ANGÉLICA PALMA POR SENDA PROPIA (NOVELA) PRÓLOGO DE JOSÉ DE LA RIVA AGÜERO In compliance with current copyright law, the University of Minnesota Bindery produced this facsimile on permanent-durable paper to replace the irreparably deteriorated original volume owned by the University of Minnesota Library. 1997 AL INMORTAL RECUERDO DE MI PADRE DON RICARDO PALMA PRÓLOGO No desmiente con esta agradable novela Angélica Palma la herencia literaria de su ilustre padre ni el crédito que ya ella misma ha adquirido con VENCIDA y otros relatos, de tan fina emoción y melancólica gracia. Más aún que en la narración, luce su ingenio de limeña neta y de hija de D. Ricardo, en los diálogos y sobre todo en las cartas. Innegables son la destreza y el encanto con que maneja la forma epistolar. Y en las conversaciones femeniles que copia, acierta a expresar, con fidelidad fonográfica, el tono suave chancero, la adorable coquetería, la inconfundible donosura y el lánguido acento de nuestras paisanas. En las páginas de esta novela se oye hablar con toda verdad a las mujeres de Lima. Quienquiera que las conozca, creerá escuchar, evocadas con naturalidad admirable por una de ellas, las inflexiones de sus voces y el eco de sus risas. Nos parece que todas las que figuran en el presente libro son nuestras amigas, que las hemos tratado desde hace largo tiempo: lo mismo a la pícara Enriqueta, seductora en su malacrianza y su instintiva pervesidad, que a la dulce Inés y a las excelentes viejas de Soto-Umbrío, impregnadas en devoción, criollismo y prejuicios coloniales. También tipo conocidísimo, familiar para cualquier limeño, es el del protagonista Alfonso, simpático aunque mediocre y débil; verdadero representativo del mozo elegante peruano en los primeros años del siglo XX, ingerto en lo físico y moral de las contradictorias mezcolanzas sudamericanas; que si bien es Soto-Umbrío por la madre, y muy claro lo muestra en carácter y gustos, tiene por padre a un mero comerciante italiano. Ingenua y provincianamente deslumbrado por este París, de veras delicioso y único, no saborea, de sus infinitas excelencias, a juzgar por las conversaciones del regreso, sino las más superficiales y frívolas, que se hallan al alcance de cualquier rasta. Vanidoso y liviano, indolente y despilfarrado, Alfonso Lércari del Soto-Umbrío encarna en todo y por todo el tipo medio del criollo genuino; y es veracísima la pintura que de él hace la autora. Por eso, para personaje de moralidad tan endeble y psicología tan somera, parece desproporcionado castigo el que su mujer, la ofendida Inés, le impone, trocada la ingénita mansedumbre en implacable rigidez. La propia inconsistencia de Alfonso debería disculparlo. En la excesiva severidad de la conclusión se transparentan el carácter y los principios de la autora; pero es lícito al lector suponer y desear, como definitivo desenlace, anunciado o insinuado en las últimas lineas de la novela. que el arrepentimiento del infeliz Alfonso y la vida comun en la soledad de la hacienda ablanden al cabo la resolución de la esposa. Debió ella de preveer tan ordinario accidente, pues desde antes del matrimonio conocía muy bien, por propia experiencia la condición flaca y voluble de Alfonso; y no es profunda moral la que excluye la indulgencia. Como generoso representante de la antigua generación peruana, aparece el buen D. Manuel Arévalo. Tuvo un hijo, mozo bizarro, muerto en una revolución; y tiene una hija monja, Sor Mariana del Crucificado, sin duda es uno de aquellos vastos, frescos y apacibles monasterios criollos, a los que va dejando huérfanos la moda de las devociones modernas, para reemplazarlos con tristes conventillos extranjeros, sin tradición, ambiente ni poesía. Incansable repetidor de anécdotas históricas, D. Manuel Arévalo exagera de buena fé los méritos del tiempo viejo, por la corriente ilusión de la senectud y lo pasado; y porque inconscientemente embellece él mismo aquella edad, reflejándola en la pureza de su ánimo. Tiene Ud. razón que le sobra, mi querido D. Manuel, en su condenación de los calamitosos y abyectos años presentes; pero no data de hoy el mal, aunque hoy contemplemos acongojados la inesperada magnitud de su explosión. Acumulándose ha venido lentamente, desde las mismas épocas que Ud. añora; porque ni en 1850 ni nunca han sabido en el Perú mandar sin tiranía ni obedecer sin servilismo. La indisciplina mental, no obstante los esfuerzos de Herrera, que UD. recuerda; y como consecuencia de ella, la disolución política, el desbarajuste demagógico y pretoriano, remontan a muy atrás; y desde allí se han precipitado, acelerándose, apesar de engañosas treguas y remisiones, hasta el actual desborde. Los revolucionarios han sido siempre los peores déspotas; y la futura regeneración del Perú, para no ser de nuevo ilusoria, ha de ser una verdadera y honda reacción, que ciegue las fuentes del daño, abiertas de muy antiguo en lo intelectual y moral. Hechas tales salvedades, mis sentimientos reaccionarios simpatizan fervientemente con las remembranzas de la Lima de mediados del XIX, todavía tan española y castiza, en que se deleita D. Manuel Arévalo. Aplaudo su cariñosa pintura, que bien descubre ser trazada por mano para quien estos temas son como vínculo familiar; y participo de su nostalgia por los caserones de puertas hospitalarias, de anchos patios, de ensortijadas rejas, de zócalos de azulejos, y de traspatios con jazmines y madreselvas. Fué en verdad pintoresca y artística la desordenada Lima de nuestros abuelos. Por estulticia, la han despojado de lo pintoresco; y cada vez la ponen más desordenada y deshecha en todos sentidos. Como se vé, el progreso es indiscutible. Pero lo que más me emociona en la simpática novela que prologo, es la sentida descripción de Chorrillos. Qué limeño no ha paseado sus primeras ilusiones a la luz de la luna en el clásico Malecón? De todas las cercanías de Lima, es la bahía de Chorrillos el paisaje más hermoso, aunque así no lo crea el vulgo de los turistas, que ya abunda en la América Meridional. Hubo escritor viajero que al ver los médanos y el calvo Morro Solar en derredor del balneario, habló de la aridez agobiadora de Chorrillos. no tuvo ojos ni alma para apreciar el contraste africano de su vegetación de oasis con las arenas circundantes; ni la armoniosa curva de la alta costa, esmaltada de verde, sonora y brillante como una lira, cuando el sol del verano barre las nieblas. En la mansedumbre del golfo, las olas se tienden con una molicie casi mediterránea; y en los días claros, el fondo violeta de la gradería de los Andes, levantándose trás los pinos de Miraflores, hacia el noroeste, da la impresión del escenario de un lago entre suizo e italiano. Cierto que al sur el grueso Morro, deforme como un megaterio, rompe el puro equilibrio de las líneas del cuadro; pero su propia mole, ennoblecida por las tradiciones indígenas que lo divinizaron (Marcahuillca, la altura sagrada) y por los recuerdos de la guerra con Chile, exalta de súbito el paisaje, contrastando con la serenidad del valle y la quietud del mar. En las playas de Chorrillos, desde el tiempo de los Incas, existió una casa de baños (Armatampu) donde terminan los rectangulares muros de adobe de Surco el Viejo, pegado al cerro. En las mismas playas y junto a las vertientes de agua dulce que les dieron nombre, fueron en 1670 las fiestas al virrey Conde de Lemos. Los académicos del virrey Marqués de Castell-dos-Ríus celebraban a principios del siglo XVIII en letrillas y romances las regocijadas meriendas de los limeños en Chorrillos. Y a mediados del siglo XIX, en la ficticia prosperidad de la República peruana, las lujosas temporadas anteriores al saqueo e incendio del 81, fueron como un lejano reflejo de los derroches y elegancias del Segundo Imperio francés. Muy bien describe Angélica Palma, en las primeras páginas de este libro, las transformaciones de Chorrillos, desde las patriarcales costumbres que la Colonia llegó a los primeros decenios de la Independencia, retratados en las comedias de Segura y Pardo, hasta los esplendores del apogeo, hacia 1870. Y en el moderno Chorrillos, en el reconstruído después del desastre, en el Chorrillos entristecido y pálido como una convalescencia, transcurre, segun es casi de rigor en la sociedad de Lima, el noviazgo de los personajes, Alfonso e Inés. Aprecie el lector curioso de las costumbres limeñas, tan discretos y suaves capítulos. Resaltan en ellos las dotes de observación delicada y sencilla elegancia que caracterizan a la que, sin ofensa de nadie, es hoy indisutiblemente la más distinguida de las literatas peruanas. J. de la Riva Agüero. Paris 12 de Mayo de 1921 I CHORRILLOS. Si a la juventud dorada de estos tiempos, que ve en Chorrillos un centro delicioso de solaz veraniego, se le narrara como vivían, hasta mediados del pasado siglo, en la misma aristocrática villa, sus respetables abuelos, el único comentario al relato sería una sonrisa entre compasiva y desdeñosa. Y si fuera posible que aquellos respetables abuelos emitieran su opinión sobre pick nicks, matinées dansants y demás diversiones de extranjis, hoy en boga, indudablemente que las calificarían de estiradas e insulsas comparadas con las fiestas pretéritas de que ellos gozaron: pachamancas campesinas, románticos paseos a la luz de la luna en amable charla con amables damas, vestidas de claros holanes, florecidas de jazmines las cabelleras sedosas. Necia pretensión sería la de querer justificar en todo uno de los dos pareceres, prescindiendo en absoluto del otro, ya que belleza es solo lo que nos gusta, verdad es solo lo que creemos; pero es, sí, natural y legítimo empeño dedicar un recuerdo, aunque sea rápida y deslavazadamente, al Chorrillos que fué, a manera de filial homenaje que al ayer rinde el presente. Era San Pedro de los Chorrillos pobrísima aldea de pescadores, que habitaban en toscos ranchos de adobes. La bondad de su clima y la constante tranquilidad de su bahía animaron a algunas familias limeñas a abandonar la capital por el incipiente balnearios durante los meses estivales. Como el villorio no tenía otras casas que las muy humildes construídas por sus hijos, cedían éstos los mejores cuartos a los aristocráticos huespedes y se retiraban al interior de la vivienda. Esta existencia patriarcal, en la que la llaneza no excluía el respeto, creaba sólidos vínculos entre señores y campesinos, que se acostumbraban a mirar a aquellos como a sus protectores naturales en los momentos solemnes de su vida. Así no era raro encontrar por las calles de Lima alguna pareja de indios de edad madura, portadora de una sarta de pejerreyes frescos y de unos matecitos de chicha, que se detenía ante la puerta de un caserón solariego. La mlatica vivaracha que acudía a la llamada, al reconocerlos, corría a avisar a la señora. — Amita, aqui están ño Mateo y ña Manonga, los del rancho de Chorrillos, que traen unos regalitos para su mercé. — ¿Los de Chorrillos? Que pasen inmediatamente. Y los de Chorrillos pasaban, y, después de largas salutaciones, enrevesados preámbulos y muchos circunloquios, exponía el orador, o, mejor dicho, la oradora, el objeto de su visita en estos términos: — Sabrás, pues, niña, que venimos a suplicarte pa que tú y el patrón sean padrinos de mi hija Chepita, que ha salido bien de la prueba y se casa el día de Nuestra Señora de las Mercedes. La dama, sin escandalizarse de ese noviazgo nada platónico, tan ingenuamente designado por la chola con el nombre de la prueba y que duraba meses, concedía el servicio solicitado y no dejaba partir a los indios sin agasajarlos generosamente. Apesar de la falta absoluta de comodidades materiales, no carecía de atractivos aquella vida chorrillana, cuyas principales características eran la sencillez y la franqueza. Reinaba verdadera intimidad entre las pocas familias veraneantes y se las veía juntas, tanto en los baños matinales como en los paseos vespertinos y en las veladas domésticas. Acudían a éstas los caballeros precedidos por un negrito portador de un farol, que rasgaba debilmente las densas tinieblas, y, después de correr el riesgo de perniquebrarse mil veces en los baches del camino, llegaban a la casa designada para la tertulia, en la cual las personas mayores se entregaban a las combinaciones del rocambor, y la juventud a las de ese otro juego dulce y peligroso, que ha sido y será eternamente el favorito de la humanidad. No tardaron los limeños en apersibirse de que cuanto sobraba de franca y afectuosa a la hospitalidad de los pescadores le faltaba de confortable, y diéronse a edificar sus moradas estivales con los refinamientos y la suntuosidad que el gusto y la fortuna de los propietarios permitía. La era del verdadero progreso de Chorrillos empieza con el gobierno del mariscal Castilla que, entre otros beneficios, le hizo el de unirlo a la capital por ferrocarril. Pudo, pues, ya realizarse cómodamente, en veinticinco o treinta minutos y sin miedo alguno, el viaje que antes se hacía en dos horas largas, en pesados carromatos y con el temor, casi siempre realizado, de ver surgir, en alguna revuelta del camino, una pandilla de facinerosos que, armada de sendos bocones, daba el alto a la caravana. Algunas veces se negaba ésta a obedecer y había largo tiroteo entre turistas y bandoleros; pero generalmente, por consideración a las mujeres y niños que iban en el carruaje, resignábanse los viajeros a dejarse despojar de alhajas y dinero. Cuéntase que, en cierta ocasión, supieron los ladrones a ciencia cierta que un grupo de encopetados señores debía salir de Lima en la tarde de un sábado, bien pertrechado de monedas, para hacer frente a los famosos rocambores dominicales de Chorrillos; los discípulos de Caco no desperdiciaron la oportunidad y en partida numerosa y bien armada cayeron sobre los paseantes, en un periquete los alijeraron de la impedimenta de joyas y plata y luego, magnánimamente, los autorizaron a continuar su marcha. Uno de los robados púsose a renegar, por lo bajo, de la suerte que lo obligaba a hacer tan largo trayecto sin llevar en el bolsillo ni una peseta para refrescar en algun tambo del camino. — Dice usted bien, mi patrón,- contestó el capitán de los bandidos que lo había escuchado. Y, con un arranque digno de su maestro Diego Corrientes, obsequió a cada una de sus víctimas un par de pesos para las necesidades del tránsito. Lo cómico del caso estuvo en el negocio redondo realizado por uno de los viajeros, capitalista tan acaudalado como económico y prudente que, en previsión de posibles malandanzas, emprendió el viaje con la bolsa escueta, y lo terminó, gracias a la generosidad del facineroso, dueño de dos pesos relucientes. El impulso dado a Chorrillos por el espíritu civilizador y elevado de don Ramón Castilla siguió en progresión creciente: los ranchos, conservando como herencia paradójica el nombre primitivo, se tornaron palacios; las calles, en las que antaño corría el transeunte el riesgo de perniquebrarse mil veces, fueron perfectamente pavimentadas e iluminadas con profusión; los claros holanes y las guirnaldas de flores fueron reemplazadas por sedas y encajes, brillantes y perlas, y la fama del Biarritz peruano se extendió por Sud América despertando general admiración, y también, en algunos pechos, a su hermana bastarda, la envidia. Estalló la guerra del Pacífico, cruel como todas, injusta como pocas; y, apesar del heroismo de sus defensores, que rindieron noblemente la vida en la jornada, Chorrillos pagó con el saqueo y el incendio el doble crimen de su lujo y su belleza. Pasó la ola devastadora; con la paz inicióse la obra paciente de la reorganización nacional; Chorrillos empezó su lenta convalescencia, a la vez que, con mayores bríos, surgían de las cenizas los dos vecinos que ya antes del desastre comenzaban a hacerle tímida competencia, y la antigua aldea de pescadores vió que la concurrencia que antaño afluía a sus playas, se dejaba seducir por el Barranco, caprichoso y coqueto, y por el encanto apacible de Miraflores, el de las alamedas umbrías. Pese a las nuevas corrientes de la moda, conserva el viejo balneario partidarios numerosos, siendo entre ellos el más entusiasta el octogenario don Manuel Arévalo para quien es Chorrillos un emporio de íntimos recuerdos. Amarguras y goces del vivir cuotidiano compartido con la santa mujer que fué durante cuarenta años su compañera y su consuelo; gorjeos de los pequeñuelos que en edad temprana dejaron el mundo; risas cristalinas de la primogénita adorada que siempre será para él la ñaña, aunque los demás la nombren, desde ha largo tiempo, sor Mariana del Crucificadi; gritos y alboroto de su Clarita, rosada y risueña, que hoy vive en Hamburgo con su marido y una caterva de chiquitines que ignoran la lengua del abuelo; travesuras ingeniosas de aquel Antonio tan inteligente, tan caballeroso, tan gallardo, que cayó como bueno en Cocharcas, al lado de don Nicolás de Piérola, dejando al afligido padre el legado de amor de su hogar huérfano..... Por eso en el mes de Abril de 1912 encontramos a don Manuel en el mismo rancho de la calle del Tren que le quemaron los chilenos y que él reconstruyó en cuanto pudo, acompañado de las tres personas que formaban su familia, la viuda de Antonio y sus dos hijos: Inés, en el esplendor de su juvenil belleza; Antuco, con el mal humor y los achaques de su triste adolescencia de enfermo. A las cinco de esa tarde de Abril a que nos referimos, Inés, llevando en la mano un libro de pasta clara y canto dorados, salió de su casa rumbo al Malecón donde solo encontró niños y criadas. Varios chicuelos se acercaron a Inés a hablarla de sus juegos, y aun a invitarla, los más osados, a participar de ellos; pero la muchacha, que no tenía ganas de alboroto, los despidió cariñosamente, y sentándose en un banco, cara al mar, se engolfó en la lectura. Pronto la distrajo el rumor, cada vez más próximo, de carcajadas y pasos ligeros; levantó la cabeza y vió acercarse, en grupo bullicioso, a cinco amigas suyas, a cual más parlanchina y risueña ; eran las dos Cerralbo, Isabel y Juanita, Lucy Biggs, una linda gringuita acriollada, Carmen Rosa Talavera y Enriqueta Salas, la menor de todas, alta y delgada como un junco, revoltosa como una ardilla, habladora como una cotorra, repetidora incansable de refranes, frases y versos de todas clases y colores, y a quien la familia, apesar de sus dieciocho años, tenía todavía en el colegio por no poder sufrirla en casa. — Romántico y amigo de la soledad está el tiempo — dijo Lucy Biggs saludando a Inés. — No tanto — contestó ésta sonriendo — puesto que me apresuro a ofrecer a ustedes hospitalidad en mi banco. — Y ellas a aceptarla! ¡ Muy bonito! — exclamó indignada Enriqueta, que fué la única que permaneció de pie. — ¿Se han olvidado ustedes, cabezas de chorlito, de la cita a que debemos acudir dentro de un cuarto de hora? En vez de sentarse con santa calma al lado de Inés, han debido invitarla a venir con nosotras al club Regatas a conocer las yolas que se estrenarán el 24. — Muchísimas gracias, hijita; pero..... — Ya sé lo que me vas a decir; que no has avisado a tu familia; eso lo arreglo yo en un decir Jesús. Mira, precisamente están por aquí los chicos de mi hermana con su criada; la mando que los deje un momento solos, que nada les ha de pasar porque a los muchachos el diablo los cuida, y mucho mejor que las ayas porque él no se pone a hablar con los cachacos ni con los mayordomos... ni con los señoritos. — Queta, Queta, ya tardabas en salir con una de las tuyas! — Déjenme continuar; decía que mando a la sirvienta con encargo de participar que la señorita Inés se viene de jarana con nosotros a la mamá, al abuelito, a Antuco, a la cocinera y al gato, pues esta niña modelo no se aleja ni dos varas de su casa sin el permiso y la bendición apostólica de todos y cada uno de los habitantes de ella. — Lo contrario de lo que haces tu apesar de los sermones de las madres — observó Carmen Rosa. — Chist! Es de mal agüero hablar de las madres. A ver si me salas un plan diplomático que tengo entre manos, hasta con intervención de potencias extrangeras, para no aportar más por el colegio. — No nos vayamos por las ramas — dijo Isabel Cerralbo — ¿Aceptas el convite, Inesita? — Repito las gracias; pero ¿qué porvenir me ofrece? — Hija, el mismo que a todas, conocer las nuevas yolas. — Ya las conoceré el día de la fiesta. — Charlar con los amigos. — Me los sé de memoria. El primero que nos saldrá al encuerto será Gabriel Pineda, saludando muy fino, pero sin mirarnos siquiera porque el tiempo le es poco para ver a Carmen Rosa. — Gabriel no estará — contestó la aludida, poniendo un hociquito muy mono. - Anoche tuvimos un pleito feroz. — Pues entonces estará de plantón desde hace una hora; y ¡quién aguanta la reconciliación! Luego Jarabe.... — Oye — saltó Enriqueta — No te metas con Jarabe. — Bastante te metes tú. Entonces suspendo la enumeración para no provocar más interrupciones interesadas. — Yo no te interrumpiría — contestó muy entonada Lucy. — Ni yo — agregó Isabel Cerralbo. — Hipócritas! Aprendan de Juanita; ella no confiesa paladinamente; pero calla que es lo más discreto. — Estaba hojeando tu libro— respondió Juanita, alzando su carita mofletuda y con el hablar lento y ceceoso que le había valido, amen de otros justificados motivos, el apodo clásico de la niña boba. — ¡Qué título tan raro tiene! ¡Interior! Interior a secas! ¿Porqué no le pondría Reino interior como esos versos tan bonitos de Gálvez? — Puedes darle la idea a Maeterlinck — aconsejó Lucy. — Es tu autor predilecto, verdad? — dijo Isabel quitando el libro a su hermana para que no siguiera desbarrando. — Yo me muero por MArtínez Sierra. — Creí que por Felipe Trigo — saltó Queta. — Esta muchacha — exclamó Inés — está empeñada en sentra plaza de loca. Dice esas cosas a grito herido en pleno malecón para que cualquiera que la oiga que crea que ha leído...... — Creerá la verdad. — Criatura! —¡ Ay qué asustadizas! Verán como fué. En la mesa de mi hermano Paco pillé el otro día una novela de ese autor titulada La bruta. El título me puso furiosa. La bruta! Más bruto será él, pensé. Y, en efecto, leí dos capítulos y .... — Lo que me extraña — interrumpió Isabel — es que solo leyeras dos capítulos. — A lo mejor me llamó por teléfono.... — Jarabe. — No me acuerdo quién; pero el hecho es que me llamaron y que cuando volví al cuarto de Paco, La bruta había desaparecido. — A ver, niñas, qué opinan ustedes ¿nos conoce bien este señor? — preguntó Carmen Rosa; y con su voz levemente opaca, que prestaba a cuanto decía un suave encanto de confidencia, leyó: "Todas parecen muñecas inmóviles; y ¡tantas cosas como transtornan sus almas! Ni ellas mismas tienen conciencia de lo que son.... Sonríen al hablar cuando caen las flores y lloran en la oscuridad...." Ninguna contestó: habríase dicho que temían profanar su emoción comentándola, y por un momento envolvió al grupo juvenil la poesía del silencio. Como era inevitable, lo rompió la voz de Queta, recordando a las otras lo avanzado de la hora. — Si; no se detengan más — dijo Inés. — Ya las tardes son cortas, y en cuanto llegue la oscuridad, se acaba la fiesta. — O empieza — arguyó con picardía Queta — sobre todo si hay reconciliación. ¿Verdad, Carmen Rosa? — Mira, — contestó ésta picada — a mi me dejas en paz; no me hacen gracia tus frases de doble sentido. — No te incomodes, linda, preciosa, hechizo de Gabriel; vente conmigo a la vanguardia, que es lo que nos conviene, y dejemos a Inés con su novela. — Si ya has visto que no es novela, chica. — No me refiero a ninguna novela escrita, sino a otra.... interior también, a la que tu fantaseas, a la tuya — y Queta echó a correr malecón abajo, seguida de las otras. Inés al quedar sola, se apoyó en el barandal del malecón y dejó errar sus miradas por la inmensidad azul, salpicada de las manchas blancas de los veleros. Qué veían sus ojos límpidos y misteriosos, ingénuos y profundos como los de los niños pensativos? ¿Acaso la curva de la bahía chorrillana, protejida por el Morro Solar, la oscura mole de la isla de San Lorenzo, surgiendo en la lejanía, o el enigma insondable del océano? Quizás miraban más allá del horizonte, más hondo que el mar, en lo íntimo de su alma femenina, delicada y hermética; porque si alguien, sin ser sentido, hubiera podido aproximarse a ella, tal vez la habría oído murmurar muy quedo: — Triste novela la mia! Alfonso! — mientras vagaban por la inmensidad sus ojos límpidos y misteriosos, ingenuos y profundos como los de los niños pensativos. II UN SEÑORITO. Este Alfonso, cuyo nombre se escapó con un suspiro de los labios pupúreos de Inés Arévalo, era, por la línea materna, descendiente de un don Juan María del Soto, segundón extremeño de la familia de los condes del Soto-Umbrío, que vino muy joven al Perú en el séquito del cirrey marqués de Castel-dos-Rius, buen caballero y pulcro literato, que supo convertir en ateneo la casa de Pizarro, y descansaba de las fatigas gubernamentales en amenas veladas donde ingenios culteranos leían sus alambicadas producciones, reunidas mas tarde en un códice titulado Flor de Academias, que hizo publicar en 1899, para solaz de estudiosos, la Dirección de la Biblioteca Nacional de Lima. Cuentan las crónicas que el joven don Juan María, bajo el influjo del ambiente palaciego, solicitó en solemnes ocasiones los favores de las musas, y que a la benemérita polilla debemos el que no haya llegado a nuestros días cierto historiado pergamino con unos sáficos sabiamente escritos en forma de lira, dedicados al nacimiento del infante don Luis Fernando, acontecimiento que el virrey celebró haciendo representar en palacio su tragedia Perseo. Muerto el marqués de Castell-dos-Rius, se le pasaron a don Juan María las veleidades de escritor, y, cambiando la lira del dorado Apolo por la espada del sangriento Marte, como hubiera dicho don Pedro Peralta y Barnuevo o cualquier otro vate gongórico de la época, alcanzó a los treinta y cinco años el grado de coronel de las milicias reales. Murió en esto sin sucesión su hermano, el mayorazgo de Extremadura, y, heredero el flamante coronel del título de conde del Soto-Umbrío y de un mediano pasar, se casó con una limeña de la aristocracia y fué tronco de la numerosa familia que dió gentiles damas y caballeros cumplidos a estas incipientes sociedades sud-americanas, oidores a las audiencias de Lima y Santiago, abadesas a los monasterios de las Nazarenas y la Encarnación, un obispo a Charcas, y, andando los tiempos, bravos defensores a la causa del rey, y también (no lo escucheis, manes insignes de don Juan María) bizarros paladines a las huestes de San Martín y Bolívar. Por esa ley fatal de decadencia de razas y linajes, el último varón que llevó en Lima como apellido paterno el de Soto-Umbrío fué un perfecto inútil, hábil solo para derrochar lindamente la fortuna que otros formaron, de tal modo que cuando murió, al principiar la decena de 1870, solo dejó a su viuda y a sus hijas (y, ainda mais, gravado con fuerte hipoteca) el ruinoso caserón solariego de la calle de Negreiros, cuya parte alta habitaban, alquilando la baja. Transcurrían penosamente los años para las cuatro mujeres en la improba lucha del quiero y no puedo, en el esfuerzo estéril de aparentar grandezas ya pretéritas, de fingir el mismo género de vida llevado por otras familias de alta alcurnia que habían sabido conservar sus caudales, y soñando siempre la madre con la llegada de tres príncipes merecedores de los encantos ya algo mohosos de sus hijas, y más desesperanzadas éstas cada día de la realización de tal prodigio. Sin embargo, la menor, Emilia, a quien amigas caritativas calculaban treinta y cinco años, aunque ella solo confesaba treinta, era, sino una belleza, bastante atractiva con su elevada estatura, sus formas opulentas y sus colores, limpios y animados como los de una matrona de Rubens; no fué, pues, extraño, que un rico comerciante italiano se prendara de ella y que hiciera los imposibles para manifestárselo. Puso la madre el grito en el cielo al saber el atrevido empeño de aquel plebeyote, haciéndole coro su hija Jesús, y también, aunque no con entera sinceridad, la propia interesada; pero la mayor Filomena ( a quien todos llamaban Filo, sin fijarse en que la escualidez de la persona convertía en mote ofensivo lo que era, por la intención, diminutivo cariñoso) hizo oir la voz del buen sentido. Hay que confesar que el buen sentido fué algo chillón en este caso. — No hay que echarse tierra a los ojos ni vivir creyendo en dioses falsos — predicaba Filomena un día y otro a su madre y a sus hermanas — ¿Qué sacamos nosotras con ser de lo mejorcito de Lima, si eso no impide que las deudas nos coman y los acredores nos hostiguen? ¿Por qué hemos de despreciar la ocasión de salir de angustias y estrecheces de una manera digna? Ya aquí ninguna está para perder el tiempo esperando el partido ideal, es decir, un rico de nuestra misma clase, que son, por cierto, muy poquitos, y muchísimas las muchachas empeñadas en conquistarlos con coqueterías y disfuerzos de que nosotras no somos capaces; nobles arrancados como nosotras no faltan; pero, ¿para qué sirven? ¿Vamos a comer pergaminos? Hay que seguir la corriente de la época; ya a nadie se le pregunta — ¿cómo te llamas? sino — ¿cuánto tienes? — ¿No vemos que hoy todo el mundo acude a muchísimas casas cuyos fundadores han pregonado por las calles de Lima blondas y cintas, dedales y agujas, tutto bonitti, tutto baratti?. Y Lércari (Lércari se apellidaba el pretendiente) Lércari no es de esos; él vino llamado por su tío para trabajar en la tienda del portal, y a fuerza de trabajo y formalidad, impulsó ese negocio, implantó otros y ha llegado a ser de los primeros en la colonia italiana; además es seriote y circunspecto, y, como pasa ya los cuarenta no dará quebraderos de cabeza a su mujer como tanto barbilindo que anda por alli. Tantos fueron los argumentos de Filo y tan elocuentemente los apoyó la necesidad, mostrando con frecuencia su fea cara, que al fin la viuda de Soto-Umbrío consintió, aunque torciendo el gesto, que entrara a su casa el hombre honrado y bueno que llevaba tranquilidad a su vejez, bienestar a su familia y a su hija menor la ventura que solo puede dar un afecto leal. Por complacer a Emilia, aceptó Lercari que con ellos vivieran suegra y cuñadas. No supo el pobre lo que hizo, y cualquier otro en su lugar se hubiera sacudido antes del mes de tan enfadosa compañía; pero era tan bondadoso y se hallaba tan enamorado el italiano, con tan ingénua humildad recibía las impertinentes enseñanzas de sus parientas, tan feliz se sentía con la seguridad, justificada, por cierto, del cariño de su mujer, que pasaba gustoso por las exigencias de ésta y por los aires protectores de las otras, y se encontraba en su hogar, pesie a tales minucias, que, su bonachonería disculpaba, en el mejor de los mundos posibles. Vino a colmar su felicidad el nacimiento de un heredero, cuando ya empezaba a desesperanzarse de conocer los goces de la paternidad, pues habían transcurrido casi cuatro años desde la fecha de su matrimonio. Jamás príncipe alguno, destinado a asegurar la continuidad de su estirpe, fué esperado con mayores ansias ni recibido con más grande regocijo que el dichoso infante a quien dieron el nombre de Alfonso en memoria de su abuelo materno, aquel perfecto inútil, hábil solo para derrochar lindamente la fortuna que no supo ganar. Fácil es comprender el ciego y extremoso cariño que al nene consagraron su madre y las que solo quisieron recibir de él tan dulce nombre — mamá Panchita, mamá Filo, mamá Jesús — y, si no fuera por temor de exagerar, casi podría afirmarse que a todas las dejaba atrás al venturoso progenitor. Lércari nunca había visto niños íntimamente; era el menor de siete hermanos y salió de su tierra natal antes de que alguno de éstos tuviera descendencia, de manera que no había conocido hermanitos ni sobrinos. En Lima, durante mucho tiempo, vivió consagrado al trabajo, cultivando únicamente relaciones superficiales, y solo vino a saber lo que es la vida del hogar cuando formó el suyo. La augusta debilidad infantil, las deliciosas manifestaciones del despertar intelectual, tan conmovedoras y halagueñas para todos los padres, fueron para Lércari dulcísimas maravillas que lo tenían en éxtasis continuo ante el diminuto prodigio, por cuyas azules venas, que la piel fínisima transparentaba, corría la misma sangre rica que henchía las del buen italiano. Pronto el angelito, con esa certera intuición de los niños para comprender la extensión de su poder, supo darse cuenta de que el suyo era omnímodo; y si al principio solo podía manifestar su voluntad soberana con chillidos y pataleos, en cuanto fué enriqueciendo su léxico soltaba por esa boquita los me da la gana con tan abrumadora frecuencia, que su familia no podía menos de coonsiderarlos como promesa grata de una caracter firme y enérgico. Cuando llegó la hora de pensar en la instrución del niño quiso Lércari, y su idea pareció de perlas a Emilia, llevárselo a un colegio de Europa; pero doña Panchita abrió las llaves de las copiosas fuentes de su llanto, asegurando, entre amargos sollozos, que la realización del viaje de su nieto era lo mismo, lo mismito que condenarla a ella a muerte próxima, pues, dado lo avanzado de su edad, si se embarcaba, irían a dar sus viejos huesos al fondo del mar, y si se quedaba, no habría de resistir muchos días el pesar de la separación. Por no hacerse culpables de tan horrendo crimen, abandonaron los padres de Alfonso un proyecto cuya realización hubiera sido utilísima para el chiquillo, a quien convenía respirar atmósfera distinta a la hogareña, enervadora a fuerza de mal entendido cariño. Trajéronle entonces una institutriz inglesa, y el muchacho, con su viva inteligencia de limeño, aprendió fácilmente lo que quiso y nada más que lo que quiso, pues la gringa, conocedora del terreno que pisaba, se guardó mucho de apurarlo. Transcurrieron así unos pocos años hasta que se le ocurrió a Alfonsito que se hallaba muy grande para seguir bajo la tutela femenina y que debía estar en colegio de varones como Fulanito y Zutanito. También esta vez su deseo fué ley e ingresó a un aristocrático colegio de jesuitas donde, sin mayores tropiezos, hizo la segunda enseñanza, y, con gran lucimiento, los papeles de protagonista en esas comedias ad usum Delphinis que se representan en las fiestas escolares. Era de verlo con los arreos caballerescos del siglo XV: calzas ceñidas, jubón acuchillado, tabardo de pieles, gorra con pluma al costado, al cinto el acero que bizarramente esgrimía al apostrofar, con sonsonete colegial, a los vasallos amotinados: ¿Os atrevereis, villanos, con vuestro rey y señor? Los villanos ¡claro! no se atrevían y ponían pies en polvorosa o caían de hinojos ante el soberano, según los casos; y las Soto-Umbrío, que indispensablemente figuraban entre el público selecto de esas actuaciones, pensaban que, como en la ingenua farsa del tablado, todo debía doblegarse en la vida al querer del guapo muchacho, que lucía en el escenario su figurilla erguida y su rostro impúber, cándidamente virilizado por la barba postiza. Al terminar la instrucción secundaria dijo Alfonso que quería ser ingeniero; la parte femenina de la familia desaprobó el proyecto, calificando la profesión de muy ruda para caballerito tan fino; el padre lo apoyó, aduciendo que francamente, es carrera muy de hombre, y al ver la matrícula de su hijo como alumno de la escuela de ingenieros, imaginó, orgulloso y conmovido, que el papel que temblaba en sus manos era ya el diploma profesional. No llegó a gustar esa satisfacción el bondadoso señor; murió en el mismo año de un ataque de angina pectoris; verdad es que aunque hubiera vivido más años que Matusalén tampoco la habría experimentado, porque Alfonso le tomó de pronto irreductible antipatía al cálculo infinitesimal y no volvió a aparecer por la escuela. Antojósele entonces dedicarse a la medicina, y después de cursar el primer año de ciencias naturales, fué aceptado en las filas de los futuros Esculapios; poquísimo duró en ellas porque la primera autopsia que presenció le levantó tal jaqueca que resolvió no volver a ocuparse en su vida de semejantes cochinadas. Ingresó entonces a la facultad de Letras, donde se encontró tan a gusto que hizo en cinco años los tres indispensables para el doctorado; pero a él no le corría prisa el graduarse; se la pasaba muy bien en los claustros de la vieja Universidad palanganeando sobre sistemas filosóficos y abstracciones metafísicas con los amigos que tenían la chifladura estudiosa y charlando largo y tendido sobre la descendencia de Eva y otros sabrosos temas por el estilo con los entendidos en tan amenas disciplinas. Le gustaba, además, lucir su condición de universitario con las muchachas amigas y no desperdiciaba ocasión de decir, por ejemplo: — ¿Dónde iba usted ayer tan elegante cuando yo regresaba de la Facultad? — A casa de una tía que vive por San Carlos. A usted lo vi con Juanito Suárez; es su condiscípulo? — Quiá! Qué va a ser universitario Juanito! — respondía el joven Lércari con una sonrisa que significaba: — aprende, indocta criatura, a conocer la distancia que media entre un aplana-calles como Juanito y un intelectual como yo. — Si la interlocutora dejaba caer algún comentario sobre la reconocida ociosidad de Juanito, Alfonso, muy satisfecho, se afirmaba en su idea del prestigio de que gozan los universitarios entre el bello sexo. Y ¡qué varón, que no sea un tonto de capirote, no aspira a gozar de tan dulce prestigio! Joven, rico, desocupado y elegante, sobrábanle a Alfonso condiciones para merecerlo y es fama que sabía aprovecharlo en todos los terrenos, tanto el lícito como el vedado, sin descuidar aquel otro, lleno de accidentes y vericuetos, que se esconde tras el telón de boca. Escandalizábanse un tantico las tías Jesús y Filo cuando llegaban a su conocimiento ciertas aventurillas escabrosas; pero Emilia y su madre, sonriendo de los escrúpulos de las inexpertas doncellas, las tranquilizaban, asegurándolas que esas expansiones de la juventud no solo son naturales sino provechosas, pues garantizan una madurez reposada y juiciosa, ya que habiéndola corrido de joven no la correría Alfonso de viejo, y sería, por lo tanto, un marido modelo cuando se decidiera a llevar ante el altar a la venturosa elegida, decisión que las cuatro damas esperaban se retrasara mucho para que ninguna otra tuviera derechos sobre su ídolo. Esta indulgencia familiar, evitándole al joven amonestaciones domésticas, lo dejaba libre de seguir, sin la menor traba enfadosa, su feliz existencia donjuanesca. Hubo, sin embargo, una época en que se detuvo el girar de la veleta. Inicióse el milagro de una noche en el teatro, en el beneficio de una tiple famosa. Llegó Alfonso a la función ya tarde, cuando finalizaba el segundo acto, y se quedó de pié, en el fondo del palco que compartía con varios amigos, paseando los gemelos por la sala, rebosante de público escojido. De pronto, tocando en el hombro a uno de sus compañeros, le preguntó: — Oye ¿Quién es esa muchacha que está en el palco de tus primas las Cerralbo? — Esa? Inesita Arévalo. Bonita, eh? — Ya lo creo. — ¿Quieres que te la presente? — En el acto. — En el entreacto, dirás — replicó el otro, que era graciosísimo. — Mira, si no fuera porque te necesito, ya te daría yo mi opinión sobre esa manía cargante de los jueguecitos de palabras. Fueron ambos caballeros al palco de las Cerralbo en ese entreacto, volvieron al otro, y como Alfonso se quedó con la miel en los labios, pareciéndole que en tan cortos momentos apenas había visto ni oido a Inés, se dió tan buenas trazas en lo sucesivo para hacerse el encontradizo con ella, que no tardó en notarse, y las amigas de Inés embromaban a ésta con pullas y alusiones y los amigos de Alfonso se hacían cruces de que tan diestro cazados hubiera caído, cual incauta mariposa, en las redes de una muñeca que hasta hacía un par de años andaba por esas calles con su uniforme de colegiala. No tardaron en llegar estas hablillas a oidos de las familias de los interesados. A las Soto-Umbrío no les hizo gracia ninguna; siempre habían creído que la mujer de Alfonso había de ser de elevada alcurnia, de brillante posición social, rica y bella, y parecíales poco una modesta muchacha sin otras ventajas que un apellido honorable, una conducta irreprensible y una linda figura. Valiente antojo el de Alfonsito! Ya se le pasaría, como se la habían pasado tantos otros, y, de lo contrario, ya sabrían ellas cantarle la cartilla; entre tanto no hablaban al joven palabra del asunto, según su prudente costumbre, nacida, más que de estudiado cálculo por no enardecer sus caprichos con la oposición, del afán cariñoso de ver siempre sereno y feliz el rostro en que ellas se miraban. En casa de Inés se aceptaron al principio con agrado las asiduidades de quien era, social y pecuniariamente, uno de los buenos partidos de Lima; pero conforme iba pasando el tiempo sin que el galán diera muestras de formalizar sus pretensiones, manifestó la familia, como no podía menos de suceder, disgusto y desconfianza; y si en la madre, suave y bondadosa, se expresaban solamente con tímidas quejas, el regañon abuelo no economizaba las catilinarias contra los jóvenes del día, egoístas y calculadores, que, sin comprometerse ellos, saben adueñarse del corazón de las niñas. Inesita, aunque se enfurruñaba con estos sermones, no les concedía importancia; hablaba en ella demasiado alto la voz musical del amor para que le permitiera oir las prosaicas del sentido práctico y de la conveniencia; y como, apesar de sus aires severos, el abuelito era incapaz de contrariarla, Inés vivía la gloria de su idilio, sin ocuparse de las pequeñeces de este triste planeta. Si el amor de Inés no fuera tan desinteresado y tan puro, hubiera sabido aprovechar la efervescencia de los primeros momentos, y, a los seis meses de conocer a Lércari, habrían recibido la bendición nupcial; pero incapaz de hacer resaltar con mañosos ardiles el altísimo sentimiento que llenaba su ser, no se apercibió de que en Alfonso iba transformándose la exaltación apasionada en amable costumbre que lo llevaba a mirar el matrimonio como perspectiva grata y segura, pero lejana. Era muy jóven ¡qué demonio! y bien valía la pena, antes de encerrarse en la dorada jaula conyugal, de tender el libre vuelo por esos mundos de Dios. Manejaba por entonces el portafolio de Relaciones Exteriores un señor tan servicial y bondadoso que, con el loable fin de hacer paladear a sus amigos las delicias del turismo, nombró cónsules, cancilleres, secretarios y agregados de legación, sin dar paz a la mano. Alfonso quiso también gustar el maná oficial, y consiguió fácilmente que lo nombraran attaché ad honorem en Francia, título que le daba muchas ventajas para realizar el viaje a Europa que era, desde la adolescencia, su constante anhelo y que, por diversos inconvenientes de poca monta, no había efectuado aún. Depués del desagradable trance de notificar esta resolución a la familia, quedábale al mozo por pasar el mal rato de hacer lo mismo con su novia. Preparó lo mejor de su repertorio de argumentos convincentes, frases tiernísimas y solemnes juramentos para dorar la píldora a la muchacha; pero ésta, contra todas las previsiones de Alfonso, lo escuchó silenciosa y atenta, sin separar de él un punto los ojos indagadores y en actitud tan reservada y fría que hubiérase creído que escuchaba, no la voz persuasiva y acariciadora del amado, sino la gruñona del abuelo, censurando el egísmo de los jóvenes del día. Lércari, despechado por la serenidad con que la niña acogió sus proyectos, serenidad que supo mantener en los días que precedieron al de la marcha, halló en ella cómodo pretexto para disculpar a sus propios ojos una separación que nada de cruel tenía cuando tan poca sensación causaba; pero llegado el que llamó el poeta instante fiero de la despedida la pobre muchacha dejó caer el antifaz, y sus lágrimas conmovieron a Alfonso aún más hondamente que los sollozos maternales y que la voz cascada de la abuelita, augurando entre gemidos que no vería más al nieto amado. El joven se juró a sí mismo suavizar a la novia las durezas de la separacióncon largas misivas consoladoras, y en cada puerto del tránsito dejaba epístolas de cinco o seis pliegos. La primera que escribió al llegar a París solo tenía uno y medio, sin duda por el cansancio del viaje y el ajetreo de la instalación; en cambio la segunda..... la segunda se quedó en el tintero. Cuando Alfonso se disponía a escribirla, explicando, con mil justificadas razones, su silencio de cinco meses, recibió esta cartita de Ines: — "Sé que vives en París tan atareado que te falta