AVENTURAS DE UN MILLONARIO DETECTIVE MACK-BULL “los desaparecidos” NOVELA ORIGINAL DE Manuel A. Bedoya Para Pepe Perojo y Chicho Villasuso, afectuosísimamente, M. A. B. ARQUITECTURAS ORIENTALES Pepe Perojo y Manolo Bedoya.-La Mezquita de Omar.—Las tumbas del Cairo—La Alhambra de Granada.—El Alcázar de Sevilla I _ ¿Os acordáis del gran Madralik, el famoso luchador armenio que tuvo sus horas de celebridad en Londres, cuando el combate feroz á lucha libre con el ruso Hakesmidt? Pues el mismo tamaño, la misma cara, una gran simpatía infantil en la cara afeitada, tiene Manolo Bedoya, el autor de Mack-Bull. Este magnifico peruano tiene para mí no sólo la estimación que profeso á todo lo que viene de America; tiene ademas como motivos para mi amistad, una inteligencia amplia y soleada, bravura, nobleza e imaginación. Le profeso una amistad fuerte a este escritor que puede grabar en sus tarjetas, como sello de su linaje, tres ó cuatro rayos del sol del Peru. Mi admiración á esa tierra caliente y valiente, de la cual no he conocido á un solo hombre que no haya tenido un grano de oro en el cerebro y en la sangre. Pepito Perojo me pide unas cuartillas para el libro de Bedoya. Esto no puede llamarse un prólogo jamás. Del mismo modo que os toreros obsequian á un amigo brindándole un toro, yo tengo un gran placer en festejar á Pepe Perojo y a Manolo Bedoya, brindándoles unas cuartillas. ' Voy á soñar un poco acerca del arte de los árabes y les dedicaré mi fantasía. –Señores. ¡Va por ustedes! ¡Tararí! Empieza la función. II Dice Lammenais, hablando de la arquitectura árabe: es como un sueño, un capricho de los genios, reflejado en esas redes de piedra, en esos delicados festones, en esas franjas ligeras, en esos encajes en que se pierde la vista persiguiendo siempre una simetría que huye siempre en gracioso movimiento. El efecto de los edificios árabes — dice Alfonso de Lamartine — es sencillo v gracioso; no es un templo en que habita un Dios: es un lugar de oración y de contemplación en que los hombres se reúnen para adorar al Dios único y universal. Lo que se llama culto no existe en la religión musulmana. Los árabes, en Siria y en Egipto, crearon un arte original del que son ejemplos inmortales las mezquitas del Cairo, la mezquita de Cordoba, la Alhambra de Granada. El arte árabe, fervorosamente sometido a los versículos del Coran, no representa jamás la figura humana: hace locuras con la ornamentación vegetal y con las piedras polícromas, las bóvedas de estalactitas y los arcos ligeros, hasta el punto de que la arquitectura soñadora de los hijos del desierto es casi un arte alado y musical. Persia, España y Egipto son las cunas del arte árabe inmortal. En España, el arte mahometano y el arte cristiano, unidos, originaron el arte mudé- jar. Y hay nombres de tan bella evocación en este estudio, como son: el arte del Califato y el arte Nazerita o Granadino. Yo visité de noche la Alhambra de Granada, y pienso que desde aquel día ya puedo morirme tranquilo. Visité el Alcázar de Sevilla, y me quedé sobrecogido de emoción al cruzar las estancias de aquella residencia del rey Don Pedro el Cruel. Vi la piedra de azulejo sobre la cual el rey de Castilla mató por su mano á puñaladas a su amigo Abu-Said, el rey Bermejo. Los jardines que circundan la belleza del Alcázar son famosos en todo el mundo. Menudos chorros de agua brotan á los pies del viajero; dan sombra a los senderos y á los arriates, granados y naranjos que fueron plantados allá en los días remotos de las sultanas. El español, amante de su gloria y de su patria, no debe jamás viajar por el extranjero sin pasear antes por su España. Sevilla, Granada, Córdoba, Toledo, tienen el encanto de una leyenda aun en los países más lejanos al nuestro. En un café de Constantinopla, en una reunion de artistas parisienses, en un círculo de diplomáticos en Petersburgo, un español culto empieza a hablar de las maravillas árabes de la Alhambra o San Juan de los Reyes, y se ve en los rostros de los que escuchan el mismo respeto que si oyeran hablar de las ruinas del Coliseo ó la catedral de Milán. España tiene unos prestigios fabulosos: los de su historia y los de tres ó cuatro nombres que en Arte, Ciencia y Literatura la colocan a un alto nivel. Esta generación nueva estudia en las grandezas pasadas y en las ambiciones para el porvenir. En esta nueva generación cuento al peruano Manolo Bedoya autor de Mack-Bull, dotado de unos entusiasmos fervorosos dignos de la sangre seleccionada de España y el Perú. PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA PRIMERA PARTE DE SAN SEBASTIÁN A PARÍS Una entrevista fataI Mrs. Alejandra se moría de risa. La cara congestionada, los ojos enrojecidos, abierta la boca, á la cabeza ambas manos, reía escandalosamente. Su marido, Mr. Ernesto Westle, en el fondo del compartimiento de primera, con un reposado gesto de regocijo, asentía á tales expansiones; y yo, contemplándoles á un tiempo mismo, liaba un cigarrillo, satisfecho de mi triunfo. —Cállese, por Dios, vizconde; no siga, no siga usted, que voy á desmayarme. ¡Qué cosas tienen los españoles! No insistí. Había contado uno de tantos chascarrillos que abundan en Madrid, de esos que todas las noches se tiran debajo de los veladores del café, y á mis simpáticos acompañantes les había hecho la mar de gracia. Guardamos un mutuo silencio, interrumpido continuamente por el vértigo del exprés, que en esos instantes debía correr á 80 por hora. Era un viaje de San Sebastian á París, en el mes de julio y á la hora del crepúsculo. Penetrábamos en el Mediodía fragante. A través de las abiertas ventanillas del tren, por donde entraba el aire de la campiña y la perspectiva fragmentada del paisaje, veíamos Mrs. Alejandra y yo, desde nuestros asientos, cómo iba desapareciendo la púrpura del sol. Confieso que, á pesar de mi organismo extremadamente domesticado y de los intensos laberintos de civilización en que sofoqué cuanto de primitivo y quijotesco hallara en las costumbres y herencias de mi raza, he conservado siempre una secreta predilección por los aislamientos románticos. Insensiblemente fui hacia uno de los ventanillos y me acodé. Aunque mis miradas desbandáranse por entre el oro violáceo de crepúsculo y adormeciéronse con el alma de la tarde que sonambuleaba por los confines, mi atención estaba fija en otra tarde de verano en las playas de San Sebastián. *** Una tarde —hacía apenas tres días— en que Alejandra y yo nos paseábamos á orillas del mar, y en que me prometí seguir á esa mujer hasta el fin del mundo. Efectivamente, allí estaba yo en el mismo compartimiento de primera, con rumbo á París. Luego... ¡quién sabe á dónde irían! Me había enamorado locamente de esa maravillosa americana, al punto dé que ya su marido principiaba á inquietarse. Pero, hagamos un poco de historia. Después de un largo viaje por las tierras bíblicas, donde mis nervios se estremecieron de espanto al pasar por entre los más locos placeres orientales, sentí la necesidad de una vida reparadora y normal. Estaba, pues, en San Sebastián, carenándome, cuando cierta noche, en el Casino, me di de manos á boca con una desconocida. Estaba sola. Jugaba valientemente y era el centro de todas las miradas. Un asiento se desocupó á su lado; lo tomé. Nuestras piernas se rozaron delicada- mente. Perdí todo el dinero que llevaba encima. Saqué entonces la cartera, creyendo tener algunos billetes. ¡Ninguno! La desconocida, sonriendo maliciosamente, me dijo en un francés correcto: —Si quiere usted, puedo prestarle... Estoy ganando. Tan desconcertante ofrecimiento me dejó en suspenso. —Muchas gracias, señora, no es costumbre... pero acepto, para ir personalmente á pagar mi deuda. Seguro de que mi nombre y fortuna particular estaban muy por encima de toda suposición malévola, acepté cinco mil francos. A las dos de la mañana mi desconocida guardó lo que ganara —unos veinte mil francos— y diciéndome: —Buenas noches, señor,—abandonó su asiento. Yo también había ganado. Me puse de pie y salí al encuentro de mi acreedora. Ya no estaba allí. —Ha salido con dirección al bar; es la primera vez que viene, llegó esta mañana,—me dijo un mozo. —¿Y ha salido sola?—agregué. —Sí, señorito. El señor duque de (***) le envió una tarjeta, pero ella no quiso ni leerla. También otros señoritos han querido acompañarla y todos han lleva- do chasco. ¡Creo que es una de esas americanas yankees que gastan poca charla! La cosa me intrigó. —¡Bah!—me dije;—mañana, cuando vaya á pagarla, lo sabré todo... Al día siguiente, á la hora del refresco, puse cuatro letras á mi desconocida. El botones regresó, diciéndome que la señora no había vuelto desde por la mañana. Contrariadísimo, fui á la playa para pedir al mar un consejo, cuando me hallé de manos á boca con aquella mujer misteriosa. —¿Usted, señora?—articulé, resuelto, dirigiéndome hacia ella audazmente. — Le escribí hace un momento pidiéndola una entrevista á fin de entregarla la suma que me prestó anoche. Ella, muy seria, respondió: —Hubiera dejado en la administración del hotel el dinero para que me lo dieran. ¡No había necesidad de verme personalmente! Esta rudeza, tan próxima á la grosería, hizo en mí un extrago terrible, pero al punto me rehice: —Perdone usted si la interrumpo, pero era tan fuerte el deseo que tenía de hablarla... que he abusado de la casualidad para procurarme esta entrevista. Yo quiero ser un buen amigo de usted, señora... Sus grandes ojos, de un absurdo co lor violeta, recogían las primeras sombras de la noche, y en la penumbra, su silueta, vestida de blanco, improvisaba una fábula de luz. Sonrió. Luego, tendiéndome una mano, dijo: —Pues ya somos amigos, señor vizconde... —Pero, ¿usted me conoce? —Le he visto una vez, hace algún tiempo, en New-York, en el Astoria; además, mi marido... —¡Su marido!—articulé torpemente. —Es muy amigo de usted: Mr. Ernesto Westle. —Somos amigos, sí, en efecto... pero... Seguimos paseándonos lentamente sobre la cinta de aluminio de la arena húmeda. Mr. Westle era un buen amigo mío. Le conocí en la Habana, luego le volví á ver en New-York, pero nunca me había hablado de su mujer; al contrario, siempre me acompañaba á los bares de noche, pasándonos los días enteros sin volver al hotel. De esta manera conocí á Mrs. Alejandra y me enamoré de ella. Al día siguiente de nuestro paseo por la playa, llegó Mr. Westle, y á las pocas horas salíamos para París. *** Todos estos recuerdos recientes absorbíanme por completo. Ante todo, se me planteaban las siguientes preguntas: ¿Quiénes son estos sujetos misteriosos? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿De que viven? Me dijeron que ella, en dos días, había ganado más de veinticinco mil duros. ¿Vivían del juego? ¿Eran millonarios que viajaban de incógnito? Muy alta tenía que ser su renta, pues vivían con un tren escandalosamente principesco. Ella era una snob que debería gastar en vestir sumas exorbitantes, y él, solamente en cigarros y vinos, derrochaba una fortuna. Por más que hice, no pude saber el origen de tanta opulencia hasta poco después, en que se me abrió el horizonte sentimental de estas enigmáticas personalidades. Y aunque para mí, producto anormal de esta época pagana, los pobres hombres no somos más que el contingente de novedad ó de cualquier otro interés que aportamos en un determinado momento de la vida, esta pareja de americanos no sólo tenía salvo conducto para penetrar en mi co- nocimiento, sino para considerarse estimados y muy hospitalariamente recibidos hasta en la más secreta sala de mi castillo interior. Fui, pues, hacia ellos ó ellos vinieron hacia mí, porque recíprocamente éramos una perfecta trilogía de egoístas. Además, Alejandra tenía muy negro el cabello, muy verde violados los ojos y una impecable sinfonía de líneas en la irreprochable esbeltez de su silueta. Su boca, tan roja como sinuosa y grande, que al reir mostraba la rapacidad de unos dientecitos apretados, me hacía creer en los más voraces y absurdos besos. Tan opulenta era su hermosura, que no he visto ni creo que veré un otro tipo de mujer que hablase más á los sentidos y que llegase en su beligerancia para el placer al más loco aguzamiento del romanticismo de la carne. Pero lo que en ella me arrebataba hasta la inconsciencia, era el timbre de su voz y el glú-glú pastoso de su risa. ¡Oh, la risa de mi amable desconocida! Aun, a pesar del tiempo transcurrido y de la tragedia que asaltó después a nuestra amistad, conservo en mis oídos, en la caja de mi cráneo, en la médula, en mis nervios todos, como un empapamiento extraño y feliz, del agua lenta de su voz. Y allí estaba yo, acodado al ventanillo del tren, enredando las miradas con los últimos hilos de luz de la hora y abismando en el cielo del Mediodía de Francia la incertidumbre de mis sospechas y la inmensidad de mi pasión. Un traspiés De pronto, oí una voz infantil, a mis espaldas: . —Mr. Westle, dice mi papá que si se aburre usted vaya á hacerle compañía, que van a formar un póker. —En seguida—respondí. Al cabo de unos instantes, Mr. Westle salía al pasillo y diri- gíase al compartimiento del otro extremo, diciéndome: —¡Quédese en su soliloquio, estoy invitado á un póker con el Doctor! —Buena suerte—respondí, sin volverme. Cinco largos, interminables, minutos pasaron. Alejandra se había quedado sola. Otros minutos pasaron, y sin poder resistir más tiempo, penetré en el interior del vagón. Alejandra tenía en las manos, flojamente, un libro abierto. ¡Se había quedado dormida! Un instante permanecí de pie, contemplando la suntuosa totalidad de sus formas. En la densa penumbra del compartimiento, sus ligeros vestidos claros, á lo largo de los cojines, teman algo de inverosímil. El libro cayó de sus manos; al ruido, Mrs. Alejandra se incorporó. —¿Usted?—me dijo.—¿Y Ernesto? —Juega á las cartas con el Doctor.— Y tomando asiento, agregue.—Estamos, pues, tan solos... Ella abrió inmensamente sus ojos, y todo el ambiente se iluminó de la gracia de sus miradas. —¡Oh, cuándo llegaremos!—dijo por fin. —¡Nunca! . —¿Tanto le gusta viajar? —Ño, pero no quisiera llegar a París. —¡Oh, volvemos á lo de siempre! —Usted misma ha consentido en que la siga. —Pero solo como amigos. —Tiene usted razón... nunca sabemos resistirnos á esa polilla que se llama la esperanza. Somos siempre unos colegiales, ¡bah! Y me dispuse á salir; pero ella me retuvo: —No es para tanto, Fernando—dijo con retintín, adormeciéndose al pronunciar mi nombre.—No está bien que hablemos de amor, aquí, con mi marido á unos pasos... —¡Alejandra!—grité sordamente y volviéndome para tomarla de las manos. Las cogí entre las mías, y ella se puso de pie, sobresaltada, pero sin retirar una mano. Luego continué: —¿De manera que ya puedo amarla, que no me rechaza, que me da esperanzas? —Más bajo, por Dios... —Soy su esclavo, Alejandra; dígame una palabra y huiremos al fin del mundo... Una imbécil claridad se hizo de pronto en el vagón. —¿Qué ha hecho usted, Alejandra? ¡Había vuelto la llave de la luz eléctrica! Sonriendo siempre, se encaminó al pasillo. —¿Qué hora tiene usted?—me dijo en un tono, tras el que vislumbré una burla sangrienta. —Ella, entonces, invitándome al ventanillo, me dijo que si me ponía formal me contaría una cosa. La acompañé. El cielo se estrellaba millonariamente y desde muy lejos llegaba el perfume de la floresta. El ventanillo era algo estrecho y Alejandra rozaba su brazo con el mío. Los rizos de su cabellera, que el viento desbandaba, se destejían sobre mi rostro, enhebrando una voluptuosa teoría de deseos. —Vosotros, los españoles—comenzó —sóis siempre los mismos. Véis una mujer, y al punto os enamoráis perdidamente de ella, ofreciéndola patria, honor, religión, fortuna... ¡qué sé yo! Y, á cambio de eso, exigís una cosa que vale más que todas aquellas grandes palabras juntas... —¡Yo no exijo nada, sólo un poco de piedad, Alejandra! —No, no es eso... Pero, ¿para qué voy á decírselo á usted, si no me va á comprender? —¡Oh, no me ofenda! Yo conozco y comprendo perfectamente en materia de costumbres, cuantos absurdos aparentes hay en la sociedad. No guarde ese silencio. Sería capaz de matar ó de hacerme matar, por una sola caricia de sus manecitas, Alejandra... —Ya lo ve usted—continuó ella, poniéndose muy seria.—Ya saltó el crimen... Vosotros no sabéis querer a las mujeres sino á tiros ó á estocadas... y eso es, precisamente, lo que á mí me molesta. No hay nada que me contraríe más, que una escena trágica... ¡Oh, es detestable, del peor gusto! A mi marido tampoco le agradan. No, Fernando, no puede usted comprenderme. Entonces pasó una escena inverosímil. Sus ojos estriáronse de oro, y tomándome de las manos suavemente, en una regalada caricia, murmuró á mi oído: —¿Serías capaz de una cosa? Loco de sensualidad y alegría, respondíla. —¡De todo! —¿Palabra de caballero? Reflexioné un instante. Por mis ojos pasó un turbión de serpentinas rojas y negras. Pensé hasta en el asesinato y en la deshonra de los míos. Para los demás, sentí muy duro el corazón y más duros aún mis puños. ¿Qué me iría á pedir que yo no pudiera prometerla? —¡Palabra de honor!—concluí. Ella hizo un supremo esfuerzo, y acercando su rostro al mío, atrevióse: —Luego tú... eres... una... No terminé la frase. Separóse bruscamente de mí, e irguiéndose cuan alta y hermosa era, me miró de arriba a abajo, ferozmente orgullosa, y me escupió esta palabra rotunda: —¡Imbécil! Un sudor frío inundó mi frente y por mis nervios galopó un siniestro resoplido de terror. ¡Que había dicho! —¿Me exigirías fidelidad? —¿Hablas de tu marido? —Y de los que no lo son! Una sospecha mordía mi cerebro: —¡Explícate, por Dios! Entonces ella, apretándome fuertemente contra su seno tibio, me dijo: —Yo te amaré, pero déjame la libertad. —¿Tu libertad, dices? —Sí! Mi sospecha se acentuó aún más, y entonces, ya fuera de mí, le arrojé á la cara este insulto: ¡Maldición! Quise hablar y mi boca estaba yerta. Todo huía de mi vista, y dando tumbos rodé hasta uno de los asientos. Cuando volví en mí, ella, apelotonada en un rincón, parecía sollozar. Situación tan terriblemente difícil tenía que solucionarse, y me atreví á dirigirla la palabra: —Perdóneme usted, Alejandra, estuve ciego, imbécil... lo reconozco, perdóneme... Volvió á mirarme despreciativamente. Luego: —Hay cosas—respondió—que nunca podemos olvidar las mujeres. Nos hemos equivocado mutuamente. —¡Oh, perdóneme! —imploré.—No supe lo que dije, perdón... —Ya está perdonado... pero tenga entendido que no podemos ser en adelante sino buenos amigos. Ya ve usted que no puedo ser más indulgente... Iba á suplicar otra vez, cuando apareció la recia figura de Mr. Ernesto Westle. —Estamos ya en Burdeos... Vamos á cenar. Cuando el tren se detuvo, Mr. Westle saltó rápidamente al andén: —Vengan, vengan pronto... no hay mucho tiempo... quiero comer con holgura. —¿Come usted en el coche restaurant, señora?—pregunté á Mrs. Alejandra. —No, soy con ustedes. Se puso de pie, le di la mano para descender. La aceptó. —¡Estas malditas escenas, estas malditas escenas!—murmuraba siniestramente en voz baja. Callé. Durante la cena no cambiamos sino unas cuantas palabras frívolas. Cuando nos embarcamos nuevamente, ella se fué á acostar en su sleeping. Yo también hice lo mismo; pero no pude dormir en toda la noche. Algunas esperanzas. Hacía un sol exuberante cuando el exprés entró en agujas. El Quay d’Orsay ofrecía un inusitado movimiento. Mis compañeros hallábanse ya en pie, en traje de ciudad, dispuestos al desembarque. Mi primera actitud delante de Alejandra, fué de pudorosa timidez. Después del fracaso de la víspera, apenas me quedaban fuerzas para sostener sus miradas. Un rubor infantil teñía mis mejillas, a tal punto, que ella lo advirtió, diciéndome en un aparte, mientras su marido intervenía en el libramiento de los equipajes. —No es para tanto, señor Vizconde... no ponga esa cara de verónica... Después de todo, no es usted tan culpable como parece. —¿Verdad que no me guarda usted rencor? ¿Me perdona? ¡Oh, qué buena es usted? Con un mohín de suprema coquetería, Mrs. Alejandra me contestó: —Después de todo, quién sabe lo que puede pasar... . —Luego, ¿es posible?—gemí fuera de toda idea de momento y de lugar.— ¿Luego, con el tiempo... me dá usted un plazo? —¿Para qué?... Los plazos, cuando no se dan... ¡se toman! —¡Ah, yo me tomare ese plazo... Yo la adoro locamente, Alejandra... Por una hora de amor sería capaz!... —¡Calle, silencio... no concluya! Hubo una pausa larga. Ella miraba inciertamente las baldosas, trazando con la contera de su altísima sombrilla caprichosos guarismos. Luego continuó: —Ya le he dicho que no me gustan las palabras gordas, las palabras, mayúsculas. —Pero si es así como amamos los españoles. ¿Por qué, por qué no quiere que le hable con la vehemencia de mi sangre? —¿Por qué? —¡Sí, dígamelo! —¡Ah, eso es largo de contar. Algún día sabrá usted el daño que me ocasionaron esas frases trágicas! Y subrayando con un tono amargo estas dos últimas palabras, abismó en mi frente la interrogación terriblemente oscura de sus ojeras. —Pero...—añadí: —¡Mi marido! En efecto, Mr. Westle se aproximaba hacia nosotros rápidamente, con su son- risilla de hombre escéptico, menudo, pero recio. —Estas agencias son la gran cosa: en un dos por por tres, todo lo arreglan. Ya está nuestro equipaje en marcha. ¡All right! Mi equipaje también estaría en poder de una agencia y en viaje al hotel, pues aunque tenía familia en París, apenas si guardaba con ella tibias apariencias de amistad. Acepté la invitación que me hicieran de almorzar juntos. Como buenos sajones no podían pasarse del confortable pétit-dejéuner, que consistía en jamón, fríos de ave, queso, frutas, champagne muy helado y una taza de té negro de Changa. Salimos los tres á la margen izquierda del Sena, dispuestos a tomar un taxi-auto que nos condujera al «Ma- jestic-Hotel», cuando Alejandra se puso intensamente pálida. —¿Qué tiene usted, qué le pasa?— preguntéla angustiado, mientras su marido calmaba mi ansiedad, mostrándome los vendedores de periódicos. —Es que á mi mujer la descomponen los pregones llamativos de crímenes ó de sucesos misteriosos. No puede escucharlos sin alterarse. ¡Ah, pero no se alarme usted, Vizconde, es cosa de un momento, en seguida le pasa!... Efectivamente, Mrs. Alejandra recuperaba, poco á poco, su tinte rosa normal, y su semblante adquiría una beatífica actitud. —¿Lo ve usted?—sopló quedamente á mi oído Mrs. Alejandra.—¡Es más fuerte que yo!... ¡Oh, estas cosas tan fuertes! Abandonamos la idea de ir en coche al hotel, gracias á mis compañeros, los cuales, en vista de la hermosa mañana, me propusieron dar un paseo por las calles que conducían á la Avenue Kléber. Atravesando el Sena, seguimos por bajo las arquerías del Louvre y tomamos por el jardín de las Tullerías, que estallaba de luz y de vida al beso caliente de esa mañana de Julio. Apenas si hablábamos de cosas triviales. Durante el trayecto, yo iba profundamente preocupado por la súbita palidez que cubriera el rostro de mi amiga. Una serie de estúpidas maquinaciones me agobiaba, estremeciéndome de inquietud malsana... Porque, después de todo, ¿quiénes eran esos dos desconocidos, de los que no sabía sino que ella era muy guapa y él inmensamente rico? Pero, de esa fortuna, ¿acaso conocía yo la procedencia? Nuestra amistad databa de muy poco tiempo. Ella había llegado á San Sebastián en un yate, después de no haber visto tierra durante un mes de neurastenia... él, sólo se había separado de ella un par de días que fue á Bilbao, a un pueblo de Bilbao, en donde tenía unas minas... Pero, después de todo, ¿acaso ellos venían hacia mí? ¿No era yo quien iba hacia ellos? Si algún interés había, era el mío, mi pasión absurda por esa mujer fatal. ¿Absurda pasión? ¿Por qué, por qué absurda? La loca imaginación se perdía en incongruentes devaneos, sin prestigio alguno, productos de un temperamento enfermizo como el mío, que se forjaba las más extravagantes fantasías. Sin em bargo, yo sabría tener el valor de mis actos. Todo esto pasó por mi mente en un desordenado tropel de cabalgata, tras el que todas las cosas perdían sus contornos. Seguimos avanzando por el Jardín de las Tullerías. Yo iba ensimismado con mis preocupaciones, y gracias á esto me distanciara un poco de mis acompanantes. Al volver en mí, noté, no sin cierta extrañeza, que ellos hablaban en voz baja, sigilosos, como quienes no quieren ser escuchados. Pero al punto, alejé de mi cerebro toda conjetura maliciosa, pues no eran, ni el momento ni el caso, para divagaciones de esa índole. Fuera lo que fuese, hubiese lo que hubiera, pasara lo que pasase, estaba dispuesto á no abandonar á esa divina mujer, cuya sola proximidad vertía á lo largo de mis nervios una blanda caricia de bienestar. La risa, esa timbrada música «oro mate» de su risa, hirió mis oídos, y olvidando mis inquietudes, abrevié la distancia que nos separaba y volví á caer en el mágico encantamiento de su presencia. Los desaparecidos. Un chiquillo púsose delante de nosotros á ofrecernos Le Journal, voceando: —¡Los desaparecidos! ¡Octava desaparición! ¡Seiscientos mil francos, robados! Los pregones se multiplicaban incesantemente. —¡El extraordinario de ahoraaa!... Tras un esfuerzo me atreví á hablar del asunto, que ya conocía por la prensa de España, pero que, sin duda, ignorarían mis amigos, por haber estado en alta mar, muy lejos de las miserias del mundo. Alejandra rompió el silencio: —Este París, que no puede vivir sin crímenes sensacionales... ¡No hay día en que los periódicos no registren nuevas monstruosidades! —¡Oh, este París!—sólo se atrevió á decir Mr. Westle. —¡Qué horror!—agregué. —¡Qué horror!—repitió como un eco Mrs. Alejandra. —Pero ya esto es el colmo—dije.—En San Sebastián leí algo de esta famosa historia de Los desaparecidos, pero solamente de uno... Ahora se anuncia la Octava desaparición. Es inaudito. —Es la primera palabra que sé de este suceso—dijo Mr. Westle.—No he tenido oportunidad de leer periódicos... Y yo añadí, como si no le hubiera oído. —Mrs. Alejandra, si no la impresionaran á usted tanto estas narraciones... Como pienso que todas las cosas trágicas trastornan su normalidad... Vivamente se apresuró á responder mi interlocutora: —Oh, por mí, vizconde, todo lo contrario; es preferible saber las cosas de una vez, que conocerlas á medias. Como usted comprenderá, no puedo resignarme á escuchar pacientemente todos los días las conversaciones que en mi alrededor y en todas partes se suscitarán con motivo de estos luctuosos sucesos. Sólo que sería mejor los leyéramos lentamente en el confort de nuestro petit- dejéuner. ¿Estamos? —Por mí...—apenas articulé, cada vez más extrañado y más enfadado conmigo mismo, pues era capaz de formular dudas contra el ídolo de mis amores. Cuando llegamos al hotel, una nueva sorpresa me estremeció, dispuesto como estaba a todo genero de absurdos maquiavelismos. Eran las diez de la mañana. Nadie se mueva! —¿Acabáis de llegar? —Sí, señor. — ¿De dónde? —De San Sebastián. —¿Ahora mismo? —Sí, señor, en el exprés. —¿Juntos? —Juntos. —¿Habéis dado vuestros nombres en . el bureau del hotel? —Acabamos de darlos; además, ya nos conocen. —¿Y os quedáis aquí? —Yo, no—respondí.—He acompañado á estos señores, amigos míos, pero yo estoy instalado en el Palace. -¿Y no habéis visto nada anormal en vuestro viaje? Nos miramos entrecortados, presas de un escalofrío. Yo respondía como un autómata, sin tener casi conciencia de mis actos, ni de mis palabras. —¡Nada!—respondió Mr. Westle, con energía. El policía particular iba ya á despedirse de nosotros, cuando, vuelto al uso de mi propio dominio, aventuré un reproche: —Y espero que sea esta la primera y última vez que se nos importune con semejantes interrogatorios. —Oh,—interrumpió el agente.