La Novela Peruana N°1. Segunda Epoca Enero 1939 José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra SALTO ATRAS La Novela peruana Reaparece LA NOVELA PERUANA, luego de años de ausencia. Desde entonces mucho ha cambiado; sobre todo, se ha evolucionado. Esa misma evolución que hemos venido palpando, despertó en nosotros el deseo de volver a la palestra, ofreciendo así un medio de expresión a los autores nacionales y a todos los que sinceramente tienen algo que decir. Queremos que LA NOVELA PERUANA sea a la vez portavoz de inquietudes y fuente de cultura. Gustosos escucharemos cualquier sugestión para el mejor logro de estos anhelos. Ofrecemos, pues este número al público lector, solicitando su apoyo y cooperación para la cruzada cultural que reiniciamos. A LOS ANUNCIADORES He aquí el primer paso en esta segunda época de LA NOVELA PERUANA. Ponemos manos a la obra con el entusiasmo de quienes emprenden una labor buena y bien inspirada. Al dirigirnos a los avisadores, no lo hacemos con el propósito de comprometer su buena voluntad. Lo hacemos, convencidos de que al favorecer nuestra empresa, contarán con el favor del público que siempre se traduce en beneficio. Un anuncio en las páginas de la NOVELA no pasará desapercibido y jamás caerá en olvido. Por la índole misma de estas publicaciones, cuyos ejemplares conservará el lector en su poder, la propaganda será perpetua. Y, al final de cuentas, una propaganda vale por lo que rinde. A LOS ESCRITORES CONSAGRADOS Y NOVELES Con este número, "La Novela Peruana" se incorpora definitivamente a la vida literaria del Perú. Invitamos a todos los escritores, consagrados y noveles, a colaborar en nuestra empresa. Nos dirigimos, sobre todo, a quienes nos acompañaron en la primera época de la Novela. Todos los trabajos publicados serán pagados. La extensión será alrededor de 80 páginas, tamaño carta, escritas a máquina. Los trabajos serán examinados por un Comité de Lectura independiente. La Dirección. DOS PALABRAS Iniciamos la segunda época de La Novela Peruana con dos novelas de Don Juan Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra: "La Hija del Contador" y "Salto Atrás". La primera es una reimpresión, pues fué publicada por esta misma Editorial en años anteriores con éxito halagüeño, como lo prueba el hecho de que se agotó a los pocos días de aparecer. La segunda fue publicada en el periódico “EI Rímac". Nos es particularmente grato ofrecer estas novelas al público, como exponentes genuinos de la literatura peruana. Son obras que se destacan por su riqueza idiomática, al punto tal que no vacilamos en recomendarlas expresamente a los lectores deseosos de aumentar su caudal lingüístico. Sugeriríamos además desde estas páginas, que se incluyan entre los textos de literatura de los estudiantes. Expresamos nuestro sincero reconocimiento al señor Dr. D. Juan Bautista de Lavalle, quien tuvo la gentileza exquisita de facilitarnos el original de "Salto Atrás", testimoniando así su aplauso por nuestra empresa. Es un aliciente que no olvidaremos. JOSE ANTONIO DE LAVALLE Y ARIAS DE SAAVEDRA Entre los esclarecidos escritores con que ha contado el Perú en el pasado siglo, figura en eminente lugar Don José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra, literato, historiador y diplomático cuyas obras le colocan entre los más cultos y castizos escritores suramericanos de su época. Desgraciadamente, su obra dispersa en revistas y libros, ya agotados, impiden que las actuales generaciones nacionales y extranjeros pudieran conocer y apreciar su valiosa, abundante y bella obra. Como historiador, a una concienzuda labor investigadora, unió un espíritu sereno y justo; como evocador del pasado sintió toda la belleza en algo romántica de los hombres y de las cosas idas; sus viajes y crónicas tienen el atractivo del relato ameno y espiritual y de la observación acertada; sus páginas diplomáticas revelan todo el fervoroso patriotismo que puso en el desempeño de las diversas y delicadas misiones confiadas a su versación y experiencia y su acendrado amor por la paz de América. Como verdadero artista que fué Don José Antonio de Lavalle y Arias de Saavedra, su obra tiene múltiples y brillantes facetas, pero en todas ellas brilla la luz diamantina de nuestro bello y noble idioma castellano, manejado con una fácil y castiza elegancia. SALTO ATRAS Le vrai peut quelquefois n’etre pas vraisemblable. Boileau, Art. poéte. I - Pues sí, mi señora doña Tulis, es cosa resuelta y decidida: ¡me asentaré al fin en la cofradía de San Marcos! - ¡Jesús, señor marqués! ¡qué cosas tiene vmd.! Del señor San José, patrón y modelo de los esposos, querrá vmd. decir. - Eso quise decir precisamente, mi señora. - ¿Y qué santo, o diré mejor qué santa, ha hecho el milagro de sugerir a vmd. tan discreta resolución? Ya era tiempo…. - Y de sobra. Pero, ¡qué santo ni qué santa ha de haber sido! ¡todo lo contrario! ¡¡el picaronazo de mi primo Pepe!! - ¿Y cómo así? ¿Qué tiene que hacer con que vmd. se case o no se case, el señor conde de Santa Tecla? - Dirélo a vmd. y convendrá vmd. en que sí tiene que hacer y….. mucho. - Veamos. - Pepe y yo somos, como vmd. no