tiempo para escribirme; y como, bien mirado, esas ocupaciones son de todo punto incompatibles con nuestra correspondencia, quedas libre, en adelante, de llenar ese penoso deber" — Alfonso, a fuer de galán caballero, obedeció. III LA FAMILIA ARÉVALO. Inés, nerviosa y contrariada, entró a su cuarto murmurando: — Dichosas regatas! Si no me hubiera comprometido a ir, de qué buena gana me quedaría metida en mi casa! — Harías muy mal — le contestó su madre. — Mamá! Aquí estabas? No te había visto al entrar. — Aquí estoy hace ya rato y desde aquí he oído las majaderías de Antuco, y por eso te digo que harías muy mal en faltar a una fiesta de la que una hora hablabas con entusiasmo. ¡Estaría bueno que por canseras de tu abuelo unas veces y otras por impertinencias de tu hermano te pasaras la juventud encerrada entre cuatro paredes! Una cosa es ser complaciente y abnegada y otra sacrificar tontamente la satisfacción de gustos legítimos. No, mi vida; al que se vuelve de miel, se lo comen las moscas, y lo peor es que se lo comen inconscientemente, saboreando la dulzura sin agradecerla. — Miren quien habla! ¡Como tú te la has pasado de fiesta en fiesta! — A mí se me presentó la vida de otro modo — respondió la señora; y en la melancólica sonrisa de sus labios marchitos vagó un fugaz reflejo del poderoso luminar de amor que doró su juventud y transformó la muerte en lámpara votiva, perennemente encendida en el altar del recuerdo. La madre de Inés se aproximaba ya a los cincuenta. Aunque las costumbres sedentarias y el abandono del corsé la habían hecho engrosas más de lo que convenía a su corta estatura, y la edad y los sufrimientos desmejoraron su físico, todavía conservaba vestigios de haber sido, allá en sus primaveras, el tipo de la limeña genuina, pequeña, de formas graciosamente redondeadas, fina de pies y manos, delicada de facciones y de grandes ojos ojerosos. Moralmente era de esas mujeres que solo viven para el sentimiento. A los trece años, cuando aun iba al colegio, empezó a rondarla Antonio Arévalo, novel estudiante de leyes; el idilio siguió todos los trámites conocidos; escolta al colegio, a misa y a paseo; soborno de los hermanitos y de las criadas de Dulcinea, mediante el sacrificio de las propinas paternales; románticos coloquios en la reja; encuentros donde alguna amiga complaciente, furtivos primero, tolerados luego, autorizados después; el término de la carrera del galán y el cambio de visitas entre las respectivas familias para solemnizar el compromiso oficial, que da al caballero cierto empaque protector y rendido a un tiempo y a la niña pudorosa gravedad de novia; y, por último, la poposa ceremonia nupcial bajo las bóvedad del templo, meta soñadad y alcanzada rara vez por esas parejas tempraneras, que, casi siempre, después de recorrer unidas los comienzos del sendero, al llegar a una revuelta toman por diversas rutas. Aseguran añejas tradiciones que el paraíso terrenal estuvo situado allá en el Asia milenaria, entre los ríos Eufrates y Tigris. Antonio Arévalo y su linda consorte Constanza Olivares hubieran podido desmentir esa hipótesis, comprobando, con fatos fehacientes, que el edén se hallaba en un modesto rincón de Sud América, llamado Lima y en una casa no muy amplia, pero si clara y aseada cuyos floridos balcones miraban a la iglesia de la Trinidad. Fué en esa alegre mansión donde vió Inés la luz primera cuando ya sus padres empezaban a desesperar de tener descendencia. No les faltaba razón! Dos, tres, cuatro, cinco, seis meses de matrimonio, y la señora, nada; ni un mareillo vano. En fin, se les quitó el susto como ya se ha dicho y, tal vez para que no se repitiera, antes de que cumpliera Inesita el año, un chiquitín se dió tanta prisa por venir al mundo que por poco le cuesta a la madre la vida el apuro del nene, el cual, apesar del calor artificial y otros mil cuidados científicos de que se le rodeó, no vivió ni una semana. Quedó Constanza tan decaída y enferma que entonces si fué cosa de pensar que había de contentarse con una sola heredera; verdad es que ésta llenaba la casa, según lo que alborotaba con sus juegos, sus risas, su charla enrevesada y todas las manifestaciones de una precocidad verdaderamente excepcional, según aseguraban, cayéndoseles la baba, padre y abuelos. Joven, sano, amado y amante de los suyos, entusiasta por su profesión cuyo noble ejercicio le daba honra y provecho, de caracter franco y simpático, hubierase creído que Antonio Arévalo no tenía más que pedir a la vida ni nada que en ella le inquietara. Sin embargo, sus condiciones de inteligencia y de caracter impedíanle contentarse solo con goces egoístas y cerrar los ojos ante el triste cuadro que entonces presentaba al país. Era en 1894. En Abril de ese año había muerto, a consecuencia de violenta enfermedad y poco antes de concluir su periodo gubernativo, el presidente de la república, General Morales Bermúdez. Los partidarios del General Cáceres, que deseaban asegurar a éste la sucesión palatina, intrigaron para que se encargara del mando y convocara a elecciones el segundo vice-presidente, con prescindencia del primero, que era el designado por la ley. El intenso descontento producido por estos sucesos llegó a su colmo cuando, a mérito de elecciones ad hoc, ciñó la banda bicolor el General Cáceres. Los diversos partidos políticos se coaligaron contra el gobierno de imposición, y, en la necesidad de contar con un jefe prestigioso, todos, deponiendo añejas rivalidades, acataron la superioridad indiscutible de don Nicolás de Piérola. el prodigioso influjo del nombre del caudillo electrizó al país entero; en punas y quebradas, en aldeas y caseríos brotaban montoneras como por arte de magia, y en las ciudades importantes se notaba día a día, en las aulas universitarias, en los centros de negocios, en los círculos profesionales, en los casinos y clubs, el enrarecimiento de filas motivado por la ausencia de muchos que, burlando espías y gendarmes, marchábanse sigilosamente a engrosar las huestes revolucionarias. Antonio Arévalo nunca había tomado parte activa en la política, aunque desde muy joven figuraba en el partido demócrata por tradición de familia y por íntima convicción. Desde que él era pequeño, su padre, pierolista fanático, el narraba diversas hazañas de don Nicolás: los Angeles, Pacocha, el combate de Huáscar con los buques de la armada inglesa y la rendición caballeresca al jefe de la escuadra peruana, y estos relatos heróicos y el fervor con que pronunciaban los labios paternales el nombre popular prestaban a la figura del patricio, en la imaginación infantil de Antonio, un halo sugestivo de leyenda; después, cuando los años y el estudio le formaron criterio propio, esa impresión, aunque modificada, se afirmó, y a la cándida admiración del niño reemplazó la consciente y razonada del hombre. Con estos antecedentes, fácil es comprender que cuando, en 1894, la nación toda respondió vibrante al llamamiento de Piérola, Antonio no permaneciera ocioso y convirtiera su estudio de abogado en foco activo de conspiración. Su mujer lo ignoraba en absoluto; cuando juntos consideraban la triste actualidad, ella comentando la penuria ecónomica, las duras persecuciones, la sangre vertida, terminaba con un suspiro de alivio: — A Dios gracias, tu no te metes en política! — El marido acostumbrado a tratarla más como a niña mimada que como a compañera capaz de apoyo y consejo, le acariciaba compadecido, sin ánimos para desengañarla. El encargado de tan espinosa tarea fué don Manuel Arévalo. Una mañana esperaba Constanza a su marido para almorzar, y, en lugar de él vió entrar a su suegro. El buen señor, completamente lego en sutilezas diplomáticas, traía una cara tan de circunstancias y se enredó de tal modo en las retóricas preparatorias del discurso, que, antes de que hubiera entrado en materia, comprendió Constanza el objeto de su visita, y, desesperada, le interrumpió con la frase, compendio de angustiosos temores, que se oía entonces en muchos hogares de Lima: — Se ha ido a la montonera! — Don Manuel asintió con un gesto y, en silencio, entregó a la afligida dama una carta de Antonio, llena de afectuosas explicaciones, de ofrecimientos de frecuentes noticias y de esperanzas de un regreso pronto y feliz. Constanza glosaba la epístola de su marido con sollozos y acerbas quejas; su suegro, pacientemente, se esforzaba al principio en consolarla; mas, viendo que sus exhortaciones caían en saco roto se amostazó y la soltó una rociada tremebunda: — Cómo! Qué se había imaginado la muy disforzada! ¿Qué iba a tener siempre al maridito cosido a sus faldas? Un hombre de honor de debe, ante todo, a su patria, y no puede, cuando ella lo llama, poner oídos de mercader y quedarse en casa haciendole carantoñas a su mujer. La obligación de una buena esposa en estos casos es resignarse, dominar su pena, y no fomentarla con aspavientos y exajeraciones, que solo sirven para alterar la salud, doblemente delicada y preciosa cuando de ella depende la vida de una criatura próxima a venir al mundo. Lo que tenía que hacer Constanza en vez de perder el tiempo en jeremíadas y lamentaciones, era, siguiendo el consejo de su marido, arreglar baules, aviar a Inesita, echar llave a su casa y trasladarse con cama y petacas a la de sus suegros en Chorrillos. Allí recibiría con más facilidad noticias del ausente, distraerían las gracias de la niña a la abuelita que también estaba como una Magdalena — ¡dichosas mujeres! — y se consolarían unos a otros, pues es indudables que los pesares compartidos se alivian. (Aquí se quebró la voz de don Manuel, sin duda porque le entró un golpe de tos muy fuerte.) A los pocos días de esta conversación, se instaló Constanza con la nena en Chorrillos; allí recibió por conducto sigiloso y seguro, cartas tiernísimas e ilusionadas del ausente; allí pasó los días terribles de 17 y 18 de Marzo de 1895 incomunicada con la capital, y sabiendo solo, por rumores confusos y contradictorios, que estaba convertida en campo de Agramante; allí la dieron, con mil cariñosas precauciones, impotentes para mitigar la crueldad del golpe, la noticia de la muerte de su marido, caído al entrar a Lima, a la vanguardia de las fuerzas revolucionarias; allí vino a la vida, desgraciado desde antes de nacer, su pobre hijito, raquítico y contrahecho. Los padres de Antonio, después del fallecimiento de éste, no quisieron separarse de la viuda y de los huérfanos. Los primeros años de esta existencia en común pudo Constanza dedicarse exclusivamente a sus dolorosos recuerdos y a la vigilancia de sus hijos, bastante penosa la del pequeño, llorón y malcriado como todos los niños enfermos; pero al morir su suegra, noble y bondadosa matrona, maternalmente apegada a ella por la común desgracia, tuvo Constanza que ocuparse de la dirección de la casa y del cuidado de su suegro, hombre excelente, corazón de oro, mas un tanto mal geniado y grñón, lo que intimidaba no poco a la hija política, acostumbrada a los mimos y delicadezas de un marido joven, enamorado y cultísimo. Privada por la muerte de los dos apoyos cariñosos que sostuvieron su debilidad, fuése acostumbrando insensiblemente la afligida señora a buscar el de su hija, ya vigoroso aunque todavía infantil. Los duelos que ensombrecieron los primeros años de Inés habían precozmente madurado su juicio y formado su caracter, sin lograr secar las fuenets de su sana alegría, desbordante en frescas carcajadas que llenaban la casa de ecos placenteros. Por estas cualidades, fué la niña desde edad temprana el verdadero lazo de unión en la familia, el foco de donde irradiaba el dulce calor del hogar; cualquiera otra chiquilla se hubiera aprovechado de este influjo poderoso para imponer como leyes sus caprichos y fantasías; ella lo empleó sencillamente en beneficio de los suyos. El abuelo, a quien tenía embobado, solía decir, celebrándola: — Esta criatura sale en todo a su padre — o — tiene el mismo carácter de mi mujer; — y Constanza que nunca se quedaba corta si de elogiar a su hija se trataba, asentía: — Si; tiene la inteligencia clara y despierta de Antonio, la bondad y abnegación de su abuela. — Así revivían para estos dos seres desolados los muertos queridos en la gracia primaveral de la niña. Solo con su hermano se estrellaban las artes seductoras de Inés; el muchacho, a quien habían querido compensar con extremos de cariño el doble infortunio de su orfandad y de su precaria salud, era díscolo, egoísta y descontentadizo; su hermana lo trataba con benevolencia maternal, adivinándole los deseos, plegándose a su voluntad, complaciéndole en todo, sin recibir otro pago que sofiones y malos modos, que nadie se atrevía a corregir al chico, dándose cuenta de la sorda protesta que germinaba en su espíritu al verse pálido, fatigado, doliente, obligado al reposo por defromidad nativa de su pie derecho, junto a Inés, ágil y lozana en su risueña adolescencia. Era, pues, la muchacha el rayo de sol de su hogar. Por eso las pretensiones de Lércari, que en otra casa hubieran sido acogidas con alborozo por la fortuna del mancebo y su brillante apariencia, merecieron en ésta las censuras ásperas del abuelo y los sarcasmos de Antuco. Solo Constanza, cuya vida entera había sido consagrada al amor, fué incapaz de en su ternura maternal, limpia del más leve asomo egoísta, de nublar las radiantes ilusiones de su hija, aunque en su fuero interno presumía que Alfonso no mereciera, ni por el sentimiento ni por el carácter, a su dulce Inés. Cuando ésta leyó a su familia, con voz entera y ojos enjutos, la carta de ruptura que escribió a su novio, don Manuel la abrazó, muy envanecido de que con tanta frescura, supiera darle pasaporte a aquel truhán; la madre guardó silencio, adivinando todas las angustias que la muchacha disimulaba valerosamente bajo la máscara de la indiferencia. Don Manuel no se imaginaba tal cosa, y siempre que, a solas con su nuera, hablaba del asunto, terminaba felicitándose de que su niña no se acordase ya para nada de aquel mocito. Constanza le contestaba con un ambiguo — así lo espero — que sacaba de sus casillas al viejo, por experto en sicología femenina. La madre confiaba en que el tiempo y la fuerza renovadora de la juventud completarían la obra de olvido en que estaba empeñada la orgullosa volunta de Inés; y para ayudarla, animábala a frecuentar sociedad, sonriendo esperanzada cuando veía a su hija en bullicioso grupo, charlando y riendo como en las épocas de feliz despreocupación. Aquel día Constanza, mientras ayudaba a vestir a la niña, le auguraba que había de estar contentísima en las regatas y que también lo estaría su hermano que, como de costumbre, a última hora se dignaría acompañarla, después de haberse dado el gusto de hacerla rabiar. Iba a contestar Inés, cuando se oyó en el corredor la algarabía de Queta Salas, colmando de insultos a Antuco: — ¿Conque no vienes a las regatas, gaznápiro? Eso es lo que está por verse todavía! ¿Qué ya le has dicho a Inés que no te da la gana? Pues a mi no me lo dices porque no te aguanto. ¡A vestirse ahora mismo para estar listo dentro de diez minutos, que no eres tu quien nos hace esperar a nosotras! Y todavía te estás allí parado, mirándome con esa cara de santo mocarro! Vaya usted volando a ponerse presentable, so zarramplín! Negativas risueñas de Antuco, insistencia de la muchacha y, por fin, la voz de aquel llamando a su madre. — No te lo dije? — exclamó ésta gozosa, dirigiéndose a su hija — Ya lo convenció Queta — y salió rápidamente de la habitación. Inés, de pié ante el tocador, sonrió con desprecio, pensando: — Parece mentira que les guste que los traten así! Eso hubiera necesitado el otro canalla. Dicen que ya ha venido. Dios mío! Que no me lo encuentre por ninguna parte, que no lo vea nunca, que se case pronto con otra, que me deje tranquila! — y la preciosa cara que reflejaba el espejo, nacarada y tersa bajo el negro casco del cabello rizoso, se oscureció con expresión de cansancio. Enriqueta entró como un torbellino al cuarto de su amiga, y al encontrarla ya poniéndose el sombrero, batió palmas, exclamando: — Viva la gente puntual! Chica, déjame verte bien. Huy! Que lujo! Estás hoy.... — y la muchacha, en vez de acabar la frase, chasqueó ruidosamente la lengua contra el paladar como un granuja. — Ya he llevado en varias ocasiones este vestido y este sombrero. ¿No me los conocías? No son nuevos. — Eso no importa; te van muy bien. Me alegro, me alegro y me alegro por esa tonta de Carmen Rosa Talavera que se cree la única bonita del mundo. Me la encontré por el malecón con tales aires de prix de beauté que, para empavarla, le recité a voz en cuello, delante de toda la gente, estos versos de Cristóbal de Castro: Llegaste con tus amigas que fueron tus comparsas, triunfalmente morena entre tus sedas blancas, soberbiamente hermosa, magnífica de gracias, lo mismo que una reina seguida de sus damas. — Ave María! Contentas se pondrían las otras con lo de comparsas. — Pero, hija, si Carmen Rosa se rodea de bagres para resaltar. Figúrate que iba con esa prima pecosa, de pelo colorado..... — Ya sé. Cómo se llama? — Qué sé yo! Con esa, con las Cerralbo.... — Juanita no es fea. — No; preciosa es la niña boba; bueno, y además con la hermana casada que no sé de donde saca valor parapresentarse en público; si no tiene por lo menos mellizos, que me corten éste; — y Queta señalaba su blanco cuello, sostén de una carita menuda y pálida, en la que resaltaba la boca roja, chiquita, con el labio superior un pooc corto, que dejaba ver los dientes pequeños y la daba una cándida expresión de curiosidad infantil, que contrastaba con la penetrante y perturbadora de los ojos de un verde luminoso. — Sabes — continuó con aire doctoral — porqué está esa muchacha tan pagada de su personita? — Porque puede. — Miren que salida! Más puedes tú y no estás tan cándida. — Gracias por la lisonja y sobre todo por el tan. — Déjame acabar. A Carmen Rosa la tiene engreída el tipo de su novio. — Si; está enamoradísimo; el resto de las mujeres no existe para él. — Hum! Que dé gracias la niña a que Gabriel no me gusta ni pizca; si no, se lo quitaba. — No podrías; está loco por ella. — Y qué hay con eso? Crees tu que existen en estos tiempos fieles amadores que resistan a los recursos de una coquetería bien manejada? — ¡Que ciencia de la vida tan precoz, tan escéptica..... y quizás tan fundada! — respondió Inés saliendo, del brazo de su amiga, al corredor donde las esperaba Antuco. El joven Arévalo no representaba los diecisiete años que había ya cumplido. Las angustias sufridas por la madre en los meses que precedieron al nacimiento del niño habían marcado a éste con diversas taras morbosas. Tenía la estatura exigua, el busto muy ancho para sus débiles piernas, contrahecho un pié en el que siempre llevaba calzado ortopédico, la tez de lívida blancura, saltones los ojos y la mandíbula inferior prognática, como los príncipes de la decadencia de la casa de Austria. El atavío esmerado disimulaba un tanto sus defectos físicos, y cuando, como en esa ocasión, estaba de buen humor, casi los hacía olvidar su charla amena y chispeante, manifestación de una inteligencia despierta y bastante cultivada. Emprendieron la marcha los Arévalo y su amiga locuaces y risueños; iban los tres contentos: Queta, por la proximidad de la fiesta; Antonio, porque con las bromas y carantoñas de Queta se hacía la ilusión de ser un muchacho normal; Ines, porque veía alegre a su hermano, desvanecido ya el anterior desabrimiento. Al aproximarse al club Regatas, vieron que del gentío estacionado a la puerta se destacaban varios jóvenes para salir a su encuentro; Inés, un poco miope, iba a preguntar — ¿quienes son? — cuando la silueta, ya mas precisa, de uno de ellos la produjo tal impresión de sorpresa e inquietud, que, temerosa de la respuesta, no formuló la pregunta. Reuniéronse los dos grupos. Un caballero rubio, de aventajada estatura, de apostura correcta, descubierta la cabeza, se inclinó profundamente ante la señorita Arévalo, murmurando una frase de saludo, en tono tan respetuoso y tímidp, que parecía suplicar no se le infiriera un desaire. Inés vaciló un momento; paladeaba ya las mieles de la venganza, la satisfacción, deliciosa para toda mujer ofendida, de castigar con un desaire público, la deslealtad; pero sintió sobre ella muchos ojos curiosos y burlones, no quiso dar pasto a hablillas malévolas y comentarios antojadizos, y, con gestos de indiferente cortesía, tendió, como a los otros, su mano enguantada a Alfonso Lércari del Soto-Umbrío. IV COMO DIJO EL POETA.... Desde su regreso del Viejo Mundo, no hacía Alfonso Lércari otra cosa que renegar de la negra suerte que lo recluía en el rincón natal. Como un soplo pasaron los tres años de su vida de turista que, de la mejor manera gana del mundo, habría el joven prolongado indefinidamente; pero había quedado la pobre mamá tan nerviosa y tan aprensiva desde la muerte de mamá Panchita, con tan vivos colores pintaba en lacrimosas cartas sus temores de que la Parca se la llevara a ella también sin el consuelo de ver de nuevo al hijo ausente, que éste no tuvo otro remedio que apresurar la vuelta. Las malas lenguas aseguraban que no eran solo causas sentimentales las que habían motivado tal resolución; que, junto a los párrafos lloronres, llevaban las epístolas maternales columnas de secos guarismos destinadas a convencer al viajero de que, después de haber consumido su no despreciable renta, llevaba trazas de hacer lo mismo con el capital, y que, para evitar tan deplorable resultado, el único camino que podía tomar era el de casita; y agregaban las susodichas malas lenguas que, puesto que de las sumas y de las restas no podía Alfonso decir donjuanescamente, como del resto de las misivas, Son pláticas de familia de las que nunca hice caso hubo de liar los bártulos a regaña-dientes, obligado por las duras razones económicas. Si no, cualquier día lo arrancan a él de Europa! Algunas veces, cuando Alfonso manifestaba sus nostalgias de la vida europea, le preguntaban, con sinceridad muy pocos, capciosamente los más, dejando ver que sabían a qué atenerse sobre el origen del lamentado retorno: — ¿Por qué no se lleva usted a la familia a Europa. Se vive en tan grato sosiego en los alrededores de París, en Asniéres, en Passy.... — Y en París mismo — interrumpia Lércari malhumorado — hay barrios deliciosos, habitados por gente respetabilísima, tranquilos, sin bullicio. Mil veces lo he dicho en mi casa; mil veces también he explicado prolijamente el confort y la economía de la existencia en Barcelona, donde se goza de todos los refinamientos de las más adelantadas ciudades europeas sin las dificultades de un idioma extraño. He predicado en desierto. Por toda respuesta escucho variaciones sobre el mismo tema, incensantemente repetido: — los árboles viejos no se transplantan. Mucho de verdad había en esto; en más de una ocasión, haciendo proyectos para el porvenir, procuró Alfonso demostrar a su madre y a sus tías lo conveniente que les sería establecerse algún día en una población europea apacible, saludable y barata, superior por todos conceptos a esta Lima, tan cara y malsana. Las buenas señoras, sin dejarse deslumbrar por el espejismo de una civilización superior, lamentaban anticipadamente lo que para ella significaría la expatriación. — Ay! — decía la una — Mucho me hubiera gustado viajar cuando era joven; pero ahora, ¿con qué valor iba yo a dejar la suavidad de este clima por las lluvias, las nieves y las tempestades de otros países? Segura estoy de que en cuanto oyera un trueno, me moría de susto. — Ay! — suspiraba la otra— Ni por San Pedro de Roma cambio yo mi San Pedro de Lima donde, desde las seis de la mañana hasta la una, del día, tengo la seguridad de encontrar misa cada media hora. En qué otro templo se halla ventaja igual? Ninguno como mi San Pedro tan amplio, tan majestuoso, tan consolador. Si es la verdadera casa de Dios! Bueno, todas las iglesias lo son; pero donde está San Pedro.... — ¿Y quién se acostumbra a esta edad a las comidas extrangeras? — argumentaba Filo, siempre práctica, sin inquietarse por temores fútiles o por nostalgias místicas como sus hermanas — A mí cuando no empiezo el almuerzo por un buen plato de sancochado con su caldo sustancioso, sus rodajas de choclo y su yuquita tierna, o por un chupe de papas amarillas con corbina o camarones, me parece que no he almorzado. Yo, que soy tan golosa, iba a resignarme a no ver jamás en mi mesa una fuente de mazamorra morada, de frejoles colados, de cocada, de manjar blanco o un frutero con paltas, granadillas y chirimoyas! Y no las vería por mucha plata que tuviera. Pancho Sierra-bella me ha contado que cuando estuvo de ministro en Madrid, nuestro paisano, el Marqués de la Puente y Sotomayor, le convidó en un banquete algunas frutas criollas que hacía cultivar con todo empeño en Málaga. No las pudo pasar Pancho: ¡qué paltitas raquíticas y hebrosas! ¡Qué chirimoyas, todas pepas! Se parecían a las nuestras como un huevon a una castaña. Y si ni don Joaquín Osma ni Anita, su mujer, con el fortunón que tenían y lo que los adulaba España entera por ser suegros de Cánovas, lograron dar a sus paladares limeños el gusto de saborear en Europa fruta peruana, ¿quién lo logrará? Yo siempre lo he dicho. Nuestras cosas buenas no tienen igual en parte alguna; de Lima al cielo, y en el cielo un agujerito para ver Lima. Alfonso oía como quien oye llover estas lamentaciones; bien sabía que, si a él se le antojaba, las pobres viejas abandonarían costumbres añejas, prácticas devotas, hogar y patria por no separarse de su niño mimado; pero entre tanto no era aún tiempo de planear viajes sino de restaurar la bolsa a causa de ellos enflaquecida, por medio de un régimen reconstituyente que permitiera al joven disfrutar de nuevo, en plazo no muy lejano, del bien perdido. De su tema favorito hablaba Lércari una tarde en la biblioteca del club con varios amigos, sentados, como él, en torno a la amplia mesa, cuyo tapete desaparecía bajo las cubiertas coloreadas de los periódicos ilustrados. Entre sus muchos interlocutores estaban Juanito Suaréz, a quien ni los treinta y tantos bien cumplidos quitaban el diminutivo infantil, su hermano José Carlos, famoso cronista social de aquellos que si se vieran imposibilitados de escribir soirée, élite, toilette, hall y season no podrían hilvanar dos renglones, Alfredo Borja con su estirada elegancia de gentleman, Daniel Béjares, espíritu culto y fino, mansamente escéptico, que entretenía sus ocios de solterón rimando en madrigales esquisitos las gracias de sus aristocráticas amigas, y Gabriel Pineda, absorto en la contemplación de una majita goyesca de Blanco y Negro, que por los ojazos adormilados entre el boscaje de las pestañas y un pícaro lunarcito sobre el labío superior debía traer al joven dulces remembranzas. Después de enumerar en entusiasta charla las bellezas pintorescas de Brighton y Baden Baden, Trouville y la Costa Azul, las magníficencias de Hyde Park, Unter der Linden y de la plaza columbina de San Marcos, hablaron nuestros caballeros de París, y aquí fué el extremar las hipérboles encomiásticas y los ditirambos apasionados! Oh, los boulevares y el Bois! Oh los restaurants y cabarets! Oh la gracia picante de las midinettes y la sabia coquetería de actrices y bailarinas! Oh París, París sorprendente, maravilloso y único! Solo en tu mágico recinto vale la pena de vivir la vida. Fuera de él, para qué? En Lima, por ejemplo, ¿qué hace un hombre, vamos a ver, qué hace? — Trabajar — contestó tranquilamente Pineda, cerrando el Blanco y Negro. Todos quedaron suspensos un instante; después varios soltaron la risa. Juanito Suárez, como el más inútil de aquellos distinguidos holgazanes, se creyó obligado a defender su causa. — Miren con la que nos sale este moralista de baratillo! Trabajar! Valiente novedad! Todos trabajamos, cual más, cual menos. — Y que lo digas, chico — interrumpió con sorna Béjares. — Pues es claro! — siguió el otro impertérrito. — Pero no va uno a pasar la existencia exclusivamente trabajando; hasta los peones de chacra, despues de estar toda la semana tirando lampa, arman el domingo sus jaranas con guitarra y cajón. Nosotros no hemos de bailar tonderos y marineras ni de beber pisco y chicha como ellos; no hemos de meternos tarde y noche a un cinema para aprovecharnos de su oscuridad protectora como los horteras y pollitos recien salidos del cascarón; ¿qué nos queda? Los martes aburridos de doña Zutana y los jueves insustanciales de Fulanita para encontrarnos con las mismas caras que vemos aquí, en el club, cuando por algún acontecimiento muy sonado nos animamos a dar baile, o en el teatro, si por casualidad se digna visitarnos un actorazo de esos que estaba en su apogeo cuando nosotros aprendimos a conocer las letras. Siquiera en Buenos Aires.... — No compares, hijo — exclamó Gabriel, cortando la palabra a Juanito — Buenos Aires tiene cerca de dos millones de habitantes y ocupa en la América republicana el rango que Lima tuvo en la colonial. ¿´Por qué? ¿Les favoreció a los argentinos la tiranía de Rosas provocando una reacción saludable en el alma nacional, o su posición geográfica, natural protectora de la inmigración europea, o su raza homogénea, o sus pampas enormes? ¿Nos perjudicó a nosotros la preferencia dada por los españoles al laboreo de minas sobre el cultivo de la tierra, fuente eterna de riqueza, o nuestras convulsiones revolucionarias, o la aridez de nuestra costa o la díficil explotación de nuestra lejana y magnífica región de las selvas? Historiadores y sociólogos podrían explicar estas complejas causas; yo les hago a ustedes gracia de mi erudición a la violeta; pero el caso es que los argentinos viven como ricos y hacen bien porque lo son, y que nosotros no nos habituamos a ser pobres. Tal vez por costumbre atávica de nuestro esplendor pretérito tenemos el espíritu crítico y aguzado y exigente el gusto; pero nos falta la fe que transporta montañas. Sabemos admirar la grandeza ajena, sentimos el noble deseo de poseerla también, pero más cómodo que esforzarnos en lograrla nos resulta encogernos de hombros, murmurando cada uno desde lo alto de sus superioridad individual: — En este país no se puede hacer nada! — Y sin embargo, en este país se puede hacer tanto! Hay aquí tantas cosas buenas! — Las cosas, pase; no le discutiré a usted ese punto; — dijo Alfonso Lércari — pero ¿las personas? — Pues tampoco son malas — respondió ardorosamente Pineda — Vea usted: los indios a pesar de los siglos de opresión que los han tornado desconfiados e hipócritas, son trabajadores infatigables, sufridos y sobrios. En cuanto a los mestizos, puede negárseles despejo natural, rápida comprensión, aptitudes felices? — No, ni tampoco una informalidad capaz de acabar con la paciencia de Job — repuso Lércari. Si se le descompone a usted la cerradura de un mueble, y llama a toda prisa a un cerrajero para que la arregle, bien puede encomendarse a las once mil vírgenes, a ver si alguna de ellas realiza el milagro de que el artesano no tarde más de venticuatro horas en acudir donde se le ha llamado. — El ejemplo se lo damos nosotros, los señores ¿Cuál de los presentes llega antes de las seis y media al lugar donde se le espera a las seis? — Ninguno, y tú, menos, abogado verboso de malas causas — contestó Suaréz el cronista. — Hoy tienes la oratoria patriotera; solo te falta repetirnos, en apoyo de tus tesis, la consabida fracesita de que la nuestra es la tierra de las tres emes; médicos, músicos y mujeres; y, con todo eso, Lima es la ciudad que tiene más alto porcentaje de mortalidad, a nuestros virtuosos se les confunden los bemoles con los sostenidos, y entre nuestras bellezas ¡hay cada esperpento! — Más fácil es discutir con boutades que con argumentos — dijo Gabriel, sin turbarse por las carcajadas estruendosas de sus amigos — y la tuya ni vale la pena de rebatirse de puro falsa, sobre todo dicha por ti, que no bien estornudas clamas por el doctor y que no pierdes velada de la Filarmónica con la esperanza de hallar en el público a alguna cándida paloma que tenga el mal gusto de contestar a tus guiñadas. Tan poco sincero has sido al lanzar tu chiste como estos señores al reirtelo; ellos y tú han obedecido únicamente a la triste manía nacional de empequeñecer lo propio. Yo no romperé lanzas por los del sexo feo aunque para ellos me bastaría citar unos cuantos nombres, no muchos, porque las notabilidades no se encuentran al volver cada esquina, que significan mérito tan indiscutible como la belleza de nuestras damas, que salta a la vista; pero del valor de éstas si me declaro paladín, y si no me enumero casos concretos es, precisamente, por el respeto que me inspiran. Juzguemos únicamente a nuestras mujeres en relación con lo que es casi siempre la verdadera piedra de toque: el dinero. — Poquito que les gusta el lujo! — dijo con acritud Alfredo Borja. — Por eso es tan digno de admiración que sepan privarse de él y que no le sacrifiquen sentimientos ni deberes. Cuántas muchachas vemos, ricas y mimadas, que consagran sus mejores años al amor romántico se algún estudiantillo, a sabiendas de que cuando éste termine la carrera y pueda casarse, no hallarán en el hogar conyugal ni la mitad del bienestar que gozaron en el paterno! ¡Cuántas mujeres de la mejor sociedad, jóvenes y hermosas, abandonan salones y paseos por cumplir las obligaciones que la maternidad les impone y de las que podrían eximirse pagando! ¡Cuántos de los que ostentan un título profesional lo deben, ante todo, al esfuerzo de una madre heroica que, por educarlos, supo luchar a brazo partido con la miseria! De todos estos casos y otros semejantes hemos visto todos mil ejemplos, infinitamente más elocuentes que las risas provocadas por guasas de éste, y que, lo repito, no son sinceras, pues a cada rato, aquí mismo, confesamos implícitamente la superioridad de nuestras compatriotas, al decir, comentando alguna novedad social: X le está haciendo el amor a Fulana; pero ella ¡qué le va a hacer caso! — Casi siempre sale huera la profecía; ella ha terminado casándose con X, si él no la ha plantado antes. — Eso solo en contra de nosotros habla; si una mujer que vale apechuga con un necio, es porque no ha encontrado mucho bueno para escojer; y, en todo caso, es siempre algo noble y positivo lo que llena su vida y las eleva sobre nosotros, por lo mismo que casi siempre significa sacrificio: el amor, sea a una abstracción quimérica, a la madre enferma, al marido, leal o calavera, al chiquillo llorón que las obliga a pasar las noches de claro en claro..... — Enfermeras, nodrizas — murmuró con desprecio Juanito Suárez — ¿Te parece eso muy bonito? — No — contestó Gabriel, después de mirarlo de hito en hito y con la misma entonación con que hubiera dicho: imbécil! — Y basta de lata, caballeros; me largo que van a ser las ocho. — Y hay que estar a las nueve en Chorrillos para que la novia no ponga mala cara — dijo Borja. — Acabáramos! — exclamó Suaréz — No me acordaba de que éste anda enamorado, que es como decir tonto de capirote. Claro que ha de poner a las mujeres en los cuernos de la luna! Criterio de novio! — Cuidado! — dijo Pineda — Siguiendo esa lógica, podriamos llamar al tuyo criterio de calabaceado. — Calabaceado! ¿Cuándo? ¿Por quién? — preguntó furioso Juanito — Ya haré ese prolijo trabajo de catalogación cuando esté desocupado; ahora me voy de prisa. — Yo también — dijo Afonso poniéndose de pie — Esta noche come en mi casa un matrimonio de yankees ricos, con quienes hice una navegación, y, como son muy aficionados a antiguallas, los he invitado a conocer las que conservamos. Salieron juntos los dos jóvenes. Alfonso, por hablar algo, interrogó: — ¿De modo que tiene usted viajecito cuotidiano a Chorrillos? — Por poco tiempo; las ocupaciones de mi futuro suegro, el doctor Talavera, solo le permiten gozar durante el verano de su querido Chorrillos; ocupa allí un rancho, en la calle del Tren, frente al de la familia Arévalo. Lércari miró a su interlocutor; ¿con qué intención había pronunciado ese nombre que el joven oía por primera vez desde su llegada a Lima? En su casa nadie le había hablado de Inés ni él quiso ser el primero en hacerlo; sus amigos, por olvido unos, por delicadeza otros, no intentaron llevarlo al terrno confidencial; y él se felicitaba de que la indiferencia o la reserva de los que le rodeaban, le evitaran penetrar en un terreno del que no sabría salir airoso. Ahora, un simple conocido, tenía el mal gusto de venirle con bromitas impertinentes. ¿Con qué derecho? ¿Creía que iba a tolerárselas como las declamaciones del club? ¡Pues no faltaría más! — y con aire de reto clavó los ojos en Pineda. Este, sin sospechar el efecto que había causado a su interlocutor, seguía muy tranquilo dando las señas de la casa de su amada. — Sabe usted? es en la calle siguiente a la iglesia del Buen Pastor. La inquietud de Lércari se disipó para dejar sitio a una curiosidad punzante. Si Gabriel no sabía nada de lo suyo, porqué no averiguarle algo? ¿Qué mejor ocasión? — Conozco al doctor Talavera — dijo muy amable — Ha solido atender a mi familia en algunas enfermedades. También conozco a ese señor Arévalo; está muy viejo, verdad? — Todavía se mantiene enterote y fuerte, apesar de su reumatismo que lo hace cojear un poco. Con frecuencia me lo encuentro paseando por allí, apoyado en el brazo de su nieta. — Poco le durará ese apoyo..... Habían terminado la calle de la Rifa. Gabriel, mostrando a la derecha la de Negreiros, interrumpió a Lércari para decirle: — La calle en que usted vive; aquí nos despedimos. — No — contestó Alfonso; para mí todavía es temprano; le acompañaré a usted hasta su casa para estirar las piernas. — Me alegro mucho, aunque el camino que recorreremos juntos será corto; vivo en la calle de Aldabas. — Pues decía — continuó Alfonso, tomando de nuevo el hilo de la conversación — que al viejo Arévalo le durará poco la compañía de su nieta: probablemente tendrá ya novio. — Novio, nó; muchos que la atienden y la galantean, sí; entre ellos veo muy interesado a Paco Salas. — ¡Qué le va a hacer caso Inés a esa bala perdida de Paco Salas! — exclamó Alfonso, olvidando la reserva que se había impuesto y con la santa indignación del justo que puede tirar la primera piedra. Sin parar mientes en ello, — ¿Ve usted — dijo Pineda, triunfante — ve usted como en muchísimos casos se nos escapa esa frase, reconocimiento involuntario, pero positivo del valer femenino? Lércari, temeroso de que su acompañante se engolfara en nuevas disquisiciones y no siguiera ocupándose de lo que a él le interesaba, se apresuró a darle la razón. — Claro, hombre, claro! ¡Quién lo duda! Así es que la chica rechaza a Paco? — Peor que eso; no lo toma en serio; se burla, lo embroma, con mucho donaire y mucho tacto para no deslizarse, le saca los trapitos al sol, y de allí no pasan porque ella no quiere. — ¿Y pasea mucho? — ¿Inés? Poco la veo. Por las mañanas en los baños; algunas tardes en el malecón o en el casino, jugando tennis; en los bailes, nó. Al último se empeñó en llevarla la familia de mi novia y ella aceptó, de muy buena gana al parecer; pero a lo mejor le dió al abuelo dolor ciático y la pobrecilla se quedó haciéndole fricciones. Ojalá que un inconveniente parecido no la impida asistir a las regatas mañana! — Ah! mañana hay regatas? — Si: las últimas de la temporada y probablemente las mejores a juzgar por los preparativos. Estas frases las cambiaron ya en la puerta de la casa de Gabriel. Lércari habría deseado prolongar la conversación, más interesante para él que la que le esperaba después con sus invitados; pero como Gabriel se encontraba precisamente en el caso opuesto, no hubo otro recurso que despedirse. ¡Cómo se aburrió Alfonso durante la comida! Su madre y sus tías estaban tan ayunas de inglés como de español el convidado; la esposa de éste, hermoso tipo de norte americana afable y culta, con la tez fresca y rosada bajo sus cabellos grises, apenas chapurreaba una que otra palabrita castellana, y el pobre mozo, con su inglés mal aprendido en el colegio y hablado a trompicones durante el viaje, suda la gota gorda sirviendo de intérprete. Algunas veces, viéndole escuchar muy atento alguna larga tirada de su amigo, le preguntaba curiosa la tía Filo: — ¿Qué dice? — Nada; candelejonadas de este gringo yuyón — contestaba el joven en limeño apuro, sin alterar su gesto cortés. Las señoras miraban asustadas a la yankee, pero se tranquilizaban al encontrarla muy entretenida en el exámen de algún cacharrito de filigrana primorosamente trabajado por los antiguos plateros de Ayacucho, que le arrancaba esta frase de admiración preconcebida — ¡Qué interesante! Poco después de las once se despidieron los huéspedes; Lércari, con la cabeza pesada, malhumorado y soñoliento se metió inmediatamente a la cama; antes de dormirse, vínosele en confuso tropel el recuerdo de los sucesos del día y, sintetizándolos, pensó: — Conque Paco Salas, eh? A ese le voy a ajustar yo las clavijas. Al día siguiente se levantó tarde, tomó un baño frío, y afeitado, perfumado y fresco entró al comedor donde lo esperaba la familia. La madre, juzgando sin duda que era lástima que tanta gallardía se quedara encerrada entre las cuatro paredes domésticas, averiguó: — ¿Sales esta tarde? Y él medio displicente. — Psch! Quizás, Ahora recuerdo que estoy invitado al club Regatas; iré un rato. ¿Un rato? Toda la tarde se la pasó haciendo los imposibels por pegar la hebra con Inés, que discretamente supo evitarlo, ayudada inconscientemente por la coquetería novelera de Queta Salas, que abandonó a su amiga por acaparar al recién llegado. — Va a creer Inés que estoy enamorando a esta muchacha disforzada — decíase Alfonso, inquieto, buscando cómo sacudisrse, sin faltar a la más elemental cortesía, aquella mosca bonita que la mareaba con su incesante run run. Solo le proporcionó un buen rato cuando, contestando a una pregunta de él, dijo la chica: — Mi hermano Paco? ¡Qué va a venir! Si está impresentable, con un catarro feroz! — ¡Pobre! — respondió Lércari, hipócritamente. — No puede consentir que lo vean las muchachas con la nariz encendida y los ojos lacrimosos. Buscando Alfonso con la mirada una tabla de salvación, creyó encontrarla en Pineda y su novia que desde un rincón de la terraza lo miraban sonriendo, con expresión que le hizo comprender que Carmen Rosa, antigua conocida suya, había enterado a Gabriel de su amorosa historia. Separóse Lércari de Enriqueta y se acercó a los novios. — ¿Insiste usted en sus pesimistas ideas de ayer sobre la vida en la tierruca? le preguntó Gabriel intencionadamente después de un rato de charla. — Las perdería por completo si hubiera muchas fiestas tan animadas y tan bien concurridas como ésta. — Pues tan bien concurrido como el club Regatas ahora, estará esta noche el malecón — insinuó Carmen Rosa sonriendo maliciosamente. — Venga usted a gozar de la última luna de Abril — dijo la voz de Queta Salas que, remolcando a la niña boba, apareció por allí cuando menos lo pensaban. — Venga usted y verá lo que es bueno. La luna en el mar riela ¡Qué poético! Solo le aconsejo que no se acerque a estos porque lo expulsarán ignominiosamente. Ahora le han tolerado más de cinco minutos porque usted es nuevo; sino, ya le habrían despedido.... o usted lo hubiera hecho prudentemente, en vista de los acontecimientos. — Estás hoy aun más insoportable que de costumbre — dijo Carmen Rosa con marcado disgusto. — Indudablemente — aprobó Lércari para su coleto. En la noche volvió a Chorrillos. Una multitud elegante y bulliciosa discurría por el amplio malecón, iluminado tan solo por la argentada claridad de la luna que brillaba explendorosa en la limpidez del cielo. Lércari recorrió el pase cambiando saludos y mirando insistentemente a todos lados: vió a Antuco Arévalo, fumándose un puro casi del tamaño de su raquítica persona, a Queta rodeada de media docena de gomosos, a quienes bendijo Alfonso in mente como a sus libertadores, a las Cerralbo, a Lucy Biggs, a Pineda y a su novia sentados en una banca. Llegóse a ellos. Después de cambiar algunas frases banales, Carmen Rosa, interesada como todas las mujeres en asuntos sentimentales y viendo que Lércari, por puntillo, no se animaba a abordarlo, exclamó: — Me extraña que no esté esto tan bien concurrido como las regatas; casi todas las muchachas que allí había pensaban venir; sin embargo, faltan algunas. — Por ejemplo, Inés Arévalo — dijo sin diplomacia alguna Gabriel. — Acaso se habrá puesto malo su abuelo y estará cuidándolo. — Por lo visto es muy buena — dijo con cierta acritud Alfonso. — ¿Lo ignoraba usted? — repuso en el mismo tono Carmen Rosa. Lércari, por evitarse acusaciones, guardó silencio; los otros lo imitaron por un rato; luego volvieron a su cuchicheo. Alfonso se daba a todos los diablos. — ¡Dichosa Lima! — pensaba — monótona y gris donde, por escapar de la invariables sucesión de las cosas, comente un hombre tonterías indignas hasta de un muñeco de veinte años. Si no hubiera sido por buscar distracción al hastío que me abruma desde que he llegado, ¿habría dado yo oídos ayer a lo que me contaba este necio? ¿Habría venido hoy a las regatas? ¿Habría reincidido en volver ahora? Y todo para que al niña, imaginándose que estoy muriéndome por ella, se haga la dengosa y no aparezca por aquí, donde estoy yo desempeñando el lucido papel de cuidador de novios. ¡Pues apenas se acaramelan! Bien me lo dijo esta tarde esa endiablada chiquilla. A propósito, voy a buscarla; siempre será más entretenida que éstos.