreso a Valparaíso. Ya habían molestado mucho a sus amigos. Toda su vida tendrían que recordar las tres semanas que, para ellos, habían trascurrido grata y dulcemente. Prometerieron regresar a Santiago el siguiente año; pero, eso sí, antes tenían Jordana y su mujer, que hacerles una visita. No faltaba más. Enriqueta daba como pretexto los ochos chicos. ¡Un fastidio! -Tienen que ir, - decía Domitila - ¡Tienen que ir! Un sábado principiaron a arreglar el viaje. Compraron dos maletas y en ellas metieron algunas prendas de ropa que habían adquirido, a buen precio, según decía Domitila, en la casa Gath y Chávez. ¡Con cuánta pena iban a dejar la casa y la ciudad! ¡Habían pasado horas tan dulces! ¡Iban a extrañar tanto los días plácidos trascurridos en tan grata compañía! Al día siguiente, domingo, a las nueve de la mañana, se trasladaron a la estación Mapocho, distante de la casa pocas cuadras. Fueron a despedir a los viajeros, Jordana, Enriqueta, la hija mayor de ambos y un chiquitín de dos años, que la mamá llevaba cargado, porque no la dejaba ni un instante tranquila. En el camino, mientras todos conversaban animadamente, Enriqueta notó que su vestido estaba humedecidopor un líquido tibio que el chiquitín habíale arrojado. Sacudió el vestido, lanzó una suave interjección y continuaron la marcha. En la estación se despidieron efusivamente. Varias veces se abrazaron. Medina les dió más de cien veces, entre apretones de manos, cariñosas graciaspor tantas atenciones. Domitila abrazó a Jordana, besó tiernamente a Enriqueta y al chiquitín. Subieron al coche. Instantes después el tren partió. Los viajeros sacaron la cabeza por la misma ventanilla. Agitaron sus pañuelos, diciéndoles adios. Jordana y su mujer, paso a paso, con cierta tristeza, cambiando una que otra palabra, regresaron a su casa. * * * Con la ventanilla del coche abierta, mirando con curiosidad los paisajes que ante sus vistas pasaban velozmente, Medina y Domitila, en los primeros momentos, casi no cambiaron una sílaba. Iban abstraídos. Sus imaginaciones estaban consagradas por completo a la íntima admiración de tantos y diversos espectáculos que la naturaleza les ofrecía. Algunas veces, sacando bastante la cabeza, ella seguía con la mirada alguna escena curiosa que pasaba rápidamente, mientras el aire, fuerte y frío le alborotaba su grande cabellera castaña que, constantemente, la arreglaba, ya escondiendo dentro del moño algunas abundantes hebras que le llegaban hasta los ojos, ya prendiendo algunos trozos de cabello con grandes horquillas. Medina, echando al aire bocanadas de humo de su cigarro, que lo prendía cada tres minutos, parecía hallarse en esa suave melancolía que produce casi siempre toda partida. Después, como el aire les mortificaba, cerraron la ventanilla. Recordaba los plácidos días trascurridos en Santiago en compañía de su amigo Jordana y de su mujer; aquellas conversaciones tranquilas e ilustrativas que sostenían, mientras tomaban a las cinco, té bien caliente para "quitar" el frío de julio, tónico e intenso, que penetraba hasta los huesos. El tren expreso seguía su marcha, salvando, con rapidez de vértigo, kilómetros y kilómetros. Llegaron a la estación de Quillota. El convey se detuvo allí varios minutos. En el andén de la estación se encontraban mujeres del pueblo con blanco delantal y sombrero negro de amplias alas y copa que tenía la semejanza de un pocillo. Eran vendedoras de frutas. Pregonaban su mercancía con insistencia lastimosa. La mayor parte de ellas, en canastillas bien confeccionadas, invitaban a los pasajeros a que les comprasen las grandes y apetitosas chirimoyas, que eran el orgullo de ese pueblo, donde sus gentes, tranquilas y trabajadoras, se dedicaban al cultivo esmerado de esas y otras frutas exquisitas. Medina se recreaba con las escenas tan características de esos pueblos. Se animó a hacer compras. Llamó a una vendedora. Luego, dirigiéndose a su mujer la dijo que escogiera. Domitila, mirando para un lado y para otro, apartaba canastillas y rechazaba otras. -Estas están buenas. ¿Qué te parecen? -Las que tú quieras, hija, - dijo Medina. Domitila compró tres. Las acondicionaron debajo del asiento del coche. Instantes después el convoy siguió su marcha. Pasó media hora. Se encontraron en otra estación . Allí, como en Quillota, vendedoras, también de frutas, se acercaban a los pasajeros. Medina, entusiasmado con la hermosura de los duraznos, compró varios atados. Ya había provisiones. Iban a tener una comida magnífica, cuando llegasen a Valparaíso. A medida que el tren continuaba su marcha, los viajeros, olvidando las tristezas de la partida, conversaron animadamente. Se refirieron a la cariñosa hospitalidad encontrada en Santiago y a los días verdaderamente tranquilos que habían pasado. -Qué buena gente es esa, ¿verdad? - dijo Domitila. -Difícilmente encontraremos personas más amables. Son encantadoras .... Hablaron de su próxima llegada al puerto. Se comunicaron cosas íntimas y agradables, que les llenaba de gozo el corazón. Después, entre tiernas miradas, acercándose bien al oído, porque el ruido de la locomotora y el movimiento dle coche impedía escuchar bien las palabras, ambos, agarrados de la mano, con infantil candor, se refirieron la dulzura de sus vidas, la felicidad que les embargaba y esa suave y grata complacencia de sus espíritus que les hacía ver todo con cierta pureza edificante. no se dieron cuenta del tiempo trascurrido. El convoy había avanzado bastante. Y se prometieron, al evocar los días idos tan llenos de recuerdos placenteros, hacer a Valparaíso una vida, si no igual, por lo menos semejante, porque, según decía Medina con filosófica tranquilidad, "nada había en el mundo tan encantador como la propia satisfacción del vivir, ajenos por completo a las lucha mezquinas que arrugan el corazón" Una hora después, el tren llegó al puerto. Rápidamente, Domitila se cubrió con un abrigo de paño plomo con ribetes negros. Medina se pusoen el brazo el amplio y grueso abrigo. Cogió las dos maletas. Sacó, con gran tranquilidad, los canastillos con frutas. Varias chirimoyas y duraznos rodaron por el coche, que él los recogió pacientemente. Su mujer, viendo tales apuros, le ayudó solícitamente, quitándole el abrigo y agarrando una canastilla. Descendieron del coche. Unos chiquillos, simpáticos y mugrientos, descalzos, tiritando de frío, se acercaron a ellos para llevarles las maletas y las compras que habían hecho. Medina no se resignaba s confiárselas. Era desconfiado con esos rapaces de costumbres malas. El los conocía bien. Pero, era tanta la insistencia, que, por fin, después de caminar un buen trecho de la plaza Sotomayor, se resolvió a darles los pequeños bultos. Así, al menos él y su mujer, podían caminar cómodamente varias cuadras hasta llegar a la calle de Clave, donde, desde años atrás, tenían su tibio hogar al que llegaban con secreta amistad. Cuando los viajeros se detuvieron en la puerta de la casa, los chiquillos, con interesada actividad, dejaron en el umbral las maletas y las canastillas con chirimoyas y duraznos, de las cuales habían desaparecido, como por encanto, varias de esas frutas que los dueños no notaron. Medina se puso en el hombro el amplio abrigo y con beatifica tranquilidad, buscando en la cartera algunas monedas sacó un billete de un peso. .Tomen. Ahí tienen eso .... Los dos chiquillos celebraron la ganancia, y mostrando en sus escuálidos semblantes grata satisfacción, echaron a correr hasta perderse de vista. * * * Medina abrió la puerta de la calle y, seguido de su mujer, pentró en la casa. La impresión que ambos recibieron, una vez que se hallaron en las habitaciones, fué dolorosa. -¿Qué significa esto? . exclamó, indignada, Domitila. - ¿Te fijas, José? ¡Todo se lo han robado! ¡Han vaciado la casa! -¡Ah, bribones rateros! - dijo Medina. -¡Fíjate! ¡Fíjate! ¡No han dejado nada! Domitila estaba nerviosísima. Movía la cabeza, los brazos; zapateaba de cólera. Entraba en una habitación. Luego en otra. Después salía. -Es necesario. - dijo. - dar inmediatamente parte a la polícia. Es la que tiene toda la responsabilidad. ¡Vaya, vaya! ¡Ya lo creo! Porque, ¿cómo es posible que se hayan sacado de esta casa todos los muebles? Sólo ha podido ser con la complicidad de la policía. -No exageres, mujer ..... - respondió Medina. - ¿Cómo te figuras que la policía sea la culpable? Estás nerviosa .... Cálmate .... Bien sabes que la policía está precisamente para evitar que se cometan robos y crímenes. No eres justa ...... -Sí, sí .... Ahora ven tú a querer disculpar a la policía. ¡Ah! ¡Muy bien! ¡Muy bien! Principiaron ambos a tomar nota de lo que se habían sustraído. Primeramente estuvieron en la salida, Los ladrones se habían llevado un sofá, cuatro sillas una alfombra de centro, tres cuadros al óleo, la sombrerera con riquísima luna. Del comedor había desaparecido el juego íntegro del servicio de té, una sorpresa de plaqué, media docena de sillas, todos los platos y cubiertos, tres limpios manteles. Del dormitorio se levantaron la "marquesa" (*) con toda la cama, el ropero, tres ternos de ropa de Medina, seis vestidos de Domitila, calzado un canapé, una mesita de centro. Del cuarto de costura desapareció la máquina de coser, "Singer", que tres meses antes había adquirido Medina; dos piezas de género blanco. De la cocina se habían llevado varias ollas, dos sartenes y algunos otros objetos de menor importancia. -------- (*) : -Cuja, en español. Añadiremos, de paso, que en Chile hay marcada tendencia a no hablar ni escribir correctamente el idioma; empleado con frecuencia, modismos o chilenismos de pésimo gusto. Podemos citar estos casos: a los escarpines se les llama polainas y a las polainas, escarpines. A los tirantes le dan el nombre de "suspensores"; y a los "suspensores" (?), tirantes! -¿Ves? - preguntóle Domitila a su marido- ¿Ves lo que han hecho los facinerosos? ¡Una mudanza completa! -¡Caramba! Tiene razón. Es un desastre. -Y sobre todo, aparte de la pérdida, ¡lo que tenemos que gastar en la compra inmediata de tantas cosas que son indispensables! -Tienes razón Una doble pérdida. ¡Pero qué le vamos a hacer! -¿Qué le vamos a hacer? ¡Cómo! ¿Te conformas entonces con lo ocurrido? ¡Ah! ¡No es posible! ¡Nó, nó! ¡De ninguna manera! Es preciso que des parte en el acto a la policía. ¡Ah; sí, sí! Ahora mismo. Medina no tuvo más remedio que salir y llamar al guardia. Este, con las manos hacia atrás, más serio que un monaguillo cuando lleva un cirio en una procesión, penetró en las habitaciones y todo lo examinó atentamente. Se limitó a lamentar lo que había sucedido y a tomar algunos apuntes en una libreta pequeña y sucia que sacó del bolsillo del pantalón. Cerca de media hora duró la visita del guardia. Domitila no cesaba de hablar, de renegar, de maldecir. -¿No le parece que esto es una inquetud? ¡Dejarnos así, de la noche a la mañana! -Tiene usted razón, señora, - repuso el guardia. Voy a dar parte a la sección de investigaciones para que se hagan las pesquisisas del caso. -¡Y para que metan en la cárcel a esos bandidos! - le interrumpió Domitila. ¡Ah! ¡No faltaba más! El guardia abandonó la casa. Domitila de cualquier manera, arregló un poco de almuerzo. Un churrasco con papas fritas. Huevos. Un poco de arroz. Pan. Frutas. Té. Durante el breve almuerzo, no se ocuparon de otra cosa que del robo. Se habían quedado sin nada. Lo que los pillos dejaron casi no valía la pena, Era necesario comprar todo. Total, un mundo de dinero. Medina, maldiciendo en silencio del robo, fuese al baúl y del fondo de él sacó la libretade la caja de ahorros. -Ve, Domitila. Vamos a sacar cuentas. No hay remedio. Tenemos que distraer algunos pesos, ¿no te parece? -¡Naturalmente, hijo! Tenemos que recurrir a los ahorros. Ya ves la importancia que tiene el ahorro y el ser prevenidos. Acercando bastante a su cansada vista la libreta y con un lápiz con larga punta , comenzó a sumar, mientras Domitila, a su izquierda, seguía con los ojos la tarea de su marido. - Hasta la fecha tenemos, más los intereses, dos mil trescientos cuarentaicuatro pesos, veinticinco centavos. - De todos modos, hay el dinero sufiencte para las compras. Porque, como tú bien comprenderás, no es posible que continuemos así, dando lástima. -Ya creo que no, hija. ¿Cómo crees que vamos a conformarnos con lo que ha sucedido? Si tú quieres, vamos ahora mismo a sacar un poco de dinero y a hacer inmediatamente compras. Adquiriremos, en primer lugar, la cama, que es indispensable. Domitila se sentía cansada, tanto por el viaje que acababa de hacer, cuanto por los trajines en la casa, con motivo del robo. La verdad que no estaba resuelta a salir y a agitarse más. -¿No crees que sería mejor que dejáramos esta labor para mañana? -Como tú quieras, hija. Mañama, más tranquilos, haremos las compras necesarias. Yo tambiém me siento cansado. -Pero antes de hacer las compras, vamos a sacar las cuentas. ¿No te parece? A ver, trae un papel. Medina, con el lápiz en la oreja derecha y caminando con gracioso ritmo, víctima de los callos que no le dejaban tranquilo, sobre todo con la agitación que había tenido, fué de una habitación a otra en busca de papel. Luego regresó. -Ya está, - dijo - Tú dictas y yo apunto. ¿Por dónde principiamos? -Por lo más importante: el dormitorio. Después de sacar bastante punta ál lápiz y de mojarlo con saliva, comenzó la tarea. Agachando bien la cabeza, se puso a escribir. -En primer lugar, - añadió Domitila, - tenemos que comprar una cuja. Apunta. Una cuja de mellal, igual o parecida a la que teníamos, $ 500 - Un ropero igual o parecido al que nos han robado, $ 200, - Frazadas, fundas, sábanas y una colcha, todo, poco más o menos, $ 180, - A ver, suma. -500 y 200, son 700, más 180, da un total de $ 860. .Rectifica. Yo creo que es más. Vuelve a sumar. -Espera, 500 y 200, son 700, más 180 ... son.. $ 880. -Eso es. Son $ 880, solamente en el dormitorio. Ahora veamos lo necesario para el comedor. Apunta. Un servicio completo de té, $ 60. -Una sopera $ 15. - Platos y cubiertos, de buena calidad, $ 40. -Media docena de sillas, $ 60 - Manteles y servilletas, $ 25 - A ver suma. -60 y 15, son 75, más 40, son 115; más 60, son 175; 175 y 25, dan $ 200. -Bien: $ 200 y $ 880, hacen ... ¿cuánto? -Hacen .... Espera .... Son $ 1, 080. -Luego viene el salón. Tenemos que comprar un sofá que haga juego. ¿No te parece? Un sofá y cuatro sillas, son alrededor de $ 180. - Una alfombra de centro del mismo color de la que hemos perdido, $ 120. - Una sombrerera, % 40. - Algunos pequeños cuadros para reemplazar a los nos han robado, $ 100. - A ver, suma. - 180 y 120, son 300 - 300 y 40, más 100, son $ 410. -Muy bien, De manera que tenemos, por una parte $ 1,080 y, por otra , $ 440. ¿Cuánto es en total? -En total suma todo $ 1, 520. -Además, debemos comprar algunas otras cosas urgentes, como, por ejemplo, la máquina de coser, ropa para ti y para mí; servicio de cocina, etc. De manera, pues, que yo creo que habría necesidad de hacer un gasto dce unos $ 2, 000. Medina se quedó contemplando, por varios instantes, la lista y en especial la suma que daba las compras que era menester realizar. Se rascó la cabeza y permaneció algunos minutos sin decir palabra. Esa danza de números era, para él, algo macabra. Significaba una baja terrible en sus heroicas economías. -¿Qué tienes? - le preguntó su mujer. -¿Yo? - ¡Nada! Estaba pensando que si no fuese por estos ahorros, qué sería hoy de nosotros. Se resolvieron a gastar la suma de dos mil pesos en la compra de todos los artículos que les habían robado. Era la única manera de salvar la situación. -Después de todo, - dijo Domitila, . para eso se hace economías. Esta es la importancia que ellas tienen. -Sí, es verdad. Tienes razón. Pasaron las horas. Llegó el momento de tomar algo a manera de comida. Y muy temprano, rendidos por el viaje y por las fatigas consiguientes, con respecto al robo, se acostaron en una cama hecha de cualquier modo. Los dos durmieron a piernas sueltas. Al siguiente día se levantaron a las siete de la mañana y luego de tener una taza de café con leche y pan con mantequilla, decidieron salir con el objeto de hacer compras. Se encaminaron por la avenida Victoria. Medina, caminando lentamente, dado el estado de sus estropeados pies, iba en silencio, De pronto, le dijo a su mujer: -Oye: se me ocurre una idea. .