ignora. Doblemente primos hermanos e inmediatos sucesores, el uno del otro, en nuestros respectivos mayorazgos, en el caso de no tener, uno u otro, legítima sucesión; por tanto, el que más viviese heredaba al otro. Mientras Pepe permanecía solterón como yo, la situación me divertía: era una especie de carrera que apostábamos, cuyo premio era un mayorazgo, y que estaba cierto de ganarle, porque, a pesar de mis sesenta…. - ¡Qué sesenta! ¡Ni diga vmd. tal cosa! Si no representa vmd. más de cuarenta… ¡y eso!.... - Pues, sin embargo, sesenta son, mi señora; pero ¡adelante! Como iba diciendo a vmd., cierto estaba de ganar a Pepe aquella carrera, porque, a pesar de mis sesenta, me siento más fuerte y vigoroso que él con sus cincuenta y cinco, cuando ¡quién le dice a vmd.! que el muy bellaco concibe la diabólica idea de casarse a esa edad, y cátate que se me casa con la Rosita Torrealba. - Ya…. - La cosa no dejó de escocerme algún tantico; pero dije para mis adentros, ¡quiá! No es probable que un hombre que se casa entre los cincuenta y los sesenta tenga sucesión: después de los setenta… eso es otra cosa: este matrimonio extemporáneo no va a tener más resultado que el de abreviarle la vida y hacerme ganar más pronto la carrera; y sin pensar más en ello, fuime muy tranquilo a la hacienda. Allí me hallaba cuando la semana pasada recibí una carta de aquel bergante. Hela aquí. Y sacando el marqués de Montenegro del bolsillo del pecho de su casaca un pliego de papel florete superfino doblado en cuatro, cabalgó sus redondos quevedos de oro sobre su luenga y afilada nariz, y desdoblando aquél, leyó la siguiente carta: “Primo y señor mío de todo mi afecto y aprecio: Calculando el gran susto que de ello has de tener, doime prisa a poner en tu noticia, que tienes un criado más a quien mandar, pues esta mañana al romper el día, dio a luz tu prima Rosita con toda felicidad, gracias a Dios y a nuestro padre San Ramón, a quien mucho la encomendé, un hermoso y robusto niño, con el que ya tenemos asegurada en mi descendencia, la sucesión de mi mayorazgo y de tuyo, y quedamos libre, tu y yo, de todo temor de que pasen a los parientes de España después de nuestros días. B. T. M. tu más rendido primo. De tu casa en los Reyes, y Enero 2 de 17… El Conde de Santa Tecla. – Al Señor Marqués de Montenegro, q. g. Dios ms añs. En su Hacienda.” - ¿Qué le parece a vmd. este percance, mi señora doña Tulis? - Que ha de parecerme, señor marqués: que Nuestro Señor ha bendecido el matrimonio del señor conde, y que El bendiga al condesito… - Sí; pero obligándome a casarme… ¡a mi edad! - Aunque la edad no es mucha, pues nadie tiene sino la que representa, y vmd., como le he dicho, parece que no pasara de los cuarenta, no comprendo por qué tiene que casarse vmd. si le repugna, aunque no le estuviera mal, porque el señor conde de Santa Tecla ha tenido un hijo. - ¿No lo comprende vmd., mi señora? - No, señor marqués, no lo comprendo. - Pues perdóneme vmd. que le diga, que debe tener telarañas en el intelecto. ¿No ve vmd. que teniendo Pepe un hijo varón, queda ya asegurada en su descendencia, como dice el muy mostrenco, la sucesión de su mayorazgo y del mío? ¿No ve vmd. que no sólo tengo ya perdida toda esperanza de heredarlo, sino que él, en su hijo a lo menos, tiene asegurada mi herencia? ¿No ve vmd. que he perdido la carrera? Y no quiero perderla enteramente. Si no he de heredar yo a Pepe, no quiero que su hijo me herede. Yo quiero tener también un hijo, mío propio, mi heredero directo, y por eso he resuelto casarme inmediatamente. Si Pepe ha tenido un hijo ¿por qué no tendrélo también yo? ¿Qué opina vmd., mi señora doña Tulis? - Pues, ¿qué quiere vmd. que opine? Que está muy bien pensado, u que Dios con pautas torcidas hace renglones derechos. Y, ¿quién será la dichosa? - Encarnación. - ¡¡¡Encarnación!!! Mientras la señora doña Tulis se recobra del estupor que le causara la enunciación de este sencillo hombre por el señor marques de Montenegro, echaremos un vistazo a la habitación en que este diálogo ocurre, y trabaremos conocimiento con sus interlocutores. Es aquella la denominada en esos tiempos cuadra, en una casa ubicada en la calle de Pilitricas de esta ciudad, no exigua en sus dimensiones y limpia aunque modestamente amueblada. De su techo formado por gruedas vigas de oscuro cedro, pende un fanal de forma tubular, con adornos de flores de cristal de colores; la mitad de su suelo ocúpalo en un estrado de un pie de alto, cubierto por una fina, pero muy usada estera de Manila, de grandes cuadros blancos y rojos, dejando descubiertos en la otra mitad, los ladrillos del pavimento, cuidadosamente frotados de almagre; corre en toda su testera un larguísimo sofá, forrado de tafilete antes carmesí y ya amarillento por la acción del tiempo, basteado con botones negros; sobre él cuelga de la pared, pintada al temple de color plomizo con cornisa pedestal de colores, una mala pintura quiteña representando a Nuestra Señora del Carmen, en un laboreado marco de lunas azogadas; al frente y a ambos lados de la puerta que da entrada al dormitorio, vence dos rinconeras de caoba taraceadas, cuyas vidrieras encierran diversas piezas