— Y en voz alta, agregó: — Carmen Rosa, con permiso de usted, tengo que saludar a unas amigas que he visto por allí. — Adiós, Lércari. — Buenas noches, amigo mío, — contestaron los enamorados despidiéndolo. Echó a andar Alfonso; en dirección opuesta a la suya, venía la masa de paseantes entre la que descubrió pronto la espigada figura de Queta Salas; pero en lugar de acercársele, abandonó bruscamente el paseo y se perdió en la primera boca-calle. No era Alfonso el único aburrido en aquella clara y tibia noche chorrillana; Inés sentada en el corredor de su casa, frente a su abuelo, muy interesado en ganarla una partida de chaquete, ahogaba frecuentes bostezos. Había aceptado la insinuación de don Manuel para que se quedara en su compañía, no sólo por el hábito de complacer al anciano sino porque juzgó mas acertado no salir de su casa en esa noche. — ¡Bastante hablará la gente con lo de esta tarde — pensaba — para que no asegurase, si yo fuera esta noche al malecón, que lo hacía por encontrarme con Alfonso! Si él no estuviera allí cómo se reirían todos de mi plancha! y si estuviera.... si estuviera sería peor. No quiero que me repitan lo que con su manía de citas, me dijo hoy esa descarada de Queta, después de sus infructuosos coqueteos con Alfonso: Et l'on revient toujours á ses premiers amours.— Y mientras en su cabecita acalorada se agitaban estas ideas, murmuraba la niña lánguidamente, vaciando el cubilete de dados: — senas al as, cuadras a la quina.... Don Manuel, como es de suponerse, alcancó completo triunfo; arrellanado en su poltrona embromaba por ello cariñosamente a su nieta, echándole en cara su derrota; después, con el pretexto de distraerla, dióse el gusto de contar una rancia anécdota. — Mira, tengo para mí que esto debió ser en el rancho que ocupan actualmente tus amigas, las Cerralbo; no podría asegurarlo; ha variado tanto Chorrillos! En fin, más o menos fué en ese sitio donde vivía el Mariscal Castilla en el verano de 1863. Estaba alejado de la política y no pululaban por su casa los aduladores que en otra época lo asediaban sin tregua. Muere en esto, el 3 de Abril, el jefe del estado San Román, y, por hallarse en Europa el primer vicepresidente, encárgase del mando el segundo, General Canseco, hermano de doña Francisca, la noble esposa de Castilla. Los logreros, que se habían alejado de éste creyendo anulada para siempre su influencia, acudieron en tropel a buscarlo. Recibiólos son Ramón afablemente, lo que tranquilizó a quienes temían merecidos reproches por su inconsecuencia. Cuando más sofocante era el humo del innecesario, sacó don Ramón su pañuelo, y agitándolo como para espantar insectos enfadosos, dijo, paseando la mirada en torno: — Hombre! Se diría que aún estamos en pleno verano! Cuántas moscas! — Imagínate la cara que pondrían los muy sinvergüenzas. Inés, que estaba imaginando cosas completamente distintas, descuidose de comentar el relato que conocía desde su infancia. El abuelo la miró sorprendido. — Creo que estás durmiéndote, hijita. Entramos a acostarnos? — Cuando quieras. Inés cogió de una mesita la llave de la verja y se acercó a cerrarla. En la calle silenciosa resonaban, cada vez más próximos, pasos varoniles. La muchacha seguía en la reja. El transeunte pasó, descubriéndose en un saludo reverente, que era casi una genuflexión. Ella contestó con muda inclinación de cabeza. — Quién es, niña? — No sé, papá Manuel. ¡Pobre papá Manuel, varón integérrimo, ciudadano ejemplar, abuelo amantísimo, ameno narrador de añejas historias, pero malísimo observador y peor sicológo! ¿No comprendes que tu nieta ha mentido? ¿No lo conoces en las sonoras vibraciones de su vozm muy distintas a las que tenía al murmurar lánguidamente senas al as.... cuadras a la quina? En sus rítmicos movimientos, en su sonrisa encantada, en el brillo emocionado de sus ojos, que te miran sin verte, en el beso distráido que deja en tu frente rugosa, ¿no adivinas — quizás tampoco lo adivina ella, pobrecilla! — que para contestar con verdad absoluta a tu preguntar curioso, habría debido decirte con las palabras del poeta: Es el amor que pasa..... V CUENTAS Y PLANES. Nunca, en sus treinta y un años de vida, había tenido Alfonso preocupaciones tan serias como las que entonces le inquietaban. En primer lugar, los embrollados asuntos económicos más díficles de poner en claro de lo que a priemra vista parecía. ¡Vaya si había agujeros que tapar y si era la tarea pesada y fastidosa! No bastaba para llenarla el régimen de reducción de gastos, como él imaginó al principio; había que inyectar nuevas fuerzas al debilitado organismo financiero. Con la dieta prolongada se corre el peligro de extenuar al enfero y además, mirándolo despacio, en qué iba él a implantar economías? ¿En el tren de su casa? Imposible! ¡Cómo cercenar a las pobres señoras, ya en la vejez, el bienestar a que habían estado acostumbrtadas? ¿Valía la pena acaso de que él se privara, por ejemplo, del landaulet que compró en Berlín, por ahorrarse el gasto del chauffeur? Tanto importaría suprimir el chocolate del loro. ¿Igba a encerrarse en su cuarto para evitar los compromisos dispendiosos de almuerzos, comidas, cenas y lo que se sigue, que nunca faltan a un hombre de sus condiciones? No señor, cada cual ha de vivir como quien es. Era otra la solución requerisa y daba nuevo motivo a las cavilaciones de Alfonso que la veía con entera claridad y no poco disgusto, ya que significaba, sino el abandono, por lo menos la alteración de su existencia regalona por las obligaciones que le impondría la vigilancia personas de sus intereses, única probabilidad de acrecentarlos. Desde la muerte del señor Lércari, ocurrida hace trece años antes, los negocios habían estado entregados a manos mercenarias y no siempre escrupulosas; las Soto-Umbrío no hubieran consentido entonces que la tersa frente del niño se contrajera con el esfuerzo mental de la contabilidad y al niño se le fué quedando la costumbre; en cuanto a ellas, apesar de las antiguas experiencias, eran más aptas para gastar dinero que para administrarlo, y decidieron encargar de esa tarea a gentes entendidas y bien pagadas, para vivir tranquilas. A lo mejor, venía a turbar esa tranquilidad el descubrimiento de una trampa gorda; y entonces eran de oirse las lamentaciones y las quejas amargas y los comentarios escépticos sobre las picardías de este mundo cochino donde solo desengaños se cosechan y no hay de quien fiarse. Como siempre, Filo decidía afrontar la situación y se pasaba días asegurando que iba a hacer y a acontecer, empezando por meter a la cárcel al empleado culpable y acabando por visitar personalmente y una por una las casas que poseían en Lima y sus alrededores para decirles cuatro frescas a los inquilinos morosos, poner en jaque a los cobradores y hacer ver a todo el mundo que las cosas iban a marchar en adelante muy derechitas porque ella tomaba la batuta y de ella no se reía nadie; tantas veces enumeraba Filo las medidas que iba a tomar y con tantos prolijos detalles las adornaba que, persuadida de que había hecho algo más que hablar, sentía aplacarse sus iras y acababa por juzgar que era llevar la avaricia hasta la crueldad penar la pérdida de unos cuantos reales con la ruina y desprestigio de un infeliz, quizás más necesitado que culpable, y de una pobre familia inocente; las demás aprobaban la opinión de Filo, prometiéndose, eso si, aprovechar la dura lección, porque de los escarmentados nacen los avisados, disipábanse como el humo los hermosos proyectos de actividad y vigilancia, seguían las cosas como antes..... y hasta otra. Alfonso al recordar todo esto, se afirmaba en su resolución de llevar las cosas por nuevos y muy distintos caminos; el aumento de valor que ha tenido en Lima la propiedad urbana le permitiría obtener grandes utilidades de las fincas que aun conservaban; habría que trabajar de firme; vender unas casas, ensanchar otras, modernizar aquella, rehacer desde los ciminetos la de más allá y pronto lograría dar vigoroso impulso a la fortuna anemizada por la descuidada administración y las continuas sangrías. También se proponía el joven dar un vistazo a la hacienda azucarera del valle de Chancay, adquirida con el producto de la liquidación del almacén de su padre. Estaba al frente de ella un agricultor empírico de la comarca, mestizo listo y mañoso, con mucha gramática parda y más agallas que un tiburón. Aunque siempre se había mostrado dócil a las demandas de dinero de Alfonso, inspiraba a éste desconfianza y antipatía instintivas que ahora se prometía desfogar; él iba resuelto a inspeccionar minuciosamente los sembríos, a revisar las cuentas sin perdonar un centavo, y, sin no quedaba satisfecho plenamente, a poner al zambo palangana de patitas en la calle. Ea! A empezar de una vez; que le preparasen la maleta y a la mañana siguiente temprano se embaulaba en el tren para Chancay; más valía eso que ir a Chorrillos a tirarse la gran plancha. Habían pasado como quince días del suceso y todavía rabiaba Lércari al recordarlo. Después del silencioso saludo cambiado con Inés a través de la verja, dejó, estudiosamente, transcurrir algún tiempo sin intentar verla de nuevo. Al finalizar la semana, cuando creyó ya cumplido el plazo conveniente para hacerse desear, tomó una tarde el tranvía para los balnearios, colocándose estratégicamente junto a una ventanilla del lado izquierdo, hacia el cual quedaba el rancho de los Arévalo. Al pasar delante de éste tuvo el primer disgusto: el corredor desmantelado, las ventanas sin visillos, las puertas herméticamente cerradas indicaban que la familia había dejado ya su residencia veraniega. — Afortunadamente — decíase Lércari — tuve la buena idea de no bajar del tranvía; así es díficil que alguien llegue a verme y a sospechar..... No acabó de formular este pensamiento consolador: varias muchchas detenidas junto a la vía, esperando el paso del carro, lo saludaban con expresivos gestos; destacábase entre ellas la esbelta figura de Queta Salas. El las dedicó el más rendido sombrerazo y la más alegre de sus sonrisas para que no cayeran en la cuenta. Facilito era! Al descender del eléctrico, ya en Lima, se econtró con uno de tantos conocidos que, siguiendo la impertinente costumbre nacional de parar en la calle al prójimo para averiguarle su vida y milagros, le interpeló: — Qué ha ido usted a hacer al campo, mi amigo? Y él, con mucho empaque: — A visitar unos terrenos que pienso comprar en el Barranco por la avenida Saenz Peña. Al día siguiente, antes de la una, pasó Alfonso por la casa donde vivía Inés cuando era su novia; bajaban la escalera dos niños con sendos bolsones de cuero, repletos de libros y cuadernos; cuando llegaron a la calle se despidieron con la mano de una señora gorda, vestida sencillamente con una bata oscura que desde el balcón los miraba cariñosa. — Pues no gano para chascos! — pensó despechado el mozo — También de aquí se han mudado. A dónde demonios habrán ido a parar? Que lo averigüe el Nuncio, si quiere; yo no pierdo más mi tiempo. — Y con el loable objeto de aprovecharlo útilmente, Lércari, en vez de almorzar en familia, somo era su intención, fuése en busca de unos amigos de buen humor, que lo acompañaron donde unas amigas que lo tenían todavía mejor, y tanto se entretuvo en esa amena sociedad que cuando regresó al hogar doméstico la del alba sería. Sin que la casualidad hubieras vuelto a ponerlo en presencia de Inés, salió Lércari para Chancay. Llegó al pueblo en la tarde, consiguió un regular caballejo, y, antes de una hora, estaba en su hacienda, donde Pancorvo, el administrador, lo recibió obsequiosamente, sin dar muestras de que lo hubiera contraiado en lo más mínimo la inesperada visita del patrón, como éste creía al presentarse sin previo anuncio. Al otro día salieron juntos a recorrer la posesión. Alfonso, admirando los expléndidos cañaverales, no pudo menso de decir, risueño: — No va a ser mala esta cosecha, amigo Pancorvo. — Muy buena, señor; desgraciadamente para provecho ajeno; se vendió anticipadamente la casa Grace. — Esa fué la anterior. — Y esta también, las dos. Conservo las órdenes de venta que me envió el señor desde Europa, la factura de la casa Grace, los recibos del banco; todo está en mi escritorio y puedo mostrárselo ahora mismo al señor. — Vamos allá; yo podría jurar que esta cosecha es nuestra — contestó el joven de muy mal talante. Revisando los papeles que le mostró Pancorvo, se convenció Lércari de su equivocación: cartas suyas pidiendo dinero, cablegramas exigiendo el envío, avisos de recepción; allí estaba todo el procesos de sus despilfarros presentado con gesto obsequioso por el administrador. — Buen negocio es el del azúcar, señor — dijo Pancorvo tras largo silencio: — pero tampoco es malo el del algodón; ojalá pudiéramos comprar o siquiera arrendar unos terrenos para dedicarlo a esas plantaciones; este valle es muy favorable para ellas. — Y el administrador se extendió en largas consideraciones sobre el algodón de Egipto y el de la India y el metafife que Alfonso escuchaba con una atención que hubiera parecido inverosímil a sus compañeros de club. — Creo que tiene usted razón — dijo por fin: — lo malo es que no hay plata, mi amigo; ahora me he metido en muchos gastos con el arreglo de las fincas de Lima. — Siempre se podría conseguir algo.... — Con un interés usurario. — Nade de eso, señor; yo me encargaría... Después de largas perífrasis, Pancorvo mostró su juego; mucho esperaba él hacer, no solo por la hacienda sino por la provincia si el señor se dignaba ayudarlo en la realización de un proyecto meditado desde hace tiempo atrás. La representación Chancay vacaba para la próxima legislatura; ¿por qué no la pretendía el señor y lo llevaba a él como suplente? Alfonso, in mente, se hizo mil cruces. — Nada menos que padre de la patria se te antoja ser, mamarracho? — dijo para sí escandalizado; y en voz alta con altanería: — Hijo, yo soy hombre independiente; no me mezclo en política. El administrador guardó entonces respetuoso silencio; pero en ocaciones posteriores renovó el ataque, graduándolo diestramente. En su humilde concepto, no era conveniente el retraimiento del señor; en el Perú la política es peldaño para todo: para la industria, para el comercio, para la fortuna privada; quien prescinde sistemáticamente de ella, acaba por deplorarlo, y, en este caso ¡era tan poco el esfuerzo y el éxito tan seguro! El señor solo tenía que molestarse en asegurar el apoyo, o, por lo menos, la imparcialidad del gobierno; no era díficil; faltaba casi un año para las elecciones y aún no se iniciaban los nuevos candidatos, y como el señor, por los mismos negocios de la hacienda, había tratado bastante al presidente Leguía, cuando desempeñaba la gerencia de la British Sugar, podía hablar francamente con él sobre el asunto; de lo demás, formación de clubs, fiestas a los electores, organización de juntas de sufragio, etc, Pancorvo se encargaba. El sabía que el pueblo acojería con entusiasmo sus candidaturas: la del señor por ser quien era; ¡oh! ¡ah! (aquí manejo desaforado el incensario) y la del oscuro administrador por su misma modestia; él pertenecía a una antiquísima familia del lugar, de pobre condición, pero honorable y bien quista, y el pueblo se enorgullecería de que uno de los suyos, el hijo de ño Timoteo Pancorvo, ocupara una curul parlamentaria, como se congratulaba al verlo en la alcalcía municipal y entre los mayores contribuyentes de la provincia..... — Con mi dinero, ladrón — pensó Lércari. Sin embargo, pese a su desconfianza del empleado y su antipatía por el hombre, Alfonso sentía cierta involuntaria admiración por aquella voluntad tenaz y paciente que lograba cuanto el ambicioso empeño apetecía; y, medio ganado pro la aparente sumisión y los constantes razonamientos de Pancorvo, se animó a decirle, al despedirse: — Posible es que me ocupe de aquel asuntillo. Ya le escribiré a usted. — Mil gracias, señor; — contestó el otro, deshaciéndose en rendidas cortesías — sería mucha molestia. Yo iré a Lima la semana entrante y llegaré a ofrecerle mis respetos al señor, como es mi deber. Mientras más examinaba Alfonso el proyecto de su administrador, más aceptable le iba pareciendo. Charlando de sobre mesa, se lo comunicó a la familia. — ¡Vaya un atrevimiento el de ese zambo metido a gente! — exclamó colérica la madre! — Presentarse contigo de igual a igual! ¡No faltaría otra cosa! — Cállate, Emilia. — intervino con cierta autoridad la hermana mayor — Tu ves estas cosas lo mismo que nuestra madre, quien a su vez, las miraba con los ojos de la suya, que fué amiga del virrey Pezuela, Nuestros tiempos son muy distintos y más distintos aún, éstos, los de tu hijo, y no debes, con tus ideas rancias, desanimarlo e impedirle figurar, que es lo que a todo hombre le conviene. Vamos a ver, muchacho, ¿qué es lo que tu tienes que hacer? Tan solo ver al presidente, exponerle la cuestión y preguntarle, claris verbis, si se opone? ¿No es eso? — Ni más ni menos. — Pues nada pierdes con hacerlo. Si comprendes que no le conviene tu candidatura, desahucias al zambo y santas pascuas. Si, por el contrario, te pone buena cara, pues se lo dices al otro para que gaste y trabaje. Tu vas ganando los trescientos soles mensuales del primer año de diputación, ya que los otros dos irá a la cámara el suplente, las ganguitas que trae el ser representante y, sobre todo, el entar en política ¡Todo lo que se puede sacar de la política! El criterio del joven no difería mucho en este punto del patriótico y desinteresado de su tía; le pareció, pues, de perlas la opinión de ésta y resolvió pedir al secretario del presidente le facilitara una breve entrevista con el jefe del estado. El día indicado, Lércari, un poco inquieto por el paso inusitado que iba a dar, se anudaba la corbata delante del espejo que refeljaba su figura varonil. Había heredado de su padre la alta estatura, la tendencia a engrosar, que le desesperaba por anti-elegante y que combatía a fuerza de esgrima y equitación, el pelo rubio y lacio. De los Soto-Umbrío eran el rostro prolongado, los labios finos, la nariz grande y curva y la frente pequeña que la calvicie comenzaba a ensanchar. Tenía firme el andar, los movimientos sueltos, pálida y completamente rasurada la tez, muy cuidados y con tal punto de oro los dientes, y los ojos pequeños y grises, de vaga expresión que miraban a la vida como una diversión que ya no interesa y no como u una cumbre a la que hay que llegar, aunque en la ascención se dejan girones de piel. Mucho antes de las cinco de la tarde bajó Lércari de su auto a las puertas de la vieja casa de Pizarro y, al llegar a la antesala presidencial, mandó su tarjeta al secretario. Este salió al momento a recibirlo. — Espere usted un momento — le dijo — Su Excelencia está con un representante serrano, un cholo muy influyente en su provincia, que se marchará pronto porque hace rato que está dando la lata. En efecto, no tardó en salir el diputado, un indio rechoncho, mal embutido en un jaquet de corte anticuado y que al trasponer el dintel de la estancia se caló hasta las sienes, muy ladeada, una enorme chistera. Alfonso, al verlo, sonrió recordando los aspavientos aristocráticos de su madre: — ¡Si mamá viera a éste! — pensó — Mejor facha tiene mi administrador. Había llegado el turno de Alfonso; lo invitaron a entrar. De pié, cerca de una mesa lo esperaba el presidente, hombre pequeñito, enjuto, ágil, con larga nariz aguileña y ojos vivos, penetrantes y dominadores. Tenía fácil e insinuante la palabra, los modales corteses y en sus labios delgados sonreía Maquiavelo. — ¿A qué debo este gusto? — preguntó el jefe del estado afablemente, señalando un asiento al recién llegado. Este, animado por la amable acogida y por la atención prestada a sus palabras, expuso detalladamente su pretensión. — Me parece muy bien — opinó Leguía sonriendo. — Usted tiene en esa provincia intereses, reputación, relaciones; su administrador está en íntimo contacto con el pueblo... Muy bien! Perfectamente! Trabaje usted, trabaje. Lércari, muy agradecido al consejo, procuró obtener de su interlocutor un ofrecimiento concreto de apoyo. El presidente, sin caer en el lazo ingenuamente tendido, ponderó nuevamente las ventajas del esfuerzo propio, del merecido prestigio, del arraigo en el alma popular, factores seguros de un triunfo noblemente ganado, y, sonriendo siempre, despidió muy urbano al visitante. Al salir de palacio, Alfonso no quiso ocupar el automóvil; la tarde fresca y serena le convidaba a caminar, recibiendo en pleno rostro la caricia sutil del viento. Atravesando la Plaza de Armas, salió al girón de la Unión, concurridísimo a esa hora. —Decididamente— se dijo el joven en un arranque de optimismo patriótico ante el animado espectáculo — Esto se va componiendo un poco. Ya no me parece tan cursi ni tan pobretón — y se detuvo en la esquina de Espaderos a encender un cigarro. Antes de seguir su marcha, paseó la mirada por la calles adyacentes, y casi lanza una exclamación de júbilo al ver a Inés Arévalo, que avanzaba por la de Jesús Nazareno, conversando tranquilamente con Juanita Cerralbo, muy ajena al encuentro que iba a tener. Sin detenerse un punto a reflexionar, con el alborozo del niño que ve a su alcance el juguete anhelado, encaminose Alfonso donde las muchachas y, saludándolas, las pidió permiso para acompañarlas en su paseo: la niña boba aceptó casi batiendo palmas; Inés guardó desdeñoso silencio. No se descorazonó por tan poco Lércari; había observado el vivo rubor que tiñó el rostro de la niña, el temblor de su mano entre la de él, la alteración de la voz, toda la intensa emoción que la sopresa no le permitió ocultar, y, dichoso de sentirla cerca de sí, palpitante y turbada, sintió ansias heroicas de gritar ¡Victoria! ¡Venturoso mortal! En la austera corona de laurel y roble que el civismo tejía para sus sientes un poco calva, Eros ponía la gracia de sus más perfumadas rosas. VI CUPIDO VINXIT. Ya Inés no podía echarse tierra a los ojos repitiéndose a sí misma lo que decía a sus amigas cuando comentaban la presencia de Lércari en Chorrillos: — Casualidad, puro causalidad! — Desde aquel paseo vespertino en la inocente compañía de Juanita Cerralbo, sabía Inés que al ir a la iglesia, a tientas o a visitas, vería surgir en su camino la arrogante silueta de su antiguo novio. La mayor parte de las veces limitábanse a cambiar un saludo, ceremonioso y rendido el del caballero, secamente cortés el de la dama; más si la ocasión daba algún leve asidero, ingeniábase el mozo para entablar palique, sacándolo de los límites del discreteo entre hostil y amistoso donde se empeñaba en mantenerlo la muchacha. Solía suceder también que el acostumbrado encuentro no se realizaba; en esos casos, Inés, conforme se iba acercando a su domicilió, avizoraba con mayor inquietud a uno y a otro lado, tal vez temiendo que en el último momento se le frustrara la esperanza de verse libre de su perseguidor; no era así, y la niña entraba a su cuarto, diciéndose: — Gracias a Dios! Siquiera hoy puedo estar tranquila! — con un suspiro que no llegaba a averiguar si era de alivio o de decepción. La muchacha, empeñábase en desentrañar los móviles íntimos que inspiraban las asiduidades de Alfonso y el verdadero efecto que causaban en el espíritu de ella, dominado unas veces por el recuerdo imborrable de pasadas dulzuras y otras por el resentimietno vivo de la impía deslealtad. — Porqué me busca? — se preguntaba Inés en sus frecuentes soliloquios — ¿Es que su olvido solo fué vértigo momentáneo causado por el torbellino de placeres, y al reaccionar ha encontrado mi imagen siempre igual en el fondo de su corazón? ¿Es simple impulso de amor propio que lo lleva a probarse y a probarme que únicamente de su voluntad depende reanudar lo que su indiferencia desató? ¿O quiere hacer esa prueba solo por vanidosa jactancia, por repetir mi nombre en su lista, por vanagloriarse de un nuevo triunfo, porque los demás lo sepan? Y si puedo pensar esto de él, si se me ocurre que sea capaz de ruindad semejante, ¿porqué no me conduzco de otro modo? Por qué, en lugar de evitar una explicación decisiva, no le dejo llegar a ella para concluir de una vez por todas? ¿Por qué se me ilumina el alma cuando lo veo? ¿Por el recuerdo..... o por la esperanza? ¿Espéranza de qué, Dios mío, de qué? De volver a quererlo para volver a sufrir, para sufrir más que antes, porque aun cuando el amor renaciera no renacería mi hermosa confianza, mi fe tan grande y tan pura. ¡He aprendido a conocerlo tan bien! Parece que las lagrimas lavaran los ojos dándoles mayor agudeza de percepción, y yo he vertido tantas por él! Cuando las enjugué, lo he visto clartamente, tal como es: egoísta, profundamente egoísta hasta el punto de no apercibirse de serlo, terco como todos los caprichosos, voluble como todos los débiles.... No, no puede ser su brazo el que me sirva de apoyo en la vida. ¡Cómo puede sostener a quien es más fuerte que él! Y la prueba de que soy más fuerte es que sabré terminar pronto esta situación equívoca. Estos buenos propósitos de Inés, que eran el término de todos sus monólogos, veían aplazada su realización por cualquier incidente nimio; por ejemplo, una inoportuna catilinaria del abuelo, que a lo mejor salía gruñendo: — Ya sé, ya sé que anda rondando por aquí ese canalla. Cobarde! Bien sabe él que en esta casa solo hay mujeres e inválidos. El silencio de la niña reprobaba enérgicamente esta acusación. Todo se le puede llamar a Alfonso — pensaba ella — menos cobarde. Si hasta duelos ha tenido! No son espadachines los que a él le arredran; lo mismo que ahora me solicitaría si tuviera que liarse a cintarazos con alguien; yo podría probárselo a papá Manuel; no quiero hacerlo para que no se imagine que hay.... lo que no hay ni habrá y tengamos la gran molestia. ¿Para qué se meterá papá Manuel en estas cosas cuando no sabe verlas ni juzgarlas? Claro! A su edad! Todo se le vuelve a decir cobarde, canalla, infame y lamentarse de no tener treinta años; si los tuviera, no hablaría así porque comprendería lo que ya olvidó. Ahora que me deje a mí con mis cosas que yo solita sabré desenvolverme, como supe solita devorar mi pena para no dar espectáculo ni fastidiar a nadie. Lo que falta es que Antuco me salga con la misma tonada; y a ese sí que no lo aguanto. Sería lo último que me dejara gobernar por un muñeco! El muñeco, contra su costumbre de dar en todo su autorizada opinión, y apesar de la antipatía que siempre había manifestado a Lércari con alusiones transparentes y chanzas malévolas, observó en esta ocasión la más estricta neutralidad. Versiones dignas de crédito permiten creer que esta actitud se debió al obsequio de un habano a la puerta de una confitería de moda, le ofreció Lércari con la misma naturalidad como si se lo hiciera con un contemporáneo, y a una conversación sobre faldas sostenida en el mismo lugar y con idéntico desenfado de camaradería. ¿Es auntético el dato? Tal vez! Habilidades diplomáticas por el estilo han ganado poderosas alianzas internacionales. Lércari no empleaba sus ocios (que con planes políticos, financieros y todo no eran pocos) en sicologías enfadosas como Inés. Poderosamente atraído por el encanto de la muchacha, dejábase llevar por la corriente de los hechos cuotidianos, confiando en su buena estrella para arribar a puerto seguro. Cuál era este puerto? Apuradillo se hubiera visto para decirlo si alguien tuviera la indiscrección de preguntarlo; mas si el curioso inquiriese el porqué de las asiduidades de Lércari cerca de Inés, daría aquel la más obvia y simple de las respuestas — porque me gusta — razón explicativa, norma suprema de todos los actos de su vida libre y dichosa. Si, le gustaba muchísimon Inés; le gustó cuando por primera vez la vió en el teatro con su fresca belleza de capullo que se entreabre y su alegre sonrisa en que se confundían el goce de la niña en una fiesta con la satisfacción de la mujer que recibe los primeros homenajes masculinos; le gustaba cuando respondió a su amor confiada y tierna, pudorosa y amante; le gustaba, allá en tierras extrañas, su recuerdo, donde bañaba, como en Jordan claro y purificador, su espíritu cuando sentía el hastío del placer fácil y venal; le gustó al verla de nuevo, orgullosa y tranquila, sin prestarse al acercamiento ni extremar el desden, escudada en su dignidad, dueña de sí misma, sin que la presencia de eél alterara su sonriente serenidad; le gustó en el paseo vespertino, ruborosa y turbada por su inesperada aparaición; le gustaba en el callejeo matinal con el rostro sombreado por el encaje de la mantilla y el cuerpo modelado por el sencillo traje sastre; le gustaban, cuando el acaso la ponía cerca de él, su continente reservado, su frase irónica y fina; todo le gustaba en ella; más no se devanaba los sesos por saber si ese gusto, tan fuertemente arraigado en su ser, le conduciría al himeneo, término de toda honesta pretensión amorosa, o aun nuevo y más cupable desvío, si llegaba a alcanzar lo que el antojo y la vanidad apetecían, y, sin intentar penetrar en sí, miaraba pasar la existencia, reasumiéndola inconscientemente en esta parodia de la frase evangélica: — bástele a cada día su propio capricho. Era este capricho el que llenaba de zozobra los días de Inés, y sus noches de agitados sueños en los que la atormentada imaginación barajaba reminiscencias del pasado con actuales preocupaciones. En la tranquilidad de su alcoba, las ideas, que el bullicio del día acallaba, la asediaban impidiéndola dormir; y cuando al fin el cansancio la rendía, continuaban, confusas e imprecisas en la lobreguez del sueño, turbando su reposo. Así una noche, soñó hallarse junto a Alfonso la hablaba larga y empeñosamente, pero ella no podía entender lo que la decía porque se lo estorbaba la voz de Antuco que, repasando su historia antigua en la sala inmediata, salmodiaba incansable: — de la casta privilegiada de los ajemenidas, de la casta privilegiada de los ajemenidas. — El sonsonete martilleaba las sienes de Inés y un perfume penetrante y embriagador la hacía casi desfallecer; buscando de donde provenía se inclinó a mirar a la calle y vió pasar a una chiquilla con un cesto rebosante de jazmines del Cabo. — Mira — le dijo entonces a Alfonso — son los primeros del año. — Voy a comprarte unos — respondió él y se tiró del balcón. Inés no se asustó con este inusitado y expeditivo sistema; pero si le extrañó que conforme Lércari, en su vuelo descendente, iba llegando a la calle, ensanchábase ésta, trocábanse en elevados edificios sus casas de uno y dos pisos, y al borde de la acerca alzaban sus ramajes desnudos árboles escuetos, faltos de la hermosa frondosidad de los que ella conocía, y al fondo, en vez de las torres góticas de la Recoleta, se elevaba la armazón férrea de la torre Eiffel. Recorrían la calzada anchurosa innumerables vehículos; a uno de ellos, un lujoso automóvil, subió la muchachuela de los jazmines, burlando la llamada de Lércari; este saltó a otro, que partió tras el primero en desatentada carrera. De pronto aparecieron ambos carruajes en un bosque tupido, persiguiéndose con vertiginosa rapidez entre la arboleda. — Yo he visto esto en un cine — pensaba Inés, esforzándose por distinguir a los ocupantes de los autos, que surgían y desaparecían en la espesura con pasmosa celeridad. Por fin disminuyeron la marcha y fueron creciendo, creciendo y acercándose hasta permitir a Inés reconocer en el primer vehículo a la florista con otra de su misma catadura, que no era por cierto como al principio, la de una chica desharrapada, sino la de una mocita pizpireta con muchos afeites y perifollos, las orejas pintadas y los labios de vivísimo carmín. Alfonso, de un vuelo, cayó a los pies de las damiselas, y entonces Inés, que no sabía ni como ni cuando abandonó su balcón, se plantó en medio del camino, llamando a su novio desesperadamente; pero él, en lugar de acudir, la apostrofó con cierto sonsonete estudiantil — Retírate! ¿Ignoras que nosotros somos de la casta privilegiada de los ajemenidas? — Inés, sin poder moverse, veía aterrorizada la rápida aproximación del vehículo; ya la iba a arrojar por tierra, ya iba a pasar sobre su cuerpo, ya lo tenía casi encima..... Ay!.... su propio gemido ahogado la despertó. Se sentó en la cama angustiada y temblorosa; poco a poco fué dándose cuenta de que todo había sido un sueño, y, sonriendo de tanto disparate, intentó dormirse de nuevo; ya lo conseguía, cuando vino a su memoria una superstición oída a una vieja criada: — Cuando se sueña con una persona que desearíamos que soñara también con nosotros, debemos volver la almohada del otro lado — Inés lo hizo así, y reposó, con un sueño profundo, hasta bien entrado el día. Que era el 6 de Agosto, aniversario de Bolivia, república que había visitado varias veces don Manuel Arévalo por motivos de negocios, y en la que conservaba buenas relaciones comerciales y sociales, razón por la cual acostumbraba cumplimentar a los representantes de la nación andina en la fecha clásica de su patria. Lo sabía Lércari de antiguo, recordólo oportunamente, y, por eso, a las seis de la tarde se le veía, muy de jaquet y guantes caña, en los concurridos salones de la Legación, felicitando al ministro y a su familia. Se convenció pronto de que aún no había llegado nadie y cogiendo del brazo al cronista Suárez que andaba por allí, lápiz en ristre, se lo llevó a fumar al halla, magnífico punto de observación. No aguardó mucho; a los pocos instantes, conduciendo del brazo al abuelo, llegaba la esperada, bellísima con un traje de terciopelo azul, muy oscuro, que hacia resalta el firme dibujo de las formas, esbeltas y llenas y la blancura satinada del rostro, dulcemente iluminado por los ojazos árabes; llevaba botones de perlas en las orejas y un sombrero grande, negro como el manguito y como la piel que al entrar se quitó, descubriendo la redonda garganta, la ondulante línea del cuello a los hombros y un poquitín de la mórbida espalda. — ¿Quién es esa preciosa Cordelia, querido cronista? — preguntó a Suárez el secretario de la legación de España, simpático mozo, recien llegado de su país, moreno, de lentes, gran charlador y algo poeta. — ¡Que se le despegue un rato su rey Lear y verás tú si te sirven de mucho tus averiguaciones! — pensó Lércari, molesto por el interés que demostraba el joven diplomático. Don Manuel conversaba con una señora flaquita y muy relamida, sin separarse de su nieta que hablaba con Queta Salas. — Has visto — decía ésta en voz baja — has visto en esa puerta a Alfonso comiéndote con los ojos? — No — respondió Inés con fina burla — ¡como soy miope! — Aunque fueras ciega, criatura. Vaya con el niño para disimulado! Si la mamá lo viera no hablaría como habla. Inés, aunque otra cosa le pedía la curiosidad, no dió a su maligna amiga el gusto de interrogarla, y, sin mirarla siquiera, continuó con la cabeza inclinada, ocupadísima en abrocharse una pulsera. — Pues si — continuó Enriqueta; — mi hermana Elisa la contó ciertas hablillas que corren sobre el matrimonio de Alfonso contigo, y la vieja respondió, abriendo las narices: — No se puede dar crédito a lo que murmura la gente; una cosa es galantear a una mujer y otra, muy distinta, casarse con ella; esa niña será muy decente, muy buena, yo no pienso apocarla; pero para su esposa mi hijo ha de escoger una de su misma alcurnia. — Claro! De la casta privilegiada de los ajemenidas — pensó Inés; y el recuerdo de su sueño tragi-cómico trocó en sonrisa involuntaria las frases hirientes que acudían a sus labios. — Hija! Todavía te hace gracia? — exclamó Enriqueta, completamente defraudada en sus espectativas. — ¿Querías que me doliera? — preguntó con mucha suavidad Inés. — al contrario; me alegro muchísimo de que lo tomes de esa manera; así puedo contártelo todo sin miedo. — Sigue, sigue destilando ponzoña, viborilla, — dijo para sus adentros Inés, sin dejar de sonreir a su interlocutora. — Entonces — continuó ésta — Elisa aludió al compromiso serio, aunque no oficial, que hubo entre ustedes antes del viaje de Alfonso; y la señora contestó, muy segura: — Más en mi abono; ni comida calentada ni amistad reconciliada. — ¿Qué te parece.? — Que bien pudo la noble dama emplear una frase que no oliera tanto a cocina. Cualqueira hubiera dicho, y con mucha razón, nunca segundas partes fueron buenas. Entre tanto en el hall, alborozábanse los gomosos porque la señora del ministro les permitía solicitar del director de orquesta la ejecución de algunos números de baile. — Magnífico! exclamó el secretario español; y, como consecuencia, rogó a Lércari: — ¿Me hace usted el favor de presentarme a la señorita Arévalo? ¡Oh leyes hipócritas e inexorables de buena crianza y urbanidad! Solo vuestra doble fuerza atávica y educadora pudo convertir en un mentiroso — con mucho gusto — el brutal — no me da la gana — que tan sinceramente hubiera expresado el sentir de Alfonso. Se hizo la presentación; Inés acogió al españolito con una sonrisa casi tan alentadora como la que dedicó Enriqueta a Lércari, en cuyo honor derrochó todos los tesoros de su verbo pícaro. Alfonso sonreía desganadamnete, casi sin oirla, haciendo vanos esfuerzos por generalizar la conversación o por pescar las frases que los otros cambiaban animadamente. Nada. La charla aturdidora de Enriqueta obstaculizaba los intentos del joven, que solo pudo hallar coyuntura propicia para dirigir la palabra a Inés cuando sonaron los primeros acordes de un one step. — ¿Quiere usted concederme este baile, Inés? — preguntó, inclinándose ante la muchacha. Y ella, muy risueña, señalando con amable gesto al simpático español, respondió: — Llega usted tarde; ya me lo había pedido el señor. — Si ahora tiene el tupé de sacarme, lo planto también — pensó Queta, mintiéndose a sí misma de puro despecho; pero Alfonso se alejó de ella, después de muda reverencia, y fué a cierto pollastre almibarado y anodino apodado Jarabe, a quien hizo pagar el pato, a punta de burlas y sofiones, la traviesa muchacha. — Nunca creí que fuera tan agradable servir de pantalla — decía el perspicaz diplomático a Inés, que negaba la suposición riendo, y redodabla su alegría cada vez que sus pupilas radiantes se cruzaban con las sombrías de Alfonso, apoyado en el quicio de una puerta. Bailaba la niña con Paco Salas, después de hacerlo tres veces seguidas con el epañolito, cuando los detuvo Alfonso. — Perdonen ustedes que sea importuno — dijo secamente; — pero el abuelo de esta señorita desea retirarse y me manda en busca de ella. La muchacha se despidió de su pareja y aceptó el brazo de Alfonso, contenta de poder aquilatar la intensidad del berrinche de éste; y, ni corta ni perezosa, fué la primera en romper las hostilidades. — Es verdad que mi abuelo lo envía a llamarme? — No lo es; bien lo comprendería usted desde el primer momento sabiendo que ese señor también me aborrece; yo le oí casualmente dar el encargo a otro y me apresuré a suplantar al comisionado; ardid, estratagema o mentira, como usted quiera llamarlo, a que me obliga a recurrir su empeño de huirme. — Huirle? Solo se huye de quien se teme. — A mi no me hace usted tanto honor; ya lo sé; pero si no por temible, tal vez me esquiva usted por desagradable y fastidioso, de modo que no la molestaré mucho con mi compañía, solo el tiempo de que satisfaga usted esta curiosidad mía: ¿porqué me desairó usted cuando la invité a bailar? — No tuve la intención de inferir a usted un desaire, sino la muy buena de evitarle un mal rato. — ¿Un mal rato? — Ya lo creo; pensé que me invitaba usted por puro compromiso, por la casualidad de encontrarse en ese momento cerca de mí, ya que para bailar, como para todo, usted solo debe buscar mujeres de su misma alcurnia. Buenas noches. — Y, soltando el brazo del joven, Inés fué a cojer el de su abuelo que, a pocos pasos de distancia, se despedía de los dueños de casa. Ya en el coche, el anciano, que no se había dado cuenta de la presencia de Lércari, interrogó benévolo a la nieta: — ¿Te has divertido, muchachita? — Como nunca, papá Manuel — contestó alegremente la niña, mientras pensaba — Ya me explico lo mucho que gozan las coquetas. Nunca creí que se hiciera rabiar tanto a un hombre poniéndole a otro los ojos tiernos. El que la hizo que la pague. Justicia seca! Lércari salió furioso de la Legación. En las últimas palabras de Inés creyó encontrar la clave de su resistencia y sus desdenes. Claro estaba! Esta gente de Lima, tan entrometida y habladora, se la pasaba dando y pidiendo noticias de los amoríos de Alfonso a la familia de éste, que, con su incurable candidez, no habría tenido empacho en decidir por sí y ante sí y en repetir a quien quisiera oirlo que Alfonso solo podía pretender en serio a otra de su misma alcurnia. Lo habían dicho las buenas señoras, que no se lo negaran a él, bien conocía al estilo. La especie, corregida y aumentada, había llegado a oidos de Inés, la había ofendido, y ella, de picada, se había puesto a coquetear con el primero que encontró a tiro. Lo malo estaba en que este primero no era un quidam sino un mozo de cierto brillo a quien la novelería de las muchachas de Lima tenía a la moda; todas habían dado en la flor de ponderarlo como simpático, ingenioso, espiritual, autor de lindos versos galantes; su predilección era para halagar la vanidad femenina. Y al tal secretario le entró la chica por el ojito derecho desde que la vió; ¿qué tendría, pues, de extraño que la cosa siguiera adelante y que... No. Imposible! Inés enamorada de otro, Inés casada con otro hombre! Alfonso no podía tolerar esta idea que por primera vez se le ocurría. Recordando la época en que fué dueño absoluto del amor de Inés, creía, en su egoísta fatuidad que su empeño lograría tarde o temprano el retorno de aquel tiempo feliz, triunfando de la caprichosa esquivez de la muchacha. En algún momento de pesimismo pensó vagamente que ella se le resistiría siempre; pero nunca imaginó que ella lo reemplazara por otro y ahora una frase estúpida, propalada malévolamente por la chismografía social le amenazaba con tan enorme y nunca imaginado daño! Porque Alfonso culpaba de la desesperada cólera que agitaba su cuerpo con nerviosos estremecimientos entre el recinto tapizado y tibio del auto lujoso a su madre, a sus tías, a Inés, al diplomático español, a la sociedad y al mero Muza, sin acordarse para nada de sus calaveradas ni de su infidelidad. La que se armó en la, de ordinario, pacífica casa de las Soto-Umbrío no es para descrita. Como de costumbre en los casos graves, Filo tomó la palabra tratando de calmar a su irritado sobrino a fuerza de argumentos enérgicos. — Si, es verdad lo que supones; nosotras nos hemos expresado de esa manera; te extraña? Pues más me extraña a mí tu extrañeza cuando siempre has sabido que hemos deseado para tí una mujer de las más altamente colocadas por su linaje y fortuna. Tampoco podíamos imaginar que no vieras este asunto como un mero pasatiempo cuando lo habías demostrado así al olvidar a esa niña por la primera cocotte pintarrajeada que te tropezaste en París. — Nada de eso las autoriza a ustedes para arruinar con su lengua larga mi porvenir y mi dicha — rugió Alfonso en el colmo de la ira. Filo hubiera contestado con igual violencia sin la intercención de Emilia que, desesperada al ver a su hijo en tal estado de excitación que podría llevarlo a cometer alguna locura irremediable, se le abrazó llorando y pidiéndole por los clavos de Cristo que se tranquilizara y ofreciéndole ir inmediatamente, si era preciso, a pedir la mano de Inés. El mozo, sin dignarse contestar, se desasió de los brazos maternales y se encerró en su cuarto, dando un portazo. Al quedar solas las tres hermanas, Jesús, que no había dicho esta boca es mía, girimiquió acongojada: — Que Dios y su Santísima Madre iluminen a este muchacho. Parece que se ha vuelto loco. Ay! Me tiene con el alma en un hilo. — Y yo ¡cómo estaré! Hijo de mi vida! Que va a pasar aquí! — sollozó Emilia. — ¡Qué poquitas son ustedes! — prorrumpió despreciativa