¿Cuál? -Que no deberíamos apresurarnos a comprar nada. -¿Por qué? - repuso su mujer, abriendo tamaños ojos. - ¡Es extraño lo que dices! -Es que me ajusto, para decir esto a la más elemental lógica. Ya sabes que la policía está haciendo investigaciones. Debemos creer en la eficacia de ella, Si hoy, o mañana, por ejemplo, se logra establecer quién o quiénes son los rateros y se recuperan todas las prendas que nos han robado, la compra que vamos a hacer resulta inútil. ¿No crees, pues, prudente que esperemos unos cuantos días? -¡Oh! ¡ Qué buena lógica la tuya! ¿Pero que tienes la idea de que va a parecer todo lo robado? ¿ Te figuras por un momento que la policía va a dar con los pillos? ¿Crees que vamos a recuperar un sólo mueble? ¡Vaya, vaya! No seas ingenuo ...... -¿Y por qué no? La policía de acá es buena y en muchas ocasiones se han visto casos verdaderamente sorprendentes. Nada de particular tiene que dé con los rateros y nos devuelvan lo robado. A Domitila no le convencía la bondad de la policía. Discutió que no era psosible aceptar esa elemental lógica de su marido. Medina, por no disgustar a su mujer, continuó la marcha y se resolvió a hacer las compras. Visitaron varios almacenes y discutieron los precios. Y, de casa en casa, recorrieron casi todo el centro del comercio. Luego dieron con la dirección de la calle de Clave y, poco más o menos, a las cuatro de la tarde, todas las compras estaban en la casa. A esa hora, entre los dos y una amable vecina que lamentaba profundamente lo que les había ocurrido a sus amigos, comenzaron a arreglar el dormitorio. Al siguiente día, Domitila dedicó todos sus afanes al salón. Lo dejó listo. Le dió otro aspecto más grato. Después se consagró al comedor. A los seis días la casa era otra. Varió por completo mediante los nuevos muebles, más modernos y de mejor gusto artístico. Y mientras Domitila vivia encantada con su casita. Medina no dejaba de lamentar, en silencio, el percance que les había ocurrido. No dejó de mortificarle que, cuando menos lo esperaba, un acontecimiento sensible hubiese venido de golpe, a dar al traste con sus gratas ilusiones, que acariciaba dulcemente. Pero él era un hombre de gran fe en el porvenir y no por la acción villana de los rateros iba a declararse vencido. ¡Eso no! Sólo que, de cuando en cuando, solía exclamar mientras se acariciaba, con fruición, la pera-candado: -¡Caramba! Si no hubiese sido por el viaje a Santiago, el robo no se habría realizado .... * * * José Medina, sin decir nada a su mujer, guardando estricta reserva, porque no quería mortificarla en lo menor, vió maltratado su porvenir por la merma repentina y cuantiosa de sus ahorros, que tantas fatigas le habían costado, primero, cuando se hallaba sólo, dedicado por completo a su trabajo, y, luego, en compañía de Domitila, que eficazmente le ayudaba en tan nobles propósitos, haciendo economías admirables en todo orden de cosas. Desde ese instante aumentó sus actividades. Muy temprano se levantaba para ir a la sastrería y, con la tijera en la mano, se pasaba las hors cortando piezas de paño. Por la tarde permanecía, muchas veces, hasta las siete de la noche; y la mayor parte de los días, durante algunos meses, después de terminada la labor, se llevaba a su casa el trabajo, para reanudarla hasta las once o doce, mientras Domitila resignada y aforosa, permanecía cerca de él, leyendo novelas de Carolina Invernizio, que tanto la delcitaba, porque, según decía, "esa autora poseía un estilo tierno y trataba con maestría todos los asuntos" Varias veces, viendo los nobles afanes de su marido, le decía: -No está bien, José, que te quites la vida. No debes trabajar tanto. -¡Qué quieres hija! Es preciso hacer algunos ahorros para ponernosa salvo de lo que pueda ocurrirnos. -Sí está bien todo lo que dices; pero es el caso que al paso que vas mientras que por una parte economizas, por otra vas perdiendo la salud. -No; son aprensiones tuyas. Me siento bien. Varios meses hicieron vida de recoletos. No salían por la noche, a presenciar algún espectáculo teatral. El seguía trabajando sin cesar, en su afán de mejoramiento. Ella, por su parte, suprimió, prudentemente, las fiestas familaires; economizó en el lavado de ropa, en la comoda, en los vestidos, en el calzado. Si Medina abrigaba el deseo de economía, era natural que ella también le ayudase en la medida de sus fuerzas. Una noche, mientras Medina estaba consagrado al trabajo, en su casa, Domitila le interrogó: -Bueno, es preciso que dejes ya de matarte. Debes tener en cuenta que tu salud es primero que nada. -Sí, es verdad. Pero no te aflijas. Ya voy a moderarme. La noble mujer sufría las mismas angustias que su marido. Las mismas angustias que su marido. Las mismas preocupaciones embargaban su mente. Y mientras le contemplaba, con infinita dulzura, sentía en su alma, a medida que el tiempo trascurría, admirando sus sentimientos, mayor y más grato afecto amoroso hacia él. Un domingo por la mañana fué a visitarlos Landaeta. El amigo predilecto iba con frecuencia, sobre todo desde el momento que supo el robo. Desde esa fecha fueron más repetidas sus visitas y la intimidad se hizo más placentera. Almorzó con ellos. Fueron momentos muy gratos que pasaron los tres, haciendo recuerdos amables de tiempos lejanos y trazando planes para el porvenir, que tanto les preocupaba. De sobremesa, Landaeta propuso a sus amigos dar un paseo a la playa de Las torpederas. Era una invitación que él hacía. Medina, al principio, se resistió a aceptar. -¡Bah, bah! - dijo Landaeta - ¿Tú también? ¡No acepto disculpas. ¿ Y usted qué dice, señora? -Creo, - respondióle, mirando a su marido, - que debemos aceptar. Es un paseo bonito, ¿verdad? -¡Naturalmente! Es necesario que el amigo Medina no siga quitándose la vida. El domingo se ha hecho para descansar. Bastante tienes con los seis días de trabajo. ¿No es esto? -Sí, es verdad. Pero .... -Nada de peros. A arreglarse. Me resiento si no vas, porque lo tomaré a desaire. -¡Oh, por Dios, no digas eso! No es desaire. No ........ Domitila, acercándose a él y en tono cariñoso, mirándole a los ojos, le convenció que debería ir. -Te haría mucho bien. El aire de mar, puro y fresco, es muy saludable. Vaya, arréglate. No pierdas esta oportunidad tan grata. Medina se resolvió por fin. Se cambió de vestido, lo mismo que Domitila. Media hora después, en compañia de Cayetano Landaeta, salieron de la casa y tomaron el camino hacia la playa, haciendo la marcha a pie, para así gozar mejor del espectáculo magnífico que presentaba el paseo, casi a la orilla del mar, contemplando, de paso, mil escenas interesantes de los botes que iban y venían y de los chicos, sucios y sin zapatos, que se entretenían en jugar con piedras, tirándolas al mar, mientras las aves marinas, de plumaje blanco, alzaban armoniosamente el vuelo para perderse en seguida de vista. Caminaban lentamente, casi contando los pasos, relatando algunas noticas que habían leído en los diarios, especialmente los telegramas de Lima dando cuenta de haber estallado un movimiento revolucionario. -¡Ah, - dijo Medina! - Es una vergüenza! ¿Tú qué dices? -Y lo peor del caso es que ha habido muertos y heridos. Hay encerrados en la prisión varias personas. .Sí, sí. Es una lástima. ¿Cuándo se compondrá aquello? ¡Nunca! - agregó Medina alzando los hombres en signo de conformidad. - Eso parece no tener remedio. Cerca de cien años de vida independencia y ya ves .... Egoismo por una parte; falta de educación cívica, por otra. Odios terribles. ¡Oh, un horror! Continuaron hablando de este tópico. Domitila escuchaba con atención, sin tomar parte en la charla. Su vista estaba absorta en la contemplación admirable de tantos risueños cuadros que llenaban de gozo su espíritu hecho a todas las manifestaciones de la dulzura. -¿Cómo creer, tú, Medina, que se podría evitar las revoluciones en nuestra patria? -No podría decirlo .... Es un asunto muy enredado que necesita de mucho estudio. Pero yo creo, - esta es mi humilde opinión. - que lo que más daño nos hace es el exceso de hombres de talento que tenemos. Porque todos quieren ser, como tú sabes, abogados y médicos y allá no hay para tanto. Necesitamos hombres de trabajo. Llenar de alumnos la escuela de agricultura, la de artes y oficios y otras más. ¿No te parece? Poco a poco seguían la marcha. De pronto se hallaron en playa de Las torpederas. Allí, en sitio conveniente, descansaron, teniendo enfrente el vasto y grande panorama del mar. De una cantina compró Landaeta algunaa botellas de cerveza, pan, queso, jamón, varias latas de sardinas, frutas. Se trataba de un lunch improvisado y agradable, que los paseantes tomaron con satisfacción. El fresco aire del mar, la caminata y el ambiente, habían "despertado el apetito" y los tres comieron y bebieron alegremente, conversando con animación, mientras comían con grato placer. Estuvieron hasta cerca de las seis de la tarde. Presenciaron la puesta de un sol hermoso que, durante toda la tarde, había alegrado los espíritus. Poco a poco fué oscureciendo y resolvieron, entonces, regresar a la ciudad; tomando, para ello, el tranvía, que los trasladó hasta la plaza Echaurren. El primero que bajó del carro fué Medina, quien le dió atentamente la mano a Domitila. Después intentó bajar Landaeta; pero, desgracidamente, al poner el pie derecho en el suelo, resbaló y cayó de bruces, sufriendo una luxación en el izquierdo. Inmediatamente acudieron los compañeros para prestarle auxilio. El pobre Landaeta, sin poder moverse del sitio, lanzaba lastimeros ayes. Era para partir el alma. Rápidamente acudieron otras personas para atenderlo. Se formó un grupo numeroso. Entre todos cambiaron ideas. Unos opinaban por llevarlo a la asistencia pública. Otros, por trasladarlo al hospital. Medina fué de parecer que mejor sería conducirlo, con las precauciones del caso, a su propio domicilio, en la calle de Clave, ya que Landaeta vivía solo. En trance tan desgraciado no era posible abandonar al amigo. Se convino, en seguida, previo acuerdo con la policía que acudió desde los primeros instantes, llamar a un automovil y trasladar al herido a la casa de Medina. Este tomó de un brazo a Landaeta, que no cesaba de quejarse. Un guardia lo cogió del otro brazo. Dos personas más lo tomaron de las piernas. Domitila, con un pañuelo empapado en agua florida, que compró en la pulpería de la esquina, frotaba despacio la frente del desgraciado amigo, mientras repetía con acento de angustia: -¡Qué felicidad, Dios mio! ¡Tan bien como veníamos! Lo colocaron cuidadosamente en el automóvil. Subieron Medina, su mujer y dos personas más que se habían brindado galantemente a prestarle auxilio. El carro partió lentamente. A los pocos minutos se detuvo a la puerta de la casa. Con mil preocupaciones bajaron a Landaeta. Cerca de la puerta se reunieron más de cincuenta curiosos. La policía también estuvo presente. En brazos lo condujeron hasta el dormitorio. Inmediatamente Medina salió en busca de un médico para que prestara al enfermo solícitas atenciones. El facultativo llegó a los pocos instantes. Examinó con cuidado a Landaeta. Luego declaró que se trataba de una luxación seria y que necesitaba varias semanas para que quedara completamente bien. Recetó algunos medicamentos, que un vecino amable se ofreció a comprarlos en la mejor botica del puerto. Domitila arregló, por la noche, en un cuarto contiguo al dormitorio, una cama confortable para que allí, pudiera descanzar Landaeta. -No creo conveniente que deje la casa, - dijo a su marido- ¿Qué te parece? -No debemos permitir que salga de aquí. Landaeta vive solo y necesariamente tendría que irse al hospital. Además, se presenta la ocasión para que le demuestre el gran aprecio que yo le tengo. Medina hizo, entonces, recuerdo de lo mucho que Landaeta le había servido cuando llegó a Valapraíso. El fué el que le proporcionó dinero para el viaje. Lo tuvo en su casa durante algunas semanas cuando llegó al puerto. Le dió toda clase de facilidades. A él le debía, en parte, la felicidad de que disfrutaba y también la de su mujer. Era preciso ser reconocido. -Sí, sí. No debemos permitir que deje nuestra casa. En fin, cuando ya esté completamente bueno, puede irse, si gusta; pero ahora no. De ninguna manera. Medina fué, también, de la misma opinión. Y desde ese mismo momento, se le prestó al enfermo toda clase de atenciones. La mayor parte de la noche ella la pasó a la cabecera de Landaeta. Medina, cerca de las dos de la mañana, dijo a su mujer que fuera a acostarse. Ella accedió. Mientras tanto, el enfermo, pálido, con los ojos en blanco, sudaba frío y no cesaba de dar lastimeros quejidos. Era horrible. Sus lamentos llegaban al alma. * * * Al siguiente día, Medina no fué a trabajar. Se consagró, con generoso afán, a atender al desgraciado amigo que había pasado una noche horrible, quejándose, con la pierna estirada y sin permitir que le rozase las sábanas, porque aún ésto le producía intensos dolores. A la una de la tarde volvió el médico y, después de saludar atentamente a los dueños de casa y de quitarse, con lentitud, los guantes plomos con venas negras, se acercó al enfermo, quien le miró suplicante. En su semblante se dibujaba, en forma bastante perceptible, las huellas de una noche de perros, en continuas lamentaciones y sin haber podido pegar los ojos ni un sólo instante. -¿Y, mi amigo, cómo vamos? - preguntó sonriendo, el médico. Landaeta, pálido como una cera, moviendo lentamente la cabeza y haciendo como que soplaba, quiso incorporarse un tanto y le respondió: -Muy mal, doctor .... Muchos dolores .... -¡Bah! No hay que asustarse .... -¿No podría usted, doctor, darme algo para que cesen los dolores? El galeno le miró con interés y luego sonrió: -Está usted muy nervioso, amigo .... Voy a tratar de calmarlo. Landaeta le dirigió breve mirada de agradecimiento. Mientras tanto, cuando el facultativo estaba en la cabecera de la cama, atendiendo al enfermo, Medina y Domitila, de pie, seguían, punto por punto, los menores detalles y estaban atentos a las indicaciones que pudiera hacer. Primeramente puso en descubierto la pierna e hizo varios toques en la parte enferma. Luego, echando un poco de polvos de talco, principió a hacer, suavemente, masajes que, no obstantela delizadeza con que eran practicados, Landaeta, haciendo muecas, se quejaba, dando ayes entre lentos suspiros. Cerca de media hora duró la visita del médico. Indicó a Domitila la forma cómo debía hacer las curaciones. La hizo recomendaciones para que la cura no fuera dolorosa. Después la entregó una receta que escribió estando de pie. En seguida tomó su sombrero y princiíó a calzarse los guantes. -Es un poco serio el estado del enfermo. Pero no deben ustedes alarmarse .... Al principio como ustedes comprenderán, los dolores son intensos. Pero luego van calmando. -Doctor .... - dijo Landaeta en voz apenas perceptible. - ¿Cuándo quedaré bien? -Amigo mío, tenga usted calma. Esto va bien, va bien .... Es cuestión de dos semanas. De tres a lo sumo ..... -¡Tres semanas! - exclamó, desfalleciente, el enfermo. -¡Ah, amigo mío! No es cosa tan rápida como usted cree. El médico estrechó la mano de Landaeta, Se despidió. Domitila y Medina le acompañaron hasta la puerta de la sala. Allí se detuvieron. Ella, cuando el galeno se disponía a abandonar la casa, le dijo: -Doctor: ¿qué alimento podemos darle? -Cosas lígeras .... Caldo de verduras. Panetelas. Frutas. Después, poco a poco, se le podrá dar otros alimentos. Ahora no. El médicoabandonó la casa. Medina y su mujer regresaron a la cabecera del enfermo y trataron de animarle. -No hay que apenarse, - díjole Domitila, - porque el doctor dice que es cosa de poco tiempo. Landaeta se calmó un tanto con los remedios que le hicieron. Pasó un día no muy bueno, pues, frecuentemente, se quejaba de los dolores. Pero a medida que era más solicita la atención del doctor y la de los dueños de casa, iba aumentando su bienestar. Así pasó doce días, sin poder moverse de la cama, en continuas lamentaciones. Medina se ib aa trabajar, como de costumbre, y sólo se quedaba Domitila, la que, con solicitud amable, cuidaba del enfermo y estaba pendiente de cualquiera indicación suya para satisfacerlo. Se sentía ella completamente satisfecha de domostrar a Landaeta su interés, puesto que así le manifestaba, en forma grata, la gratitud que ella y su marido le tenían por las atenciones recibidas cuando Medina llegó por vez primera al puerto, extraño y sin una peseta, mereciendo, del amigo y compatriota, atenciones que no se puede olvidar en toda la vida. A los dieciocho días de enfermedad, Landaeta le suplicó a Medina que enviara a un peluquero para que le hicera la barba y le recortara un poco el cabello. Tenía la cara muy delgada y fina, de color blanco, algo trasparente. La barba le había crecido bastante y como el bigote no estaba cuidado, permanecía caído, presentando su rostro cierta semejanza con el de Jesús Nazareno. Su mirada seguía siendo lánguida, pero habia perdido un poco esa malícia que en ella era característica. Un domingo, antes de almorzar, por indicación del médico, que diariamente veía al enfermo, Medina, ayudado por su mujer, vistieron a Landaeta. Este comenzó a caminar lentamente, con cierta dificultad, apoyado en un grueso bastón color verde. Fueron al comedor. Allí tomaron asiento, haciendo los honores a vienadas exquisitas, que Domitila, ayudada por una joven cocinera mediocre había preparado. Landaeta manifestó que se sentía muy aliviado. Y a medida que comían, saboreaban un rico vino blanco que Medina había comprado el día anterior. -Créeme, Landaeta, que me alegro mucho de que ya estés bueno, - dijo Medina- Tú no sabes cuánto me ha apenado tu enfermedad. -Gracias, gracias .... - contestó, limpiándose los labios y retorciéndose las guías del bigote, que poco a poco, iba recobrando su forma "Kaaiseriana" de suave arrogancia. - Ustedes no saben, - añadió, - lo mucho que les estoy agradecido ..... -¿Quién habla de esto? - dijo, graciosamente. Domitila, sin levantar la mirada que la tenía puesta en un trozo de carne asada que afanosamente la cortaba para hacer la distribución en los respectivos platos. -¡No diga usted eso, señora! Acciones como la de ustedes tienen que ser recordadas por los siglos de los siglos .... - ¡Bah, bah, bah! ¡Tú también! - respondióle Medina, mientras, agachando la cabeza, se llevaba a la boca, con el tenedor, una gran porción de ensalada de lechuga con papas y tomates. ¡Si parece que fuéramos extraños! Ocurrió la desgracia, y ocurrió .... Después, cumpliendo nuestro deber, te trajimos a esta casa que es la tuya también, para atenderte como a un miembro de nuestra familia. ¿No es así, Domitila? -Sí, sí. Es verdad - respondió su mujer - Era nuestra obligación. -¿Obligación? ¿Por qué? - preguntó Landaeta. Medina, después de beber un trago de vino blanco, repuso: -Fijate bien. Tú