de cristal y china, restos quizás de descabaladas vajillas; entre las dos ventanas que al traspatio abren, descansa sobre una mesilla de caoba, una urna de cristales, que guarda un Niño Jesús de talla, con sus respectivas tres potencias de plata, su rizada peluquita de seda color de oro y vestido de una tuniquilla de raso azul, bordada de lentejuelas y canutiflo de plata; al lado opuesto, y entre la ventana que abre a la sala y la puerta que con ella comunica, hácele parejo sobre una mesilla igual, un reloj de mesa en caja de caoba con adornos de bronce dorado; en el centro de la pieza yace una mesa ovalada de pues de burro, que con media docena de sillones de vaqueta y otra media de taburetes de la misma, completan el menaje. Sentada en uno de esos y cerca de una de las ventadas que dan vista al traspatio, hállase una mujer que por la quinta década de su existencia corre, baja de cuerpo, rica de carnes y blanca de color, vestida de saya de alepín negro, rebocillo lambayecano, medias de hilo blanco y chapines de cordobán de tejada; su cabello, aun abundante y negro, recógese sobre la nuca en pesada castaña, que sujetan dos rascamoños de plata en forma de espadas, atravesadas en sotuer; de sus orejas penden gruesas argollas de oro de las que cuelga una perla; y sobre sus sienes se extienden, por alivio o por adorno, dos oblongos parches de tafetán negro. Es ella doña Tulis Vasquez de Arévalo, viuda no hacía mucho tiempo, de don Gaspar de Arévalo, alcalde de la sala del crimen en la cancillería y audiencia real de esta ciudad de los Reyes. A ella inmediato y en uno de los sillones de brazos, descansa un anciano, de cuya propia boca sabemos ya, que ha pasado sesenta inviernos en este pícaro mundo, alto, delgado y vigoroso todavía, vestido de casaca, chupa y calzones de seda negra, zapatos de terciopelo negro con moño de cintas y alto tacón colorado, medias de pajarito encarnadas con cuchillas negras, espadín de acero y vasta peluca empolvada y rizada, el cual había dejado, caer sobre el espaldo del sillón, la gran capa de anafalla carmesí que le cubría, y arrojado sobre un taburete, el sombrero de tres candiles orlado de pluma blanca y el alto bastón de caña de indias con puño de oro; y es el tal el señor don Francisco de Montenegro, regidor perpetuo del muy ilustre ayuntamiento, justicia y regimiento de la susodicha ciudad y uno de sus más nobles y acaudalados vecinos. - Sí, mi señora. Encarnación. ¿Parécele a vmd. mal? - ¡Qué ha de parecerme, señor marqués! ¡si no vuelvo en mí de tanta dicha! Pero, ¿ha reflexionado bien vmd.? Encarnación…. - ¿No es noble acaso? - ¡Como el rey! - ¿No es virtuosa? - ¡Como Santa Rosa! - ¿No es buena? - ¡Como el buen pan! - ¿Y entonces? - Pero…. - Es pobre, querrá vmd. decir. - Cabal. Vmd. sabe que la familia de mi difunto Arévalo vino muy a menos con la ruina del año de 87, y que él no tenía más que esta casa vieja y su empleo en la audiencia, y como con su muerte faltó el sueldo, no sé cómo haríamos para vivir si la casa no fuese propia y sin el jornal de cuatro negros bozales, que me dio mi padre cuando me casé; pero ya están viejos y el día que falten, Dios sabe cómo haremos para sustentarnos la niña y yo, porque la casa no tiene arriendos, y en esta calle tan sola…. - Todo eso lo sé, mi señora; pero yo no busco dote, que harto tengo para mí, mi mujer y una docena de hijos que tuviéramos; lo que deseo es una mujer noble para que mis hijos lo sean por todos sus cuatro costados; joven, sana y robusta, para que me los dé como ella; y virtuosa, para tener la seguridad de que son míos propios. - ¡Oh! En cuanto a eso con Encarnación irá vmd. como en un baúl de seguro, porque, aunque parezca mal que lo diga, niñas más bonitas y más ricas que mi hija habrá en Lima; pero más virtuosa, ni buscada con cabito de vela. - Entonces, ¿cosa hecha, doña Tulis? - Cosa hecha, señor marqués. - Pues llame vmd. a la niña. - ¡Encarnación! ¡Encarnación! - ¿Mamita? Y al punto que así respondía de la inmediata habitación una voz fresca, armoniosa y de metálico timbre, abrióse la maciza puerta de ensambladura con ventanillos de balaustres, que con la cuadra comunicaba, y apareció en su dintel una niña como de veinte años de edad, alta, de formas vigorosas y correctas; de tez morena, bajo la cual se trasparentaba su sangre generosa; ojos negros, enormes, orlados de luengas y rizadas pestañas bajo dos arcos de nutridas cejas; boca algo grande y amueblada de blanquísimos dientes; labios carnudos, rojos y húmedos, sombreados por ligero bozo; oreja microscópica; frente recta y elevada; y un cabello -¡qué cabello!