—Ya os advertí que me perdonárais, pues sólo como un especialísimo favor pedía estas informaciones. ¡Como la última desaparición ha sido un caballero que venía de San Sebastián... y era de nacionalidad americana... —¡Pero nosotros no tenemos por qué conocer a todos los americanos! El policía me escrutó con una mirada de rencor, bajo la cual me sentí estremecer. —Perdón—dijo, y se alejó. En este mismo instante llegaba por el tubo de la amplia escalera un rumor confuso de voces atropelladas. — No, no es posible. —¡Es intolerable! —¡Habráse visto! Mrs. Alejandra, Mr. Westle y yo, formando un grupo en el centro del hall, observábamos estupefactos la escena que se desarrollaba ante nuestra vista. —Vámonos de aquí—balbuceaba Mrs. Alejandra. —Mr. Ernesto Westle permanecía silencioso, mordiéndose el labio superior y haciendo sonar las llaves en su bolsillo. Su rostro, totalmente afeitado, contraíase en un severo, y misterioso gesto de perplegidad, mientras que yo mascaba mi cigarrillo cinderella. En la última sección de la escalera que daba á las oficinas de administración, apareció un grupo de viajeros, en animada polémica: —¡No tienen derecho á molestarnos! —Sin embargo, hay que facilitar la acción de la policía. —A mí me entretienen estos «palos de ciego». —Pues yo me voy á quejar al gerente, por permitir la entrada á los sabuesos de Lépine. En esto, penetró como un rayo un ca- ballero afeitado y elegante, el cual, dirigiéndose al grupo que discutía en la escalera, dijo fuertemente en inglés: —¡Habéis visto... dicen que aquí está... que anoche ha dormido aquí, que vive en este hotel desde hace un mes, que está entre nosotros; nada, que... es uno de nosotros! —¡Oh, es el colmo de los periódicos! —dijeron á coro todos los presentes. —Yo no consiento un instante más ese insulto. . —Reclamaré á mi embajador. El recién llegado, agregó: ' —Y se dice algo más... se dice que, arriesgándolo todo, la policía va á hacer un escrupuloso registro en el hotel... De un momento á otro llegará, y será dada la orden de: Nadie se mueva. Entonces, las protestas llegaron á tal punto, que se produjo un verdadero tumulto. Unas señoras que se hallaban hojeando su Baedecker en el salón de lectura y que habían salido á las voces, sumáronse á los protestantes y el barullo tomó caractéres de escándalo. En las caras, á pesar de la indignación que semejante anuncio les producía, notábase una helada palidez mezcla de espanto y de misterio. Cuando mayor era la agitación y mientras grupos de viajeros se arremolinaban en distintos sitios de la planta baja, llegó jadeante un mozo del servicio interior del hotel, y con voz trémula dijo al gerente, entre el asombro de los viajeros: —En este instante acaba de pretender la salida por una de las escaleras de servicio, el señor del número 164... —¿Y...?—articuló ansioso el gerente. —Le dijimos que estaba prohibida por allí la salida. —¿Y...?—insistió de nuevo el alto empleado á cuya ansiedad se unió la de aquellos que le formaban corro, cerca del ascensor numero 3, deseosos de conocer el desenlace de ese incidente. —Que no le hemos dejado salir. —¿Y dónde esta? —Ha vuelto á subir las escaleras. —¡A él!—gritaron á un tiempo gerente, empleados y viajeros. Fué como un grito de «¡fuego!» Los empleados de contaduría y demas subalternos de las dependencias, unos se dirigieron á las puertas de servicio, otros, escalera arriba... —¡Al número 164! En el hall, sólo quedábamos nosotros tres, estupefactos, sin saber qué hacer ni en que forma contribuir á la pesquisa. Nada sabíamos en concreto de la entraña de este revuelo inusitado; no sabíamos sino que se hallaba en el hotel un hombre ó una mujer buscados por la policía; al menos eso era lo que yo logré averiguar, pues aunque era natural que mis compañeros—que no se separaron un instante de mi lado—no supieran cosa mayor, me permití dudar de si ellos estuvieran más al tanto que yo de lo que se trataba. Un instante los examine con cierta cínica agresividad, y hasta me atreví á decir á Mr. Westle: —¿Quiere usted que subamos á ver lo que pasa? —¿Para .qué?—respondióme fríamente el americano;—lo que haya lo sabremos, y después de todo, puede que quedándonos aquí consigamos más. No entendía una palabra, pero guardé silencio. Nos encaminamos al restaurant. —Allá ellos, amigo Fernando,—continuó Mr. Westle,—ahora tenemos apetito. Unos fiambres, una buena ó dos buenas botellas de Mum, nos redimirán de estas escenas... ¿verdad? —Tienes razón—respondió Mrs. Alejandra, quien había permanecido con los ojos muy abiertos y los labios muy cerrados, clavando sus fijas miradas en las puertas de los ascensores. Nos sentamos alrededor de una mesilla de mármol rosa, dispuestos á esperar que se presentase algún mozo, pues todos habían abandonado sus puestos y marchado en ayuda del gerente. De pronto, el ruido de una detonación estremeció todo el hotel, y unos fuertes gritos estallaron en la planta alta. —¡Por ahí!... ¡por ahí!... ¡por el pasillo, á la derecha! ¡A él! Luego un silencio siniestro. —Oh, estas escenas trágicas— murmuró Mrs. Alejandra. . Iba á tranquilizarla, cuando súbitamente se oyó el ruido sordo de un ascensor que bajaba vertiginosamente. La puerta del ascensor número 1, que se hallaba detrás de nosotros y de la que Alejandra no apartara un solo instante la vista, se abrió con estrépito, dejando paso á un hombre alto, seco, elegantemente trajeado de chaquet, y pude percibir que llevaba una perilla boulanger y monoclo con aro de carey. Tan lentamente apareció ante nosotros, que los tres le clavamos en el acto nuestras miradas. Sin embargo, el pasajero parecía no haber reparado en nosotros, pero como no tenía más remedio que cruzar nuestro grupo, alzó la vista. ¿Fue una alucinación de mis sentidos ó de mi mente sobresaltada por las escenas ambientes de la víspera en el coche de primera? ¡No lo sé! Pero yo creí ver claramente en el desconocido una mueca de espanto, y en el rostro de mis acompañantes, una palidez de terror. Instintivamente quise lanzarme sobre ese personaje que no podía ser otro que el señor del número 164, pero una sensación de miedo me clavó los pies en las losetas del pavimento. Todo esto duró un milésimo de segundo. Abrióse paso por entre nosotros, y... ¡oh!... estoy seguro que lo oí... sí... ¡lo oí claramente ó estuve loco! Aquel hombre sonrió con una ironía rabiosa y babeante, y mirando á mister Westle, le dijo en un helado medio tono de voz: —¡Hasta la vista, Mack! Y se encaminó, gallardamente, hacia la puerta principal. Mi asombro llegó entonces a su colmo. No pude contenerme. —¿Ha sido con usted Mister Westle?—pregunté sobresaltado. —¿Conmigo? No... ¡Habrá sido con usted!... . —¿Conmigo?—repuse, atónito de tanto cinismo. —O con alguien que esté detrás de nosotros. Volví el rostro para ver si alguien estaba á nuestras espaldas. ¡Nadie! —Pero, ¿cómo ha bajado ese viajero en el ascensor sin ningún empleado del hotel, como se acostumbra? ¡Es muy raro!—agregué. —¡Qué se yo... Lo mejor es no meterse en nada! —¿Y si es el que buscan? —Y á nosotros qué... —¡Es nuestro deber! —¡Haga usted lo que quiera! La helada flema de este Mr. Westle me desconcertó, é iba á argumentar de nuevo, cuando llamó poderosamente nuestra atención el ruido de los empleados que bajaban, mas bien, rodaban, las escaleras, mientras una voz gritaba desde la azotea: —Bajar, bajar por las escaleras... los ascensores no funcionan... han roto los hilos de la corriente... ¡por las escaleras! Delante venía el gerente, congestionado, gritando: —¡A él!... ¡A él!... ¡A la puerta principal! Efectivamente, el hombre de la barbilla en punta que acababa de salir de la caseta del ascensor número 1, trasponía lentamente el umbral de la verja de hierro, y, pasada ya la puerta grande del centro, disponíase á atravesar le calle. —¡Ahí está!—gritaron varios empleados a un tiempo, lanzándose á la persecución del desconocido. El presunto fugitivo aceleró entonces la marcha, dirigióse hacia un automóvil de alquiler estacionado en la acera de enfrente, y, entrando en el interior del coche, cerró tras sí, con violencia, la portezuela. Unos pasos antes de llegar al vehículo, los persecutores se detuvieron, temerosos, sin duda, de una defensa encarnizada de la presa. La detonación de algunos momentos antes, les demostraba que el desconocido estaba resuelto á vender cara su vida, tan cara, quizás, como Bonnot. Y una prudencia instintiva, les retuvo a cierta distancia del automóvil. El chauffeur, que dormitaba, sobresaltóse al ruido de los que ya formaban como una especie de cerco á la improvisada fortaleza. La policía llegó, y encañonando con sus colts al chauffeur, le —¡Tontos! Los aludidos detuviéronse en el acto. El Jefe de Policía pidió pormenores de lo ocurrido, y en cuanto el agente que abrió la portezuela del automóvil le dijera que el coche estaba vacio, el Jefe le cogió por la chaqueta del uniforme, y sacudiéndole violentamente: —Estúpido—exclamó, fuera de sí.— ¿Por qué no habéis apresado al chauffeur? —¡Si esta allí abajo, no se ha marchado aún! —¡A ver, a ver!—gritó el Jefe de Policía, asomándose á una ventana del primer piso. La culata del automóvil misterioso, desaparecía ya entre una nube de polvo. —¡Se nos ha vuelto a escapar!—gritó, rojo de ira.—Nada tenéis que hacer aquí. Los agentes abandonaron el hotel. El director de policía encaminóse, en unión del gerente, al cuarto número 164. Cuando volvieron no faltó quien quiso saber el resultado de la operación. El funcionario mantuvo una reserva absoluta, escudándose en el secreto profe sional. *** A todo esto, mis acompañantes y yo habíamos tenido tiempo de sobra para desayunar. Aunque las escenas anteriores me habían emocionado sobremanera, no por esto me opuse á disfrutar del desayuno sajón. Mr. Westle y su mujer me parecían algo preocupados, pero los vapores del rico Chateaux-Lafitte y la consistencia de los alimentos, les tornaron su habitual jovialidad, al punto de que Mr. Westle llamó al groom: —Tráigame los diarios de la mañana. —Pero...—me atreví a objetar mirando á Mrs. Alejandra. —No, por mí... al contrario... Ahora tengo verdadero ínteres en conocer hasta el fondo este intrincado acontecimiento. El groom apareció con una bandejilla repleta de periódicos. De pronto, Mr. Westle pareció cambiar de opinión: —Sería fatigosísimo leer todo este montón de papel impreso. Mejor, conoceremos el resumen y el «por qué» de los sucesos desarrollados aquí, hace apenas una media hora. —¿Cómo así?— aventuré tímidamente. —¡Llame al gerente, de mi parte!— intimaron para que abandonase el volante. —¡Como intentes huir!... El mecánico dejó su asiento y saltó á la calzada. Entonces, el cerco se fué estrechando más y más, con grandes precauciones, hasta que uno de los policías, el más resuelto, se precipitó sobre la portezuela y la abrió. Una interjección sonora escapóse de labios del polizonte: —¡Nom de Dieu! El automóvil estaba vacío... Dónde estaba, entonces? Esta era la pregunta que asomaba á todos los labios. ¿Dónde estaba, entonces? Los cuatro ó cinco agentes que se hallaban reunidos en el lugar del suceso, habían inquirido inútilmente debajo de les asientos y hasta en las entrañas del chassis. ¡Nadie! Algunos oficiosos, que nunca faltan, se habían situado estratégicamente en los alrededores y otros llegaban hasta introducirse en los portales vecinos. Sin embargo, el fugitivo había entrado en el taxi-auto, y nadie le viera salir. Se agotaron las buscas y rebuscas en los contornos, y cuando se convencieron de lo infructuoso de tales pesquisas, una especie de pánico feroz resopló por la médula de ese público curioso y anhelante de emociones fuertes. Al desencanto de ver fallidas sus esperanzas y al terror que produce en la multitud la presencia del misterio y de lo sobrenatural, los curiosos fueron dispersándose en todas direcciones, no sin cierto secreto júbilo por haber presenciado una hazaña de ese fugitivo maravilloso, que con una tal limpieza de maestro, burlara la acometida de sus persecutores. No pasaba lo mismo con los agentes, los cuales dialogaban con el gerente del hotel, averiguando las circunstancias que concurrieran en tan misterioso suceso. Avisado inmediatamente el jefe de policía, este llegó pocos instantes después. Al ver que los agentes se dirigían al departamento núm. 164 para investigar el asunto de la fuga, la primera palabra que articuló fué la siguiente: ordenó resuelto Mr. Westle al maitre d’hôtel.—Y dirigiéndose á mí, añadió: —El nos pondrá al corriente... Hubo un largo silencio de espectación. L o que dijo el gerente del Hotel El alto empleado, solícito, apresuróse en acudir al llamamiento. Muy impor- tante tenia que ser el cliente, para per- mitirse una exigencia como la que iba a formularle el americano. ¡Pueden mucho cien dólares diarios de hospedaje! —Querido amigo — comenzó mister Westle con cierto cortes imperio;—le he llamado para que me informe de lo que sucede aquí, pues como usted compren- derá, no puedo aventurarme á perma- necer en un hotel donde no están lo su- ficientemente garantidas ni la vida ni la seguridad de los pasajeros. El gerente, inquieto, estrujaba entre sus dedos el dije de la gorda cadena de su reloj, sin atreverse a interrumpir á mi amigo. En cuanto éste hubo termina- do, el gerente tomó asiento entre nos- otros, y ofreciéndonos un cigarro, nos dijo: —¡Pues, manos á la obra! El hecho de ser usted uno de los más fieles clientes de la casa, me obliga á serle absoluta- mente franco. ¿Pero no conocen ustedes los lamentables sucesos que desde hace una semana viene siendo teatro París? Los tres, á un tiempo mismo, mani- festamos nuestra ignorancia, y Mrs. Ale- jandra dijo: —No sabemos una palabra, porque nos hemos pasado cerca de un mes en alta mar, en el yate Proserpina, que usted conoció en Ostende, el año pasado... —Y yo he estado en un poblacho de la Vasconia—agregó Mr. Westle. Yo, callé. —El miércoles ó jueves, no recuerdo bien,—comenzó el gerente—se presentó en el despacho del Prefecto de Policía de París, una dama vestida de luto. En su semblante dibujábase la más grande congoja, y apenas si podía expresar al representante de la autoridad, el moti- vo que la llevaba hasta allí. Por fin logró dar rienda suelta a su revelación, mani- festando que su mando, el acaudalado banquero de la Rue Amsterdam, mon- sieur Henry de Garigaud, faltaba al ho- gar desde hacía dos días, transcurrien- do solamente una semana de su matrimonio con la dama vestida de negro. Tampoco había aportado por sus oficinas, ni se le viera en sitio alguno de los que acostumbraba frecuentar. «Como el funcionario pretendiera explicar esa ausencia por alguna aventurilla sin importancia ó á algún crack de negocios, la dama vestida de negro expuso las consideraciones que obraban en su ánimo para inducirla á creer en un secuestro ó en un crímen de sangre. El roboafirmó madame Garigaudha sido la causa de la desaparición de mi marido. Y luego, relató al Prefecto de Policía las circunstancias que habían precedido á la consumación del secuestro. «Mi marido—dijo la atribulada mujer —tenía que retirar del Comptoir National d Escompts, una crecida suma en billetes de Banco para hacer frente á ciertas fuertes operaciones. A las doce de la mañana retiraría esos fondos para guardarlos en sus oficinas de la Rue d’ Amsterdam. y á la una de la tarde nos encontraríamos en el Restaurant Italiano del pasaje de la Opera, para almorzar juntos. Pero pasó la hora convenida, dieron las dos, y cuando ya había almorzado yo, hizo irrupción en el restaurant monsieur Bolard, el cajero de la casa, en busca de mi mando.—¿Pero, no está en su despacho?—dijo.—No ha vuelto desde esta mañana, que salió á verificar un cheque en el Comptoir National d' Escompts —respondió el empleado.» «Como, justamente, la infeliz esposa atribuyera el retardo de Mr. de Garigaud á ocupaciones ineludibles é impostergables, muy grande fue su sorpresa al escuchar las palabras del cajero, y como éste agregara que algo muy anormal tenía que haber pasado, pues, justamente nunca fuera tan útil y beneficiosa para el patrón su presencia en el despacho de la Rue Amsterdam, la señora, desconsolada, encaminóse al Comptoir National d’ Escompts. Allí le dijeron que, efectivamente, el banquero había estado, pero que habiendo olvidado un documento, salió de prisa para volver al cabo de unos minutos y luego cobrar la cantidad girada. «Pero, ¿entonces no ha cobrado el cheque que debía haber hecho efectivo hoy?—preguntó madame, estu- pefacta».—«No, el dinero está aquí; precisamente para efectuarlo hacíale falta un documento que olvidó, y al salir para traerlo...—dijo el empleado del Banco.—Indudablemente que el banque- ro había sido secuestrado, porque no se explica una fuga habiendo dejado una suma tan importante de dinero. ¡Buena plancha se llevaron los ladrones!» «Todas las gestiones particulares hechas en los sitios que frecuentaba el desaparecido y acerca de sus amistades y posibles escarceos galantes, fueron infructuosas. ¡No se lograba de su paso la menor huella!» «Como la abandonada esposa considerárase impotente para hacer por sí sola sus pesquisas, y pasaran ya dos interminables días en la mayor desorientación, resolvió comunicar su desgracia á las autoridades.» «El Prefecto escuchó atentamente la revelación que se le hacia. En cumplimiento de su deber ofreció á la afligida dama todo género de seguridades. Una vez solo el funcionario, atribuyó á una fuga amorosa ó financiera el suceso, y aunque lo comunicara á sus subalternos para que se ocupasen activamente en su esclarecimiento, no volvió á pensar mas en el asunto.» . Pero al día siguiente, uno de los rotativos de mayor tirada, encabezaba a tres columnas la narración del suceso, en la emocionante forma siguiente: U n hombre desaparecido.— El banquero Garigaud, de la Rue Amsterdam, en su luna de miel «Y tres horas después, el mismo pe- riódico tiraba una edición extraordina- ria, en cuya primera plana, ocupando las seis columnas, de margen á margen, se extendía en gruesos caracteres, una sensacional noticia:» Dos desaparecidos más.—El diputado... y el comandante... también deben haber sido se- cuestrados.—La policía no sabe ó no quiere saber nada.—Interpelación en la Cámara de diputados.—¡¡Misterio, misterio y más mis- terio.!! «Y fué que, al darse publicidad al asunto del banquero, las familias res- pectivas del diputado y comandante- quienes también contra sus costumbres no habían vuelto á sus hogares—entra- ron en vivísimas sospechas. Inmediata- mente que leyeron las circunstancias en que había desaparecido Mr. Garigaud, y hallándolas maliciosamente parecidas á aquellas en las cuales habían desapare- cido sus respectivos parientes, se personaron en la Redacción del rotativo mencionado y refirieron al cronista sus inquietudes.» «En tanto, la policía nada sospechaba, ni tenía el más remoto conocimiento de estas dos últimas desapariciones, que llegaban á la voracidad pública por conducto de un diario antes que por el de los polizontes.» «Ustedes comprenderán—continuaba el gerente del Hotel, nervioso y encendidos sus cachetes de buen arlesiano— ¡la estupefacción y sobresalto que cundieron por las calles de París! ¡Nadie estaba seguro! ¡En dos días, tres desaparecidos! ¡La débacle! Y á todo esto, la policía sin la menor pista. ¡Los depósitos judiciales se llenaban de detenidos ad-li- bitum, porque la policía tenía que prender á alguien! Mujeres conocidas en el gran mundo de la cocotería, detectives gigolos, souteneurs, scrocks conocidos y fichados, petits maquereaux del boulevard Clichy y de la Butte, toda el hampa moral y física de los bajos fondos de París, sirvió de biombo á la inepcia policíaca. Reporters, amateurs, detectives... ¡Todo el mundo se echó á opinar!... Al principio se creyó en la eterna y vulgar «encerrona» de la mujer que roba y mata en el lecho de la impureza; en la que arrastra a su víctima hasta una madriguera donde los cómplices apaches despluman al pajaro caído... Y así fué que las infelices «amadoras» ó las que algún remoto contacto tuvieron con las presuntas víctimas, fueron llamadas á declarar, siendo detenidas muchas de ellas. Pero, vencido el plazo de la prisión preventiva,sin pruebas de especie alguna que las condenara, ni cargos que pudieran constituir base de proceso criminal, no hubo mas remedio que soltarlas a la calle. Además, la policía comenzó á decidirse por la «teoría» que apuntaba el cronista del rotativo que primero diera la noticia sensacional. Este cronista era un famoso reporter-detective que firmaba con el pseudónimo Joseph Rouletabille, el célebre personaje de Gaston Lerroux en su libro Le perfun de la dame en noir.» «Había tomado vivísimo interés en el asunto y llenaba informaciones de columnas enteras. Parecía haber monopolizado el suceso, prometiendo grandes descubrimientos, y el público se disputaba los ejemplares, agotándolos en cuanto salían á la venta.» «Así pasaron los días en los que ese Joseph Rouletabille aseguraba al público haber tomado las medidas conducentes al esclarecimiento del enigma, y justamente á la hora y media después de haber salido una edición en la cual afirmaba tener una pista segura, en las pizarras y transparentes de casi todos los grandes diarios, podía leerse: A la salida del Crédit Lyon- nais, el cobrador de la ca- sa Nauland Smith y Compa., ha desaparecido. «Y al día siguiente, también se supo que otro individuo, portador de una gruesa suma, había sido secuestrado. Esto pasaba el martes de la semana ac- tual—afirmaba nuestro excelente y pin- toresco informador;—pues bien, el miér- coles, una marquesa; un magistrado el jueves, y un griego noble, ayer viernes... «Son, pues, ocho, los desaparecidos hasta ahora. ¡Cuándo nos llegará nues- tro turno! En vista de todo esto, la po- licía, cree que se trata de una banda maravillosamente constituida. ¿Qué me- dios emplea? ¡Ese es el quid! Sin em- bargo, ya lo han visto ustedes: cuando iba á caer en manos seguras... el pájaro ha desaparecido como por encanto... —¿Quién?—pregunté irresistible- mente. —¡Cómo, quién!—respondió el geren- te—pues el señor del número 164... —¿Pero usted cree?... —Oh, vaya usted á saber; la policía opina que era él. —¿Será posible?—articulé, clavando mis miradas en Mr. Westle, pues no se borraban de mis retinas la palidez ni la mueca del fugitivo, así como tampoco desaparecían de mis oídos esas pala- bras en tonillo de ironía: «¡Hasta la vis- ta, Mack!». Mr. Ernesto Westle pareció inquie- tarse un tanto con mis miradas, pero en el acto se rehizo. —¿Luego, aquí,—pregunté al america- no—verificaba él sus secuestros? Mr. Westle lanzó una formidable car- cajada: —¿Cómo se le pudo ocurrir, vizcon- de, que aquí, en pleno hotel, haga ese señor sus desvalijos? —¡Los hay tan audaces! —Bastante audaz ha sido con instalar- se aquí—aventuró Mrs. Alejandra, insis7 tiendo, luego:—¿Y cómo supo la policía que estaba hospedado en este hotel? El gerente se apresuró á responder: —Si todavía no he terminado... Hace cerca de un mes, se presentó un caballero á tomar una habitación en el último piso, de la azotea. Se lo alquilamos sin inconveniente alguno, como alquilamos todos los demás departamentos. Aquello de notar extrañeza ó ademanes sospechosos en una persona que viene á alquilar un cuarto, es una fábula estúpida; todos los hombres que alquilan alcobas, se parecen ó no, pero todos son viajeros. Ese señor, llegó aquí, y aquí estuvo, y hubiera estado mucho tiempo, si la policía no recibe una confidencia- dicen que un anónimo,—en el que se le revelaba la morada del bandido. Un periódico anticipó la noticia. Parece ser que monsieur Godofredo Ross... —¡Godofredo Ross! — dijo Mrs. Alejandra. —Sí, señora, pero es que... —No, no, siga usted. Cambiamos una mirada el gerente y yo, á la que solamente mis nervios exaltados pudieron atribuir importancia. El alto empleado siguió así: —Yo me opuse á una pesquisa semejante que comprometería el prestigio del hotel, asegurando que vigilaría yo á los pasajeros. De pronto vino un mozo del servicio, á manifestarme que por a escalera especial de equipajes, había pretendido salir el pasajero del número 164, habiendo sido impedida su marcha, por las órdenes concretas que había dado de que nadie saliera por ahí. Lo demas ya lo saben ustedes. Corrimos todos al ultimo piso, sitiando el cuarto donde se refugiaba el perseguido, seguros de que no podría escapar por las escaleras, que obstruimos con nuestra presencia. A pesar de estas precauciones, pues en el caso de que nos arrollara y tomara un ascensor, nosotros tomaríamos el inmediato, el bandido, con una agilidad inaudita, saltó por una claraboya que dá al pasillo de los ascensores y como una exhalación se introdujo en el aparato núm. 1. En el acto quisimos penetrar en el contiguo; pero el individuo, sacando un revólver, disparó certeramente sobre la caja de conmutadores, destrozando la grampa central. —Luego el disparo, ¿fué hecho para impedir el funcionamiento de los ascensores? —¡Naturalmente, y con tal precisión, que estallaron los conmutadores y nos quedamos encerrados! Por las avenas, debe haber sido una bala dum-dum, de esas explosivas... sólo así se explica... A duras penas, pues la detonación nos sorprendió creyéndonos su blanco, logramos tomar el camino de darle alcance por la escalera principal. ¡Era demasiado tarde! ¡Ya lo vieron ustedes!... Cuando llegamos, el bandido penetraba en el interior del taxi-auto misterioso. —¿Y usted qué cree, señor gerente?— dije con ingenuidad infantil. —Pues yo creo... Y no pudo seguir más, pues un groom se nos acercó, y tendiéndome una carta, dijo: —Esta carta que acaba de traer un chauffeur para el señorito vizconde. Mi sobresalto no tuvo límites. —¿Para mí? —Sí, señor vizconde. Mr. Westle, Mrs. Alejandra y el gerente, me miraron con terrible curiosidad. Cruzamos unas cuantas palabras más; el gerente volvió á su despacho, los americanos á sus habitaciones y yo á mi hotel. ¿De quién sería esa carta? ¿Qué me dirían en ella? Hasta que "yo” no sea "él” —Si vienen á preguntar por mí, que no estoy ... para nadie... ¿Lo oye usted?... ¡Para nadie absolutamente! —Muy bien, señorito —respondióme el criado Evaristo, en español, pues me conocía desde Madrid, en uno de cuyos hoteles sirvió como mozo de comedor. Cerré la puerta de mi departamento, el mismo que solía ocupar durante mis frecuentes estancias en la Ville Lumiére. Di dos vueltas a la llave y me arrojé como un fardo sobre el diván. Largo rato permanecí inmóvil, con los brazos caídos y la cabeza hundida en el pecho, como un hombre salvado de las aguas. ¿Qué tiempo estuve así? No lo recuerdo. Al incorporarme, eche nerviosamente un vistazo por as habitaciones para cerciorarme del sitio en donde me encontraba. Poco a poco, fui recobrando el pleno uso de mis facultades. Mis sienes latían fuertemente, y en mi imaginación se entreveraban las escenas de aquella mañana absurda. Como un tropel de centauros acudían á mi mente todos aquellos recuerdos, y algo así como una pesadilla golpeaba la frágil encordadura de mis nervios y de mis sentidos. Yo quería, ante todo, darme cuenta exacta de lo que mis ojos vieran y de lo que mis oídos escucharan. Hasta entonces, todo se había desencadenado en un vértigo de impresiones incoherentes, del que todavía no lograba percibir un punto fosforescente que me guiara. Una pregunta abismábase ante mí. ¿Quién me escribía á un hotel en el que sólo estaba de tránsito? ¿Quién? Ante todo, era necesario: 1 .° Que esa persona supiese mi nombre. 2 .° Que no ignorase mi reciente amistad con Mrs. Alejandra. 3 .° Que conociera la invitación de los americanos para desayunar en su compañía. 4 .° Y por último, que ignorara á un tiempo mismo estas tres cosas antedichas. ¿Paradoja? ¿Absurdo? Pero... ¡cómo ignorar y saber las cosas á un tiempo mismo! ¡Era absurdo, era estúpido! Pero era así. Para haberme escrito esa carta, tenía que saberse y que ignorarse esos tres primeros considerandos. Volví á sacar la carta para releerla. ¡Mis ojos se agrandaron en un deforme visaje de espanto! ¡No había nada escrito en el sobre! ¡Estaba en blanco! ¿Una sustitución? ¿Cómo, cuándo, dónde? Al entregármelo el groom del hotel, bien claro leí: «PARA EL SEÑOR VIZCONDE DE FERNAN NESTOR». Luego, abajo: «URGENTE». Y ahora estaba el sobre limpio, en blanco. No, no, eso era una burla. Yo no estaba loco... y sin embargo... Nervioso, saqué el pliego de la carta por si también estaba en blanco. Felizmente, pude leerla otra vez. «Señor: Si inconscientemente está usted al lado de Mrs. Alejandra, renuncie en el acto á su compañía; pero, en cambio, si es conscientemente y conoce el riesgo que corre, sepa que voy á por usted.» Estas tres últimas palabras, en español. Me quedé fijamente mirando al estúpido anónimo, las letras escritas con un desmayado tinte rubio. Poco a poco fueron borrándose las letras, como si se murieran, hasta que el pliego quedó tan blanco como el sobre. La carta—¡ya es taba explicado todo!