vives solo, ¿no es eso? Además, tengo para contigo, desde hace varios años, una deuda de gratitud y era natural que en trances como el que sucedió ..... -¡Bah, bah, bah! - le interrumpió Landaeta. -¡Oh! Después a la hora de tomar el café, hicieron recuerdos de la tarde aquella cuando estuvieron de paseo en Las torpederas. De la hora en que partieron hasta la llegada a la plaza Echaurren y del accidente ocurrido de los precisos momentos en que, llenos de satisfacción por el paseo realizado, bajaba Landaeta del tranvía en esa plaza. -¡Ah! - dijo Medina encendiendo un cigarrillo. - Nunca falta en la vida contratiempos que nos hagan sufrir. -Figúrense ustedes, - repuso Landaeta, - si tal desgracia me hubiese ocurrido estando yo sólo. Habría sido para mí una verdadera calamidad. Gracias a Dios que ustedes se hallaban conmigo y que inmediatamente pudieron prestarme generoso auxilio. En seguida conversaron del curso d ela enfermedad, de las horribles noches que pasó Landaeta, no cesando un sólo instante de lamentarse y de la esmerada atención que habíale prestado el médico. -Lo que es el doctor se ha portado muy bien, ¿verdad, José? - dijo Domitila. - Debemos estarle agradecidos. -Sí, efectivamente, - contestó Landaeta, mientras se retorcía suavemente el bigote. - El médico se ha portado bien. Pero debo manifestar, también, que mi mejoría se debe, en gran parte, a las atenciones tan solícitas de ustedes, especialmente de la señora, a la que le estaré agradecido por el resto de mi vida. ¡Oh, sí, señora, sí! La verdad es que no tengo palabras con qué agradecerle tantas molestias .... Quisiera, creanme ustedes, que se me presente cuando antes la oportunidad de demostrarles la sincera gratitud que les guardo. -¡No digas esas cosas! - le interrumpió Medina. - ¡No se hable más de ésto! Terminaron de almorzar y se retiraron del comedor para trasladarse al pequeño patio donde habían unas cuantas macetas con lindas flores que Domitila, todas las tardes, a la caída del sol, regaba esmeradamente y las cuidaba con afán. Allí pasaron los tres casi toda la tarde. Charlaron amigablemente de diversas cosas. La mayor parte de la conversación giró alrededor de un incidente pasional ocurrido el día anterior. Una muchacha que tenía amores con un oficial de policía, había abandonado, a altas horas de la noche, su casa, escalando las paredes. La cosa, en verdad, no tenía, gran importancia; pero era el caso que la chica, más flaca que un pejerrey en el último grado de la tuberculosis, estaba de novia con un italiano a quien no podía ver, pero que los padres de ella lo apoyaban decididamente. -¡Bah! - exclamó Medina. La cuestión es perfectamente clara. La pobre muchacha iba a ser sacrificada, ¿no es eso? Pues ella se rebeló. Antes de pertenecer a un hombre al que detesta, prefirió "alzar el vuelo" con el hombre de sus simpatías. Eso es todo. Cosa corriente y muy humana. ¿No es cierto, Landaeta? -Efectivamente, así es. Los responsables de lo que ha sucedido y la posible desgracia de la muchacha, son sus padres, porque no han debido exigirla que vaya a tal sacrificio. -Está bien todo. Está bien, - añadió Domitila. - Ha sido una maldad de los padres. Pero yo no estoy conforme con el procedimiento observado por ella. ¡Ah, no! Créame ustedes que me repugna pensarlo. ¡Jesús! ¡Qué concepto tan equivocado de la moral! -Pero fíjate, Domitila, que si no hubiese procedido así ..... -¡No, no! ¡ De ninguna manera! ¡Oh, es atroz! Esas acciones me dan asco. Vamos, me repugnan .... quieren ustedes .... Ese es mi temperamento .... Una mujer joven que tira por la ventana su honor .... ¡Qué indecencia! -De dónde sabemos, - dijo Landaeta, - que esa chica sea feliz verdaderamente con el oficial de policía. Porque si ha hecho tal cosa, no cabe la menor duda que de verdad lo quiere. ¿No es eso? -Sí, sí. Yo no niego que le ame bastante. Claro está que sí le ama, cuando se ha ido al lado suyo. Pero en lo que yo me fijo es en el procedimiento. Son los medios indecorosos de que se ha valido. EL honor por los suelos, como un trapo viejo ..... Una vecina, anciana y amable, que continuamente tenía en la boca un cigarro, interrumpió la conversación. Se interesó por la salud del enfermo y le recomendó que hiciera uso de diversos remedios caseros para que sanara pronto. Landaeta le escuchaba atentamente. Luego le agradeció el interés que se tomaba por su persona. Trascurrieron varios días. Lnadaeta tenía cerca de un mes de enfermedad. Una tarde, poco más o menos a las tres, cuando Medina se hallaba en la sastrería, Domitila, en su dormitorio, sentada en la amplia y mu*lle cuja. cosía afanosamente. Era una blusablanca que arreglaba, porque quería ponérsela el día de su cumpleaños, una semana después. Con las piernas cruzadas y la cabeza gacha, entonando en voz muy baja una cnación que la recordaba la lejana y querida tierra limeña, daba puntada tras puntada, viendo, de cuando en cuando, la labor, que la ponía en alto para así poderla apreciar bien. El dormitorio tenía una mampara, con vidrios, que daba al jardín, y la cual estaba medio abierta. De pronto notó que en el jardín se hallaba Landaeta, que, caminando muy lentamente, ya sin apoyo del bastón, miraba con curiosidad las flores, acercándose bastante hacia ellas para aspirar su aroma. -Señor Landaeta, - díjole; - veo que está usted muy entretenido con las flores. Landaeta la sonrió e hizo signos afirmativos con la cabeza. Después, cortando una rosa blanca, se acercó a la puerta. -Verdaderamente me agradan mucho. Son tres cosas en la vida que me entusiasman. -¿Tres cosas? ¡Já, já, já! ¿Y cuáles son? ¿Puede saberse? -En primer lugar, - respondió acercándose hasta llegar a su lado, - son las mujeres bonitas. -¡Jesús! ¡Qué galante está usted! ¿ Y en segundo lugar? -Luego viene la música. -¡Ah! ¡Muy bien! ¿Y en tercer lugar? -El complemento de las mujeres bonitas y de la música divina: las flores .... -Es preciso alabar el gusto de usted. -¿Le parece que son buenos mis gustos? -Indudablemente. Yo lo aplaudo. Domitila, arreglándose el vestido y acomodándose mejor en la cama, que le servía de asiento, le dijo: -Le puede hacer daño estar de pie. SIéntese. ¿No está usted cansado? -Sí, un poco. Con su permiso .... ¿Usted lo permite? -Siéntese, siéntese .... Landaeta, accediendo a la indicación, tomó asiento en la cama, al lado de ella, mientras continuaba la costura. Después la ofreció la rosa blanca que Domitila, agradeciendo con dulce sonrisa, la tomó y se la puso en la cintura, prendiéndola con un alfiler de cabeza negra, después de aspirar su aróma- - Es un aflor que tiene mucha semejanza con usted .... Ella, llevándose la costura a la boca para cortar el hilo con los dientes, miró a Landaeta, Su mirada, suave y tierna, se cruzó con la del amigo. Levemente se turbó su rostro. Permanecieron en silencio por breves instantes. -Usted no sabe, - díjole él, - la gratitud tan honda que la profeso por las atenciones que me ha dispensadodurante mi enfermedad. - ¡Oh! ¡Por Dios! No diga usted eso .... No podía hacer otra cosa .... - No; es que en el fondo de su alma hay un inagotable tesoro de bondad. Lo he adivinado en sus ojos, que no engañan. -¿Lo cree usted así? - Y esa gratitud está mezclada con un sincero afecto hacia usted, que vivirá siempre en lo más puro de mi espíritu. ¡Figúrese usted qué habría sido de mí sin las atenciones suyas! Domitila dejó de coser. Las palabras de Landaeta, llenas de ternura, la conmovieron, Verdad era que había cumplido con su deber al prodigar, al desgraciado amigo, todas sus solícitas atenciones; pero no creía que fuera suficiente para revelar en él ese estado de alma. -Usted exagera .... ¿Qué he hecho yo para merecerle esas palabras tan amables? - contestóle cin levantar la mirada. He cumplido un deber de amistad, nada más. -Sí; es un deber que la ennoblece, que la hace a mis ojos más buena y más hermosa. Guardaron nuevamente silencio. Domitila, sin levantar la vista, no se atrevía a responderle. Tenía el cuerpo un poco inclinado y ambas manos sobre la colcha de la cama. Landaeta, embriagado con el suave y enervante perfume de Domitila, un perfume de esencia de rosa, se quedó, por breves instantes, absorto, contemplandola, sin que ella se diese cuenta. Miraba su cuello, terso y albo, de albura de leche. Luego, tímidamente, puso sobre la mano izquierda de ella, su mano derecha. No pudo contenerse. La estrechó con timidez. Ella no protestó. Parecía, también, embriagada con el calor tibio de la manofuerte de ék. En seguida, muy despacio, con cierto oculto temor, Landaeta llevó a sus labios la suave y blanca mano de Domitila y en ella, con incontenible ardor, depo´itó un beso tierno. Domitila hizo un leve movimiento de sorpresa. -¡Ah! - exclamó suavemente, cual si fuese un suspiro - ¿Qué hace usted? Landaeta, por toda respuesta, la estrechó más fuertemente. Ella no protestó. Se dejaba acariciar, porque, con las caricias tiernas, sin ardorosa voluptuosidad, sentía recóndito placer que le corría por todo el cuerpo. Después, en silencio, con temblor que no podía disimular, llevó su mano derecho al cuello de ella y la atrajo, con amorosa lentitud, hacia él. -Landaeta ... - dijo ella mirándole a los ojos, con ternura infinita. -¿Qué hace usted? - ¡Amarla! Domitila, ruborosa, hizo un movimiento lento y se levantó, sin soltar la mano que Landaeta la agarraba fuertemente. Lo volvió a mirar. El, despacio, sin nerviosidad, buscando ansiosamente los ojos de ella, la atrajo nuevamente á su lado y con un signo de cabeza, mudo y elocuente, invitóla a que se sentara a su lado. Domitila se llevó la mano derecha a la cara y se la pasó suavemente por la frente. Accedió a la súplica. -¿La he ofendido? ¡Dígame usted! - dijo Landaeta estrechándola con ternura. -No está bien .... No está bien .... -¡Ya lo sé! No soy digno de emrecer el afecto de usted .... He hecho mal y le pido perdón .... Domitila, sin responder, con los ojos brillantes de emoción, trémula, con creciente excitación, puso sobre los hombros de Landaeta sus manos y, con las caras muy cerca, se miraron por breves minutos, revelándose en silencio, que mucho decía, una pasión repentina. El la estrechó fuertemente y en los labios la besó con un beso prolongado. Pasaron varios minutos que les pareció tiempo largo. El, apasionado y ardoroso, la colmaba de caricias, que Domitila las aceptaba primero, y después las retornaba con cierta languidez. Estuvieron así cerca de una hora. Se dijeron mil cosas sin interés y Landaeta terminó por decirla que la amaba locamente. Después, enardecidos, perdido todo control, renovaron sus manifestaciones amorosas. El, estrechándola contra su pecho, cubríale la cara con besos fuertes, hasta que, lentamnente, sin vanas protestas, martirizados por la fiebre sensual que les quemaba todo el cuerpo, se unieron en posesión apasionada. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- Cerca de las seis de la tarde, Domitila arregló, cuidadosamente, la habitación, que estaba un tanto desordenada. Dirigió la vista hacia el velador que había en el lado izquierdo de la cama y vió el retrato de su madre que, encerrado en un marco de fino metal blanco, la contemplaba con amorosa placidez. Se cubrió la cara con las manos. Se acercó hacia él y lo volteó para no seguir mirándolo. -¡Dios mío! - exclamó, lanzando un hondo suspiro. Se echó en un canapé que había en un rincón de la pieza; cerró sus ojos con las puntas de los dedos pulgar e índice y, así, en esa actitud de pereza, permaneció varios minutos, hasta quedarse semidormida. Un cuarto de hora después entró Medina, llevando un envoltorio que contenía un pedazo de queso holandés, medio kilo de mantequilla y una lata de mortadela. EMpujó suavemente la puerta y vió a su mujer. De puntillas, esforzándose por no hacer el menor ruido, se acercó a ella y la besó en los labios. Ella se despertó asustada. -¡Ah! ¡Qué susto! -¡Floja - díjole en tono cariñoso - ¿Mucho sueño, verdad? - Me había quedado dormida .... ¿Qué hora es? -Veinte minutos para las siete. -¡Ya es tarde! ¿Has visto? Sin quererlo me quedé dormida. -Es natural. Anoche no dormiste bien. Estuviste algo desvelada. -Sí; es cierto. Algo de insomnio .... - Y Landaeta? - En su habitación .... Medina, entregándole a su mujer el paquete que había traído, se dirigió al cuarto contíguo, donde Landaeta se hallaba consagrado a la lectura d eun libro de historia. -¡Hola, hola! - le dijo Medina. - Dedicado a la lectura, ¿ah? Conversaron detenidamente, mientras Domitila se dirigió a la cocina para arreglar la comida. Luego estuvo en el comedor y puso el mantel y los cubiertos. Cerca de las ocho de la noche, los tres se sentaron a la mesa. Landaeta y Medina, como siempre, estuvieron locuaces, comunicativos. Sólo Domitila, sin querer levantar la cabeza, permanecía demudada y hablando muy poco, contestando con monosílabos. De pronto Medina le dijo: -Tú no te sientes bien ¿verdad? - Es falta de sueño .... -Tienes razón. Anoche no pudiste pegar los ojos. Ahora te acuestas temprano. - Sí, sí, - añadió Landaeta - Es preciso que recupere usted el sueño perdido. Siguieron conversando. Minutos después, Domitila pidió permiso y se retiró al dormitorio. Los dos se quedaron solos. Comentaron las últimas noticias de los diarios y el crimen escandaloso que la noche anterior se había cometido en la calle del Castillo, en el cerro Barón: un "roteque" que dió muerte a un pobre peón de los ferrocarriles, asestándole quince puñaladas, y todo por quererle robar unos cuantos pesos. -¡Que atrocidad! - exclamó Medina, haciéndose cruces. - ¿Y qué ha hecho la policía? -¡Pscht! ¡Nada! Buscarlo ...... En seguida trataron de otros asuntos. Medina manifestó que, repsuesto, en parte, de los dos mil pesos que había perdido en el robo, tenía el propósito de dedicar sus ahorros en algún negocio que lo librara un poco de la situación en que se encontraba. Landaeta le dijo que si necesitaba de su ayuda, estaba pronto a servirlo en lo que quisiera. -Ya sabes.amigo Medina, que puedes contar conmigo en lo que desees. Estoy pronto a servirte- -Gracias, gracias, - le contestó, estrechándole la mano. - Ya hablaremos de esto. Todavía no es tiempo. Estuvieron charlando, de sobremesa, hasta las once. Landaeta, prendiendo un cigarrillo, dijo a Medina: -Tengo que decirle una cosa. Hace ya más de un mes que estoy en tu casa, donde he recibido de tí y de tu mujer; atenciones que nunca las olvidaré. Me encuentro ya bien y te participo que he pensado retirarme mañana. ¡Basta de molestías! Felizmente no necesito cuidados especiales ..... -Sí, es cierto que ya estás casi bien. Pero no encuentro razón para que pienses dejarnos. -¡Ah, amigo Medina! Es necesario. Creéme ......... En ese preciso momento pasó Domitila al comedor para beber un vaso de agua. Cuando Medina la vió, le dijo: -Oye_ ¿sabes lo que me acaba de decir Landaeta? - ¿Qué dice? - preguntó algo turbada. -Piensa irse de casa mañana mismo. ¡En el estado en que se encuentra! - Sí, sí ....., - añadió Landaeta - Ya he molestado mucho ..... - ¡Bah, bah! ¡No faltaba más! ¿Tú, Domitila, qué dices? - Si él empeña .... Pero .... -No; de ninguna manera. Yo no lo permito. Ya sabes, Landaeta, que ésta es tu casa y que aquí puedes permanecer el tiempo que gustes. Te consideramos, Domitila y yo, como mienbro de la familia. ¡No faltaba más! ¡Vaya! De aquí no sales hasta que te botemos .... Ambos se rieron. En seguida, Medina añedió: -No vuelvas a decir tales cosas, ¿sabes? De aquí no sales. ¿Verdad, Domitila? * * * La tenacidad invencible de Medina, ese deseo de rápido mejoramiento que le dominaba, hizo que, poco a poco; trabajando todos los días, desde que salía el sol hasta que se podía con la cabeza gacha y la tijera en la man, que él manejaba admirablemente, fuera rehasiéndose lentamente del quebranto económico que había sufrido meses antes. Cierto es que, en virtud de sus economías, pudo reemplazar todos los muebles robados; sin que ello hubiese sido óbice para hacer una vida; sí no llena de comodidades, por lo menos tranquila y sin grandes agitaciones. Peso por peso, en efecto, iba depositando en la caja de ahorros, hasta que el haber, a fuerza de acumulaciones lentas, fue aumentando gratamente, llenando ésto de regocijo a Medina y también a Domitila, que era, podía decirse, la más afanada en contribuir, con sus estrictas economías en todo orden de cosas, a aumentar los ahorros. Un domingo, por la mañana, hallándose Medina en el pequeño jardín, sentado en un sillón, en mangas de camisa, leyendo un diario, Domitila se acercó a él, tomando asiento en una silla baja. Su marido interrumpió la lectura. - Acabo de revisar la libreta de la caja de ahorros, - la dijo - y veo que tenemos reunidos tres mil doscientos veinte pesos. -No puedes negar que hemos hecho economías apreciables sin necesidad de amarrarnos la barriga, ¿verdad? -Sí, exacto. No nos hemos sacrificado. Y precisamente, ya que tratamos de este asunto, voy a referirle la conversación que anoche tuve con el dueño del establecimiento y la oferta espontánea que me hizo. Es interesante y tú verás si conviene tomarla en cuenta. Domitila se arregló displicentemente el peinado y se acomodó mejor en el asiento. En seguida, poniendo sus manos en la rodilla derecha de su marido y mirándose a la cara, le repuso: -Veamos, veamos si es interesante. Medina dobló el diario y lo puso sobre una maceta. Después sacó, con lentitud, un cigarrillo y lo prendió. -El dueño de la sastrería, como tú sabes, es español radicado aquí hace más de veinte años y durante el tiempo que trabajo a su lado, - desde que llegué de Lima, - me ha demostrado siempre