- negro, brillante, flexuoso y abundante, que suelto llevaba para orearlo de la humedad del baño de que salía, y que, como un manto de terciopelo, cubríale la robusta espalda, alcanzándole las rizadas puntas hasta el ruedo de la pollera; y vestida con una dequimón pajizo sembrado de esferas negras, que dejaba ver el arranque de sus torneadas piernas, finos tobillos y pulidos pies, calzados de medias de algodón blancas y chapines de cordobán negro con hebillas de acero; arrebozada en un paño de Lambayeque, bajo cuyos ceñidos pliegues dibujábase dos perfectos hemisferios. - Mamita, ¿qué manda smd.? - ¿Yo? Nada, contestóle doña Tulis, sonriendo maliciosamente; no sé qué querrá el señor marqués contigo. El fue quien me dijo que te llamase. - ¿Señor marqués? - dijo la niña dirigiéndose a éste. - Acércate, hija mía, toma asiento y escúchame, que algo muy importante para tu felicidad y la mía tengo que decirte. Avanzó la niña una silla baja de paja que a mano había y sentándose cerca del marqués, díjole: - ¿Qué desea, vmd, señor marqués? Y el marqués de Montenegro, asumiendo una expresión benévola y en tono casi paternal, muy distinto del que generalmente hablaba, expuso a Encarnación de Arévalo sus deseos, sus esperanzas y sus propósitos, asegurándole de su afecto y pidiéndola una respuesta franca, libre y espontánea, pues no pudiendo a su edad aspirar el amor de una niña de veinte años, quería a lo menos contar con su voluntad, merecer su estimación y poseer su confianza. Escuchóle la niña fijos modestamente los ojos en el suelo y entretejidas sobre las faldas las manos, que parecían ser las que sirvieron de modelo a Melchor Cafa para esculpir las de su admirable Santa Rosa, y cuando hubo terminado murmuró: - Como mamita quiera. - ¿Pero no te repugna casarte conmigo? ¿Di? - Yo haré con gusto lo que mamita mande. - Vamos, doña Tulis, ¿qué dice vmd.? ¡Qué había de decir la pobre viuda! Apresuróse a otorgar su más expresivo consentimiento y a manifestar su más viva satisfacción, quedando desde luego ajustado el matrimonio del señor don Francisco de Montenegro, con la señorita doña Encarnación de Montenegro y Vasquez, que dispensadas las amonestaciones y abreviados todos los trámites, celebróse privadamente en el oratorio de la casa de aquel, el 18 de Enero de 17… y del cual doy a vmd. parte en su nombre, benévolo lector. II - Pues aunque mucho me duele, fuerza me es dejarte, hija mía. Sabraste que anoche, cuando vino el arriero de la ciudad, trájome una carta del doctor Lagunas, mi abogado, participándome que el bellacón de Pepe, mi primo, habíase presentado a la audiencia, pidiendo la misión en posesión de las capellanías correspondientes al mayorazgo de Montenegro, del que, como sabes, es aún, desgraciadamente, inmediato sucesor, alegando el muy zamarro, que esas capellanías requieren que el capellán sea sacerdote o esté en aptitud de serlo, aptitud en que por mi matrimonio, ya no me hallo; pero en la que se halla su hijo Pepito, en cuyo nombre la pide; y y para contestar el traslado, exígeme el doctor que baje a Lima, tanto para que le provea de los títulos de las fundaciones, como para conferenciar conmigo a ese respecto. ¡Habráse visto percance de la laya! Y como el término está para vencerse por haberse demorado aquella carta por falta de conductor, preciso es que esta tarde misma, con la fresca, me ponga en marcha para la ciudad. Nada quise decirte anoche por no hacértela pasar mal, pues sé que va a contrariarte quedarte sola en esta hacienda. Tal decía el marqués de Montenegro a su joven esposa, muy más bella que cuando dos meses antes la conocimos, pues sus negros ojos tenían más brillo y más grandes parecían por la profunda ojera que los cercaba y sus esculturales formas habían adquirido más consistencia y vigor, en el comedor de la hacienda de Montenegro, a la que después de casados se habían inmediatamente retirado, un caluroso medio día del mes de Marzo siguiente, departiendo de sobremesa tras la comida, que por aquellas calendas, entre una y dos se hacía. - ¿Y por qué no me lleva vmd., marqués? Así vería a mamita, a la que no veo desde que nos casamos y no me quedaría aquí sola. ¡Voy a tener tanto miedo sin vmd! - ¿Llevarte? ¡De ninguna manera! - ¿Y por qué no? - ¿Y si pierdo el mejor argumento que espero tener para ganar el pleito al danzante de Pepe? ¡Un heredero directo del mayorazgo Montenegro y quizás presuntivo del de Santa Tecla! Porque, mira, figuráseme que el Pepillo no ha de vivir; dícenme que es enclenque como su padre y anémico como su madre y que parece un Niño Dios de cera. - Pero si bien sabe vmd. que no tengo nada. - Que no tenías nada; ¿y si tienes ya? - ¡Jesús marqués! ¿Qué he de tener? Vmd. siempre con sus ideas…. Lléveme vmd., por Dios, ¡Tengo tanto miedo! - Pero, ¿miedo a quién? ¿miedo de qué? ¿no quedas en tu casa, rodeada de quinientos esclavos, que se dejarían matar hasta el último por ti? ¿no quedan aquí el administrador y el mayordomo, el médico y el capellán? - Cierto, pero sin embargo, tengo miedo. Y luego los negros están en el galpón, los dependientes abajo, y yéndose vmd. con Merejo, no queda ningún hombre en estos altos tan grandes. ¡Yo solita con las criadas! - Pues no me llevaré a Merejo y te lo dejaré para que te acompañe. ¡Qué diantre! ¿Cómo no se me había ocurrido? Merejo es de toda mi confianza: hace más de veinticinco años que no se separa de mi lado; le tomé para paje desde chiquillo y hasta ahora me acompaña con la mayor fidelidad. Vamos, te dejo a Merejo y se acabó. Además, mi ausencia no será muy larga: un par de días en la ciudad para conferenciar con Lagunas, ver a tu madre, y ¡abur! ¡Merejo! ¡Merejo! - ¡Mi amo! Respondió entrando al comedor un mulato como de