—había sido escrita con cholpa, esa famosa tinta extraída del hueso de la palta, fruta peruana, que á un largo contacto de la luz se desvanece por completo. En vez de firma había unos caracteres ininteligibles, en forma de herradura bastante abierta, como si se hubiese sellado con ella. ¿Y qué objeto se perseguía al emplear esa tinta? Para que no se conociera la letra... ¿Pero para que no la conociera quién? ¿Mr. Westle, Mrs. Alejandra, yo? Y aquello de subrayar la palabra conscientemente, ¿qué quería decir? Pero, después de todo, nadie tenía derecho á importunarme con una mujer á la que apenas si hacía dos días que conociera... ¡A no ser que el marido!... Sin embargo, Mr. Westle no podía ser el autor del anónimo, por la sencilla razon de que no había tenido, materialmente, tiempo para escribirlo, ni se había separado de mí un solo instante. Entonces, ¿quién podría ser? Fija, redonda, terrible, se precisó en mi mente la sospecha. En mis oídos volvió á resonar la frase: «Hasta la vista, Mack». Y si me hubiera equivocado... Si fué dirigida á alguien que no vimos ó una expresión vana. ¡Oh, también era posible que me la hubiese dirigido a mí! Yo no me llamaba así, pero Mr. Ernesto Westle, tampoco se llamaba Mack. Deliraba mi mente. Aquello de «hasta la vista, Mack», debía haber sido por mí. Sí. Volvía la sospecha á adueñarse de mí voluntad, pero esta vez con mayores visos de acierto. , ¡Oh, sí, era él, era él! ¡El me había escrito ese anónimo, bien claro me lo dijo el groom! —Un chauffeur ha dejado esto para el señorito. Luego, había sido un chauffeur, el mismo, quizás, del automóvil misterioso. Al salir del elevador, me vió en compañía de Alejandra, y de allí dedujo que... ¡qué podía deducir de allí! Pero si se trataba de un loco, de un extravagante... Y como no pudo detenerse, porque le perseguían, se limitó a decirme: «Hasta la vista, Mack». Quizás tomándome por un amigo suyo que tenga este nombre. Sí, sí, á mí había sido... Además, el final de la carta, escrito en español correctísimo, decía: «Voy á por usted ». Esto no podía ir dirigido sino á mí. Luego, ese rival mío, era un perseguido por la po licía, era el secuestrador misterioso, y... ¡era el amante de Mrs. Alejandra! ¡Y yo estaba complicado, quizás, sin darme cuenta!... ¡Oh, oh!... No es que sea un cobarde, ni mucho menos, ó un temperamento que se deje avasallar por la fuerza bruta. Más de una vez dejé colgado el instinto de conservación al entrar en un garito de arrabal, ó tire debajo de las sillas de un bar muchas probabilidades de morir. Pero, francamente, ante el siniestro desencadenamiento de tantas escenas dislocadas é incongruentes, mi espíritu hallábase desorientado y como bajo el peso de un conjuro maquiavélico. Nunca me había visto mezclado en circunstancias análogas, de suerte que no podía discurrir con la certeza de un buen derrotero. En mi desvarío, llegue al punto de creerme el protagonista de todo lo ocurrido y hasta el autor del secuestro del banquero Garigaud; quizás, si en una ausencia completa de mí mismo, no podía precisar recuerdos, y merced á esta misma inconsciencia de mi «yo criminal», había logrado desviar las sospechas que en un determinado momento pudieran encaminarse hacia mí. ¿Quién puede responder de un estado de sonambulismo ó de una atrofia «temporal y transitoria» de nuestra sensibilidad moral ú orgánica? Por esta horrible hipótesis podía llegar yo á la suposición de «ser yo», «él». Luego «yo», podía ser «él». Quiere decir que, sin haberme dado cuenta, yo era el otro, el criminal. Sin embargo, esos crímenes habían sido cometidos en París, mientras yo estaba en San Sebastián. ¡Oh, de esto estaba completamente seguro! Volví á quedar en suspenso. ¡Qué horas más angustiosas! Mi cabeza estallaba. No, no podía quedar eso así. Yo tenía que averiguar lo que hubiera de cierto en el laberinto de mis quimeras. Yo iría, tornaría, investigaría, hasta convencerme de que «yo» no era «él». . ¿Cómo? Tenía espanto de caer en mi antigua neurastenia. Sólo Mrs. Alejandra me curaría. ¡Sólo su amor; ella, ella! con la suntuosa magnicencia de sus formas de Juno, aplastaría en mí los sapos de la neurastenia. Además, yo no podía abandonar esa aventura, en la que á mas de mi pasión, estaba comprometido mi amor propio. Voy á por usted. ¡Que venga, que venga! ¡Yo sabré defenderla! Sumido en estas meditaciones y agotado por el viaje, fui hundiéndome lentamente en una vaga somnolencia. Había cerrado las maderas y corrido las cortinas, para evitar la violenta crudeza de aquella tarde de Julio. En el ambiente de la alcoba, apenas si distinguía los ángulos barnizados de los muebles. Debí quedarme dormido profundamente y haría ya un largo rato... De pronto, sentí un frío intenso en la cara, una presión terrible en las narices, y como si alguien me metiera los dedos en la boca, pues sin poder cerrarla, mis dientes chocaban con algo que les ofrecía blanda resistencia. Luego el muelle objeto se escurrió de mis encías, rodando por el tapiz del piso. Salté del diván. La alcoba estaba obscura, pero no lo suficiente para dejar de distinguir los contornos de los objetos. Un ruido de ropas que resbalan sobre la alfombra, cruzó la estancia. Clavé la vista en esa dirección. Un bulto se movía. Abrí las maderas, la luz penetró á torrentes. Una mujer, cubierta con denso velo, hallábase de pie, á pocos pasos. Sentíase un fuerte olor a cloroformo. Fuera de mí, precipitóme hacia la desconocida; brutal y desesperado iba á arrebatarla el velo de la cara, cuando ella me contuvo. —¡No hace falta—dijo—. Yo misma me lo quitaré! Caí sin sentido sobre la alfombra. ¡Era Mrs. Alejandra! El beso de Judas. —¡Usted, usted, Alejandra! —¡Yo misma, yo soy! —¡Usted, usted! Nos quedamos contemplando, como dos bestias carniceras. Apenas salia.de mi asombro. Ella había tomado asiento en el diván; y yo, de pie, dominándola, procuraba ordenar en lo posible mis ideas. —¡Usted... no quiero creerlo!—rugía yo con una gran tristeza, con una voz rota de pavor. —Yo misma me he descubierto. Tiene usted el cinismo de confesarse—no pude menos de decirla dando rienda suelta á la ira que se estaba acumulando en mi interior. —Sí, tengo ese cinismo— me respon dió fríamente, irguiendo la esplendidez serena de su busto. —Y me lo dice usted en mi cara. —Se lo digo. —No sabe usted lo que dice. —¡Lo sé! —¡Entonces, es cierto! —Completamente. —Ha venido usted á matarme. —A matarle, no. —¿Este olor á cloroformo? —He sido yo. —¿Y dice usted que no ha venido á matarme? —Si hubiera venido á eso, tiempo de sobra he tenido para apuñalarle. —¡Apuñalarme! — Sí. —¿Qué daño le he hecho á usted? —¡Eso es lo que no sé! —Y sin saberlo se ha atrevido... —Por eso quise adormecerle solamente, para convencerme. —Pero convencerse... ¿de que? —De si era usted el autor del daño que he recibido. —Si usted no se explica. Hubo una pausa. Mrs. Alejandra adquirió una espantosa expresión. Sus ojos bailaban en una biliosa fosforescencia de rabia. Creí que me atacaría nuevamente y me dispuse para la defensa. Luego, con una lentitud desconcertante, dejó caer en mis oídos como gotas de aceite hirviendo, los mayores insultos: —¡Farsante... traidor! Me puse en pie, de un salto, con los puños cerrados. —¿Yo, farsante... traidor? —Sí... y además... ¡¡¡asesino!!! —¡¡¡Asesino... asesino!! Acababa de oir la palabra fatal. Yo, yo asesino. Oh, estaba loco, no cabía duda, la acusación no podía ser más concreta. Mis sienes principiaron á palpitar, el corazón me daba volteretas, mis nervios crujían como jarcias al soplo de un vendaval de tragedia. ¡Nada pudo haberme estremecido tanto, al punto que creí perder definitivamente la lucidez de mi razón! Fue uno de esos momentos definitivos en que se fracasa ó se triunfa, en que solo falta un ápice para llevarnos a la victoria o a la derrota. La lucha tenía que ser gigantesca. Por un lado me restaba energías esa estúpida pasión volcánica que me inspirara la exuberante hermosura de Alejandra y por otro me las centuplicaba el instinto de conservación. En ese instante de crisis, operóse el milagro de que venciese este último, y súbitamente, una calma robusta serenó mis nervios. Mis puños se cerraron, mi entrecejo se frunció en un gesto de omnipotencia y mis ojos debieron brillar como los de un jabalí que se apresta contra los alanos. —¿Cómo ha entrado usted aquí? —¿A dónde? —Aquí, á mi alcoba. —Por la puerta. —¡Miente usted! —Por la puerta, he dicho. —No puede ser, porque estaba cerrada por dentro, y los pestillos corridos. —Es que la he abierto yo. —Pero si las llaves están en mi poder. —No hace falta. —¡Con una ganzúa... Pero, ¿y los pestillos? —Ese es un instrumento de rateros. —De todos los que penetran en donde no se les llama. Una sonrisa satánica dibujóse en el semblante de Mrs. Alejandra. —Usted me ha llamado muchas veces, señor vizconde; no hay que perder tan pronto la memoria. El golpe era certero, pero argüí. —No esta vez. —Sin embargo... La interrumpí, pues por ese camino llevaba yo las de perder: —Sólo deseo saber cómo ha entrado usted aquí. —Vaya, le complaceré, a pesar de que estos medios los conoce usted, como todos los de su cuerda... Estaba resuelto á no sobresaltarme, y esto de «los de su cuerda», por mucho que me extrañara, no logró alterar mi voluntad. —Pues yo estaba ya en este departamento—dijo Mrs. Alejandra. —Imposible. —Sí señor... la puerta principal de este departamento «me la ha abierto usted mismo». —¿Yo? —Sí. —¿Cuándo? —Hace un rato. —¡Oh, estaría sonámbulo! —Quizás. —De otra forma, no me explico. —Pues no estuvo usted sonambulo, que bien despierto estaba. —Repito que no entiendo. —Cuando usted llegó, la puerta quedó junta... ¡siempre nos olvidamos de cerrarla a tiempo! Yo, que le seguía a corta distancia, llegué hasta el pasillo principal, detrás de usted. —¿Y si hubiera vuelto el rostro? —Iba demasiado preocupado con la carta que le entregó el «botones.» —Siga—ordené. —Pues en cuanto usted entró, impaciente por leerla, yo tuve tiempo para deslizarme en el pequeño vestíbulo, abrir la puerta del cuarto de baño... ocultarme detrás de las toallas tensas de uno á otro extremo y de arriba á abajo. Allí esperé, vi que corría usted las cortinas y juntaba las maderas. Fué al oir sus fuertes ronquidos cuando abandoné mi escondite. —¿Y por qué empleó ese subterfugio del cuarto del baño, cuando bien sabía usted que le hubiera recibido en el acto? —Porque si las órdenes que daba usted al criado... Un recuerdo iluminóme: —Pero si hablábamos en español. —Y ¿quién le dice á usted que yo no entienda el español? No quise perderme en más rodeos, yendo al punto capital de mis preguntas. Ante todo me sorprendía la docilidad y la casi mansedumbre con que era respondido, no obstante emplear un fuerte acento de reproche. —¿Luego usted temió no poder entrar? —Lo que temí fué que no se durmiera usted. —Y ¿qué interés tenía usted en que yo me durmiese? —¡Inmenso! —Luego, el cloroformo... —Y lo que hubiese hecho falta. —Pero, repito, ¿que interés tenía usted en que me durmiera? —Después de todo, no crea que he venido con el fin de robarle. Bien sabe que de necesitar, no es lo que usted lleva encima lo que podría satisfacer mis necesidades. Ademas, usted me ha dicho que me ama... Luego no tenía por qué recurrir á este medio. —Por lo mismo no concibo el paso que acaba de dar usted. Francamente, es absurdo, es inverosímil. —Yo se lo explicaré. Habrá advertido mi sumisión desde hace unos instantes, porque creo, fíjese que digo «creo», que sufro un error, porque muy grande tiene que ser el motivo para que me haya representado una tan vergonzosa y repugnante comedia. Los ojos de Mrs. Alejandra se animaron de un fuego extraño. —Por esto he venido precisamente. —¿Cómo asi?... —Por temor á una comedia. —De parte de usted. —No, al contrario, de su parte. —De mi parte? —Sí; una farsa vil, que si la llego a comprobar, será su perdición ó la mía... y créame que una mujer no dá un paso como el que acabo de dar si no la impulsa la pasión de un móvil supremo. —Yo soy un caballero, en toda la extensión de la palabra, incapaz de una acción equívoca. —De eso es de lo que yo quiero convencerme. —No en balde ha dado usted este paso tan peligroso. —Efectivamente. —Muy seguro lo tendría usted cuando lo ha arriesgado. —Sí; era la prueba principal. —¿Y cuál ha sido el resultado? La americana permaneció un instante indecisa. —¿Se puede saber?—insistí. —Es una obligación de mi lealtad. —Hable entonces. —Voy á ser franca. El resultado es favorable para usted. —¡Lo ve!... —¡Ah, no se puede cantar victoria todavía! —¿Qué quiere decir eso? —Que no estoy lo suficientemente convencida. Ya en el colmo de la impaciencia, con las manos en alto, grité: —¿Pero de qué quiere usted convencerse? Fué una escena espantosa. Aquella mujer, poniéndose en pie, comenzó a decirme una serie de cosas estrambóticas y terribles. —Tú, tú eres un apache de la «The Ebony Thooth»; tú eres su cómplice, su cómplice. No sé cómo tuve voluntad para no extrangular á esa víbora. —¿Cómplice de quién?—aullé. —De él... Tú te llamas Barrodal, eres chileno y desde hace poco perteneces á la cuadrilla de Gondelomar... —¿Quién es Gondelomar? O Godofredo Ross, como quieras llamarle. —¿Godofredo Ross? — El mismo. —El... él... él...—aullaba yo, dando vueltas por la habitación. —¡Tu jefe! —¡Otra vez!... ¡Oh, estoy... loco, loco! Pero, rehaciéndome, dije con voz de trueno: —¡Basta! Ahora mismo tenemos que aclarar este horrible enigma. Hasta ahora no sé si estoy hablando con una mujer, con una sirena ó con una bruja... Yo no entiendo una palabra de esa serie de insultos que, como un montón de gusanos, acaban de salir por su boca. Yo no sé nada de esto. Es la segunda vez, en mi vida, que escucho el nombre de Godofredo Ross. La primera fue cuando, delante de nosotros, lo citó el gerente del hotel. —¿Y el de Gondelomar? —¡Jamás! —¿Nunca? —¡Jamás! —Entonces, ¿cómo ha estado usted espiándome desde San Sebastián, después de haber espiado á mi marido en los hoteles de la Habana y New-York? _ —Yo no he espiado á nadie en mi vida, señora. —Sólo así se explica que nos acompañara usted en todo el trayecto fisgando nuestros menores actos, atreviéndose hasta á hacerme la corte. —¿Qué tenía de particular que me hubiese enamorado de usted? —¡Ah! amigo mío, tenemos que jugar a cartas vistas, usted me hizo el amor para que yo incautamente cayera en un lazo. —¿Con qué fin? —¿No lo sabe usted? —Ni lo sospecho siquiera. —¡Ah! no lo niegue usted. ¿Cómo se explica el que Godofredo Ross le conozca á usted? —¿A mí? —A usted. —¿Quién se lo ha dicho? —Usted recibió delante de nosotros una carta de Godofredo Ross. —¿Cómo lo sabe usted? —Porque la he leído. —¿Usted? —Yo. —¡Pero si la carta está en mi poder! —O en el mío. Y diciendo esto entre una sonrisilla sardónica, sacóse del cinturón de cuero que rodeaba su talle un menudo papelito doblado. —Aquí está la carta—me dijo. —¡Será posible! Los instantes más angustiosos de mi vida fueron aquellos durante los cuales permanecí absorto contemplando la carta que había recibido de manos del groom. ¡Era la misma! En balde registrara en mis bolsillos. La carta había pasado á manos de Mrs. Alejandra. —Esa carta me pertenece—le dije. —Tómela usted. —Pero no habrá usted podido leerla, porque las letras se han desvanecido. —Pero la firma no. —A ver—dije. Efectivamente, la firma permanecía intacta en su ininteligible caligrafía en forma de herradura. —¿Y qué consigue usted con ver la firma? —Es lo único que me interesa. —Si tampoco puede leerse nada en esa rúbrica disparatada... —¡Ah! dice lo suficiente. —¿Y de allí se deduce que sea la firma de Godofredo Ross ó de Gonde. lomar? —Sí. —Pues yo, por más que me esfuerzo, no logro descifrar una sílaba. —¡Es que se trata de una firma convenida! —¡Ah! —Y me he convencido de que usted y ese hombre están en mutua inteligencia. —¿Yo? —¿Qué le decía á usted entonces la carta?... ¡Ah! es muy listo Gondelomar cuando escribe algo que le compromete; emplea esa maldita tinta que se borra en cuanto recibe la luz, y las cartas no son sino testigos muertos, como esa; ¡oh! esta vez me ha ganado la partida. —¿Luego usted ha venido á arrebatarme esta carta? —Sí. —Y por eso esperaba que me durmiera... —No. —¿Para qué, entonces, quería usted que me durmiera? - —Dígame antes lo que le decía Gon- delomar en la carta. —Ante todo, yo no sé quién sea el autor de este billete. Usted dice que reconoce la firma de ese sujeto; yo, no. —Diga usted, si en verdad no está comprometido. —Pues... en la carta se me conminaba á abandonar la compañía de usted, por ser peligrosa. —¿Para quién? —Para mí. —¡Ah! como no se puede leer la carta, usted puede decirme lo que quiera. Un recuerdo iluminó de pronto mi memoria. Yo había copiado la carta. El papel debía estar en el velador. Corrí á él. ¡Allí estaba! Había logrado sustraerme el original, pero la copia, no. Nerviosamente cogí el papel y lo puse debajo de los ojos de la americana. —La prueba de mis palabras: aquí está. Y me puse á contemplarla, satisfecho de mi memoria, que esta vez no había querido ser me infiel. Poco á poco su semblante fue animándose de una regocijada tonalidad escarlata. Sus labios se contrajeron en una sonrisa de júbilo. Rápidamente, echóme los brazos al cuello y sofocó en mis labios un beso intempestivo. —Perdón, perdón balbuceaba, ahora estoy convencida de tu inocencia; perdón, perdón... . Envuelto por el vaho sensual de esa niujer que me cautivaba y se me aprehendía como un vampiro, no pense ya en explicaciones de ningún género, sino en abandonarme á la embriaguez de sus caricias inefables. Sólo duró unos segundos, pues en ese momento el timbre del teléfono llamaba incesantemente. —Aló... aló... —¿Hotel Palace? —Sí, señor. —¿El señor vizconde? —El mismo... ¿Con quién hablo? —¡Mr. Ernesto Westle! —¡Ah! Mr. Ernesto Westle... cómo está usted. —¡Ah! Gracias á Dios que está usted sano y salvo. —¿Cómo sano y salvo? —Ya se lo explicaré... Ahora, dígame si está allí mi esposa. Mrs. Alejandra escuchaba por el otro auricular, y ante una mirada de consulta que le dirigí, asintió. —Sí, señor, justamente está aquí mismo. —Dígale usted que se acerque en el acto. Mrs. Alejandra se puso al receptor. Yo conservé siempre un auricular. —Aló... Mr. Westle—dijo—la america- na en inglés. —¡Es inocente! Me acabo de cerciorar... Prudencia, y si has procedido, díle la verdad. , —Yo también acabo de convencerme de lo mismo... ¡es un aliado... es nuestro mejor amigo!... —Bueno, me alegro de que no haya pasado nada. Despídeme de él y que se venga mañana á comer con nosotros. Aquello es de cuidado. Ya hablaremos. —Sí, toda precaución es poca. Adiós. Yo no comprendía una palabra, pero me atreví á decirla: —¿Ves cómo os habéis equivocado?... He dado las pruebas más completas de mi inocencia. —Eso crees tú. —¿Todavía más? —No quiero decir eso. Las pruebas evidentes me las he tomado yo, no es que me las hayas dado. —¿Me las has tomado? —Sí. —¿De qué modo?. —En el... Interrumpióse. Luego, cambiando de tono: —Me siento fatigada—dijo;—tenemos tiempo para todas las explicaciones que desee... y que le debe mi lealtad... yo quiero desagraviarle á usted. —¿Por qué no me sigues hablando de tú? —Hasta que usted no me haya perdonado. —Pero si yo ya te tengo perdonado. —Eso lo dice usted á ciegas... Sólo cuando yo me explique y usted me oiga, entonces me perdonará. ¡Antes, nunca! —¡Oh! Ese beso ha sido como una esponja milagrosa pasada por todos sus agravios. —Ese beso, no debe usted agradecérmelo. —¿Por qué? —¡Porque ha sido falso! —Falso—exclamé retrocediendo. Ella soportó estóicamente mis llameantes miradas. —Sí... ha sido un beso de Judas. "The Ebony Tooth" Me llevé las manos á la cabeza, é iba á romper en sollozos, cuando vi que ella se acercaba al timbre de llamada: —¿Qué va usted á hacer? —Que nos traiga el mozo algo de beber. Tenga usted calma, que luego ha blaremos largamente. Se lo prometo, y después... después nos trataremos de tú. Estas ultimas palabras me tranquilizaron. ¡Tanto me cautivaba, que una sola promesa suya era como un bálsamo luminoso! El criado apareció. En su cara se dibujaba un gran asombro al encontrarme acompañado, habiéndome dejado solo. —Traiga whisky—ordené. —En vez de Seltz—añadió Alejandra, —suba unas botellitas de soda-wather. Al salir, el criado tropezó con un objeto caído en el suelo. Iba á recogerlo y entregármelo, pero la americana se apresuró á pedírselo: . —Es un chisme que se me ha caído... Démelo usted. El criado entregó el objeto. Yo me limité á guardar silencio. Mientras traían el whisky, permanecíamos callados. Ella, sentada en el diván; yo, de pie, junto á la ventana. A través de los cristales, veía los Campos Elíseos, orillados por el franco verdor de sus pintorescas alas. El Arco del Triunfo alzábase majestuoso y soberbio. Miré mi reloj: eran las cinco de la tarde. ¡Cómo pasaba el tiempo! Eso me hacía creer que estuviera yo durmiendo en el diván cerca de tres horas. Una nube de polvo se extendía, allá lejos, en la avenida de la Grande Armée, formada al paso de los automóviles que acudían al Bois de Boulogne en busca de un poco de brisa que refrescara el rescoldo de esos crudos días de verano. Enfrente mismo de mi ventana, hallábase apostado un automóvil. Y yo estaba encerrado en una alcoba, entre un acre perfume á cloroformo, y en compañía del más misterioso y fantástico de los personajes. ¡Oh! ¿Quién era, cómo era, para qué era esa divina Alejandra?... ¡De todas maneras, aunque me costase honra, vida ó fortuna, la seguiría hasta el fin del mundo! Tan ensimismado estaba en mis cavilaciones, que no sentí, entrar al criado. —¡Salud!—me dijo Alejandra. Y cuando iba á coger el otro vaso, ella me interrumpió: —Tome usted del mío, para que no tenga recelos. —Absolutamente—respondí, no sin cierto temor. —Tomé usted del mío—insistió;—de una mujer que se ha conducido como yo, hay derecho á esperarlo todo. Ade más, ¿no le agrada a usted que bebamos en un mismo vaso? —¡Oh, encantado! Encendimos unos cigarrillos turcos; abrí las ventanas para que se ventilara el aposento, y nos sentamos alrededor del veladorcito, sobre el que estaba la bandeja con el whisky. Se aproximaba el momento prometido de las revelaciones, y esperé ansioso que salieran de sus labios de esfinge las palabras supremas y estupendamente maravillosas, que vendrían á calmar mis angustias. Iba á sorprender la clave del enigma, á hurgar en la trama pulposa del misterio impenetrable. Si mi pasión por esa mujer era grande, grande también era mi curiosidad por saber lo que la había movido á realizar esa serie de actos extravagantes que moverían á risa si no hubiesen estado revestidos de incidentes verdaderamente desconcertantes. 1 .° ¿Por qué tenía que sorprenderme precisamente en estado de sueño profundo? 2 .° ¿Por qué no había tomado el camino más corto de asesinarme? 3 .° Si antes fui un estorbo, ¿por qué ahora no lo era? 4 .° Al encontrarme dormido (como eran sus deseos), ¿por qué no se limitó a sustraerme la carta de Godofredo Ross, y no que me estrujó con las manos la nariz y la boca, dando así lugar á que me despertara? 5 .° ¿Por qué me había dado, intempestivamente, un beso obsceno de cocotte viciosa, y luego me había dicho que era «un beso de Judas»? Y por último, ¿por qué se había apresurado á decir al camarero que le entregara á ella el objeto con que tropezó en el suelo? ¿Qué era ese objeto? Mrs. Alejandra no se hizo esperar por más tiempo, y con una lógica rectilínea que me sorprendió vivamente, y un tono reposado y glacial, comenzó así: —¿Usted va á obedecer al mandato de esa carta? Iba á responder, pero ella me retuvo. —Un instante; voy á hacerle la siguiente advertencia. Hay que ser francos, breves y concretos. Ahora, responda usted. —No pienso obedecer más mandato que el de mis naturales impulsos. —Más concreto. ¿Usted piensa retirarnos su amistad? —No. —¿Qué móvil le guía al seguir en nuestras relaciones de amistad? —Usted... La pasión que ha logrado despertar en mí y que algún día... —¿Y si ese día no llegara jamás? —Sería lo mismo. Continuaría á su lado. —¿Pasase lo que pasase? —¡Pasase lo que pasase! —¿Palabra de caballero? . —Se lo juro a usted por la gloria de mi madre, y cuando un español jura por ese nombre sagrado, no hay que agregar nada más. —Entonces, venga esa mano, señor vizconde. Tendí mi fina mano de hombre de estufa, y largo rato estuvimos así. —Ahora bien. Voy á abrirle mi interior. Es posible que algo muy siniestro nos amenace. Por esto quiero ponerle al corriente y abrirle los ojos, para que vea claro. Escuche usted. Una pausa breve. Luego continuó, encendiendo otro cigarrillo y sirviendo otro vaso de canadien. —En un. determinado momento, y por una serie de coincidencias que ya sabrá usted después, abrigué la sospecha de que usted fuera un espía bajo la máscara de un galanteador pretendiente. Por las circunstancias que ya le expuse, tenía necesidad de convencerme de la realidad. ¡Si era usted ó no, un espión! El no leer la carta delante de nosotros, aguzó mis sospechas. Lo arrostré todo, pues, y vine. Ahora voy á explicar mis actos, uno por uno. Tenía necesidad de que usted se durmiera profundamente, y por eso le acerqué un frasco de cloroformo. Y tenía necesidad de que usted se durmiera, en primer lugar, para sustraerle la carta y ver la firma, y en segundo lugar, para poder examinarle «el cielo de la boca». —¡El cielo de la boca!—articulé desconcertado. —Sí. Todos los de la banda, ó cómplices de Gondelomar, tienen escondido, en la parte interior de las encías y superior de la boca, un aparato especial, que les sirve para conocerse entre ellos. Este aparato le llevan todos. De manera que si usted le tenía, era usted á ciencia cierta uno de sus secuaces. —Pero, ¿quedaría usted convencida? —Entonces, no. Ese primer intento, cuando estaba usted dormido, me falló. Al introducirle á usted éntre los dientes un tapón de goma, é intentar meterle los dedos, usted dió un salto y no pude proseguir. —Y ese tapón de goma, ¿para qué? —Para que en caso de que cerrara los dientes no me cogiera los dedos. —Entonces, ¿cómo supo usted que no tema ningún aparato en la boca? Ella se ruborizó. —¿Recuerda usted—exclamó,—que yo le dije que no me agradeciera el beso que le daba, pues era el beso de Judas? —Sí, recuerdo. —Pues, se lo di por eso. Mi asombro llegó á su colmo. —Luego fue... —Sí... fué para explorar en su boca de usted... Usted comprenderá que le haya besado de la manera que lo hice, ¡pues ese era el único medio para llegar hasta «el cielo de la boca»! Quedamos en suspenso. Yo sesgueé la conversación, asombrado del ingenio maravilloso de esa mujer. —¿Y ese objeto en que tropezó el criado y que usted se ha guardado...? —Aquí está—me dijo—sacándolo de su bolso. ¡Que curioso es usted! ¡Era el estorbo que sentí en la boca, y que, al sobresaltarme, rodó por la alfombra! ¡El tapón de caucho! —¡Oh! Alejandra—exclamé emocionado—es usted inocente, tan inocente como yo; tuvo razón en proceder así, ¡yo hubiera hecho lo mismo! Iba á estrecharla entre mis brazos, pero ya se había puesto de pie. . —Se mar cha usted?