especiales deferencias, que yo he tratado en todo momnento de corresponder en debida forma. Seguramente ha visto en mí un elemento útil, y como es hombre que le gusta la gente de trabajo, me ha hecho anoche una proposición que, viéndola bien, no creo que habría inconveniente para aceptarla. -Es interesante. A ver cuenta. -Me ha dicho que está pronto a habilitarme con ocho o diez mil pesos; en mercaderías, para que yo instale, por mi cuenta, una sastrería, ya sea en este puerto, o en cualquiera otra ciudad del país. Yo creo que con los diez mil pesos que me facilita en mercaderías y con los tres mil doscientos pesos que tenemos en la caja de ahorros, bien podría abrir un establecimiento. Además, haciendo un pequeño esfuerzo, podríamos juntar, por nuestra parte, dentro de poco; cuando mil pesos. ¿Qué te parece? -Encuentro la proposición muy conveniente y creo que debes aprovechar esta oportunidad. En la vida, hijo, todo es cuestión de oportunidad y de detalles. -Yo no quíse responderle inmediatamente, porque le ofrecí pensarlo. La verdad es que antes quería consultar contigo y ver qué te parecía. -Por mi parte, no veo inconveniente para que le contestes en sentido afirmativo. Aceptado desde luego. -Además, hay otra cosa que también es preciso tenerla en cuenta. Landaeta, en cierta ocasión, de manera muy espontánea, me ofreció dinero para que yo me independizase, y si la cosa urge, no estaría de más aprovechar su oferta generosa. Domitila guardó silencio por breves instantes. Quedosé en actitud pensativa. Después, hablando lentamente, sílaba por sílaba, midiendo bien las palabras, sin atreverse a mirar de frente a su marido, le contestó: - No creo conveniente ---- No vaya a creer que tratamos de cobrarnos, en alguna forma, los servicios que le prestamos durante su enfermedad .... ¿No te parece razonable lo que digo? -Sí; no dejas de tener razón ...... Yo también creo lo mismo. -Además, es asunto de dignidad .... Tal vez si nuestra condición fuera otra, podría aceptarse la oferta de Landaeta; pero ahora no. ¿No te parece? Resolvieron no tomar en cuenta el ofrecimiento que meses antes había hecho Landaeta a Medina. Siguieron conversando de la proposición del dueño del establecimiento. Trazaron planes simpáticos. Sacaron cuentas. -Ahora, - dijo Medina, - viene la parte principal- ¿Dónde crees tú que podemos instalarnos? ¿Aquí? -Yo creo e sería más conveniente trasladarnos a otra ciudad. A Iquique, por ejemplo. Ee una plaza de bastante comercio y donde se gana mucho dinero. O también podríamos ir a Antofagasta. Medina opinó que era mejor Iquique. Citó casos de varios amigos que, sin un peso, se pusieron a trabajar y al cabo de pocos años, ya eran acaudalados. -Sí, sí. Debemos pensar en trasladarnos a Iquique. Y la cosa es fácil para nosotros. Con los tres mil y pico de pesos que tenemos, realizamos el viaje que, en realidad, cuesta poco. Tenemos dinero para instalarnos, con lo estrictamente necesario, modestamente. Con los diez mil pesos de habilitación, abro la tienda. ¡Quién sabe si nos soplan buenos vientos! -Perfectamente. Todo arreglado. No hay más que hablar. Mañana mismo, cuando vayasa la sastrería, le dices al dueño que aceptas, se firma el contrato y dentro de pocas semanas más comprendemos la marcha. Hay que aprovechar, hijo. el tiempo, que se viene a toda carrera .... Siguieron conversando de este asunto . De pronto, Medina observó, haciendo muecas, que un olor a quemado salía de la cocina. -¿Sientes? Algo se quema. Domitila echó a correr y fuese a la cocina. Era un trozo de carne que, en una olla, a fuerza de cocinarse a todo fuego, se habia puesto como un carbón. Además, toda la leche se había derramado, quedando en el brasero y en el suelo, el blanco líquido. Arregló, como pudo, el desperfecto y después de algunos minutos salió. -¿Sabes? - le dijo a su marido- . ¡Una desgracia! ¡Dos desgracias! Se ha quemado la carne y se ha derramado la leche ..... -Si bien decía yo que algo se quemaba. - En fin, hijo, nos quedamos sin carne. ¡Qué pena! -No importa .... Domitila, poco después, poniéndose un pañolón café con listas blancas, salió con un jarro para comprar en una lechería vecina, un litro de leche. Iba contra su voluntad, poruqe tenía horror a la leche que esa mujer expendía. -Sólo la necesidad me hace ir allí. Más es agua que leche la que da esa mujer antipática. Después de almorzar descanzaron tranquilamente y luego recibieron la visita de Landaeta, que hacía varias semanas se encontraba perfectamente bien; consagrado, con mayores bríos, a su negocio en frutos del país. Charlaron amigablemente. Domitila, buscando un pretexto, se retiró a las habitaciones interiores. Medina le refirió a su amigo el propósito que tenía. Le contó, también, la propuesta generosa que le había hecho el propietario de la sastrería y su decisión por emprender un negocio que le librara, en el futuro, de inquietudes dolorosas. -Estimo muy aceptable la propuesta que te ha hecho - respondió, - y sin pérdida de tiempo debes aprovecharla. Además, como te ofrecí anteriormente, ya sabes que yo estoy completamente a tus órdenes y no tienes sino ocuparme con toda confianza. -Muchas gracias .... Por ahora, no. Tal vez si para más tarde .... Landaeta insistió en su generoso ofrecimiento y hasta quiso entregarle una suma de dinero al siguiente día. Medina, deshaciéndose en agradecimientos, se negó. Recordó las razonables palabras de su mujer, cuando le refirió la oferta que Lnadaeta la había hecho. Esa tarde, Landaeta a insistencia de Medina, se quedó a comer en la casa. Domitila, entrando y saliendo, preparaba la comida. Sirvió un plato exquisito que les hizo recordar los lejanos días pasados en la tierra limeña, tan llena de recuerdos para los tres. -Lo que es yo, estoy deseoso de hacer un breve viaje a Lima - dijo Landaeta - Siento en verdad la nostalgía de la tierra querida. -¿Cuántos años hace que está usted aquí? -preguntó Domitila -Precisamente mañana va a ser trece años justos. -¡Trece años! - exclamó Medina sirviéndose un poco de vino - ¡Parece mentira! -¡Cómo pasa el tiempo! Me parece que hiciera ya más de treinta años .... -¡Y nosotros que ya estamos aquí cerca de ocho! A mí también me dan ganas de hacer un viaje. Porque un viaje a la tierra querida es siempre agradable. Las impresiones de la navegación; el desembarque en el Callao; la contemplación de la ciudad, que le parece a uno nueva .... Todo esto es sugestivo, muy sugestivo, ¿verdad? - Yo estoy descosísima de visitar Lima y de ver a mi mamá. ¡Pobre mi viejecita! Algunas veces me dan ganas de votar .... -Tengo la resolución de dar un paseo el año entrante, - añadió Landaeta. - En el mes de febrero, para los carnavales. Pasaré allí unos tres o cuatro meses y lugeo regresaré. Siguió la conversación sobre este y otros puntos. De pronto, Medina se llevó las manos a la cara, que estaba más encendida que un tomate maduro. Los ojos los tenía extremadamente abiertos. Su fisonomía presentaba un aspecto de horror. Era un hueso que se le había atracado en la garganta Domitila se levantó asustada. -¡José, José! ¿Qué te pasa? ¡Un poco de agua! Landaeta y Domitila se acercaron a él. Ella le dió en el cuello varios feroces golpes de los que Medina protestaba por medio de señales, sin poder pronunciar una sílaba. Fué un momento de confusión. Los golpes en el cuello no cesaban. Landaeta le alcanzó un poco de agua, mientras Medina, metiéndose los dedos hasta la garganta, trataba de hacer pasar el hueso inoportuno que se le había atracado. -¿Ya?- le preguntaba Domitila, acercándose bien. - ¿Pasó? Medina hacía señas que no. Varios minutos estuvieron en horrible confusión, hasta que, con los golpes y el agua y otros recursos más, pasó el peligro. Medina quedóse un momento inmóvil e hizo un movimiento de fuerza, como que tragaba algo. En seguida respiró fuertemente. -¡Gracias a Dios! Creía que me moría. -¡Jesús, qué susto el que nos hemos llevado! Comentaron el accidente. En seguida, serenados los espíritus, rieron todos de lo que había ocurrido. EL mismo Medina lo tomó a la broma. -¡Caramba! Así son las desgracias .... Cuando uno menos lo piensa, ocurren cosas increíbles ..... Alas nueve de la noche, Landaeta los invitó al cinema. Daban, según dijo, una cinta preciosa. -Es mucha molestia ..... - dijo Medina. - Además, mañana tengo que levantarme temprano. Domitila le animó para que fuese. El se resistía. .En esa cinta - añadió Landaeta, - trabaja admirablemente la Bertini. -¿Trabaja ella? - preguntó Medina con interés. - Estoy por animarme .... Se resolvieron y a los pocos minutos salieron de la casa, camino al pequeño y sucio teatrito que a distancia de tres cuadras funcionaba. Cuando el espectáculo terminó, Landaeta los acompañó hasta la puerta y se despidió amablemente. Al siguiente día fuese muy temprano Medina a la sastrería. Conversó detenidamente con el dueño y le manifestó que aceptaba gustoso el ofrecimiento amable que le había hecho de darle facilidades para que trabajara por su cuenta. Convinieron en que, por la tarde, a las tres, firmarían, en presencia de un escribano, una escritura, en la que el propietario se comprometía a proporcionarle en calidad de préstamo, hasta la suma de diez mil pesos en mercaderías, que serían reembolsados en partidas equitativas y de acuerdo con la marcha del negocio. La escritura quedó firmada. Inmediatamente Medina se trasladó con un duplicado a la casa y, lleno de júbilo, le manifestó a su mujer la grata nueva. Domitila, casi bailando, mostraba su alegría por el buen resultado de las gestiones. -¿No ves? - le dijo - San Antonio me ha oído. ¡Cuánto le he rezado y pedido! Conversaron de los preparativos y del viaje. Al otro día, a las once, en unión de Domitila. Medina fué a la caja de ahorros y sacó todo el dinero que allí tenía depositado. Regresaron entusiasmados a la casa. Principiaron á hacer cuentas. Lo que iban a vender, lo que llevarían, lo que tenían que comprar en Iquique. Inmediatamente, Domitila, entre sus vecinas, principió a negociar algunos muebles que no le era posible llevar. Ocho días después todo estaba arreglado. Habían vendido, a buen precio, el ropero con la luna biselada. El lavatorio. Los muebles de la sala. La alfombra. Un canapé y sillas del comedor. Todo el servicio de cocina. La mesa en la que comían. De la venta, Domitila había sacado alrededor de mil trescientos pesos, que, unidos a los que habían ahorrado, le daban suma apreciable para instalarse en Iquique. Habían fijado el 15 de agosto de ese año (1913), para embarcarse en un vapor inglés. Medina, desde dos días antes, tenía ya comprados los pasajes de primera clase. La víspera, en compañía de una vecina, a la cual Domitila le habia regalado algunas chucherías principiaron a arreglar el equipaje. De la sala, casi nada llevaron; apenas unos cuadros al óleo y algunos objetos sin importancia. Del comedor, sólo reservaron un servicio de té que era obsequio de Medina, en un cumpleaños de Domitila. Embalaron la cuja, los colchones, toda la ropa de ella y de él, que en tres grandes baúles-mundos, acomodaron a todo pulso. El día de la partida, por la mañana a las once, un fletero que, de antemano, había sido contratado, se acercó a la casa y se llevó a bordo el equipaje. Almorzaron, junto cpn Landaeta, en el Petit-Fornos, un modesto restaurante de la avenida Errázuriz. Allí permanecieron hasta cerca de las tres de la tarde. Bebieron animadamente. Landaeta no dejó de demostrar su sentimiento por la partida de "tan buenos y cariñosos amigos". -Créanme ustedes que deploro en el alma la ausencia .... pero me alegro de que vayan a mejorar. Después, levantando en alto su copa, pronunció breves palabras de despedida. Medina le respondió muy agradecido y le dijo que en Iquique, en la casa cuya dirección oportunamente le avisaría, tenía su casa en cualquier momento, porque tanto él, como su mujer, le profesaban especiales deferencias. Domitila permanecía con la vista gacha. Instantes después salieron del restaurante y se dirigieron al muella. Tomaron un bote y se trasladaron a bordo. Landaeta también fué. Cuando llegaron a la nave, Medina, nervioso, tropezando a cada instante, cuando estuvieron en el camarote, le dijo a Landaeta: -Mira, acompaña un instante a Domitila, mientras voy a ver los bultos. En el camarote estrecho se quedaron los dos. Permanecieron, por algunos minutos, en silencio, sin mirarse siquiera. Luego, Landaeta, acariciándose el bigote, en voz baja y tierna, la dijo: -¿Me olvidará usted? Domitila, jugando displicentemente con los cordones de su blusa de seda color salmón suave, le respondió sin mirarle: -¿Por qué me lo pregunta usted? Landaeta se acercó. Cuando ella levantó los ojos, se cruzaron con los de él, que la contemplaba con esa mirada de languidez maliciosa. -Yo no la olvidaré nunca, - díjole él - ¡Ha sido usted tan buena conmigo! .... Y, además, tendré siempre muy presente ..... -¡Por Dios, no siga usted! ¡Yo le suplico ...! De repente se presentó Medina. Había arreglado todo. Los bultos estaban ya en la bodega. Cerró el camarote y se fueron a la cantina. Allí hizo servir Medina unos vasos de cerveza. Bebieron. Se renovaron las promesas de escribirse. .Vamos a ver, - dijo Landaeta, - si cumples con el ofrecimiento. -¡Oh! Cada quince días, por lo menos, tendrás carta mía. A las cinco principiaron los visitantes a abandonar la nave. Landaeta se despidió de Medina y de Domitila. Se estrecharon en fuerte y cordial abrazo. Luego bajó la escala. Desde el bote se quitó varias veces el sombrero haciéndoles adiós. Los viajeros, desde la borda, seguían el curso del viaje de la embarcación y agitaron cariñosamente sus pañuelos. Medina tomó del brazo a su mujer y lentamente se dirigieron al camarote. Se sentaron en el sofá. -¿Estás contenta? - le preguntó Medina. -¡Sí, sí! Estoy satisfecha. ¡Me siento feliz! ..... Se acercó a él y le abrazó con fuerza, besándolo en los labios. * * * Hicieron cuatro días de agradable navegación hasta que, una mañana, a las siete, el vapor se puso a la vista en el puerto de Iquique, mientras que Domitila y Medina, cogidos del brazo, contemplaban, con creciente curiosidad, el paisaje marino, y, a lo lejos, con la ayuda eficaz de los anteojos, divisaban gran número de embarcaciones a vapor y de vela que estaban dedicadas al carguío del salitre, el cual era llevado en grandes lanchas. A las ocho, poco más o menos, la nave fondeó. Varias docenas de fleteros, sucios y nerviosos, recorrían el vapor ofreciéndose a los pasajeros para llevarles a tierra su equipaje. Medina hizo trato con uno de ellos y, a los pocos minutos, se trasladaron a tierra y después al hotel "Génova", situado en la calle de Tarapacá. Se instalaron cómodamente. Después de almorzar se retiraron a sus habitaciones, con balcón a la calle, y desde allí, extraños y curiosos en ese nuevo ambiente, permanecieron contemplando el movimiento incesante en esa calle, una de las principales del comercio. A las cuatro, Medina dijo a su mujer: -¿Quieres dar unas vueltas para formarnos concepto de la ciudad? Domitila accedió gustosa e inmediatamente se cambió de vestido. Salieron. Tomaron rumbo hacia la plaza Prat y se encaminaron, previos los informes que les habían dado, por la calle de Baquedano, larga y ancha, toda llena de casas blancas con zócalos negros pintadoscon alquitrán y donde se hallan las principales casas de la gente adinerada. No les llamó, sin embargo, la atención, a pesar de sus cómodas veredas, porque nada allí pudieron admirar. Sin pavimento, su calzada estaba formada de tierra salitrosa y dura. -¿No es cierto, Domitila, que esta calle parece un cuartel de cementerio? -¿Por qué? - respondió ella. -Por sus casas bajas y sus puertas estrechas, pintadas de blanco. -Sí, sí. Hace ese efecto. Siguieron lentamente caminando hasta llegar al principio de la avenida Cavancha, deteniéndose a contemplar el bello edificio del Chalet Suizo, que está en la entrada, casi a la orilla del mar, causándoles honda y grata emoción, teniendo en frente el vasto y soberbo panorama del océano. Continuaron el apseo. Recorrieron despacio, siempre de brazo, la avenida, un sitio que a Medina, así a primera vista, le pareció muy sugestivo, donde se respiraba suave ambiente y tenía encantadora perspectiva, cuyo extremo derecho era bañado perennemente por un mar tranquilo, y cuyo rumor eterno y su brisa fresca, invitaba plácidamente al reposo y a la meditación. -Es agradable este paseo, ¿verdad, Domitila? -Sí, es muy simpático. Tiene la ventaja de estar cerca de la ciudad y al que fácilmente pueden venir los paseantes. Quedaron encantados de la suave y dulce belleza de Cavancha, que llenaba sus espíritus de emociones sedantes. Tomaron asiento en uno de los bancos y, con la cara frente al mar se quedaron, algunos minutos, en actitud contemplativa, sin pronunciar palabra, admirando en silencio el grato panorama. Después reanudaron la marcha, hasta llegar al término de la avenida. Allí, de lejos, miraron algunos restaurantes modestos, dentro del mar. Cerca de las seis de la tarde regresaron y, a medida que se seguían la marcha, el sol se iba poniendo majestuosamente y entonces los dos tuvieron la hermosa ocasión de ver, como no habían visto antes, la puesta del astro rey que, lentamente, se iba perdiendo de vista, llenando sus ojos de un espectáculo de sencillez maravillosa, capaz de ser recordado en todo momento. Cuando estaban ya de regreso, casi al llegar al principio de la avenida, Medina, con aire nostálgico, dijo a su mujer: -¡Y pensar que esto ha sido de nosotros! -¡Qué pena! -Pero ya llegará el día en que vuelva al seno de la