Filo. — En cuanto el chico alza la voz se les junta el cielo con la tierra; y la tonta de la madre es capaz hasta de arrodillarse delante de esa mocosa presumida para rogarle que sea su hija política. Tremenda pifia has cometido con hacerle esa promesa a Alfonso. — ¿Qué querías que hiciera? — ¿Qué? Dejarlo desahogarse y esperar; ya se le pasará; el tiempo es un gran aliado. — ¿Y si no se le pasa? — Entonces sería la ocasión de ceder, no a las primeras de cambio; pero tu has soltado prenda imprudentemente y ahora te será difícil recojerla. Ojalá me equivoque al asegurar que no es esa niña la mujer que necesita Alfonso; a él le conviene mujer rica, acostumbrada a figurar, ambiciosa, que lo impulse, que lo obligue, que lo empuje, no una de las de contigo pan y cebolla. Filo siguió perorando largo rato sin que Emilia le prestara atención; en los oídos de la madre vibraba aun el eco de la voz alterada de su hijo, sus frases duras y violentas, reveladoras de la tempestad de su espíritu. — ¿Qué hará en este momento? — se preguntaba angustiada, una y mil veces: y, por extraño capricho de la memoria, recordaba con persistencia cruel la lámina de un libro de pasta roja y cantos dorados (un novelón, prima del Correo de Ultramar) que su madre leía cuando ella era niña. Era uno de esos feos grabados en madera que representaba a un hombre con los cabellos revueltos, la frente apoyada en una mano y sentado delante de un escritorio cubierto de papeles entre los que asomaba un pistolón enorme. — ¡¡¡Amada mía, adiós para siempre!!! — leíase, entre muchas admiraciones, en aquella muestra de cursilería romántica tal del gusto del público vulgar allá por 1860. Por más que la buena señora se esforzaba en convencerse de que aquella reminiscencia era inoportuna y ridícula, no podía alejar la grotesca visión que crecía y cambiaba, tomando los rasgos deformes de una obsesión de pesadilla, en que a la remembranza pueril, se mezclaban temores absurdos y no confesados. — No — decidió por fin la dama; — yo no puedo seguir así, aunque se enfade voy a ver lo que hace — y salió de la estancia. Alfonso entró a sus habitaciones como una tromba, las recorrió varias veces a grandes zancadas, apartando a puntapiés los muebles y cacharros que le estorbaban el paso; ya algo distendidos los nervios por aquel desahogo, se dejó caer en un diván, procurando poner en claro sus impresiones y sus ideas. ¿Era justificado su arrebato? Su excitabilidad nerviosa ¿no había dado exajeradas proporciones a la galantería del diplomático y a la actitud de Inés? Y, en resumidas cuentas, ¿tanto importaba el caso? Con esta pregunta que iba derecha al fondo del asunto, encalabrinábanse de nuevo los nervios del mozo y quedaban en nada sus propósitos de razonar sereno. Si le importaba! Nunca lo había visto tan claramente. Remembranzas del cercano ayer, acicate de la vanidad donjuanesca, nada erais comparadas con el furor celoso que invadió el espíritu de Alfonso al ver a Inés pasar ante él en los giros del baile, sostenida delicadamente por los brazos de otro, al que sonreía, al que miraba con sus ojos límpidos y misteriosos, ingenuos y profundos como los de los niños pensativos. ¡Oh los ojos que fueron de él! ¿Por qué lo habían olvidado? ¿Por qué llegó la hora del abandono y de la hostilidad, la hora cruel cuya amargura paladeaba Alfonso al sentirse en lucha con todos, con los indiferentes, cuyas vanas habladurías le hacían daño, con su familia, con Inés, hasta con su madre? Y desalentado al considerar los obstáculos, que tan raramente se presentaban en su fácil camino y que se le antojaban enormes a su poquedad, físicamente deprimido, como consecuencia de la anterior excitación, maltrecho el orgullo y moribunda la esperanza, el joven sepultó la cabeza entre las manos y apretó los párpados, como si quisiera ocultarse a sí mismo el velo de llanto que nublaba sus pupilas y le avergonzaba como una debilidad, impropia de su organización varonil. — Alfonso, hijito, puedo entrar? — preguntó a la puerta del dormitorio la voz ansiosa de la madre. El joven, por una de esas bruscas reacciones tan frecuenets en los caracteres caprichosos y débiles, tan prontos a edufucar castillos en el aire como a creerlos derrumbados por el menor soplo del viento, al ver a su madre, amante y solícita, clavando en él las angustiadas pupilas, afanosas de leerle el pensamiento, al hallar en el rostro envejecido y cansado la huellas de las inquietudes sufridas por causa de él, al mirar la forzada sonrisa con que le ofrecía una taza de leche, puerilidad conmovedora que se le ocurrío a Emilia para justificar su entrada en el cuarto de su hijo, penso que tenía ganada la batalla contando con aliada tan deseosa de sacrificarse, y, mirándola cara a cara, dijo gravemente: — Oyeme: no te desdices de tu promesa de hace un rato? — Haré lo que quieras — contestó ella muy bajo, inclinando la cabeza como si ya escuchara los reproches de Filo. — Entonces, mañana hablaremos de eso; ahora déjame que tengo sueño — dijo Alfonso despidiendo a la mamá. Y, envalentonado por este triunfo y deseoso de poner en ejecución el proyecto sugerido por la presencia de su madre, sentóse Alfonso a escribir. Por explicable contraste, la fiesta que a tan mal traer tenía a Lércari, dejó a Inés más contenta que unas pascuas, relatando a los suyos muy animadamente durante la velada los incidentes de la recepción que le parecieron relatables; se acostó a las once, durmió toda la noche de un tirón y a las ocho de la mañana siguiente, ya se había bañado y en enaguas y matinée, delante del espejo, tarareaba un paso doble con toda decisión, mientras peinava el empleo de su día. En cuanto acabara de arreglarse, saldría; quería comprar algunas cosillas, oir misa, buscar flores, en fin, que ella tenía que salir aquella mañana porque así se lo pedía su humor placentero, cuya causa no quería analizar, y otra razón, que tampoco quería decirse. Estaba en éstas la niña, cuando vino a interrumpirle tocado, canto y soliloquio la voz de la criada que pedía permiso para entrar. Una vez adentro — esta carta para usted, niña — dijo la doméstica; y con ese desenfado de los sirvientes criollos, que suelen creerse facultados para comentar los asuntos de los amos, agregó: — Me la dió un negrito; mas elegante! con gorra de platillo y la mar de botones dorados, encargándome mucho, mucho que la entregara en propia mano a la señorita. — Bueno, pues ya cumpliste — respondió ésta, mostrando la púerta a la charlatana. Una vez sola, leyó: Inés: Desde que he vuelto a verte, vivo una vida de expectativa angustiosa y constante, de zozobta mal disimulada por hipócritas convencionalismos. No puedo seguir así. A riesgo de ofenderte, empleo en esta carta el dulce tratamiento que nunca he dejado de darte en el fondo de mi alma, y que perdí el derecho de usar, únicamente por mi culpa inexcusable. Eres muy pura para comprender el torbellino que me arrastró; eres muy noble para no sentir la excelsitud de la misericordia. Así, en vez de hacerte fervorosas protestas de arrepentimiento y juramentos sagrados para el porvenir, solo te digo la palabra humilde que te han clamado tantas veces mis ojos, sin que tu desdeñosa esquivez me permitiera pronunciarlas: perdón! Yo sabré merecerlo, créeme, Inés; y si dudas de mí, cree a mi madre que, cuando quieras recibirla, irá a pedirte para mí la felicidad que solamente tú en el mundo puedes darme. Alfonso Lércari del Soto-Umbrío. Inés permaneció largo rato con los ojos fijos en el papel. Pensaba acaso que, más que amor, parecía codicia un sentimiento en el que mayor influjo tuvieron los celos despertados por su coquetería que el cariño leal y abnegado y la digna reserva, o, como los niños y los pájaros, gozaba del sol que la daba calor y luz, sin pararse a examinar la opacidad de las manchas? ¡Quién podría decirlo! Los sueltos cabellos velábanla el rostro inclinado, impidiendo ver su expresión. Constanza, trajinando en los quehaceres matinales, entró al cuarto de su hija. — Mamá, iba a buscarte — le dijo ésta. — Siéntate junto a mí y lee lo que acabo de recibir. Leyó la madre en silencio, y luego miró larga y profundamente a la niña. — ¿Qué le contesto? ¿Qué hago? — preguntó ella, nerviosa. — ¡Qué vas a hacer, alma mía, si lo quieres! — contestó Constanza, abrazando a su hija, que, como cuando era chiquitina, escondió en el regazo materno la cara emocionada y sonriente. VII CHOCHERAS DE VIEJO. Don Manuel Arévalo estrujó el periódico, lo hizo una bola y lo arrojó colérico. — ¡Magnífico! ¡Estupendo! — gruñía entre furiosos carraspeos — En tantos años de vida no se me hubiera ocurrido que pudiera ver cosa tan peregrina! Renunciar públicamente al propio criterio, a la independencia personal, hasta a la vergüenza, con quinientos pares de demonios! — Qué pasa, don Manuel? — preguntó Constanza, acudiendo alarmada por las voces del suegro. — Nada, hija, nada, que vivimos en la república modelo, que el nivel moral se eleva más cada día, que avanzamos, que avanzamos.... como el cangrejo. Y si quieres convencerte, tómate el trabajo de deshacer esa bola de papel que hay el suelo, vuélvela a la forma de periódico, y lee en la segunda página, un documento, en que varios señores representantes a congreso se comprometen a apoyar incondicionalmente todos los proyectos del Ejecutivo. Eh? Qué te parece? Mal; a Constanza le parecía muy mal; ella no entendía jota de política; pero encontraba muy censurable eso de obligarse a seguir ciegamente los dictados del otro, aunque ese otro fuera el Papa. — Es decir — se corrigió apresuradamente, temerosa de haber proferido una herejía — tratándose del Papa, si, porque él es infalible; lo que yo opino es que por mucho talento y mucha virtud y mucha ilustración que se le reconozca a un hombre.... — No basta para seguirle como borregos, previa declaración de serlo — interrumpió el viejo. — Y no sé quien ha tenido mas coraje en este caso: si los que firmaron el documento o quien exijió que lo firmaran. Mira, don Nicolás de Piérola no tiene partidarios, tiene fanáticos y jamás le propuso a nadie una cosa semejante; él sabe respetar el decoro propio y el ajeno. — Así es — respondió Constanza mirando a la puerta, pensando que, si no escapaba pronto, se le iba a quemar un pastel de choclo que estaba preparando para su hija. — Todavía no sabes lo mejor — continuaba don Manuel. — Te va a hacer mucha gracia cuando te lo cuente, casi tanta como a mi. — Si, eh? — preguntó Constanza; y dirigiéndose a una criada que acertó a pasar, le ordenó — Corre a ver el pastel que he dejado en el horno. — Mucho, mucho chiste tiene — decía con amargura el anciano. — Sabes quien es uno de los firmantes del documento en cuestión? Pues el sin vergüenza de tu yerno. — Alfonso? — exclamó sobresaltada la señora; e inmediatamente agregó: — No le diga usted nada a Inés. ¿De qué serviría darle un disgusto ahora? — El disgusto se lo debimos dar hace un año, cuando vino a pedírnosla la pava hinchada de su suegra. Bueno, a mí no me extraña esta acción de Alfonsito, conociendo la génesis de su diputación, era lógica. El mismo me la ha contado con toda frescura. Nunca se había ocupado de política sino para disparatar en el club y el corrillos callejeros; en una visita que hizo a su hacienda de Chancay, el administrador, un zambo que se pierde de vista, le sugirió la idea de pretender la diputación por la provincia, como propietario el patrón y como suplente el empleado, bien entendido que al comenzar la segunda legislatura el señor pediría licencia y dejaría la curul al otro, que iba a ser el de los trabajos y los gastos. El señorito habló con el presidente y se quedó muy satisfecho con las cuatro palabritas de buena crianza que le dijo; el otro, muy zorro, comprendió que eso nada significaba y que el señorito solo le serviría como figura decorativa; se metió a palacio, habló con el presidente, le hizo ver que los otros candidatos serían hostiles a su política, le garantizó adhesión inalterable, consiguió que le nombraran autoridades ad hoc, amañó unas elecciones de pura farsa, y .... listo el pastel. — Todavía no — contestó la sirvienta que regresó de cumplir su comisión. — Necesita un cuarto de hora más de horno. — Lárgate de aquí! — gritó don Manuel furioso por la interrupción, que hizo sonreir a su nuera; luego continuó en su voz natural: — Yo me esforzaba en hacer comprender a Alfonso que no era esa la forma de iniciarse en la vida pública; que la juventud debe rehuir cuanto signifique imposición e intriga; que todo hombre lleva en la mochila el bastón de mariscal, pero que esa mochila no se abre con ganzúas; le citaba ejemplos, le narraba casos y, sin desalentarme por su sonrisa de superioridad que parecía decir ¡chocheras de viejo!, le aconsejaba desinterés patriótico y hombría de bien, porque al fin no se trataba del Turquestán sino de mi tierra, ni del pulpero de la esquina sino del marido de mi nieta. El provecho de mis consejos lo que aquí, clarito, en letras de molde. Hágame usted patria con esta juventud egoísta, mezquinamente ambiciosa, sin ideales, sin.... — Es usted injusto con la juventud don Manuel, — contestó Constanza, entrando al terreno de las generalidades para alejar el chubasco de la cabeza de su hijo político. — Fresco está aun el recuerdo del conflicto con el Ecuador en 1910, cuando esos mismos jóvenes que usted calífica ahora tan duramente, acudieron de todos los ámbitos de la República, al primer amago de peligro nacional, para enrolarse en el ejército. — ¡Pues solo faltaría que también fueran cobardes! — rezongó el viejo. — Es que no solo fueron capaces del valor ardoroso y violento que se necesita para exponerse a las balas; supieron ser enérgicos, fuertes y resignados para la dura vida de cuartel, para las marchas forzadas, para las guardias nocturnas, para el rancho, para abandonar afectos, ocupaciones y goces, todos, sin distinción de clases, desde el modesto empleadillo que por marchas a la frontera dejaba el puesto que era, tal vez, el pan de su familia, hasta el brillante mozo, árbitro de la moda, que trocaba risueño su ropa fina por el tosco uniforme. — Novelerías! — refunfuñó don Manuel por no dar su brazo a torcer. — Esa misma novelería fué la que, en 1866, llevó a los peruanos a vencer en el Callao a los buques españoles; entonces la llamaba usted patriotismo. — ¡Qué quieres, hija! Este mundo en que vivo es tan distinto del mío, de aquel en que yo nací, del de mi juventud, que tal vez no sé juzgarlo. Ha variado tanto todo, hombres, cosas y costumbres! A veces, recorriendo algunos barrios nuevos, de casas simétricas y puertas cerradas, me pregunto si estoy en Lima, en mi Lima desordenada y pintoresca donde junto a un chiribitil se alzaba un opulento caserón solariego y donde las puertas hospitalarias, siempre abiertas como los corazones de entonces, mostraban el amplio patio dividido por la reja historiada, la inscripción religiosa en el arco del zaguán, las altas paredes con zócalos de limpios azulejos, la fuente de mármol poblada de pececitos rojos y plateados, y, al fondo, más allá de la sala y de la cuadra, los jazmines y madreselvas del traspatio. El horario que regía en esos hogares era muy distinto al absurdo que ahora seguimos. A las seis o seis y media de la mañana, compraban las esclavas a la negra tisanera que recorría las calles pregonando su mercancía, la tisana o el fresco para el desayuno; se almorzaba a las nueve; a las tres cerrábanse tribunales, ministerios, tiendas y escuelas, se tomaba en alguna casa amiga el aperitivo, consistente en una copa de buen mosto o de legítimo puro de Ica, y no en estos brevajes apodados bitter o cocktail, que se expenden hoy en bares y confiterías; se comía a las cuatro y venía luego la hora del paseo por la plaza de Armas, donde, desde el atardecer, sentaban sus reales buñoleras y mazamorreras, o por los portales, en cuyos arcos las mistureras, que solían ser diestras correveidiles, vendían los puñaditos de diamelas, aromas y jazmines con el aditamiento de algún níspero oloroso, una roja cereza o un perito claveteado de canela; al regresar a casita se rezaba el rosario en familia, se bebía una jícara de chocolate, y a la cama, para madrugar al día siguiente, que es saludable costumbre y necesaria para los chicos, que debíamos salir tempranito, camino al colegio, sin más viático que un cuartillo para comprar un caballito o cualquier otro bizcocho barato, que los muchachos de entonces no gozábamos los mimos y regalías de los de estos tiempos. ¡Quién iba a gastar en telas finas ni en buenos sastres para los muchachos que son tan rompedores! Un par de veces por año, un sastrecito ramplón nos hacía un vestido crecedero; no necesitábamos más para mataperrar en Amancaes o en el cerrito de las Ramas o para ir a buscar boliches en la alameda de los Descalzos. Ya hasta los árboles que daban esas bolitas negras con las que tanto jugué en mi infancia, y que creo que se llamaban chorolques, han desaparecido; ya solo unos pocos viejos recordamos las lucidas cabalgatas a Amancaes en el día de San Juan; ya nadie siente el misterioso encanto de la Alameda, hoy abandonada y triste.... — Y frecuentada antes por tan graciosas tapadas de saya y manto. — He allí algo que también se va perdiendo... — ¿La saya y el manto? Ya lo creo! Hace más de setenta años que cayó en desuso. — Déjame acabar; iba a decir qye junto con la saya y el manto empezaron a disminuir la sandunga, el ingenio y hasta la belleza de las limeñas, porque la de hoy es muy inferior a la de sus abuelas; solo las gana en coquetería y mala crianza. como muestra, ahí tienes a Queta Salas; vaya que esa muchachita tiene una libertad de palabra.... y de obra, que es de hacerse cien cruces. — No puede presentarse como tipo de la limeña de hoy a Enriqueta ni tampoco debe juzgársela con excesiva severidad; la pobre niña perdió a sus padres muy temprano y, como ha sido siempre traviesa y revoltosa, era una carga muy pesada para su hermana, dedicada exclusivamente al marido y a los hijos, y para sus hermanos, demasiado ocupados de sí mismos; la metieron interna al colegio desde pequeñita y la han tenido allí demasiado tiempo; como la chica es lista, no tardó en comprender que era un estorbo para los suyos y se venga de no tener en la vida sitio propio diciendo y haciendo diabluras. Pero ya variará; no es mala; cuando pasen los años y se case y tenga quien se ocupe de ella y de quien ocuparse, se le quitarán esas veleidades y ese aturdimiento de los pocos años, y será madre de familia abnegada y cariñosa como todas, como lo fueron las limeñas antiguas y como lo son las modernas, aunque usted lo niegue. — Despacio, despacio; yo no niego eso; las cualidades fundamentales de la mujero, los sentimientos que nacen con ella y que se desarrollan y culminan con el transcurso del tiempo y con las evoluciones de la existencia, subsisten siempre; yo me refiero a otras condiciones provenientes del cambio de educación y de hábitos, y que tienen gran influjo en el carácter individual y en el de la sociedad toda. Tenemos, por ejemplo, esta preciosa moda que permite a las niñas solteras andar solitas por esas calles de Dios, recorriendo tiendas, asomándose a iglesias, visitando a Fulanita y a Zutanita y acompañándose con ellas para que se le acerque cualquier barbilindo, y armar la combinación, como dicen con naturalidad que no sé si llamar ingenuidad o descaro. Antes, ¡cuándo salia una joven, aunque fuera casada, sin compañía respetable! — O no respetable, porque esas sirvientas, envejecidas en las casas, eran las protectoras naturales de las señoritas, y las criadas nuevas, las que no las complacían por razones de cariño, lo hacían por venalidad. Desde que el mundo es mundo estas cosas son idénticas; los medios son los que varían. Antiguamente entre nosotros había que recurrir a la misturera que escondía un billetito entre las flores, a la vieja parienta venida a menos, que se presetaba a llevar recados y a facilitar entrevistas, a las pláticas furtivas en la reja. Las muchachas de hoy, más felices, no tienen que ocultar lo que no es censurable, hablan con sus enamorados a la faz del mundo en calles, fiestas y paseos. No negaré que algunas abusan de esta libertad; pero aun eso es preferible a la sujeción de antaño que las lanzaba a la vida ciegas e inútiles, necesitadas del auxilio ajeno hasta para verdaderas nimiedades. Nunca olvidaré que por primera vez salí sola a la calle, ya de viuda, para ver a mi madre que había cambiado de casa. ¡Qué angustias pasé! Me parecía encontrame en una ciudad extrangera, vacilaba sobre el camino que debía seguir, no me atrevía a preguntar a los celadores ni a los transeuntes y me sentí tan sola y tan desgraciada que poco me faltó para echarme a llorar en plena calle. Es que en mis tiempos se nos educaba solo para ser felices, para vivir eternamente al amparo del árbol frondoso que nos diera el apoyo de su tronco y la sombra de su ramaje; para mí es la vida ideal y encuentro lógico que el cariño de los padres la desee para las hijas. Desgraciadamente, los ideales se logran alcanzar tan raras veces! y, si se logran, se pierden con tanta facilidad, que se nos debe preparar desde temprano a hacer el camino solas, por si no encontramos compañía o la perdemos al principio del sendero. Las costumbres de hoy, que usted censura y que yo, ciertamente, no juzgo perfectas, tienen siquiera la ventaja de aflorar un poco las ligaduras de la mujer, de hacerla más apta para manejarse por sí, más responsable de sus acciones, más consciente de su destino. — Hum! Buenos somos aquí, digo, buenos son mis paisanos, porque ya yo no entro en la cuenta, para no utilizar en su provecho esa independencia de la mujer. Tales feminismos podrán pasar entre gringos seriotes, no entre los criollos, irrespetuosos y atrevidos por idiosincracia. Menos mal para las muchachas de cierta posición social, que al fin y al cabo, están salvaguardadas por el nombre o por el dinero de sus padres; el peligro serio es para las de condición modesta, esas que antes veíamos recatadamente envueltas en sus mantas y acompañadas por la madre o la tía, y que ahora, a cuerpo gentil, con el velito a la cabeza, van por las calles y plazas campando por sus respetos. — ¡Pobres muchachas! Son las hijas de las que agostaban su juventud, encerradas en un cuarto, inclinadas día y noche sobre la máquina de coser, las que ahora encontramos camino a los talleres, a los almacenes, a las oficinas y a las escuelas, donde se ganan el pan de cada día todas esas abejas que nacieron pobres o que llegaron a serlo por viscisitudes del destino. — Lo malo es que de los libres revoloteos de las tales abejitas puede resultar de repente que vuelen acompañadas. — El mal ha existido siempre y jamás se desterrará del mundo; esos vuelos no serían por cierto una novedad. Más de una vez me ha referido usted las escenas tragi-cómicas que presenció en su juventud, cuando se celebraban con gran pompa las novenas del Carmen, el Rosario, las Mercedes o Santa Rosa. Las niñas de medio pelo, las que hoy se llaman huachafas, asistían en pandillas de seis u ocho, debidamente autorizadas por alguna vieja de la vencidad, que se preciaba de Argos y Cancerbero. Al salir de las vísperas o de la última noche de la novena, en que el gentío y el bullicio eran mayores, una o dos de las palomas alzaban el vuelo, aprovechando del barullo, y allí de las preguntas, las carreras y las lamentaciones de la vieja y las bromas atrevidas de los chuscos! Sucesos por el estilo ocurrían frecuentemente, y era natural. No es con cerrojos, llaves y vigilantes como se guarda el decoro de la mujer; todo lo contrario. — ¡Demonio! ¡Qué ideas tan avanzadas estás sacando! Si acabarás en sufragista, y a lo mejor, saldrás, Pankhurst limeña, apedreando vidrieras y echando petróleo a los buzones. — Ni me gustan en ningún caso los actos de fuerza, ni me meto a discutir doctrinas, que serían muchas honduras para mi; solo sé que me he dolido muchas veces de verme precisada, por ineptitud y debilidad, a turbar con mis preocupaciones la alegría primaveral de mi hija, porque ella sabía infundirme alientos, no solo proque Dios fué pródigo al dotarla, sino porque pertenece a una generación mas libre de trabas y prejuicios que la mia. — ¡Mi pobre Inesita! — murmuró el viejo volviendo su tema primitivo — ¡en qué manos ha ido a dar! — Don Manuel, por Dios! — exclamó enojada Constanza — No exajere usted de ese modo! Ni que el pobre Alfonso fuese un bandolero de la tablada de Lurín! Basta ver a Inés para comprender que es felicísima; su marido se mira en ella. — ¡Estaría bueno que a los cuatro meses de matrimonio ya no le gustara esa flor de las flores que nos ha quitado! Pero esos transportes de los primeros tiempos no garantizan el porvenir. Dime con franqueza, el marido de tu hija, es el que soñabas para ella? — ¡Oh! Tratándose de los hijos la ambición es infinita. — Si, ya lo dijo Campoamor: Los padres son tan buenos, que hasta el menos iluso anhela para yerno un noble ruso, o un príncipe italiano, por lo menos. y lo dijo así, con hermosa llaneza, para que todos lo entiendan, sin recurrir a simbolismos enrevesados ni a pajarracos azules ni a melancolías grises, como esos poetas de ahora que a veces me leía mi nieta sin lograr que los comprendiera. Asi es que tú, para dar la razón a Campoamor, quería para tu hija un potentado? — No; — respondió la dama con dulzura — quería un hombre como su padre. — Ya te hice confesar la verdad — exclamó triunfante el anciano — Ese señoritingo no te llena el gusto. — Se lo llena a Inés y eso basta. ¿Por qué hemos de pretender arreglar la vida de nuestros hijos por el patrón de nuestras aficiones y de nuestros deseos? Cada cual sigue su propio camino; yo sé que el de mi hija es ahora florido y llano, y que si por desgracia lo obstruyeran zarzas y ortigas, y ella, apesar de su energía y su destreza, no pudiera destruirlas, sabría soportar las heridas con dignidad. — ¡Hombre! ¡Qué gracia! Que siempre será buena! Eso también lo sé yo; pero será dichosa? Como para una respuesta satisfactoria a la desconfiada pregunta del abuelo, oyóse en el corredor la voz alegre de Inés, que, momentos después, entró a la habitación, seguida de su marido. — Niña, por qué vienes tan tarde? — interrogó el señor Arévalo, siempre regañón. — ¿Tarde? En cuanto Alfonso regresó de la cámara, salimos de casa. — Ah! Entonces me callo — respondió el viejo con cierta ironía. — No se puede ser exigente con un padre de la patria. — No solo de la patria, don Manuel, no solo de la patria — dijo radiante Alfonso, palmeando el hombro del anciano, que, conmovido por la grata noticia, abrazó cordialmente por primera vez al marido de su nieta. VIII AGRIDULCES. Chosica, 8 de Diciembre de 1912. Diablesa amiga: Libre, por fin, de la fierecilla boba que me ha dejado en los huesos (fácil tarea que ni siquiera ha necesitado para cumplirse un calenturón de cuarenta grados) aprovecho, no de las nuevas fuerzas que la convalescencia me trae, pues es tan boba ésta como lo fué el mal, sino de la disminución de vigilancia y cuidados extremosos con que el restablecimiento físico me beneficia, para lograr, escribiéndote largamente, panacea a mi aburrimiento, ya que bajo tu influjo, caja bonita de sorpresas, ramillete de contradicciones, puede sentirse todo: alegría retozona, malignidad mefistofélica, rabia celosa de tigre hircano, vértigo y pasmo, lo fugaz y lo intenso, lo superficial y lo violento; pero nunca la insipidez de la mediocridad, la opaca pesadez del fastidio, de este enervante fastidio que aquí nos abruma. Y digo nos, porque aunque mamá todo lo lleva con paciencia por amor a Dios y a la salud de este su interesante vástago, el menos lince puede observar que alterna bostezos con los suspiros, únicas protestas que se permite contra el hado impío que la obliga a perder totalmente en ese lugarejo los días que ella emplearía tan a gusto en disipar, con los consejos luminosos de su experiendia, los temores y las dudas de su Inesita, próxima a hacerla abuela. Shocking! Esta no es conversación para solteros. Volviendo al primitivo tema, diréte, pues, Enriquetilla, que tengo para mí que aunque gruñe y reniega por no perder la costumbre, es el abuelo el único que se halla contento aquí, donde tiene atento auditorio, formado por viejos catarrosos, y mineros y hacendados de la Sierra, que, de paso para Lima, se detienen en este hotel, y ante el cual da rienda suelta a sus aficiones narrativas. No necesito agregarte que en estos relatos nunca falta el muy nutrido y detallado de las anécdotas del General Castilla, del cual hiciste tú tan donoso índice: I. — Tantas muelas y dentistas. — II. — La casa de tres pisos. — III. — Quitarle la muchacha al gobierno! — IV. — El cañoncito. — V. — Las moscas de Chorrillos. — VI. — El godo Maroto, &. Puede ser que haya olvidado alún capítulo o que haya alterado su orden; no tengo ni tu memoria privilegiada ni la pícara inventiva conque sueles suplirla; lo cierto es que nunca faltan esas anécdotas en el centón de las que cuenta papá Manuel, asegurando, con entera buena fé, haber sido actor o espectador en muchas de ellas; aquí para internos, sospecho que las conoce como tú, como yo y como todo el mundo por haberlas leído en las Tradiciones. Inocentes manías! ¿Quién no las tiene? La mía, no tan inocente, eres tú, chiquilla cascabelera. Es de práctica entre los que en esta villa pasan la temporada invernal compadecer a quienes soportan las molestias del frío y de la humedad en Lima y ponderar el sol siempre radiante y la azul diafanidad del cielo de Chosica. No seré yo quien niegue tales excelencias; pero si hago constar que los habitantes poco gozan de ellas, pues apenas salen de sus casas. Solo cuando llegan los trenes de Lima se ve cierta animación en el pueblo; especialmente en las tardes de los sábados y en las mañanas de los domingos acude en masa la población forastera a la estación del ferrocarril, y son de verse las escenas sentimentales que allí se desarrollan. Papás abrumados con la carga de innumerables paquetitos de dulces y juguetes; nenes que se les cuelga del pescuezo y les babean la cara; novios que se saludan con efusión contenida (¡bueno sería que no la contuvieran!) y luego se alejan de la manita, seguidos a respetable distancia por la parentela complaciente.... ¡Oh ridículas ternezas! Sería preciso que me rogaras mucho, mucho para que me decidiera a hacer el último de estos papeles. En cuanto al primero... Ay, Queta! El hombre es débil; si te empeñaras en ello, también te daría gusto. Ahora bien, de lo expuesto se deduce (¡qué bonito estilo de texto escolar!) se deduce que Chosica con su claro firmamento y su sol deslumbrante y su río bullanguero y su hotel medianito, que hoy goza del altísimo privilegio de albergarme, no me gusta ni pizca, cosa que, por variar, me ocurre con cuanto conozco, que es poquísimo, a decir verdad: no me gusta el Callao con su tosco y antipático movimiento portuario, ni los tres consabidos balnearios, Miraflores, Barranco y Chorrillos, acerca de cuyas ventajas e inconvenientes podría repetir hasta medio millón de frases hechas, ni la rústica tristeza de la Magdalena, ni la decantada placidez de Ancón en cuya playa de arena mueren las mansas olas mansamente, ni siquiera la capital famosa de esta insigne república, la más veces coronada que barrida ciudad de los Reyes, bautizada por los periodistas cursis con el mote de perla del Rímac. Nada, nada de lo que conozco me gusta; solo me gustas tú. — ¿Acaso yo soy una ciudad, mamarracho? preguntarás tú, entre irritada y despreciativa; y yo contestaré, humilde y rendido: — eres más, mucho más; eres un mundo inexplorado y misterioso. Ay! ¡Quién fuera Colón! Termino ya, por miedo de cansarte, no porque me falte que decirte. ¿A quién le diría yo más cosas que a ti, amiga incomparable, que con tanta gracia me llamas feo, títere, adefesio y que tan gentilmente me tratas como si no te lo pareciera? Que por esa coquetería magnánima todo te sonría en la vida, como sonríes tú siempre, iluminando cuanto te rodea con el resplandor alegre de tus pupilas y el brillo nacarado de tus dientecitos. ¿Ves? Aún a la distancia lo haces; ha bastado esta comunicación espiritual contigo para que se disipen las nieblas que me rodeaban y para que el sol alumbre y queme como tus ojos. En estos plácidos momentos solo me amarga ¡paradoja cruel! el recuerdo de Jarabe. ¿Aún no lo has mandado de un sofión al limbo, su patria natural? Escríbeme, rica, contestándome que sí, y si, por casualidad, no quieres mentir, respóndeme que no; pero, de todos modos, escribe a este tu atento amigo, seguro servidor y admirador respetuoso que te besa las patitas danzarinas, Antonio Arévalo. Lima, Diciembre 10 de 1912. Antuco empecatado: ¡Contenta me tienes! ¡Bonito florilegio de galanterías insolentes el de tu carta, que recibí ayer! Tan insolentes son que no puede agradecerlas como galanterías, porque, por muy Queta Salas que una sea, hay cosas con las que es de rúbrica indignarse; pero con indignación y todo, por no desmentir esa magnanimidad que elogias en tu epístola, te la contesto inmediatamente aunque no lo mereces. ¡Quién sabe! No desvirtuemos, con las escrupulosidades impertinentes del análisis, la espontaneidad de nuestros actos. No la desvirtúo, pues, y sigo adelante, advirtiéndote previamente que, si ha de continuar nuestra correspondencia, debes poner como encabezamiento de tus misivas, esta imitación del que llevan los libros de los escritores beatos: — Si hay en estas líneas algo contrario al respeto que me inspira la veneranda persona a quién van dirigidas, ténganse por no escritas. Terminada la filípica que toda señorita que se estima ha de endilgar a quien se le descantilla, pasemos a otro asunto. ¿Conque te aburres a morir en Chosica, pobrecillo? ¡Lo que son las cosas! Yo me divertí allí grandemente hace tres años, en unos quince días que estuve en las vacaciones de mitad de curso, acompañando a un sobrinito atacada de tos ferina. Pasaban en Chosica la temporada familias conocidas y aficionadas al jaleo, y armábamos cada cabalgata campestre y cada bailoteo nocturno, que, si hubieran querido dejarme de enfermera, le prolongo la tos al muchacho hasta el fin del invierno. ¡Tan a gusto estaba! En cambio, tú tienes por todo solaz la historia anecdótica de la república fantaseada por don Manuel Arévalo; lo deploro muy de veras, caro Antonio. Poco que valga la pena de contarte ocurre en la perla del Rímac, pues no he de darte la lata sobre novedades políticas, que dicen anda muy resuelva y alborotada. Debe ser cierto, porque las sesiones de congreso se comen casi la mitad de la edición matinal de los periódicos; yo solo las leo cuando traen renglocitos cortos, señal de acaloradísimos debates en que los señores representantes se dicen el sol por salir. A mí la política me carga; sabes cuando me gusta? Cuando hay revolución; pero no de esas a la antigua moda, que duraban meses y meses, ponían en atrenzos y dificultades a las gentes pacíficas y llevaban a sus filas a lo mejor del elemento varonil, dejando a las ciudades abandonadas y tristonas y a las mujeres idem, idem. Felizmente cuando a última del género, la que terminó el 95, yo estaba aún en pañales y esa inocente condición me libró de conocer la horrible amargura de ver el girón de la Unión convertido en sucursal de Sahara, huérfano de sus más preciados adornos masculinos, sin mi amigo Antuco en la puerta del Excelsior y sin Jarabe en el kiosko de la Merced. No; Jarabe estaría; ese no es de armas tomar. Pues a mí me gustan las revueltas de estilo modernísimo, casi por electricidad, como la del 29 de Mayo, del año 9, única de que he disfrutado, y quedó despachada en cosa de tres horas. Mi familia vivía entonces en la Caridad, y yo pude gozar de la función porque la víspera había salido del coelgio por enferma. ¡Qué precaria era mi salud en esos tiempos! No pasaban quince días sin que me acometiera una jaqueca mónstruo o un reumatismo agudo que em tenía andando a pie cojito o doblada en dos; fiebre rara vez me entraba, porque el tan acreditado sistema de la cáscara del plátano en el brazo nunca me resultó; ahora estoy sanita como una manzana, feliz consecuencia del cambio de aires y costumbres. Es el caso que aquel 29 de Mayo me lo pasé colgada del balcón, porque esa fué otra de las curiosas particularidades de aquel memorable día; a la gente se le había metido entre ceja y ceja que e tiroteo era cosa de broma y andaba curioseando por las calles o asomada a las ventanas, como si en vez de balas se hicieran disparos con confites. Ya comprenderás que solo muy confusamente podía ver desde mi casa los movimientos de la multitud; pero con noticias orales e informaciones periodísticas arreglé un relato tal, que se diría que había presenciado el espectáculo íntegro a la grupa de la broncínea cabalgadura de don Simón. Todo, todo lo había visto con mis propios ojos, hasta aquel momento trágico que la lírica épica de Pan Frío inmortalizó en solemne canción digna de Homero instrumentado por el mismísimo Orfeo: Y a un negrito malambino que estaba ya listo para disparara, don Isaías le dijo: — espera un momento que ya va a firmar. ¿Cuánto apostamos, Antuquillo mono, a que jamás se te ocurrió que te hablaría yo de estas cosas en mi carta? Yo tampoco lo hubiera creído; pero así suele pasarme; empiezo a hablar de un asunto con mucha formalidad y a lo mejor salgo por peteneras. Bien mirado, tuya es la culpa; ¿para qué me llamaste ramillete de contradicciones, caja bonita de sorpresas? No he querido dejarte por mentiroso. Inés y Alfonso han tenido la desvergüenza de decirme, en mi cara, que me has calificado con mucha propiedad y te han celebrado grandemente los chistes de la epístola. Tonto serás si te enorgulleces por ello. Sabe para tu gobierno ¡oh incauto mancebo! que esta amante pareja se encuentra en ese período venturoso de la vida en que todo hace gracia. Muy bien observado lo tengo: terminada la infancia, edad en que la risa es una necesidad física, solo se ríen de todo, no ya de las cosas graves, que eso le pasa a cualquiera, sino aún de las anodinas, los enamorados y los idiotas. Esta hermana tuya y su marido a fuerza de ser lo primero van a dar en lo segundo; se los he pronosticado muchas veces. Si será alegría la de Inés que resiste a la compañía de tres suegras! Se lo dije y se rió como de costumbre, aunque no con entera espontaneidad. En puridad de verdad he de confesarte que los noveles cónyugues le ponen los dienets largos a cualquiera, y con mayor razón a quien, como yo, estando ya en condiciones para graduarse de señora, no ha cursado aún los estudios preparatorios, es decir, que no ha tenido un mal piquín hasta ahora. ¡Por éstas que no lo he tenido! ¿Te lo iba a negar a tí, mi mejor amigo? Si señor, mi mejor amigo, aunque, entre bromas y veras, manifiestas deseos de representar otro rol. ¡Muchacho inexperto que no sabe lo que quiere! No prefieres mil veces ser el primero de mis camaradas a figurar en la comparsa de Jarabe y otros figurines de sastrería? Escucha la voz de mi experiencia, Antuco, y no me enamores que me comprometes; mira que tengo cuatro meses más que tú y podrían enjuiciarme como a seductora de menores. Lo dicho, carísimo; amigos ahora y siempre, ya que en nosotros este noble sentimiento ha resistido a los empujones y pellizcos de la niñez, a las susceptibilidades puntillosas de la adolescencia y hasta a la prueba epistolar, que es casi como la del hierro y la del fuego; y, para sellar el pacto, me despido con un shake hand vigoroso que te deje el brazo descoyuntado. Queta. Lima, 12 de Diciembre de 1912. Sr. D. Antonio: Hace apenas dos días que envié al correo una carta para su ilustre persona, carta tan extensa que no fué escrita de un solo tirón. Aunque no he recibido todavía respuesta, y eso que diariamente corren dos o tres trenes entre la residencia de usted, so malcriado, y la mía, me digno escribirle hoy nuevamente, no por el gusto de charlar con usted, que no lo tengo tan estragado, sino por llenar dos fines trascendentales, si que también caritativos: llevar al conocimiento de usted importantes noticias que le conciernen y darle sabios consejos acerca de la conducta que, ya en posesión de los referidos datos, le conviene a usted seguir. Expresada, con el tratamiento ceremonioso del primer párrafo, mi natural estupefacción por no haber recibido un telegrama o siquiera una postalita manifestando en forma ditirámbica el vivísimo agradecimiento y la alegría delirante que mi epístola necesariamente ha de haber producido, me dejo llevar de esta benevolencia, rayana tal vez en debilidad, que me caracteriza y, volviéndote a mi gracia, te cuento amistosamente, tú por tú, algo que te interesa saber. Es ello que preguntándole yo anoche a tu hermana (con el único objeto de enterarte a ti de la respuesta para tu conocimiento y demás fines) cuanto tiempo duraria la ausencia de ustedes, me contestó media tristona: — Hija, creo que eso va largo; mamá está deseosísima de regresar y yo de tenerla en Lima; me hace tanta falta! pero ni ella se decide a volver ni yo a pedirle que lo haga, por la salud de Antuco. — Si ese tipo de Antuco no tiene sino engreimiento y ganas de fastidiar, como siempre — opiné yo con mi habitual indulgencia. — Bien achacoso ha estado el pobre — me contestó la muy cándida. — Felizmente ya no tiene fiebre ni tos ni ningún síntoma enfermizo; sin embargo, mamá no está tranquila porque observa que el muchacho come poco, que no aumenta en peso ni mejora en color, y, sobre todo, porque no consigue distraerlo ni disiparle el humor negro que tiene. — No me dieran a mí otro trabajo que curarle esas negruras con un bastón de este grueso — repliqué yo dulcemente, haciendo con los dedos la rosca más grande que pude. Pero como a la distancia no es posible emplear esos métodos contundentes, me conformo por ahora con el epistolar persuasivo, y te sermoneo así: — No seas bruto, Antuquillo de mis pecados, y déjate de hacerte el interesante y el romántico. ¿No comprendes, cabeza hueca, que mientras tu madre te vea misantrópico y taciturno ha de crecer, la pobre inocente, que sigues malito y por lo tanto necesitado de ese clima regenerador, y que te obligará a gozar de él porque juzga que tu estado lo exigue? Pues si no quieres prolongar esos goces indefinidamente, cambia de sistema al instante; engulle como Heliogábalo, pasea como cualquiera mamá empeñada en colocar a sus pimpollos, muestra, en placentera sonrisa, la doble hilera de perlas que obstinadamente ocultan ahora tus labios contraidos por el disgusto, y verás si, antes de una semana, no estamos juntos a esta misma hora (5 p.m.) en casa de Inés, bebiéndonos su té y comiéndonos sus galletas. Yo sigo visitando frecuentemente a Inés; mi hermana Elisa se congratula de ello, porque le conviene, y se asombra, por la idea que tiene de mí, de verme tan bien acogida por una persona de edad, esta y carácter tan diferentes de los mios. Figúrate que tuvo la ocurrencia de preguntarle a Inés, olvidando los respetos debidos a mis dieciocho primaveras y como si hablara de una mocosuela, si yo me porto bien en su casa. Inés, siempre amable, hizo mil elogios de mi personita, y mi personita, siempre franca, expuso que la razón de su asiduidad era el deseo, naturalísimo en toda muchacha en estado de merecer, de conocer lo que nunca había visto de cerca: un matrimonio joven. Nada te digo de la cara que puso Elisa, ya cuarentona, y casada, en lo mejor de su edad, con un carcamal que casi se la duplicaba. Si hubiéramos estado solas, me arma el gran lío; pero como tiene experiencia de que en cuestión de pico no puede conmigo, optó prudentemente por no demostrar que me había entendido y cambió de conversación. Tú pensarás que mi réplica fué inspirada solo por el caritativo deseo de dar a mi hermana un mal rato; pues no; tuvo mucho de sincera. Todo aspirante al estado perfecto del matrimonio, y yo me pirro por la perfección, se afirmará más en su vocación viendo lo satisfecha de su suerte que está la joven pareja, satisfacción que tanto se aprecia en la solicitud apasionada del esposo como en la discreta ternura de su costilla. Demasiado discreta, porque si yo estuviera en su cas.... Bueno; no quiero decirte lo que haría para que no se te haga agua la boca. Me callo, pues, cual sería mi actitud sentimental si yo fuera Inés; pero en cambio te confesaré que la familiar sería diametralmente opuesta a la de ella. No, no aguantaría yo que unas veces por riguroso turno y otras en insoportable trinidad se pasaran la vida mis suegras instaladas en mi casa, metiendo las narices por todos los rincones, regañándome a mis criados, recordándome que a Alfonso le gusta la sopa saladita y el café cargado, y