—la dije apenado. —Ya es hora. —¿Quiere que la acompañe? —Ño puede ser. —¿Pero así se marcha usted? —No, antes quiero darle una prueba de absoluta confianza. Y diciendo esto, metióse dos dedos en la boca y sacó un objeto negro y húmedo. —Tenga usted esto. ¡Es mi mayor tesoro! Algún día puede que nos sea útil... examínelo a la luz. Yo cogí el chisme con desconfianza y me encamine hacia la ventana. Al principio no veía bien lo que ese objeto pudiera significar. Pero, poco a poco, el asombro fue ganándome, hasta dejarme clavado en el sitio. ¡Alejandra acababa de entregarme una dentadura de ébano! —Y ¿cómo lleva usted esto, que por lo que me acaba de decir es el distintivo de Gondelomar? Volví el rostro. Alejandra ya no estaba allí. Quise salir en su busca; pero reparé en que me hallaba en pyjama. Volé á la ventana. Alejandra cruzaba en ese instante la calzada, con paso ligero. De pronto, vi como que un hombre la atropellaba. Formóse un barullo. Alejandra parecía discutir acaloradamente. ¿Por qué no tomará un coche?—me decía yo. Allí estaba todavía, apostado, el taxi- auto que viera la vez anterior que me asomara al balcón. Felizmente, el coche iba en ese sentido. Detúvose delante... Alejandra se metió en él rápidamente, como escapando de la grosería de los tumultos. El automóvil desapareció como un rayo por una de las avenidas del Bosque. El noveno desaparecido ¡Las once! Por entre los visillos se filtraba una luz amplia y fuerte, que invadía casi por completo mi cama. Aunque la noche anterior la pasara en compañía de amigos y gente alegre hasta muy cerca de la madrugada, resolví levantarme y tomar mi ducha habitual, pues tenía la costumbre saludable de abandonar temprano el lecho y dar un paseo antes de la hora del almuerzo, que generalmente solía ser á la una de la tarde. Me arrojé, pues, sobre mis babuchas, y púseme a entrenar los músculos en mis cotidianos ejercicios de gimnasia sueca. Oprimí el timbre y dije á Evaristo me preparase una ducha muy fría, helada si fuera posible, pues los excesos de la víspera habían enmohecido mis articulaciones. Esa mañana estaba invitado á almorzar con los americanos, y quería ser puntual a la cita. Efectivamente, la ducha estaba á mi gusto. Mis nervios y músculos adquirieron una confortante elasticidad, y mi cabeza despejóse, dando lugar á que me invadiera una serena placidez. Completamente vestido y dispuesto á salir á la calle, dediqué un vistazo á mi lenue por si algo me faltaba. ¡Nada! De pronto, un recuerdo acudió á mi mente. ¡Olvidaba la dentadura de ébano! ¿Debería llevarla conmigo? ¿Debería dejarla? Instintivamente me dirigí al velador. ¡Allí estaba! Cogíla nerviosamente como si alguien fuera á arrebatármela de las manos, y recordando que Alejandra la había tenido en su boca, impregnándola del perfume de su aliento, me la llevé á la mía. Me estaba que ni hecha á medida. Detrás de mi encía superior procuré engarzarla, empalmándola con el cielo de mi boca. La saboreé largo rato, como si todavía durase aquel «beso de Judas» que me supo a gloria, y largo rato estuve evocando la escena de la víspera. Lentamente volvieron á planteárseme las mismas preguntas. ¿Qué significaba ese aparato que no servía ni siquiera para comer? Entonces me la quité y contemplóla largo rato entre mis manos. Dábala mil y mil vueltas, sin poder alcanzar su utilidad. Era una media dentadura, en la que se alineaban los cuatro dientes centrales y los dos incisivos. Eran, al parecer, macizos y de un opaco color negro. El aparato era hecho de una sola pieza y los dientes estaban mal labrados. En algunos de ellos había trocitos gastados, y en el listón del cuerpo superior, podían observarse algunas astilla- duras. ¿Para qué, pues, servía? Por más que le daba vueltas y revueltas, subía y bajaba las grampitas de plata que servían para sujetarla; nada de extraño notaba en su construcción. Alejandra me había dicho que era un «distintivo» de los de la banda de Gondelomar. Pero un distintivo, tenía que ser algo que saltase á la vista para que pudieran conocerse entre ellos en el acto. Y un objeto llamado á llevarse siempre introducido en la boca, no era el más á propósito para llenar ese fin. Había que buscar por otro lado. ¿Un arma? Todo lo contrario. A una simple flexión podía quebrarse como una cinta de cristal. Una idea cruzó por mi suspicacia. Acaso guardase en su interior algún veneno ó tóxico para suprimirse ó anestesiarse en el caso de ser cogidos por la policía. Obsesionado por esta suposición, volví á intentar nuevas inquisiciones en el menudo aparato. Presioné uno á uno todos los dientes por si estaban huecos ó segregaban algún líquido sospechoso. Los dientes eran macizos y resistentes. Por ninguna hendedura ó rendija calaba licor alguno. Lo aproximé bien a la luz por si algo estaba escrito en caracteres impercepti bles al tacto; pero todo estaba liso, apenas desgastado por el uso. ¡El uso! ¿El uso de qué? ¿En qué podía usarse? Sin embargo, se me ocurrió una idea. Saqué de mi cartera el anónimo que me entregara el groom, y eche un vistazo a la firma. Alejandra me había asegurado que esa firma era de Gondelomar. ¿Firma? ¿En dónde decía Gondelomar? En ninguna parte. En vez de firma podía decirse que era una rubrica, ó mas bien una estampilla. Eran trece lineas gruesas en forma de plecas de imprenta, y en la dirección de una curva de herradura. Cogí el aparatito de ébano y lo puse encima. ¡Ah! Bendita idea. Las aristas de la dentadura de ébano coincidían justísimamente con las estampadas sobre el papel. Mojólas con mi saliva y presioné. ¡Exacto! La dentadura de ébano servía para firmar todos los documentos de la cuadrilla «The Ebony Tooth»! ¡La dentadura de ébano era su sello oficial! Una exclamación de júbilo se escapó de mis labios al descifrar el incomprensible enigma que representaba ese utensilio de madera. Pero á los pocos instantes, pasado el primer entusiasmo del éxito alcanzado, nuevas interrogaciones fueron alzándose ante mí, cada vez más desconcertantes. Con ese descubrimiento no había conseguido sino aumentar mis cavilaciones. No era posible un laberinto semejante, aunque una comprobación sólo servía para complicar la siguiente. Si esa dentadura era una especie de credencial, única e indispensable para acreditar participación en la .siniestra sociedad, ¿cómo era que Alejandra la llevaba consigo? Luego, ¡ella pertenecía á la sociedad! Y si pertenecía, ¿cómo era posible que ignorase que yo fuera extraño á ella? Admitiendo mi primera suposición de que la dentadura de ébano fuese un distintivo, una especie de santo y seña de los afiliados, entonces podía explicarse la ignorancia de la americana y su natural deseo de conocer la verdad. Así explicábanse perfectamente todos sus actos para lograr tal resultado. Pero si no era un santo y seña, y sí un objeto, un documento indispensable de identidad gremial, todo aquel que lo llevase sería un bandolero de la «The Ebony Tooth». Luego, ¡Mrs. Alejandra era socio de la banda! Pero yo, vizconde de la más pura nobleza castellana, también poseía la prueba fatal. Cualquiera que me hubiese sor- prendido la dentadura de ébano, me hubiese creído un apache. Sin embargo, yo no era un apache. Por un mismo orden de razones, aunque no por las mismas, la hermosa yankee podía, pues, ser tan inocente como yo. No. Había algo más. Si hubiera sido inocente y no obraba con segunda intención, ¿por que me la había dejado? «Puede que algún día sea nuestra salvación. Nuestra salvación. ¡La suya y la mía!»—me había dicho. Como una centella que nos enceguece, me estremeció una sospecha infernal. ¡Alejandra me había dejado la «dentadura de ébano» para que la descubriesen en mi poder y me creyeran un apache de la banda de Godofredo Ross; y yo, como un niño imbécil, había caído en la trampa! ¡Ah, esa mujer quería amontonar pruebas contra mí! La puerta se abrió bruscamente. Evaristo apareció, lívido, descompuesto, con las manos en alto: —¡Señorito! ¡Señorito!—exclamó con voz lacrimosa.—¡Huya usted! ¡Huya usted! Vacilé para caer, pero un supremo esfuerzo me sostuvo. —¿Que huya? —Sí, señorito, por Dios, huya usted, no hay que perder un momento... Porque vienen á prenderle! —¡A mí!—grité ronco de ira y de espanto, asociando en ese instante mis sospechas anteriores. Venían á buscarme, á ver si tenía ó no en mi poder «la dentadura de ébano». Quise precipitarla por la ventana, para hacer desaparecer ese cuerpo maldito, pero no tuve tiempo. Tres caballeros habían penetrado ya en mi habitación. —Señores...—apenas articulé ceremoniosamente. Uno de ellos, el más alto y grueso, que vestía traje de levita y llevaba una carpeta calada á la axila derecha, suplicó a Evaristo que saliera, así como al tercero de los que entraron. Estos salieron sin objetar una palabra. Nos quedamos el señor alto, otro señor pequeño y yo. Hubo una pausa larga. Al fin, el primero me dirigió la palabra. —Perdone usted que nos hayamos to- mado la libertad de venir á molestarle, pero no habiendo otro remedio, nos hemos resignado a dar este paso. —Están ustedes en su casa. —Venimos á comprobar ciertos datos, y esperamos de su amabilidad y su deseo de servir a la Justicia... —¿A la Justicia?—interrumpí, aterrado. —Sí, señor; soy el juez del distrito 18.° y este señor que me acompaña es el secretario del Juzgado. —Pues estoy á sus órdenes. Resuelto, abordóme: —¿Usted conoce a Mr. Ernesto Westle? Esta turbia amenaza tocó la parte más sensible de mi memoria. Lo recordé todo... —Aquí mismo—dije. —¿Usted la citó? —No; ella vino por iniciativa propia. —¿Estuvo mucho rato? —Sí, señor. —Poco más ó menos, ¿cuánto tiempo? —Un tiempo bastante largo. —¿Y á qué hora se marchó? —A las siete, poco más ó menos. —¿Nada extraño notó usted en ella? —¿Me quiere usted precisar? —¿Si ella le dijo á usted que había —Sí. —¿Y á Mrs. Alejandra, su esposa? —También. —¿Cuánto tiempo hace que no les ve usted? —Desde ayer por la mañana. —¿Y a Mrs. Alejandra? —Desde ayer tarde. —¿Dónde se vieron ustedes? Vacilé en responder, pues no me parecía hidalgo decir que había estado sola conmigo, en mí propio departamento. El juez vino en mi auxilio. —No se cohíba usted. Como los sacerdotes, los jueces estamos obligados al secreto de la confesión. Por mucho que se comprometa el honor de una dama, es preciso decir la verdad. Podrían venir complicaciones que usted sería el primero en deplorar. sido importunada por alguien al venir al Palace? —No, señor. —¿Usted la acompañó? —No, señor Ella no quiso... Y se marchó hasta sin despedirse. —¿Usted no la vió más, entonces? —Sí, la vi. —¿Cuándo? —Minutos después... al abandonar el hotel cruzó la calzada. —¡Ah! ¿Se fue á pie? —Diré a usted. Al salir—todo lo observaba yo perfectamente —hubo una especie de pequeño, tumulto. Quizás algún grosero la ofendió de palabra u obra y ella no tuvo más remedio que tomar el primer coche que pasara. —¿Fué una voiture? —No, señor: un taxi-auto. —Y ¿se fijó usted en la dirección del automóvil? —Avenida de la Grande Armée. —Muchas gracias, señor vizconde. Hizo ademán de retirarse, pero yo le retuve, impaciente: —Sin embargo, señor juez. Ya que ahora he respondido á su interrogatorio, sepa yo, cuando menos, el motivo que lo ha originado. El juez, que había hecho entrar nuevamente al tercer sujeto de los que le acompañaron en un principio, me miró con ojos de asombro. —¿No ha salido usted á la calle aún? —No. —¡Ah!—exclamó el funcionario, y alargándome un periódico.—Buenos días... y gracias—dijo, y salió. Cogí indolentemente el diario, sin disponerme á leer, pues aún se había quedado en el dintel de la puerta el tercer individuo. Lo contemplé breves infantes. Era un hombre bajo de estatura, aunque algo fuerte, manco del brazo derecho, bigote canoso y con un agujero negro en la frente. —Pase usted, señor,—le dije al fin. —Lea usted antes el periódico—res- pondió me con aplomo el hombre manco. Instintivamente abrí el diario. ¿Deliraba? Leí: «El noveno desaparecido. »Hoy, muy de mañana, el millonario americano, Mr. Ernesto Westle, se ha presentado a la Jefatura de policía, manifestando que ayer tarde, ó en las primeras horas de la noche, había sido secuestrada su esposa Mrs. Alejandra...» No pude seguir leyendo más. Nubló- seme la vista y quedé anonadado contra mi mesa de escritorio. Mientras estuve presa de esta funesta revelación, el individuo, que había permanecido de pie á unos pasos de distancia, me dijo en voz baja y en limpio castellano: —Vengo de la parte de Mr. Ernesto Westle á decir e que de todos modos no falte usted a almorzar en su compañía, como era lo convenido.—Y el hombre manco del agujero negro en la frente, hizo una reverencia y salió. Quise retener un instante más á ese hombre para que me diera pormenores de lo ocurrido, pero me faltaron las fuerzas. ¡La noticia había sido mortal! Despues de un completo desfallecimiento de mis energías, tuve una resolución heroica. Faltaban cinco minutos para la una. Como un loco, me eché á la calle. La cita inverosímil Necesitaba de luz, de aire, de la fresca brisa que venía del Bosque de Bolonia, arrastrando el perfume de las flores silvestres, y como la mañana era propicia a un largo paseo, me dirigí á pie al hotel donde se hospedaba mi amigo. En una esquina hallábase un grupo comentando el secuestro. —Ya nadie puede considerarse seguro. —Nada hay como no tener dinero... No quise detenerme, pues el tiempo me venía estrecho. A la una y diez llegaba al hotel donde se alojaba Mr. Westle. Resolví encaminarme derechamente al ascensor para dirigirme al cuarto que ocupaban mis amigos, pero el gerente me salió al paso. —¿Va usted á ver á Mr. Ernesto Westle? —Sí—le dije. —Pero, ¿no sabe usted lo que le ha pasado? —Sí, desgraciadamente, y por esto mismo vengo á verle. —Pues... no está. —¿No? —No. —Pero si me ha citado para almorzar. —¡Ah!—dijo el gerente como recordando. —¿Es usted el señor vizconde que estuvo aquí ayer desayunando con ellos? —El mismo. —Pues tengo una carta para usted, que me dejó Mr. Westle antes de marcharse. —¿Luego se ha marchado del hotel? —Esta madrugada. Creo que ha salido para Londres. Abrí la carta. Decía así, escrito con lápiz rojo: «Déjese conducir por el hombre manco.-- Mr. Westle.» Di vueltas al papel. No decía más. _ Mire en derredor. No estaba allí el hombre manco. —¿Puede usted asegurar que Mr. Ernesto Westle le ha entregado esta carta? El gerente se apresuró á responderme: —Con sus propias manos. Me dijo que no tenía tiempo para más, y hasta escribió con un lápiz rojo. Estuve todavía unos instantes contemplando el enigmático papel. Todo había que preverlo, y rápidamente me acerqué al teléfono: —Aló... ¿Palace hotel?... hágame el favor de llamar á Evaristo, el camarero del 53 ¡Ah! Evaristo... Soy yo... dile al gerente que te deje salir y ven como un rayo al Majestic. ¡Ah, espera, no te alarmes, tráeme la pistola que está en mi velador. De prisa! Al cuarto de hora, el bravo Evaristo se presentaba en el hotel. —¿Qué pasa, señorito? —me preguntó todo alarmado. —Nada... ó mucho—respondí. Pero no hay que perder tiempo. Yo voy á ir probablemente con otro individuo á un sitio que no conozco. Tú nos vas á seguir. Si transcurrida una hora de haber entrado en aquel sitio, no he salido ó échote conocer la falta de peligro, tú darás parte á la policía. —Pero...—articuló mi paisano. —Ni una palabra más. Cumple al pie de la letra lo que te digo, porque si no, estoy perdido. —Vaya sin cuidado, señorito—me dijo Evaristo, y en sus ojos y actitud firme, advertí una alma bien templada. Guardé la browing en un bolsillo exterior de la americana para disparar dentro de él si era preciso, y me dispuse a salir. —¿Estamos?—le dije al valiente servidor. —A otra cosa... No hay más que hablar. Y nos separamos. Entonces, dirigíme á la puerta, esperando encontrar al individuo manco. No tan pronto crucé la calzada, cuando sentí un golpecito sobre la espalda. Me volví. Era el extraño personaje. —¡Estoy a sus órdenes!—me dijo. —Y yo también—contesté. —No hay tiempo que perder, vamos á ver á Mr. Ernesto Westle. —¿A Mr. Westle?—insistí. —Al mismo. —Pero si acaba de decirme el gerente que Mr. Westle ha salido esta mañana para Londres. —No es verdad. —¡Caballero!—exclamé colérico.—¿No es verdad que?... —Que se haya marchado á Londres. —¡Ah! He de advertir que seguíamos hablando en español. Mi acompañante lo hablaba á maravilla, aunque con un marcado acento argentino ó venezolano. Tras una breve pausa, me aventuré á preguntarle: —¿Luego Mr. Westle sigue en París?... —Sí, señor, y me ha encargado le conduzca á usted hasta su presencia. —¿Y si yo no quisiera? El desconocido rompió á reir. —Supongo que no temerá usted ser también secuestrado. Mr. Westle tiene razones muy poderosas para no dejarse ver públicamente, y si le llama á su lado, es porque quiere hablar con usted de la desaparición de Mrs. Alejandra. Este nombre era para mí un talismán. De suerte que, al escucharlo, las desfallecencias de mis energías convirtiéronse en fuente milagrosa de nuevos impulsos. Constaté mi revólver en el bolsillo de la americana, y respondí con entusiasmo: —Vamos á donde usted quiera. —En marcha, entonces. —Hay que tomar el Metropolitano. Es una línea directa, y, por tanto, la más corta. A pocos pasos de nosotros se encontraba una estación. La de Klëber. Descendimos. —Saque usted billetes de segunda—me indicó el desconocido. Los vagones arrancaron. Pasamos unas estaciones, saliendo á los bulevares exteriores por encima de los viaductos gigantescos que rodean como una cintura ciclópea el centro de París. El convoy se detuvo. —¿Cogemos conexión? —Sí. Largo rato continuamos aún. E1 ¡Pére Lachaisse! —¡Aquí, en la rué Chemin-Verl; aquí es! Con un imperceptible movimiento de cabeza observé en mi alrededor. A unos cinco metros delante, en la otra extremidad, estaba Evaristo acechando como un perro fiel. Tomamos por la calle estrecha y tortuosa del «Camino Verde», deteniéndonos ante una casa de lamentable aspecto. Las puertas hallábanse herméticamente cerradas, pero mi acompañante oprimió un botón, apareciendo el hueco de la cerradura. Iba á volver el rostro en busca de Evaristo, cuando sentí el crugir de la puerta que se abría. Al salvar el umbral, mi guía exclamó con cachaza: —Nos han venido espiando. —¿Cómo lo sabe usted? —Porque lo he visto. —Pues yo, no. —Es raro. —¿Por qué? —Porque usted mismo nos ha mandado seguir. —Yo. —Al menos que ese individuo que está aguardando en la esquina o escondido en alguna taberna, no sea el camarero del Palace. —¿...? Apenas pude hacer un gesto de asombro. El golpe había sido certero. . —Culpa de la mala memoria—continuó con sorna el manco.—¿No recuerda usted que hace apenas un par de horas he estado hablando con él en la propia alcoba de usted? ¿No recuerda? ¿Cuando el interrogatorio del juez, que fuimos ordenados de salir...? —¿Y qué?—respondí, maldiciendo mi torpeza en estos complicados asuntos que por primera vez se presentaban en mi existencia. —Nada, señor vizconde, al contrario; veo que no se dejaría usted burlar tan fácilmente. Hombre prevenido vale por dos, pero esta vez creo que no va a hacer falta. «Por si acaso», dije para mis adentros. ¿Dónde iba? ¿En dónde estaba? Nos hallábamos en un vetusto patio de agrietados muros, por los que tendíanse gordas capas de yedra. Algunas gallinas picoteaban, y en lo alto del tejado distinguíase una mancha clara de palomas. No tuve tiempo para reparar en más detalles, sino que en medio de ese enorme patio alzabase un hotelito. Mi siniestro conductor, abriendo la puerta del chalet, me dijo: . —Puede usted entrar sin temor, señor vizconde; en breve tendrá usted de labios de Mr. Westle, la explicación de todo este sigilo que él ha juzgado indispensable para que venga usted á verle. Yo pasaré por delante para guiarle. Cuidado, que hay una pequeña grada. Nos hallábamos en una sala casi desnuda. De un crudísimo blanco de cal untábanse las paredes, en las que sólo se veía un cuadro grande de asuntos cinegéticos, un reloj de caja redonda y una panoplia herrumbrosa. En el fondo una mesa-escritorio pe- quena, unas sillas modestas y un biombo á la entrada principal. Ningún tapiz, ningún mueble voluminoso, ninguna colgadura. El pavimento de losetas sencillas, mostraba apenas una estera debajo del asiento de la mesa-escritorio, sobre la cual no había ni papeles, ni tintero, ni porta-plumas. Como salida, no veíase sino una larga y estrecha ventana que daba al patio, seguramente, pues a través de sus vidrios pintados veíase el tono verdoso de la yedra. No había otra cosa, al menos a la simple vista. _ _ El introductor tomó asiento en la silla que servía de butaca de escritorio. Yo también me senté. Breves instantes permanecimos contemplándonos, hasta que me dispuse á aclarar tan extravagante excursión. Las manillas del reloj marcaban las tres. —Ese reloj no anda muy bien—dije por romper el silencio. —Está descompuesto... No sé qué le pasa. Efectivamente; sólo deben ser las dos de la tarde. Esa era la hora que marcaba mi reloj. Volvió á establecerse otro corto silencio, durante el cual yo esperaba que apareciese de pronto Mr. Ernesto Westle. —Caballero—me decidí al fin;—creo que el tiempo es una cosa digna de economizarse, y debíamos saber, al menos yo debía saber a que atenerme. —Tenga usted un poco de paciencia. —Es que la paciencia tiene un máximum. Yo he venido á este sitio para ver á Mr. Ernesto Westle; de manera que me parece pertinente advertírselo. Además, no creo que debamos dejar correr el tiempo, pues tengo algunas cosas que hacer dentro de una hora. Espero, pues, tenga usted la amabilidad de decirme si dentro de ese plazo podre ver a nuestro amigo, porque creo que usted lo sea de él... —Soy un subordinado. —¿Subordinado? —Sí... ¿Le extraña á usted? —En efecto, no sabia que Mr. Ernesto Westle tuviese negocios ó asuntos, en los cuales poder emplear los servicios de usted. —Tengo el honor de contar con su más absoluta confianza, como habrá visto usted por la carta que le ha dejado en el «comptoir» del hotel. —Luego, ¿puedo saber con quién tengo el gusto de hablar? —¡Con Mack Bull!—Respondió sin vacilar el personaje. _ —¿Mack Bull?—insistí, recordando el nombre de Mack. -Secretario particular del millonario Ernesto Westle. Yo pensaba en el nombre de este sujeto. Recordé la frase, «hasta la vista, Mack» pronunciada por ese Godofredo Ross, la mañana de la fuga famosa. A pesar de que pudiera haber muchas personas que se llamasen «Mack», no pude menos de preguntarle: —¿Estuvo usted en el Hotel ayer por la mañana, en el momento de la huida del señor del número 164? —Sí, señor. —¿En qué sitio? —En la planta baja. —¿Y cómo no le vi? —No recordará usted. —¿Cómo es eso de que no recordaré? —Que solamente así se explica, porque hasta estuvimos hablando juntos. —¿Quienes? —Usted y yo. —¡Falso!—grité incomodado, creyéndome objeto de una burla pesada. —Haga usted memoria y recordara, que estábamos usted, Mrs. Alejandra, Mr. Ernesto Westle y yo. . —Imposible—exclamé, pues justamente habíamos constatado que en nuestro alrededor no había persona alguna. Iba nuevamente á abismarme en otras tantas divagaciones, cuando ese Mack Bull, sonriendo y con aplomo cínico, refrescó mi memoria. —Recuerde usted que al pasar el fugitivo por entre nosotros, me dijo: «hasta la vista, Mack». ¿No recuerda usted este detalle? —Sí, lo recuerdo perfectamente... así como que no estaba usted allí... No soy un idiota, ni soy un farsante para haber olvidado la presencia de usted en ese momento. La primera vez en mi vida que le he visto á usted, fue esta mañana, en mi cuarto del Palace. —Sin embargo, me conoce usted desde mucho tiempo antes. Sostuve sobre él una violenta mirada. Me había puesto de pie, paseándome lentamente y deteniéndome á mirar el cielo al través de la ventana. —¿Con qué usted no me conoce? —No,—respondí enérgico. Hubo una pausa. —¿Quiere usted hacerme el favor de abrir las hojas de esa ventana para que entre un poco de fresco? Me aproximé á la ventana y abríla de par en par. Una racha de brisa perfumada penetró en la estancia, tan agradable, que me quedé unos instantes aspirándola glotonamente. Cuando volví el rostro, tuve que apoyarme para no caer. ¡Mr. Ernesto Westle estaba allí, en lugar del misterioso personaje manco! ¡No había cambiado ni siquiera de postura, ni el menor ruido turbara la tranquilidad del aposento! ¿Cómo se había verificado la sustitución? ¿Con qué fin ese prodigio fantástico, que más bien parecía un alarde de magia? Nos quedamos contemplando silenciosamente. De pronto, el sustituto se echó á reir con procacidad escan- dalosa, avanzando á mi encuentro, la diestra tendida. —¿Y ahora—exclamó, siempre riendo,—me reconoce usted? ¿Ahora recuerda que estuvimos en ese «momento de la fuga» y que el perseguido me dijo: «Hasta la vista, Mack»? ¡No cabía duda! ¡Era Mr. Ernesto Westle en persona! —¿Usted? —Yo. —Luego usted y Mack Bull... —¡Somos una misma persona! —Pero, así... manco... ese agujero en la frente... hablando español... —Verá usted. Todo esto tiene una explicación. ¡Tenemos que hablar largo, muy largo, amigo mío! Es la última vez que ve usted á su amigo Westle... —¿Se marcha usted?— interrumpí sobresaltado. El americano rió nuevamente: —No, no es que me marche, sino que desaparezco desde hoy bajo la forma de Mr. Ernesto Westle, para transformarme en Mr. Mack-Bull. No pude menos que reir también, pero con cierta inquietud, pues no veía bien claro en tan enmarañada é insólita explicación. —Hable usted, por fin, en concreto, como buen americano compatriota de Roossevelt. ¡Basta ya de este ilusionismo de mal tono, que me viene cercando por todas partes!—dije fuera de mí, con violencia. —Tiene usted razón —me respondió.—En breve comprenderá y justificará ampliamente todos mis actos, pues desde hoy en adelante seremos compañeros de pelea. Yo, desde este instante, dejo de ser el millonario Ernesto Westle y paso á ser el detective Mack Bull. —No entiendo una palabra. —Verá usted.—Y diciendo y haciendo se transformó de nuevo, tras el biombo antes mencionado (puesto allí, sin duda alguna, de exprofeso) rapidísimamente, en el emisario manco.—¿Verdad que no se me reconoce? —Diría que no es usted el mismo, si no le hubiera visto «metamorfosearse», ante mis propios ojos. Luego, como una niña traviesa, me puse á hacerle la más ingenuas preguntas: ' —Y, ¿por qué se pone usted manco? —Porque a más de que rompe la armonía de la caja del cuerpo, sirve para utilizar la mano escondida, y cuando digan agentes ó bandidos: «¡las manos arriba!» no les extrañe que sólo levantemos una, porque como no tenemos la otra... Y así, cuando menos piensan, podemos usarla á nuestro antojo. Y diciendo esto, asomó por entre la abertura delantera del chaleco el cañón de una pistola. —Es un tiro infallable—exclamé, sorprendido del truco encontrado por ese hombre enigmático, del cual sólo sabía... ¡que no sabía nada! —Además—continuó—el agujero negro que se observa en mi frente, es debí- do á una profunda herida de bala que recibí hace ya muchos años en la campaña de Cuba de 1896. Cuando quiero, me la tapo con cera rosa, y no se me nota. Este agujero descompone de tal suerte mi fisonomía, que no es posible reconocerme, por buen fisonomista que se sea... ¡Ah! Y el castellano lo aprendí, como le digo, en Cuba... Lo demás, cualquier aprendiz lo conoce... —Pero, ¿qué interés tenía usted en hacerme este derroche de poderío fantástico? —En primer lugar, para convencerme yo mismo de mis aptitudes; por saber si las conservaba en todo su esplendor, y en segundo lugar, para inspirarle confianza. —¿A quién? — A usted. —Al contrario —interrumpí—lo que más bien me inspiró usted fué desconfianza. —No es en ese sentido lo que digo. Me refiero á inspirarle confianza como hombre detective, como policía de recursos extraordinarios y para que no me negara usted después su ayuda. —¿Hombre detective? —Sí; porque tengo que encontrar á Mrs. Alejandra, viva ó muerta... y creo contar con un tan buen amigo como usted, señor vizconde. —En ese sentido, cuente usted con mi más incondicional apoyo. Nada puedo ofrecer á un hombre que, como usted—lo acabo de ver—posee condiciones excepcionalísimas para salir airoso de una empresa como esta, que no por ser tan intrincada, ofrece menos entusiasmo: ¡pues se trata de Mrs. Alejandra! —Antes debe usted conocer ciertos antecedentes, pues la casualidad lo ha puesto en nuestro camino para sernos extremamente útil. Usted es un perfecto caballero. Su título de usted es de la más ilustre prosapia. Uno de sus abuelos, virrey de Cuba, fué el más entero y noble de los generales de su tiempo. Respecto á usted, le diré que la conducta observada durante su vida, es un modelo de independencia y de entereza de alma. Desde que salió usted del Colegio de los jesuítas, á donde le llevaron contra su voluntad y renunció usted a casarse con la duquesa de *** por repugnarle una renta de esa especie, todos los actos de su vida son los de un hombre, en toda la extensión de la palabra. Yo quiero que sepa usted mi vida y luego nos estrechemos las manos, para unirnos en un anhelo común. «¡El rescate de Mrs. Alejandra!» Yo no salía de mi asombro. ¿Cómo era posible que ese hombre estuviera al tanto de todos los actos de mi vida, hasta de los más insignificantes? Y ¿cómo sabe usted estos pormenores de mi historia? —¿No le he dicho, amigo mío, que yo me llamo Mack-Bull y que nada hay oculto para mí? Pero como es usted un aliado, tampoco debe haber secretos para usted. Los datos de sus abuelos los he leído, y los otros me los ha dado personalmente Evaristo. —¡Evaristo! —El mismo. ¿Qué hora es?