patria. Ya llegará. Tomaron por la misma calle de Baquedano hasta llegar al hotel. Mientras ella se quitaba el sombrero y se cambiaba de vestido, Medina, sin quitarse de los labios el cigarro, observó: -Verdaderamente que es muy simpático el paseo que hemos dado. A las siete y media bajaron al comedor e hicieorn los honores a una comida modesta, que a ella le pareció muy vulgar. Por la noche salieron nuevamente y recorrieron la plaza Prat, a media cuadra de distancia. A las once regresaron al hotel y durmieron tranquilamente. Al siguiente día, los dos se levantaron muy temprano. Tomaron desayuno. Ella se quedó en el hotel, mientras Medina salió a buscar un almacén para instalar la sastrería. Estuvo toda la mañana recorriendo la aprte central de la ciudad sin poder encontrarlo. Por la tarde continuó la búsqueda, infructuosamente. Tres días después, a la hora del almuerzo, un pasajero que se enteró por el mismo Medina que necesitaba con urgencia un local para establecer su negocio, se ofreció a ayudarlo. A los tres días le dió razón que en la misma plaza Condell había desocupada una amplia tienda. -Si usted desea, - le dijo - podemos ir ahora mismo. Estoy seguro que ha de gustarle. Está bien situada y par ael negocio de usted no tiene precio. -¿No tiene precio? - preguntó, ingenuamente, Medina - Me parece raro .... Salieron, en efecto, y se acercaron al almacén contiguo donde daban razón. Hablaron con el encargado y luego pasearon el local. Medina lo encontró bueno. -No es muy amplio ¿verdad? pero, ¡qué caramba! no hay que pedir gollerías. Es necesario tomarlo sin pérdida de tiempo. -Y si usted no aprovecha esta oportunidad. - le replicó el cicerone - será difícil que encuentre otro local aparente y sobre todo en sitio tan bueno. Supo el precio de arredamento y otras condiciones más. Acto seguido, con el amigo, Medina fuése donde el propietario que vivía en la calle de Tacna y cerró trato con él. Tomó las llaves, pagó un mes adelantado y veinticuatro horas después el local estaba bien aseadp. Poseía andamios y un rico mostrador. Una noche conversó Medina con su mujer. -¿Qué nombre crees tú que podemos ponerle a la sastrería? Yo quiero que sea un nombre llamativo ..... Discutieron larga y serenamente esta importante cuestión de la que, seguramente, había de partir el buen éxito del negocio. Domitila apuntó: -¿No te parece bueno el de "La moda elegante"? -¿Sabes? Es un nombre muy manoseado hasta por los sastres de décima categoría. Debemos buscar uno más llamativo. Siguieron tratando de este asunto, hasta que Medina dijo: -Yo he pensado que podemos llamarle. Le chic parisien. ¿Qué opinas? Es un nombre que "huele" a extranjero y muy sugestivo. Es francés ..... Domitila le hizo mucha gracia lo de "chic" y lo de "parisién" lo encontró acertadísimo. Convinieron en adoptar este nombre. Al siguiente día, muy temprano, se fué donde un pintor y después de darle la dimensión del cartel, que media tres emtros de largo, le ordenó que le pintase lo siguiente: "LE CHIC PARISEN" Gran sastrería de JOSE MEDINA Prontitud, esmero y equidad Ocho dias después estuvo pintando el cartel, que Medina lo encontró magnífico, con letras inglesas y lleno de adornos artísticos que daban la impresión de un gran almacén dedicado a la venta al por mayor. Lo hizo colocar inmediatamente. La gente se detenía a leerlo y a hacer comentarios del nuevo negocio. Esto le satisfacía a él, que miraba con oculto orgullo a los curiosos que aguaitaban por la puerta entornada y luego se retiraban. Durante los primeros quince días. Medina y Domitila, por la mañana y por la tarde, y muchas veces por la noche, estaban en la tienda disponiendo lo conveniente para la apertura, arreglando todo en especial cuidado. El primer lote de mercadería , por valor de cuatro mil pesos, había llegado a Iquique en el mismo vapor que los condujo a ellos, de suerte que, sin pérdida de tiempo, la trasladaron al almacén. Medina hizo pintar la fachada y la spuertas. El día 8 de setiembre, sin mucho aparato, invitando a amigos que durante su corta permanencia en el puerto había conocido, Medina inauguró su negocio, bebiéndose una copa de champaña por la prosperidad, siempre enaumento, de la sastrería "Le chic parisién". Medina improvisó varias palabras de agradecimiento. EL público, al pasar por la calle, se detenía y curioseaba atentamente. -Está bien presentada, - dijo un curioso. Esta expresión la escuchó Medina y le llenó de orgullo. Se sentía completamnente satisfecho. EL y su mujer pasaron un día feliz. Toda la tarde; hasta cerca de las ocho de la noche, estuvieorn en la sastrería, alegres y amocionados. Y, a a partir de ese momento, el dueño del nuevo establecimiento de sastrería se dedicó afanosamente a velar por la prosperidad del negocio. En los primeros días la cosa no iba bien. Nadie acudía a la sastrería. -Ya caerán clientes, - decía - Ya caerán. No hay que desesperar. Trascurrieron varias semanas y el negocio era completamente nulo. Uno que otro hombre al pasar por la tienda, de aspecto decente, bien aseada, luciendo las piezas de fino casimir, se detenía, examinaba la tela, daba una ojeada al interior y luego se retiraba. Medina los miraba ansiosamente como adivinando el gusto de cada uno de ellos. EL dependiente se pasaba casi todo el día con plumero grande, hecho de tiras de casimir, quitando el polvo del mostrador y de los andamios. En el fondo, en una especie de escritorio, Medina dedicábase a la lectura de diarios y bostezaba de cuando en cuando, como aburrido de la constante ociosidad en que se encontraba. No se conformó, sin embargo, con abrir el almacén. Recurrió a la "réclame", hecha con inteligencia, por medio de los periódicos de la localidad donde en las páginas principales, publicaba avisos llamativos, que Medina los leía con oculta satisfacción. Por las noches, cuando se encontraba en su casa, dedicado aun mayor reposo, su mujer solía decirle: -¿Y? ¿Cómo va aquello? Medina se metía la mano en los bolsillos del pantalón y contestaba con cierto descontento: -Nada .... Al paso que vamos .... Pero hombre de fe inquebrantable y confiado en sus propias fuerzas, no desmayaba ni un sólo instante y cada vez se sentía con más ánimo para continuar al frente del negocio, porque él bien sabía que en asuntos de tal naturaleza, la constancia es una virtud que al fin y al cabo da los resultados apetecidos. Por eso, sin faltar un sólo día, a las siete de la mañana, después de tomar a la ligera el desayuno que le prepraba solícitamnete su mujer, se dirigía a la plaza Condell y abría la sastrería. El empleado ya estaba allí, esperando el momento que abriera la tienda. Se principiaba el arreglo y continuaba la infructuosa espera. Y así, sin hacer negocio de ninguna clase, Medina estuvo por espacio de un mes. Domitila se hallaba preocupada; la atemorizaba horriblemente que la "cosa" continuara en el mismo estado, con grave peligro de los pocos pesos que, de la caja de ahorros, sacaba con dolorosa frecuencia. Medina, en cambio, siempre lleno de fuerzas y de optimismo, trata ba de convenderla. - No te aflijas ... Ya variarán los tiempos ... No siempre hemos de estar lo mismo .... Esta situación se prolongó durante mes y medio. Una mañana se acercó a la tienda un joven y después de hacerse enseñar más de cincuenta muestras de telas, y de averiguar cinco o seis veces por el precio de un terno de ropa, y de indagar por la fecha precisa de la entrega, y de las garantías que daba por la buena confección, se resolvió a hacerse tomar medida y ordenar la hechura de un terno de casimir café. Medina le atendió con solicitud y amabilidad. Le dijo que el terno estaría listo a los ocho días. - ¿Seguro que estará´para el sábado? -Se lo garantizo. La promesa hecha fué cumplida religosamente. EL cliente quedó encantado, tanto por la entrega de la ropa, como por la confección, que la alabó bastante. Notó que Medina manejaba hábilmente la tijera. Cuando la gente se dió cuenta de la bondad de la sastrería de "Le chic parisién", principió a acudir a ella y a utilizar los servicios de Medina. Y poco a poco, sin que él se diera cuenta, el crédito del negocio fué tomando mayor impulso. A los dos meses las entradas no eran, ciertamente, para hacer feliz a nadie; pero con el trascurso de los días iba variando. A los tres meses ya podía, Domitila y Medina, sonreir amablemente. Una noche le preguntó: -¿Y? ¿Cómo va eso? -¡Bien! - respondó alegremente Medina. - La cosa mejora. Va viento en popa. Seis meses trascurrieron. Hicieron un domingo, con los libros a al vista, un pequeño balance. Medina trazaba números. Domitila dictaba y hablaba. Y después de una hora de hacer cuentas y de ver una alegre danza de números, Medina, poniendo cara de pascua, enseñándo a su mujer una cantidad que representaba la ganancia líquida durante el primer semestre, exclamó: -¡Cómo la espuma, hija! * * * A los treinta días de haber llegado a Iquique, Medina y Domitila resolvieron dejar el hotel Génova y trasladarse a una económica casa de pensión de la calle de Thompson, llamada La Internacional, de propiedad de don Gerardo Obligado, un hombre como de cincuenta años de edad, de ancionalidad chilena, que siempre estaba en mangas de camisa y que, al caminar, arrastraba los pies, metidos en unas zapatillas con flores que en lejano tiempo fueron rojas. Ellos ocupaban tres habitaicones: la primera dedicaba a sala, arreglada con gusto chabacano. Después estaba el dormitorio y luego una pequeña pieza que Domitila utilizaba para los quehaceres. En la habitación contigua, pequeña y desascada, habitación dos jóvenes peruanos: Ernesto Rondón y Santiago Santibáñez. Eran mozos que, desde hacía seis meses exactos, se hallaban en Iquique, donde habían ido llenos de consoladoras ilusiones, con el firme propósito de trabajar y reunir algún capital para independizarse. Llegaron con un mundo de ilusiones en el corazón, con muchas y sanas ideas en el cerebro y sin una peseta en el bolsillo. En Lima, donde hicieorn vida de haraganes, nunca pudieron conseguir nada: todos los caminos estaban cerrados para ellos. El porvenir lo veían muy lejos. La fama estupenda de Iquique, de su riqueza imponderable, de los millones de pesos que corrían, despertaron en ellos ansias de mejoramiento y, por eso, una tarde, conversando en uno de los "portales", resolvieron dirigirse a ese puerto cuyo nombre pronunciaban cual si fuese el de una nueva tierra de promisión. Lo primero que hicieorn al llegar a Iquique, fué alojarse en la casa de pensión La Internacional, donde Gerardo Obligado les atendió amablemente. Pero así como el tiempo trascurría velozmente sin que, a pesar de sus esfuerzos, pudieran conseguir trabajo, así también los pocos pesos que poseían se esfumaron, hasta quedarse sin un centavo. Las semanas pasaban unas tras otras, sin que pudiesen pagar la deuda. Obligado, siempre amable y arrastrando los pies, ante la demora en cancelar la deuda, se acercaba a la habitaicón y les decía: -Buenos días, amigos. ¿Y la cuentecita? Rondón, deshaciéndose en disculpas, le manifestaba que todavía no había recibido el cheque de su papá. Santibáñez le exponía, lamentándose sinceramente, que también esperaba de un momento a otro el envío de dinero de su hermano. Esto era casi todas las semanas. Medina y Domitila hablaron muchas veces de la situación de sus jóvenes compatriotas. Algunas veces les ayudaron a medida de sus fuerzas. - Me apena mucho lo que les pasa a estos jóvenes, - decía con frecuencia Domitila. - Debemos ayudarles, ¿no te parece? - Efectivamente es muy sensible. No tienen ni un centavo. Si siguen así .... Santibáñez y Rondón llevaban, con resignación y heroismo, una vida llena de privaciones. Jamás se quejaron. Estaban ya acostumbrándose a esa existencia que requería, para soportarla, extraordinarios estoicismos. A nadie revelaron sus amarguras. por muchos días, ante la negativa de Obligado de proporcionarles alimento, ellos se limitaban a tomar, por desayuno, un poco de té Hornimann y, a la hora de almuerzo, caldo de la misma marca. Los dos se hicieorn muy amigos de Medina y de Domitila. Les favorecían como podían. Pero justo es decir que en ningún momento, manifestaron la verdad de lo que les ocurrían. Soportaban sus penurias con orgullosa decencia. Una mañana, Olbigado, resuelto ya a terminar con tal situación, que se había prolongado por espacio de seis meses, y cuidando sus intereses, se acercó a la habitación. Ellos acababan de levantarse. Santibáñez se secaba el rostro con una toalla que reclamaba con urgencia un poco de jabón. Obligado les saludó con la amabilidad que acostumbraba. -¿Y qué me dicen ustedes, amigos míos? Ayer se cumplieron seis meses ..... -En eso estábamos pensando. - contestóle Santibáñez. -¿Y cuándo piensan pagarme? Los dos jóvenes se quedaron, por breves instantes, sin saber qué decirle. Sentían vergüenza. Una vergüenza que les corría por todo el cuerpo. Rondón, que se esforzaba por hacerse el nudo de la corbata. le manifestó: -La verdad, señor Obligado .... Se repitieron las disculpas. El cheque de Lima no llegaba. El hermano no había enviado nada. Entonces, el dueño de La Internacional, fuera de sí, poniendo las manos en jarras, exclamó: -¡Bueno, bueno! Está bien que yo me llame Obligado .... Pero sepan ustedes que yo no estoy obligado a mantenerlos gratis .... Esta respuesta brutal les llenó de profunda emoción. Se indignaron sin revelarlo. Era una humillación la que sufrían. Cuando Medina se enteró de lo que les había ocurrido, resolvió prestarles eficaz ayuda. Les proporcionó un poco de dinero y ellos abandonaron La Internacional. Durante ocho meses estuvieron viviendo en la pensión. Una tarde supo Medina que la familia que habitaba en los altos de la sastrería iba a dejar la casa, pues emprendía viaje al extranjero. Inmediatamente averiguó el precio y sus comodidades para ver si era posible trasladarse y dejar la casa de pensión. Por la noche consultó con su mujer, la que quedó encantada con la idea. El propietario de la finca, que tenía aprecio a Medina, al que ocupaba en la confección de ropa, accedió gustoso a proporcionársela en condiciones ventajosas. Pagó el arrendamiento correspondiente. Por la tarde del mismo día, Domitila estuvo en la casa y la paseó. Poco a poco adquirieron muebles y artículos indispensables para tener su casa en mejor estado que la que habían tenido en Valparaíso. La sala, con vista a la calle, la arregló Domitila con verdadero gusto artístico y cuidó de los menores detalles, ya que ella, como decía siempre, "en la vida es indispensable cuidar de los detalles, que son parte del éxito". El comedor era modesto, pero nada faltaba. En la puerta, colgaba del quicio, estaba una jaula donde un canario alegraba con sus preciosos trinos, la soledad de Domitila, cuando Medina se iba a trabajar. El dormitorio se hallaba arreglado confortablemente. Una gran cuja de metal. En la cabecera una imagen de San Antonio. Un velador con el retrato de la madre de Domitila, encerrado en un marco de metal blanco. En un rincón se encontraba un ropero con lunas biseladas. Después un lavatorio blanco, con mármol del mismo color. En otro rincón un canapé. Varios cuadros. En el centro una pequeña mesa en la que había una figura de bronce, sosteniendo en alto una tea que siempre estaba apagada por la falta de luz eléctrica . Delante de la cama se encontraba una alfombra roja. Luego había otra habitación que estaba dedicada al cuartode costura de ella. En una especie de vestíbulo, Domitila había formado un pequeño jardín que, todas las tardes, a la caída del sol, regaba y cuidaba con esmero. Era una casa pequeña , pero muy cómoda para los dos. Se hallaba bien situada y tenía perspectiva agradable. Y lo que más le encantaba a media cuadra, al que iba todas las mañanas junto con una muchacha a hacer compras, para evitar que la cocinera, presumida y simpática, no practicara con maestría la sisa como acotumbran hacer las del gremio. Medina que veía con grato placer que el negocio iba bien, trataba, en todo momento, de tener su casa en buenas condiciones y de dar a su mujer, a la que seguía adorando con tierna pasión, gusto en todo. Ella misma lo reconocía así y no desperdiciaba la oportunidad para demostrarle, en diversas formas, su afecto y su gratitud. Había en sus cuidados solícitos una especia de vveneración amable. De acuerdo con el contrato que Medina firmó con el propietario de la sastrería de Valparaíso, que le había ayudado en forma tan eficaz, el resto de la mercadería llegó a los seis meses de la permanencía de Medina en Iquique. Entonces dió más importancia a su negocio. Las piezas de casimir fino llenaron la tienda. A la vista de todos estaba el progreso de ella. Sentía, así, al contemplar el estado económico en que se encontraba, recóndita satisfacción y hasta cierto orgullo. Era el resultado de sus esfuerzos y de su constancia. Una noche, cuando se sentaron a la mesa, Medina dijo a su mujer que había recibido, momentos antes, una carta de Landaeta y que en ella le encargaba que la saludara. El viejo amigo los recordaba con cariño. -La verdad es, - anotó Medina, - que yo no sé cómo pagarle a Landaeta los útiles servicios que me prestó cuando llegué a Vakparaíso. Ya tú sabes todo lo que él hizo por mí en esa época. Domitila, sin mirar a su marido, comenzó a tomar, lentamente, la sopa, soplándola antes de llevarse la cuchara a la boca. - ¡Caramba! - agregó él - Tres cartas he recibido de Landaeta y no he contestado ninguna. Confieso que estoy flojo. Pero esta noche me pongo a escribir. Siguieron charlando. Hablaron de los negocios. EL, entonces, principió a