treinta y cinco años, alto, fornido, cubierta la cabeza con un bicoquete de hilo blanco, bordado de punto de marca carmesí, vestido de una camisa igualmente bordada, cuyas mangas arremangadas, dejaban ver sus robustos brazos hasta más arriba del codo, y cuya pechera abierta, descubría un pecho hercúleo, sobre el cual brillaba una cruz de plata, que de su toruno cuello pendía, y de amplias botargas de bombasí azul, de cuyas sueltas extremidades sobresalían las de un blanco calzoncillo bordado de plumilla, quedando al aire unas pantorrillas que hubiera envidiado Anteo. Sujetaba estas botargas a la cintura, una correa, de la cual pendía en su vaina de cuero, la lengüeta del rejón, cuta asta llevaba en la mano, y calzadas en sus endurecidos y desnudos pies, un par de taloneras de ante, bordadas de sedas de colores, listas ya para sostener en su oportunidad, las pesadas roncadoras de plata… - Merejo, díjole el marqués, hoy no me acompañes a la ciudad: te quedarás aquí cuidado a tu ama que tiene miedo de quedarse sola; tú me respondes de ella, y ¡cuidado con dormirte! Todas las noches las has de pasar en vela rondando la casa para que duerma tranquila; dormirás de día cuanto quieras; ¿entiendes? - Sí, mi amo. - Pues bien, di a Tomasillo que ensille su bestia para acompañarme en tu lugar; son las tres y a las cinco nos iremos; con que ¡cuidado, Merejo! - Sí, mi amo; pierda smd. Cuidado. Y el mulato se retiró. Serían las diez de la noche de aquel mismo día: el calor era sofocante, y la luna, la famosa luna de Marzo, brillaba en todo su esplendor en un cielo completamente despejado; con el toque de queda habíanse extinguido los últimos ruidos humanos, reinando en toda la vasta hacienda el silencio de los campos en la noche, turbado apenas por los indefinibles rumores de la naturaleza, y a la marquesa de Montenegro, antes de meterse entre sábanas, quiso aspirar un rato las suaves brisas nocturnas y los efluvios perfumados de las flores de su jardín, exenta ya de todo miedo, desde que sabía que Merejo -¡el fiel Merejo!- velaba por su seguridad. Al efecto, y ya sin más ropa que una amplia camisa de dormir de finísima Holanda, cubierta de bordados y de encajes e impregnada de aromáticos olores; recogida la opulenta cabellera en dos gruesas y luengas trenzas, que coposo rizo terminaba; metidos los pulidos pies en unos preciosos chapines de tafilete rojo, bordados de lentejuelas y canutillo de plata; envolvióse en su rebocillo lambayecano, y despidiendo a la fámula que la había ayudado a desnudarse, dirigióse lentamente hacia la parte de la galería alta que circunvalaba la casa de la hacienda de Montenegro y que a lo ancho del jardín corría. La casa de la hacienda Montenegro, como muchas otras de las grandes haciendas de la costa del Perú, tenía en su estructura algo de conventual: el cuerpo principal del edificio tenía la figura de un cuadrilátero perfecto, uno de cuyos lados lo formaba la capilla y los tres restantes dos órdenes de habitaciones que se extendían entre dos galerías o claustros, uno interno alrededor del segundo patio, y otro externo que por el frente daba sobre el primero o de entrada, por un lado sobre el jardín y por el fondo a un tercer patio, en el que estaban las caballerizas, cocheras y otras dependencias. Habitaban los amos el pabellón del frente del piso alto, los otros dos estaban destinados a los amigos a quienes se convidaba a pasar una temporada, a los vecinos que iban de visita y a los pasajeros y transeúntes que solicitaban albergue, y hallábase todos a la sazón vacíos; el piso bajo lo ocupaban los dependientes y empleados de la hacienda. Salió la marquesa de su dormitorio por la galería que veía al patio exterior y torciendo sobre su derecha hacia la que dominaba el jardín, detúvose en ella y apoyándose de codos sobre el pasamano de la balaustrada, quedóse contemplando el espectáculo que aquel ofrecía bañado por la suave luz de la luna en toda su plenitud, y aspirando el deleitoso perfume de las flores, que desde él le llevaban las tibias auras de la noche. Sintió a poco tras de sí un ligero rumor y volvióse algún tanto azorada, dióse con Merejo que seguía la misma dirección que ella había llevado. - ¡Ah! ¿Eras tú, Merejo? - Sí, mi ama. Santas noches dé Dios a smd. - Buenas noches, hijo. ¿No hay novedad? - No, mi ama. Esté smd. Tranquila, que yo estoy rondando. - Bueno, pues, hijo: sigue tu ronda. Y Merejo siguió su camino y la marquesa volvió a apoyar sus cruzados brazos en el macizo pasamano de la balaustrada. Atrajo en ese momento su atención una ligera nubecilla, que a pareció en el horizonte por el lado del occidente, y que como un bajel a toda vela sobre las aguas de tranquilo mar, dirigíase rápidamente hacia la luna, engrosándose a medida que avanzaba en su camino con los vapores que recogía en el tránsito. Si así no fuera, tal vez la marquesa observado hubiera, que Merejo al torcer el ángulo de la galería, habíase detenido, y que a medias cubierto por él, la miraba con unos ojos que brillaban en la sombra como dos brasas de carbón, que oculta mano atizara y encendiera más y más. Entre tanto, la nubecilla, adquiriendo a cada momento mayor volumen