-grité fuera de mí, mirando mi reloj.—¡Las tres en punto! ¡Maldición!... Espéreme un instante, voy en su busca, ya debe haberse marchado. Salí precipitadamente. . En ese mismo instante, Evaristo doblaba la esquina con paso acelerado. Tuve que correr para alcanzarle. —Vete tranquilo—le dije—no pasa nada. Espérame en el hotel. El criado me miró con espantados ojos de asombro. —Pues si no llega usted tan pronto, señorito vizconde, a estas horas la policía habría tomado cartas en el asunto. ¡Ay, señorito, si hubiera usted visto las angustias que he pasado en esta hora, que me ha parecido un siglo! Di un luis al fiel mastín, y le reiteré la indicación de que esperara mis órdenes en el Hotel Palace. Nos separamos. El americano se había transformado otra vez en el estrambótico personaje manco. —Ya puede usted mandarme, monsieur Westle. —¡Mr. Ernesto Westle ha muerto! Desde hoy no existe sino M ack-Bull. Además, es mi verdadero nombre. En adelante, pues, compañero, tiene usted que llamarme Mack-Bull. Ahora vamos a almorzar con tranquilidad, que necesitaremos mucha calma para emprender nuestros trabajos. —¿Y Mrs. Alejandra?—pregunté ansioso, pues me resistía á la idea de que ese hombre pudiese estar tranquilo, cuando aquella misma mañana le habían secuestrado la esposa, y no sabía si á esas horas estaba viva ó muerta. ¿Era así como la íbamos á encontrar? —Mrs. Alejandra también estará al morzando como nosotros. ¡Por ahora, no corre peligro! —Pero, ¿usted sabe en dónde está? —No. —¿Entonces? —¡Ah! Eso es lo que tengo que explicarle á usted... ¡Oh! amigo mío, tenemos que hablar mucho, mucho... Debo contarle una larga historia... Pero vamos a comer. Durante el reposado yantar le diré á usted muchas cosas sensacionales... ¡Oh! Esta estúpida policía... Si no fuera por los periodistas ó los detectives deportivos... Todos los crímenes hechos con aseo, con arte y con ingenio permanecerían siempre en el más absoluto misterio. Nosotros vamos á penetrarlo hasta las entrañas. París está conmovido por un sensacionalísimo suceso, tras del cual se cree que hay lagos de sangre; todo hace creer que yo también he sido designado por esa mano roja... Mrs. Alejandra ha desaparecido ayer... Y yo, ya me ve usted, estoy tan tranquilo... ¡Ah! Acercóse á la ventanilla y tiró de un fuerte aldabón. Ante mi actitud expectante, el americano tuvo una sonrisa franca de suficiencia. —No crea usted que esto es un palacio encantado ni que voy á tirar del aldabón para abrirme alguna trampa mágica... ¡Hoy la vida moderna exige otros recursos... intelectuales! Llamaron á la puerta. —¡Adelante!—dijo Mack-Bull. E l tubo de sombra y el Pa- lacio de Jim. Ya llevábamos caminando algún tiem- po por el estrecho subterráneo. Mack-Bull iba delante con una pode- rosa linterna que arrojaba en el tubo de sombra una triangular irradiación ama- rillenta. A sus movedizos fulgores, po- día ir constatándose el estado en que se encontraban los muros. Estos apare- cían como blanqueados de yeso, recien- temente; y el piso duro y resonante, de- mostraba que se habían cuidado de te- nerlo transitable. De cuando en cuando, al volver un recodo, Mack-Bull me enfocaba con la linterna, diciéndome: —Por aquí... Yo seguía como un autómata, sin res- ponder ni preguntar. Sin embargo, aquel tránsito inusitado á unos cuantos metros debajo del suelo de la ciudad, me inquietaba un tanto, pues apenas si el americano me había exigido que con fiara en su palabra y buena voluntad para abandonarme á sabe Dios que aventuras siniestramente diabólicas. De trecho en trecho, veíanse unas como grandes aberturas, con fuertes rejas, que yo juzgué fueran ramificaciones del sótano. ¿A dónde íbamos? Mi acompañante sólo había dicho: «Vamos á almorzar». En una especie de plazoleta, abierta en el centro del sendero, había una hilera de bancos en forma de pirámides truncadas como de cuarenta centímetros de altura. Mack-Bull tomó asiento y me instó á que hiciera lo mismo. . —No puede estar esto en mejor estado, ¿verdad? —Muy cuidado por manos solícitas tiene que estar—respondí. Y ante la ansiedad que le debieron revelar mis ojos, mi amigo comenzó a explicarme: —Este sendero que atravesamos se comunica con toda la red subterránea de vías ocultas que minan París. Hace ya algún tiempo, unos dos ó tres anos, la Compañía del Metropolitano quiso aprovechar los sótanos que en tiempo de los conspiradores religiosos se cavaron: ora saliendo de las iglesias, ora de las prisiones, ora de los palacios. Estos sótanos podían ser aprovechados para el tráfico de los vagones del Metropolitano, y la Compañía adquirió algunos. Un pariente mío, ingeniero consultor de las adquisiciones, á constantes suplicas de que me reservara un sótano de esos que reuniera las condiciones especificadas en un croquis que le remití por correo, aconsejó á la Compañía que desechara este subterráneo. Yo lo adquirí entonces, y víneme á vivir á Europa en compañía de Alejandra. —Y ¿con qué fin?—tuve la indiscreción de preguntarle. Mack-Bull se puso de pie. Continuamos el camino. —Esto es imposible é inútil que usted lo sepa por ahora. Nada tiene que ver con el asunto que nos preocupa en la actualidad... Después... ¡oh!... quien sabe lo que pasará después... La misma mujer que llamó á la puerta en el final del capítulo anterior para manifestarnos que el almuerzo estaba servido, apareció en el último tramo de una escalerilla de madera, con otra linterna. —¡Hemos llegado!— dijo el americano. La cincuentona, con sus patas zancudas, ascendió rauda la escalera. La luz cruda del día volvió á iluminarnos. Estábamos en un amplio comedor, de unos cincuenta metros cuadrados, con cierta sobriedad y buen gusto americanos. Muebles de roble, sin tapicería alguna. Unos cuadros, un reloj y un biombo, como en la primera habitación de donde arrancaba el subterráneo. Las paredes estucadas, como en aquélla; y el reloj... parado. ¿Qué significaba esta semejanza? La mujer trajo una bandeja llena de ensaladas, fiambres surtidos y rodelas de langosta. —Jim—dijo de pronto Mack-Bull- ¿no almuerzas con nosotros? Volví, el rostro. ¡No había nadie! Al cabo de unos instantes, una voz gruesa de hombre respondió: —¡Estoy leyendo los absurdos de la policía! ¿De dónde salía esa voz? Un niño, como de nueve a once años, salió por detrás del biombo. Vestía traje á la marinera y fumaba una inmensa cachimba cargada con maryland. —Señor vizconde... tengo el honor de presentarle á mi amigo Jim. . —Puede usted tratarme como al más humilde de los servidores, señor vizconde—respondió el aludido, con la misma ronca entonación de voz que yo percibiera salir detrás del biombo. En mi rostro debió dibujarse un gesto de extrañeza, pues Mack-Bull se apresuro a decir: —Ahí donde ve usted á este sujeto que parece un niño de diez años, es un hombre hecho y derecho. ¿Verdad, Jim? Este, que había apagado su pipa y tomado asiento en un extremo de la mesa, respondió en español: —Tengo treinta y nueve años de edad, y soy natural de New-Méxic. Hasta hace unos cinco años me exhibía como el «hombre más pequeño del mundo» en el «Reino de los liliputienses» del jardín de Aclimatación de París. Yo desempeñaba papeles bufos en las pantomimas y además hacia ejercicios de fuerza acrobática con un mono listísimo. Una tarde que Mr. Ernesto Westle, pues sólo hoy lo he conocido en su nombre de guerra Mack-Bull, fué de paseo á ver á los liliputienses y me citó para el próximo día de salida. Tuvimos una entrevista puramente comercial. Ofre- cíaseme el porvenir asegurado median- te una renta anual crecida, y en cambio dedicarme á los trabajos policiacos que me indicara el amo. Desde entonces, vivo en este sitio haciéndome pasar por hijo de esa señora que acaba de ver usted... y ¡así se va viviendo! —¿Y no le reconocen por la voz? —pregunté. —Cuando quiero la cambio por la del más aflautado de los rapaces. E imitó, acto seguido, á los colegiales, modulando asombrosamente su voz. —Ya en California me había servido yo de los enanos para investigaciones policíacas —dijo Mack-Bull. — En determinados momentos transcendentales, ese enano que tuve á mis órdenes y que ya ha muerto, me sirvió como no pudo haberlo hecho una persona mayor. —Pero, ¿usted ha hecho investigaciones policiacas alguna vez en su vida? —pregunté irónicamente á Mack-Bull. —Sí, señor... hasta la edad de treinta y dos años ejercí en California, Texas, Ohio y New- York el oficio de detective. —¿Con tanto dinero como tenía usted? —No, señor, mi fortuna es posterior a las funciones de policía... Justamente cuando logré tener unos cuantos millones, abandoné el oficio... al que por cierto le tengo un carino... —Luego, ¿usted, durante toda su juventud, ha sido un policía?— apunté, asombrado de que no tuvieran fin las constantes sorpresas que me asaltaban desde hacía cuarenta y ocho horas. —Toda mi juventud, no. Pues apenas tengo treinta y siete años, amigo mío, aunque le parezca á usted más viejo. —¿Treinta y siete? —¡Cabales! Efectivamente, reparé en el rostro de mi interlocutor, el cual, para almorzar, se había quedado en facciones naturales. Si bien la piel hallábase un tanto agrietada y renegrida por el sol, había en los ojos y en la potencia vigorosa de los perfiles, una manifiesta pujanza de juventud. —Tiene usted razón—dije;—las apariencias suelen engañar muchas veces. —A mí muy rara vez me engañan, por la sencilla razón de que nunca me dejo llevar por ellas. En este instante, la criada servía unos pasteles de ave y aceitunas, que_devora- mos con apetito; y luego trajo filetes de venado en salsa de hongos. Tras una ensalada fresquísima de espárragos y pulpa de alcachofas, tomamos una tortilla quemada con rom jamaiquino, y de postre cranches de melón y albaricoques. Durante el almuerzo, bebimos abundante Saint-Julien, Graves y Champagne seco Mum. La conversación parecía haberse cortado de plano, pues sólo el ruido de los cubiertos y el choque de los vasos, alteraban la paz soleada del comedor. Mack-Bull ordenó que se sirviera el café en una especie de glorieta que antecedía al comedor. —Señores—nos dijo á mí y á Jim— vamos á tener la conferencia más grave y seria quizás de nuestra vida. Ante todo, les considero como á camaradas, como á hermanos; de suerte que, desde ahora en adelante, deben desaparecer los formulismos del trato, y los tres nos llamaremos de tú. —¿Te parece, vizconde? ¿Y á tí, Jim? —¡De mil amores!—respondimos á un tiempo. —Pues ahora venid á tomar un sorbo de espléndido café de Huánuco (1) y saborear el perfume de unas «brevas» habaneras. Nos encaminamos á la glorieta. Yo estaba impaciente por conocer la vida de este hombre y el misterio que se escondía en su historia. Además, tenía mayor impaciencia aún por conocer su plan ó su táctica para indagar el paradero de Mrs. Alejandra, de la que ni siquie ra sabía lo que publicaban los periódicos con motivo de su desaparición. Pero, poco a poco, en mi espíritu iban amortiguándose las fuertes inquietudes primeras, para dar lugar á cierta tranquilidad derivada de la confianza que lentamente me iba inspirando ese hombre. Si bien en un principio tuve recelos invencibles, tanto de el como de su esposa, ahora que me había explicado y aclarado tantos puntos obscuros, sentía ascender en la entraña misma de tan naturales temores, una esperanza de triunfo. Por otra parte, yo no podía permanecer insensible al influjo que las extraordinarias cualidades de ese hombre me produjeran. Una vez que se arrancara la máscara burguesa de «Ernesto Westle», y se ofreciese ante mis pupilas asombradas bajo la sugestiva omnipotencia y omnisciencia de Mr. Mack-Bull, detective, un sentimiento de admiración fue tomando cuerpo en mí. Deslumbrado por unos cuantos alardes de ingenio indiscutible y de no menor eficacia que tuvo á bien demostrarme yo no sabia á punto fijo delante de quien me hallaba: si de Arsene Lupin ó de Sherlok-Holmes. Una vez que tuvimos encendidas las legítimas brevas, cuyas puntas mojábamos en Benedictino, Mack-Bull tomó la palabra: —Compañeros: á cada cual de vosotros, uno por uno, pero siempre el uno enfrente del otro, os diré lo que tenga que deciros. Ante todo voy á explicarme: «El nombre de Mack-Bull lo adopté para prestar servicios como policía de investigación, en el estado de Ohio de los Estados Unidos. Serví á la justicia de mi país durante nueve años, y cuando cumplí los veintiocho, me dediqué por. mi cuenta á ser lo que ahora ha dado en llamarse «detective». Aún no tenía ahorrado sino unos cuantos miles de dolares, que empleé en montar un servicio como el que me hacía falta, y emprendí asuntos particulares. Aquí hay un paréntesis, ocupado totalmente por Mrs. Alejandra. Este lo dejaremos para después... Bien; el año 1904 intervine en el famoso robo de la 5.a Avenida, en la que se descubrieron degollados sobre sus lechos respectivos, á todos los habitantes de la casa. Había un millón de premio para quien descubriese el crimen. Tuve la suerte de ir por buen camino. A los tres días había dado con el criminal. Entonces comencé la explotación de unas minas de cobre. También acerté. En el año de 1908 traspasaba mis propiedades á un sindicato inglés por cuatrocientas noventa mil libras esterlinas. Dueño de una verdadera fortuna, resolví abandonar América. Compre esta casa; se la di a Jim para que viviera en ella hasta que yo necesitara de sus servicios. Luego me dediqué á viajar por todas partes. ¡Conozco todo el mundo y creo conocer á los hombresl Nos sirvió una copa de cognac González Byas, y continuó: —Ahora viene la parte más interesante de mi relato. Voy á ocuparme del paréntesis que os he mencionado y que está lleno de un episodio emocionante y en el que juega el papel principal Mrs. Alejandra. Al oir este nombre sentí que una ola de sangre se agolpaba á mi rostro. Tanto yo como Jim, permanecíamos atentos á las palabras del narrador. Revelación estupenda! «Mis padres tuvieron varios hijos: yo, el mayor, y otros tres,—prosiguió Mack-Bull.—Cuando cumplí las trece primaveras, murió mi padre. Algunos meses después subía al cielo, también, mi desconsolada madre. Quedamos, pues, huérfanos y en la mayor miseria. Poco tiempo después, morían dos hermanos varones, y sólo quedamos yo y mi hermanita pequeña. Entré en una fábrica á los catorce anos y sostuve á mi hermanita, que tenía á la sazón seis años. Corriendo el tiempo, ella entró en un taller de planchado como recadera. Vivíamos juntos y nos ayudábamos con nuestros pequeños salarios, y ¡éramos felices! Por entonces logré entrar en la policía. Un íntimo amigo mío, compañero del oficio, cortejaba á mi hermana, que ya era una moza de diecisiete años. Como vi que llevaba buenas intenciones y se querían de verdad, les facilité el camino de la boda. Se casaron, y habiendo conseguido mi cuñado un puesto en las salinas de California, se marcho en compañía de su mujer. »Mi hermana me escribía con frecuencia, pues siempre nos hemos profesado vivo afecto; pero, poco á poco, fueron distanciándose sus cartas. Yo abandoné Ohio y pasé á la policía de Texas, y luego me trasladaron á New-York. »Era por el mes de Mayo de 1905. Hacía varios años que ignoraba el paradero de mi hermana, y por mas esfuerzos que hice por averiguarlo, nada conseguí: «¡Bah! se habrán ido á probar fortuna., y esta suposición me tranquilizó un poco. Además, yo no pensaba sino en mi oficio y en labrar una fortuna. Mi carrera era muy brillante y á la sazón—ya detective particular—tenía una espléndida clientela y una inmensa fama. Repito, á fines de Mayo, toda la ciudad de New- York conmovióse por un robo audacísimo llevado á efecto en uno de los Bancos principales. Yo, como es natural, me ocupé del asunto. Para que relataros pormenores. Sólo os diré que una noche coronaba mis esfuerzos el éxito más completo. Cayó en mi poder el terrible bandido. Figuráos mi asombro: ¡¡era el marido de mi hermana!! ¿Cómo denunciarle? Inmediatamente, lo primero que se me ocurrió fué inquirir por mi hermana. El ladrón me dijo que no sabía, pero ante mis amenazas, me declaró que estaba en un hotel de New-York. Fuimos juntos á verla. La escena que se desarrolló entonces, no es para descrita. Al verme, la infeliz se precipitó á mis plantas, llorando amargamente, y arrastrándose casi por el suelo me dijo que la rescatara del poder de ese bandido. Mi cuñado permanecía impasible, con los brazos cruzados. Compadecido del dolor de mi hermana, á quien tanto había querido, y comprendiendo su inocencia, me encaré con su esposo y le dije: «estás en mi poder; un solo movimiento tuyo, y te ahorcan». Sin embargo, voy á proponerte la libertad. Renuncia á tu mujer y márchate á donde Dios te lleve. Tienes el dinero que has robado, y lejos de aquí puedes regenerarte. «Mi hermana se quedará conmigo». «Jamás»—exclamó el malvado. «Entonces, vamos á la cárcel». Al ver mi firme intención de denunciarle, vaciló un poco para acceder, luego: «Tienes razón—me dijo—soy indigno de mi mujer». Esa misma noche salía en automóvil, y mis agentes le dejaron embarcado en Florida con rumbo á Venezuela. ¡El bandido se llamaba Godofredo Ross, y su mujer Mrs. Alejandra! —¡Alejandra!—gritamos á un tiempo Jim y yo. _ —¡SI, SEÑORES... NO ES MI ESPOSA, ES MI HERMANA! —¡Su hermana!—dije en un gesto de entusiasmo al vislumbrar la posibilidad de mi amor. I nternándonos en la investi- gación científica del caso. Hubo un silencio agónico, en el que no se oía sino los alientos. Mack-Bull fué el primero en romperlo: —Ahora, querido vizconde, comprenderás mi actitud. Yo sabía que te gustaba mi hermana, que la cortejabas. Yo sonreía al pensar que tú me creyeras un marido consentidor ó uno de esos pobres cornudos que no se dan cuenta de nada... —¡Tienes razón!—le interrumpí lealmente. —Pero como era únicamente hermana y no esposa, me dijo que le eras muy simpático, y á mí me lo pareciste también, y como yo soy americano y no tengo prejuicios, pues te acepté en nuestra compañía, y por veros felices hubiera sido capaz de todo... ¿lo oyes? —¡Oh! gracias, gracias, Mack—le dije alborozado, estrechándole entre mis brazos;—eres un chico chipin, como decimos en Madrid. Ahora, que sé la verdad de lo que pasa, te secundaré con la firmeza y la lealtad de un corazón español. —No, si aún falta... aún falta—continuó Mack.—Alejandra y yo creimos en un principio que eras un comisionado por Godofredo Ross para hacerla daño, ó ¡que se yo! Por eso en cuanto llegamos, al hotel y le vimos bajar del ascensor, un escalofrío de espanto nos paralizó. ¿Recuerdas y te explicas ahora aquello de «hasta la vista, Mack». Era á mi. ¡Nos había reconocido! Por otra parte, nada nos hacía sospechar que estuviese en París, pues desde entonces, desde que embarcó para Venezuela, no supimos más de él. Además, ¿qué nos importaba que estuviese en París si parecía no tener la menor intención de molestarnos, pues durante algunos largos años, ni lo había intentado siquiera? Por esto, al verle huir, no le quise entregar a la policía. ¡Cuál no sería mi sorpresa al oir que se le acusaba nada menos que del crimen de los «Desaparecidos»! Pero, en fin, no haciendo nada en contra de Alejandra, ¿qué me importaba á mi que secuestrara al mundo entero? Mas, al recibir tú una carta tan extraña, Alejandra tuvo el presentimiento de que se tramaba algo contra ella, y fué á enterarse al Palacio. Ya sabes lo ocurrido... —¿De manera—dije—que no encuentras relación alguna entre «Los Desaparecidos» y la desaparición de tu esposa... digo tu hermana, sino que ésta es víctima de alguna celada de su marido? —Todo lo contrario— enmendó Mack.—Lo que creo es que Godofredo, ó mejor dicho, Gondelomar que es su nombre de guerra, es el autor de «Los Desaparecidos», y al mismo tiempo, del secuestro de Alejandra. —Entonces, ¿cómo se explican los secuestros anteriores, porque nosotros hemos llegado el martes y ya habían desaparecido ocho, todas personas á quienes se suponía llevaran valores encima? El móvil, pues, fué el robo; y el móvil en la desaparición de Alejandra es lo que tú quieras, menos el robo. ¿Cómo explicas esta disparidad? —Hasta ahora no te la puedo explicar. —Además—continué—es demasiada coincidencia que llegue tu hermana á París el mismo día en que el hombre que tiene ínteres en secuestrarla, este en el número 8 de los más místeriosos secuestros... ¿Es que Gondelomar sabía que íbais á llegar, y, temperamento previsor, se puso á secuestrar gentes para que cuando le llegara su turno á Alejandra, lo atribuyeras á una desgraciada casualidad, desviándote de la verdadera pista? Porque es indudable que si de la noche á la mañana desaparece Alejandra de tu lado, lo primero que se te habría ocurrido sería pensar en Godofredo Ross. Pero con las circunstancias presentes de los actuales secuestros, ¿puedes pensar lo mismo? —¡Ah!dijo Mack-Bull, después de haberme escuchado atentemente.¡No discurres mal! Pero él no contaba tropezarse de manos á boca con nosotros. ¡Esa ha sido su desgracia! Sin embargo, amigos míos, yo no creo sino en las grandes encrucijadas de la casualidad, que son las que complican y facilitan á un tiempo mismo todas estas «cuestiones de investigación». Esa misma casualidad, que no es sino «una cantidad de cabos sueltos que no se pueden atar á la maraña principal», es la autora de este asunto. Mi opinión, y ya veréis que es la cierta, se concreta en la forma siguiente, que muchos problemas de policía son cuestiones de psicología: Gondelomar no ha tenido éxito como hombre de bien, y háse creado en él una segunda naturaleza criminal. La nostalgia de su mujer, le neurastenia, tanto más, cuanto que sabe que es indigno de ella. Viene, entonces, un feroz estado de morbosismo. Y sofoca sus tristezas en el delito. Gondelomar viene á París. Ha urdido una ingeniosa combinación para secuestrar muchas personas y desvalijarlas. Pone manos á la obra, y el éxito más comple- to la corona. Prueban su morbosismo y su afán de aturdir penas íntimas, ese refina- miento en la ejecución de los secuestros, á plena luz del sol, en el centro mismo de París, lo cual demuestra, ade- más, un loco deseo de escándalo y de asom- brar á la galería. Si el robo fuera únicamente el móvil, los secuestros se distanciarían más, y no que la frecuencia con que se realizan, delata un enfermizo anhelo de teatralidad criminal. «En estas circunstan- cias, llegamos nosotros á París; él nos ve en el hotel en el mismo ins- tante de su audaz esca- patoria, y ¡aquí viene la casualidad! Sí, ami- gos míos, la casuali- dad, esta tabla de loga- ritmos de nuestras ac- ciones. El azar le brinda una brillante ocasión; no hay sino aplicar á Alejandra el procedimiento de los otros y... ¡cosa hecha! Alejandra, pues, ha caído en la trampa de su marido. Este la tie- ne en su poder, sana y salva, porque, eso sí, Gondelomar es un la- drón de guante blanco. Opera con aseo, arte y delicadeza.» —¿Cree usted? —Al menos que haya cambiado de maneras de hacer ó que esté á su lado Ba- rrodal. Pero ..—¡Oh! si está a su lado Ba- rrodal. ¡Qué miedo me da pensarlo...! ¡Se me hielan las manos! —¿Por qué?—interrumpí presa de una súbita congoja. Mack-Bull se quedó reflexionando unos instantes para proseguir: —No, esos son sus procedimientos; esos de entrar en el automóvil y desaparecer como por encanto... ¡oh! ese es un gol- pe suyo... completamente suyo. —¿Cómo crees que desapareció? —No desapareció. Estaba allí. Puede ser que tuviera lista una casaca de chauffeur y una gorra y anteojos, etc., en el asiento del automóvil que apostó allí expresamente uno de sus cómplices. Entró por una portezuela y salió por la otra «metamorfoseado» en chauffeur. Después de todo, esto no es sino una simple suposición mía... una vez que estudie mi plan podré ser más preciso. Todos guardamos silencio. Jim, con una severidad extraña en el rostro, permanecía como extasiado en contemplar taciturnamente las volutas de humo que en lo alto de la glorieta tejían serpentinas de polvo azul. Sentí que una mano poderosa me tiraba de los vuelos de la americana. —¿Quién?—grité. Entonces el diminuto Jim rompió á reír. —Ven aquí Wic... aquí... Un hermoso gorila grande y fuerte, salió debajo de mi asiento dando saltos. —Es muy juguetón—dijo Mack. . Era el mono con que trabajaba Jim en el «Rayon des liliputs». —¡Las cuatro de la tarde!—dijo Mack, constatando la hora.—Debemos separarnos. Ya conoces el palacio de Jim- agregó, dirigiéndose á mí;—y lo que tienes que hacer para llegar hasta él. Dimos luego un paseo por las habitaciones, que eran claras y modernas, sin observarse en ellas nada de particular. Tres dormitorios, un despacho, la cocina, cuarto de baño, «W. C.» y nada más. —Ahora, Jim,—dijo al enano,—espera mis órdenes aquí. Yo voy á comenzar la primera diligencia. Vizconde, sígueme. Barrodal... Barrodal. Cuando estábamos á la puerta del subterráneo, me atreví á preguntar: —¿A dónde vamos? —Sígueme no más,—fué la única respuesta de Mack-Bull. abriendo la puerta de mi departamento del Palace. Pasó primero Mack-Bull y yo le seguí. Una vez dentro, y encerrados A doble vuelta de llave, Mack-Bull tomó la palabra: —Bueno, querido vizconde, ya sabes lo principal de este enmarañado misterio. Estamos en un punto que puede resumirse así, pues en estas cosas debe concretarse todo lo que sea posible. He aquí el resumen: _ _ «Godofredo Ross ha secuestrado á su mujer, v Godofredo Ross es, á su vez, el autor de los otros secuestros. Luego tanto estos, como aquel, obedecen a idéntico procedimiento. ¡No cabe duda! «De aquí, de esta hipótesis evidente, de este resumen de la realidad, vamos a partir. Lo principal es hallar un punto de partida y otro punto de llegada. Partimos de los hechos siguientes: l.° ¡Godofredo Ross es el único que tiene ínteres en secuestrar á Alejandra! 2.° Alejandra ha sido secuestrada. Y sentándose á la mesa del despacho, trazó sobre un papel una figura geométrica.—Fíjate agregó Soy partidario de los procedimientos estrictamente científicos; y cuantas veces he tenido que intervenir en la eliminación de alguna incógnita, los he empleado con el mayor éxito. La inteligencia no es sino una serie de fórmulas algebráicas ó geométricas que hay que saber aplicar. En este caso, por ejemplo, la verdad o hallazgo de lo que se busca, viene á ser la visectriz del ángulo formado por la inducción y la deducción levantadas sobre dos hechos comprobados. Por ejemplo, y trazó la adjunta figura: —Supongamos—continuó—este ángulo: Los puntos «A» y «C» representan los hechos comprobados; que Godofredo es el único interesado en secuestrar á Alejandra; «C», que Alejandra ha desaparecido. Estas dos líneas se encuentran en el punto común «B», que es Gondelomar. Trazamos la visectriz numerada «B-D», y en esa línea tenemos que hallar la justificación de la hipótesis evidente. Ahora sólo nos falta ir avan zando en la «escala nu merada» de la visectriz; cada grado es un dato, hasta dar con el hallazgo. —¡Estupendo, estupendo, Mack! ¡Indudablemente que eres un profesional llegado á la maestría! Haber reducido toda la ampulosa estructura de los medios de investigación, a un método sujeto á fórmulas matemáticas é ineludibles, es haber sentado la base de toda una verdadera teoría policíaca. —Guarda los elogios para después; el porvenir justificará mis medios. Ahora sólo se trata de comenzar á construir esa visectriz. «A-B» y «B-C» se encuentran en «B», este punto es el más culminante; hay que principiar el descenso. El número 1 de este descenso es tu cuarto de hotel, este departamento. —¿Mi cuarto?