relatarla los planes que tenía tan pronto pagara totalmente la deuda que tenia pendiente con su amigo de Valparaíso. - Hasta la fecha, hace más de un año que estamos aquí. Ya he pagado al español, como tú sabes, más de tres mil pesos de la deuda pendiente. Espero hacer un esfuerzo mayor y pagar dentro de poco tiempo más, la cantidad necesaria para reducir a la mitad lo que le debo. -La cuestión es, - respuso ella - cancelar la deuda tan pronto como sea posible. Esta debe ser nuestra principal preocupación. Hablaron, en seguida, de la necesidad urgente de dar mayor impulso al negocio y de acreditarlo más. -¿No crees conveniente, - dijo ella, - el sistema cooperativo? Medina después de reflexionar por breves instantes, contestó: -No. Una sastrería buena, con clientela propia y escogida, se desprestigiaría al introducir ese sistema. Cierto es que, de este modo, se haría más negocio; pero es indudable su descrédito. Debemos, al contrario, darle más seriedad. La conversación recayó, luego, sobre otros puntos. Terminaron de comer. Hasta las nueve descansaron. El la dijo que si quería ir al teatro municipal, en la plaza Prat. Ella accedió. Salieron y, paso a paso, de brazo, se encaminaron a ver una comedia que una compañía española trabajaba. Cuando, a las doce y media de la noche, el espectáculo terminó y ellos se retiraron, Domitila le dijo a su marido: -¡Y tú que ibas a escribir esta noche! -¡Caramba! Tienes razón. Escribiré mañana. Al siguiente día después de comer, recordó Medina que tenía que contestar la carta de Landaeta, y añorando sus afanes cuando escribía a Domitila antes de llegar a Valparaíso, pidió a su mujer que le llevara papel, sobres y tinta. Se quitó el saco y quedóse en mangas de camisa, teniendo la ventana del comedor abierta , pues era fuerte el calor que se sentía. Con gran interés escribía líneas y líneas que las leía cuidadosamente. Cerca de las once temrinó la tarea que, en verdad, era pesada para él, pues no entendía mucho en materia de escritura. Cuando él creyó que había salido bien del apuro, llamó a su mujer. -Vé que te parece esta carta que escribo a Landaeta. Domitila, que dió una ojeada a los pliegos, repuso abrieron los ojos en señal de asombro: -¡Jesús! ¡Que has escrito bastante! -Sí. Se me corrió un poco la pluma. Pero escucha lo que le digo. Tú me dirás si está bien o mal. Y acercándose bien a los ojos la carta , comenzó a leerla pausadamente, interrumpiendo de cuando e cuando la lectura por las fuertes chupadas que daba a su cigarro. - Mi querido amigo: - Después de saludarte paso a decirte que aquí todos estamos buenos a Dios gracias, y mi mujer corresponde a los cariñososo saludos que le envías. "Primeramente, debo pedirte mil disculpas por no haber podido contestar antes de ahora tu carta última; pero mi falta obedece a las ocupaciones continuas que tengo en la sastrería, pues la cantidad de trabajo no me da tiempo para nada y muchas veces salgo de la tienda completamente rendido. "Desde luego, te declaro con bastante satisfacción, que el negocio va, como vulgarmente se dice. "viento en popa", y en los meses que estoy al frente de él, las ganancias han sido muy apreciables y pienso, si el Señor me da fuerzas y salud, impulsarlo más y más y colocarlo al nivel de los mejores de este puerto. "He pagado ya la mayor parte del dinero que me prestaron y sólo me resta poca cantidad que espero cancerlarla dentro de pocos meses, si es que el negocio va como hasta hoy, lo que así espero, pues tengo bastante confianza que es la situación, a medida que el tiempo avance, vaya mejorando, lo que nos permitirá afianzarnos más y asegurar el resto de nuestra vida. "Ya creo haberte dicho en mi carta anterior lo que yo pienso de Iquique; pero simepre es bueno insistir para de ese modo hacer conocer la opinión que uno se ha formado de este puerto y de su comercio y de su vida social. En primer lugar; aquí todos nos hace recordar a la patria ausente y esto mismo nos obliga a quererla más cada día. Yo creo que el ideal de todo peruano debe ser trabajar sin descanso hasta que logremos ver en el seno de la patria a esta provincia tan rica. Ya tú sabes mi manera de pensar a este respecto. " Iquique es un puerto sucio; no tiene pavimento de ninguna clase y las calles están casi la mayor parte sin aceras. No hay agua potable y la que se debe es de pésima calidad. Las casas son todas de madera y con excepxión de las principales, el resto da pena. Yo me he hecho muchas veces esta reflexión: ¿por qué no se ha podido establecer aquí todos esos servicios tan necesarios desde que terminó la guerra y esta provincia pasó a poder de Chile? No puede alegarse falta de dinero, porque precisamente la mayor rente de Chile proviene de esta provincia. Esto, que tanto produce, no se ha beneficiado en nada y está cada día en condición lamentable. "Yo tendría mucho gusto que tú te vinieras para que veas la situación de aquí y si te es posible quedarte a trabajar. Verdaderamente tendría mucho gusto, lo mismo que mi mujer. "Te saluda con todo cariño tu amigo y S., S., etc. etc." Cuando Medina terminó de leer la carta, miró a su mujer para ver qué impresión le había producido. -Está bien, - respuso Domitila - La encuentro buena. Sólo que no es conveniente que lo invites para que venga. -¿Por qué? -Porque si viene y le va mal, te echará la culpa. Al fin y al cabo está trabajando bien allá. Y luego, la grave responsabilidad .... Medina se quedó pensando breves instantes y después de acariciarse el labio inferior, repuso: -Tienes razón .... No me habia dado cuenta. Corrigió la falta, cerró el sobre y lo rotuló. En seguida fueron a acostarse. Ya era tarde. Acababan de dar las once y media. Al siguiente día. Medina se quejó de fuerte dolor de cabeza. Era un malestar general que sentía en todo el cuerpo. Había cogido un resfrío muy intenso. Todo el día y toda la noche le destilaba agua de la nariz. Pañuelo tras pañuelo los ponía, en menos de cinco minutos, como si recién los hubiesen sacado de la batea. Hizo llamar a un médico. -Doctor, me duele mucho el cuerpo ..... El médico lo exámino minuciosamente. -No es nada, - repuso con indiferencia. -¡Cómo que no es nada!¡Si me duele! -Enfermedad de poca importancia .... Le recomendó mucho abrigo. Le recetó unas obleas. Seis días estuvo así. Esto le mortificó bastante. La sastrería estaba al cuidado de personas extrañas. ¡Era una lástima! Después de ocho días, cuando ya se encontraba bueno, salió una tarde, después de almorzar, y fuése a una peluquería para que lo afeitaran. Tenía la barba crecida. El peluquero, amable y charlatán, comenzó la grata tarea y, sin darse cuenta, le quitó la pera.candado que Medina cuidaba con tanto cariño. -¿Qué ha hecho usted, hombre de Dios? preguntó Medina indignado cuando se dió cuenta de la pérdida de esos cuantos pelos. -¡Nada! -¿Nada? ¡Y me ha quitado usted la pera! El "fígaro" se deshizo en disculpas. Ya no había remedio. Habría que esperar la acción del tiempo para reparar tamañan falta. Cuando llegó a su casa su mujer, al verle puso cara de asombro. No pudo contener la risa. A Medina no le agradó. - No te enfades, hombre. ¡Si así estás mejor! ¡Pareces más joven! Medina quedó halagado con las expresiones de su mujer. Se sentía orgulloso de que Domitila lo encontrase simpático y que lo hallase rejuvenecido. Se resolvió a continuar así. En la mañana del siguiente día. Medina bajó a la tienda y el empleado superior le recibió con amabilidad. Le preguntó con interés por el estado de su salud. Y a medida que conversaba con su principal, notaba algo extraño en la cara de éste, hasta que, al ver la pérdida de la pera, volteó la cara y se tapó la boca con la mano para contener la risa. Medina comrprendió loq ue le sucedía, pero se hizo el disimulado. Después éste le dijo: -Y qué tal el negocio durante estos días? -Bueno, señor. Es decir, como siempre. No ha habido novedad. * * * Hacía más de seis años que Medina y su mujer estaban redicados en Iquique. Al finalizar el mes de diciemvbre de 1919, con el objeto de hacer balance dle negocio, Medina cerró, durante dos días, la sastrería, y tanto él, como el contador de la casa y los dos empleados, en mangas de camisa, se consagraron a trabajar afanosamente. Mientras uno de ellos bajaba y subía piezas de tela, el otro iba anotando las observaciones que el contador havía. Medina, sin dejar un sólo instante el cigarro que le daba vueltas en la boca, caminaba de un lado para otro, trabajador y nervioso, revisando con minuciosidad la tarea de los empleados y haciendo observaciones que el contador, solícito, absolvía amablemente. Era la primera vez que, en forma seriam durante el tiempo que tenía la tienda, Medina procedía a hacer un balance minucioso para establecer con precisión las ganancias o las pérdidas en el negocio. Por eso no se descuidaba en los menores detalles y con curiosidad creciente investigaba y dictaba órdenes que los empleados cumplían sin tardanza, para así corresponder a la confianza que en ellos había depositado el dueño del almacén. A las cuarentaiocho horas quedó todo terminado. El contador, después de hacer las rectificaciones necesarias, sacó en limpio el balance. -Aquí tiene usted, señor Medina, - le dijo, - el resultado exacto del balance. -¡Ah! ¡Muy bien! Ha sido una tarea fatigosa ¿verdad? -Efectivamente, por tratarse de una operación que por primera vez se ha llevado a efecto. -A ver, déme usted las cifras. Y el contador, volteando las hojas del cuaderno, donde sólo se veían números y más números en medio de cuadros hechos unos con tinta negra y otros con roja, colocándose los anteojos en la nariz amplia y llena de pelos, exclamó: -Tenemos, en primer lugar, dieciocho mil quinientos treinta pesos en mercaderías. Es la existencia a al fecha. -¡Caramba! Pues yo estaba en la firme creencia que sólo había aquí a lo sumo doce mil pesos. - Son dieciocho mil quinientos treinta pesos. Se equivocó usted por seis mil pesos. Después de luego, debo decirle que es una feliz equivocación. ¡Ojalá todo fuera así en la vida! Medina, con ojos de satisfacción, contemplaba amablemente al contador y de sus labios esperaba mayores y gratas revelaciones. Con dulce fruición, a cambio de la pera que había desaparecido, se acariciaba el largo y seboso bigote, cuyas guías le penetraban a la boca por las comisuras de los labios. -En segundo lugar, tenemos en el Banco Alemán Transatlántico, veinticinco mil ochocientos pesos. Hay, también, en el Banco Anglo-Sudamericano, cuatro mil pesos redondos, lo que hace un total exacto de veintinueve mil ochocientos pesos. Medina se frotaba de alegría las manos y con aire de intensa felicidad contemplaba al contador, al que, en el fondo de su espíritu, lo consideraba como un hombre heroico y capaz de labrar la ventura de cualquiera persona. -¿Ya terminó usted? -Todavía. - repuso el contador- Hay facturas por cobrar que suman alrededor de mil quinientos pesos. Debo advertirle que usted ha batido el "récord" a este respecto, porque en esta ciudad todos los negocios se hacen a base del crédito, de manera que al deberle a usted esa suma, en verdad podemos decir que no le deben nada. Ahora, si vemos por otro lado las cuentas que usted adeuda al comercio, suman mil doscientos pesos, es decir, hablando con más claridad, ni usted debe ni a usted le deben. .Tiene usted razón. Está bastante claro. No debe ni me deben. Es curioso, ¿no es cierto? -Haciendo un minucioso examen de las cuentas, tenemos estas cifras. Los gastos de diverso orden efectuados durante todo el tiempo que tiene la sastrería ascienden a $10, 000, y se ha invertido en la compra de telas la cnatidad de $15, 000. En total, todo lo que usted ha gastado durante el tiempo que tiene a su cargo el negocio, es $25, 000. -Permíteme usted. No veo bien claro todo ésto. Los números me confunden. -Me explicaré mejor. Usted ha gastado hasta la fecha $25, 000, - más los $10, 000, - que ha pagado por la deuda pendiente, hace un total de $35, 000. Ahora veamos las utilidades. En lox Bancos tiene usted depositada la suma de $29 mil $800, -y en mercaderías existentes tenemos $18, 530, - o sea, en números redondos, $48, 330. Es decir, que ha ganado usted la suma de $13 mil 330, - cancelando la deuda de $10, 000. -Lo que da por resultado que he tenido una ganancia de 13,330 pesos. Medina se dió por satisfecho. Había logrado obtener una ganancia no muy crecida, en verdad, pero que revelaba la buena marcha de los negocios y, sobre todo, la cancelación total del dinero que su amigo, el español residente en Valparaíso, generosamente le había prestado y con el cual, merced a su trabajo asiduo y a sus afanes cuidadosos había podido levantar el negocio y encontrarse en el estado próspero que todos podían apreciar sin grandes esfuerzos, lo que daba mayor importancia a Le chic parisin, que ya contaba con la confianza de la gente más distinguida de la sociedad iquiqueña. Por la noche, Medina fué a su casa. Su mujer lo esperaba con verdadera ansia, para saber el resultado del balance, porque, tanto a él como a ella, por igual les interesaba saber el momto de las ganancias. Cuando Medina la dijo la cifra exacta de las utilidades, ella repuso: -No es mucho, ni poco. Pero debería ser más .... De todos modos, denemos contentarnos, ¿verdad? Al fin y al cabo se ha logrado pagar hasta el último centavo la cuenta con tu amigo de Valparaíso, que es lo más importante. Ahora, todo lo que hay en la sastrería y en los Bancos, es de tu exclusiva propiedad. Medina se la quedó mirando con infinita ternura. Luego exclamó: -¿Mío no más? ¡De los dos! Lo que es mío es tuyo. A tí te debo estar en el pie en que me encuentro. -Gracias, gracias José. ¡Eres tan bueno! Se acercó a él y lo besó fuertemente. Medina se sentía así, con la ganancia adquirida y con el puro e intenso amor de Domitila, más feliz que nunca. Retornó las caricias de su mujer y cogidos amorosamente de las manos, fueron al comedor donde le esperaba la comida que ya estaba servida. Trascurrieron tres semanas y Domitila recibió una mañana una carta procedente de Lima, en la que se le anunciaba que su mamá, después de dos meses de enfermedad, "soportaba con resignación cristiana", había fallecido, pronunciando el dulce nombre de su hija ausente. Domitila lloró todo el día. Tenía los ojos hinchados de tanto sollozar. No podía resolverse a la pérdida de ser tan querido. -En lo que viene a parar tantos afanes .... -decía a su marido - ¡La pobre que era tan buena! -Cálmate, hija ..... No te desesperes. Debemos conformarnos con la voluntad de Dios. Seguramente El así lo ha dispuesto. Domitila no quería convencerse. Era para ella un dolor superior a sus fuerzas. * * * Pocos meses después los diarios de la ciudad anunciaban, con grandes caracteres, precedidos de comentarios que eran la expresión de un exaltado tropicalismo, que se había formado, en las principales provincias de la República, comités que dirigían la Liga Patriótica con el objeto exclusivo de velar por la tranquilidad de la patria, obligando a todos los peruanos a que salieran del territorio chileno y de las provincias peruanas que están en poder de Chile. Medina, a la hora de almorzar, dió la noticia a su mujer. Esta se indignó. -¿Qué es lo que pretenden? -¡Ptsch! ¡Que dejemos el puerto! ¡Ya lo ves! -¡Pero esto es indigno! -¡Y más que indigno! Pero a ello nos obligarán por la fuerza. Diariamente los periódicos traían informaciones amplias sobre la formación de la Liga Patriótica, manifestando que ella tenía por objeto hacer salir del territorio a las personas que no "prestaban garantías y que eran un peligro para la estabilidad social y política de la nación". Una noche, a las nueve, en la plaza Prat, se reunieron más de quinientos individuos pertenecientes a la más baja clase social. Medina y Domitila que habían salido a dar una vuelta, después de comer, se detuvieron breves instantes para ver de qué trataban. Subido en un banco, un hombre alto, con el sombrero en la mano derecha, de largos bigotes negros y el cabello en desorden, pronunciaba un discurso fogoso y absurdo, lleno de grotescas figuras literarias, que la multitud, frenéticamente embrutecida, le interrumpía a cada momento para aplaudirle hasta rabiar. El "orador" se exaltaba cada vez más y parecía que los aplausos le estimulaban para continuar en su larga y soporífera peroración, encaminada a encender los espíritus de esas gentes que con los rostros patibularios y los ojos diabólicamnente abiertos seguían, con atención lamantable, el curso del discurso. Domitila se agarró fuertemente del brazo de su marido. Tenía miedo. Luego, en tono de súplica, le dijo: -¡Vámonos, José! ¡Vámonos! ..... Medina quería seguir escuchando. No la respondió a las insinuaciones que le hizo. El "orador" continuaba hablando. "Pueblo soberano, - dijo- No debemos tener compasión con los peruanos que nos roban el pan de nuestros hijos y que en esta tierra hacen labor odiosa, porque son un obstáculo para el progreso de nuestra patria, y por ello debemos expulsarlos inmediatamente". La muchedumbre, aplaudiendo rabiosamente, gritaba con creciente exaltación: -¡Fuera, fuera! ¡Que se vayan! El que dirigia la manifestación, que se encontraba todavía en el banco, gritó fuertemente: -¡No! ¡No deben irse! ¡Debemos botarlos1 ¡Como a perros enfermos! -¡Bravo, bravo!