exponiendo teorías, mandadas recojer por añejas, como debían estarlo las oradoras, sobre el retraimiento, laboriosidad y recato que deben normar la existencia de toda buena casada. Yo no sé si tu enigmática hermana es de esos seres dichosos con los nervios a prueba de bomba o a prueba de necedades de viejas, que es más, o si profesa el credo filosófico de que contra el vicio de majaderear hay la virtud de no hacer caso; lo cierto es que no se altera, y que con la misma olímpica indiferencia, disfrazada de urbanidad, soporta las lecciones impertinentes que las caricias empalagosas de las cargantes señoras. Aunque a mi no me va ni me viene, como no tengo agua chirle en las venas, a veces no puedo disimular mi irritación, y anteayer, que Jesús estuvo más fastidiosa que de costumbre, me puse a canturrear, como las chicas de colegio cuando tildan a alguna entremetida: Mete-mete, que en todo se mete, mete cuchara, no sana nada, mete palito, saca poquito, mete volante, saca bastante. Inés se reía a hurtadillas; la aludida, en Babia; verdad es que la cosa fué con la más tonta de las tres, que si es con la arpia de Filo, me pega. ¡Chico, cuanto he escrito! ¡Sabes que eres mi musa inspiradora? A este paso, si dura tu ausencia y mi tontería de escribirte, se me va a acabar el papel bonito en un dos por tres. Antes de concluir, y para que a tu regreso no estés como pollo en corral ajeno, sin conocer el terreno que pisas, te voy a dar algunas noticias sociales de Lima que tal vez no han llegado hasta tu lejano destierro. (Hora y cuarto de tren.) Lucy Biggs está en unos amores locos con el menor de los Pineda; el padre de ella que, como todos los gringos, peinsa que los peruanos solo sirven para sacar raja de ellos, se ha puesto tan furioso con esta pasión a la criolla de su niña que ha perdido el self control hasta el punto de meterse en los bussines de la chica, coartándole la libertad omnímoda de que siempre ha gozado para ir y venir por todas partes a su regalado gusto. Sospecho que el mister comerá crudo, porque Lucy, que está muy satisfecha de lo enamoradísimo de ella que anda su piquín, dice que el único defecto de este es ser pobre, y que como ella ha nacido limeña y no gringa puede darse el gusto de llevar a la práctica lo de contigo pan y cebolla. Entre tanto, aunque no sea sino por hacer rabiar al viejo, todo el mundo simpatiza con ellos y los proteje en sus combinaciones, contándose a la cabeza de tales benefactores, como es de ley, Juanita Cerralbo. No hace mucho la ví en el paseo Colón bostezando, sentada en una banca junto a sus protegidos, que estaban tan proximos, tan próximos, tal vez por razón de la miopía de él, que un transeunte indiscreto no pudo menos de preguntar: — ¿cual de los dos es el que tiene lentes? ¿Ella o él? — Cumpliendo mis deberes de amiga, aconsejé así a la niña boba: — Chica, dile a Pineda, que, ya que les hace el favor de acompañarlos en sus combinaciones, se consiga un compañero para ayudarte a tocar violín. — A veces consigue. — Pues debía ser siempre. — Eso mismo le digo yo, y me contesta que él hace todo lo posible para procurarme pareja, pero que no es fácil — ¡Bienaventurada Juanita! Otro de los temas del día es el libro de versos que ha publicado Daniel Béjares con el título de Añoranzas. Las muchachas de Lima se saben de memoria esta colección de piropos rimados y se empeñan en sustituir con nombres propios los títulos vagos de las composiciones: Los ojos misteriosos, Soñadora, Pensativa, Morena, Espera.... Como abundan las que se pasan la existencia esperando, son muchas las que te recitan los versos así nombrados, y que a continuación, copio, con cierta sonrisilla de inteligencia, reveladora de que están en el secreto de la dedicatoria y lo callan por modestia. La primavera va a volver; no mires el huerto mustio y el jardín sin flores; por las dichas ausentes no suspires ni solloces por los muertes amores. Deja caer sobre tu frente herida la sedante caricia del olvido: vuelve a vivir tu vida sin pensar en las horas que han huído. ¡Es tan largo el camino! Por momentos aparece una estrella vacilante, como esas lucecitas que en los cuentos guían al caminante Posa en ella tranquila tu mirada en el misterio de la noche en calma, y bajo el beso de su luz plateada al llegar la alborada los ruiseñores cantarán en tu alma. Me parece muy bien que las niñas se detengan en declamar y comentar poesías; por lo menos, es preferible a que relaten argumentos de películas cinematográficas; pero lo que sí me extraña es que lleven la novelería hasta el punto de empeñarse en ser musas de un vate de cuarenta y tantos años chiquillas recien salidas del colegio. No sé que gusto encuentran; a mí, hasta los de treinta ya me parecen viejos. El único — ¿cómo diré? — papábile que he conocido entre los que pasan de esa edad es tu cuñado, y en su conquista ya no puedo pensar porque se me adelantó Inés. Felizmente, aunque ella estuviera soltera, no podría quitarme a cierto sujeto que yo me sé y que me ha trabucado e Iseso hasta el extremo de hacerme pasar las horas muertas con la pluma en la mano. No, señor; con toda su belleza no lo lograría Inés; se lo impiden los lazos de la sangre. Adivina, adivinaja. Queta. IX EN LA CASA NUEVA. No vaciló un punto el jóven Antonio en llevar a la práctica los consejos de su docta amiga, y, en plazo poco más largo del que ella pronosticaba, vió coronada por el éxito su estricta obedencia a las indicaciones de tan deliciosa autoridad. En efecto, Constanza notando que su hijo condescendía a tomar parte en las conversaciones de los demás huéspedes del hotel, que ya no dejaba casi intactos los platos que le servían y que, por el aspecto y, sobre todo, por el genio suavizado, mostrábase restablecido y animoso, juzgó que no era necesario ya prolongar por más tiempo el sacrificio que para don Manuel y para ella significaba la separación de Inés, y un buen día, previo consejo de familia, arregló maletas y se metió en el tren para Lima con su viejo y su muchacho. Inés estaba como unas pascuas con el regreso de los suyos; su delicadeza afectiva la hacía a veces reprocharse el sentirse feliz lejos del viejo hogar donde era tan útil a todos: a su hermano, demasiado orgulloso para someterse a las exigencias autoritarias del abuelo, demasiado frío para ceder a las blandas amonestaciones de la madre y necesitado de vigilancia discreta y hábil dirección en la época peligrosa de la entrada a la juventud; al abuelo, que no sabía disimular cierta celosa prevención contra quien se llevó al apoyo de su cansancio, a la luz de sus ojos; a la dulce mamá.... Era ésta la más viva nostalgia de Inés. Cuando las hijas llegan a mujeres, se forma entre ellas y la madre un fuerte vínculo de íntima camaradería, que rara vez existe entre padres e hijos, basado en el espíritu de cuerpo, en la necesidad de aliarse contra el egoísmo familiar y social del hombre, y que, lejos de disminuirlas, exalta, en la comunión amistosa, la abnegación materna y la ternura filial. Por no tener hermanas Inés, era tan intensa esta unión entre ella y su madre que, apesar de la dicha embriagadora de su luna de miel, la joven casada comprendía, con pena, la soledad moral en que su matrimonio había dejado a la madre, y se esforzaba en aliviarla visitándola continuamente y obligando, con cariñosa insistencia, a los miembros de su familia, a frecuentar como propia la nueva casa. Hallábase ésta en la calle de Negreiros, en los altos de la residencia señorial de los Soto-Umbrío, que desde tiempo atrás acostumbraban los propietarios alquilar en subido precio, a inquilinos perfectamente garantizados. Cuando Alfonso solucionó a su gusto el problema amoroso, juzgó que la mejor manera de armonizar su natural deseo de independencia con el empeño de su madre y sus tías de no separarse de él era instalarse en el piso superior de la mansión solariega, y, al efecto, despidió a los ocupantes y empleó crecido personal de albañiles y carpinteros en modernizar y arreglar según sus indicaciones la futura morada. — ¡Bonito modo de economizar! — rezongaba Filo, considerando los desembolsos realizados por su sobrino. — Más barato le saldría otro paseo a Europa — apoyaba Jesús, sin darse cuenta el alma de Dios de que lo de menos en los tales viajecitos era el gasto de pasajes y hoteles. El dinero corrió pródigamente y resultó la casa hermosa y confortable, con la mayoría de las habitaciones amuebladas según el elegante y sobrio gusto británico. Rindiendo culto a la tradición, había una sala de estilo colonial, en la que se admiraban pesados sillones de cedro labrado con el espaldar y el asiento de recio cuero cordóbes, mesas y consolas preciosamente incrustadas de concha, pendiente del artesonado techo enrome de araña dorada con gran número de bujías protegidas por guarda-brisas de cristal, y en el testero de la habitación, dentro de lujosos marcos, revelando en su ingenuo colorido los pobres recursos artísticos de algún pintor quiteño de esos lejanos tiempos, los retratos de los fundadores de la familia: el Conde del Soto Umbrio de blanca peluca, casaca con alamares de pasamanería, calzón corto y espadín, y la Condesa, grácil figura de criolla para quien parecían muy pesados el tontillo ampuloso y la estirada cotilla, bordada de pedrería a la moda de la reina Isabel Farnesio; tenía la dama el cabello empolvado, recogido en parte en lo alto de la cabeza y el resto cayendo en lánguidos rizos por el torneado cuello; el brazo izquierdo saliendo de entre los encajes de la manga corta, apoyado sobre un cojín, y en la diestra, caída a lo largo de la ahuecada falda, un pañolito de encaje. Al pié del lienzo de don Juan María veíase, coronado por un yelmo empenachado, el escudo de armas: espada de plata en campo de gules y bordura de azur con el lema Semper fidelis. Las majaderías repetidas por las Soto-Umbrío sobre los muebles heredados, el blason nobiliario y otros comprobantes de sangre azul que ostentaba el salón no impidieron a Inés gustar su sabor arcaico, y solía andar a caza de antiguallas para enriquecer lo que más le hacía efecto de museo que de habitación familiar. Desde este punto de vista, su cuarto predilecto era un gabinete cercano a su dormitorio con mobiliario de laca blanca. En un ángulo de la habitación y cubierto por almohadones había uno de esos comodísimos muebles, mezcla de sofá y lecho, con que los ingleses forman su rincon confortable; completándolo, corrían a lo largo del muro una estantería baja que guardaba, en caprichosa sociedad, hetereogéneo conjunto libresco: colecciones truncas de revistas ilustradas y premios del Sagrado Corazón, las Tradiciones y el Tesoro de los humildes, el Silencio de Rod y los cándidos romances de las novelistas británicas, los versos delicadísimos de Sully Prudhomme junto a los de Chocano, rotundos y metafóricos, y, testimonio claro de la época, del medio y del carácter de su poseedora, muchas obras de Benavente, de los Quintero y de Martínez Sierra. Alfonso aumentó la biblioteca de su mujer con acopio de novelas, muchas de las cuales tuvo ella que expulsar más que de prisa. — Oye — dijo a su marido; — muchas gracias por Daudet, por Galdós, por Eça de Queiros y hasta por D'Annunzio y Maupassant, para que no digas que tengo la manga muy estrecha; pero estos horrores te los llevas en el acto, empezando por Monsieur de Phocas. Aquí vienen niñas solteras.... — Que nada nuevo encontrarán en esos libros; saben más que los autores y más que yo. — Cállate, deslenguado. Esos son los disparates que habla Queta sin tomarles el peso. Te voy a prohibir que te juntes con ella. No hubo apelación y los libros de color subido fueron proscriptos del coqueto gabinete donde todo revelaba las aficiones y costumbres de su dueña: las plantas de alegre verdor, las bomboneras siempre provistas, la comenzada labor en el costurero entreabierto, la estampa mística de señal entre las hojas de una novela, el canario gorjeador dentro de su jaula de cristal y aureos alambres, los retratos de parientes y amigas adornando los estantitos y las mesas.... Pocas veces reinaba el silencio en la alegre salita donde, de la mañana a la noche, se oían los más variados tonos de la voz humana. con frecuencia escuchábanse las ya algo cascadas de las Soto-Umbrío que, arrebatándose unas a otras la palabra, hacían con acento agri-dulce a la mujer de Alfonso observaciones de este jaez: — Bastante te lo decimos, hijita; pero tu no convences; debías despedir a esa muchacha. Te has acostumbrado a ella porque te sirve desde que eras soltera, y ese es, precisamente, el defecto mayor que tiene, pues engreída de que la soportes desde hace ya tiempo, cree que ha de ser lo mismo siempre y se ha puesto muy confianzuda y disforzada. La cocinera me cuenta que cada vez que mandas a tu zambita a la calle, aprovecha la muy atrevida para estarse las horas muertas de coloquio con el mayordomo de la casa de al lado. — No se debe dar oídos a chismes de criados — respondía tranquilamente Inés, sin interrumpir su labor. Picábanse las otras con la lección, que las daba pié para amargas reflexiones sobre el triste error que comente la juventud al desoir los consejos de la experiencia, y luego, sospechando la ineficacia de sus sermones, cambiaban de registro y poníanse a curiosear en el costurero de Inés. — ¡Ay! Qué primores haces, criatura! ¡Qué manos tienes! ¿Dónde has aprendido esta variedad de encajes y bordados? En el colegio de San Pedro? ¡Claro! Si las madres saben de todo! Oye, completaste ya la docena de baberitos? — No — contestaba muy risueña la mamá futura — Me falta terminar este con aplicaciones de Venecia y otro más que aun no sé como haré. Tengo varios modelos y no acabo de decidirme por ninguno; éste de bordado inglés, sencillito, me gusta mucho; pero ya él tiene otro por el estilo; a ustedes cual les parece mejor? Inclinábanse sobre los periódicos de modas las cabezas grises y la negra, y se discutía larga y prolijamente el punto hasta que brotaba la luz. — Este, éste es una preciosura; fíjate en los caladitos; mira, para formar juego, debías hacer la gorrita igual. ¿Qué dices, criatura? — (Emilia, que en su categoría de abuela llevaba la voz cantante, se agarraba con ambas manos la cabeza.) ¡Ave María Purísima! ¡Jesús me ampare y me favorezca! ¿Que el médico opina que lo más sano es tenerlos desde que nace con la cabecita desnuda? ¿Qué hasta en los países fríos de Europa se acostumbra así? No le hagas caso, niña, por Dios. ¡Qué saben los médicos! Modas y noveleríasd hasta en su persona, porque estos doctorcitos de ahora son unos figurines. Mire usted que tener sin gorrita al niño, cuando lo principal es taparles la mollerita! ¡Vaya un modo de disparatar! Créeme, Inés, solo las madres entendemos de esto; mi hijo, salvo algunos desarreglos de estómago, unas erupciones cutáneas, tres o cuatro bronquitis y uno que otro catarrillo, se crío muy sanito, y nunca lo tuve con el coco pelado; en invierno, hasta gorritas de lana, tejidas al crochet, le ponía. — ¡Pobre Alfonso! Parecía un hijo de frutera — murmureaba Inés, con una compasión retrospectiva por su marido que provocaba las mas vivas protestas de las damas del Soto Umbrio. En otras ocasiones no eran modestos temas caseros los que se trataban en el cuarto de Inés, sino altas cuestiones políticas y sociológicas; es demás agregar que en estos casos el mantenedor de la controversia era don Manuel. — Convénzase usted, querido Alfonso, — decía con su bronco acento el señor Arévalo — mi generación, esa generación ya casi desaparecida, de la que solo quedamos contadísimos representantes, no ha sido reeemplazada por ninguna de las que la han sucedido. Nosotros no cifrábamos nuestras grandes aspiraciones en hacer dinero a toda costa para gozar de sus ventajas; teniamos creencias e ideales: éramos luchadores doctrinarios y altivos. Nosotros marchábamos a paso de vencedores por las sendas que trazaron los dos grandes educadores de esa juventud, el sabio sacerdote don Bartolomé Herrera, rector del Convictorio Carolino, es decir de la Universidad, y apóstol del conservadorismo, y don José Gálvez, sembrador, en el entonces novísimo colegio de Guadalupe, de las ideas liberales. Si, don José Gálvez, ese don José Gálvez más conocido por su muerte heróica en el combate del dos de Mayo que por su vida nobilísima y fecunda, íntegramente consagrada a echar en el surco la buena semilla, la que floreció y fructificó en estadistas como don Manuel Pardo y don Nicolás de Piérola, en jurisconsultos como García Calderón, en médicos como Odriozola y Alarco, en escritores y poetas como Palma y Cisneros, Lavalle y Salaverry, Paz Soldán y Marquez, como todos los que formaron esa simpática bohemia, única en nuestra historia literaria, de mozos entusiastas y soñadores, que amaban desinteresadamente el arte y creían en el porvenir de la patria, por la que hicieron lo que no harán nunca los que a cada paso dicen con desdeñosa conmiseración: — este país! psch! — Nosotros no despreciábamos al país ni mirábamos por encima del hombro a sus eminencias: cuando encontrábamos por la calle a un don Felipe Pardo, a un don Ramón Castilla teníamos motivo de charla para todo el día; cuando un superior ordenaba, solo sabíamos obedecer. Recuerdo, a propósito, una anécdota pueril, pero reveladora; los alumnos del patio de chicos del convictorio Carolino andaban furiosos con el ecónomo que había dado en servirles quinua en todas las comidas; un día decidieron no aguantar más el abuso y, al presentarles en la mesa el aborrecido plato, prorrumpieron en gritos de protesta y otras manifestaciones bullangueras que llegaron a los oídos del mismísimo rector. Cuando los muchachos vieron aparecer en la puerta del refectorio la austera figura del doctor Herrera, enmudecieron como por encanto; enterado don Bartolomé de la causa del tumulto, sentenció gravemente: almorzarán quinua, comerán quinua, cenarán quinua. No hubo más. — Habrás de confesar, papá Manuel — dijo con cierto enfásis Antuco — que el simbolismo de tu relato es tristemente sancho-pancesco. — Déjate de simbolismos y de palabras huecas que apenas sabes lo que significan, muchacho, — replicó con fisga el abuelo — ¿Acaso no es la prosaica necesidad de comer el resorte principal en la existencia del individuo y en la historia de la humanidad? La carne es flaca; por un plato de lentejas vendió Esaú su primogenitura, y por el antojo que le entró a nuestro padre Adán de hincarle el diente a una manzanita, estamos amolados hasta ahora. Cuando estas conversaciones de los viejos se entablan delante del grupo juvenil que al atardecer solía reunirse en casa de Inés, se veía y se deseaba la novel señora para lograr que sus amigos guardasen la debida compostura, y no lastimasen, con irrespetuosos comentarios o risas demasiado francas, la susceptibilidad de las personas provectas. Si éstas no se habllaban presentes, lo cual, para tranquilidad de Inés, era lo corriente, estaba a sus anchas la gente moza platicando con entera libertad de modas, fiestas y amores, tema éste que nunca faltaba y que daba lugar a la exposición de las más variadas teorías, entre las que descollaban, por originales y peregrinas las de Queta Salas. El elemento femenino predominaba en estas reuniones, que alcanzaban el máximun de concurrencia los miércoles, día de recico de la señora Lércari; los hombres, a los que las costumbres de club, las inquietudes y agitaciones de la lucha cuotidiana y una mezcla de pereza sentimental y temor receloso a las obligaciones y responsabilidades de la vida de familia alejan de estas reuniones, tan gratas a sus padres y abuelos, escaseaban en las de Inés; apenas si se veía por allí a tal o cual galancete llevado por la esperanza de encontrarse con la dama de sus pensamientos, a unos cuantos pollastres, ávidos de lucir en los salones sus primeros jaquets y a los caballeros de la familia, Antuco y alfonso, cuya soltería un tanto borrascosa no permitió preveer su transformación en tan casero marido. En el hogar materno el joven había desempeñado el papel, algo engorroso, de ídolo de tres sacerdotisas caducas; en el conyugal era el compañero y el sostén. Inés supo ser para él, no solo la personificación del amor, sino la de la juventud, que es claridad y ligereza, y alegra la santidad del cariño familiar con el eco de sus risas y poetiza la monotonía de los hábitos domésticos con un vago perfume de ilusión. Tan a su placer respiraba Lércari esta fresca y limpia atmósfera que si alguien quisiera inducirle a tentación, ponderándole los encantos del cercado ajeno y el sabor capitoso del fruto prohibido, solo lograría producirle, no indignación precisamente, que nunca pecó de asustadizo ni de escrupuloso, sino sincero asombro de que lo creyeran capaz del mal gusto de trocar su regalada existencia de propietario dichoso por la azarosa de cazador en vedado. Si tan florido parecía el sendero a Alfonso, antojábasele verjel encantado a Inés, que al fin vivía el sueño por tan largo tiempo acariciado y que no lograron desvanecer del todo ni la amargura del desengaño ni el escozor del orgullo herido. Hay naturalezas eminentemente egoístas que consideran la felicidad alcanzada como pleito homenaje que el destino está obligado a rendirles, y las mil pequeñeces ingratas, patrimonio de toda existencia humana, como fraudes a un legítimo derecho, que les producen cierto indignado estupor. Los caracteres nobles, por el contrario, crecen en generosidad y tolerancia al contacto de su ventura, que miran como don divino del que deben hacer partícipes a cuantos les rodean. Así, Inés tenía siempre una sonrisa optimista para cualquiera desagrado que pretendiera turbarla, desagrado que tenía generalmente la cara arrugada de su suegra o de sus tías políticas. Quizás algo más la inquietaban las ociosas costumbres de gran señor que observaba en su marido y que no podían menos de choca a quien veía el trabajo como ley ineludible del hombre, a la cual sin duda en día no lejano se sometería su adorado esposo; halagábase Inés con esta esperanza y desechaba la incipiente preocupación; qué mujer enamorada se queja de que su marido tenga muchas horas que consagrarle? Podía reposar tranquilo el receloso abuelo; ni en la lejanía del horizonte percibían las mas leves nubecillas los ojos deslumbrados de su nieta. Sin embargo, cuando Inés dió vida al primer fruto de su amor, y su marido, emocionado y trémulo, la anunció cariñosamente que ya tenían una hija, la joven madre, aquilatando el don de su sufrimiento que por razón del sexo traía al mundo su criatura, murmuró compadecida: — Mujer.... Pobrecita! X DIVERGENCIAS. Boquiabierto quedábase Alfonso contemplando el trastorno que en las costumbres de una casa y en la vida de personas mayores de edad, en cabal posesión de sus facultades y bastante razonables al parecer significa la presencia de un ser diminuto, de un pedacito de carne blanda y rosada que, sin servir para nada absolutamente, tiene el privilegio de traer al retortero y constantemente preocupada de los nimios detalles y de las funciones más prosáicas de su personita embrionaria a toda una familia. Admitía Alfonso que su madre, sus tías y sus suegra se estuvieran las horas muertas examinando los pañales de la chiquita y emitiendo diversos pareceres sobre las condiciones de la harina lacteada de Nestlé y la de Allemburys; en algo se habian de entretener las pobres viejas! Pero que Inés presidiera tales congresos y se ocupara personalmente de menesteres ingratos que perfectamente podían desempeñar las criadas bajo la vigilancia de las señoras maduras; lo juzgaba Lércari exageraciones de mal gusto. Y no porque él fuera un padre descastado a quien le hacían poca gracia las de su nena; nada de eso; la quería tiernamente y la hallaba encantadora gorjeando en su cunita, a medio vestir, moviendo desaforadamente brazos y piernas o atrapando el piececito gordezuelo para llevárselo a la boquita babosa, o contrayendo la cara en una mueca monísima para simular la viejecita; menos chiste le encontraba cuando daba el ángel de Dios en la flor de berrear a media noche, despertando al pobre papá, que, para evitar tan grande molestia, hubo de hacer el sacrificio de abandonar la alcoba conyugal, y, por añadidura, el de ser muy parco en sus lamentaciones sobre el forzado destierro y otras pejigueras de la paternidad, pues si se excedía un poquitín en las quejas, la mujercita se le enfurruñaba o las tías, en el empeño de tranquilizarlo, le salian con una pata de banco. — Confórmate, hijito; ahora la ñaña es el priemr plato de la mesa — le dijo un día la tía Jesús, con la peculiar ingenuidad que la valió hasta los veinte años el calificativo de candorosa, y, después de esa edad, el de simplona; y el pobre mozo, en vez de contestar con una cuchufleta desdeñosa, como lo hacía en sus buenos tiempos de soltero, a la muy babieca de la tía, cambió de conversación para que no le pusiera el ridículo repitiendo la cantaleta de que estaba celoso de su hija; porque esa es otra de las características del tema: como el motivo es tan poco variado, han de sonar siempre las mismas teclas. En resumen, que Lércari estaba convencidísimo de que con la progenitura llena el hombre su más noble misión sobre la tierra y que los hijos del alma son una bendición de Dios y la alegría de la casa, sobre todo cuando no chillan, ni se desvelan, ni se enferman y se la pasan tan ricamente en brazos de la nodriza, jugando con el sonajero y mostrando en plácida sonrisa las desnudas encías. Desgraciadamente, aun no se ha hallado el modo de convencer a los arrapiezos de las ventajas de tan discreto sistema de vida. Inés, por su parte, no lo pretendía y solo se empeñaba en metodizar la alimentación y el cuidado de su hija según las prescripciones del médico y el resultado de sus propias, solícitas observaciones. El realizarlo le costaba algunas luchas, no con la misma interesada sino con las abuelas y las tías abuelas. Eso de que, aunque la chiquitina se desgañitara, no la alimentase su madre si el reloj no indicaba la hora de tan importante operación, era algo que hacía a las buenas señoras tocar el cielo con las manos; y a la pobre Inés, entre la muchachita con su lloriqueo y las viejas con sus protestas acaloradas, le ponían la cabeza como un bombo. Hasta don Manuel echaba su cuarto a espadas, aunque confesando lealmente su absoluta ignorancia en la materia. — Yo no entiendo de crianza de bebés, Inesita; — solía decir a su nieta — pero recuerdo perfectamente que tu abuela, cuando les apuntaba el primer diente a los muchachos, ya les daba su sopita clara de esos fideos que llaman cabellos de ángel, y su huevecito fresco de vez en cuando, y su rebanadita de pan para entretener y ablandar las encías. — Si — contestaba Inés exasperada — y su tamaño pedazo de carne para que le chupara el jugo, y luego su enteritis y angelitos al cielo. Esta afirmación concluyente indignaba a las señoras que la rebatían poniendo como ejemplo a sus propias personas, a las de sus amigas y las respectivas descendencias, todas vivas y sanas, gracias a Dios; y la novel mamá, para no apartarse del camino higiénico, recurría a los consejos de su médico, joven especialista, que había practicado dos años en las clínicas de pediatría de Berlín; más cómodo le resultaba mandar por el doctor que solicitar la opinión de Alfonso, pues la única vez que lo hizo, urgida por las amonestaciones insistentes de las señoras y por el llanto de la criatura contestóla él, muy resuelto: — Mira, que mame para que se calle de una vez. La dulce esposa pensó que hay situaciones en que hasta la perfecta casada le pegaría de buena gana a su marido. No solamente no ejecutó Inés este cristiano deseo sino que ni siquiera en broma habló a Alfonso de él ni de la causa que se lo había sugerido; tenía observado que su marido, complaciente y galante cuando a todo se le decía amén, poníase tan hosco y malhumorado si se le contradecía, que cualquiera discusión con él corría el riesgo de degenerar en disputa. No olvidaba la señora Lércari la primera gotita que amargó las mieles de sus existencia conyugal y que, para mayor abundamiento, fué originada por la política. El motivo hacía sonreir a Inés; reñir por cuestiones políticas que a ella la tenían completamente sin cuidado, y a su marido, diputado y todo, también! La culpa de la querella la tuvo la intemperancia verbosa de don Manuel Arévalo que, apesar de los esfuerzos conciliadores de su nuera, se dió el gusto de censurar acremente a Lércari por la firmita aquella, puesta al pié de un compromiso de sumisión política. De regreso a su hogar, Alfonso, bastante picado, contó a su mujer la catilinaria del viejo, terminando el relato con un — ¡Qué te parece! — más admirativo que interrogativo y que llevaba implícita la convicción de que Inés no discreparía un punto de su dueño y señor. — Cosas de papá Manuel — dijo Inés por todo comentario. — Precisamente eso te pregunto — replicó él, un poco sorprendido de la sobria respuesta — ¿qué te parecen a tí las cosas de tu abuelo? — Hijo, qué quieres que te diga? — contestó Inés, obligada a ser franca — Descartando las expresiones duras y las exageraciones propias de la edad y del carácter de papá Manuel, creo que, en el fondo, la razón está de su parte. Las mujeres no entendemos de política, convenido, ni debemos meternos en cosas de hombres, según dicen ustedes, y tú el primero, en todos los tonos; pero ya que, al pedir mi opinión, me concedes siquiera sentido común, te confesaré que si esa misma opinión alumbrada por luz tan escasa, la hubieras solicitado antes de rubricar el papelito consabido, te habría aconsejado que mejor te dejaras cortar la mano. — Consejo muy cariñoso por cierto — exclamó Alfonso sin poder disimular las vibraciones coléricas de su voz. — Esos son los lindos resultados de una educación catoniana que pretende someterlo todo a leyes inflexibles y echa en olvido las realidades de la vida, la necesidad de transigir y hasta los sentimientos íntimos. — No soy tan Catona para olvidarme de todas esas cosas; pero sé que me daría mucha vergüenza proclamar públicamente mi sumisión incondicional. — ¿Ni a tu marido? — preguntó Alfonso, dispuesto a echarla por la tremenda. — Ni al Sursum Corda — contestó riendo Inés. Su respuesta guasona cambió el giro del asunto. Alfonso, aunque exaltado por la contradicción inesperada, pensó que para latas políticas bastante tenía con las del Congreso y que era rídiculo perder el tiempo en ocuparse de esos temas con una mujer tan bonita como la suya, cuando podía aprovecharlo en forma más grata. Y no hubo más por esa vez; solo quedó en el espíritu de Alfonso el vago recelo de que su esposa se permitía pensar por cuenta propia, aun en cosas de hombres, y en el de Inés la sospecha temerosa de que su marido no se daba ese trabajo. Disipáronse prontamente estas inquietudes al calor de un amor siempre creciente y bajo el influjo de otras más apremiantes que sucesivamente iban trayendo el estado de salud de Inés, la aproximación del momento supremo y la llegada de éste con su cortejo de angustias torturadoras, inefables dulzuras y cuidados solícitos prodigados con ternura fervorosa, con respeto sagrado a la ley eterna de la perpetuación de la especie, purificada y ennoblecida por el augusto sufrimiento de la maternidad. Inés dejábase mimar, saboreando la delicia de sentirse doliente y querida, de ser una pobre cosa frájil y débil a la que el amor infunde vigor y lozanía, de mirar de nuevo el esplendor de la vida que amenazó la sombra de la muerte. Poco a poco el mal se alejaba, reaparecía el color de rosa en el rostro amenizado, la actividad en el espíritu languidecido, volvía triunfadora la salud y con ella las preocupaciones y los afanes inherentes al vivir, aumentados por las responsabilidades de la maternidad, que ella aceptaba como aceptó siempre todos los deberes que la impuso la vida, alegre y naturalmente, pero penetrada por entero de su trascendencia. Feliz y orgullosa de ser madre, gozaba, como todas las mujeres, aun las más pobres y desventuradas, en las divinas puerilidades de jugar con su muñequita de verdad; de contemplarla en todos los aspectos de su belleza infantil, ya en gracioso impudor, libre y desnuda, o ya adornada con albas y finísimas telas y encajes casi impalpables; de recrearse en el relato de muestras de precocidad tan asombrosas que parecían mentira, y, a veces, por amante exageración, lo eran; de mostrar a las amigas el primor animado que ella había traído al mundo y profesarles la mas ardiente gratitud por los diminutivos encomiásticos que le prodigaban y sentir cierta ojeriza contra quienes no admiraban como era debido los rollos de las piernecitas o los hoyuelos de las manos o el blanco dientecito que asomaba en la encía o la pelusilla dorada que se ensortijaba ya graciosamente.... Y también, como todas las madres, esperaba que su hija fuera buena, inteligente, sana, feliz y se prometía no omitir desvelo ni sacrificio para lograrlo, promesa de seguro cumplimiento en quien siempre pensó antes en los suyos que en sí, más por expontáneo impulso que por obra de la educación. En el espíritu de Inés habían dejado hondas huellas la herencia y el influjo paternos, aunque de éste se vió privada en muy temprana edad. Ahondando en sus recuerdos infantiles, comprendía que su cariño filial, tan extremoso para con la tierna mamá, se teñía respecto a su padre, de ese vivo matiz de admiración que hace a los niños personificar en un ser toda la ciencia, el poderío y la superioridad que sus ricas imaginaciones conciben y que expresan en estas frases repetidas con ciega confianza: — Papá sabe, papá quiere, papá tiene, le pido a papá.... Antonio Arévalo, con su carácter afectuoso y noble, con sus lecciones, que rápidamente se asimilaba la clara inteligencia de la niña, con el ejemplo de su honrada existencia y de su hermosa muerte, supo conservar en el alma de su hija, a través de los años, el prestigio heróico que el candor de la niñez le prestó. Inés, muy pequeña aún, cuando el destino la asestó tan rudo golpe, no supo aquilatarlo en toda su cruel intensidad; vestidita de luto, jugaba y reía con el mismo bullicioso regocijo que cuando, toda blanca como una paloma, volaba a los brazos de su padre. El sentimiento no se manifestaba en ella con llantos frecuentes y melancolías tenaces, incompatibles con su edad y su floreciente salud; pero en sus palabras y en sus actos notábase la persistencia del recuerdo. La continuación de los estudios que la madre, por no separarse de ella, quiso que hiciera en la casa, lo dejó ver aún más claramante; la chica no disimulava su aversión por los libros, y, sobre todo, por los profesores. — No saben como papá, no enseñan como él — decía, irritada una veces, llorosa otras. La abuela, compadecida de verla debatirse en esta lucha estéril, convenció a Constanza de que mandara a la niña a un colegio. — La pobrecita se aburre aquí, entre personas mayores — argumentaba la buena señora. — Su hermanito es tan chico, que todavía no sabe jugar, sino atormentarla, y ella necesita el trato y la compañía de otras criaturas de su edad; estará ausente de casa cinco o seis horas diarias; con ese talentazo que tiene, las aprovechará brillantemente, y con el trabajo y la distracción, la evitaremos el aburrimiento, que es mal de muy serias consecuencias en los niños. — Constanza, aunque a disgusto, cedió. La influencia del colegio fué superficial en Inés. Las voces melífluas de las madres, los juegos con las compañeras, las bandas y las notas, los estudios fáciles, las prácticas religiosas, en las que la novelería pueril prima sobre la devoción, fueron para su alma en capullo lo que son para las plantas las mariposas: las alegra un instante su contacto alado y apenas dejan en ellas el áureo polvillo que la brisa disipa. El colegio, al alejarla un tanto del hogar, afligido por nuevas penas e inquietudes con el fallecimiento de la abuela y las enfermedades del niño, la aligeró de un peso demasiado rudo para sus fuerzas nacientes y la prestó al servicio inapreciable de dejarla sentir su niñez. La pronta adaptación al medio, característica feliz de esa edad, hacía que Inés se encontrara tan a gusto en la capilla auspiciada por el Sagrado Corazón como en los amplios salones de clase, y, a la hora del recreo, en el patio encuadrado por claustros solemnes, donde corrían las pequeñas y las mayorcitas discutían acaloradamente los méritos de la madre Seguier o de la madre Mendoza. Al cumplir los quince años, la muchacha debía pasar ya a la clase superior para la cual era condición precisa el internado, es decir la separación del hogar materno; no se halló Inés en ánimo de someterse a esa dura exigencia reglamentaria y puso punto final a la risueña existencia escolar, mas no a los estudios, que continuó en casa con gran entusiasmo por el ascendiente que sobre ella ejercía la maestra que la enseñaba. Se llamaba ésta María Paz y pertenecía a una conocida familia limeña; su padre ocupó alta posición en nuestro mundo comercial; ya en la vejez, negocios desgraciados disminuyeron notablemente su fortuna; quiso recuperarla con uno de esos golpes de audacia que tan buen resultado le habían dado en otras ocasiones y comprometió cuanto le quedaba en la explotación de una mina de cobre, metal que a la sazón se cotizaba muy alto en la industria y en la bolsa. La fatalidad no le permitió lograr éxito en su empresa; bajando a una galería en compañía del novio de su hija María, que era el segundo ingeniero de la negociación, se rompió bruscamente la cadena que sujetaba el carro en el cual descendía, que cayó precipitado al fondo de la mina. La terrible desgracia sumoó el hogar dichoso y opulento de la familia Paz en la desolación y la pobreza. María, privada en plena juventud de los amorosos protectores de su pasado y de su porvenir y obligada a ser el consuelo y apoyo de su madre, abatida hasta la incapacidad por el dolor, y de dos hermanitas, aun muy niñas, no pudo llorar libremente a sus muertos, porque tenía que ocuparse de la condición material de su familia; consultó abogados y notarios, pagó las deudas de su padre, y, puesta en claro la situación, se convenció de que, reuniendo a la modestísima herencia lo que obtuvieran malbaratando alhajas y muebles, podrían vivir hasta dos años sin pedir limosna; el único camino de trabajo que para evitar tan triste situación se le abría era el de la enseñanza, y por él optó, dedicándose a transmitir a los demás lo que había aprendido en sus estudios y en sus viajes, convirtiendo así en pan para su casa lo que había sido solaz de sus días ociosos. Haría una docena de años que estaba consagrada a esa tarea cuando la solicitaron para hacer clases a Inés, quien, enterada de la historia de su profesora y excitada por la sensibilidad romancesca de sus quince años por el relato del dulce idilio que la muerte tronchó en flor, ardía en deseos de conocer a la novia-viuda. Ocurríasele que había de ser alta y delgada, de voz suave y movimientos pausados, con negras vestiduras que realzaban la marfileña palidez del rostro, bello aun apesar de los años de la heroina, que eran tantos, tantos, que en dos o tres sobrepasaban al doble de los de Inés. Pícara realidad siempre en pugna con la imaginación soñadora! La muchacha no pudo contener un gesto de sorpresa cuando en el gabinete de estudio, alegrado por un ramo de rosas, apareció la maestra, mas pequeña que su espigada discípula, con la tez morena y sonrosada casi tan fresca como la de ésta, con los dientes muy blancos que una franca sonrisa descubría a cada rato, joven y bonita como.... bueno, como cualquiera muchacha bonita, y vestida de azul! De azul muy oscuro, es verdad, casi negro; pero solo casi negro; azul, azul y todavía con unos vivos rojos estrechitos que le hacían mucha gracia al traje y a la persona. Esta primera decepción fué la única. La maestra inspiró bien pronto a su alumna profundo cariño, mezcla del ilusionado entusiasmo de la adolescencia y de la admiración consciente por quien, con sus enseñanzas de bien y de belleza u con el propio sugestivo ejemplo, sabía elevar una alma indecisa y curiosa a la serenidad de las cumbres. La cabecita inquieta de la adolescente y la reflexiva de la mujer se inclinaron juntas muchas veces sobre los mismos libros, al principio sencillamente amenos, de más intensa cultura conforme al espíritu de la discípula se iba abriendo como una flor al sol de la verdad. El tiempo de clase parecía siempre corto a la niña que se daba maña para alargarlo con el pretexto de recitarle a María unos versos recien publicados de alguno de sus poetas favoritos o de cambiar impresiones acerca de una lectura nueva. En esta íntima comunión, Inés mostraba ingenuamente toda su alma pura y, sin premeditarlo, con preguntas cándidamente indiscretas, penetraba poco a poco en la de la maestra. Un día la dijo: — ¡Cuán dura habrá sido para used esta labor! Ir como institutriz a las mismas casas donde antes era la primera invitada en las fiestas, es algo muy penoso y que requiere mucha virtud. — O mucho orgullo — contestó sonriendo María. — Yo no he necesitado ser pobre para pensar que mi humilde valer pudiera cotizarse por mi cuenta corriente en el banco. Los aires protectores, las sonrisas desdeñosas nunca me han humillado, créemelo; al contrario, me han hecho crecerme, quizás porque no los gasté con nadie cuando hubiera podido hacerlo, según el criterio vulgar. En cuanto a la faena en sí, ya sabes lo que dice tu admirado Taine: Aprés tout, le travail c´est qu´il y a de plus supportable. En otra ocasión, María participó a su alumna el próximo matrimonio de una de sus hermanas. — Estamos todas muy contentas — agregó; — el novio no es rico; pero sí laborioso, inteligente, honrado, y, sobre todo, ¡se quieren tanto! El tono apasionado con que fué pronunciada esta frase trajo a los labios de Inés un mundo de preguntas que no se atrevió a formular, y que sin duda expresó muy elocuentemente la mirada intensa que fijó en su amiga, pues ésta, como respondiendo a un callado pensamiento, la dijo con melancolía: — Hay plantas que solo florecen una vez, Inesita. No sé si desearte que seas tú de esas — y por primera vez la niña vió pasar por los hermosos ojos de María la sombra trágica de su amor muerto. Aquel día no se abrieron los libros; la lección fué de su vida; la maestra, conmovida por la atención extática de Inés, que absorbía sus palabras como absorbe el agua la tierra sedienta, habló al fin, de sí misma. La muchacha, escuchándola, admiraba la persistencia del sentimiento romántico a través del tiempo y de las prosáicas penalidades cuotidianas, la serena energía para la lucha, el deber cumplido sonriendo y pensaba que ha de ser muy díficil llevar la cruz sin quejarse y cojer la rosa cercada de espinas. — Es usted muy fuerte — dijo, sintetizando sus reflexiones. — No — respondió María con sinceridad; — creo que se puede hacer todo lo que se debe; pero el no apostatar de ese credo me cuesta muchas dudas, muchas vacilaciones, muchas luchas para no amendrentarme cuando hay que combatir o para domar rebeldías cuando se impone la resignación. ¡Cuántas veces he repetido en mi abatimiento la humilde plegaria de Amiel: Señor, presta tu fuerza a los débiles de buena voluntad! Estas confidencias y otras sucesivas apretaban cada día más el lazo amistoso que, antes de los tres años de formado, las contingencias de la vida vinieron, no a romper, sino a aflojar. Murió la madre de María, la hermana casada, establecida en Buenos Aires, llamó a las otras dos a su lado, animándolas con las hermosas perspectivas que la rica urbe sud americana ofrecía a la institutriz. Marchóse ésta e Inés no lo sintió tanto como hubiera creído; hacía poco que conociera a Alfonso y el amor se había apoderado de su ser con tan dominadores brios que no la dejaban vagar para nada que a su señorío fuera extraño. Epístolas frecuentes, que iban espaciándose a medida que el tiempo transcurría, informaban a las dos amigas de las diferentes incidencias de sus vidas. Ultimamente, María había escrito a su antigua discípula una carta de felicitación por el nacimiento de la nena; e Inés, leyéndola junto a la cuna mullida que guardaba una esperanza y un problema, pensaba que de esas cosas dulces y serias solo hubiera podido hablar en el mismo idioma con la amiga ausente. Con las del Soto-Umbrío, ni pensarlo; fatalmente habrían de parecerles extravagantes, cuando no absurdas, las ideas de la joven madres, y no por oposición sistemática sino por simple rutina, Inés las hacía la justicia de reconocerlo, como también la de apreciar su abnegación instintiva que las llevaría hasta el sacrificio por una persona querida; pero siempre por la senda del disparate. Con su madre, tampoco; Inés no buscaba