—exclamé asombrado. —Sí, esta habitación. —¿Cómo así? —Naturalmente. —¿Por qué? —Por ser el ultimo sitio averiguado en que se sabe estuvo Alejandra. —¿El último sitio? —El último averiguado. Después, ya no se sabe nada. —El último, no, entonces. —¿Qué quieres decir? —¿Te refieres al último sitio en que se la vió? —Hombre, si digo averiguado es un recurso de expresión. Sin embargo, veo que me hago entender. —Pues, en ese caso, el último sitio averiguado no es éste. Mack-Bull frunció el entrecejo: —Si no te explicas... —Que como te refieres al último punto en que se te perdió la pista, tengo que manifestarte que no es esta habitación. —¿Qué?—gritó nervioso mi amigo. —Espera. Yo creí muy útil manifestarle cuanto sabía, y continué: —Cuando Alejandra salió de aquí, yo no pude acompañarla, pero me asomé á la ventana. La vi cruzar la calzada. Entonces, se desarrolló un hecho sin importancia, pero que no está demás lo conozcas. —¿Cuál?—interrumpió ansioso el detective. —Prodújose un pequeño tumulto de gente no sé con qué motivo, pero el origen de él debió ser la grosería de algún transeúnte, pues Alejandra parecía accionar visiblemente alterada. Como era natural, llamó al primer coche, librándose del ya compacto grupo de curiosos que la cercaba. Hubo una larga pausa. De pronto, Mack, cogiendo su sombrero: —Sígueme—dijo, y bajamos las escaleras del hotel. Cruzamos la calzada. —¿En qué sitio fué? —En este. —¿Estás seguro? —Como que da al frente de la ventana. —Y ¿no distinguiste á alguien que por su traje pudiera darnos algún informe de lo que pasó? —No. En aquel instante pasaba un agente de seguridad. Mack-Bull se encaminó hacia él: —Perdone, guardia—le dijo.—¿Estuvo usted de servicio ayer tarde? —Sí. —¿En este mismo turno? —¿Qué deseaba usted? —Pues saber si ayer, á eso de las siete de la tarde, presenció usted una pe- quena agrupación de gente alrededor de una señora. —¿Ayer á las siete de la tarde? —Sí, poco más ó menos. —Pues, no. Verá usted. Ayer, á las siete de la tarde, se me acercó una persona para decirme que estaban riñendo dos albañiles en las obras de la casa número 168 de la Avenida Klëber, y fui apresuradamente á ese sitio, y nada había pasado. ¡Debió haber sido la broma de algún ocioso! —¿No era cierto, entonces? —Absolutamente. —Y ¿no volvió á encontrar á esa persona? —Se había marchado ya. —Hay tantos ociosos mal pensados— apunté. —Sin embargo, quien me dió el aviso era un caballero bien vestido. —De manera que ¿no sabe usted más? —Nada más. —Muchas gracias, guardia. —Que ustedes lo pasen bien. Mack-Bull quedó absorto en sus preocupaciones. Volvimos á nuestro primer sitio. Nada de extraño se advertía en él. —¡Psh!... ¡Psh!...—llamó Mack-Bull á un cochero del hotel que pasaba. —Señores... —Ayer, á las siete, ¿ha estado usted por estos alrededores? —No, señor, estuve en la cochera. —Gracias. —Adiós. Mack-Bull lanzó un treno de impaciencia. -Ahora resulta—dijo—que nadie estuvo aquí..., y como esto es una especie de plazoleta, distante de la acera, no queda ni el recurso de preguntar á los porteros de las casas vecinas. Pero en ese instante acertó á pasar por delante de nosotros un cartero. —Este debe ser el de las siete. Quizás...—Y le llamó. A la primera pregunta de Mack, el chico respondió afirmativamente: —¿Aquí fué? —En este mismo sitio—respondió el cartero. —Y ¿cómo pasó? Cuenta lo que sepas. ¡Hay una buena propina! —Yo, señor—comenzó,—venía á entregar la correspondencia del PalaceHotel cuando vi que una señora elegantemente vestida cruzaba el arroyo y se encaminaba en este sentido. En eso, un individuo pasó cerca de ella y parece ser que con la contera del bastón algo desprendida le rasgó grandemente el traje. Con este motivo promovióse una discusión entre el transeúnte y la señora, pues aquel creo que le dijo á la dama: «¿No ve usted por dónde anda?». Y nada más; luego, los curiosos se arremolinaron, y la señora, para verse libre de tantos majaderos, tomó el primer coche que pasaba. —¿Podrías darme las señas del caballero? —Era un hombre grueso de pequeña estatura. —¿Iba bien vestido? —Muy elegante, como que á todo el mundo le llamó la atención que un señor tan distinguido tratara así á una señora. —¿Puedes recordar el color de su traje? -Era obscuro y de los llamados de chaquet. —¿No recuerdas más? —Le he dicho todo lo que sé. ¿Mandan más los señores? —Nada, gracias; si algo necesitáramos te encontraríamos en Correos, ¿verdad? —Allí, siempre á sus órdenes. El cartero se fué saltando de alegría por la confortable propina que le diera Mack. Pasados unos instantes, éste se atrevió á exclamar: —¡Es extraño! Por decirle algo, objeté: —Me parece una cosa muy corriente. —¿Crees? —Hombre, eso pasa todos los días. —Todos los días, no. —El de que una señora se vea importunada por un majadero, es cosa que se ve todos los días. —Pero no en esta forma. —Efectivamente, es algo extraño. —Como que de rasgarle el traje á una señora al punto de impedirla seguir á pie por las calles... ¡vamos, vizconde, se ve muy de tarde en tarde! Una sospecha pareció asaltarle de pronto ante la presencia del agente del orden que volvió á ponerse á nuestro alcance: —Guardia—se apresuró á decirle Mack,—¿recuerda usted el traje del des— conocido que le avisara que en la ave— nida Klëber estaban disputando unos albañiles? —Espere usted. El guardia se sumió unos instantes en su memoria, y luego dijo: —Verán ustedes, de sus facciones no podría acordarme, pero de su vestido, sí. —¿Qué traje llevaba? —Uno de chaquet obscuro y sombrero hongo. —¿Está usted cierto?—insistió Mack con un marcado acento de júbilo. —Completamente. —¿Llevaba bastón? —Sí, señor, un bastón de caña amarilla, muy gordo, y recuerdo este detalle porque, justamente, me indicó con él la dirección del supuesto escándalo de los albañiles. —¿No recuerda usted más detalles? El guardia pareció cavilar, pero luego dijo: —No, no recuerdo..., como no le vi más que un sólo instante... El agente siguió su camino, y Mack me llevó consigo a un café próximo. Una vez instalados y con la seguridad de no ser oídos, habló: Ya vamos avanzando en la visectriz. Hemos llegado al número 2 de la escala. —No veo por qué—respondíle. —Espera... paciencia. Esta visectriz es la reconstrucción imaginaria de cómo se realizó el secuestro. —Pero yo no veo ninguna pista- agregué, no obstante la manifiesta satisfacción que resplandecía en el semblante de mi amigo. Este adoptó una actitud cómoda. —Verás—me dijo.—El grado número 2 de la reconstrucción imaginaria (1) es el siguiente: A las siete,—poco más ó menos, y esto no es sino un tipo de hora,—un caballero vestido de chaquet obscuro, llevando hongo y bastón de caña amarilla, se acerca á un guardia, es decir, al guardia encargado de vigilar estos sitios, y le dice que vaya á meter orden entre unos albañiles que están riñendo en la Avenida Klëber. Inmediatamente, sólo unos minutos después, un caballero vestido de chaquet, llevando hongo y bastón de caña amarilla, tropieza con una señora y le abre una brecha en el traje. —¿Y qué?—dije tranquilo. —Que esto no es casual. —¿Cómo así? —Que esto obedece al plan siguiente: el desconocido necesita alejar de este sitio á la autoridad, para obrar á su antojo en lo que se propone; esto es, para ocasionar un daño á esa señora. —Pero, ¿con qué fin? —Esto es lo que no está muy claro, pero ahondando, ahondando, podemos saber el fin que perseguía. Entonces un detalle casi olvidado por su insignificancia, acudió á mi mente. —Debo decirte, Mack, que cuando salí a la ventana por primera vez, á eso de las cinco de la tarde, observé que un automóvil se hallaba apostado en la esquina. —¿Y qué? —Pues que cuando volví á ver á Alejandra cruzar la calzada, el automóvil continuaba allí. —Esperaría algún pasajero. —Tal vez. Pero como he aprendido de ti a no desperdiciar detalle... —Sigue. —Es el caso que cuando se produjo el tumulto, el automóvil en referencia avanzó hasta ponerse delante. Y fué ese el coche que tomó Alejandra. —Estás seguro que fuera ese el mismo automóvil. —Segurísimo. —¿Un taxi-auto? —Sí, señor, un coche de alquiler; de otra manera, Alejandra no lo hubiera podido tomar. —¡Es extraño!—volvió á exclamar el americano, quien tras una ligera pausa (1) Véase la figura de la página núm. 44. tuvo un grito de rabia.—Imbécil—se dijo á sí mismo. Yo procuré averiguar el motivo de esa exclamación y Mack, entonces, me dijo: —Si las cosas no pueden estar más claras. —¿Qué quieres decir?—le pregunté azorado. —Que hemos avanzado un buen trecho. Verás. Aquel individuo del chaquet obscuro, estaba espiando la salida de Alejandra. Dió un falso aviso al agente de la autoridad, para alejarlo de los alrededores del hotel. Una vez conseguido por ese inocente ardid su objeto, vino rápidamente al encuentro de mi hermana. Calculándolo bien, enganchó la contera de su bastón en el traje de Alejandra, logrando desgarrárselo. —Pero, ¿con qué fin? —¡Espera!—me dijo el detective con un tono exasperado.—En esas condiciones, ninguna mujer elegante puede continuar á pie su trayecto. Alejandra, al sentirse con el traje en ese estado, vióse precisada á tomar un coche, el primero que pasara, y correr al hotel. —¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? Mirándome con un gesto de misericordia superior, exclamó, los brazos en alto: —¿Es posible que no te hayas dado cuenta? —Sí—le respondí con intrigada ingenuidad. —Pero, si está más claro que el agua. Todo esto obedece á un plan perfectamente combinado. Se necesitaba para efectuar el secuestro, que Alejandra tomara un determinado automóvil, apostado expresamente como tú mismo debes haber visto, próximo al lugar escogido de antemano. ¿De quién valerse? ¿Cómo hacer que una persona determinada, tome un determinado coche de alquiler? —¡Te comprendo, te comprendo!— grité alborozadamente. —¿Ves—me dijo satisfecho—cómo hay una estrecha relación entre estas tres cosas? Pues la mejor manera para que «una determinada persona tome un determinado coche de alquiler», es lo que ha hecho ese transeúnte misterioso. Obligar á Alejandra á tomar un vehículo, en vista del lamentable estado de sus vestidos. Sin sospechar la celada, ha caído ingenuamente. ¡Ah, es muy listo ese Gondelomar! —Pero más listo eres tú, especie de demonio. ¿Cómo has podido hilvanar cabos tan heterogéneos? . —¡Qué sé yo! ¡Sin embargo, no creas que haya predestinados ó iluminados por la alta sabiduría! Es cuestión de saber coordinar, lo que á simple vista parece incoordinable. Hacer una suma de cantidades aparentemente heterogéneas. Las primeras luces principiaron á encenderse, y un polvo amarillo ascendió por la bermeja ilusión de esa noche de verano. El maletín de cristal —Aquí tienes el parte facultativo y estos mil francos; me parece que vale la pena. El cartero no volvía de su asombro. —¿Y qué es lo que tengo que hacer? —dijo con la voz temblorosa de emoción. Mack-Bull, convencido del efecto que produjeran en el pequeño funcionario los mil francos y la promesa de otros mil más para el caso de que tuviera un éxito, contestó: —Ante todo, dejar de asistir á tu trabajo y ponerte á mis órdenes. —¿Nada me podrá sobrevenir? —Absolutamente nada. —¿No me echarán del cuerpo? —Qué inocente eres—dijo Mack- Bull—¿acaso es la primera vez que faltas a tu trabajo? —No, señor. —Entonces... —Es que las otras veces he faltado por enfermedad. —Y ahora es por la misma causa. Este papel que te doy—dijo aludiendo al certificado facultativo—está firmado por un médico, en el que se comprueba una enfermedad que te impide asistir mañana y los días que quieras á tus labores. Tus jefes verán que tu ausencia está justificada, y no te dirán una palabra. —¡Ah!—exclamó el muchacho comprendiendo todo — perfectamente. Ya me hago cargo. Mañana mismo lo enviaré la Dirección. Soy con ustedes. Eran cerca de las nueve de la noche. El cartero que se llamaba Enrique Nauquet, daba cuenta de su último reparto en las oficinas de Correos, donde le fuimos á buscar inmediatamente, después de sus afirmaciones, respecto al hombre del «chaquet obscuro». Mack-Bull se había propuesto un plan y quería ponerlo en práctica inmediatamente. Una vez que Enrique Nauquet cumplió con sus últimas obligaciones del día, se puso á nuestra disposición. Salimos de Correos y nos encaminamos al Hotel Palace. Llegados al presunto lugar del secuestro, nos detuvimos y Mack-Bull dijo al cartero: —Ahora vas á saber en qué consisten los servicios que vas á prestarme. Y, directamente, sin más rodeos, se fué al fondo de la cuestión. ¿Tú recuerdas perfectamente al individuo que rasgó el traje á esa señora? —¡Oh! perfectamente, como que le tuve delante varios minutos. —¿Reparaste bien en su fisonomía? —Sí; señor. —¿Le reconocerías si le volvieras á ver? —¡En el acto! —Pues bien, tú no tienes sino que hacer lo siguiente: quedarte aquí en vigilancia permanente. Con gran disimulo y como que estás de paseo. En la cara se te conoce que eres un chico listo y estoy seguro de que te las compondrás como un consumado policía secreto. —¡Oh! de eso sí que puedo responder. —Además los guardias que hagan el turno estarán prevenidos para que no te importunen. —Pues... ni una palabra más. —Espera galopín — interrumpió el americano.—Es muy probable que ese señor del «chaquet obscuro» vuelva bastante cambiado, tanto en indumentaria, como en fisonomía, de suerte que no se te pase ningún transeúnte. —Pierda usted cuidado. —Y como no deja de ser muy probable que ese individuo vuelva por acá y le reconozcas, entonces... —Le sigo... ¿verdad? . —Bravo, bravo—exclamó entusiasmado Mack-Bull—veo que eres un chico mandado hacer para estos trances. ¡Exacto! Le sigues, aunque sea hasta el fin del mundo... para ello, válete de los medios que juzgues más convenientes. No te pares en gastos... que yo te daré el doble. —Me hago cargo, me hago cargo repetía el cartero. —Bueno, y si tu persecución da resultado, me lo comunicas en el acto. —¿Por teléfono? —Ño, porque pudiera ser que no lo hubiese por los alrededores del sitio en donde dejaras al individuo. ¡Ah! y no te muevas de allí, aunque tengas que pasar la noche entera, á la intemperie. Felizmente, el tiempo es propicio. —Bien, señor, entonces, ¿cómo se lo voy á comunicar a usted? —Toma—le dijo, entregándole un pequeño maletín de mano.—Cuando creas llegado el momento de comunicarte conmigo, lo abres. Y mucho cuidado, que es de cristal por dentro. El chico cogió temerosamente el maletín enigmático, y antes de despedirse de nosotros, dijo: —¿Hago guardia desde esta noche? —¡Ya lo creo! —Bueno... pueden ir tranquilos los señores. Nos separamos. Hay que advertir que, cuando entramos en el café, Mack-Bull había telefoneado á Jim, pidiéndole esa maletita de mano. El liliputiense llegaba unos momentos después en automóvil, trayendo el objeto pedido. Mack-Bull, al recibirlo, cambió con su ayudante un pequeño diálogo que no pude oir, terminado el cual, Jim salió con rumbo desconocido, sin despedirse de mí. Como Maek-Bull no me dijera una palabra acerca de lo ocurrido ni de lo que tuviera dentro ese extraño maletín de cristal, me abstuve de hacer pregunta alguna. Sin embargo, no dejé de intrigarme. ¿Qué significaría ese maletín misterioso? En tanto ya habíamos perdido de vista á Enrique y nos encaminábamos, á juzgar por el silencio de mi amigo, sin rumbo fijo. —¿A dónde vamos. Mack?— me atreví á preguntarle. Sin levantar los ojos del suelo, respondióme: —Pues... á cenar. —¿Dónde? —¡Qué sé yo! A cualquier restaurant caro ó barato. Hay que contar siempre con la casualidad, que ya te he dicho no es sino la «red de cabos sueltos, escapados á toda previsión humana». Habíamos llegado al «Rond Point» de los Campos Elíseos, y tomamos por la calle d’Antín, hasta la parada de Saint Philipe de Roul. Un hermoso automóvil ocre «Peugeot», con carrocería ultra torpedo, se detuvo delante de nosotros. El chauffeur y el lacayo, que eran negros como de brea bruñida, descubriéronse respetuosos. —Entremos—me dijo.—No hay cuidado; este coche es mío. —Muy hermoso es. —Corre como un disparo. —¿Dónde vamos, señor?—dijo el lacayo, que supuse fuera Jim por su tamaño y tono de voz. —Llévanos á cenar al restaurant que se te antoje. —Bien, señor. Jim subió al pescante. El coche arrancó velozmente por la plaza de San Agustín, cruzó luego la de San Lázaro, cortando hacía el Faubourg Montmartre y Notre Dame de Lorette, deteniéndose delante del baile Tabarin. Por la bocina, Mack-Bull dijo al chauffeur que esperase donde estaba convenido. El baile Tabarin era el sitio de moda. Habíase creado un five o’clok thea que se prolongaba indefinidamente entre los acordes del vals ó del tow steep, ó del tango, importados por los excéntricos americanos. Y por la noche servíanse exquisitas cenas en convenientes apartados á todo lujo. Pedimos uno de estos. Desde allí podíamos observar sin ser observados. ¡Era un sitio estratégico! La casualidad... ¡quién sabe! ¡Lo imprevisto! Cuando acabamos de hacerle los honores á un confortable menú, MackBull pidió los diarios de la noche. Con ellos en la mano, me dijo: —Ahora vamos á ver lo que dicen los periódicos. Tanto las últimas noticias cuanto lo que se haya esclarecido en tan intrincados sucesos. Hay policías famosos y célebres detectives que han tomado cartas en el asunto. Quizás en alguno de ellos haya algo que valga la pena de utilizarse. Por lo pronto, las medidas que he tomado son independientes a otro plan que la lectura de los periódicos me pueda sugerir. Hay una teoría- muy cierta, fundada en fenómenos psicológicos indiscutibles, y es la de que hay una fuerza secreta é irresistible que impulsa al criminal para volver al sitio ó sitios principales donde ejecutara el delito. Esto me ha servido de fundamento para colocar al cartero en ese sitio. —¡Ya lo había presumido! —Además, es una cosa casi segura en quienes ejecutan sus actos criminales con tanta delectación como refinamiento. Sin embargo, me asiste una duda que quiero aclarar ahora mismo. —¿Cómo así? —Con la lectura de los periódicos. Mucho se ha discutido la conveniencia de la publicidad en determinados momentos de la inquisición de un hecho. Esto es muy relativo. Yo creo que, en general, la excesiva publicidad de un hecho punible es contraproducente y entorpece la labor policíaca. Es igual que se haya cogido ó no al delincuente. Si no se le ha capturado aún, porque juega á cartas vistas, y si ya está en lugar seguro porque los rastros que haya dejado pueden hacerlos desaparecer sus cómplices. —Pero—objeté con timidez—la prensa aporta manifestaciones ó revelaciones de quienes, por diversos motivos, no quieren dar la cara, y aquellas pueden llevar al fin ambicionado. —O echarlo todo á perder, desviando la rectilínea penetración del policía con fantásticas construcciones de bengala. En los países como España, por ejemplo—continuó el detective,—en que los funcionarios son de suyo indolentes, la prensa tiene una alta misión inicial, quiero decir que sirve de acicate á la actividad de la justicia; pero para nada más. En cuanto se sale de esta legítima función por la que el espíritu público ejercita los más elementales derechos de defensa social; en cuanto se sale, repito, de esta tesitura y penetra en consideraciones de estricto tecnicismo policíaco, entonces es perjudicialísima, funestísima. Además, lo sé por experiencia. ¡Sólo que ahora, amigo vizconde, es tan difícil escaparse de las garras nuestras! ¡Ah! Y quedóse abismado en los periódicos que había traído el camarero. Yo le observaba silenciosamente, asombrado del firmísimo criterio que tenía este «detective-deportivo» acerca de todo cuanto rozara sus saludables aficiones. Admiraba su tranquilidad imperturbable; sus raciocinios secos y rotundos; su lógica acerada para irlos envertebrando; su respeto por las resultantes científicas de sus fórmulas, como si fueran reacciones químicas; su fe en sí propio; sus maravillosas condiciones para el transformismo; la desconcertante originalidad de sus procedimientos y la delicada y alta serenidad con que todo lo veía y contrapesaba. Aunque me hubiera descubierto algunos secretos de su manera de hacer, y me contara su pasado en lo que se relacionaba con su hermana Alejandra, ¡cuanto de su existencia no me permanecería ignorado! ¡Cuánto de interesante y de desconocido para mí, no habría en ese estupendo Mack-Bull, que tan pronto me desarrollaba su «teoría del ángulo» como hacía que el mono Wic me tirara de la americana! Una curiosidad, al mismo tiempo que una fe formidable, me inspiraba ese hombre musculoso y pequeño, de inquietos ojos azules que todo lo descu brían, para los que no había nada oculto en la superficie de la tierra. Por un natural orgullo íntimo, el americano sólo me decía ciertas cosas y se reservaba otras, para que me ocasionaran el efecto esperado. Y era así que, comprendiéndolo yo, no me enfadaba con él porque me guardase ciertas reservas. De suerte que á cada instante prometíame sorpresas y acontecimientos de tal modo inesperados, que estaba en un constante sobresalto nervioso. ¡Oh! Mack-Bull era capaz de todo. Recién había comenzado sus investigaciones y ya parecía tener una pista segura, ¿Qué pensaba ahora...? ¿Qué iría á hacer...? ¿Qué sorpresas me guardaba...? ¿Qué revelaciones iba á tener de su ingenio privilegiado...? ¿Tenía una pista...? ¿Andábamos á oscuras? ¿Qué nuevo instrumento raro me iba a mostrar? ¿Por qué se había rodeado de unos ayudantes tan estupendamente exóticos, como son un enano y un mono? Y esa criada que nos sirviera el almuerzo sin decir una sola palabra... era una mujer... y si mujer, ¿era sorda?, ¿era muda? ¿Qué significaban las dos casas comunicadas por un subterráneo tan cuidado? ¿Para qué ese desconcertante acopio de cosas extravagantes, sobre las que no me había dicho una sola palabra? ¡Ah! Poco á poco iría sabiendo la razón de todos esos seres y objetos extraños que deslumbraban mi imaginación. El mismo me lo contaría; eso y otras mil cosas más que tenía que saber y que le habrían pasado seguramente en el curso de su existencia de policía de alta escuela. ¿Cuándo llegaría ese instante ambicionado? Pronto lo sabría. El Napoleón del ingenio, el gigante del detectivismo científico, el gran coloso, insuperable é inimitable, estaba en plena acción, desarrollando la fabulosa potencia de su sabiduría. ¡Mack-Bull, el millonario detective, más fuerte que la muerte, encontraría á Alejandra! ¡Salvada, sí, salvada! La línea recta. «El jefe de policía manifestó á los periodistas que nada de nuevo podía decirles, agregando que era inútil insistie- ran en indagar el secreto de sus gestiones, pues estaba dispuesto á no hacer revelación alguna.» «Los periódicos — continuó — en su afán de saberlo todo y amparados en el soberano derecho que tiene el público á ser informado, llegan á desviar el criterio de quienes están llamados á mantenerlo muy firme, con narraciones, si no fantásticas, cuando menos deducidas con una lógica arbitraria.» «Pero nosotros hemos llegado á averiguar un detalle muy importante, y podemos asegurar á nuestros lectores que ayer tarde compareció ante el señor Juez que entiende en el asunto, un individuo que parece haber hecho importantes declaraciones.» —Lo mismo, lo eterno — exclamó Mack-Bull interrumpiendo la lectura de uno de los diarios más importantes de la noche—. ¡Estos periodistas son más fanfarrones! Siguió revisando con atención los otros diarios, y á medida que los repasaba, una sonrisa de satisfacción iba acentuándose en su semblante. Al cabo de un largo rato, en que parecía haber confirmado sus suposiciones, me dijo en alta voz, rebosante de júbilo: —¿Ves? ¡nadie da pie con bola, nadie está, pero ni remotamente, sobre la pista probable! Es un hecho indiscutible que el individuo del «chaquet obscuro» es esa pista probable. De pronto, Mack prorrumpió en alta voz, como si monologase: —Mr. Garigaud fué visto por última vez al tomar un automóvil... fué allí que se le perdió de vista... Godofredo, desapareció también en las barbas de la policía y á las puertas del Majestic, en un automóvil, y en un automóvil también ha desaparecido Alejandra... ¡Ah! aquí hay un truco habilísimo... pero... ¡La línea recta, es la más corta! Lanzó una exclamación sorda. Pasados unos instantes, abandonábamos el Tabarín. D e la pista probable a la pis- ta segura —Despierta... despierta, holgazán. De un salto incorporóme en el lecho. ¿Dónde estaba? Poco á poco fui reco- brando la memoria. ¡Ah, sí!... ya recor- daba. Las emociones de la víspera habían trastornado hasta tal punto mi cabeza. Eché un vistazo en derredor. Allí estaba Mack-Bull. Sí... estábamos en la madriguera de la calle del Camino Verde. Mack-Bull me miraba con cachaza. Vaya un sueño, amigo. Anoche en el Tabarín se bebió de lo lindo. No recordaba. Por un momento cruzó mi mente la idea de haber sido narcotizado, pues no me daba cuenta cómo había ido á la casa de mi amigo. Después de todo, ¿no me inspiraban confianza todos sus actos? De cuando en cuando, el detective se asomaba á un ventanuco, desde donde alcanzábase un amplio horizonte. La mañana estaba limpia y azul. —¿Ves algo?—preguntaba á Jim, cuya menuda figurilla se recortaba en la penumbra que los arbolillos del traspatio proyectaban en el vano. Yo no me atrevía á preguntar nada; pero no dejaba de llamarme la atención ver á Mack-Bull con una escopeta en la mano, listo á disparar. ¿Ibamos acaso á ser atacados? ¿Por qué usaba una escopeta y no una carabina ó una pistola? De un salto abandoné la cama, cubriéndome con un pytjama, y cogí una pistola browning. En este instante, Jim y MackBull se echaron las armas á la cara. —En cuanto esté cerca...—gritó Jim. —No, que puede ser que entre por sí sola. «¡Por sí sola!» ¡Alejandra! ¡Oh!, sin duda se referían á ella y yo no podía permitir que la hicieran daño. Pero no tuve tiempo de interponerme. —¡Fuego! Dos detonaciones hicieron estrépito á un tiempo mismo, y Jim precipitóse fuera. —¡Qué habéis hecho!—rugí dirigiéndome al americano, sin explicarme una palabra de lo sucedido. —Que todo lo sabremos. ¡Albricias! —Pero, ¿esos disparos? —Han sido al aire! —Con qué fin. —Con el de asustar únicamente. —Pero, ¿á quién? —A... No pudo seguir. En ese instante volvía Jim con un objeto entre las manos. —¡Albricias!—gritó el liliputiense. —¡Albricias!—repetía Mack, saliendo á su encuentro. El objeto era... ¡una paloma viva! La tomó nerviosamente entre sus manos y desatóla un pliego que llevaba aaido al cuello. —Este es nuestro correo, vizconde. —No entiendo una palabra, si no te explicas. —¿Recuerdas el maletín que entregué al cartero Nauquet?... Pues ese maletín llevaba dentro á... esta paloma mensajera... por eso el maletín era de cristal. En cuanto tuviera algo que comunicarme le dije que abriera el maletín de cristal, en cuyo interior le había dejado escrito las instrucciones del caso. Y nuestros disparos han obedecido á que es necesario infundir miedo á la palomilla para que buscara refugio... y es así que inmediatamente después de oírlos, la mensajera se coló directamente en el palomar, donde tenemos una trampilla para cogerlas en el acto. —Pero no hay tiempo que perder. Abramos el papel. Ya el americano había desenrollado el pliego. «EL HOMBRE DEL CHAQUET OBSCURO ACABA DE ENTRAR EN LA IGLESIA DE SAN SULPICIO.—ESPERO A LA PUERTA» —Corramos. —¡Corramos, corramos! El confesonario embrujado Allí estaba Enrique. Apenas unas cuantas viejas entraban y salían. La mole de la histórica catedral se elevaba en el azul purísimo del cielo. Mack-Bull me llamó á su lado. El automóvil que nos condujo aguardaba á una distancia conveniente. Jim, al volante. —Entremos. —Espera un momento. La puerta principal hállabase cerrada, y solamente las de los flancos estaban entreabiertas. El cartero nos salió al paso: —Hará una media hora que ha entrado, y todavía no ha salido. ¿Resultó bien el mensajero? —¡Silencio!