y más espesor, aproximábase a la luna, que iba ya a alcanzar, y fijos en ella sus ojos y su atención, no observó que un cuerpo, más sólido ciertamente que la nube, se desprendía de la esquina del corredor, y rozando la pared, se acercaba a ella, cubierto por la sombra proyectada por el techo y guiado por unos ojos que lanzaba ya diabólicas llamas. De repente, y cuando la nube cuya marcha seguía, mordía casi la circunferencia de la luna, sintió que un membrudo brazo ceñía violentamente su talle y que una tosca y áspera mano cerraba con fuerza su boca. Lanzó un grito, que se ahogó en su garganta anudada por el terror, y cayó privada de sentido sobre el robusto brazo que la sujetaba. En el mismo instante, la nubecilla tornada ya en espeso y negro nubarróil, cubrió completamente el disco de la luna, dejando el jardín y la galería sumidos en la más densa oscuridad .... En los primeros días del mes de Diciembre del propio año, el conde de Santa Tecla, con los ojos chispeantes de cólera y el rostro encendido de ira, leía, acabado de desayunarse con una jícara de chocolate de Soconusco y una tajada de melón, una carta concebida en los términos siguientes: “Primo y Señor mío de todo mi afecto y aprecio: Calculando el gran gusto que de ello has de tener, doime prisa a poner en tu noticia, que tienes un criado más a quien mandar, pues esta mañana al romper el día, dio a luz tu prima Encarnación con toda felicidad, gracias a Dios y a nuestro padre San Ramón, a quien mucho la encomendé, un hermoso y robusto niño, con el que ya tengo asegurada en mi descendencia, la sucesión de mi mayorazgo, y quedo libre todo temor de que pase a los parientes de Lima o de España, después de mis días. B. T. M. tu más rendido primo. De tu hacienda y Diciembre 9 de 17… El Marqués de Monteneg ro. AI Señor Conde de Santa Tecla, q. g. D. ms añs. En los Reyes.” III ¡Válgame Dios y cómo vuela el tiempo! ¡P arece que fue ayer no más cuando ocurrieron los sucesos que referidos quedan, y sin embargo, ya van corridos desde entonces al punto que alcanzamos en este relato, veinticinco años! ¡Un cuarto cumplido de siglo! Y ¡cuántos cambios! ¡cuántas personas de menos y cuántas de más en el mundo en ese espacio de tiempo! La señora doña Tulis Vasquez de Arévalo murió de bicho alto poco después del nacimiento de su nieto; el conde de Santa Tecla la precedió en el gran viaje, a consecuencia de un insulto que le dio por haber leído la carta antecedente durante la digestión del soconusco y del melón; siguióle en breve su esposa, cuya débil constitución no le permitió nunca reponerse enteramente de su alumbramiento; y a ella el marqués de Montenegro, que murió de repente, del gustazo que le procuró haber ganado la carrera a su primo Pepe, aunque éste le hubiese birlado el premio del mayorazgo. Por eso eran ya, conde de Santa Tecla, don José de Meneses y Torrealba, gentil mancebo, blanco, rosado y rubio como un inglés, y Marqués de Montenegro, don Francisco de Montenegro y Arévalo, guapo mozo también y a las derechas aunque de tipo enteramente distinto, pues éste era moreno de color, de ojos y cabello negro y cara cortada de su mamita al decir de las gentes. Entre ambos jóvenes no reinaba la inquina que a sus padres separara, sino que al contrario, ligábalos tierna amistad, pues se habían educado juntos en San Felipe, y aunque por el fallecimiento de aquellos, quedaron a su vez mutuamente herederos presuntivos el uno del otro, esta situación duró muy poco tiempo porque los dos casáronse temprano; así es que ya por el tiempo a que llegamos, el conde de Santa Tecla tenía un hijo y el marqués de Montenegro esperaba por minutos tenerle, como natural consecuencia de su matrimonio un año antes celebrado, con doña Inés de Ribera y Peralta, la más linda, noble y cumplida doncella que hubiera a la sazón en Lima. Por eso le vemos en la mañana de cierto día, pálido el rostro, cercados los ojos, suelto el cabello, desabotonada la casaca y dando externas muestras de la más viva inquietud, pasear de un extremo a otro la vasta, sala de su mansión solariega, embaldosada de frescos azulejos sevillanos de vivos colores y complicado dibujo, amueblada con grandes canapés y pesados sillones, en cuyos forros de vaqueta de Cochabamba, rival de la de Córdoba, se destacan los blasones de su casa, escudo de oro con montes de sable timbrado con corona de marqués, y de cuyos elevados muros penden los retratos en pie de sus ascendientes, desde el capitán Hernando de Montenegro, el conquistador, armado de punta en blanco, hasta nuestro antiguo conocido don Francisco, mientras en el vecino dormitorio su joven y bella esposa, experimenta con prolongada y alarmante intensidad, los efectos de la maldición del Paraíso: in dolore parie filios. Resonó de súbito un desgarrador gemido, que detuvo anheloso al marqués en sus paseos, y apareció luego en el dintel de la puerta que con el dormitorio la sala comunicaba, una criada alborozada exclamando: - ¡Señor marqués! ¡¡Hombre!! Oírla éste y correr hacia el dormitorio en el que sufría su doliente esposa y acababa de venir al mundo su hijo, fué todo uno, y apenas hubo abrazado a la madre, que yacía aun