la aprobación ciega del cariño, sino el razonamiento aclarador. Con su marido.... Aquí estaba la verdadera preocupación que inquietaba los días de Inés, la que ella se esforzaba en ocultar a los demás, que no podían sospechar mortificaciones bajo una apariencia siempre risueña, y en negarse a sí misma, acusándose de exajerada, descontentadiza y exigente. Inés tenía a su esposo un amor tanto más grande cuanto que se había templado en el sufrimiento. Si los seres humanos fueran palomos sin otra ocupación que la de arrullarse, no habría bajo la capa del cielo paloma más feliz que Inés; pero la gente, que no entiende la vida a la manera simple y bella de los alados, ha inventado necesidades artificiales para complicarla y malas mañas para atormentarse, como la de pensar y la de decir, más o menos indiscretamente, lo que piensa. En el terreno exclusivamente sentimental, Inés gozaba las más puras satisfacciones, viendo a Alfonso todo suyo, galán y apasionado; mas no le pasaba lo mismo al considerar ciertos aspectos del carácter de su marido, ciertos hábitos creados por una educación torcida, ciertas ideas en abierta pugna con lo que era para ella un dogma moral. En la familia Arévalo se había considerado siempre el trabajo como una ley inobjetable de la que es vergonzoso eximirse: Don Manuel fué un laborioso infatigable mientras tuvo alientos para la faena; cuando el peso de los años lo forzó al descanso, nunca le faltaron labores ligeras en que distraer sus forzados ocios. En su casa, por el doble influjo del atavismo y del medio, todos le imitaron, intimamente convencidos de que ni la edad ni el sexo son motivos justificadores de la holganza; aun el mismo Antuco, valetudinario y doliente, luchaba desde la niñez con la ruin materia, estudiando con más ahinco de que ésta le consentía para llegar algún día a ostentar el título de abogado como su padre. Criada en esta escuela, Inés dolíase de que su marido dejase perder en frívolos pasatiempos e inacción estéril los años más profícuos para la actividad. En los primeros tiempos de su matrimonio disculpábalo, diciéndose que quien ha nacido y vive en opulencia se acostumbra fatalmente a gastar el dinero sin pensar en ganarlo, y, al darse esta explicación, olvidaba voluntariamente, que no solo se trabaja por el pan cuotidiano y que precisamente los privilegiados de la fortuna son los únicos que pueden darse el lujo de consagrarse a cosas hermosas y útiles para sí propios o para los demás, libremente, sin que los coarte o los hostigue la voz de la necesidad. Pronto se convenció Inés de que aún por este prosaico motivo debía Alfonso abandonar ya sus cómodas costumbres de niño mimado y vivir la vida de un hombre, y para llegar a esta persuasión no necesitó ejercer su perspicacia observadora; le bastó con escuchar lo que a cada rato, en su presencia, conversaban las del Soto Umbrio entre sí o con Alfonso sobre propiedades hipotecadas, pago de intereses, vecimiento de letras, etc. Al fin la joven esposa, armándose de valor, habló francamente a su marido de tan ingratos asuntos, proponiéndole que se establecieran en la hacienda donde gastarían muchísimo menos que en Lima y podría él vigilar personalmente las faenas agrícolas y enterarse de sus verdaderos rendimientos. Alfonso miró asustado a su mujer. — ¿Estás en tus cabales, criatura? No necesitábamos otra cosa para morirnos de fastidio. — Yo no. — Porque no sabes lo que es eso. Tu te imaginas que la vida del campo es como la que has llevado los veranos en Chorrillos, viniendo a Lima cuantas veces se te antojaba u organizando con las amiguitas a cada triquitraque paseos a caballo y a burro y en automóvil, y en bote y hasta en aereoplano para no desperdiciar ningún medio de locomoción. — Oye, desde cuando te parezco tonta de capirote? — Bueno; he exajerado un poco; no creerás que son así las cosas; pero estás muy lejos de sospechar la soledad y la tristeza de esos sitios, sin sociedad alguna y soportando, para mayor agravante, las latas de mi administrador. — Esas durarán poco; en cuanto se instale el congreso vendrá a ocupar su curul. — Será si le dejo; estoy planeando una combinación para continuar en la cámara y ganar por otro año los trescientos solecitos mensuales. Aquí fué Inés la que miró asustada a su interlocutor; después, queriendo creer que hablaba en broma, se rió; pero su risa sonaba a falso. Muchas otras veces intentó Inés hablar detenidamente con Lércari de cosas importantes para ambos, sintiendo que le era necesario para completar su dicha de esposa amante y amada, ser la amiga de su marido, escuchar sus confidencias, recibir sus consejos, decirle sin ambajes cuanto se le venía a las mientes, proyectos, recuerdos, añoranzas, inquietudes, disparates.... La actitud de Alfonso detenía sus impulsos: mostrábase unas veces afectuosamente burlón, asombrándose de que una cabecita peinada tan a la moda se complaciese en albergar tan cargantes pensamientos, y otras, francamente mal humorado, reprochaba a su mujer la manía de tomar la vida demasiado en serio. En cambio, ella hubiera querido que él la tomara un poquito menos a la ligera; se lo callaba por no herir la dignidad del jefe de la familia, que se creería humillado y juzgaría a su mujer entremetida, bachillera y dominadora si, para hacer prevalecer sus opiniones, recurriera a la discusión tranquila y razonada; más éxito conseguiría con el tan acreditado sistema del lloriqueo, el soponcio, el ataque de nervios y demás deliciosas manifestaciones de la debilidad femenil, de efecto seguro sobre el sexo fuerte. — Se puede todo lo que se debe — pensaba Inés, recordando a su maestra. — Ay! No siempre el deber es claro y unliateral. Tal vez cedo a un movimiento de egoísmo, a la satisfacción de mi propio gusto, procurando aficionar a mi marido a costumbres modestas y hogareñas, sin más horizonte que nuestras cuatro paredes, ni más distracción que la chiquitina; a Alfonso no le basta eso; necesita sociedad, movimiento, diversiones. ¿Y puedo quejarme de que todos esos goces los quiera compartir conmigo? Nó; mi deber es transigir con sus inclinaciones, evitar que se aburra en casa, armonizar mis obligaciones de manera que la madre no absorba a la esposa. Felizmente, Inesita ya está grande, tiene diez meses y me deja más libertad que antes. La voz y los pasos de Alfonso en la habitación inmediata cortaron el soliloquio de su mujer, que salió en puntillas a su encuentro, recomendándole que hablara bajo para no despertar a la nena. —Oye v la dijo él secamente, sin hacer mucho caso del encargo — ¿Qué decides? ¿Nos abonamos a la ópera o no? Inés, tras un instante de vacilación, contestó resueltamente: — Acompáñame a mi boudoir para que me ayudes a elegir el traje que llevaré la noche de estreno. — ¡Vivan las mujercitas complacientes! — gritó Alfonso radiante. Y, enlazándola por la cintura, se la llevó al gabinete donde debían dilucidar tan grave asunto. XI SIGUE EL NUBLADO. Muy mona con su oscuro vestido sastre, alegrado por los adornos de lencería, y su gorrito de piel, encasquetado sobre los rizos locos, entró Queta, bulliciosa y alborotada como siempre, a la salita de Inés. Antuco, que leía semi-acostado en el diván, abandonó su cómoda postura para acudir al encuentro de la recién llegada. — Hola, adefesio, — díjole ésta a guisa de saludo. — ¿Tú por aquí a las tres de la tarde? Te has hecho la vaca a la Universidad? — No tengo clase a esta hora y aunque la tuviera; el corazón me anunció que hoy temprano recalarías por aquí, y desde las doce aquí me tienes, esperando que entrara por estas puertas la gracia de Dios. — ¡Cómo te estás soltando en el mentir! — Contagio quizás... — Calla esa boca, insolente! Quien te avisó mi venida a estas horas no fué tu negro corazón, sino mi propia voz de sirena al decirle a Inés, en tu presencia, que hoy vendría a buscarla para ir juntas a las tiendas. — Si? Es posible; mas sea como fuere, el caso es que supe que debías venir, y también vine a recibir tus órdenes, princesa, reina, emperatriz, sultana. — Pues como primera providencia, ordeno y mando que participes a tu hermana mi llegada, o que me conduzcas a su presencia. — ¡Ah suerte enemiga que me veda el placer de la obediencia inmediata! Yo en el acto cumpliría tu mandato, mas debo explicarte antes.... — Oye, precioso, disimula por un instante tus sobresalientes condiciones de cómico de la legua, y habla como Dios manda. ¿Ya salió Inés? — Ni salió ni saldrá, hija mía. — ¿Qué tiene? — Desagradables consecuencias de la maternidad presente y futura. La chiquitina, fastidiada y fastidiosa con una ligera bronquitis, no la dejó dormir anoche; y el otro o la otra, no sé porque recónditos motivos se empeña en que no almuerce, o, para ser exacto, en que no conserve el almuerzo, y allí está ocupada en devolverlo. — ¡Cuánto sufre la pobre Inés! Me da mucha pena. — A mí también; sobre todo al considerar que he de verte en esos trotes; en fin, consuélete desde ahora la idea de que mis cuidados y mi solicitud se esforzarán en aliviar tus males. — Antuco, vamos a acabar mal; ya me estoy cansando de tolerar tus bromas cada vez más subidas de punto; a mi no me gustan lisuras ni atrevimientos. — Perdóname, Enriqueta — murmuró el mozo contrito — He pecado por error; yo creí que no te gustaba otra cosa. La muchacha soltó la risa. — Eres tan sinvergüenza, Antuco, — dijo alegremente — que no vale la pena de tomarte en serio. Y te advierto que a veces me pico de veras; ahora mismo no te tiré esa bombonera por consideración a que es de Sevres y no a tu cara de mico, que aunque te la desbaratara, nada se perdería. — Esas dulcísimas frases significan que me perdonas; permíteme que, agradecido, bese la orla de tu veste — dijo el joven, intentando unir la acción a la palabra. — No bese usted nada, so mamarracho, — exclamó la niña apartándolo vivamente — y vaya a preguntar como sigue su hermana y si pueda verla antes de marcharme. — No se vaya usted tan pronto, Enriqueta, — dijo Lércari entrando — porque creeré que soy inoportuno al interrumpir este coloquio. — ¡Qué ocurrencia! Usted es siempre bienvenido, Alfonso — contestó la muchacha muy amable, tendiéndole la mano. — Pero yo había venido con el exclusivo objeto de salir con Inés. — ¡Para salir está la pobre! Ahora se ha dormido, extenuada por la mala noche y las náuseas y.... Muchachos, no se casen. — Ese consejo — replicó Enriqueta — póngalo usted en género femenino; para los hombres es usted réclame viviente del matrimonio; siempre chic, rozagante, paseandero, va usted pregonando con su sola presencia las ventajas de la sacra coyunda, para el sexo feo, se entiende, pues para nosotras, infelices, es esclavitud dorada, en el mejor de los casos; en el resto, esclavitud a secas. — Me alegro de que veas las cosas de ese modo — intervino Antuco con maligna sonrisa.— Así podré darte, sin temor de que sea una mala noticia, la de un próximo claro en las filas de tu estado mayor. — ¿Cuál se me casa? — preguntó ella muy fresca. — El más antiguo y constante, el fidelísimo, el amartelado, el derretido..... — Ya! Jarabe — interrumpió Queta dejando caer el pañuelo y bajándose a recojerlo antes de que pudieran hacerlo los caballeros, para justificar con la rapidez del movimiento la oleada de sangre que inundó su carita descolorida. — Las señas son mortales. ¿Y quién carga con él? — Tal vez no la conozcas; vive por San Sebastián; se apellida Perales. — Ya sé; una huachafa. — Eso no; su padre ha sido ministro una o dos veces. — ¡Hombre! Vaya una salida! ¿Desde cuándo los ministros no pueden tener hijas huachafas y ser ellos huachafos también? Repito que es huachafa; la conozco. Una gordita, rubia teñida, con unos andares muy moviditos y que va siempre en pandilla con otras cuatro cinco de su calaña. — La misma. — ¿Ves? La reconoces por esas señas y dices que no es huachafa; si serás mentecato! ¿Y cuándo se malogran? — No tan pronto; creo que la ha pedido con dos años de plazo. — Dos años? ¡Uff! Tiempo más que suficiente para pelear diez veces, reconciliarse otras tantas y al fin tirar cada uno por su lado, Una de las plagas, nó de Egipto, sino de Lima, que tiene más de setecientas, son los noviazgos largos; no seré yo quien la aguante cuando me llegue el turno. — ¿Tanta prisa le corre a usted ser esclava? — interrogó risueño Lércari. — ¡Qué quiere usted! Yo siempre he tenido espíritu de humildad y de sacrificio. — Y además unas ganas locas de ganar a Jarabe en el regalito de las calabazas — indicó Arévalo. — Pues ni para eso apechugaría contigo, cachivache — replicó Enriqueta ya enfadada. — ¿Y conmigo? — preguntó Alfonso aproximando su silla a la de la muchacha. — Con usted — respondió ella coquetamente— aunque el caso no fuera apurado. — Yo, en la imposibilidad de dar a ustedes mi bendición apostólica, me largo — dijo muy serio Antonio, cojiendo el sombrero. — No seas picón y quédate otro ratito, simpatiquísimo — rogó Enriqueta. — Imposible! — contestó el mocito muy en sus trece; — van a ser las cuatro y tengo clase a esa hora. — No lo creo; te tengo muy engreído y te me resientes por cualquiera tontería; quédate y puede que me desdiga de eso que tanto te ha enojado. — Un motivo más para que me vaya corriendo; buenas tardes. — Ojalá que en la carrera te rompas algo, mala gracia! — le gritó la muchacha por vía de despedida. Quedaron solos Queta Salas y el marido de su amiga. Este la miraba en silencio, sonriendo burlón. — Que se aleje un poquito ese tipo de Antuco y me voy yo también; está usted excitándome los nervios con su risita callada — dijo la chica haciendo un mohín de enfado. — Calme usted esos nervios levantiscos, no cumpla la amenaza de marcharse y la prometo que me verás usted más solemne que una misa de requiem y más parlanchín que un loro, a poco que me dé usted tema de charla. — Apesar de esos ofrecimientos, me voy — insistió la muchacha sin levantarse — Como Inés no recibe.... — No importa; arrostro heroicamente los peligros del téte-a-téte. ¿Y usted? — Para mí no los hay; pero tampoco hay objeto en quedarme. — Es que tengo que hablar a usted de algo importante. — ¿De qué? — Diga usted: ¿de quién? — Bueno, pues de quién? — De mi cuñadito. — ¿De Antuco? Supongo que no dará usted importancia a las impertinencias que hemos cambiado; esa es entre nosotros costumbre vieja que no altera nuestras buenas relaciones amistosas. — Ya lo sé; es otro el tema. — Acaso la salud de él? Me parece que no está bien; cuando se puso de pié, noté que lo había hecho con esfuerzo. Le han dicho a usted los médicos algo alarmante? — No es sobre el estado físico; es sobre el sentimental. — ¿Qué le ocurre? Una pasión contrariada? Un capricho ilícito? El nada me ha contado. — Hágase usted de nuevas, diablillo. — No me hago; palabra que estoy a oscuras. — Entonces, para hacer luz, voy a echarle a usted un sermón de parte de mi mujer. — Echelo usted por cuenta propia. — Por cuenta propia, no la dirigiría sermones sino madrigales. — No es ese el lenguaje de casados; mejor le está repetir las lecciones de la señora. — Lecciones, no; observaciones que ella ha hecho, que desea que usted conozca y que me sirven a mí ahora para picar la curiosidad siempre despierta de la señorita Queta y detenerla un ratillo. — Al grano, al grano y basta de preámbulos. — Pues basta y empiece la catilinaria. Vamos a ver, chiquilla empecatada: ¿por qué coquetea usted con ese pobre Antuco? ¿Por qué juega con él como una gatita linda y perversa con el más indefenso ratoncillo? — Ah! Conque hago todas esas cosas? — A la vista salta; por eso yo no me ocupo de establecer los hechos, de sobra conocidos, sino de averiguar su porqué. Inés dice que a ella no se le alcanza; que es usted demasiado lista para no comprender que juega con fuego, juego cobarde en el que solo hay peligro para Antuco, pues usted es imposible que se queme por un mozo, inteligente y agudo como pocos, pero enfermo, contrahecho, imposibilitado para luchar por mucho que se empeñe.... — Y además díscolo y malcriado; yo también le daré un toquecito al retrato. Y si ya acabó usted de perorar por cuenta ajena, déjeme hacerlo a mí por cuenta propia. Solo Inés, que tiene la manía de medir y pesar hasta lo impalpable y lo intangible, de calcular todas las consecuencias posibles, y aun las imposibles, de las cosas, de preveer los resultados más remotos e improbables, que sufre la obsesión de lo trascendental y el achaque de tomarlo todo en serio, puede calificar de coquetería mi amistad franca y cariñosa con Antuco. Yo conocí a este muchacho cuando ambos tendríamos once o doce años; era en Chorrillos y vivíamos en ranchos vecinos; la proximidad y las costumbres del veraneo hicieron intimar a las dos familias, especialmente, como ocurre siempre, a los más jóvenes de ellas. El pobre Antuco estaba siempre aburrido y tristón, harto de medicinas y regimenes, sofocado por los cuidados de su mamá, sin amigos, porque los hombres son muy brutos para ser amigos de un enfermo y dejan ver a las claras su compasión o su fastidio y Antuco es muy susceptible para tolerar una cosa u otra, sin más distracción que las historietas carraspeadas de don Manuel ni más compañía juvenil que la de una hermana mucho mayor que él... Qué había de suceder? El contacto con una chicuela alborotada y reidora, que, por instinto, lo trataba como él necesitaba, sin muchos mimos ni excesiva brusquedad, disipó un tanto sus murrias; lo notó la familia y le pareció de perlas, tanto, que cuando terminaron esas vacaciones y volví al colegio, Inés o su madre iban a buscarme los día de salida para que les entretuviera al nene. Han pasado los años, nos hemos hecho personas mayores, hemos experimentado los cambios inherentes a la edad, pero nuestro cariño es siempre igual, y, apesar de suspicacias y juicios temerarios, yo le profeso a Antuco el mismo afecto franco y desinteresado que cuando construíamos juntos edificios de arena en la playa de la Herradura. — Volvemos al punto de partida. Usted mira a Antuco tan fraternalmente como cuando jugaban al pin-pin y al pellizquito de mano. — Ya estábamos creciditos para juegos de manos. — Es un decir; bueno, usted lo ve como entonces, estamos de acuerdo. Y él, cómo la ve a usted? ¿Acaso no se da cuenta de que usted ha crecido, que los rasgos de su cara se ha regularizado y embellecido, que sus formas indecisas se han tornado esculturales y tentadoras, en fin, para decirlo con una metáfora cursi, que la crisálida se ha transformado en mariposa y que lo sabe y que tiene gracia y picardía para encandilar, haciéndoselo ver, a todo hijo de Adan, empezando por el amiguito de la infancia? — ¿Tengo yo la culpa de que él tenga ojos? — De eso no; pero sí de ponérselos tiernos, quizás inconscientemente, quizás por la necesidad de agradar tan expontánea en usted, no lo niego; mas usted no me niegue a su vez que cuando el mozo está a su lado pierde la clarividencia de su orgullo, olvida que es un infeliz valetudinario, sueña que puede agradar como cualquiera.... y no piensa que va a tener un despertar muy triste; todo porque una gentil amiga suya, de excelente memoria y muy dada a citas... literarias, no se ha dicho, on ne badinne pas avec l'amour. — Moi, je ne badinne pas du tout, mon cher. — Niña, niña, no quiera usted meterme el dedo a la boca.... metáforicamente — ¡Ay señor! Qué desgracia tan grande es la de tener un cáracter franco, bromista, expansivo con todo el mundo! Por estas cualidades mal comprendidas la acusan a una hasta de seducción de menores. ¿Quiere usted que le dé una prueba irrecusable de que Antuco es tan desinteresado amigo mío como yo lo soy de él? — Vamos a ver. — Pues hace poco tiempo me ha servido, en ciertos asuntos trascendentales, de consejero, confidente y aun de intermediario, si se terciaba. — ¿Con Jarabe? — Con Jarabe nunca he tenido yo nada; con... con otro. — Dígame usted con quien, vea que entre tantos me será díficil de acertar y me voy a morir de curiosidad. — Lo enterraremos, no es esa la cuestión; aquí de lo que trato yo es de sacar a usted del error a que lo ha inducido Inés, y espero haberlo conseguido con este argumento definitivo: el hombre que interviene en los amores de una mujer con otro está a mil leguas de enamorarse de ella. — Hum! Habría que conocer los detalles de esa intervención; y aún así; por amor se desempeñan tan rídiculos papeles! En fin, no quiero extremar la incredulidad; sería un crimen de lesa galantería, aparte de que, en este momento, lo que más me interesa es saber el nombre del envidiable mortal por quien mi cuñado desempeñaba tan lucidos roles. — Usted no lo conoce. — Criatura, por Dios! Eso sería un colmo! Además de los infintos enamorados que le conozco a usted, todavía hay incógnitos? Vamos, dígame siquiera en que pié se halla la cuestión actualmente. — Pasó a la historia; hace como dos meses que tronamos. — ¿Porqué, cómo, cuándo, dónde? No sea mala, Queta, y déjeme atisbar siquiera por un agujerito pequeñín su almita complicada y caprichosa. ¿Porqué no he de gozar siquiera unas migajas de la confianza que disfruta Antuco, yo que soy aún más inofensivo? — Verdad; esa consideración me anima — replicó la muchacha con una sonrisa pícara que desmentía sus palabras. — Voy a contarle a usted algunas cositas al vuelo, en compendio, sin decir el nombre y sin contestar sino a lo que me dé la gana. — Como de costumbre; empiece usted. — Al principio le hice bastante caso; soy franca; me gustaba por ser guapo, elegante, inmejorable pareja de baile y de tennis. Ay! lo que es la edad! Cumplidos los dieciocho, eso no basta. Conforme íbamos entrando en materia, me iba yo enfriando; lo encontraba demasiado claro, demasiado igual; no torpe, absolutamente; pero.... ¿cómo diré?.... — En términos taurinos; de muy poco trapío. — ¡Eso! — ¡Y usted que es de tanto! Incompatibilidad completa; me lo explico. — Pasaban los meses; él siempre tranquilo; yo, medio desorientada; en esto un negocio salvador lo llamó a su tierra; me propuso pedirme para regresar a casarse dentro de un año o año y medio; yo, en un arranque de franqueza, le confesé que no sirvo para novia impartibus infidelium. — Claro, porque lo de infidelium era inevitable. — Como en usted los comentarios atrevidos. Et voila tout. — Se embarcó calabaceado. Pobre american boy! — ¿Cómo sabe usted? — Su relato me refrescó recuerdos y me hizo atar cabos sueltos. Decididamente, hizo usted bien; Dios no la crío para ningún gringo desabrido ni para ningún Jarabe empalagoso, aunque se le subieran a usted los colores al rostro al oir la noticia de su deserción. — No fué por la noticia sino por el tonillo de Antuco; esa inocente víctima mía, ese cándido palomo, aún cobijado bajo las alas maternas y fraternas, tiene a veces peores intenciones que un toro de ocho años. Por lo demás, a Jarabe nunca le concedí importancia; lo tenía de peor es nada y lo volveré a tener, si se me antoja. — ¿Qué antojo no logrará usted! — Ay, no! Yo tengo una suerte negra; me río de ella por no llorar; se ponen los ojos colorados; sin esa reflexión, me convertiría en un mar de llanto de pensar que es mucha mala sombra, no haber encontrado, entre tantos piquines, uno que me llegue a gustar. — ¿Ni los de las amigas? — ¿Los piquines de las amigas? — O los maridos. — ¿Me ve usted cara — preguntó Queta, ya de pie para marcharse — de amar un imposible? — De amar, sencillamente — contestó Alfonso, acercándose tanto a la muchacha que podía contar los puntitos dorados que esmaltaban sus pupilas verdes. Ella permaneció erguida y silenciosa, alta la cabeza y perdida la mirada, transfigurado por una insólita expresión grave y meditativa, el rostro aniñado. De pronto soltó una carcajada larga y cristalina que desconcertó un tanto a Lércari. — !Pues no nos estábamos poniendo románticos! — exclamó con asombro cómico. — Yo no tengo derecho para serlo. Mi divisa, en latín y todo, como la de usted, mas no heredada sino elegida, es Isetitia; y tambié, como usted a la suya, suelo desmentirla a veces. Addio. — !Qué palabra tan fea es esa en todos los idiomas! Dígame usted hasta luego, hasta mañana, hasta muy pronto. — No; soy enemiga de precisar y de comprometerme. Me gusta todo lo impensado, lo imprevisto, lo que no obedece a cálculos ni a planes; ya vendré por aquí cuando se me ocurra; en el momento menos pensado caeré como un aereolito. — Así cae usted siempre, del cielo. — Cédale la frasecita a algún hortera. Hasta la vista. Alfonso quedó solo sonriendo ambiguamente, mientras en la escalera y en el patio resonaba el taconeo ligero que pronto ahogaron los ruidos de la calle. Si el caballero hubiera salido al corredor, habría visto a la damisela, ya en el patio, levantar hacia arriba su carita risueña y luego sacar la lengua con un gesto de chiquilla chasqueada, al encontrarse que nadie asomaba por allí. — Voy a ver a mis enfermas — decíase entre tanto Lércari atravesando con paso cauteloso las dos habitaciones que separaban el gabinete del dormitorio de su mujer. — La pobre Inés muy preocupada por los flirteos de esta buena alhaja con su hermano.... Si ella supiera que la condenada es capaz de coquetear con toda la familia, don Matusalén inclusive! Y no está fea. Qué va a estarlo! En este punto de su monólogo se detuvo Lércari a la puerta del aposento; dentro se oía la vocecita enronquecida de la nena, resistiéndose a tomar un remedio y la cariñosa de la madre, perusadiéndola con halagos y promesas; el balbuceo de la niña lo entrecortaba fatigoso lloriqueo; en el acento de la madre, cansado y tierno, percibíase un dejo de llanto. — Hasta aquí he llegado — resolvió para sí Lércari — La atmósfera está cargada allá dentro. ¡Isetitia! como dice el diablillo cascabelero. Me largo a la calle. Inés, que había sentido acercarse los pasos de su marido, al oír que de nuevo se alejaban lo atribuyó a distinta causa y murmuró suspirando: — Aunque lo niegue, todavía le dura el enojo. Había tenido la amante pareja varios días de ingratas discusiones, y aunque el hecho que las motivara no llegó a producirse, fué suficiente para sembrar el desacuerdo. Surgió este por haber notado Inés visible preocupación en su esposo y alguna alteración en sus costumbres; averiguóle el motivo y él, protestanto que la cosa no tenía importancia, le explicó que andaba muy atareado arreglando la combinación para asistir al Congreso, jugándosela al suplente. — No, Alfonso, — dijo Inés extremando la dulzura del acento para disimular la severidad de sus palabras; — tu no puedes hacer eso; sería indigno; cómo vas a faltar a tu palabra! — ¿A quién se la dí? En eso no te fijas tú; a un individuo de ínfima ralea que sin mi apoyo estaría tirando lampa y que me paga todo lo que por él he hecho robándome a mansalva, porque aunque me presente sus libros con el día y sus cuentas en aparente arreglo, estoy seguro de que me estafa a su regalado gusto. — Bien puede ser; sus adulaciones rastreras y su humildad equívoca siempre me han dado mala espina; pero no es esa la cuestión. Si es un administrador infiel lo pones en la calle o lo metes a la cárcel, estás en tu derecho; solo que el ejercitar ese derecho no te exime de cumplir un compromiso libremente contraído y conociendo tan bien como ahora a la persona con quien te comprometías. — ¿Y con un tipo infecto como ese voy a echármela yo de caballero andante? — Es que no se trata del tipo ese; él es lo secundario, lo accesorio; lo principal eres tú; es por tí, por tu propia estimación por quien debes cumplir lo que ofreciste. — Esos ofrecimientos se hacen con reservas mentales, y podías haber comprendido que el mío fué así, cuando, en otra ocasión, te indiqué como pensaba proceder en este asunto; no sé porque te sorprendes ahora. — Entonces lo tomé a la broma; no creí que hablaras en serio de realizar una mala acción. — ¿A qué llamas tú mala acción? ¿A impedir que un pelagatos, sin merecimientos de ningún género, desprestigie con su presencia el parlamento de mi país? — Si ese juicio te merece, por qué te uniste a él? — Por... porque entonces no lo conocía como ahora. Si tú te dieras cuenta de la casta de bicho que es ese, no lo tomarías de pretexto para regalarme sermoncitos de moral barata, que probablemente crees que me hacen muchísima falta. — Alfonso, — dijo Inés gravemente — no pretendo moralizarte porque, a Dios gracias, no lo necesitas; si pensara otra cosa, sería muy desgraciada; pero veo que estás ofuscado y me esfuerzo en hacerte ver las cosas claras, en disiparte esta ceguera transitoria. Los compromisos partidaristas, que en ti no tienen gran arraigo, pues reconoces que no te tira la política, pasan; solo queda la satisfacción de haber obrado rectamente, sin engañar ni a los demás ni a si propio, de acuerdo con la conciencia, que no entiende de politiquerías ni admite tergiversaciones. Si así no fuera, ¿por qué te hablaría yo de este modo sabiendo que te disgusta? ¿Por conveniencia? La mía sería complacerte aprobando lo que tu sostienes. ¿Por darme el gusto de que mi opinión prevalezca? Nunca me he mostrado caprichosa ni exigente y no valdría la pena de estrenarme en este caso. Ya ves que mis palabras no tienen otro interés que el tuyo, el de impedir que, por error momentáneo, cometas una deslealtad de la que después te arrepentirias. — No entiendes, hija, no entiendes — replicó como argumento decisivo Lércari, cogiendo su sombrero y marchándose para cortar la discusión. Reanudóse ésta en varias otras ocasiones, siempre por iniciativa de Lércari, a quien se le ocurrió considerar depresivo para su dignidad marital no convencer de la justicia de su empeño a Inés, quien, aunque conocedora de la irritación que su actitud producía a Alfonso, no se encontraba capaz de evitarla, aprobando, lo que por cualquier lado que lo mirase, juzgaba desdoroso; y en esta lucha estéril, en que la conveniencia no escuchaba los razonamientos de la rectitud ni ésta se rendía ante los sofismas de aquella, hubiesen continuado aun por largos días, si una mañanita, a eso de las once, el señor diputado suplente por Chancay no se presentara en el escritorio del propietario, y no le mostrara, a vuelta de mil protestas de sumisión, unas cuentecitas comprobatorias de que la hacienda debía cantidades no despreciables a su administrador, el cual, aunque tan respetuoso servidor, no era hombre que impunemente se dejara jugar una mala pasada por ningún señorón empingorotado. Inés desde una ventana, vió llegar al administrador, y entrar a poco, por indicación de un criado, al escritorio de Alfonso; aguzando el oído, percibió la voz de éste, alterada y fuerte. En el almuerzo, Inés observaba atentamente el rostro de su marido, que, taciturno y ceñudo, apenas comentaba brevemente las noticias que ella le daba sobre la bronquitis de la nena. Al levantarse de la mesa, ambos esposos se dirigieron al cuarto de Inés; ésta, fatigada por el esfuerzo que había hecho para tomar algún alimento, se dejó caer en una chaiselongue; él, con las manos en los bolsillos y silbando bajito, recorría lentamente la extensión del aposento; al cabo de un rato, se paró delante de su mujer. — Estarás contenta — la dijo con aparente naturalidad. — Tanto te disgustaba la idea de que yo desempeñara este año la diputación, que voy a dejársela al suplente. Inés sonrió con tristeza no exenta de burla. Había podido darse cuenta del motivo de esa forzada generosidad y la avergonzaba que Alfonso recurriera para explicarla, a una banal mentira, prometiéndose, como lo demostraba a las claras su actitud expectante, no solo ser creído, sino recompensado con manifestaciones de tierna alegría por el sacrificio ofrendado al antojo conyugal. Como Inés callara, sin dar las debidas muestras de gratitud, exclamó su esposo con cierta aspereza: — Por lo visto, te importa un pito lo que te he contado. — No lo creas — murmuró ella, incapaz de representar la comedia que la vanidad del marido esperaba; — es que me siento tan mal, tan cansada que ni para hablar tengo ánimos. — Pues descansa, no estorbo más — replicó él secamente saliendo de la habitación. Inés, extenuada por el malestar físico, no lo detuvo; cuando se calmaron un tanto las terribles náuseas que la martirizaban, se quedó dormida, entre sueños la pareció oir la risa bulliciosa de Queta Salas y alegres voces masculinas. Al despertar, reinaba en torno suyo profundo silencio, que ella interrumpió acercándose a la camita de su hija para hacerla beber la medicina que a esa hora le tocaba; fué entonces cuando sintió a su marido aproximarse a la puerta, y sonrió esperanzada; los pasos se detuvieron un punto y luego se alejaron nuevamente. Inés, deprimida física y moralmente por los achaques materiales de su estado y por las inquietudes que le causaban la dolencia de la chiquilla y el carácter de Alfonso, se abandonó a las más pesimistas ideas. — ¿Por qué su cariño tan puro, tan intenso, tan bien probado tenía sobre el espíritu de su marido tan poco ascendiente, que no lograba tornarlo franco y expansivo con ella, que no tenía otra aspiración mayor que la de ser la amiga y compañera, la confidente y la consoladora, y no, unicamente, acicate del placer e incentivo de la vanidad? ¿Era ella muy torpe, muy desmañada para cumplir, tal como la entendía, como el deber se la mostraba claramente, su misión de esposa y fundadora del hogar? ¿Estaba él muy viciado, por el hábito adquirido desde la cuna de no admitir negativas ni contradicciones, para resignarse a escucharlas cuando su mujer se hallaba en la obligación de hacérselas oir? La divergencia de criterio, signo de completa disparidad moral, que al tratar cualquier asunto, arduo o sencillo, surgía entre ellos, llegaría, tal vez, excitando al niño voluntarioso y engreído que se ocultaba bajo la apostura viril de Lércari, a infundir en él hostilidad o cansancio, capaces de secar la fuente sentimental? En la amargura de su pena, que cualquiera recuerdo nimio exacerbaba, Inés miraba con miedo el porvenir. ¿Qué le reservaría, si Dios no la infundía el tino necesario para convencer a su marido, sin herir el puntilloso orgullo masculino, de la precisión de vencer añejas debilidades para no destruir por sus propias manos el edificio del bienestar económico y la seguridad moral de sus hijos? ¿Cómo lograr tan necesario triunfo? ¿De qué medios valerse? Un gemido de la niña sacó a Inés de sus cavilaciones; acercóse a la cama, vió que, a pesar del quejido, la criatura dormía tranquilamente, perlada la frente por un sudor copioso, síntoma feliz de la remisión de la fiebre, y, después de besarla suavemente, salió de puntillas de la habitación. En la inmediata, inundada de luz, que entraba libremente por puertas y ventanas, un gran espejo la ofreció de improviso la reproducción íntegra de su figura. Inés se aproximó al azogado cristal, contempló largo rato con delectación morbosa su cuerpo deformado, su rostro cubierto de manchas oscuras, sus pupilas sin brillo, semi-ocultas entre los párpados hinchados, y pensó que el espejo daba la más cruel y elocuente respuesta al angustioso soliloquio interrumpido por el lamento infantil. Lentas y amargas rodaron las lágrimas por sus mejillas marchitas; no era el llanto frívolo de la coqueta que ve disminuidos sus encantos; era la aflicción legítima de la esposa honrada, dolida de que su marido solo sepa mirarla con los ojos de la cara y tenga ciegos los del alma. XII COUPLET Y CANCION. No carecía de razón Inés al inquietarse por el estado de ánimo de su marido; quizás su sensibilidad femenina exageraba la intensidad del mal, especialmente al atribuirlo, ante todo a tibieza sentimental y a cansancio de la conyugal existencia. Las causas eran varias y complejas; pero por unos o por otros motivos, fútiles o nó, era indudable que don Alfonso Lércari del Soto-Umbrío se aburría a morir. Los seres que abrigan la candorosa connvicción de que han venido al mundo sin otra finalidad que la de pasársela de bureo, se llevan el más monumental de los chascos si la Providencia no ha tenido el cuidado previo de dotarlos de una alma que nunca pase de los quince años por la alegre novelería y la pueril facilidad para gozar con cualquiera futileza, y el alma de Alfonso, descontentadiza y veleidosa, era mayor de edad. En plena juventud, cuando, por efecto del hartazgo, se iniciaba en Lércari la repugnancia por las conquistas venales, el destino complaciente, para hacerle saborear el contraste, puso en su camino a Inés, y por algún tiempo estuvo el mozo más contento que chiquillo en vacaciones con el papel romántico de novio, a quien toda delicadeza y finura le parecen pocas para la casa prometida; mas como no eran su débil platonicismos, le empalagó el almíbar y, para remediarlo, tendió el libre vuelo hasta las playas de la vieja Europá, donde supo darse tan buenas trazas para disfrutar de las pocas alegrías de este valle de lágrimas, que si no se le cansó, ni por asomos, el gusto, en cambio se le fatigó horriblemente el bolsillo. Resultado de ambas causas, de haberse quedado a media miel y con la bolsa escueta, fué el tedio desdeñoso que a su regreso manifestó Lércari por todas las cosas del pobre terruño, y que solo lograron disipar los negros ojos de Inés. ¡Poder bendito de unos enamorados ojos de mujer, que tornan bello cuanto iluminan con su dulce claridad! En los primeros tiempos de su matrimonio, creyó Lércari con entera buena fe que al fin, tras borrascosa travesía, había arribado a puerto abrigado y seguro, en el que no podrían inquietarle vendabales ni tempestades. Su violento capricho trocóse en amor al contacto de la apasionada ternura de su mujer; la serena alegría de ésta refrescábale el espíritu, como refresca el cuerpo fatigado de la brisa campesina, olorosa a flores y a hierbas húmedas. La belleza de Inés, aumentada por la felicidad y avalorada por los atavíos de novel señora, atraía las miradas codiciosas de los hombres, halagüeñas para la vanidad de Alfonso, que, con aires de sultán seguro de su odalisca, decía maliciosamente para sus adentros: — ¿Conque no es del todo maleja, eh? Fastidiarse, amigos. — Todo, pues, la envidiosa admiración de los extraños y el contentamiento íntimo contribuían a afianzar en Alfonso la convicción de su dicha, que llegó al colmo con las orgullosas emociones de la paternidad. Sin embargo, la placidez hogareña fué antojándosele a Lércari rutinaria y monótona, conforme se fueron debilitando los resplandores de la luna de miel, duraderos solo cuando les presta su brillo sereno el sentimiento límpido e inquebrantable. Notólo Inés, y se esforzó en distraer la displicencia de su esposo, reanudando con él la asistencia a fiestas en que tanto se complacía antes; mamá Naturaleza interrumpió pronto el programa mundano, imponiendo a Inés las molestias de una nueva gestación, más penosa que la primera, y a Alfonso la de enterarse de que en la vida se sufren achaques y se requieren potingues. A estas ingratas menudencias, que contribuían a desarraigar la mente de Lércari la creencia optimista de que todo el monte es orégano, se unían preocupaciones de orden financiero. Sobre la mayoría de las propiedades urbanas pesaban hipotecas que exigían el desembolso mensual de intereses, si no se quería dejarlas en manos de los prestamistas; la hacienda, por idénticas razones, era casi un feudo del ladino administrador, y Alfonso, a pesar de sus pininos en política, no pesaba lo bastante en la balanza, para pescar la prebenda de uno de esos puestos decorativos en los que se gana mucho y poco se hace. Con su mujer había renunciado Alfonso a hablar de estas cosas por evitarse el escuchar teorías sobre el trabajo y el ahorro, y muy bonitas, pero absolutamente impracticables, según su leal saber y entender; con su madre y sus tías, por no escuchar lamentaciones y profecías tétricas sobre el porvenir; prefería, pues, entenderse con usureros que siquiera daban algo más que consejos, y así se la pasaba, esperando que los tiempos mejorasen hasta el punto de que, por arte de birlibirloque, le trajesen a él una solución salvadora para su maltrecha fortuna, y sonriendo a esta esperanza o maldiciendo de que tardase en realizarse, según soplaran vientos bonancibles o adversos. Entre tanto, no pudiendo engañar ya sus ocios haciendo que hacía en el congreso, volvía a sus hábitos solteriles de clubman, muy a disgusto de Inés, que por más que se devanaba los sesos, no hallaba forma de convencer a su marido de que mas utilidad desde el primer instante y mayor entretenimiento al cabo, encontraría dedicándose a luchar por rehacer su patrimonio, ya que aún era tiempo, que en matar las horas en banalidades non sanctas, que podrían traer consecuencias menos santas todavia. Sin desesperar de conseguir tan arduo empeño, ingeniábase Inés para lograr siquiera retener algo en casa al volandero esposo, y, aprovechando de que su estado no la causaba ya tantas molestias, reanudó sus recepciones semanales, que, como primer resultado, la proporcionaron el desengaño de que Alfonso las calificase de frívolas y sosas, asegurando que, siempre que su frágil memoria no le jugase alguna mala treta, no le pillarían a él en casa los días de recibo de su mujer. Temió ella, oyendo estas apreciaciones, que su intento resultara defraudado; pero acabó por tranquilizarse y atribuirlas a inofensivo prurito crítico, al observar que Alfonso olvidaba desertar de las tertulias y conversaba y reía en ellas de muy buena gana, excitando con bromas, a veces un tantico irrespetuosas, la verba picante de Queta Salas, y provocando controversias que, al generalizarse, despertaban la animación y el bullicio. Aquél miércoles, último en que Inés pudo recibir antes del nacimiento de su segundo hijo, solo habían llegado, y eran más de las cinco de la tarde, Carmen Rosa Talavera y Enriqueta, cuando un criado anunció al ministro de Estados Unidos y su señora, y a un venerable vocal de la Corte Suprema. — Recíbelos en el salón colonial — aconsejó Enriqueta. — Entre tanta antigüedad el vocal estará en su centro y los gringos se quedarán boquiabiertos. — Dices bien; — aprobó Inés sonriendo — vamos allá. — Yo también? Muchas gracias, hijita; no estoy para viejos; que te acompañe Carmen Rosa, que es muy amable y muy bien educada, y déjame a mí aquí jugando con la bebé. Cuando las dos amigas regresaron a la salita, después de la marcha de los ceremoniosos visitantes, que en veinte minutos despacharon la consabida taza de té, y los indispensables comentarios admirativos sobre las chucherías arcaicas, el concurso se había aumentado con Lucy Biggs y su novio. Queta Salas los había tomado por blanco de sus inevitables chistes y a la chiquilla como inocente cómplice. — Míralos bien, ñaña, para que vayas aprendiendo con tiempo — decía al angelito, acercándolo a la pareja que sonreía a fortiori. — ¿Qué te parecen? ¿Feos o bonitos? — Oñitos — contestaba muy seria Inesita. — ¿Y cuál de los dos te gusta más? — Ete — respondía la criatura clavando el dedito en la inmaculada pechera del jóven para dar más energía a la contestación. — ¿El caballero? ¡Prometedora precocidad! La nueva generación nos va a dar quince y raya. Fíjate, fíjate, Inesita, en la cara de despide-huéspedes que nos pone la amable pareja. ¿Cómo nos vengaremos? ¿Tú sabes ya decir lisuras? — No, por cierto, ni yo permitiré que se las enseñes — intervino la madre. — Si sabo, si sabo lisuyas — proclamó orgullosamente la criatura, provocando las risas de todos y el alborozo bullanguero de Queta, que chillaba entre carcajadas: — Eso, eso, deja en ridículo a la palangana de tu madre con sus aires de educacionista. Eres la bebé más rica, más encantadora, más preciosa..... — Naturalmente; cara cortada al papá — interrumpió Alfonso que llegaba de la calle. — Y se lo cree el muy pretencioso — añadió Queta. — Ven acá, amor mío, — dijo Inés, atrayendo a su hija — ¿A quién te pareces tú? — A mi mamachita linda — contestó la nena acariciándola. — Solo a ti puedo parecértelo ahora — murmuró Inés, besando con transporte a la muchachita; y cogiéndola de la mano, agregó: — Despídete de estos amigos y vete abajo donde tu abuelita, que ha mandado a Juana por tí. Márchose la niña seguida por los ojos embelesados de la madre. Carmen Rosa, que observaba el cuadro con simpatía, dijo: — No hay mamá más chocha que Inés. — Ni papá más pánfilo que su marido — agregó Queta. — Acusación enteramente gratuita — replicó el aludido. — Siempre me han gustado muchísimo las niñas. — Noticia vieja — dijo Carmen Rosa, ofreciéndole a Lércari una taza de te. — Nunca mejor servido — contestó él aceptándola. — ¡Cuánto daría Gabriel por hallarse en mi lugar en este momento! Y a propósito: ¿qué noticias hay de él? El respirar la atmósfera de Queta me vuelve malcriado. Aun no había preguntado por el ausente ni a su novia ni a su hermano. — Lo que es el hermano de nada se entera — apuntó Queta, señalando al jóven Pineda que, sentado en