- rugió la multitud, agitando sus sombreros, unos, y enarbolando los bastones, otros. Medina y Domitila, silenciosamente, en hondo recogimiento patriótico, siguieron su camino y se dirigieron a su casa, en la plaza Condell, para evitarse el continuar pesenciando un espectáculo que les partía el alma. Una vez que estuvieron en el dormitorio, ella, nerviosamente, se quitó el abigo y se sentó después, sin poder contener su ira que aumentaba por momentos. Medina se paseaba de un extremo a otro de la habitación, con el cigarro en la boca y las manos hacia atrás, sin pronunciar palabra. Llenaba el ambiente estrecho de la casa una melancolía acentuada, precursora de días de tristeza y de desolación. Sufrían más los espíritus que los cuerpos. Se veían bien claro el presente y negros los días venideros. De pronto, Domitila, sin poderse contener, se levantó del asiento y se cruzó de brazos. -¿Qué va a ser de nosotros? -¡Quién sabe, hija! Pero no debemos asustarnos. Ya pasará ésto. Volvieron a guardar silencio. A los pocos instantes escucharon los sordos rumores de la multitud que, gritando como energúmenos, avanzaba hacia la plaza Condell y, a medida que se acercaba, se hacían más perceptibles las interjecciones que llerían los castos oídos de Domitila. -¿Qué pasa? - preguntó asustada. -Son los manifestantes que se acercan. Ya están acá. Los miembros de la Liga Patriótica, aclamando estruendosamente a la patria, vociferaba en forma desconcertante, contra los peruanos y a todo pulmón pedían que, en el día, éstos fueran expulsados. ¡Mueran los "cholos"! - gritaban unos - ¡Mueran! Y la multitud, enronquecida por el odio y por la estupidez, respondía descompasadamente: -¡Mueran! ¡Mueran! Sus gritos llenaban los aires. De todas partes salían hombres idiotizados por el alcohol y avezados en el crimen vulgar, para sumarse a los manifestantes que seguían su camino, poniendo en la ciudad notas de alarma y de inquietud. Domitila, cogida del brazo de Medina, no se separaba de él. Un temblor general hacía vibar de indignación todo su cuerpo. Después, cuando la muchedumbre se alejó y dejáronse de escuchar las vociferaciones grotescas, los dos, siempre agarrados de la mano, quedaron en silencio. Minutos después, agitados por las emociones sufridas, resolvieron descansar. Se desvistieron lentamente. La mañana siguiente, cuando Medina bajó al alamacén para abrirlo, vió que en la puerta había una burda y gran cruz negra pintada con alquitrán, lo mismo que en las tiendas vecinas de propiedad de comerciantes peruanos. Esa cruz representaba para él, así coo para todos sus compatriotas, una notificación terminante de que se hallaban ellos en peligro y que también sus negocios podrían, de un momento a otro, sufrir las consecuencias del desborde de las multitudes. Horas después, al ir a almorzar, conversó con Domitila y la amnifestó sus inquietudes. Los diarios seguían ocupándose de este ausnto y en sus columnas, con grandes caracteres, comentaban apasionadamente el movimiento popular aplaudiéndolo abiertamente, "porque representaba el sentir unánime del pais que deseaba verse libre del elemento peruano que había llegado al colmo de su audacia". -¿Qué crees que debemos de hacer? - díjole Domitila, mientras que, con los codos sobre la mesa, lo miraba con angustia, como queriendo adivinar su pensamiento. -No debemos inquietarnos tanto. Esta gente es exaltada y ya pasará su nerviosidad y se darán cuenta los que la agitan, que es peligroso el camino que quieren seguir. Domitila no se convencía. De temperamento violento y apasionado, no tenía, como su marido, la serenidad necesaria y ya le parecía que, de un momento a otro, las hordas llegarían hasta ellos para insultarlos y ultrajarlos. Lentamente sirvió el almuerzo. Y mientras tomaban el caldo y se servían otros platos, continuaron conversando del mismo asunto que tanto los intranquilizaba, La criada, muchacha de 12 años de edad, con un ojo más grande que otro y con un pedazo de carne chata por nariz de aspecto estrafalario y que era la burla de todo el barrio, entraba y salía del comedor, llevando y trayendo los platos. -Por el momento, añadió Medina, - yo creo que debemos esperar que se desarrollen más los acontecimientos. -Pero si vamos a esperar, seguramente que nos encontraremos en crítica situación, y a todo trance debemos cuidarnos. Desde la noche en que ambos, cuando se encontraron en la plaza Prat, presenciaron la manifestación, no volvieron a salir después de la comida, por temor de encontrarse frente a manifestaciones que herían su sentimiento patriótico. Medina, por la mañana, iba a la tienda y allí permanecía, sin salir, hasta la hora del almuerzo, para regresar una hora después y estar hasta las siete de la noche, en que de nuevo volvía a su casa para encerrarse. Así estuvo durante muchas semanas, siempre con la herida viva en el alma, recordando las escenas bochornosas que las veía, con los ojos de su imaginación, desfilar en forma tétrica. Hacían vida lamentable, sin salir a ninguna parte, ajenos, podría decirse, al movimiento dle puerto. Al fin y al cabo, poseían medios suficientes y se hallaban en situación de no tener que abandonar para nada su hogar. Domitila, presa de unción religiosa, no cesaba de rezar todas las noches, a San Antonio, cuya imagen estaba colgada a la cabecera de su cama, y a la que le había puesto una pequeña lámpara de aceite, que todo el día alumbraba con su luz mortecina y blanquesina. Muchas veces Medina , contagiado de la piedad fervorosa de su mujer, la acompañaba en sus ruegos y seguía con atención los clamores, vagos y dichos a media voz, que ella hacía. En el mes de mayo de 1920 experimentó Medina, en sus negocios, serio quebranto. Los clientes, en su mayoría de nacionalidad chilena, "boicotearon" la sastrería: eran muy contadas las personas que ocupaban sus servivios. Las rentas habían disminuído en proporción alarmante, tanto por esta cuasa, como, también, por la eneorme crisis económica por la que atravesaba la provincia. Las oficinas salitreras paralizaron sus negocios; los empleados y operarios se encontraban sin trabajo; en la población había exceso doloroso de hombres sin empleo; la subsistencia era cara; todos los artículos subieron violentamente de precios; la situación se tornaba, cada vez, más angustiosa. La bahía presentaba un aspecto de desolación: no había barcos y apenas si, de semana en semana, fondeaba un vapor que realizaba operaciones limitadas. Se cernía sobre la provincia, y especialmente sobre sus habitantes, una amenaza terrible. EL comercioen general, puede decirse, que paralizó sus negocios, y las calles, en otra época alegradas por el movimiento incesante, presentaban el aspecto de una ciudad a las puertas de la rutina. Una tarde, Medina revisando sus libros, vió que, al siguiente día, se vencía una letra por $20, 000, importe de un fuerte lote de casimires que, meses antes, había recibido de Inglaterra. Inmediatamente que se venció el plazo, extendió un cheque a cargo del Banco Alemán Transatlántico y lo abonó. El, celoso de su crédito, no quiso pedir prórroga y prefirió soportar ese quebranto apreciable en su haber, Los negocios no estaban para hacer desembolsos de tal naturaleza; pero; confiado en una pronta reacción en el comercio y deseoso de cumplir su palabra empeñada, resolvió cancelar la deuda. Transcurrieron varias semanas y la agitación popular continuaba en aumento, merced a la labor tesonera de la Liga Patriótica que ponían especiales cuidados para que el buen éxito lo coronara sus esfuerzos y fuera realidad inmediata el propósito que perseguía de que todos los peruanos abandonaron la ciudad. Por eso, casi diariamente, se llevaban a cabo reuniones públicas en las que, oradores improvisados y de fachas estrafalarias, arengaban a la multitud que, guiada de su estupidez, aplaudía y lanzaba vivas sonoros mezclados con canallesca interjecciones muy corrientes en ese país. Un domingo de junio, a las tres de la tarde, mientras se realizaba en la plaza Brasil, frente al cuartel de policía, una reunión en la que tomaron parte más de mil perosnas, un joven peruano, nacido en Iquique, y que trabajaba en la casa W. R. Grace y Cia, pasó por ese sitio en compañía de su madre, anciana y que padecía de afección cardiaca, para dirigirse a su domicilio, distante dos cuadras. Uno de los manifestantes lanzó groseros gritos. -¡A ese, a ese! - rugió - ¡Mueran los cholos! Todos los manifestantes dirigieron, hacia el peruano, la mirada y obedecieron sin pérdida de tiempo las insinuaciones del que había dado la voz de ataque. Corrieron a él y, brutalmente, cual bloque formidable, cayeron sobre su persona y le maltrataron sin piedad, con refinado ensañamiento, con indigna cobardía, golpeándole en el cuerpo, en la cabeza, en las piernas, mientras la víctima, tiraba de bruces en el suelo recibía, sin protestar, los puntapies y los puñetazos de la horda que, ebria de odio, vociferaba: -¡Fuera los peruanos! ¡Mueran los cholos! ¡Mueran! La madre del joven, víctima también, de las insolencias de la turba, lanzaba gritos lastimeros y hacía esfuerzos sobrehumanos para salvarle de una muerte segura. Nada le valió. Sus esfuerzos eran inútiles y sus lamentaciones las recibían los manifestantes con frases burlonas y con amenazas de castigo. Uno de ellos, con el cabello hacia los ojos, sin zapatos ni camisa, con el cuerpo negro por la falta de higiene, mostrando sus dientes asquerosos, se llegó hasta la anciana, la tomó violentamente y la botó lejos, insultándola. Después de varios minutos, el joven, haciendo esfuerzos fué agarrado de los brazos por su madre, y, lentamente, lanzando quejidos por los fuertes dolores que sentía, se encaminaron hacia la casa, donde le prestaron solicitas atenciones. La muchedumbre, orgullosa de su labor, gritando y enseñando los puños, dejaron la plaza Brasil y recorrieron las principales calles de la ciudad, insultando a los peruanos y atacando sus establecimientos , señalados con grandes y toscas cruces negras. Medina y su mujer como de costumbre, no salieron de su casa. Permanecieron todo el día dedicados a labores domésticas. A través de las ventanas cerradas oían, a lo lejos , los rugidos de los exaltados que pasaban por la esquina de la casa. Cerca de las ocho de la noche se sentaron a la mesa. Comieron sin deseo, pronunciando, apenas, una que otra palabra, porque conservaban la triste impresión de los atentados realizados por los miembros de la Liga Patriótica. Dos semanas después, un empleado de Medina, llamado Antenor Urrutia, de nacionalidad chilena, que trabajaba con él desde hacía tres años, dejó intempestivamente el trabajo. Medina no se preocupó de su falta. No quiso averiguar nada. Pero ocho dias después, revisando su caja, notó, con profunda indignación, que le habían falsificado un cheque por valor de $12,500, cobrado por Urrutia, según pudo establecer a los pocos instantes. Cuando tuvo la certeza de que su exempleado era el autor del robo, fuese a la sección de policía y dió parte de lo que le había ocurrido. EL jefe lo recibió con indiferencia. -¿Y qué quiere usted que se haga? -¡Que se aprese al autor del robo! El jefe lo miró por breves instantes y después sonrió con burla. Alzó los hombros y, alejándose, le dijo: - Ya veremos .... Medina abandonó el cuartel de policía, desgarrada el alma de tristeza. Vió así, de pronto, derrumbarse todo su fortuna, todo su bienestar, malogrados sus esfuerzos de varios años. Fuése a su casa y le refirió a su mujer lo que habíale ocurrido. Domitila se agarró la cabeza con las dos manos. Abrió tamaños ojos. No tuvo ánimo para decir una palabra. Estaba parada en el centro de la habitación, como petrificada. Después, desvanecida, toda esperanza de recuperar el dinero perdido, ella se tiró en un sofá de la sala y comenzó a sollozar fuertemente. -¡Dios mío. Dios mío! ¿Qué mal hemos hecho? Medina se acercó a ella, sentóse a su lado, y, mirándola a la cara, con los ojos que reflejaban angustia infinita, en voz muy baja la dijo: -No llores, hija .... Cálmate. ¿A qué desesperarnos? Domitila, de pronto, quitándose el pañuelo que tenía en los ojos, con acento desgarrador exclamó: -¡Canallas! ..... Las escenas tumultosas de la Liga Patriótica se repetían todas las noches, alentadas por lo diarios locales que las estimulaban, porque, según ellos decían, "interpretaban el sentir de la provincia" . Los ataques a los peruanos que pasaban por las calles eran constantes y muchos de éstos resultaban seriamente golpeados, lo que exigía inmediata intervención de un médico. Los miembros de la Liga formaron una lista de los nombres de todos los peruanos, y luego, por correo, les enviaban una notificación terminante para que, en determinado plazo, dejaran la ciudad, porque "su presencia era ingrata". Tenían ansia de que todos se fueran del país. La expulsión era violenta y en masa. En la noche del día 16 de agosto de 1920, a las nueve , en la plaza Condell, se realizó una manifestación bulliciosa, que al día siguiente un periódico la calificó de "grandiosa y digna del aptriotismo de todos los chilenos". Habían reunidos más de mil individuos que vociferaban sin cesar, aplaudiendo estruendosamente los discursos de los "oradores" que hacían lujo de su exaltación patriótica. Uno de ellos, el exempleado de la sastrería, Antenor Urrutia, parado en un banco, agitando los dos brazos, manifestaba la urgente necesidad de "acabar de una vez por todas con los cholos que impedían la realización de los sanos propósitos del gobierno" -¿Y sabéis, señores, - rugía, - cuál es la forma de librarnos de esos elementos perniciosos? ¡Expulsarlos! ¡Destruir sus propiedades! ¡Echarlos de aquí, sin piedad de ninguna clase! ¡¡Mueran los peruanos!! Y la muchedumbre, estúpida y brutal, respondía con estentórea voz: -¡Mueran los cholos! ¡Mueran! Acto seguido, como movidos por un resorte los manifestantes se dirigieron a los establecimientos peruanos y golpearon las puertas. En seguida, en masa, como obedeciendo a una consigna, derribaban violentamente las puertas, ante la mira impasible de la policía que, con su silencio, autorizaba los desmanes. La sastrería de Medina fué presa, también, del furor de los miembros de la Liga Patriótica. Penetraron en ella. Derramaron kerosene. Prendieron fósforos. E instantáneamente el almacén fué envuelto en llamas. Un rápido incendio consumió la progresista sastrería Le chic parisién. Medina y Domitila, que ya estaban acostados, al sentir los golpes en la tienda y darse cuenta, luego, del incendio, saltaron nerviosamente de la cama y, en paños menores, por los techos, como quien huye de unos asesinos se refugiaron en una casa vecina, de familia chilena, que les prestó albergue. EL fuego había consumido por completo la tienda. A la hora, de ella no quedó sino escombros. La ruina fué total. Y mientras Medina y su mujer, sin dinero, sin negocio, sin ropa, ateridos de frío, martirizados sus cuerpos y con terrible angustia en el alma, pasaban la noche en casa ajena, la multitud, salvajemente exaltada, seguía destruyendo las casas, incendiando alamcenes, golpeando a los perunanos y gritando con voces de estúpidos: ¡Mueran los cholos! ¡Mueran! ¡Fuera! ¡Fuera! * * * Medina y su mujer permanecieron refugiados en la casa de la familia chilena, más de veinticuatro horas, recibiendo de ella amables atenciones. Les proporcionaron la ropa indispensable para evitar que siguieran en lamentable condición. La dueña de la casa, mujer de respetable edad y de porte distinguido al contemplar el estado en que ambos habían quedado como consecuencia del incendio de la sastrería, no cesaba de exclamar: -¡Esto es horroroso! Nada decía Medina. Guardaba profundo silencio y en el alma llevaba indecible angustia, revelaba solamente en su semblante pálido y en sus ojos, en los que se podía leer la amargura sufrida por las escenas desarrolladas. Sólo Domitila, de cuando en cuando, reprimiendo los sollozos, manifestaba la indignación que le causaba, por los actos de violencia de que habían sido objeto. -¡Esto es salvaje! - decía - ¡Es indigno! El siguiente día, a las nueve de la mañana, el furor del pueblo se reveló en forma más intensa. la muchedumbre, exaltada y frenética de odio, se echó a correr por las calles de la ciudad, a la "caza" despiadada de los peruanos. Era una horda numerosa que iba y venía por todos los lugares, vivando a la patria y lanzando estruendosos mueras al Perú. A gritos enseñando los puños, con los rostros embrutecidos, pedían la expulsión inmediata. -¡Fuera de aquí! - aullaban - ¡Fuera! El clamor era general. Parecía que una sola voz lanzaba los insultos y las aclamaciones groseras, que la multitud, ebria de rencor y de brutalidad, aplaudía ruidosamente. Luego, al pasar por la plaza Condell, vieron los manifestantes la sastrería Le chic parisién convertida en escombros, perdido para siempre ese negocio que había estado en pleno auge, causando ello el desastre repentino de su propietario. -¿Dónde está Medina? - rugió Antenor Urrutia que capitaneaba a esa muchedumbre desaforada. - ¿Dónde está? Uno de los manifestantes indicó que la noche del incendio, Medina y su mujer habíanse trasladado, por los techos, a una casa vecina, donde aún se hallaban, según denuncia hecha por un "compañero" que logró obtener el dato. Entonces Urrutia, arengando a la multitud, que ascendía a más de doscientos individuos, penetró violentamente en la casa, acompañado de sus secuaces y pidió a la dueña que los hiciera salir. -¿Qué significa ésto? - exclamó, indignada, la señora. Fueron inútiles sus protestas. A la fuerza sacaron a Medina y a Domitila, Un grupo de diez personas, insultándolos y amenazándolos, los llevaron hasta el muelle, para ser reunidos con muchos peruanos, hombres y mujeres, que allí esperaban el momento de ser metidos en botes para trasladarlos al vapor Orcoma, que aguardaba a ese doloroso cargamento humano para trasladarlo a las playas peruanas, hospitalarias y lejanas. Poco a poco, ante la risueña expectación del populacho, grupos de individuos conducían al muelle a los peruanos, que, sin tiempo para arreglar sus cosas, cumplían el odioso mandato de la multitud, que, a manera de hambrienta jauría, se echaba sobre ellospara darles "caza" y obligarlos a dejar el puerto. De pronto, al entrar en el muelle, un joven que era llevado de los brazos, sin sombrero, con la corbata al aire, hacía esfuerzos sobrehumanos para desasirse de sus verdugos. Por un instante consiguió su objeto. Se puso en guardia y amenazó con sus puños a las que le custodiaban. -¡Miserables! - gritaba loco de ira- .