—impuso Mack con las cejas fruncidas.—Espéreme usted, señor Nauquet, junto al automóvil. Yo y este caballero nos bastamos. Efectivamente, Mack y yo nos queda mos en el atrio de la Catedral de San Sulpicio. Al cabo de unos instantes, en que el detective parecía entregado á terribles preocupaciones, me dijo: —¡Se ha vuelto á escapar! —Pero ¿cómo? —No lo sé. —Pero si Enrique no le ha visto salir, es seguro que esté dentro. —No. Entonces me atreví á aventurar una pregunta: —¿Y con qué fin puede haber venido á este sitio? —Eso lo vamos á saber ahora. Y diciendo y haciendo, penetró como un rayo en el templo. —¿Dónde vas? —Sígueme. —Pero, ¿no comprendes que si nos ve, todo lo hemos echado á perder? —Sígueme. Obedecí. Mack quitóse el sombrero, yo hice lo_ mismo. Nos detuvimos un instante bajo las primeras arquerías de la nave derecha. Echamos una mirada inquisidora. En la penumbra, se distinguían las manchas de los fieles. Había apenas, unos cuantos. Mujeres en su casi totalidad. —Ahí, Mack, ahí hay uno. —No es él. —Pero si no puedes distinguir. —Teóricamente no debe estar aquí. —Pero vamos á convencernos. —Ve tú, si quieres, yo estoy convencido. Me desconcertaba la flema de este hombre. Y fui hacia el desconocido. Este era un hombre de unos cincuenta años, y oraba piadosamente. Me aproximé bien, por si reconocía en su rostro el del señor del numero 164; pero no, estaba seguro de que no era él. En tanto, Mack había cambiado de sitio y me hacía señas con las manos para que me quedara en el mío. ¿Qué hacía? Sólo alcanzaba á distinguir que iba de un lado para otro, revisando altares, confesonarios y hasta sillas de postrarse. De pronto le vi hacerme una seña. Me acerqué. —Qué quieres. —Godofredo. —¿Gondelomar? —Sí. —¿Le has visto? —Como si fuera. —¡Qué dices! —¡Esta es su madriguera! —¡La iglesia!—exclamé estupefacto. —Sí, esta iglesia es la guarida de los bandidos. —¡Profanación!. —¡Lo que tú quieras! —Espera un rato. Y Mack abrió disimuladamente la puerta de un confesonario y penetró en su incensado interior. —Si viene alguien, me avisas. —Estás loco. —Calla. Al cabo de un rato, durante el cual los po- bres fieles permane- cían tan ajenos á nues- tras pesquisas, escuché la voz de Mack que me decía desde el interior del confesonario: —Entra. Entré. Mack había levanta- do unas baldosas y me mostraba un agujero. —Por aquí —dijo—- se penetra en la guari- da de los de La denta- dura de ébano. —¡Cómo! — exclamé. Entonces el detecti- ve me hizo una expli- cación sencillísima. —Para despistar á la gente, este Gondelo- mar, cuyos procedi- mientos conozco, pues es muy listo, penetra en el templo. ¿A quién se le va á ocurrir que sea por un templo por donde se pueda inter- nar un bandido en su madriguera? Yo conoz- co mucho el subsuelo de París, y Gondelo- mar, que gustó siem- pre de estos procedi- mientos, ha encontra- do la combinación de subterráneos; como la que yo tengo en mi casa de la Rue du Chemin Vert, y he resuelto el problema. ¡Espera! Sacó un plano del in- terior de su americana y á la escasa luz que proyectaban los cirios, principió á estudiar qué se yo qué. Las ple- garias de los fieles lle- gaban hasta nosotros con una lenta melanco- lía de cosas de ultra- tumba. Por el hueco del escalo ascendía un húmedo olor á alcan- tarillas, y mi imaginación, estimulada por el momento, urdía las más fantásti- cas inverosimilitudes de escenas dantescas. —¡Aquí está!—exclamó el americano. Enseñóme el croquis. En efecto, sus indicaciones coincidían con las supuestas por Mack. La red de subterráneos convergía á un gran sótano que los frailes construyeran por debajo de los muros de San Sulpicio. Databa desde los Hugonotes. Allí estaba la guarida. No cabía duda. —¿Ves?—me dijo Mack—Fíjate, estas líneas azules convergen á este distrito de París, y este punto rojo, perteneciente á una iglesia, no puede corresponder sino á los subterráneos de San Sulpicio. Imagínate si es listo ese _Gondelomar. Pero los hay más listos. Claro... él entra en la iglesia sin que nadie le vea ó disfrazándose con un manteo; todos le creen un cura y penetra en el confesonario. Nadie se preocupa del caso. El, sin que nadie le vea, desciende, y... ¡á vivir! —Bueno—dije—este es el escondite. Pero de ahí, ¿cómo vas á deducir que secuestre á las gentes? —Eso lo averiguaremos en el acto. —¿Cómo así? —Vámonos. —Pero, ¿no te sientes con valor para descender? —No hace falta. —¿O es que tienes miedo? —¡Inocente!—rugió el americano, clavando en mi, por primera vez, una mirada fulminante.—No me conoces— concluyó—y por que no me conoces, te perdono, si no... —Comprendo que te haya ofendido, Mack, perdóname. —Vamos. Salimos. Nada sabía de lo que pensaba ese hombre extraordinario. Al llegar al automóvil, dió al cartero otros mil francos y le despidió definitivamente. El automóvil arrancó como una exhalación. El perro de la muerte El subterráneo estaba herméticamente cerrado. Por ninguna parte entraba luz alguna. Encendimos la linterna. Ibamos Mack y yo, únicamente. Jim quedaba al cabo del pasadizo, con los hilos del teléfono que íbamos tendiendo á medida que caminábamos. —Estas cosas son más sencillas de lo que á tí te parecen—decía Mack.—De hoy á mañana sabremos el paradero de Alejandra y de todos esos desgraciados que han caído en las manos del terrible Godofredo. —¿Pero, crees que viven? —¡Naturalmente! —¡Secuestrados, entonces! —Gondelomar no mata nunca. Es un humorista. A estas horas se estará riendo con todos ellos. Va á tener la mar de gracia. —Pero la mar de gracia, ¿qué?—interrogué estupefacto. —Toma, pues encontrarles. —¿Encontraremos á Alejandra? , —Sana y salva. ¡Lo que yo conozco a este gran humorista del escándalo! Cómo nos vamos á reir. Yo no sabia qué creer; si ese hombre era un loco ó un privilegiado. Seguimos pasadizo adelante, entre sombras. De cuando en cuando, la linterna abría su abanico luminoso por entre la garganta de tinieblas. Una que otra vez, Mack consultaba el plano. ¿Faltaría mucho? —No es tan lejos como parece; estos subterráneos usan la línea recta, y llegaremos pronto. Así seguimos caminando una media hora. De pronto Mack se detuvo. —Vamos á ver. Pegó el oído á tierra. También hice lo mismo. —¿Oyes?—me dijo Mack. —Sí, oigo unos ruidos lejanos, deben ser los de la calle. —Ya nos convenceremos. Y diciendo esto, Mack cogió el fono y comenzó á hablar en clave. Guardé la natural expectación, sin atreverme á hacer pregunta alguna, pues ya estaba acostumbrado á la mesura que era indispensable mantener al lado de ese hombre extraordinario. Una vez que hubo abandonado el fono, me invitó á tomar asiento en el suelo. Nos sentamos como mejor pudimos, y por cierto, que mi amigo lo hizo con una facilidad sorprendente, mientras que yo apenas logré permanecer en cuclillas. —¿Llevas tu pistola, vizconde? —Sí. . —Tenía en guardia constante. —¿Corremos peligro? —Creo que sí... y creo que no. Acaricié la culata de mi browning, y estuve presto á cualquiera eventualidad desagradable. En tanto, Mack-Bull exa- minaba ansiosamente el plano que ya sacara una vez y otra al investigar en los altares, pavimento y confesonarios de la Catedral de San Sulpicio. Parecía impaciente. Con la punta de un lápiz bicolor, seguíalas sinuosidades de las líneas y trazos, y de cuando en cuando lanzaba una interjección: —¡Me he equivocado, diablo! —¿Algún tropiezo? El americano proseguía en sus averiguaciones sin hacerme caso. Acostumbrado á respetar sus silencios, no hice la menor insistencia. De pronto lanzó una exclamación de júbilo: —¡Qué imbécil soy!—agregando en un tono sarcástico y á la par sonriente. —¡Claro, como hace tanto tiempo que abandoné la maldita profesión!... Y acercándome el plano á la cara, mostróme un punto que acababa de hacer con el rojo del lápiz: —Aquí—dijo—aquí, en este mismo punto encontraremos la victoria ó la derrota, el triunfo ó el fracaso... —¿En ese punto?—exclamé desconcertado. ' —Sí, en este punto del subterráneo. —¿Pero es que Gondelomar está en este subterráneo. —Creo que sí. —¿En qué te fundas? —En el procedimiento experimental. Casi todos los grandes bandidos tienen una marcadísima predilección por ciertos procedimientos, los cuales les es muy difícil abandonar. Tienen verdadero apasionamiento, una obsesión supersticiosa de sus medios de acción, y creen que cuando no los emplean, aunque no sea más que una sola vez, les va á caer la negra y van á perderse... Para el policía, para el policía de olfato, estos detalles del procedimiento experimental no deben pasar nunca desapercibidos. Gondelomar es un bandolero supersticioso, inteligente y de mucho amor propio. Casi puede decirse que hace sus fechorías por una exquisita necesidad de sus nervios fatigados. Además, tiene un sentido delicadísimo del oficio de bandido. Nadie, hasta ahora, ha logrado ponerle encima una mano. —¿Y tú? Yo no cuento. Le puse la mano, me devolvió á la pobre Alejandra, y le solté. ¡Alejandra! Este nombre fatal volvía á sonar en mis oídos. Pero no era el momento para sentimentalismos, y con tinué escuchando al famoso detective: —Nunca empleó medios de sangre; al menos, que yo sepa... ¡pero los hombres cambiamos tanto! Y al cabo de unos segundos, continuó preocupado: —Esto es lo primero que hay que averiguar. —Pero, ¿cómo así? —Muy sencillamente, para saber á qué atenernos. Si hay que entrar á saco en la madriguera, ó si hay que entrar con bandera blanca. En el primer caso, para no entrar solos; en el segundo, para entrar como buenos amigos... —Es fiarse mucho. —Eso no, Gondelomar es incapaz de jugarnos una trastada. Con ingenio sí; pero como yo de eso me encargo... De pronto se oyó un ruido alborotador y sordo por el tubo del subterráneo. Pero, cosa extraña, no venía de la parte por explorar, sino por aquella que ya habíamos recorrido. —¡En guardia!—grité, sacando la pistola. Una carcajada fué la única respuesta de Mack. —Deja esas energías para otra ocasión. Otra vez había sido víctima de mis nervios. El ruido se aproximaba cada vez más. Un resoplido cruzó el ambiente, Mack enderezó la linterna en ese sentido, y vi, con gran sorpresa, un hermoso perro con cabeza de lobo, que venía á todo correr. Al ver á Mack se echó mansamente, haciéndole mil piruetas. —Este es mi mejor policía... ¡por él vamos á saber los instintos que hoy anidan en el corazón de Gondelomar! Si solamente roba, ó si mata también. —Pero este perro. —Sígueme, no más, y no hagas el menor ruido. Cerró la linterna, y en medio de la obscuridad y del silencio más profundos, seguimos adelante, precedídos por el perro del hocico de lobo... El aparecido El perro iba sujeto á una cuerda doble, de manera, que soltándole una punta, el animal quedaba en libertad. Al cabo de un rato de marcha sin des- canso por entre ese húmedo tubo subterráneo, Mack se detuvo. —Me llama la atención—dijo—que el perro no se mueva. —Pero si le tienes preso... —No, fíjate que le he soltado la cuerda. —¿Y por qué se va á mover si no ve ni siente nada? —Pero... puede oler. —¡Oler!—exclamé asombrado. —Claro, como que es la cualidad esencial de estos animales. —¿Pero qué es lo que iba á oler? —La carne humana muerta. —¡La carne muerta! —Sí, si hubiera carne muerta enterrada en alguno de estos contornos, el perro habría ya comenzado á aullar, y se encaminaría lentamente en el sentido del probable enterramiento. —¿Será posible? —Hombre, lo sé por experiencia. Una vez, siendo policía particular, se acusaba á una mujer de haber descuartizado y emparedado al marido. Pero nada podía hallársele. Yo llevé á un perro de esta raza, pasé una noche en la casa con él, y á eso de las dos de la mañana, cuando eran mayores el silencio y la soledad y la tiniebla, el perro, el buen Dotter, comenzó á aullar desesperadamente y á no querer abandonar la pared, delante de la cual se puso á aullar. En efecto, hicimos excavaciones, y á los pocos momentos la pesquisa daba un excelente resultado. Principiaron á caer restos humanos. ¡El perro había acertado! —¿Y crees éste el mismo caso? —Es lo que hay por averiguar. La linterna volvió á proyectarse sobre el can, que permanecía inmutable. Sin embargo, al cabo de unos instantes, cuando dábamos la vuelta á una especie de desvío del subterráneo, el perro apresuró el paso con el hocico en alto. —¡Socorro!—grité. Había sentido una fuerte presión en las espaldas. Un par de brazos férreos me acogotaron, y oí la voz de Mack: —Quieto, Wic! Era el mono del detective, que yo no se cómo estaba a nuestro lado. —No te alarmes, vizconde, que esas instrucciones en clave que hace un rato di por teléfono á Jim, se van cumpliendo poco á poco. Wic está amaestrado por mí, y ya es maduro... ¡tiene diez y ocho años nada menos, y siete á mi servicio! Este mono fue de Sherlok Holmes. La cara de Mack tuvo una contracción epiléptica: —¿Y el perro? —¡No estaba allí! —¡Silencio!—dijo el americano. Por el tubo de sombra, sólo venían ecos extraños y confusos. Mack se tiró a suelo y aplastó una oreja contra el piso removido. —¡Maldición!—rugió.—Y le vi ponerse intensamente pálido. , —Haz lo mismo, á ver si tú también oyes algo. - Pegué el oído al suelo; unos lamentos siniestros llegaban débilmente. —¡El perro!—grite. —¡El perro!—dijo Mack. Apretamos el paso en dirección de los aullidos. Era indudable. Había carne muerta enterrada. Gondelomar era un asesino... A medida que avanzábamos, los aullidos se precisaban y Mack me sopló al oído: —Al aullido del perro, Gondelomar saldrá, y ya es cuenta nuestra. Llegamos delante de una especie de puerta de madera muy espesa, y á unos cuantos metros vimos claramente una rendija iluminada. El perro seguía aullando lúgubremente. De pronto, unos pasos, la mole de la puerta vaciló, y la figura de un hombre recortóse en la penumbra. —Ese perro... ¿dónde está ese perro?... —rugía el aparecido. Pero no tuvo tiempo para decir más. Rápido como un rayo, Wic saltó sobre la cabeza de aquel hombre, y mientras éste se defendía desesperadamente, Mack le tomó de las espaldas y le cubrió narices y boca con un tapón de cloroformo. El ambiente se hizo irrespirable... El prisionero, carcelero. Penetramos en una amplia sala subterránea alumbrada por una cruda luz oblicua que entraba por no se sabía dónde. Los muros de piedra fueron precisándose, así como unos bancos de madera burda, un enorme farol embrazado á un rincón y dos ó tres sacos de lona esparcidos por el removido suelo. Eran los únicos objetos que había en la absurda estancia. Cogimos el cuerpo del desconocido, y no tan pronto le habíamos dejado sobre uno de los bancos, cuando Mack lanzó un rugido de estupefacción. —¡Gondelomar! —¿El?—preguntó. —¡Le tengo entre mis manos! Efectivamente; ahora no podría escaparse. El éxito más completo coronaba nuestros esfuerzos... ¡y en tan poco tiempo, á la primera tentativa! —¡Vamos á reanimarle .para que nos revele el paradero de Alejandra! Mack permanecía mudo, con un rictus de inquietud en la frente, sobre la cual notábase el agujero negro, más obscuro y trágico que nunca. Con los ojos clavados en el cuerpo inerte de Gondelomar, el americano guardaba una actitud de estupefacción; de pronto, aproximóse á aquel fardo humano, y en la penumbra indecisa todo lo observaba yo con recogimiento y expresa atención. Nunca había visto un tan extraño gesto en el rostro de Mack, y como presintiera la extravagancia de los más imprevistos acontecimientos, me limité a guardar enigmático silencio, no atreviéndome á soltar la pregunta que se atropellaba por salir de mis labios: ¡Alejandra, Alejandra! Al cabo de unos instantes, Mack, como si se lo arrancara, tiró de uno de los tacones de sus fuertes botas: era una cajita de metal forrada en cuero, de cuyo interior extrajo una cuerda de piano cuidadosamente enrollada. Cogiendo las flácidas extremidades del cuerpo del bandido, atólas con la cortante cuerda á flor de piel, rematando las ligaduras con nudos corredizos. —Ahora, Wic, ven aquí... ¡quieto! El orangután montó su guardia á conveniente distancia de la presa; entonces ocurrió una escena de pesadilla. La habitación aquella, que antes permaneciera relativamente alumbrada, poco á poco iba obscureciéndose como si gradualmente fueran cerrando la claraboya ó la ventana, por donde se suponía filtrase la luz. Sin embargo, atribuimos el fenómeno á causas sin importancia, un nublado, por ejemplo, y seguimos examinando la cueva. Ante todo, había que conocer la salida por un punto distinto á aquel por donde entramos, pues era natural suponer que aquello tenía una continuación, donde estaría la misteriosa madriguera de la The Ebony Tooth. A pesar de nuestras ges tiones por encontrar un indicio de salida, nada hallábamos que pudiera guiarnos en la internación del subterráneo. Pero, á medida que buscábamos con más interés, la luz escaseaba, y cuando volví los ojos hacia el sitio por donde penetramos en la cueva, noté que había desaparecido la entrada. ¡El muro no tenía abertura alguna! Mi espanto no tuvo limites. —¡Prisioneros... estamos sepultados... en el seno de la tierra! El detective dirigió una mirada extraña en derredor, y con un acento glacial sopló á mi oído: —¡La linterna... dame la linterna! —Sobre el banco la he dejado... —Ve á buscarla... rápido... —Espera. Y me encaminé hacia el banco, en medio de las sombras más nutridas. Entonces comencé á tientas la más extravagante cacería. ¡La caza de la linterna sorda! La obscuridad iba haciéndose cada vez más densa... —¡Estamos perdidos!—aventuré en la tiniebla, presintiendo que algo siniestro y fabulosamente fantástico se avecinaba. Desde un rincón, percibí la voz del americano, que susurraba: —No hay cuidado... Wic sabe hacer muy bien sus guardias... De pronto, un triángulo de luz intensa se abrió en esa noche absoluta, deslumbrándome. Encañoné mi browning en ese sentido. —¿Qué vas á hacer, insensato,—oí que me decía Mack;—no ves en dónde te encuentras? Era Mack que había encontrado la linterna, pues con una lamentable torpeza de orientación, yo me había dirigido precisamente al lado contrario al que se encontraba el banco. ¡Había que hallar á todo trance una salida, y los momentos que se iban sucediendo me parecían inacabables! Mack, con su maravillosa linterna, desarrollaba sobre los muros un fantástico cono de luz. ¿Por qué se había obscurecido todo de pronto, sin el menor ruido, como por arte de magia? ¿Quién había cerrado la entrada por donde penetráramos, apenas hacía unos instantes, en la cueva misteriosa? ¿Dónde estaban esos cómplices de manos embrujadas que poseían el secreto del sigilo y del misterio? Indudablemente que aquello no terminaba ahí, que la madriguera tenía su continuación, que detrás de esos muros imperturbables y herméti- cos estaba la guarida de la The Ebony Tooth. Quizás si á unos pasos solamente se encontraba Alejandra esperando nuestra llegada para libertarse de las garras del miserable bandido. Pero to das estas suposiciones, preguntas, conjeturas, tan pronto se forjaban en mi imaginación como se desvanecían en mi raciocinio, y no me atrevía á preguntarle nada a Mack por temor de una respuesta brusca ó porque muy bien pudiera yo distraerle un momento de acierto. El disco de luz se posó largo rato en la hendidura de un rincón, y el detective se puso á examinarla. Un clavo mohoso trenzado á una pequeña argollita pareció llamarle la atención. Tornó á sacar de la cajita de metal forrada en cuero un pelo de serrar, y al cabo de unos instantes estaba cortado el clavo. —Aquí hay otro—exclamé en voz baja, pues al pasarla mano por el muro sentí el arañazo de una púa hostil. Efectivamente, había otro, y luego otro, varios, casi todo ese lado de la pared estaba erizado de agudas puntas de clavos. —¡Ah, es el mismo, el eterno de siempre! Pero ya estás en mis manos; dentro de poco habré dado con la verdad. En tanto el reactivo que te he inyectado te vuelve á la vida, yo averiguaré por mi cuenta y riesgo... —¿Le has hecho alguna inyección? —Naturalmente... ¿Cómo crees que le voy á dejar toda la vida ó toda la muerte bajo la acción de un narcótico tan violento como el que le acabo de suministrar para atarle? ¡No ves que sus revelaciones son preciosas! Pero yo poseo mi orgullo, y quiero tener algo adelantado... por lo pronto vamos á ver una cosa... Y comenzó á examinar escrupulosamente la parte claveteada del muro. De pronto lanzó una interjección de júbilo. Debajo de unas resquebrajaduras de moho dé la pared había una especie de curva en hueco. —¿La tienes ahí? —¿El qué?—respondí atónito. —¡Lo que te dió Alejandra! —Pero, ¿qué es ello? —La herradura. —¿Qué herradura? —Cuidado que eres torpe... ¡La dentadura de ébano! Un mundo de ideas se agitó en mi mente y los recuerdos de la escena fantástica del Hotel Palace, aquella escena con Alejandra en el instante de querer asesinarme, me asaltaron de nuevo. Pal pé mis vestidos... no... no la tenía... ¡Maldición! —¡Maldición!—rugió al mismo tiempo Mack Bull, agregando: —Pero no hay tiempo que perder... Ahora mismo hay que solucionarlo todo... de lo contrario, estamos perdidos. Volvió la linterna hacia Gondelomar. Este, silenciosamente, hacía esfuerzos inútiles para despojarse de sus ligaduras y la presión de éstas le hacía detenerse. Al sentirse fuertemente sujeto, lanzó una exclamación de dolor más bien que de rabia, y pude ver sus grandes ojos de bestia entristecida por la pérdida de su libertad, blanqueando en una melancólica elevación hacia el cielo, con el gesto del que pide lo imposible. —Es en balde, Gonde, ya me conoces. No he querido ultimarte ó darte á los polizontes, porque me das lástima... Gondelomar tuvo una mirada de odio. —Con que no has querido, ¿eh?—dijo el bandido con una rota entonación burlesca. . —¿Qué pretendes decir?... —Que no me entregas á tus sabuesos... porque no puedes salir de aquí... porque á mi vez os tengo prisioneros á vosotros dos, ¿eh? ¡Qué te habías creído, mamarracho! Ahora déjame dormir, que la soñera esa que me has dado es muy agradable. Los puños se me cerraron ante tanta audacia, y si no hubiera sido porque ese hombre estaba indefenso, le habría aplastado como á una cucaracha de albañal. Mack Bull le miraba con una calma desconcertante, enfocándole siempre con su linterna. —Sí—continuó el bandido;—haz todo el uso que puedas de tu linternilla, que sí que es buena, pero empléala en buscarte una salida y no en contemplarme como á una niña bonita. Pasado algún par de horas, se le habrá acabado, la esencia y todos nos quedaremos á obscuras, y entonces nos declararemos en noche permanente... y yo... á morir. —¡Imbécil!—repetía Mack Bull haciendo coro á las palabras de Gondelomar. —Sí, yo moriré delante de vosotros; me veréis morir, ó mejor dicho, me sentiréis expirar, porque como dentro de poco se os acabará la lucecilla de la linterna, de nada os servirá tener ojos... pero tendréis oídos... y sobre todo, olfato... Mañana, cuando os halláis cansa- do de buscar y rebuscar una salida, y el hambre os haya extenuado, entonces, ¡ah! entonces, os apestaré con las emanaciones de mi cadáver. Mi cuerpo putrefacto os hará irrespirable esta atmósfera, y este pobre mono que me custodia, loco de hambre y de hedor, se sentirá rabioso, y en una crisis de hidrofobia, os extrangulará á los dos. Esta es mi venganza. Te he ganado la partida, Mack... Alejandra... —¡Alejandra!—rugí, precipitándome hacia Gondelomar. —¡Quieto!—gritó Mack Bull. El bandido continuó, con la espantosa lentitud de su sarcasmo: —Alejandra también morirá como vosotros, por infiel... y tú, vizconde estúpido, te vas á quedar sin catar el vino... ¿eh? ¡Pero quién te mandaría meterte en cosas de gente mayor! —Pero esto es intolerable Mack— dije al americano, descompuesto y temiendo no poder responder de mis nervios. —Déjale... deja que el insensato diga cuanto se le antoje,—y dirigiéndose al energúmeno, agregó.—Pero antes debes saber que para nada necesito de tí. —¿Por qué no me has matado entonces? —Por la misma razón que no lo hice cuando te cogí en tu propio cuarto del hotel, cuando tu famoso robo de la City en New York. —Sí, sí... si tú me tienes con vida es porque no puedes salir de aquí, y quieres que yo te salve... y también para que cante el paradero de Alejandra. ¡Ah! Pero antes preferiría la muerte. Ahora tengo asegurada la muerte de todos aquellos á quienes odio... ¡qué mejor ocasión para que muramos todos juntos, todos nosotros! ¡ah! eso de poderos matar á un tiempo mismo, de muerte espantosa y lenta, á tí, a Alejandra, á ese vizconde y á ese mono policía... vamos, eso no se le ocurre sino al mismo que se le ha podido ocurrir la desaparición y secuestro de cuantas personas le venga en gana, sin que la policía acierte ni remotamente con el autor. Estos golpes no los sabe dar sino Gon- delomar este servidor. En cambio, tú. Mack Bull, millonario detective, estás a mis órdenes, y eso que estoy atado. Pero, ¿no ves que mi poderío, toda mi fuerza estriba en que nadie sabe dónde está Alejandra? —Y lanzó una sorda carcajada. La escena era, efectivamente, siniestra. Nada mas trágicamente grotesco que ese hombre atado y muequeante, vomitando la descripción de las más edgarpoescas escenas de pesadilla. No podía ser más macabro el ingenio del celebre bandido. La imaginación más refinada en la urdimbre de las tramollas dantescas, no hubiera tramado una tan espeluznante emboscada. Ese hombre lo tenía todo previsto. El moriría, pero nosotros también reventaríamos como ratas, si no era que antes, en el delirio del hambre, no nos comíamos los dedos de los pies, ó uno devoraba al otro, ó el mono Wic, en el vértigo de la fiebre, nos ultimaba implacablemente para saciarse. Además, la presencia de un cadáver en plena putrefacción, hundiría en nuestros cerebros la daga del más espantoso delirio, y entonces, ¿qué muerte no nos habría deparado el miserable? Además, nada podríamos hacer por Alejandra, la que quién sabe si á esas horas estaría agonizando. No, no y no. Aquello era de una ponderación trágica, terrible, superior á mis fuerzas, y había que resolver la situación en un sentido ó en otro, de cualesquiera manera, pero resolverla cuanto antes. Primero me levantaría un parietal, que asistir á un espectáculo semejante. Cuando estaba más preocupado en las soluciones que podría tener el tremendo conflicto, vi que Mack se acercaba al muro en su parte claveteada, y con una voz tranquila y si cabe aun más sarcástica que la de Gondelomar, dijo: —¿Ves esta sección erizada del muro? —¡Sí, la veo!—respondió Gondelomar. —Aquí está la cerradura...—Y avanzando unos pasos, lentos y firmes, agregó:—Y aquí la llave. Gondelomar lanzó un rugido de ira. —Miserable... me has vencido... no hay necesidad, yo te daré la llave. —¡No!—dijo secamente Mack-Bull. —Yo la tomo por mi propia mano. Y diciendo y haciendo, le introdujo los dedos en la boca y extrajo ¡una dentadura de ébano! —Estoy perdido... piedad... piedad... Y colgó la cabeza como si se hubiera muerto. —¿Qué pasa?... ¿Pero qué es esto? —Que para Mack-Bull no hay nada imposible. Ahora lo vas á ver. Acercóse al muro rápidamente y oprimiendo la dentadura en la curva que marcaba en claro los clavos erizados, cedió una especie de celosía de piedra y quedó á la vista un pasillo algo alumbrado. —¡Pero cómo es posible que hayas dado con este truco, Mack! —Son los antiguos procedimientos de Gondelomar... pero me extraña que me haya tratado como lo ha hecho, sabiendo que yo los conocía... es raro... —¿Avanzamos? —¡Claro... es necesario recorrerlo todo! —Vamos. —¡Alejandra! —¡Alejandra! Y nuestros gritos nuestras llamadas angustiosas, resonaban en el tubo de las encrucijadas subterráneas con una estridencia inverosímil. Mack-Bull, asesino? —Mack... Vizconde. Mrs. Alejandra no pudo contener un grito desarticulado al vernos avanzar hacia ella. Con la cabellera suelta y los ojos fuera de las órbitas, la infeliz era presa como de un acceso de locura. Entre los brazos de Mack no cesaba de sollozar, y su voz rota resonaba en el subterráneo con un eco siniestro. —¿Y los otros?