un rincón con Lucy ignoraba, en efecto, cuando pasaba a su alrededor. — Ayer tuve carta de Gabriel; está perfectamente — contestaba en tanto Carmen Rosa. — Y preparando el viaje a Lima — añadió Inés. — ¿Tan pronto? — preguntó Alfonso distraído. — ¿Cómo pronto? — exclamó Carmen Rosa indignada. — ¡si hace más de un año que se fué y no estará aquí antes de dos meses! — Más de un año, eh? No pensé que fuera tanto; el tiempo vuela; los días se van en un suspiro — dijo Alfonso intentando, a fuerza de ensartar lugares comunes, disimular su plancha, subrayada por la viva protesta de Carmen Rosa y las muecas burlonas de Queta Salas. — Dentro de dos meses — habó ésta — dentro de dos meses llega el Mesías, y.... Su mano fina dibujó en el aire ámplio ademán de bendición. — Bien merece ese resultado el largo noviciado y la rigurosa clausura observada durante la separación por la enamorada prometida, que en tan largo tiempo solo ha pisado la calle para ir a la iglesia, o, como extraordinario, a casa de alguna amiga íntima que reclamaba su presencia. — Tergiversas las cosas, como de costumbre, a tu regalado gusto — contestó Carmen Rosa, rechazando las pullas de Queta. — No habré distraído mi forzada soledad con bailes y coqueteos, como hubieran hecho otras; pero tampoco he llevado vida conventual. Ya ves, anoche, sin ir más lejos, estuve en el estreno de la compañía dramática; por cierto que te ví con tu cuñado y tu hermana; y a usted también, sin su mujer. — ¡Qué voy a ir a ninguna parte con esta facha! — ¡Quién se presenta en público ahora con ella! — respondiendo simultáneamente ambos esposos. — Si no fuera una inocente niña soltera, ya le diría yo a este egoistón descortés una cosita que tengo en la punta de la lengua — dijo Queta sotto voce a Carmen Rosa. — ¿En la punta de la lengua? Pues no la saques — contestó ella en el mismo tono, temerosa de alguna boutade de su amiga. — Muy interesante deben ser esas confidencias — dijo Lércari, intrigado por el secreto de las muchachas. — ¡Jesús, que impertinente curiosidad! — replicó Queta; — no son confidencias; cambiábamos impresiones sobre la heroína del drama de anoche. — ¡Oh! Esas absurdas mujeres ibsenianas! ¿Quieren ustedes una chiflada más antipática que la tal Nora? A mí, dénme chifladitas con salero, como una personita aquí presente. — La verdad es — dijo la aludida muy seria — que la conducta de Nora me resulta incompresible; yo no dejaría a mi marido por ese motivo. — Ya! Lo dejaría usted.... por otro. — Pues con reticencia y todo, so mal pensado, sí; por lo menos, eso sería más lógico, mas natural, más humano; verdad, Carmen Rosa? — Es decir, eso sería la falta clara y brutal; lo de Nora, me declaro incapaz de juzgarlo; esa mujer me desconcierta; es tan distinta su mentalidad a la nuestra! ¡Es tan diferente su conflicto a todos los que conocemos! — Yo — dijo Inés — lo único que no comprendo en Nora es su modo de sentir la maternidad. Me explico perfectamente que al despertar a la vida, al darse cuenta clara de sus derechos y de sus deberes, al convencerse de que hasta entonces solo la habían considerado como a un bichejo bonito al que alternativamente se acaricia o se riñe, quisiera ser persona, valer por sí, vivir su vida, según la frase típica, y, que, para lograrlo, abandonase lo que no había sido para ella hogar sino casa de muñecas; pero que lo abandonase llevándose a sus hijos; al dejarlos, no solo traicionaba el instinto materno, sino el nuevo credo que con tanto ardor abrazaba, pues quedaban los chicos en manos que fatalmente harían de ellos seres idénticos a la antigua Nora y a su marido, esto es, nulos, convencionales, falsos. Lo lógico sería que al entrar a la lucha por la existencia con tantos brios, al romper tan enérgicamente las ligaduras de antiguos prejucios, dijer: — Vengan mis hijos a batallar conmigo, a beber el agua pura de la verdad desde los primeros años — Pero no, señor; se ocupa de librarse únicamente a sí misma del mal y de la mentira, y a los muchahos que los parta un rayo. Inverosímil! No se puede volar del nido cuando quedan polluelos en él. — Llamaremos a Inesita para que te aplauda el discurso; yo carezco de la abnegación suficiente para hacerlo, — dijo Alfonso con risa forzada — pues tu teoría es ésta: a los hijos, todo; al marido, pasaporte a las primeras de cambio. — Los hijos son inocentes — contestó Inés. — Yo no veo que en ese caso el marido fuera tan culpable — argumentó Queta. — Si ella lo hubiera sorprendido enamorando a otra, me explico que hubiera puesto el grito en el cielo; pero no siendo así.... — ¿Acaso las únicas faltas imperdonables son las infidelidades, chica? No lo creas; faltas de otro género pueden herir másn incurablemente a una mujer. — Si no está enamorada — objetó Carmen Rosa. Inés sonrió y dijo: — No se debe hablar de estas cosas delante de dos novias, aunque una no oiga sílaba, y de otra muchacha que puede estar en las mismas condiciones de un momento a otro. — Hum! Lo dudo. Tus opiniones no son muy animadoras... y los hombres tampoco se animan. Están completamente echados a perder, y si, con las obras que representa esta compañía, se les ocurre van a formar escuela entre nosotras las Noras y las Magdas, no se deja pescar ni uno. — Que pierdan cuidado — dijo Inés — Aquí no somos de esa madera. — ¡Quién sabe! — replicó Alfonso — El teatro es escuela de costumbres.... perniciosas a veces. — Por eso las niñas ingénuas nos vamos en busca de los sencillos goces del cinema. Andando, muchachos. — Estamos a sus órdenes, Queta — dijo el joven Pineda acercándonse al grupo con su prometida. — Ah! De esto si se enteraron ustedes! — Ya lo creo — contestó Lucy. — ¿No estábamos los tres comprometidos desde anoche para ir a la vermouth? — ¿Quieres acompañarnos, Carmen Rosa? — No, señor; — contestó Inés — su cuñada de usted tiene la amabilidad de comer conmigo para consolarme de la ausencia de mi marido que se va a un banquete al club. — ¡Cómo odio a todos los clubs habidos y por haber! Quisiera tener novio solo para prohibirle ir al club. — ¿Se imagina usted, Enriqueta, que su novio pensara en ir al club? — Verdad; en eso solo piensan los maridos; si el mío lo hiciera, yo me sentiría Nora. — ¿Es consejo, Queta? — preguntó riendo Inés. — Niña, niña, — dijo Lércari sentenciosamente — considere los perjuicios que trae la mala fama y morigérese; ya la creen a usted capaz hasta de dar consejos inmorales. — ¿Tan inmoral sería? Peores son otras cosas que yo sé y que me callo.... por milagro. Para no caer en la tentación de decirlas, me marcho con Julieta y Romeo. Ay! Compadézcanme ustedes. — No la compadezcan — dijo lucy, ya en la escalera. — Cuando ella lo hace, cuenta le tendrá. Alfonso quedó escamado con las últimas frases de Queta. ¿Las habría dicho solo por su costumbre de disparar bromas a diestra y siniestra o sabía la endiablada muchacha, que tenía el don de saberlo todo, el objeto de la comida a que asistiría él, objeto que, bien mirado, era insignificante y sin trascendencia, pero que, relatado con ligereza o comentado con mala intención, podía dar un disgusto a la pobre Inés. Apercibióse ésta del silencio que guardaba su esposo, y atribuyéndolo a lo poco interesante que encontraba la discusión sostenida por ella y su amiga sobre si el velo nupcial debe llevarse caído sobre la cara o echado hacia atrás, le dijo cariñosamente: — Pobre Alfonso! Te estamos aburriendo con tanto hablar de trapos. — Nada de eso — replicó él, galante — ¿Habrá nada más sugestivo que azahares y tules para mí, que aun no hace mucho tiempo los ví sobre estos cabellos? — y pasó suavemente la mano por los de su esposa. — Pero aunque el tema me interese, las dejo a ustedes tratarlo a solas, pues quiero contestar unas cartas antes de vestirme. Hasta luego. — ¿Habrá hablado ese demonio tentador solo por la manía de mover la sinhueso o alguno de los barbilindos de su séquito la edificará contándola conversaciones de club? — se preguntaba Alfonso momentos después encerrado en su escritorio. — Ese condenado de Sarmiento lo ha de hablar todo a voz en cuello y entraban y salían tantos a la peluquería del club, que vaya usted a saber! Lércari, por ver si se tranquilizaba, se esforzó en recordar todos los detalles. El, con los ojos cerrados y la cara enjabonada en las manos del Fígaro, oía distraido las conversaciones de los demás que animadamente comentaban la hazaña de cierta francesita, que, después de gastarse hasta el último centavo de Juanito Suárez, en cuya grata compañía viniera a estas tierras, lo había puesto bonitamente en la puerta. Los buenos amigos de Juanito Suárez se regodeaban ponderando su triste figura y los encantos de la ingrata que lo abandonara. — A creer a ustedes, debe ser hermosísima esa buena pieza — opinó Lércari. — ¡Hermosísima! — respondieron varios pollos a boca llena. — No les hagas caso a estos parvulitos que todavía no saben distinguir — dijo tranquilamente Daniel Béjares. — Lávale a esa soi disant Venus la cara, quítale el peinado postizo y estoy seguro de que no vale dos patadas: flaca, narigona, con la boca grande y los ojos muy separados. Linda resultaría al natural! Y como la muy ladina lo sabe, no está al natural jamás; se viste y se calza admirablemente, se retoca mejor, oculta sus ralos cabellos bajo una primorosa peluca dorada... y a trastornarle el seso a los incautos, se ha dicho. Las frases de Béjares levantaron una tempestad de protestas. — Hombre! — dijo uno — si hablarás así de picado? — No; de experimentado; conozco el paño y puedo juzgar. — Ya sé que eres buen sastre; pero exageras; el avocastro que tu pintas no entusiasmaría así a esta juventud — terció Lércari. — Alto ahí! Yo no he dicho que la victimaria de Juanito sea un avocastro; sostengo que carece de belleza, propiamente dicha; pero refinamientos, atractivos, arte, diablo, en una palabra, le sobran para encalabrinar a más de cuatro. — Inclusive a quien lo dice. — Hijo, la experiencia es un preservativo; yo no estoy en peligro, como tampoco lo está, por ejemplo, Lércari, a fuer de corrido. — Hombre! A propósito. Toinette me ha contado que conoce a Alfonso — dijo a la sazón un pariente lejano de éste, Pablo Sarmiento, gallo de muchos espolones, célibe impenitente y conquistador empedernido, apesar de las arrugas ya visibles y del pronunciado abdómen, reveladores de un medio siglo muy cumplido. — ¿Qué me conoce a mí? — preguntó muy interesado Alfonso acercándose a su interlocutor, ya terminado el arreglo capilar. — De dónde? Cuándo? Cómo se apellida esa Toinette? — Qué chaparrón de preguntas! — respondió Sarmiento. — ¿Cómo se apellida? Eso es lo de menos; no lo sé y quizás ella tampoco. ¿Dónde te conoció? Paréceme que en París. Cuándo, de qué modo? No he averiguado tanto; pero si tienes interés en saberlo, pregúntaselo a ella misma. Precisamente mañana en la noche estoy invitado a jugar bridge en su casa; vénte a comer conmigo al Club y en seguida te llevo donde ella; no hay que anunciar la visita ni solicitar permiso para la presentación; pocas fórmulas. — Calla, Mefisto, — exclamó Alfonso, fingiendo terror cómico — No me tientes, no me induzcas al pecado. Acaso para hacer más méritos con Satanás quieres presentarle en tu haber la caída de un marido ejemplar? — Déjate de hacer el doctrino que no te vá — respondió el solterón encojiéndose de hombros — ¿Qué importancia puede tener el que pases un rato de agradable charla con dos o tres amigos en casa de una mujer elegante, nada mogigata, ingeniosa, en fin, una verdadera parisiense? Convencido fácilmente Alfonso de lo inofensivo del asunto, aceptó el convite de su amigo, y, por esta aceptación, cascabeleáronle en el magín las palabras de Enriqueta, encubridoras quizás, de positivo entripado. Tal inquietud no fué, por supuesto, motivo suficiente para faltar a la cita; creería Lércari, al contrario, que le servía de incentivo, según la grata impaciencia que lo agitaba, mientras comía téte á téte con Sarmiento, impaciencia explicable para Alfonso por la novedad que en la vida de cartujo que el pobrecillo llevaba desde hacía tres años largos, representaba aquella escapatoria de colegial aplicado que, por variar, hace un día novillos y al siguiente regresa a las aulas queridas con nuevo entusiasmo. En la casa de Toinette, toda llena de plantas, de mueblecillos frágiles de lámparas veladas por pantallas de tonos discretos, de bibelots y flores, se reunía aquella noche hasta una media docena de caballeros, grandes aficionados al article de París. Tonette no dejó que Pablo le presentara a Lércari. Si se conocían muchísimo! Más de una vez se habían encontrado en las alegres fiestas que en una garconniere de Rond-point-des Champs-Ely-sées, daba un amigo de ambos, un mozo guapo y desprendido, sud americano él, méxicain ou de la Bolivie... sais pas, mais un beau gaillard! Alfonso recordaba perfectamente aquellas bulliciosas juergas. No se había de acordar! Pero de la presencia de Toinette en ellas no tenía la menor idea; naturalmente, se guardó muy mucho de confesarlo, y aseguró calurosamente que en cualquier parte que la hubiera encontrado, habría reconocido al instante a la bella que tan gentilmente guardaba el recuerdo de su nombre. — Nó; del nombre de usted, nó; de su persona. A los pocos días de llegada a Lima, entró usted a una confitería donde yo estaba e inmediatamente le dije a mi acompañante: — yo he conocido a este señor en París, hará cuatro años; nos veíamos en casa de un amigo, sud americano también, méxicain ou de la Bolivie... sais pas. Lércari no se apercibió del lapsus geográfico. Para gepgrafías estaba él, transportado como se hallaba a la época más alegre de su libre juventud, evocada por la boca más lindamente pintada y por el acento parisiense más graciosamente nasal. La velada fué deliciosa: champagne, bridge, causerie animadísima, couplets finamente picantes, maullados al piano con mucha picardía.... Las horas eran más cortas que segundos. A las dos de la mañana, Toinette, adoptando aires señoriles, despidió a sus visitantes, dándoles a besar la diestra deslumbrante de pedrería, e inclinando en unas reverencias muy monas el esbelto talle, modelado por un traje escotadísimo de crépe lila, y la hueca cabecita. Al llegar a la calle, el grupo de mundanos se dispersó en distintas direcciones. Lércari y Sarmiento seguían el mismo camino; el segundo, renegando del vientecillo helado que soplaba, llevaba levantado hasta las orejas el cuello del gabán; Alfonso, a quien no molestaba el frío, iba a cuerpo gentil, de frac, el abrigo al brazo, ligero el andar y el ánimo más ligero todavía. Al entrar a su casa, después de despedirse del amigo, Alfonso, cuyo excelente humor lo predisponía a todas las admiraciones, casi no pudo contener una exclamación ante el hermoso espectáculo del patio solariego, bañado en toda su amplitud por la luz de la luna, cuyo explendor no le dejaron apreciar en la calle los focos del alumbrado público. La cancioncita escuchada poco antes vino a su memoria: Bonsoir, madame la lune, bonsoir... y tarareándola quedo, atravesó el patio, subió las escaleras y, de puntillas, ganó su cuarto. Como respondiendo a la frívola tonada que revoloteaba en el cerebro de Alfonso, llegó hasta él, en la paz de la noche, la voz de su mujer, que arrullando a la nena desvelada, canturreaba dulcemente: Esta niña linda no quiere dormir, cierra los ojitos y los vuelve a abrir. Duérmete, niñita, duérmete, por Dios, alarrorrrorrito, alarrorrorró. XIII LA CAIDA DEL ROBLE. En casa de la familia Arévalo, después del almuerzo. La criada ha levantado prestamente mantel y vajilla, ha cubierto la mesa con un tapete de felpa verde, ha puesto al centro de él un ractángulo de encaje Richelieu, encima de éste, en un florero esbelto, un ramo multicolor y ha acercado a la ventana, que da a un patiecito lleno de macetas, el sillón de don Manuel, para que éste, sin salir del comedor, la habitación más de su gusto por espaciosa y clara, descabece la siesta cuotidiana, haciendo que lee el Espejo de mi tierra. A la mitad de la segunda página, el libro reposa sobre las rodillas del anciano y la blanca testa sobre el pecho; en la inconsciencia del sueño, el presitigio de la lectura conocida y amada se enseñorea del espíritu de don Manuel, y el buen viejo sonríe dormido, transportado a la Lima que fué, a su Lima, por la magia del aticismo criollo de don Felipe Pardo. Antuco tampoco ha salido del comedor. Doblegado el cuerpo, presionándose con la diestra la cintura donde repercuten dolorosamente sus pasos lentos, ha dejado el sitio donde almorzó para ir a tenderse en una chaise-longue, frente al abuelo. Su madre, que lo sigue con los ojos angustiados, le ha dicho una vez más la frase consoladora que hace días repite con frecuencia, esforzándose la infeliz en creerla: — Un poco de paciencia, hijito. Ya pronto te autorizará el doctor para irnos a Ancón, y a esos solazos reverberando sobre la arena no hay reumatismo que se resista. El joven responde con un gesto ambiguo. Reumatismo! Ojalá lo fuera! El también quisera creerlo así; pero los extraños síntomas que lo mortifican, su observación avizora del rostro y de las palabras de los facultativos, sus lecturas médicas desordenadas y caprichosas traen en ronda continua por su cerebro atormentado tecnicismos amenazadores: mal de Pott, tabes dorsal, tuberculosis de las vértebras.... Hace más de un mes que siente raro malestar, dolores lancinantes y repentinos en los riñones, laxitud en los miembros, decaimiento... Atribuyéndolo a sus costumbres sedentarias, se le ocurrió combatirlo, sin consultar a nadie, a fuerza de actividad física y dióse a emprender largas caminatas y forzados ejercicios gimnásticos, que exacerbaron sus achaques y extenuaron su organismo hasta postrarlo en cama. Tuvo entonces que resignarse a seguir las prescripciones científicas, de las cuales la primera y la más imperiosa fué que cerrara los libros de estudio, y, por aquel año, no pensara en exámenes para los que solo faltaban ya dos meses. — ¡Qué importa! — decíale su madre. — Te examinarán en Marzo; todos saben que no te presentas con los aplazados por ignorante ni perezoso, sino porque en el momento preciso te sobrevino una enfermedad; eso le pasa a cualqueira y no vale la pena de preocuparse. Lo principal es que te cuides ahora; para sanarte del todo basta el verano y quedarás como si nada te hubiera ocurrido; ni siquiera pierdes tu año; y aunque lo perdieras, que importaría. Bastante tiempo tienes por delante; eres tan joven! Si! Buena juventud te dé Dios! Valetudinaria, inútil, precozmente desencantada, pesimista, que bien podría cambiarse por la senectud del abuelo, sana, apesar de los ochenta y tres inviernos, vigorosa, en cuanto la edad lo permite, optimista y confiada como si los rudos chubascos que tan pródigamente nos obsequia la Providencia hubieran resbalado sobre la corteza del tronco añoso sin penetrarlo. Tanto como las dolencias de su hijo, afligían a Contanza estos amargos conceptos que la parecían un reproche desesperado del mozo por el triste regalo de la vida que ella le había dado; y él, fingiendo no apercibirse de que el llanto arrasaba los ojos de su madre, continuaba sus quejas sarcásticas con despiadado egoísmo de enfermo que se consuela al ver que los sanos también sufren. Así transcurría lento y monótono el tiempo en el comedor confortablemente amueblado, soleado y amplio, oloroso a flores; así se desgranaban las horas en penoso silencio, que solo interrumpían la respiración fuerte y calmada del anciano, algún lamento ahogado que arrancaba a Antuco el más leve cambio de postura, o una pregunta tímida de Constanza, sentada en su sillita baja de costura, con las manos ocupadas en la labor y el espíritu atento a quien la necesitara: el viejo o el enfermo. La casa, aunque con mucho de servicios higiénicos, pisos encerados, luz y timbres eléctricos, teléfono y otros modernismos, era al antiguo estilo criollo, de un solo piso, sólidos muros, techos elevados, patio interior de cemento y otro de mármol que daba a la calle y cuya relativa amplitud hacía que los ruidos del exterior llegasen a las habitaciones bastante amortiguados. Quizás por esto, o por hallarse demasiado absortos en sus pensamientos, no se apercibieron quienes en el comedor estaban de que a la puerta se había detenido un vehículo y que los ocupantes descendieron de él y cruzaron el patio formando más que regular algazara. Iba a la vanguardia Inesita, a carrera abierta, agitando en la mano el sombrerito que, como estorbo enojoso, se arrancó de un tirón al bajar del carruaje, y al aire la blonda melena, ya tan abundante, que iba sujeta en parte con un lazo rosa muy empingorotado a la izquierda de la cabecita; la seguía llevando en brazos al bebé gordinflón, una negra retinta, con delantal de tiras bordadas, tan blanco y almidonado como el cuello y los puños que adornaban su vestido negro, satisfechísima de lucir argollas de oro en las orejas y peinetón de pedrería sobre as pasas, y cerraba la marcha Inés, participando a todos, animada y risueña, que su hijo crecía y engordaba de tal modo que ya no le iban los pañales ni batas largas y había tenido que hacerle trajecitos cortos; a los cuatro meses de nacido, un portento! Y como ella no quería que los abuelitos tardaran en admirar semejante portento, pues se metió en el auto con sus muchachos, y ¡hala! a ver a los viejos, a invadirles la casa, a revolvérsela, a ponerlo todo manga por hombro. La presencia de Inés y de sus niños llenó de alegre bullicio la estancia y sacudió, como por encanto, la apatía de sus habitantes: a don Manuel se le reían todas las arrugas de la cara, la triste y cansada fisonomía de Constanza se iluminó de gozo y hasta el gesto amargo de Antuco se dulcificó al contacto de las boquitas puras de los niños, llenándole el rostro de besos y babas. Cuando don Manuel acabó de ponderar la robusteza, la hermosura, la gracia y el talento maravilloso de los chiquitines, la emprendió con la nieta. — Muchacha, estás de quitarte el sombrero; — y el viejo se descubrió, mostrando los albos cabellos — Has engordado un poquitín, lo suficiente para tener aires de mamá, y creo que hasta has crecido; por lo menos, te han crecido los ojos. — ¿Cuándo fueron los chicos? — preguntó, ofendida en su vanidad maternal, Constanza. — Nunca, ya lo sé; — replicó el señor Arévalo — pero ahora tienen un nuevo fulgor. Y en toda tu persona noto un cambio favorable; es como si hubieras alcanzado la plena posesión de tí misma, tu apogeo completo. — Se lo debo a mi hijo — afirmó orgullosamente Inés. — Algunas aseguran que las debilita la lactancia; a mi me sienta maravillosamente; y como este angelito es, a Dios gracias, sanito y fuerte, y yo voy adquiriendo práctica en el manejo de los nenes y no paso las malas noches ni los sustazos que con Inesita, revelo en mi aspecto la excelente salud de que disfruto, sin duda por aquello de que la rama sale al tronco. — Algo, algo hay de eso — replicó el señor Arévalo, halagado — No me falta tal cual achaquillo, pero no le hago caso, y abrigo la esperanza de ver a Inesita con su uniforme azul y llevarla al colegio de la mano, como llevaba a su madre. — Ya lo creo, papá Manuel; si estás hecho un roble! — Un roble poco frondoso y nada enhiesto, mas con fuertes raigambres en la vida. — La vita, sempre la vita... Cuando se vive — murmuró Antuco, repitiendo las frases de una comedia de Benavente. Inés y su madre cambiaron una dolorosa mirada; don Manuel, que no había oído, siguió requebrando a su nieta: — Créemelo, chiquita; eres un bocato di cardinale. Buena suerte tiene ese tarambana de Alfonso! — Así dice él — contestó Inés, sonriendo al recuerdo de la admiración conyugal por su expléndido reflorecimiento. — Tiene suerte, tien — apoyó Antonio con un tonillo equívoco que impresionó desagradablemente a su hermana; por lo mismo, no quiso preguntarle, n aún en broma, el fundamento de esa opinión. Al recobrar Inés, por obra de su rica juventud, la salud y la belleza, también retoñaron en su alma las esperanzas, sinó con la briosa eclosión de los años primaverales, en los que se cree que el porvenir dará cuanto la ambición apetece, con el brote tímido y lento de las plantas de invernadero, más apreciadas cuanto mayores cuidados exigen y más temor inspiran de que cualquier vientecillo colado las marchite. Inés sabía ya que la vida no concede todo, que no se la puede pedir mucho, y que debe aceptar con agradecimiento y guardar celosamente lo poco que de bueno quiera ofrendarnos, sin quejarnos de lo mucho que nos falta para no irritar al destino avaro, que en un arranque de mal humor, puede quitarnos nuestra modesta ración. Inés, con dos hijos comos dos amores y un marido jóven, gallardo y complaciente, por lo menos cuando en nada se le contrariaba, podía sobrellevar pacientemente las penas de su madre, las dolencias de su hermano y hasta ciertos defectillos de ese mismo marido galán, que el tiempo, ayudando al cariño abnegado de la esposa, habría de corregir. Por lo menos Alfonso parecía ocuparse ya más en los asuntos prácticos, que son deber imperioso de todo padre de familia, y no hacía mucho dió a Inés el alegrón de comprar unas acciones de las Empresas Eléctricas para los niños, como base para formarles un capital propio. — Es poquita cosa — confesaba el papá modelo con una modestia que su mujer encontraba adorable; — pero ya la aumentaremos. He vendido un par de casucas viejas para arreglar unas cuentas y emplear el saldo en algún negocio seguro. A mamá, son sus ideas rancias, no le ha parecido bien, y por eso la verás medio cariacontecida. ¡Qué vamos a hacerle! Hay que mover el dinero, y necesito moverme yo también. Inés aceptaba estos planes casi con tanta alegría como las manifestaciones del nuevamente entusiasta amor de su esposo, entusiasmo, que con todo, no llegaba hasta el punto de obligarlo a recojerse temprano a casita. Inés, viendo que toda su diplomacia sentimental no impedía que arraigaran en su cara mitad estos hábitos noctambulescos, tan contrarios a sus gustos por la soledad de dos en compañía, se resignó a ellos, diciéndose por via de consuelo, que es impisble que la mujer vea cumplidos en todos sus detalles los sueños de la niña y que, mientras estos se realicen en su parte esencial, bien se puede prescindir de ciertas minucias, por dulces que sean. Consecuente, pues, con su designio de no consentir que alterara su tranquilidad el amargor sutil de la duda, la mujer de Alfonso, en vez de seguir la conversación por donde su hermano quería llevarla, la cambió el curso, diciendo: — Ya dentro de poco rato vendrán tus compañeros a hacerte la acostumbrada tertulia. — O no vendrán, y les daré la razón. Es preciso tener el humor muy altruísta para repetir a diario las obras de misericordia. — ¡Qué ingrato eres, Antuco! — le reconvino la madre cariñosamente — Desde que no puedes salir a la calle, no te ha faltado un solo día la visita de algún amigo. — O amiga — agregó Inés — Y el caballero se permite el lujo de negarse. — Ya! Lo dices por Queta. Yo no acpeto limosnas y menos cuando se hacen con tan poca delicadeza. — Muchacho, no seas injusto; Enriqueta será todo lo atolondrara que se quiera; pero no merece ser juzgada con esa dureza por tí, que tan de cerca la has tratado, que desde niña la conoces... — Por eso, porque la conozco, sé a que atenerme sobre ella, y de todo lo que es capaz bajo sus apariencias de aturdimiento; puede ser que tú también lo sepas algún día — y en los labios del joven apareció la sonrisilla equívoca que tenía el privilegio de desconcertar a su hermana. — ¡Lo que son estos mocitos del día! — exclamó don Manuel, cogiendo la ocasión por los cabellos para desarrollar su tema favorito — Descuidan hasta los más elementales deberes de educación. ¡Mira que no saber apreciar la altísima honra que para todo caballero significa la visita de una dama e inferirle un desaire en despique de alguna coquetería graciosa o de una broma un poquito cargada de sal y pimienta! En mis tiempos no éramos así, palabra de honor! Creíamos que la mujer hasta al agraviarnos, nos favorecía; manos blancas no ofenden. De la misma madera va a ser este buen mozo, idéntico a su bisabuelo; ya nos verán a los dos piropeando a las muchachas — agregó el anciano, interrumpiendo su filípica para acercarse al chiquitín, que, en brazos de la criada, entraba al comedor. La predicción pareció gustar grandemente al futuro galantuomo, que en prueba de regocijo, agitó tan frenética y descompasadamente el sonajero que acabó por tirarlo; don Manuel hizo ademán de recojerlo; Inés acudió prestamente a evitarlo. — Quita, quita, déjame a mí — dijo el viejo deteniéndola. — ¿Tan pronto quieres verme desmentir mis protestas de amabilidad y finura? Hija mía, yo, cortés con las bellas hasta la muerte; y tienes abuelo para rato. Hablando así, agachábase don Manuel lenta y penosamente para recojer el juguete; casi ponía las manos sobre él, cuando se desplomó pesadamente pegando la cara a tierra. Las mujeres gritaron angustiadas; Antuco, olvidando sus dolores, corrió al lado del abuelo; Inesita, que llegó al ruido, parada en el dintel de la puerta, reía inocentemente de que papá Manuel, tan grandazo, se cayera ¡pum! como si él también fuera chiquito. Inés, con auxilio de una criada, logró levantar al caído y colocarlo en el sillón; tenía el rostro violáceo y la respiración estertorosa. La nieta, comprendiendo que la situación era desesperada, y queriendo hacerle frente a fuerza de serenidad, empezó a dictar órdenes breves y precisas. — Mamá, manda al chauffeur que vaya a escape a traerse al doctor; a esta hora lo encuentra en su consultorio. Tú, Juana, llévate a los niños en el primer coche que encuentres, y dile al señor que venga inmediatamente; Antuco, sostén a papá Manuel, mientras le preparo unos sinapismos; Paula, vuela a buscar un sacerdote — y al expresar este mandato cruel, la voz vibrante de aflicción contenida, se quebró en un sollozo. Cuando llegó el médico, minutos después del párroco, confirmó lo que ya todos sabían: el señor Arévalo había muerto; un ataque de apoplegía, causado por una hemorragia cerebral, determinó el fin rápido, casi sin agonías. Así, violenta y cautelosa a la par, cuando menos la esperaba el anciano y más satisfecho se hallaba de su vejez robusta, había surgido la Intrusa y separado de la envoltura corpórea el alma sencilla y noblota de don Manuel Arévalo. Sin aspavientos ni exageraciones, el dolor filial de Inés fué sincero y hondo; empeñada en consolarla y distraerla, la acompañaba frecuentemente la familia de su marido, y, con mayor frecuencia, éste, salvo en las horas del día en que sus negocios lo ocupaban o, después de las diez de la noche, cuando ineludibles compromisos sociales lo obligaban imprescindiblemente a ir al club. Entonces, en el retiro de su alcoba, junto a las camitas de sus hijos dormidos, Inés pensaba que nadie llenaba el vacío dejado en su alma por la ausencia eterna del abuelo cariñoso, se sentía muy sola y lloraba larga y silenciosamente por el muerto y por sí. La obra sedante del tiempo iba amortiguando la intensidad de la pena. Unos veinte días después del fallecimiento de don Manuel jugaba una mañana Inés con su hijo, tirados ambos sobre una piel de oso en el gabinete. Las manitas del pequeñuelo habían desordenado el peinado de la madre, el moño, muy flojo, descendía sobre el cuello y algunos rizos deshechos acariciaban el rostro arrebolado y sonriente. La belleza de Inés, fresca y sin aliños, triunfaba de la austeridad de su traje de luto, como triunfaba en su alma la alegría maternal del dolor filial, el porvenir del presente. Alfonso, en traje de calle, entró al gabinete y encantado por el lindo cuadro que se presentó a su vista, hizo mil carantoñas a la madre y al hijo, les prodigó los más ditirámbicos elogios y se despidió de ambos hasta la hora del almuerzo. De la puerta regresó dándose un golpe en la frente, como quien recuerda súbitamente algo que un incidente de mayor importancia le hizo olvidar. — ¿Qué te pasa? — le preguntó su mujer. — Nada; distraído me iba ya sin pedirte... No me vayas a decir como los chicos que a quien da y quita el diablo le hace una corcobita. — Pierde cuidado — contestó ella riendo — ¿Qué quieres? Lércari se sentó en un sofá y explicó detenidamente a su mujer un negocio brillantísimo, de resultado seguro, que traía entre manos. Por desgracia, la condenada casualidad hacía qye le faltara un piquillo para ultimar los arreglos económicos, y como él tenía actualmente todo su dinero en movimiento, recurría a las acciones que regaló a los niños para no desperdiciar tan expléndida ocasión. Naturalmente, dentro de pocos días se las devolvería aumentadas. Inés, mortificadísima, inclinó la cabeza. — Alfonso, eso es de los niños, es sagrado; solo en un caso extremo podríamos tocar ese dinero; pero comprometer en una especulación, peligrosa como todas, lo que obsequiaste a tus hijos... — Tonta, si es una pequeñez; ellos pueden ganar mucho y no pierden en ningún caso. ¿Que el negocio resulta? Pues les devuelvo, duplicado, su préstamo. ¿Qué fracasa? Como no representan sus acciones ninguna suma fabulosa, hago cualquier combinación financiera y se las compro nuevamente. Inés, sin dejarse deslumbrar por la lisonjera perspectiva económica pintada por su cónyuge, obstinábase en defender los realejos de sus hijos. Alfonso, cansado de repetir infructuosamente los mismos argumentos, e irritado por la negativa, concluyó ásperamente: — ¡Cuántas veces he de asegurarte que les devolveré sus acciones a los muchachos! Y aunque me quedara con ellas! Las compré con mi plata. — ¡Claro! No había de ser con la mía, puesto que no la tengo. — ¿Ves? Ya te molestaré sin motivo; no he querido decirte eso. — Lo mismo da; lo has dicho. — Sin la menor intención de disgustarte; créelo, hijita; nada más desagradable para mí que dejar de complacerte en algo; si ahora insisto en que me des esos papeles, es porque realmente los necesito. — Tómalos; bastante ha durado ya esta odiosa cuestión por dinero en la que los dos procedemos mal; tú, al exigirme esas acciones; yo, al dártelas. Ensombrecido aún el ánimo por el ingrato incidente, asitió Inés aquella tarde a la lectura del testamento de su abuelo. Don Manuel dejaba algunas prendas de familia a su hija mayor, esperando que las reglas del convento le permitieran aceptar una herencia sin otro valor que el moral; a Constanza, el rancho de Chorrillos, tan lleno de recuerdos para ella; el resto de su modesta fortuna, que no alcanzaría a sesenta mil soles, lo dividía en dos partes: una para la hija residente en Alemania; la otra para los dos vástagos de su hijo Antonio, con la expresa condición de que si alguno de ellos moría sin descendencia, pasara al hermano sobreviviente la parte que al difunto le correspondió. Inés, sintiendo el llanto nublarle las pupilas, pensó: — Gracias, abuelo; ya mis hijos tendrán lo suyo, lo que nadie podrá quitarles. Mientras la madre despedía al notario y a los testigos, Inés quedó sola con su hermano. Quizás por los esfuerzos que éste hizo el día en que el abuelo sufrió el accidente fatal, la enfermedad había progresado, acentuándose visiblemente la desviación de la espina dorsal. Los médicos pretendieron combatirla sometiendo al paciente, por un plazo mínimo de treinta días, a régimen de inmovilidad, acostado dentro de un aparato de forma semejante a la del cuerpo humano y suspendido del techo por correas. Antonio se negó resueltamente, alegando que para meterlo en el ataud siempre habría tiempo, y aceptando únicamente, como transacción, un corsé ortopédico del que renegaba sin descanso. — ¡Pobre papá Manuel! — dijo Inés, sentándose junto a la chaise-longue de Antuco. — Pobre, sí. — respondió éste con indiferencia — ¡Lástima que de puro delicado diese en hipócrita! — ¿Cómo puedes hablar así? — preguntó ella indignada. — Hija, claro está. En vez de advertir francamente que cuando Antuco estire la pata, sea su heredera Inés, sale el buen señor poniéndome en ridículo con la andrómina de que si uno de sus nietos muere sin descendencia, etc. ¿Acaso me veía facha de llegar a ser un patriarca? — Te estás volviendo malo, Antuco, malo de veras, y a fuerza de serlo, ves el mal en todas partes, aun en lo más sagrado debía ser para tí. — En cambio, tú, bobilla, no quieres verlo, aunque se plante delante de tus narices. — ¿Sabes que ya me van cargando tus reticencias? Te ha dado por adoptar un tonito misterioso y soltar frasecitas de doble sentido cada vez que yo digo algo o hablo de alguien, sea mi marido, mi suegra, mis tías, mis amigas, el pulpero de la esquina, el moro Muza o el demonio que te aguante. — ¡Cáscaras, que geniecito estás echando desde que te casaste! En mis tiempos no eras así; yo te tenía muy bien educada; se conoce que te daba mejor ejemplo que Alfonso. — ¡Dále con los alfilerazos! Si yo fuera recelosa y suspicaz, ya me habrías causado más de una jaqueca con tus alusiones envenenadas. — Lo sentiría; pero no me tocaría responsabilidad algunan en las tales jaquecas. Yo no especifico ni personalizo; te comunico observaciones de cáracter general con el fin caritativo de enseñarte a conocer el mundo y convertirte a mis sanas ideas de que la humanidad se compone de tontos y malos, para que no te obstines en pertenecer al primer grupo, y que los otros, los que se ríen de todo, no se rían de ti, como Queta Salas. — ¿Por qué se ha de reir Queta de mí? — Ha sido un error de sintaxis; no he querido decir que tu amiga se ría de tí, sino que se ríe de todo. — ¿Y por qué subrayas lo de tu amiga con tanto retintín? Antes decías nuestra, o, con todo egoísmo, mí. ¿Por qué ese cambio? — Tout passe, tout casse, tout lasse. — A esto le tocó ser cassé; claro! No quisiste escucharme por más que yo te predicaba que no es Enriqueta mujer para que tu la tomaras en serio. — Yo si que no soy hombre para que ninguna me tome en serio — contestó amargamente el mozo — Pero créeme que no hubo la menor apariencia de seriedad; bromas entre amistosas y agresivas sin miras ulteriores. — Antuco, que he nacido antes que tú, y aunque tan inapelablemente me coloques entre la mitad tonta de la humanidad es demasiado esta rueda de molino que pretendes darme como hostia. La intimidad entre ustedes era mucha, muchas las querellas y muchas las chanzas para que todo ello no naciera de la fuente única y eterna de donde brotan... amistades entre personas de distinto sexo que no son octogenarias. Yo no juzgo a Queta tan severamente como tú ahora; veo sus defectos, y veo también la explicación y las causas atenuantes de ellos y los disculpo; pero, con todo, no me gustaba el camino que ustedes seguían porque comprendía que no iba a parar en bien; te lo dije, se lo dije a ella, se lo dije a mi marido para que lo repitiera, por si a él le hacían más caso que a mí..... — ¡Oh! Tu marido salió airoso del encargo, cumplido con toda la autoridad de quien es competencia en materia — interrumpió Antonio en tono de fisga — Sin embargo, no valía la pena de poner a prueba sus brillantes dotes; entre Queta y yo no podía haber nada que a amor se pareciese, y de amistad, solo la que a ella le dió el capricho de fingir, y a mi simpleza inexperta el candor de creer. Mas ¡ay, hija mía! el tiempo no pasa en balde ni la vida es tan mala maestra; enseña a coscorrones; pero enseña bien; la letra con sangre entra; yo yo, a fuerza de vapuleos de la profesora, he aprendido muchas cosas de las que sabré aprovecharme en su día; entre otras, a conocer a Enriquetita. Vaya si la conozco! Nadie sabe tan bien como yo todo lo que esconde bajo su gracioso aturdimiento esa histérica disfrazada de ingénua. — ¡Antuco, por Dios! — Déjate de escrúpulos, Inés; ni tu edad ni tu condición de casada son para que te asusten las palabras; por lo demás, sabes que soy discreto; mi juicio sobre Queta solo lo conocen tú y ella, a quien se lo he expuesto en más de una ocasión, y por cierto que con toda extensión y claridad, porque yo, cuando no puedo evitarlo, converso con ella tan cordialmente como antes. — ¡Valiente cordialidad! Un duelo con apariencias de torneo ingenioso, y con la intención real de atravesar al adversario de parte a parte. — ¡Quiá! Exageras! Mira, lo único que de veras la ha herido de cuanto la he dicho quizás porque no lo hice por picarla, sino con la más sincera convicción, es que apesar de todas sus argucias, de todas sus insinuaciones, de todas su malas artes y de todo su apetito famélico de casarse, bajará al sepulcro..... — ¿Virgen y mártir? — preguntó Inés sonriendo. — ¡Oh! No puedo asegurar tanto; pero soltera, inevitablemente soltera, sí; pregúntale a tu marido que fué testigo de la escena casi belicosa — y Antuco volvió a reir sarcásticamente. Inés no reía. Miraba el rostro de su hermano, envejecido por el sufrimiento físico y por el gesto de burla desesperada que lo contraía y pensaba compadecida: — Infeliz! Si Queta quisiera, ¡qué fácil le sería domarte y rendirte, endulzar con piadosas mentiras la hiel de la vida que te ahoga, entretenerte, jugando contigo somo si fueras un hombre de verdad! Antuco, viéndola silenciosa, dijo con cierto aire de triunfo: — Parece que te he convencido. — No; me has escandalizado, lengua de víbora; me marcho por no oirte; voy a pedirle a Santa Rita, abogada de imposibles, que no seas tan mal hablado.... ni tan peor pensado. — Y yo a mi patrón Mefisto que te basta las cataratas, poquito a poco para que no te haga mucho daño la crudeza de la luz — y Antuco, correspondiendo al beso de despedida de su hermana, volvió a sonreir con su sonrisa enigmática y desconcertante. XIV. TRAGI-COMEDIA ECONOMICA. Si las preocupaciones inherentes a las dificultades pecuniarias no fueran acíbar sutil y pegajoso capaz de amargar los más dulces manjares, podría proclamar Alfonso Lércari que no había, bajo la capa del cielo, mortal que la pasara tan ricamente como él. No como resultado de un plan estudiado a la práctica con empeñosa tenacidad, que no era Alfonso hombre de meditaciones cansadas y laboriosidades majaderas, sino por complicidad amable del azar, que fué creando situaciones favorables a sus antojos, se había formado Alfonso una existencia dual, en la que a su sabor gozaba ya del dulce hogar alegrado por risas infantiles e iluminado por unos bellos ojos de mujer, ya de distracciones menos patriarcales, pero más variadas, y tan sabiamentes organizadas unas y otras, tan perfectamente delimitados los respectivos terrenos, que lo que en el uno ocurriera había de ignorarse en el opuesto tan por completo como si hubiera sucedido en las antípodas. Por lo menos, tal imaginaba Lércari para tranquilidad de su elástica conciencia y satisfacción de su sensibilidad, tan generosa que solo cuando podía decir tutti contenti disfrutaba a gusto de las liberalidades del destino. Para lograrlo, seguía, interpretándolo a su guisa, el consejo del poeta: — Glissez, mortels, n'appuyez pas — y así se deslizaba su alma sobre la superficie de las cosas gratas, sin detenerse a profundizar nada, ni las consecuencias dolorosas que podrían seguir a las aventuras risueñas, ni la sombría melancólica que velaba la sonrisa buena de su mujer. Si, porque apesar de la firme voluntad de Inés de ser feliz para ver placentero su hogar, contento a su marido, a sus hijos dichosos, se había infiltrado en su espíritu un malestar indefinido y persistente, que cualquier detalle — suspiros de la suegra, miedos de la tía Jesús, insinuaciones malévolas de Antuco — venía a aumentar. En parte por orgullo, por no descubrir el debilitamiento de su fe conuygal, en parte por el vago temor de conocer males incurables, se había prohibido a sí misma alimentar sus inquietudes con averiguaciones peligrosas, e, imitando inconscientemente a su marido, ella también se fijaba solo en las hermosas apariencias externas, sin analizar el interior, no por egoísta comodidad, sino por recelo doloroso de destruir, al razonarla, su quebradiza ventura. Alfonso, a ratos, creía pasarse de escrupuloso al tomar tan cuidadosas precauciones para ocultar a su esposa ciertos detalles de su existencia callejera, porque, en buena cuenta, ¿qué falta grave cometía él, en qué infracciones serias del deber familiar incurría al extender un poquito las alas fueras del nido? Si las mujeres tuvieran un criterio más amplio y un poquito menos de exigencias mimosas, él podría contar a la suya, casi punto por punto, la vida que llevaba fuera de casa. No sería la de un benedictino, precisamente, pero tampoco la de un calavera rematado ¡qué diablos! Darse un paseito por las calles centrales a la hora del muchacheo, asistir a tal o cual espectáculo de moda, charlas unas horas con los amigos en el club, ¿eran motivos para que Inés le pusiese mal gesto? En puridad de verdad, no se lo ponía; mas