¡Cobardes! Se lanzaron sobre él más de veinte individuos y lo golpearon sin piedad. El joven cayó al suelo. Allí fué pateado, insultado, vejado sin misericordia. Le rompieron la cabeza de la que manaba abundante sangre. uno de los victimarios, con ojos así de grandes por el salvajismo, riéndose fuertemente, rugió: -¡Déjenlo, déjenlo! ¡Que se muera! Tres, cuatro, ocho, quince, veinte, cincuenta escenas iguales se repitieron sin que de nada hubiese valido las protestas y el sentimiento humano que se imploraba para que cesacen esos actos que ponían en trasparencia la índole de los que así procedían, que echaban a la espalda todo respeto. Después, cuando en el muelle reuniéronse más de quinientas personas, entre hombres, mujeres y niños, de toda edad y condición social, los miembros de la Liga Patriótica dispusieorn que fueran embarcados en lanchones inmundos y traslados al vapor Orcoma, que los esperaba en cumplimiento de órdenes impartidas por la autoridad política. Cerca de las cinco de la tarde, la nave estaba llena de peruanos. En ella se habían embarcado, también, a la fuerza en Valparaíso, en Antofagasta y otros puntos más, a cientos de peruanos, expulsados por las autoridades. El barco traia al Callao alrededor de ochocientas personas, todas ellas repartidas, en grupos dolorosos, por la cubierta inmunda, expuestos a las miradas de la tripulación que pasaba de un lado para otro sin importarles la triste condición en que viajaban. A las seis, cuando el sol comenzaba a ocultarse y sobre el horizonte la tenue oscuridad caía muy lentamente, el barco empezó a hacerse a la mar con rumbo al norte, alejándose , poco a poco, del puerto, hasta que las torres de las iglesias de la ciudad fueron perdiéndose de vista. Allá, a la distancia, sólo se apercibía puntos vagos de esa población que, pocas horas antes, había sido indiferente testigo de escenas de un realismo brutal no fácil de traducir. La tristeza de la noche cubrió por completo el barco. Los ochocientos pasajeros, en cubierta, sin comida y presa de emociones indescriptibles, principiaron a ver la forma de arreglar camas para recostarse y poder dormir. Los afanes eran grandes. Unos habían logrado llevar colchones. Otros frazadas. Algunos, muy pocos, pequeños baúles con escasa ropa. Botados sobre la cubierta, como perros enfermos, sin tener con qué abrigarse, ese hacinamiento de personas, ancianos que se quejaban de dolencias crónicas y mujeres que se debatían por los efectos del amreo, - hacían vida de tristeza lamentable que partía el alma. A las nueve reinaba sobre la cubierta del Orcoma un silencio sepulcral. Los pasajeros estaban consagrados al descanso reparador de tantas fatigas sufridas al ser cogidos brutalmente por los miembros de la Liga Patriótica y embarcados cual fardos para que, por la fuerza regresaran a la tierra natal. Durmieron esa noche de cualquiera manera. Algunos marineros, apiadados de la triste condición en que hacían el viaje, les facilitaron costales, pedazos de lona, cajones vacíos, tablas, restos de muebles que fueron, sobre los cuales los viajeros se acomodaron lo mejor que pudieron, pasando así una noche llena de incomodidades, expuestos al frío que por todas partes entraba, martirizando sus cuerpos y angustiando más sus almas, fuertes en medio de tanta penuria soportada en silencio y con resignación. Al siguiente día, muy temprano, a las cinco, los marineros que hacian la limpieza del barco, provistos de rasquetas y escobas de a bordo, recorrían la cubierta, mientras otros, con mangueras, echaban agua en abundancia que la inundaba por completo mojando a los pasajeros que todavía permanecían durmiendo, teniendo que levantarse para evitar la humedad. Fueron momentos de gran confusión de desorden de espantosa inquietud la que sufrieron; cogiendo, unos, sus pequeños bultos, y salvando, otros, sus insignificantes atados con ropa que lograron llevar a la nave. Medina, que nada tenía, se vistió de prisa y fuése a un lugar apartado. Junto con él estaba Domitila, que, sin haber podido pegar los ojos durante toda la noche, tenía un pañuelo blanco amarrado en la frente, para mitigar un poco el fuerte dolor de cabeza que la mortificaba. Al pie de una escala, que conducía al comedor, y donde el agua no llegaba, se sentaron los dos. Ella tenía, sobre las rodillas de su marido la cabeza. -¿Te sientes mala? - preguntóle él tiernamente -La cabeza .... Me duele mucho .... El trataba de consolarla. La acariciaba con profunda pena. Su estado le afligía mucho. La nave, mientras tanto, seguía su marcha lenta y sólo se escuchaba el ruido constante y monótono de la máquina que funcionaba y el rumor incesante del agua que el barco rompía. Pasaron dos horas. Medina y su mujer regresaron al sitio que antes habían ocupado, y que ya se hallaba seco. El sol estaba alto. Cerca de las ocho, un pasajero, dirigiendo la mirada hacia la derecha, exclamó con incontenible alegría: -¡Arica! ¡Arica a la vista! Varios pasajeros se acercaron. Se formó un grupo numeroso. Medina estaba allí. Miraron con curiosidad el punto señalado por el que había dado la voz. Allí, con su morro enorme, legendario, testigo mudo de acciones heroicas que no se borrarán nunca de la imaginación. Poco a poco el vapor fué acercándose. Disminuyó su andar. De pronto cesó de funcionar la máquina. Echó anclas. Medina, en la popa, sólo, quedóse contemplando largo rato el morro y con infinita angustia que le martirizaba el alma, vió, con los llenos de lágrimas en la cumbre , flamear la bandera chilena. Un temblor nervioso le corría por todo el cuerpo. Nunca había presenciado un espectáculo tan commovedor, tan profundamente emocionante. Hubiese querido, en ese mismo momento, con sus fuertes puños, estrujar, hasta hacer añicos, esa bandera que en ese sitio representaba una afrenta y un insulto. Su espíritu se nubló. Sus ojos veian cosas lejanas y queridas. Por su cerebro pasaban ideas llenas de santo amor patrio, con anhelos fervientes de un pronto desquite. Sus oídos precían escuchar el rumor eterno de una canción con ritmos extraños, reveladores de días próximos y felices. No pudo contener más la angustia que le hacía sufrir. Su cuerpo se revelaba ante el cuadro de dolor que presenciaba. Y silencioso tratando de contener las lágrimas, fuese al lado de su mujer, que, echada sobre unas tablas, arropada con un pañolón que la habían prestado, con el rostro cadavérico, descansaba del mareo y de las penurias del viaje; mientras él mirando al suelo, con su amplio sombrero, en actitud de meditación, pensaba en el dolor que significa la pérdida de algo muy querido y en el consuelo del retorno de lo que era para él un pedazo del alma. El Orcoma demoró todo el día en Arica. En ese puerto embarcaron, también a la fuerza, otro cargamento humano. Los que estaban a bordo, al ver llegar a los peruanos que eran expulsados de ese puerto y de Tacna, los recibieron amablemente, abrazándolos con ternura. La cubierta se llenó totalmente de pasajeros, sin que hubiese sitio para contenerlos. Eran hombres, mujeres y niños, que, con los rostros angustiados y con los ojos febriles por la emoción, permanecían atontados, revelando las inquietudes de sus espíritus y el dolor de sus cuerpos. Medina, en medio de ellos, escuchaba los relatos lamentables de esa gente que, obligadamente, sin tiempo para arreglar sus cosas, muchas de ellas, con escasa ropa, se hallaban allí para seguir viaje a la patria de sus predilecciones. Uno de ellos, que ostentaba en el rostro las huellas recientes de un feroz puñetazo en la mandíbula derecha, contó las escenas de violencia que, horas antes, habían sido víctimas por parte de los miembros de la Liga Patriótica Medina no pudo contener su indignación. Protestó, también, de esos actos de salvajismo, que tan dolorosamente recordaba. De pronto, quitándose el sombrero y agitándolo enérgicamente exclamó con voz sonora, larga, llena de sentimiento patriótico: -¡Viva el Perú, señores! La enorme multitud de peruanos que, apiñados, en triste confusión, le escuchaban, respondió a una sola voz, vibrante y rotunda. En la cubierta repercutió con sonridades fuertes. A las cinco de la tarde se puso en movimiento el barco. Pocos minutos después, el puerto se perdió de vista. El crepúsculo vespertino fué cayendo lentamente y la hora del ángelus fué más triste que nunca . Instantes después se presentó un individuo perteneciente a la tripulaicón que, con un balde asqueroso en la mano, con dificultad atravesaba la cubierta, de un lado para otro ofreciendo a los pasajeros la comida. Esta se componía de un trozo de carne negra, un pedazo de pan con abundante migaja y un poco de arroz en pelotones inmundos. La gente, alargando las manos, recibía la pitanza para mitigar el hambre que les mortificaba. Los que tenían dinero compraban, a precios inverosímiles, algo de alimento. Los niños, sobre todo, cuando vinieron la distribución odiosa y caprichosa de la "comida", abrían desmesuradamente los ojos, en espera del turno para poder satisfacer su imperiosa necesidad. Eran escenas de una crudeza profundamente conmovedora y que ellos las soportaban en la esperanza de que, al llegar a las playas hospitalarias de la querida tierra, podían con tranquilidad respirar aire libre y generoso de la patria. Continuaba el barco su navegación hasta llegar al puerto de Ilo donde varios de los pasajeros desembarcaron. Era el primer puerto peruano. Allí, libres ya de la opresión , comenzaron a hacer manifestaciones de júbilo. Horas después, la nave zarpó con rumbo a Mollendo. Cuando en este puerto fondeó, numerosas embarcaciones con pasajeros, la rodearon, y aclamaron a los viajeros, que agitando los sombreros, correspondían a los saludos. Así permanecieron varias horas. La gente subía y bajaba del barco. Todos, guiados de generoso afán, obsequiaban a los pasajeros con frutas, comidas, y diversas clases de regalos. Era una fraternidad edificante. Ya de noche, el Orcoma con rumbo a otros puertos hasta llegar al Callao. En el primer puerto fondeó la nave a las seis de la tarde del día 25 de agosto. Cientos de lanchas, llenas de gente se acercaron al vapor. Muchas personas tenían banderas peruanas que las agitaban, mientras otros lanzaban vivas a los expulsados que habían soportado vejámenes de todo género. Comisiones especialmente designadas estaban encargadas de recibir a los pasajeros, que, en la más triste condición, hicieron el desembarque, trasladándose inmediatamente a locales que de antemano habían sido buscados para dar albergue a los cientos de peruanos que, de toda condición social, habían hacho un viaje largo, en éxodo doloroso. Poco mas o menos cuatrocientas personas se dirigieron a Lima, al viejo y sucio local donde , hasta hace pocos años, funcionaba el manicomio y conocido con el nombre de el Cercado. Medina y Domitila se trasladaron a este sitio. Ninguno de los dos tenía familia. Resolvieron permanecer allí hasta encontrar lugar donde poder alojarse. En cuartos inmundos, ligeramente arreglados, los expulsados de Chile durmieron esa noche, presa de angustias inconcebibles, pero libres ya de las mortificaciones sufridas en tierra extraña y hostil. Gente amable, al ver el estado en que se hallaba Medina, con su mujer que sufría lo indecible, le prestó ropa de cama y un colchón, donde descansaron de los sufrimientos experimentados durante los ocho días horribles que había durado la navegación. Se acostaron temprano. Durmienron hasta las nueve de la mañana. A esa hora les llevaron el desayuno, que la administración del local había hecho preparar para darles a todos los alojados. -¿Cómo te sientes? - preguntóle Medina a su mujer, mientras, cerca de ella, mirándola a los ojos, donde se leía infinita tristeza, permanecía acariciándola el cabello. -Casi bien ... He dormido tranquila. ¿Y tú? Medina no tuvo por el momento otra preocupación que salir hacia el centro y buscar a viejos y queridos amigos y ver si era posible conseguir trabajo para evitarse esa vida llena de privaciones. No era posible continuar así. Un deseo ardiente le impulsaba a ello. -Voy a salir un momento; regreso luego. Le refirió sus propósitos, que a ella le parecieron buenos. -Pero no tardes, José. Mira que sufro mucho viéndome aquí sola. El la prometió regresar a las doce. La acarició con ternura y la besó amorosamente en los labios. En seguida, después de limpiarse la ropa y peinarse, salió. Ella le acompañó hasta la puerta. Le hizo adiós con la mano. Medina tomó por la calle de Cinco Esquinas y se encaminó por el Prado, Carmen Alto, hasta la plaza Italia. Miraba todo con atenta curiosidad. Le parecía todo muy extraño. ¡Hacía tantos años que no veía esos edificios! En seguida, lentamente, por la calle de San Andrés, siguió su marcha hasta la plaza de armas .. Allí se quedó varios minutos contemplando, con oculta alegría, ese sitio, que le traía a la memoria recuerdos queridos de tiempos idos y amables de su juventud vivida alegremente. Respiró con fuerza. En medio de su profundo dolor, se sintió tranquilo, porque, al fin hallábase de nuevo entre los suyos, gente buena y cariñosa. Se dirigió hacia la calle del Correo. En ese momento se encontró con un viejo amigo. Ezequiel Rodríguez, compañero en el colegio de Malambo, dirigido por el pedagogo don Armando Filomeno, y junto con el cual había aprendido el oficio de sastre. Se reconocieron. Se estrecharon en fuerte y prolongado abrazo. Rodríguez, tomándolo de los brazos, se lo quedó mirando con satisfacción amable. -¿Qué ha sido de tu vida? ¿Dónde has estado? Y lentamente, conversando con interés, se fueron hacia el portal de Escribanos y penetraron en el Jardín Estrasburgo, sentándose alrededor de una mesita. Rodríguez pidió dos vasos de cerveza. Bebieron. Hicieron gratos recuerdos de los tiempos lejanos, cuando en el barrio de Abajo el Puente, pasaban, juntos, casi todas las noches. -¿Y cómo te ha ido por esas tierras? . preguntóle Rodríguez. Medina le contó minuciosamente todo lo que le había ocurrido. Recordó la época de sus penurias pasadas en Lima, ya casado, trabajando todo el día, ganando una insignificancia que todo se iba en pagar el alquiler de la casa y en la comida ridícula. Le habló en seguida, de la generosa acción de su amigo Cayetano Landaeta, llamándolo con insistencia de Valparaíso, donde, después de breve permanencia, pudo lograr trabajo y formarse regular situación económica, que le permitió hacer vida desahogada. Después, sin apasionamiento, sin rincor, le relató el viaje que, junto con Domitila, había hecho a Santiago, encontrando, al regreso, su casa casi vacía por la acción de los pillos. Contó, también, sus afanes y todo lo que tuvo que trabajar, de día y de noche, para resarcirse de lo robado. -¡Caramba! - exclamó Rodríguez - ¡Vaya si has sufrido. Bebieron otro vaso de cerveza. Medina, encendiendo un cigarrillo, continuó su relato. Hizo breve historia del apoyo que le había prestado el sastre español y cómo, junto con Domitila, se trasladaron a Iquique para establecer la sastrería Le chic parisién. Con cierta tristeza enumeró las ganancias y con dolor oculto le contó todos sus sufrimientos, cuando los miembros de la Liga Patriótica asaltaron y quemaron su tienda, reduciéndola a escombros, mientras ellos tuvieron que huir por los techos. -¡Ah! ¡Canallas! ¿Y qué hacía la autoridad? José Medina se alzó de hombros. No quería acordarse de ello. -¿Y tu muejr? ¿Cómo está? -Así, así .... La pobre, como ya supondrás, ha hecho una navegación terrible. Está tirada en el Cercado, esperando mi regreso y mis noticias. Rodríguez se interesó por Medina y le ofreció ayudarle en todo lo que le fuera posible. -¡Vaya, no faltaba más! - le dijo- Estoy a tus órdenes. Ocúpame en lo que gustes, con confianza. Agradeció Medina el ofrecimiento generoso del viejo y querido amigo. Le estrechó con cariño las manos. Rodríguez manifestó: -¡Estás delgado! Se conoce que has sufrido bastante .... -Sí; más de lo que tú te figuras ..... ¡Pero no importa! Todavía me considero con suficiente ánimo para seguir luchando. La lucha terrible ha fortalecido mi espíritu. Aún tengo restos de voluntad. Salieron del restaurante. Medina, sin dejar el cigarro, continuó hablando, mientras lentamente caminaba con gracioso ritmo, víctima eterna de los callos. -Hay todavía energía. Porque es preciso, amigo Rodríguez, que sepas que ha ido tanto el dolor de mi vida, que, a fuerza de sufrirlo, he llegado a odiar al dolor .... Lima, noviembre de 1921. Empresa Editora "El Tiempo" GENERAL LA FUENTE 510 Lima- Perú Obras nacionales, próximas a publicarse: LA ESTATUA QUE VENCIO AL AMOR (comedia), por Ladislao F. Meza. LOS POEMAS DEL SILENCIO (prosas), por Juan Richardson LA CADENA DE ORO, (novela), por Armando Herrera. INQUIETUDES, (prosas), por José Amador Añazgo PAGINAS DE LA REPUBLICA, por César García Rosell. LA DERROTA (novela), por Tomás Manrique. De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Marianeth Ramírez Rodríguez