—dijo al fin Mack-Bull, desasiéndose de los brazos de su hermana. —No sé. —Cómo, ¿no sabes?... —Nada, nada sé... Yo creo que acabo de venir a este sitio. —¿Que acabas de venir? — Sí. —¿Pero no te han traído aquí desde un principio? —No sé. —¿Pero es que perdiste el conocimiento? —Me sacaron de no sé dónde con los ojos vendados. Sólo sé que Gondelo- mar... ¡Ay, Dios mío!... —Bueno, calla. Ya hablaremos. Con la blusa desgarrada y el mismo traje con que me visitara la víspera, encontrábase aún Alejandra, más bella si cabe, en su esplendido gesto de desesperación. Con los brazos al aire, amoratados como si hubiesen sido mordidos por las tenazas febriles de un atleta, aquella mujer, trágicamente bella entre las bellas, destacaba la armoniosa amplitud de su magnificencia con mas donaire y más triunfalmente que nunca. Pero ahí estaba, sana y salva... —Ah, si llegáis un instante mas tarde...—Articulaba incesantemente.—Si hubiérais llegado un segundo más tarde... ¡Ese canalla, ese canalla hubiera abusado de mí! Dios mío, Dios mío... La escena era de una tensión emocionante, rayana en lo inverosímil. Pero pasados unos instantes, el detective se repuso, y como sabía que aún faltaban muchas cosas por hacer, cortó en seco los sollozos de su hermana, y con voz de mando, dijo: —No es el momento para lágrimas ni congojas. Alejandra: espero que seas la de siempre y tengas la fuerza de voluntad de sobreponerte á sentimentalismos que á nada conducen y que pueden comprometer seriamente nuestras pesquisas... Debemos salvar á aquellos infelices secuestrados, es nuestro deber, es mi deber. Hubo un silencio poblado de presagios. En la penumbra de aquella estancia—parecida en mucho á la anterior— que era como la prolongación de la cueva, apenas se oía el rumor untuoso de una corriente de agua que se arrastraba voluminosamente. —¡El Sena! —El Sena debe ser—dijo Mack.—Estamos cerca. De pronto, una sonrisa diabólica se dibujó en el semblante del policía. Su entrecejo fruncióse en una arruga feroz, y clavando los ojos en Alejandra, rugió como una fiera herida: —¿Tú no sabes nada? —Nada. — ¿Nada? —Pero sospecho. —¿Qué sospechas? —Lo mismo que tú. —Luego tú crees... —Sí, casi tengo la seguridad. —Pero... estos bien sabes, no han sido nunca los procedimientos de Gondelomar. Al oir este nombre, Alejandra tuvo un sobresalto, y preguntó instintivamente: —Y él... ¿qué es de él? —No se preocupe usted, está en lugar seguro—me atreví á contestar interviniendo en aquel diálogo del que no entendía un sola palabra. ¿Qué creerían... por qué se habían hecho esa serie de preguntas á cual más enigmática? De pronto dijo Mack: —¡Ahogados! —¡Mack! —Sí, estos sacos de lona no se prestan á equivocaciones. Maldito, maldito sea. ¡Asesino... asesino! Entonces lo comprendí todo. Mack creía que Gondelomar había ahogado á los infelices desaparecidos... ¡Claro, el fondo del Sena guardaría mejor que nadie el secreto! —¡Acompañadme!—dijo el americano. Anduvimos por una galería subterránea que daba á una compuerta angosta por donde podía pasar, sin embargo, una pareja de hombres. Volvió á aplicar la dentadura de ébano, y un ruido violento de gran caudal de agua estremeció las paredes del subterráneo. —Es el Sena... —Ese miserable merece la misma muerte de sus víctimas. De pronto, vimos pasar una sombra afilada y oímos el asesar fatigoso de una bestia. ¡Era el perro de Mack que había seguido su camino, olfateando la carne muerta ó los rastros de la tragedia. Sin embargo, ningún mal olor se notaba en el húmedo ambiente. —Aquí... aquí está la prueba—dijo con júbilo siniestro Alejandra, la cual se había cubierto con las manos el rostro, estupefacta de su hallazgo. —¿Qué es? . Y nos mostró unos saquitos de perdigones, rematando las bocas con unas cintas de cuero. —¿Qué puede significar esto?—dije inocentemente. —Muy sencillo—respondió Mrs. Alejandra;—estos saquitos estaban destinados para atarlos á los pies de las víctimas, para que se hundieran eternamente en las verdes entrañas del Sena. —¡No cabe duda... no cabe duda!— dijo Mack quitándose el sombrero de fieltro que le cubría su amplio cráneo- ¡Ya no hay remedio! —Hágase la voluntad de Dios... piedad, Señor, para los muertos... —Y para los vivos—concluyo Mack Bull irónicamente. Y no pudo terminar. Por la embocadura del sótano, avanzaba hacia nosotros una espectral forma humana. Saqué la browning y me dispuse á disparar. Una vez más, el detective que tanto gozaba con mis sobresaltos, detuvo mi mano. —Hola, Jim, llegas á tiempo. —¿.Pero cómo es posible?—articulé. —¿No oíste decir á Gondelomar que eramos sus prisioneros? Pues aunque no hubiese encontrado salida con la dentadura de ébano, conservaba el hilo milagroso de mi teléfono... ese hilo que fui tendiendo á lo largo del subterráneo, para el caso de que nos pasara algún percance. En cuanto me sentí prisionero entre las tinieblas y los muros de esa mazmorra, avisé á Jim... y aquí le tienes. Eh, liliput. Hubo una pausa, al cabo de la cual Mack, adquiriendo su peculiar y severo tono de órdenes, nos dijo: —Vizconde, encárgate de mi hermana y dejándote guiar por una mujer que hallarás á la espalda de esta cueva, os iréis á mi casa del Palomar. La dejo bajo tu custodia, que yo tengo que encargarme del otro. En mis ojos conocería el policía que iba á replicar, pero agregó inapelablemente: —Haz lo que te digo. Alejandra, ve con el Vizconde. No tuve más remedio que obedecerle. Mucho costaba á mi ánimo presenciar esas escenas de tan tremenda intensidad trágica. Sin embargo, incliné la cabeza. Iba á volver por donde entráramos, pero Jim me dijo: —Por ahí, señoritos. En efecto, tomé por ese camino. A la puerta—si puerta podía llamarse,—hallábase la mujer anunciada, que no era otra que la vieja zancuda que nos sirviera el suculento y emocionante yantar de la víspera. Mack Bull, Jim, Wic y sabe Dios si alguien más, fuera de Gondelomar, quedaban en aquella mansión déla muerte. En las entrañas de París se había desarrollado una escena lúgubre, que erizaba de horror los cabellos. Antes de salir me volví á Mack. —Ahora, á abandonar esto para siempre. —¡Para siempre!—contestó Alejandra. Quise aún replicar ofreciéndome para ayudar á Mack por si corría algún peligro, pero el americano me mostró con el dedo el camino, diciéndome: —¡Cuida mejor á Alejandra, que puede ser tuya, porque tengo una sospecha profunda! Un mundo de ideas y de conjeturas se agolparon á mi mente. La cabeza me estallaba. «¡Que puede ser mía!». Deliraba... Las piernas me temblaron. . La vieja zancuda comenzó á guiarnos. Luego iba Alejandra, después yo. Poco á poco nos fuimos alejando de aquel antro de muerte y de misterio, en el que aún se quedaban, con el exánime cuerpo de Gondelomar, Mack Bull y sus ayudantes. ¿Le irían á ajusticiar, cumpliendo los designios del veredicto de la conciencia? No; eso sería, después de todo, un asesinato... Y Mack, no era un asesino... Dios mío, Dios mío... que clase de gente era aquella... Pero, al ver la silueta de Alejandra, que caminaba casi dando traspiés, en el halo magnífico de su hermosura, todo lo olvidé... En mi ensimismamiento, apenas si oía las pisadas de nuestra lúgubre y extravagante caravana... Más allá de lo absurdo —Ahora es cuando pienso volver á mis antiguas funciones de policía... tengo un profundo misterio por desentrañar—decía Mack paseándose á lo largo del comedor, hasta donde llegaba la lila luz de la glorieta de aquel enigmático Palacio del Palomar. Mrs. Alejandra y yo guardábamos silencio, Intrigados por la actitud inusitada de Mack Bull. Este proseguía: —No quiero dejar pasar un instante... ahora mismo... ahora mismo. Ya debe haber dormido un poco y debe encontrarse reanimado .. y aunque así no fuera, tengo que hablar con él... —Tranquilízate, no procedas de ligero—decía Alejandra, y en mi interior ardía un estremecimiento de celos. ¿No estaría enamorada en el fondo de ese bandolero? ¿Quién podría responderme de que aquella mujer extravagante no estaba seducida por el ambiente rojo de ese personaje inverosímil? ¿Qué seguridad podría tener yo de que esa mujer no era presa de un vendaval de sadismo ó de una morbosidad suicida que la atraía irresistiblemente hacia el vértigo de las pasiones malsanas? ¡Nada podía aventurar en ese constante vaivén de emociones estridentes ¡Sobre todo aquel tumulto de inquisiciones de mi razón, surgía neto, agudo, tremendo, el alarido de mis sentidos. —Yo me retiro... os dejo en completa libertad... pase lo que pase, yo os apruebo vuestra conducta—dijo Alejandra. ¿Se marchó llorando? ¿Afligida siquiera? No lo sé. Hubo un largo silencio. Estábamos solos, el americano y yo. Serían las cuatro de la tarde del mismo día en que rescatáramos a Alejandra. Un sol de oro líquido se desbandaba por las amplias habitaciones del Palacio de Jim. De fuera llegaba un olor caldeado de suburbio y el ambiente picaba como saturado de emanaciones de mostaza fresca. Habíase almorzado poco y frío. Después de volver con Alejandra á la casa, de regreso de aquella excursión fantástica, como á eso de las dos de la tarde, Mack nos dijo que Gondelomar estaba herido al ser presa de Wic, y que tenía una dentellada en el costado derecho. Además nos manifestó que le había traído a una de las habitaciones contiguas, y como pudiera darse el caso de no ser él el asesino de los infelices secuestrados, estaba dispuesto á averiguar la verdad para cumplir la justicia humana y la divina. Gondelomar, pues, estaba en una de las habitaciones vecinas, custodiado por el fiel Wic y por Jim. Además creo que no hacia falta, pues el célebre bandido se hallaba completamente agotado. ¿Qué iría á hacer Mack con él? Este era para mí un caso más grave de lo que parecía, pues por ser el marido de Alejandra yo no podía abusar de mi superioridad para eliminarlo del terreno, sobre todo por manos ajenas. Por esta razón yo esperaba la primera oportunidad para rogar á Mack me dejara solo con él, y entonces liquidaríamos cuentas. Esto era lo que me parecía lo más acertado, y, sobre todo, lo más castellanamente caballeresco. Un duelo, un pugilato, lo que él quisiera. Todo menos denunciarle á la policía y valerme de ese medio para anular á un adversario sentimental. Yo me perdía en estas divagaciones, esperando encontrar el momento propicio, cuando Jim apareció trayendo en la mano derecha una especie de plato negro. —¿Ya?—preguntó Mack Bul!. —Ya —dijo Jim. —Vamos á ver... Tú, vizconde, escucha. El liliputiense acercó un aparato de grafófono que puso encima de la mesa del comedor. —Coloca el antiguo, Jim. Este cogió un disco que yacía en una consola y que recordé trajo la vieja zancuda hacía apenas un par de horas. No acertaba á explicarme una sola palabra. ¿Se habría vuelto loca esa gente? El grafófono comenzó á funcionar. Voces entrecortadas salían por la bocina, entre las cuales percibía: —Renuncio... para... siempre... a... Alejandra... El disco fué repetido varias veces. —¿Has oído?—me dijo Mack. —Sí, pero no entiendo una palabra de tu pregunta. —Escucha otra vez. Cambiaron el disco y colocaron el plato negro que trajera Jim. El disco decía lo mismo: —Renuncio... para... siempre... á... Alejandra... —¿Has oído? —Sí. —¿Qué diferencia notas? —Ninguna. —¿Ninguna? —Hombre, dice lo mismo. —No es eso. —¿Cómo no es eso? —Quiero preguntar si el tono de voz es el mismo. —A decir verdad, no había reparado en eso. Repitieron la experiencia. —No me parece la misma voz—dije en el acto, advirtiendo notable diferencia. —¿Estás seguro? —Hombre, seguro... seguro... No comprendía una palabra de lo que pasaba. Pero pronto Mack acudió á despreocuparme. —El primer disco guarda la voz de Gondelomar... hace unos años... El segundo guarda la voz de Gondelomar de hace unos minutos. Este último disco acaba de ser impresionado. ¿Ves ese retrato que cubre el muro y tras del cual puede encajarse una bocina? Es para impresionar las conversaciones que se quieren. Además, es un medio de identidad. En momentos de descuido todos tenemos siempre la misma voz. —¿Y cómo te explicas que no se parezcan las voces? —Esto es lo que hay que explicarse. Acto continuo el detective principió á hacer inconfundibles razonamientos científicos, sus inapelables procedimientos de inducción, que eran la clave de sus constantes éxitos. —Mira, Vizconde. Gondelomar no ha asesinado nunca. Era ó es un ladrón de guante blanco. Además, hubiera sido incapaz de atropellar á Alejandra como lo ha hecho ahora. Alejandra acaba de contarnos que no se acuerda de nada, desde que penetró en el automóvil misterioso. Sólo conserva la memoria desde el momento en que fué llevada á la cueva y que se le presentó su marido... Ahí en ese momento, el hombre suplicó primero y amenazó después. Y cuando iba á apelar á los más más brutales medios de violencia... se oyó el alarido del perro de la muerte. El criminal se vió sorprendido... y salió á defenderse. Ya sabes lo que ha pasado... Gondelomar merece la guillotina, Gondelomar no merece esta vez mi perdón... —¿Quó es lo que quieres decir, entonces, Mack? —Que moralmente, el hombre que hemos hecho prisionero esta mañana... No pudo continuar. Un grito estridente y afilado como un puñal, rasgó el aire. Era la voz de Alejandra. Nos precipitamos los tres en la alcoba donde yacía el herido. Alejandra retrocedía lentamente, con una expresión tremenda de espanto en los ojos desorbitados. Con la boca temblorosa, apenas si podía articular palabra. Exclamaciones incoherentes sólo acertaban á salir por entre sus dientes castañeteantes de pavor ó de rabia, y yo tuve que contener mi primer impulso de extrangular al miserable que suponía hubiese atentado contra Alejandra. Pero ésta, ¿qué hacía en la alcoba del herido? ¿Qué móvil misterioso ó siniestro la llevó á la propia boca del lobo? Mack Bull exclamó sin alteración notable en su semblante de acero: —¡Alejandra, pobre Alejandra! —Pero... ¿sabes algo? —Más de lo que te figuras. —¿Cómo así? —¡Pobrecilla pobrecilla!—no más repetía Mack, y de tan extraño diálogo no se me alcanzaba una sola palabra. Gondelomar yacía imperturbable, con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa burlesca en las esquinas de la boca. ¿Que había pasado? ¿Que nueva sorpresa iba a estremecer mis nervios alucinados? ¡Oh! Aquello era vi- vir en una región más allá de lo absurdo. De pronto, una crisis nerviosa acometió a Alejandra. —¡Miserable, miserable! ¡Ah, ya sabía yo que no podía ser! ¡Asesino... asesino! Un espantoso ruido estalló brutalmente. Como si fuera la detonación producida por el explotar de cien barriles de pólvora, la casa toda vaciló. Al mismo tiempo la estancia, inundóse de un humo denso olor de azufre. Yo sentí como si el techo se cayera sobre mi cabeza... un golpe terrible en la nuca... Perdí por completo el conocimiento... EPÍLOGO Convergentes Mack vestía impecable smoking y Alejandra suntuosísimo traje de soiré color sangre fresca. Estaba maravillosa. Me recibieron en el hall del hotel Bristol, donde se hallaban instalados, después de la tragedia de la víspera, de la cual yo nada sabía. Al día siguiente me encontré acostado en mi alcoba del Palace, y nada recordaba. Pero en fin, el bandido estaría en lugar seguro, y yo con la perspectiva de una estupenda aventura de amor. Aquella mañana recibí la siguiente carta: «Mack y yo deseamos cenar con usted esta noche. Le contaremos muchas cosas interesantes. Además, si usted así lo quiere, le invito á pasar una luna de miel en mi yate Proserpina. Suya, Alejandra. Di orden á Evaristo para que tuviera preparadas mis maletas; pues si no me iba á viajar con Alejandra en el Proserpina, me marcharía de todos modos á otra parte del globo. El tiempo se me hizo corto. Volé, á la hora convenida, al Bristol. Era noche de gala. Los habitúes á los diners de moda, ocupaban por completo la planta baja. Nosotros nos encaminamos á un reservado. Ocupamos el número 13. Yo estaba resuelto á poseer esa mujer fuera como fuese, y la obsesión de su hermosura llenaba por completo mi existencia. Además, iba á saberlo todo, todo lo que había pasado durante su secuestro de treinta horas. Una extraña curiosidad malsana me llevaba hasta ellos y también cierto extraño temor de no quedar como un perfecto caballero que sabe cumplir con la palabra empeñada. Decidí, pues, arrostrarlo todo. Ardía en impaciencia, además, por saber la manera cómo actuaba la banda célebre, sin dejar la menor huella de su paso, burlándose de la policía, y al mismo tiempo deseaba conocer lo que había pasado en la «cueva de la muerte», y en aquel instante en que me dieron un golpe en la nuca, ese instante en que la alcoba se obscureció de un humo pestilente... ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba Gondelomar? En fin, deseaba saberlo todo, todo, todo... ¡y poseer á Alejandra! La cena terminaba, y los tziganes expresaban la melancolía de un romántico vals vienes sobre la perversión de sus casacas escarlata. Llamaron á la puerta del reservado. Un botones entró una carta. Mack, abriéndola nerviosamente, leyó en alta voz: «Nos hemos ganado mútuamente la partida. Si tú no me molestas, yo no te molestaré. Si lo contrario..., ya sabes que Gondelomar ha optado por los procedimientos de sangre. ¡Hasta las doce de la noche!» —¿Es de Gondelomar?—pregunté estupefacto. — No lo sé. —¿Cómo no lo sabes?—insistí.—¿No firma nadie? —Sí. —¿Entonces? —Es que Gondelomar, bien pudiera no ser Gondelomar. —No te entiendo. —Verás. Tengo la absoluta seguridad de que el hombre que apresamos en la cueva no es Gondelomar. —¿Qué dices?—dijimos á un tiempo Alejandra y yo en el colmo de la estupefacción. —Que no debe ser él, por muchas razones. —Oh, veo que eres el de siempre, hermano mío—sollozaba Alejandra—. Ya decía yo que tenías que ser de mi parecer. Cuando me encontrásteis en la alcoba del herido, fué porque abrigaba esta horrible sospecha, y quise cerciorarme. Gondelomar tenía una cicatriz en la mano derecha, y aquél... —¿No la tenia?—interrumpí. —Sí, también. —¿Entonces? —Es que Gondelomar se la cubría siempre para despistar. —Además—interrumpió Mack—Gondelomar no hubiera prendido fuego á la casa, porque nos tenía profunda afección. —¿Fuego? —¡Ah! exacto. Voy á explicarte en dos palabras lo que pasó. Seguramente al ver los cómplices que no aparecía el jefe, supusieron que había caído en nuestro poder. Ellos fueron los autores de la explosión, y de la muerte de Wic. Aprovecharon la confusión que nos produjo la sorpresa... y recuperaron al jefe. —¿Luego, está libre?—grité sin salir de mi asombro. —Completamente... Hubo un largo silencio, al cabo del cual el detective volvió á tomar la palabra. —Pero por ahora no debes preocuparte de este asunto. Yo no tengo interés en molestarle nuevamente, de manera que esa es cuestión ajena por completo á nuestras vidas. Olvidarlo es lo único que hay que hacer; pero antes, por ser probablemente la última vez que estemos juntos, por ahora, voy á satisfacer tu natural curiosidad. Mack Bull sacó un pliego, que desenrrolló ante mis ojos ávidos. —El automóvil!—exclamé. —El mismo—dijo el americano.—Estos papeles los he logrado salvar, y de deducción en inducción he logrado averiguar el truco del raptor. Pero vamos por partes. Examinemos el plano. Presintiendo la proximidad de la revelación estupenda, era todo oídos y todo ansiedad. Mack Bull, sabiéndose codiciado, adoptó una actitud de displicencia; y, mascando un rico habano rubio, dijo asi: «Estos planos y croquis, han venido á corroborar por completo mis suposiciones. Ahora, puedo cantar victoria... relativamente, pues, mi triunfo no es del todo completo.» —¡Por habérsete escapado!—interrumpí. —¿Quién? —Gondelomar. —No, hombre... eres un niño. Lo que menos me preocupaba, era la libertad de ese Gondelomar... Ninguna precaución tomé para que no pudieran rescatarle. Lo único que yo deseaba era saber el paradero de Alejandra, y conocer el truco de los secuestros. Ambas cosas las he conseguido. Alejandra está á nuestro lado, para siempre, ¿lo oyes?... ¡para siempre!, y la siniestra é ingeniosísima trama de los desaparecidos, está en mis manos... Lo que pasa es que si no he triunfado por completo, débese á que todavía abrigo una duda, y una duda, para mí, Mack Bull, es una humillación. —¿Y es?—adjuntó Alejandra, emocionada. —Sencillamente, que á estas horas no tengo derecho, fijaros bien en que sólo digo que «no tengo derecho», á estar seguro de que el sorprendido en la «cueva de la muerte, sea Gondelomar. Intimamente, en Mr. Ernesto Westle, yo puedo tener todas las convicciones que quiera; pero en detective, en Mack Bull, mis resoluciones deben ajustarse á mi teoría policíaca. Y esta vez la teoría inmaterial está en pugna con la realidad; mejor dicho: el fondo está en manifiesto desacuerdo con la forma, el interior, con la apariencia... —Si no nos aclaras... —Para qué... Yo me entiendo. Todos los actos psicológicos de esa ineludible psicología del mal, dicen que no es el Gondelomar de la quinta Avenida. Pero, su físico, su rostro, sus facciones, estatura, son las mismas... —La voz, no...—argüí. —En fin... esa es cuestión mía. Ahora es cuando pienso emprender con entutusiasmo mi sport de detective. Mi amor propio no ha sufrido nunca una humillación semejante... pero vamos al grano... Cambió de asiento, y aproximándose bien á la mesa, sobre la que continuaban los dibujos, prosiguió: —Bien, he aquí, la verdad, el resumen de las convergentes, los cabos que se atan, el pase luminoso de la verdad probable a la verdad evidente, a la verdad inmaterial y única, la verdad razonada, soberana... «Cuando Alejandra abandonó el Palace, aquella tarde memorable, llevaba mucha prisa para entrevistarse conmigo. De pronto, un transeúnte tropieza con ella y la desgarra la falda, no teniendo más remedio que tomar el primer coche que pasase. Llama un taxi-auto, penetra en él, y apenas si caminados algunos metros, siente un desvanecimiento absoluto. Es el procedimiento de la banda. Posee una substancia parecida al cloroformo, de cuyo secreto poseo la fórmula, y, como habrás observado, lo emplean con frecuencia por sus excelentes resultados. Es el que usó Alejandra cuando te sorprendió en tu cuarto del Palace, el que emplearon para rescatar al herido, en el palacio de Jim... Produce un desvanecimiento sin peligro... El que administré yo al aparecido de la cueva de la muerte...» «Alejandra, cuando volvió en sí, hallóse en este antro de pesadilla.» «Allí el presunto Gondelomar le hizo una grotesca escena de apasionamiento y de lágrimas, jurándola una enmienda absurda. Ella le rechazó. Entonces, enfurecido, la dijo que pasaría en ese sitio toda la noche, con la esperanza de que se doblegaría. Ya me figuro la noche tan horrible que pasarías, hermana mía...» —El miserable me dijo que tendría que ser suya y que me daba el plazo de unas horas—agregó Alejandra con la voz temblorosa de ira, y mis puños se crisparon, hundiéndome las uñas en la piel.—En esto comenzó á aullar el perro del hocico de lobo... salió a ver qué era aquello... Lo demás ya lo sabéis—terminó Alejandra. —Y en lo que respecta al truco: Voila. Trepóse sobre una esquina de la mesa, y señalándonos con el dedo los dibujos que estaban allí con los planos del subterráneo, agregó: «El automóvil en cuestión tiene una culata exagerada, es decir una trasera enorme (fig. 1) hueca por dentro, en donde se esconde el operador. Esta especie de trampa está detrás del asiento (fig. 2) con una válvula conveniente, para en el momento oportuno asfixiar al cliente, el cual queda atontado y sin poder decir palabra. Entra uno que se le supone con dinero, zas, el golpe maestro y certero. Entonces el automóvil, como cualquier otro automóvil, se encamina hacia las márgenes del Sena, hasta una determinada boca de alcantarilla (fig. 3) que comunica con la cueva de la muerte. El coche se detiene encima de dicha boca. Esto es al anochecer. El operador sale de su escondite dentro del automóvil. Tras las lunas bien se puede haber corrido unas cortinillas de papel esmerilado. Sin peligro de ser visto desde fuera, el operador escurre el cuerpo inerte de su víctima, haciendo coincidir la abertura del piso del automóvil (fig. 4) con la de la alcantarilla. El chauffeur suelta los cueros de los guardabarros, y así, herméticamente, se trabaja, como en el interior de una cámara obscura... en medio de París, á los ojos de todo el mundo... Una vez escurrido el fardo humano con una cuerda, baja el operador llevando hasta la cueva... no, mejor dicho, no los lleva á la cueva, sino que después de desvalijarles, les echa al río, con esos saquitos de lona que vimos en el suelo de las celdas del subterráneo, llenos de perdigones atados á los pies... para que no flotaran los cadáveres.» «Yo creía que Gondelomar guardaría consigo a todos los secuestrados, á fin de soltarlos el mejor día para que fueran trompeta de su fama... Pero no era él. Y si no era Gondelomar, ¿en donde está Gondelomar? En fin...» Hizo una pausa para beber un trago de Mum: —Esto es todo... y se acabó. Yo tengo ciertas dudas por aclarar... quiero hacer unos cuantos viajecitos... y necesito estar solo. Y como no quiero dejar abandonada á mi hermana, te la encargo, vizconde... podéis viajar juntos, y para ello os regalo mi yate Proserpina. No salía de mi asombro; al fin, articulé: —¿Nos dejas solos? — Es preciso. Y, poniéndose de pie, concluyó: —Ya que tú sabes escribir esta clase de aventuras que la intelectualidad petulante y marisabidilla suele desdeñar, sin percatarse de la exuberancia de emoción y de misterio que sabe despertar en el espíritu, ya que posees el secreto de relatarlas en forma tal, que mantienes en constante sobresalto el sistema nervioso y aquella sagrada parte medular donde reside el sensorial del misterio, te contaré algunos episodios de mi vida, algunos que me han ocurrido, y otros que espero me ocurran todavía... Pero eso será después... Si algún día tienes humor y tiempo... y yo estoy vivo y no idiota... Ahora os dejo en libertad. Esta misma noche tengo que salir... La amnistía dura hasta las doce de la noche Yo tengo que saber algún día si este Gondelomar es el mismo de la Quinta Avenida. Y, maliciosamente, con una sonrisilla de comprensión, se marchó. La música de los tziganes urdía en el ambiente una delicada sinfonía de elegancias. Al cabo de unos instantes, cuando la silueta de Mack Bull se había perdido tras los entreverados concurrentes del hall, Alejandra, tomándome una mano, me dijo entre sollozos: —¿Me perdonas? Mis ojos se llenaron con lágrimas de emoción. En ese instante, mi única idealidad era la visión inverosímil de belleza y esplendor que ofrecía Alejandra. —Perdonarte... ¿de qué? Quedamos en suspenso. Hasta nuestro reservado llegaban las carcajadas y taponazos del champagne de aquella noche de orgía... De pronto, mi ansiada, mi divina Alejandra, uniendo ardientemente sus labios á los míos, murmuró: —Soy tuya... soy tuya. ¡Mañana saldremos juntos para donde tú quieras! M. A. BEDOYA FIN DE LOS DESAPARECIDOS ÍNDICE Páginas. Una entrevista fatal 1 Un traspiés 3 Algunas esperanzas ti «Los desaparecidos» 7 ¡Nadie se mueva! 8 ¿Dónde estaba entonces? 12 Lo que dijo el gerente riel hotel. 13 Un hombre desaparecido .. 14 El banquero Garigaud, de la rue d’Amsterdam, en su luna de miel A la salida del «Credit Lyonnais 15 Hasta que «yo» no sea «él» 16 El beso de Judas 18 «The Ebony Tooth» 23 El noveno desaparecido 26 La cita inverosímil 29 «Mack-Bull» 35 El tubo de sombra y el Palacio de Jim 35 Revelación estupenda 41 Internándonos en la investigación científica del caso 41 La bisectriz del ángulo 44 El maletín de cristal 48 La línea recta 52 De la pista probable á la pista segura 53 El confesonario embrujado 54 El perro de la muerte 57 El aparecido 58 El prisionero, carcelero .59 ¿Mack-Bull, asesino? 65 Más allá de lo absurdo 67 EPÍLOGO: Convergentes 69 De desastres a celebraciones: archivo digital de novelas peruanas (1885-1921) Proyecto del Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar: https://celacp.org/proyectos/de-desastres-a-celebraciones/ Encargado de la edición: Daniel Carrillo-Jara