Alfonso, a fuer de listo y perspicaz, lo adivinaba. También esa misma avisada perspicacia lo llevaba a imaginar el efecto que causaría en el ánimo asaz impresionable de la señora el conocimiento da las visitas que él hacía a cierta casita muy mona, que en un barrio moderno y elegante habitaba una damisela de las mismas condiciones del barrio, conocida por el diminutivo graciosamente parisino de Toinette. Las tales visitas no tenían verdadera importancia; un tantico dispendiosas y un mucho mas entretenidas, carecían en lo absoluto de trascendencia: devaneos fútiles, pasatiempos casi inofensivos y nada más. Pero ¡vaya usted a hacerles entender esas cosas a las mujeres! ¡Vaya usted a hacer entrar en sus cabecitas caprichosas la teoría, desde tiempo inmemorial sustentada en libros y peroratas y sostenida con la elocuencia abrumadora de los hechos por doctos varones, peritos en la materia, y tan sencilla y clara como la verdad misma, sobre la diferencia radical entre el amor legítimo... y lo otro! Y no es diferencia la verdadera palabra; menos lo es oposición; es algo más expresivo y concreto que significa que lo inferior a una condición excelsa no puede ofenderla, aunque otro cosa parezca a los ojos miopes del vulgo. La novia, la esposa simbolizan cuanto de elevado y noble puede el hombre concebir; la mujer así amada ocupa un lugar aparte en el corazón, el mejor, el más alto; pretender que el único sería demasiada gollería; pero, indudablemente, es tan elevado ese puesto como en el templo el de la divinidad, que no se entera, por cierto, si algún idolillo falso se ha colado por la sacristía. Desgraciadamente, las mujeres, con toda su fama de abnegadas y soñadoras, son seres egoístas y limitados, incapaces de apreciar la hermosa liberalidad de ciertas doctrinas y prácticas que su estrechez de criterio rechaza. Por eso Alfonso vivía en continuo sobresalto, temiendo que cualquiera circunstancia imprevista descubriese a Inés a lo mejor el secreto de las visitas a Toinette, secreto que en cierto círculo social de Lima no lo era ya, por ser varios de los que lo formaban tan asiduos visitantes de la francesita como el mismo Lércari.... Mayor disculpa para éste! Y Alfonso, confiado en las precauciones que tomaba y en su estrella gigante, esperaba no necesitar darla. Asi le inspirara la misma confianza su situación. Dichoso país éste sin gobiernos serios, sin prestigio externo, donde carece de farantías el capital extrangero y el nacional se anemiza de puro estancado! Bueno; el de Alfonso no sucumbía de inmovilizado, por cierto; pero si ésta fuera una nación como Dios manda, con grandes empresas, con actividad comercial, ¿no habría él encontrado a potrillo los modos de aumentar su caudal, dándose el gusto de gastar cuanto se le antojara en las necesidades de su familia y en las propias? Decididamente, el destino le había jugado una broma pesada al colocarlo en medio tan mezquino, donde se frustran todas las iniciativas, donde nada se puede hacer, razón que explicaba, tan superabundante como perogrullescamente, por qué el amigo Lércari no había dicho nada, absolutamente nada en los siete lustros que contaba ya de existencia. Es decir, si había hecho lo mismo que hizo su ilustre abuelo y tocayo, aquel don Alfonso del Soto Umbrío, hábil solo para derrochar lindamente la fortuna que otros amasaron, y Alfonso, el nieto, a imitación de su antecesor, había desempeñado tan a conciencia la grata faena, que ya en sus manos pródigas quedaba muy poco de lo que para él reuniera el laboriosísimo y honrado italiano que le dió el ser. Alfonso, recién llegó de Europa, para distraer su nostalgia del viejo continente y facilitar su regreso a él, tuvo la buena intención de desenredar el lio enmarañado de sus interes y ocuparse de ellos personalmente hasta restablecerlos en su antigua condición. Ignorante de los medios de los medios de tonificar la débil voluntad para llevarla por los abruptos senderos del trabajo y el deber, desalentóse Lércari a las primeras dificultades, y juzgando, com desprendimiento de gran señor ocioso, que el vil metal no vale los afanes que cuesta, siguió meitiendo la mano hasta el codo en sus arcas, sin querer ver que pronto tocaría el fondo. No poco contribuyó a este fin Toinette, y eso que se trataba de una persona delicadísima, incapaz de medir el afecto de sus amigos por su liberalidad; naturalmente, esta finura comprometía la generosidad varonil; y así, entre finezas y generosidades, se encontró un día Alfonso con tal cúmulo de facturas por cajas de champagne, cenas, tal cual alhaja, algún mueblecillo de buen gusto, trapos, perfumes, flores y demás pequeñeces por las que se pirran las hijas de Eva, que no había otro remedio que cancelarlas sino quería que el rencor de los acreedores se tradujese en indiscreciones desacreditadoras. La manera de evitar este peligro era sencillísima: pagar, la dificultad estribaba en hallar el dinero indispensable para hacerlo. Tras de mucho cavilar, se convenció Lércari de que el único recurso que le quedaba era el que se le ocurrió desde el primer momento y que había rechazado con la esperanza de encontrar otro que no se le hiciera tan cuesta arriba emplear: solicitar un préstamo con la sola garantía que ya podía ofrecer: la casa solariega.Tan duro se le hacía, apesar de su despreocupación egoísta, comprometer tristemente el santuario de sus tradiciones de familia y de sus recuerdos íntimos, como solicitar el consentimiento de las tres señoras propietarias de la casa, de la cual él, en estricta justicia, no era sino futuro poseedor de una tercera parte, la correspondiente a su madre, pues las tías podían dejar las suyas a quien mejor se les antojase. Alfonso no temía absolutamente que esto llegara a ocurrir, como tampoco temía que a su petición se opusiera negativa alguna; pero de una escenita sentimental, con visitas al melodrama, de reproches velados, consideraciones pavorosas sobre el porvenir, lágrimas y soponcios, no lo libraba nadie. Tan desagradables previsiones se realizaron con creces; el papel de Lércari no se limitó, como él pensaba, a pedir primero, convencer después e imponerse en último caso, sino que hubo de pelear recia batalla de la que no salió triunfante en toda la línea. Filo, su contendora, supo sostenerse en sus trincheras, defendiendo briosamente la causa de los hijos inocentes contra el padre pródigo. — Me duele decírtelo; — terminó, reasumiento sus argumentos — pero no tienes ni sombra de derecho en tu pretensión. Esta casa es solo nuestra, de las tres pobres viejas, que la supieron conservar en los malos tiempos, a costa de mil sacrificios, y que después la han disfrutado tranquilamente, gracias a la generosidad de tu padre, que en gloria esté, que si estará, porque era un santo varón. ¡Lástima que en nada hayas salido a él! De la parte de tu madre, podrás disponer en lo futuro; ahora ¿por qué? Su deber es conservar íntegra la herencia de nuestros padres para que mañana tengan tus hijos un pedazo de pan, y no fomentar, con culpables condescendencias, que sigas ofreciendo con tus locuras a Dios y a tu mujer. Pobrecita! Dios quiera que no lleguen a sus oídos las habladurías que han llegado a los nuestros. Alfonso, negando unas cosas, explicando otras y prometiendo muchas más, se esforzó en rebatir los argumentos de Filo. Fué en vano: su brillante dialéctica, sus argumentos especiosos, sus alegatos sofísticos se estrellaron contra la firme voluntad de la tía. El mozo, vivamente excitado por la contradicción, tuvo el mal gusto de caer en la nota melodramática que su imaginación burlona adjudicó a las ancianas en el reparto de papeles y habló de almas heladas por la avaricia, de compromisos de honor, de problemas solucionados por el revolver.... Su madre, más abatida que asustada, le interrumpió, esquivando los ojos severos de la hermana mayor: — Calla, calla, por Dios, y dispón de lo mío como quieras. — Y de lo mío también — sollozó Jesús, siempre propensa al llanto la infeliz. — Pues con lo mío no se divierte nadie — afirmó Filo a su vez. — Resolución propia de un corazón endurecido en la soltería, incapaz de sentimientos maternales — declamó Alfonso, muy digno. — Mira, muchacho, — respondió la vieja — lo de solterona estoy oyéndolo desde antes que tu nacieras; calcula si podrá sonarme a nuevo ni hacerme impresión; y en cuanto a sentimientos maternales, los conozco todos, hasta el de perdonar a los hijos ingratos. — Permíteme decirte..... — Nada, hombre, nada; no creas que me has ofendido. Hago el mismo caso de tus desahogos que de los no te queyo que me dicen jugando esos angelitos por los que sé lo que amor de abuela — y el rostro acartonado de Filo, contraído por la dureza de la discusión, se suavizó al recuerdo de los pequeñuelos, rayo de sol de sus postreros días. Un largo rato permanecieron todos silenciosos, entregados a sus pensamientos. Alfonso, dueño otra vez de sí mismo, tranquilizado por la seguridad de satisfacer apremios, habló así, con un aplomo que hubiera sido cínico si no naciera de ese optimismo tenaz de los imaginativos, que dan por realizado cualquier proyecto que les cruza por el magín, y son los primeros, y muchas veces los únicos, convencidos por su elocuencia. — Ustedes han exagerado mucho la gravedad de la situación; todo lo que hay es que la vida es cara, que la familia cuesta, cuesta mucho, y que cuando se consume y no se produce se encuentra uno derrepente, sin saber cómo, con el agua al cuello; me servirá de enseñanza, no lo duden, y dentro de unos días verán ustedes el empleo seguro y productivo que le doy al dinero que me quede después de satisfechas ciertas deudas urgentes; deseo, si, vivamente que Inés no se entere de estas dificultades; a qué mortificarla sin objeto, si ya están remediadas? Ustedes comprenderán la justificación de este anhelo mío, y espero que me ayuden a realizarlo. Apesar de su pose de hombre de mundo, Lércari, al acabar su perorata, no pudo menos de mirar con inquietud a su tía Filo. — Descuida, descuida — respondió ésta encogiéndose de hombros. — Ni el ser viejas ni el ser solteronas obliga a ser también chismosas; no seremos nosotras quienes le vayamos cuentos a la pobre muchacha para amargarle más la vida; pero lo que noostras callamos, muchos lo pueden decir; no te fíes, no abuses; mira que nada hay oculto bajo el sol. Alfonso, condenado a callar por su propio interés, se limitó a mirar ferozmente a su tía. Con las negras vestiduras colgadas en el cuerpo enjuto, estirado el pescuezo, todo cuerdas y pellejos, acentuada la largura del rostro por un moño mezquino de cabellos grises plantado en la coronilla, temblona la barba descarnada que avanzaba al encuentro de la nariz ganchuda, severos los ojos, amenazador el índice nudoso levantando con ademán sibilino, la vieja dama parecióle a su cariacontecido sobrino agorera Casandra encarnada en arpía. XV APURANDO EL CALIZ. — Variando el angarce a los brillantes y cambiando por platino este cerco de oro palidecido por el tiempo, quedará el medallón de última moda. — Puede ser; — contestó Inés a la observación del empleado de la joyería — pero yo deseo conservar a esta joya su carácter antiguo; únicamente quiero reemplazar los dos brillantitos que faltan. La alhaja en cuestión era una miniatura de la difunta señora Arévalo que don Manuel legó a su hija sor Mariana del Crucificado; aunque el valor intrínseco del medallón no era mucho, por ser pequeños y de poco precio los brillantes que lo rodeaban, las severas reglas del convento de Jesús María no permitieron a la monja conservarlo, y ella lo entregó a su sobrina Inés, convencida, según la dijo, de que en ningunas manos estaría mejor. Inés, emocionada, ofreció conservar siempre la imagen querida de la abuela, aunque le parecía imposible que fuera una misma la bondadosa viejecita de sus recuerdos infantiles y la damisela de la miniatura, cuya belleza armonizaba delicadamente con la gracia lánguida de las modas de 1860; el escote caído, dejando ver la línea de los hombros, y el cabello, sujeto en la nuca como al descuido y cayendo en rizos por el cuello. — Tiene gazón la señoga — dijo el propietario de la joyería, un alemán cincuentón, rubio como las candelas, saludando a su cliente. — Esta miniatura tan bella, que pagese de la empegatziz Eugenia, no debe pegdeg el sello de su época. Las alhajas antiguas deben gestaugagse y no modegnizagse, sobre todo si se tienen joyas de moda tan buenas como las de usted, señoga. No hace mucho el señog Légcagi llevó paga usted un pendantif ¡oh! qué magavilla! El tiene un gusto exquisito. Inés alzó el rostro tranquilo para decir al germano que se había equivocado; su marido no la había llevado joyas hacía algún tiempo; el luto tan fuerte de ella le impedía usarlas; pero al levantar los ojos, la fisonomía inquieta del empleado que miraba a su jefe con nerviosa insistencia como para obligarlo a fijarse en él y hacerle comprender por la expresión de su rostro que estaba desbarrando de un modo lamentable, chocó desagradablemente a Inés e hizo brotar en su espíritu una sospecha tan cruel como la revelación de un mal; dominando su impresión dolorosa, contestó con naturalidad: — Realmente; mi marido es muy entendido en esas cosas; — y, a renglón seguido: — ¿Para el sábado estará terminado mi medallón, verdad? — y, después de escuchar la respuesta afirmativa, despidióse y salió del lujoso almacén. Ya en la calle, en vez de tomar el camino de su casa, como había sido su primitiva intención, recorrió con paso rápido la corta distancia que la separaba de la iglesia de San Agustín y entró al templo como a un refugio. El sagrado recinto estaba casi solo; una hora antes, a las 10, había terminado la última misa, y apenas se veía aquí y allá unas cuantas devotas, de rodillas unas, otras sentadas en los bancos, con mas apariencia de descanso que de oración.. Al pié de un altar del Crucificado yacía una mujer en la actitud de desesperado abandono de quien, bajo el agobio del dolor, no tiene ya fuerzas ni para guardar convencional compostura; fatigada de estar de rodillas, pero sin abandonar esa posición, descansaba el cuerpo sobre los talones y levantaba hacia la divina imagen el rostro, pálido entre los pliegues de la modesta manta. Era pobre, era joven, quizás bella, tenía la cara demacrada, contraída por un gesto trágico la boca callada y ni lloraban ni suplicaban los desolados ojos, que, fijos en el Señor, parecían decir simplemente: — Sufro y vengo a Tí. Inés, estremecida ante la triste visión que hizo brotar en su mente la tremenda pregunta que surge en el espíritu atemorizado por el espectáculo de la desventura ajena — ¿también yo padeceré tanto? — se alejó apresuradamente de allí, y fué a dejarse caer en la banca más próxima al altar mayor, donde mas lejos quedaba de posibles miradas indiscretas. Maquinalmente hizo la señal de la cruz; — Señor, ilumíname, ayúdame a pensar, házme ver claro — murmuró con fervor y, hundiendo la frente entre ñas finas manos desenguantadas, cayó en profunda meditación. La inconsciente revelación del alemán, subrayada por la manifiesta inquietud de sus dependiente, mozo criollo y listo, siempre al tanto, por la charla de los compañeros y de los mismos aristocráticos parroquianos, del chismorreo social, fué para Inés la confirmación de lo que su perspicacia observadora la hacia temer. No era ya solo la vida mundana de su marido, la desigualdad de su carácter su egoísmo indolente, su mal disimulado despego, alternado con ráfagas intempestivas de ternura, de los cariños hogareños; era, además, la agitación constante, cada día más visible, que atormentaba la, hasta entonces, tranquila vejez de las Soto Umbrío; la diferencia, entre respetuosa y compasiva, que a ella le manifestaban; los sarcasmos punzantes contra las costumbres modernas que brotaban de la boca desdentada de Filo; los ¡pobrecitos! mojados en llanto, que se le escapaban a Emilia al acariciar a sus nietos; las lamentaciones continuas de Jesús.... Inés veía y callaba, esperando el momento de saber. Este llegó, como llega siempre lo malo. Una mañana salió Alfonso a dar una vuelta antes de almorzar, según dijo; Inés no lo extrañó ni tuvo tampoco inconveniente para acceder al deseo de Inesita que la pedía asomarla al balcón para hacerle adiós al papá.... — Mira, mamá, gritó la chiquilla — señalando a la calle: — papá se va a pasear en coche con las abuelitas.... ¿Porqué no nos llevan? Inés no pudo contestar a la inocente pregunta de la niña, ni, mucho menos, a las que atormentaban su corazón oprimido. ¿Qué significaba aquella salida inusitada? ¿Porqué Alfonso, tan poco aficionado a los cuadros de familia, acompañaba a las dos señoras? ¿Porqué no la habían dicho nada a ella? ¡Ay! No sería para darle una agradable sorpresa! Al contrario; algo la amenazaba; eso lo presentía su alma angustiada; lo sabía de cierto. Deseosa de averiguar lo que tanto la interesaba, Inés se revistió de serenidad y haciendo a sus hijos alegres propuestas de ir a visitar un rato a la tía Filo que se había quedado solita, bajó con ellas a casa de las Soto Umbrío. Le pareció a Inés que nunca la esqueletizada dama se había mostrado tan amable con ella y tan extremosa con los nenes como en esa ocasión; y al mismo tiempo, quizás para que no todo fuera dulzura, que jamás había prodigado más acerbas diatribas ciontra la corrupción social y el egoísmo masculino, y también — tópico completamente nuevo — contra la estupidez de las gentes que no sacan provecho alguno de las enseñanzas de la vida, y que, aunque tengan más años que Matusalen, se dejan engañar, como mocosos, con cuatro zalamerías y un par de mentiras..... La pobre Inés iba atando cabos. Cuando se convenció que de aquél borbotón de ironías y quejas no sacaba mas en claro, se marchó a dar el almuerzo a los chiquitines. En el patio se cruzaron con Emilia y Jesús que regresaban; ésta, sin detenerse, saludó con la mano, y entró a la casa poco menos que corriendo; Inesita la gritó: — ¿Po qué estás coloyada como un tomate? Emilia se paró a acariciar a los nenes y, afectando la habitual tranquilidad, hablaba a su hija política de la mucha concurrencia atraída aquella mañana a la Catedral por la fama de un predicador notabílismo, cuando llegó de la calle un individuo, entre amanuense y criado, que, alargando a la dama un paquetito, la dijo respetuoso: — El señor escribano me manda a entregar a la señora sus anteojos que dejó olvidados en el estudio. Inés miró intensamente a su suegra, esquivó ésta el rostro humillado y se separaron las dos mujeres, silenciosas y dolidas. Inés esperaba una confidencia de las Soto-Umbrío, complementaria de la revelación de la casualidad; no llegó; entonces la exigió de su marido. Alfonso, al oir las preguntas de su mujer, los razonados fundamentos de sus sospechas, se turbó visiblemente; luego, reaccionando, se encojió de hombros. — No te preocupes por pequeñeces — dijo con aparente indiferencia. — Si vas a ver las cosas a través de las gafas de estas buenas señoras, los granos de arena te parecerán montañas; ellas, con sus ideas anticuadas, creen que el dinero se debe conservar guardadito aunque crie moho; no comprenden que hay que arriesgar algo para ganar mucho. Por ejemplo, ahora me propongo.... y se lanzó en una de las disquisiciones fantásticas conque pretendía maravillar a Inés cuando le pedía explicaciones. Ella le escuchaba avergonzada y silenciosa, diciendo para sí — ¡Cómo miente, Dios mío! — completamente desencantada del hombre. Ahora también lo estaba del marido; si, porque aunque solo indicios vagos le anunciaban la traición, decíale que era cierta la amarga tristeza que la abrumaba, esa tristeza desesperanzada que la dejaba secos los ojos y pesaba sobre todo su ser como una losa que ya nunca podría quitarse de encima. Sin embargo, ella debía, ante todo, encontrar la prueba certera de sus suposiciones; pero, ¿cómo? ¿Espíando, interceptando cartas, huroneando en muebles, carteras y bolsillos? Nó; eso nunca; ella no descendería a tan ruines averiguaciones, no rebajaría su dignidad de esposa; su derecho, mas aún, su deber, era el de preguntar, cara a cara, como un juez, no el de pesquisar como un agente de policía, y si resultaban ciertos sus temores.... Si resultan ciertos — dijo casi en voz alta — ¡Dios dirá! — y, después de santiguarse, se dirigió a la puerta. Al pasar junto al altar del Crucificado, vió que estaba aún a los pies del Señor la misma desolada mujer, en idéntica actitud de desesperado abandono. Inés tomó el primer coche que encontró desocupado y dió al auriga la dirección de su casa. — Si és está allí — pensaba — ahora mismo le hablo, ahora mismo salgo de dudas; si lo confiesa todo, si me convenzo de que es cierto.... Aquí el atormentado cavilar de Inés retrocedía asustado ante las resoluciones definitivas y se perdía por el campo de sus recuerdos juveniles. Cuando ella, en sus años primaverales, oía historias de maridos infieles y de mujeres tolerantes, cuya generosa indulgencia aplaudía el auditorio, su altivez femenina revelábase indignada contra el sentir general. — Pues yo digo — fallaba con todo el radicalismo de su inexperiencia — que se necesita ser muy sinvergüenza para perdonar y aguantarse. — Los demás la contradecían y ella rebatía calurosamente los argumentos contemporizadores y el juicio de su madre, que aseguraba, sonriendo, que la niña cambiaría de opinión con el tiempo, conforme fuera conociendo las complejidades de la vida y las exigencias de la sociedad ¿Se cumpliría la profecía? ¿Habría variado el sentir de Inés, según lo auguraba su madre? ¿Sería ella de las resignadas, de las que a todo se someten por no provocar hablillas ociosas, por no introducir alteración ninguna en el vivir de sus hijos? ¡Sus hijos! El tierno recuerdo inundó de lágrimas los ojos de Inés; las secó prontamente, con violencia; no era ocasión de lágrimas; debía conservar toda su serenidad, toda su energía para la explicación definitiva. Ya el coche se detenía a la puerta de su casa; el instante supremo se aproximaba; pero si acaso su marido no estuviera..... Un suspiro de alivio dilató el pecho de la angustiada mujer ante la posibilidad de alejar el momento decisivo. Al subir la escalera encontró a una criada. — ¿Está el señor? — la preguntó. — Si, señora — contestó la fámula. — Está en la salita con la señorita Enriqueta que acaba de llegar. La noticia contrarió vivamente a Inés. — ¡Esto más! — se dijo — Tener ahora que soportar la frivolidad de esta muchacha, su chismografía malévola, su cháchara aturdidora! Y si se le antoja convidarse a almorzar, no sé que cara voy a ponerle. Pensando estas cosas, entró Inés al salón colonial cuya gruesa alfombra apagó el ruido de sus pasos lentos; en la habitación contigua vibraban las carcajadas de Queta; el timbre agudo de su risa repercutió desagradablemente en el cerebro dolorido de Inés. — ¡Bien dice mi hermano — pensó en el colmo de la exasperación — esta mujer es insoportable! — e iba a levantar la cortina para entrar al gabinete, cuando reflexionó que no estando ella presente, abreviaría Queta su inoportuna visita. Las primeras palabras que oyó la confirmaron esta esperanza. — Bueno; si no viene esa vagabunda, me voy — decía la voz clara de Enriqueta. — No será sin regalarme antes esa flor — respondía, más burlona que galante, la de Lércari. — He dicho y repito que no me da la gana. — Hablar por hablar! Afán de darse importancia! Le pedí a usted la flor sencillamente y del mismo modo debió entregármela, puesto que bien sabe usted que si de veras la quiero, la cojo. — Eso está por verse! ¿O se ha imaginado usted que todo es tan fácil de conseguir como la predilección de esa franchuta retocada que lo trae a usted al retortero? — Chicuela, déjese de repetir hablillas. — Pues no dé usted pábulo a ellas con su conducta descarada; se lo aconsejo como buena amiga; mire usted que Lima es muy chiquita y la gente muy amiga de meterse en la vida del prójimo y se entera pronto de estas cosas y las cuenta y las comenta y las exajera a su regalado gusto y a lo mejor llegan a oidos de quien no debe oirlas y tiene usted la gran molestia y le estará muy bien empleado.... por tonto, porque la verdad es que la tal Toinette (ya ve usted que conozco hasta le petit nom) no es para tanto; quitándole pinturas y perifollos ¡qué poco quedaría de la decantada hermosura! — Concedido; no sirve para descalzarla a usted. — Alto ahi, amigo! Nada de comparaciones. ¿Qué se ha figurado usted? Todavía hay clases. — Lo siento mucho. — Insolente! ¡Grosero! Ahora si que no le doy a usted la flor. — ¿Qué no? Aunque la levante usted un metro por encima de su cabecita loca, le quito esa flor... u otra más de mi gusto. — Suélteme usted, Alfonso — chilló irritada la voz de Queta. Inés, en el dintel de la habitación contigua, paralizada por el ansia de saber, de saber más, de bajar hasta el fondo de su desgracia que la casualidad le había hecho conocer, al escuchar el grito, juzgó que ya había oído bastante y que había llegado el momento de ver, abrió con brusco tirón las cortinas, entró al gabinete y vió.... Vió a Queta empinada sobre un taburetito, a Lércari sujetándola por la cintura con la siniestra mano y procurando alcanzar con la diestra la flor que ella enarbolaba en alto, mientras su boca atrevida buscaba la de la muchacha, que indignada, la esquivaba, bregando por desasirse. Apenas un segundo contempló la ofendida esposa la escena; los actores de ella, apercibidos instantáneamente de su presencia, se apartaron rápidamente en el colmo de la confusión. Queta, rabiosa contra Lércari, pensaba: — Me he lucido! Todo por este bestia! Y ahora ¿qué hago? ¿Me desmayo? Nadie me hará caso. Me largo calladita — y recojiendo los trebejos esparcidos sobre la mesa (sombrilla, devocionario, bolsa, guantes) se deslizó hacia la puerta, sin atreverse a mirar a la amiga a quien tanto daño hacía con su culpable ligereza. Libres de la presencia de la muchacha, los dos esposos sacudieron simultáneamente el estupor que los inmovilizaba; ella se dirigió lentamente a su dormitorio; él intentó detenerla con desesperada súplica. — Inés, perdóname, escúchame; voy a decírtelo todo, todo. — Déjame — respondió ella con voz opaca. — Permíteme hablarte, confesártelo todo; te lo ruego por nuestro amor, por nuestros hijos. — Déjame — repitió ella con la misma sombría resolución, con igual acento sin inflexiones, en que no vibraba la cólera de la mujer ultrajada ni gemía la amargura del amor traicionado; voz desalentada y sin eco que parecía venir de muy lejos, tal vez de las alturas de la felicidad perdida. Alfonso miró aterrado a su mujer. Fría, impasible, sin prisa, descolorido el rostro entre los crespones de duelo, inexpresivos los ojos, enormemente agrandados por la sombra profunda de las ojeras, pasó Inés delante de su marido y se encerró en su cuarto. Al verla desaparecer, muda y trágica, vestida de luto, Alfonso aquilató por vez primera la extensión de sus extravíos, las consecuencias de sus debilidades y sintió que junto con la triste mujer que se alejaba, ausentábanse también la luz de su hogar y la poesía de su vida. XVI SOBRE LAS RUINAS. Alfonso: Te extrañará que te escriba, cuando, dentro de ocho días, habitando ya la hacienda, donde tu amabilidad me ha precedido para ahorrarme las molestias de la instalación, podría decirte de viva voz todo lo que va en esta carta; o, si la necesidad de esta explicación me urgía mucho, en plazo aún más breve me sería fácil exponerla, pues sé que me bastaría insinuar el deseo para que inmediatamente acudieras a satisfacerlo; nunca he dudado de tu galantería. Precisamente para evitarme, para evitarnos, diré mejor, las torturas de una nueva conferencia íntima es que tomo la pluma; así tengo la seguridad de decirte todo lo que debo, todo lo que necesito decirte con entera franqueza, con sinceridad absoluta, sin que nada me coarte ni me excite, sin condescendencias culpables ni exaltaiones injustas, abriéndote mi alma de par en par para que penetres en ella, para que la mires con todo detenimiento y serenidad, como la miro yo en esta hora suprema, en que decido inapelablemente mi porvenir. Ante todo, te pido que me disculpes si en algún concepto mío hallas ofensa o recriminación; no es mi intención hacértelas; ya, ¿para qué? No, por Dios; basta de escenas dramáticas, de reproches, de protestas, de dudas, de juramentos, de lágrimas; ya no tengo fuerzas para luchas de sentimientos; razonemos ahora tranquilamente; y si de estos razonamientos se desprende algo que te moleste o te duela, acéptalo como el resultado fatal de los hechos y no lo atribuyas, te repito, a mezquino afán mío de quejas ociosas. Aquel día inolvidable en que una serie de casualidades, providenciales o crueles — ¡quién sabe! — descorrió el velo que ocultaba a mis ojos el lado culpable de tu vida, la reacción violenta de todo mi ser contra el dolor inmerecido me sugirió el deseo de abandonar para siempre el teatro de mi desventura, de no hablar jamás de ella, de abrir un abismo insalvable entre el pasado y yo. Tu insistencia por verme me convenció de que eso era imposible, de que cuentas tan largas no se liquidan en un minuto y accedí a escucharte porque debía hacerlo y porque estaba completamente segura de mí, de que cuanto pudieras argüir y rogar no variaría mi resolución esencial. Así fué: ni la explicación leal de tus errores, ni la clarividencia a posteriori con que los mirabas, encontrando su origen en el gusto por la holganza y el lujo, fomentado por el medio, que te llevó por fatal pendiente, al derroche de tu fortuna, a la traición conyugal, al escarnio de tu hogar, galanteando torpemente en su mismo sagrado recinto a una desequilibrada peligrosa que abusó de la cándida confianza de la mujer para enardecer al marido con sus provocaciones; ni los repetidos juramentos de que, en medio de tantos extravíos, jamás habías dejado de venerarme y quererme; ni la promesa de confinarte en la hacienda y dedicarte exclusivamente al trabajo y a la familia; ni las consideraciones sobre el juicio que a la sociedad merece la mujer despiadada que, por castigar un agravio, deja a sus hijos sin padre, nada me hizo vacilar un punto mi decisión. Ay, Alfonso! ¿En qué promesas podía yo confiar cuando todas las había visto holladas? ¿Qué respeto podía inspirarme a mí, curada de escrúpulos a fuerza de desengaños, el pueril espantajo de la opinión mundana? Ante mi resistencia, abandonaste el campo, no sé si más despechado que dolido, y yo quedé sola, paladeando las heces de mi amarga victoria.. Vino después tu madre y empezó tu defensa, empleando, con más tristeza que calor, los mismos argumentos usados por tí; pero al poco rato su aparente entereza la abandonó y estalló en sollozos, acusándose de ser ella, ella sola la responsable de todo el mal, por no haber sabido prepararte para la lucha, por no haberte enseñado a dominarte. Sus lágrimas santas de anciana, a quien ya la vida solo ha dejado la facultad de sufrir, me vencieron; esa grandeza del amor maternal, que reclama para sí todo el peso del dolor, toda la responsabilidad, toda la expiación, sin pensar siquiera en quejarse del propio daño, pudo más que mi voluntad severa; y pensando que tal vez por enjugar el llanto de una madre, me libraría Dios en el porvenir de verterlo por mi hijo, desistí mi resolución y ofrecí que los niños y yo nos iríamos contigo a la hacienda. Ha pasado muy poco de eso, las heridas están demasiado recientes, y es pronto aún para fallar si hice bien o si hice mal; no lo sé; sólo siento que fuí débil y que es muy raro no arrepentirse algún día de la debilidad; pero, de todos modos, hice una promesa, y, mientras cumplas las tuyas, sabré cumplirla, si tu no me revelas de ella, después de la lectura de esta carta, en la que te expongo con toda lealtad como concibo yo la existencia de hoy en adelante, cual es el camino que veo delante de mí y que seguiré resueltamente, sin desviarme ni una línea. El compromiso que hemos contraído es este: tú abandonas tu grata existencia limeña y te recluyes en la hacienda a trabajar resueltamente para reparar en lo posible el mal causado, para que las buenas mujeres que se han sacrificado por tí puedan cerrar los ojos en la misma casa querida donde los abrieron por primera vez, para que tus hijos puedan sentir el noble orgullo filial; yo te ayudo a reconstruir el hogar con mi presencia, con mi cooperación moral y material, con mi solicitud de hermana; fíjate bien, de hermana; esto ofrecí, al decirte que cedía a los ruegos de tu madre, y no me desdigo de ello; esto aceptaste tú, sumiso. Analicemos ahora tranquilamente las condiciones en que ambos nos encontramos para la realización de tan hermoso plan y probablemente convendrás conmigo en que estuve en lo justo al calificar de debilidad mi condescendencia y que mejor será recurrir de una vez a la solución radical, deseada por mí, que empequeñecernos y gastarnos en un ensayo doloroso. La vida nueva, que en un arranque generoso y poco meditado resolviste emprender, representará para tí, durante un largo tiempo, solo penosos esfuerzos: abandono de tus costumbres, destierro, labor afanosa, lucha con elementos hostiles: en resumen, sacrificios de todo género. ¿Te encuentras con la energía suficiente para permanecer en la brecha? Yo no te creo dueño de tamaños bríos; y esta incredulidad, que me aflije confesarte porque te ha de doler, no proviene solamente de las enseñanzas severas del pasado, no es fruto de la experiencia ni resultado del razonamiento claro y frío; nace de las fuentes mismas del sentimiento, en mí ya exhaustas y no por mi culpa. El amor de la niña necesita de ilusiones; el de la mujer, de estimación; si las primeras pueden retoñar, aunque sin primitiva lozanía, la segunda es planta de arraigo difícil, que requiere terreno fértil y simiente rica; aquí el terreno está agotado, estéril y de la calidad de la semilla desconfío. Espero que me hagas la justicia de no pensar que te hablo en esta forma por puerilidad vengativa; te repito que me es penosa mi ruda franqueza; pero creo que se debe proyectar luz meridiana sobre el arduo sendero que intentas recorrer. Acompañado por el amor, quizás te sería posible llegar a la meta; sin ese guía, desfallecerás a los primeros pasos; y yo ya no te quiero, Alfonso. En la tremenda crisis de mi existencia, la víctima ha sido el pobre amor de mi juventud; te lo declaré la víspera de tu viaje, y me respondiste: — No solo por mí, por tí misma, debemos empeñarnos en resucitarlo. ¿Cómo podrás pasar tu vida sin amor? — Lo que entonces callé para obligarte al silencio, porque me parecía cruelmente irónico que me hablaras de amor, te digo ahora: — Todo se puede; nuestra fuerza para sufrir, nuestra facultad de adaptación son mucho mayores de lo que imaginamos. Si un accidente cualquiera, si una enfermedad irremediable, privara a mis ojos de la luz, me rebelaría primero, me resignaría después y por fin viviría contenta en mi noche eterna; así sabré pasármela sin el amor, luz del alma, lo mejor de la existencia, pero no su todo. Además, tengo a mis hijos como lazarillos; no debo quejarme. Tampoco quiero hacerlo; signo de flaqueza es encarnizarse en el sufrimiento, saborear, con delectación morbosa, sus frutos amargos; una madre no tiene derecho a placeres malsanos. Sé que me esperan horas de nostalgia, de angustia, de desfallecimiento; espero vencerlas. Desde mi niñez, ensombrecida por la muerte de mi padre, no me son extraños no el dolor, ni el sacrificio; después he hecho amplio conocimiento con ellos; en lo porvenir, sabré tratarlos como a esos viejos amigos, familiares y molestos, cuya visita procuramos esquivar, pero que soportamos con el mejor gesto posible, si no hay otro recurso. No quiero que mis penas me tornen hostil a la alegría ajena; quiero que mis hijos sepan que sus risas hallarán eco en mí; quiero que desde pequeños aprendan a mirar la vida cara a cara, y que sepan que si se les presenta fea, pueden embellecerla; si árida, fertilizarla; si enemiga, vencerla, que Dios no es avaro en dotar a sus criaturas de armas para la lucha inevitable; la cuestión es manejarlas bien. Ya ves que el mundo para mi no es un desierto, y que estoy resuelta a no desempeñar en él el mísero rol de paria; me liberto de prejuicios sociales, de temores nimios al que dirán y marcho por el camino recto — el único posible para mí — con mis hijos de la mano, a ponerlos en condición de conquistar el porvenir, sin ahorrarme fatiga alguna para que lo logren. Cerca o lejos de ti, lo haré; tú... quizás vayas mas a gusto solo. Los niños son aún demasiado pequeños para que su compañía sea verdadero aliciente para tí, y la mía te da muy poco para lo mucho que pide: alejamiento de toda distracción, costumbres laboriosas y monótonas, apariencias de fidelidad conuygal.... Oh! Solo apariencias; no exijo imposibles. La partida no es igual; lo confiesa hidalgamente y procuro demostrártelo antes de empeñarla para evitar el bochorno de una deserción en plena lid. Aún estás a tiempo; que no te detenga el banal escrúpulo de ocultar a la sociedad lo que ha ocurrido; la sociedad se lo sabe todo al dedillo; unas cosas poque las ha visto y otras porque las deduce... o las inventa. ¡La fecunda inventiva social! Que no te preocupe, como no me preocupa a mí, el juicio que la mereceré si aceptas mi propuesta de separación franca e inmediata. Sé que entonces, por curiosa paradoja, el veredicto mas severo de la opinión pública será para mí... que orgullosa, que intransigente, que engreída, que sin corazón, que debí aguantarme.... Lo sé; conozco demasiado las tablas de la ley femenina dictadas por el hombre, cuyas cláusulas todas pueden condensarse en este amable precepto: — Mujer, fastídiate. Al terminar este pesada carta, te suplico de nuevo, Alfonso, que medites bien mis razones; no las inspira el egoísmo ni el despecho, sino el deseo de nuestro propio bien, del de nuestros hijos. Reflexiona tranquilamente, sin prevención, en cuanto te digo, y también en lo que dejo entre líneas; si, como espero, estás de acuerdo conmigo en lo esencial, solo nos faltará convenir detalles. En caso contrario, saldré para la hacienda, con los niños, en la feria designada. Yo no quebranto mis promesas. Inés. Eran las ocho de la mañana cuando Inés terminó de escribir; tenía los ojos enrojecidos, quizás por el cansancio de tan larga epístola; la releyó atentamente, la encerró en el sobre que rotuló y lacró, y, por último, la entregó al criado que, llevando unos encargos para Lércari, debía salir de Lima en el tren de nueve. Después Inés se dedicó a sus tareas acostumbradas, activa y sonriente, como en tiempos normales; solo un observador muy perspicaz hubiera podido notar por momentos en su tersa frente el duro pliegue de la preocupación. En la tarde, vestida de calle Inés y muy engalanados los chiquitines entraron a casa de las del Soto-Umbrío. — Voy a ver a mamá — dijo ella. — A éstos los dejaré con la criada jugando en la plaza de armas; no me gusta que frecuenten habitaciones de enfermo. Vamos, nenes; otro beso a las abuelitas y en marcha, que antes de que oscurezca debemos regresar. — Yo voy junto a ti, mamá — dijo Inesita, cogiéndose de la mano de su madre. El pequeñuelo no dijo nada, tal vez por deficiencias de léxico; pero, arrimándose a su madre con balanceo de patito recién salido del cascarón, se le prendió de la falda. Ella se echó a reir. — ¿Han visto la pretensión de este muñeco? A su pasito tardaríamos una semana en atravesar el patio. Upa! Venga usted con su madre, ya que se empeña, y en la puerta de la calle se lo entregaré del ama. Inés levantó al bebé; al tener su carita de rosa tan cerca de los labios, no pudo menos de cubrirla de sonoros besos, y llevándolo sostenido en el brazo derecho y a la chica de la mano, se marchó, esbelta y ágil, realzada la elegancia de su figura por la severidad del vestido negro, animada la dulce gravedad del rostro por el reflejo de la pura alegría infantil. Su suegra la siguió con torva mirada, delatora de sus rencores maternales. — Ya la ves — dijo con amargura a su hermana mayor. — Bonita, compuesta, con humor de salir, de pasear. Entre tanto, mi pobre hijo.... — A tu pobre hijo — interrumpió con su característica franqueza Filo — que le quiten lo bailado; y para que todo salga a medida de su deseo, que la mujer se pase las horas muertas metidita en un rincón, en bata y zapatillas, despeinada y llorando a la lágrima viva las perradas del maridito. ¿No te parece? Inés hizo la visita en el cuarto de su hermano; cuando ya trasponía el dintel de la puerta para irse, gritó él: — Te daré una noticia para que la rumies, allá, en las soledades de tu isla del Diablo; ya hice las paces con tu amiga Queta. — Que te aproveche — contestó Inés palideciendo un poco. Nótolo su madre, y al darla el beso de despedida, la dijo, aludiendo a lo que ella sabía y su hija callaba: — ¡Qué se va hacer, alma mía! Sufrir en silencio! Esa es la ley de la mujer. — Te equivocas, mamá — respondió ella, entre bromas y veras. — Esa antigualla absurda ya está derogada; la ley moderna prescribe: lucha y confía en tí. — Pobre mamá! — decíase Inés, horas más tarde, sola en su gabinete, después de acostar a su los niños — Si ella supiera que el ejemplo de su existencia siempre sometida, nunca libre es lo que me ha infundido la resolución y la fuerza que tanto le chocan! Diferencias de una generación a otra, mas poderosas que la herencia o simple desigualdad de caracteres, lo cierto es que mientras ella ha vivido siempre en tutela, sin intentar sacudirla, fuérale suave o pesada, yo siempre he querido ser yo, y lo he sido, por lo menos en las ocasiones decisivas. Ahora la desgracia me ha hecho acabar de encontrarme, me ha dado la medida de mis fuerzas, me ha quitado los andadores y no me los volveré a poner, así esté sola o acompañada. El profundo silencio que envolvía la casa hizo sentir a Inés la ironía de este inconsciente deseo. — ¡Acompañada! — pensó. — Si; cuando mis hijos crezcan y mientras no llegue la época en que ellos también me dejen. Felizmente, Alfonso tomó la delicada precaución de acostumbrarme a la soledad poco a poco. La vibración inesperada de un timbre sobresaltó a Inés — ¿Quién podrá ser a esta hora? ¿Qué ocurrirá? — se preguntó, con la zozobra que sobrecoge el ánimo en los períodos de prueba, cuando parece que por doquiera acechara la desgracia. Larguísimos se le hicieron los segundos que transcurrieron hasta que entró el criado trayendo un telegrama. Rompió el sobre, desplegó el papel y leyó estas palabras: — Te espero siempre. Alfonso. Toda la juventud de Inés, su derecho al amor, las ilusiones de felicidad que aun para los más desdichados guarda el porvenir que le asomaron al rostro, súbitamente coloreado por una oleada de sangre, en una esperanzada sonrisa. Fué como la breve claridad de un relámpago. Prontamente la apagó el recuerdo de la viciada educación de Alfonso, de su condición tornadiza, de sus fáciles promesas y sus prontos olvidos, de su naturaleza abúlica de voluptuoso, y, desalentada por la convicción del inútil esfuerzo, fatigada por la sensación de la derrota antes de comenzar la lucha, sepultó entre las manos la abatida cabeza. Cuando la levantó al cabo de largo tiempo — minutos, horas ¿quién sabe? — su cara irradiaba serenidad y confianza. Inés había pasado su huerto de los Olivos. Su alma limpia y elevada por el dolor sintió que la de su marido había recibido igual purificación, y que, temeroso de caer nuevamente en el lodo, imploraba su auxilio; Inés no debía negarse a sostenerlo; era el cáliz que la vida le ofrecía; lo aceptaba. ¿Hallaría algún día en él una gota de dulzura? Como si quisiera escrutar lo inescrutable, Inés fijó en el misterio del cielo sombrío que por la ventana se divisaba, sus ojos de noche luminosa, y más que pronunció, suspiró la humilde plegaria de Amiel: — Señor, presta tu fuerza a los débiles de buena voluntad. ÍNDICE PÁGINA Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . VII I — Chorrillos. . . . . . . . . . . . . 1 II — Un señorito. . . . . . . . . . . . 11 III — La familia Arévalo. . . . . . . . 23 IV — Como dijo el poeta. . . . . . . . 35 V — Cuentas y planes. . . . . . . . . . 53 VI — Cupido vinxit. . . . . . . . . . . 64 VII — Chocheras de viejo. . . . . . . . 82 VIII — Agridulces. . . . . . . . . . . . 93 IX — En la casa nueva. . . . . . . . . . 107 X — Divergencias. . . . . . . . . . . . . 117 XI — Sigue el nublado. . . . . . . . . . 134 XII — Couplet y canción. . . . . . . . . 152 XIII — La caída del roble. . . . . . . . 168 XIV — Tragi-comedia económica. . . . . . 184 XV — Apurando el cáliz. . . . . . . . . . 192 XVI — Sobre las ruinas. . . . . . . . . . 202 De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Anguie Yovera Valencia