en el lecho genital, apresuróse a conocer y besar al recién nacido. ¡¡¡Horror!!! En el informe y sucio paquete que forma el ser humano al salir a la luz y que parece imposible que pudiera transformarse tal vez en la mujer que reprodujo Fidias en la Venus de Guido, cual en el hombre que sirvió de modelo a ignoto artista para sacar del mármol el Apolo del Belveder, descubrió, atónito el marqués, un negrillo, casi un mono. No dando crédito a sus ojos, arrebatólo de las faldas de la ama en que descansaba y acercólo a las velas que ante una imagen de San Ramón ardían: no había duda: ¡la marquesita había parido un negro! Ante tan fehaciente prueba de su ruin y baja infidelidad, el joven marqués, en el paroxismo de una harto explicable rabia, arrojó violentamente a la horrible criatura sobre el lecho de la madre, que semejante arrebato comprender no podía, y salió desalentado del aposento. Cuando acontece a un hombre percance tal, no le queda más que hacer, que precipitarse a un río si a mano lo halla, o echarse en los brazos de su madre, si por felicidad aun la tiene; y esto fue lo que hizo el angustiado marqués de Montenegro descubrir su ignominia. - ¡Madre! ¡Madre! – exclamó entrando como un temporal en la estancia en que reclusa por una terrible jaqueca, esperaba ansiosa la marquesa viuda la noticia del alumbramiento de su nuera, y arrojándose en su seno prosiguió: ¡mi mujer me ha traicionado y me ha traicionado ruin y villanamente! ¡ha parido un negro! Como herida por un rayo quedó Encarnación de Arévalo, bella aun a pesar de sus cuarenta y cinco años cumplidos, al oír estas palabras de su hijo; mas reponiéndose prontamente, púsose de pie posan su diestra mano sobre el hombro de éste, con tono solemne le dijo: - ¡Francisco! No mancilles ni por un momento con indignas sospechas la honra de tu noble esposa. Si ella ha parido un negro es porque tú eres un mulato: ha habido saltoatrás y nada más. - ¿Saltoatrás? - Sí; siéntate, hijo mío, tranquilízate y escúchame. Y la marquesa viuda de Montenegro, después de referir a su hijo la horrible escena ocurrida veinticinco años antes, hasta el punto en que la dejamos en la segunda parte de este relato, prosiguió: - Cuando volví en mí la luna brillaba nuevamente en el cielo y el más profundo silencio reinaba a mi rededor: arrastrándome casi, alcancé mi aposento y encerréme en él, presa del terror mas grande y de la indignación más profunda y resuelta a no dejarlo hasta que mi marido volviese y pudiese pedirle el castigo del culpable. Pero desgraciada o felizmente, los negocios que a esta ciudad le trajeron, retuviéronle en ella cosa de ocho días, y en el curso de ellos y en el retiro que pretextando una indisposición guardé, adquirí la certidumbre de que te llevaba en mi seno, y ¡perdóneme Dios mi amor de madre! resolví callar. ¡Horrible gestación! Mientras más se acercaba mi alumbramiento y más acrecía el gozo del marqués, más aumentaban mis congojas. ¿Si vendrías a ser tú la prueba viviente de mi desgracia, como lo es hoy tu hijo? ¡Naciste! ¡Oh gozo! Todos unánimes te hallaron idéntico a mí y sólo mis ojos, mis ojos, de madre, descubrieron en ciertos visos plomizos de tus codos, en cierto tinte amarillento de tus ojos, en cierta sombra musca en la raíz de tus uñas, los estigmas indelebles de la raza negra. Creciste, fuiste hombre, y tu carácter, la nobleza de tus sentimientos, tu hidalga generosidad, la delicadeza exquisita ele tus gustos y hasta la elegancia y gallardía de tus formas, me hicieron dudar de tu origen y me permitieron lisonjearme con la idea, de que ya te llevaba en mis entrañas cuando acaeció la terrible escena que acabo de referirte. ¡Hoy todo está aclarado! ¡Francisco, cálmate y calla por tu hijo, como yo callé por tí! - ¡Jamás! murmuró el joven con aire sombrío, y en voz más alta preguntó a la marquesa. ¿Y mi padre? - ¿Tu padre? - Sí: mi padre. - No pudiendo sufrir, replico aquella bajando la vista al suelo, la presencia de Merejo desde aquella fatal noche, cuyas consecuencias esperó impasible, sin que nada hiciera sospechar su crimen en su conducta posterior, vendílo pretextando qué sé yo qué falta, poco tiempo después de la muerte de su amo, para una hacienda de la costa abajo y no he vuelta a saber más de él: debe haber muerto. - Bien, dijo el joven retirándose triste y sombrío. - ¡Francisco! exclamó la marquesa cerrándole el paso con los brazos abiertos. - Déjeme, vmd ., madre, repuso el joven apartándola, necesito estar solo para reflexionar. En la noche de ese día todo era confusión y lágrimas en casa de los marqueses de Montenegro: el recien nacido infante había muerto de una meningitis, o había herido, como entonces se dijo, y la joven se moría de una fiebre puerperal. IV - Beso a usiria la mano, señor conde, dijo un joven alto, vigoroso, moreno, de grandes y rasgados ojos negros, rizada pestaña, poblada ceja, fuerte nariz y boca algo grande, rica pero desaliñadamente vestido de negro, con la vasta y crespa melena negligentemente metida en una redecilla, ridigiéndose sombrero en mano, a otro joven poco más o menos de su misma edad, pero enteramente distinto a él, pues era éste de mediana estatura, delgado, blanco como el alasbastro, de azules ojos y dorados cabellos, que sueltos llevaba aun, y que envuelto en una ancha bata de quimón plomizo con grandes florones de colores, sentado se hallaba escribiendo en su estudio, el cual al oírlo, alzó azorados los ojos y se quedó extático al observar la extraña expresión del rostro del que tan ceremoniosamente le saludaba. - ¡Pancho! ¿qué significa esto? ¿qué saludo es éste? - El que debe un pobre mulato al Señor Conde de Santa Tecla y Marqués de Montenegro. - ¡Pancho! i Has perdido el juicio? exclamó el joven conde levantándose violentamente del sillón en que se hallaba. - Pluguiera a Dios que así fuera, replicóle tristemente su interlocutor. - ¡Explícate por Dios! ¿qué hay? ¿qué te acontece? - ¡Cosas muy graves, Pepe! - Vas a volverme loco; siéntate, dime... y obligándole casi por fuerza a sentarse en un sillón que cerca de la mesa de escribir estaba, acudió acerrar la puerta que comunicaba el estudio con la sala, y volviendo a ocupar su asiento prosiguió diciéndole con cariñoso acento: vamos, Panchito, habla, desahógate, sabes que soy tu mejor amigo, tu hermano… Y el joven a quien llamaremos aun el marqués de Montenegro, hizo al conde de Santa Tecla, con triste pero firme voz, la dolorosa relación de todo lo que ocurrido había y ya sabemos. - Bueno, pues, hijo, le dijo éste cuando hubo terminado aquel su penoso relato, comprendo tu aflicción y te compadezco con toda mi alma; pero ¡qué hacer! Felizmente este horrible misterio no es sabido sino por tu madre y por mí; esto es por nadie, por nadie, Pancho, ¿lo entiendes? Con que así ¡ánimo! y no volver a pensar más en ello. - Jamás llevaré un nombre que no es mío, ni usaré un título que no me corresponde, ni disfrutaré unos bienes que no me pertenecen. ¡Nunca, Pepe, nunca! - Pero, Pancho, por Dios, acuérdate que cuando estudiamos la lnstituta en San Felipe nos enseñaron que Pater is est quem nuptiae demonstrat; y así pues, tú eres tan legalmente hijo de mi tio como yo de mi padre, y tan legítimamente marqués de Montenegro como yo conde de Santa Tecla, y no puedes dejar de serlo aunque quieras. - Pero nadie puede impedir al marqués de Montenegro que renuncie al mundo y se meta en un convento: felizmente mi hijo ha muerto . . . ¡y le maté yo! exclamó el marqués estallando al fin en un sollozo desgarrador. Dejó el conde que pasase esta natural explosión del más justo dolor y observóle: - ¿Cómo nadie? ¿Y tu mujer, a quien Dios en su misericordia ha conservado para tu consuelo, cuando todos la creíamos ya perdida? - Mi mujer tampoco quiere llevar un nombre que no es el mío, ni usar un título, ni disfrutar de un caudal, que legítimamente te corresponden, ni perpetuar de ningún modo esta usurpación en una raza bastarda de mulatos, por lo que hemos acordado separarnos: ella se recoge al monasterio de Santa Rosa y yo al convento de la Recoleta dominicana, mientras se sustancia el expediente canónico, que disolviendo entre nosotros el vínculo del matrimonio, nos permita, a ella tomar el velo de monja en ese y a mí el hábito de donado profeso en éste; y esta misma noche nos separamos para siempre. - ¡Pancho! ¡Por todos los santos del cielo ¡No digas siquiera semejante disparate, ni abrigues ni por un momento tan insensato propósito: vuelve en ti, cálmate, medita, reflexiona... - Es cosa resuelta. Don Fulgencio, al que puedo llamar aun mi mayordomo, te hará mañana formal entrega de todo cuanto poseo, como a mi inmediato sucesor en el título y mayorazgo de Montenegro. - ¡Pancho! ¿Eres un heroe o eres un loco? - Ni uno ni otro. Soy un hombre de bien y nada más. Pero antes de dejar el mundo quiero hacerte una súplica, y ese es el objeto de mi visita, que de otro modo te hubiera ahorrado tal vez. Mi madre... -Tu madre, le interrumpió el joven conde poniéndose de pie, ocupará en mi casa y en mi corazón el lugar que dejó vacío la mía al irse al cielo y seguirá siempre siendo la madre del marqués de Montenegro. - Dios te lo pagará en su gloria. ¡Adiós! - ¡Adiós! exclamó el conde, abriéndole los brazos. - Adiós! repitió el marqués arrojándose en ellos, y rompiendo ambos en llanto, esos dos nobles corazones se juntaron en el más tierno y apretado abrazo. Un año después, que no tardó menos en sustanciarse el expediente canónico, por auto proveído por el Iltmo. y Revmo. señor Arzobispo de esta Santa Iglesia Metropolitana y confirmado por el lltmo. y Revmo. señor Obispo de Guamanga, se declaró roto el vínculo del matrimonio entre el señor don Francisco de Montenegro y Arévalo, marqués de Montenegro y la señora doña lnés de Ribera y Peralta, por aspirar ambos a estado más perfecto, y en consecuencia, tomó ésta el velo de monja en el monasterio de Santa Rosa y aquel el hábito de donado en el convento de la Recoleta dominicana, en el cual vivió muchos años bajo el nombré de hermano Martín, que adoptó al profesar, en memoria de otro mulato, que con el mismo hábito cubierto, había florecido antes en Lima y que hoy venera la Iglesia en sus altares, del que fue copia perfecta y dechado como él de santidad. De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargada de transcripción: Daniela Montalván